Mi querida amiga:

Tenías razón (una vez más, y ¿cuándo no la tienes?, me pregunto), esto del ordenador portátil es una gozada, yo al menos le he cogido un gusto que no veas. Te agradezco de todo corazón el consejo que me diste de comprarlo. Sólo por eso estaría justificado que escribiera para tu archivo particular el informe o relato o como quieras llamarlo que me pediste, aunque bien sabes que la razón principal de emprender la tarea (¡en plena luna de miel!) no es otra que corresponder modestamente a lo mucho que nos has ayudado. De no haber sido por ti dudo que Santi y yo estuviéramos ahora compartiendo unos días de felicidad en esta hermosa isla. En fin, te lo digo como lo siento y porque además me consta que si no te lo dijera sería incapaz de seguir pulsando las teclas. Va para cuatro días que llegamos a Creta. A la salida del aeropuerto nos recogieron en un microbús con el que viajamos por una carretera llena de cuestas hasta el pueblito donde está nuestro apartamento, cerca de la punta occidental de la isla. Por el camino, el tiempo se fue poniendo feo, con nubes y un viento bastante fuerte, y pensé si aquello no sería un mal augurio. Por fortuna, pronto me percaté de que mis preocupaciones eran melindres de recién casada. El día siguiente amaneció despejado y desde entonces hemos tenido cielo azul, temperaturas agradables (también por las noches), una brisa con olor a mar que es una delicia y, en una palabra, muy buena suerte en todo. Yo me había hecho el ánimo de escribirte cada día una o dos páginas aprovechando los pocos momentos en que Santi se aparta de mi lado. No es que pretenda esconderme. No hay nada, y él lo sabe, que yo le quiera ocultar. Ocurre simplemente que trabajo mejor si me quedo a solas con mis pensamientos. Quizá haya influido también en mi plan el temor a implicarme en una actividad que robara espacio y tiempo a las vacaciones. Creía poder escribir un rato por la mañana, antes del desayuno, cuando Santi baja a pegarse su chapuzón diario en la ensenada, y otro después de la comida, mientras echa la siesta. Ni una cosa ni otra han sido posibles hasta hoy. Por la mañana, entre que me cuesta despabilarme y necesito a toda costa una taza de café para recobrar mi condición de persona, me noto incapaz de discurrir. En cuanto a la siesta, se ha convertido en parte de nuestros ritos amorosos, tú ya me entiendes. Hoy domingo, por primera vez desde nuestra llegada, he podido de verdad sentarme a escribir. Y lo bueno del caso es que dispongo del día entero, ya que Santi acaba de unirse a un grupo de turistas para recorrer la isla en autobús con su guía y su programa de visitas, y no volverá hasta la hora de la cena. Iba contento como un niño. Ayer encontramos el anuncio por casualidad en la oficina donde atienden a los inquilinos de los apartamentos. En principio teníamos pensado hacer una excursión por nuestra cuenta en un automóvil de alquiler. La aventura entraña ciertas complicaciones. Ni hablamos griego ni es probable que los habitantes de las aldeas del interior sepan inglés. Tampoco me parece a mí especialmente excitante jugarnos la vida por unas carreteras estrechas de sube y baja en busca de unas ruinas minoicas, pongo por caso, sobre las que no entenderíamos ni jota si no hubiera quien nos proporcionase las debidas explicaciones. Además, sinceramente, a mí la cosa cultural, en mi luna de miel, no me interesa. Más me tira ir de compras a Heraklión, pues el pueblo adonde hemos venido a parar, con estar situado en un paisaje de ensueño, ofrece escasas posibilidades de consumo. De todos modos, el viaje a la capital lo haremos otro día que no caiga en fin de semana para que podamos encontrar las tiendas abiertas. En ese caso puede que sí alquilemos un automóvil, ya veremos. Pues como te iba diciendo, salíamos de la oficina cuando Santi vio el cartel. Con todo entusiasmo le preguntó en su inglés imperfecto a la chica de la recepción cuánto valía un viaje para dos. A la chica le costó un rato entender a Santi. Luego hizo un gesto para expresar que lo sentía mucho. Para la excursión de hoy domingo sólo quedaba una plaza libre. «Vete tú», le dije a Santi. Se agachó para darme un beso y me susurró al oído: «Tú quieres quedarte sola para escribirle a la psicóloga sobre lo mío, ¿eh?». Le pregunté si tenía algo en contra y dijo que no. El resto te lo puedes imaginar. Ahora son las diez de la mañana; hace un día espléndido, que ni sacado de una postal del paraíso; estoy sentada en la terraza del apartamento, bajo una sombrilla, con mi ordenador nuevo, mis gafas de sol, una botella de zumo de piña y otra de agua mineral, y ante mí se extiende, hasta donde alcanza la vista, tranquilo y no sé si azul o verde o las dos cosas al mismo tiempo, el mar de Creta. Espero poder enviarte la historia entera esta misma tarde por correo electrónico, antes que Santi haya vuelto de su excursión. De ese modo estaré libre de compromisos durante el resto de las vacaciones. Para empezar, hagamos correr el tiempo un año y medio atrás, cuando me faltaba poco para cumplir los treinta. Vivía en un piso de soltera en Chamberí; tenía un sueldo, una gata blanca y un novio estable (al menos era lo que yo creía hasta que le juné las entretelas al canalla, pero ésa es una historia larga y sucia que no viene a cuento). Me habían hecho fija en una sucursal del banco que había empezado a funcionar por entonces en Moratalaz. A los pocos meses falleció una compañera a consecuencia de un accidente de tráfico. Su trabajo nos lo repartimos entre varios; pero era mucho jaleo, así que le pedimos al director que solicitara refuerzos a la central. Al cabo de unos días enviaron a un hombre de buena planta. Tenía veintinueve años; por su porte, su vestimenta, su gravedad, aparentaba varios más. No me causó una impresión particular, aparte de que como le asignaron el escritorio de la compañera fallecida, medio tapado por una mampara, apenas lo veíamos. El primer día, rojo de timidez, nos estrechó la mano y nos declaró, a modo de presentación, su nombre y apellidos. Enseguida agregó que en la oficina de la que procedía todos lo llamaban Santi. Era, cómo te diría yo, corto de palabra, de ademanes correctos, de gestos poco vivos, y como no soltaba una sonrisa ni de casualidad, nos quedamos callados sin saber cómo corresponder a aquella manera tan seria de presentarse. Aquel día vino, además, trajeado como un anciano, en serio, todo de gris con una corbata tan formal y tan fuera de moda que me parecía imposible que no le transmitiera la sensación de estar descolocado, pues en nuestra sucursal, salvo el director, que es el único que pasa de los cincuenta, ninguno se viste como nos pintan a los empleados de la banca en las tiras humorísticas de las revistas. Hoy sé que a Santi le desagrada llevar corbata y que fue su madre quien le encargó aquel traje hortera con la idea de que él, hijo único, causara buena impresión en su nuevo lugar de trabajo. El segundo día vino, como si dijéramos, más normal, aunque seguía mortificando los olfatos del prójimo con un perfume que pronto, a raíz de un comentario que le hicieron, dejó de usar. En breve tiempo nos acostumbramos a su presencia silenciosa, a sus escuetos saludos, a sus miradas inexpresivas. Al director se le notaba satisfecho con él, ya que Santi, además de un empleado laborioso y competente, es de esos que no vacila en abandonar su asiento para echar una mano a un compañero en apuros. Lo mismo te resuelve un problema del ordenador que te libra con sus conocimientos y sus maneras apacibles de clientes conflictivos, que los hay y no pocos, por cierto. Sabe un montón sobre el mercado de capitales, sobre negocios de divisas y sobre otras muchas cuestiones financieras, hasta el punto de que el director lo llama a menudo a su despacho para preguntarle esto y aquello y qué harías tú y tal y cual. En cuanto a mí, si me hubieran preguntado por entonces qué pensaba yo de él, creo que no habría sabido responder. Santi no me llamaba más la atención que el mobiliario de la sucursal. Allí podías encontrar un mostrador, unas acuarelas enmarcadas, un reloj de pared y a Santi, que como llegaba siempre el primero y se iba el último parecía un elemento decorativo más. No sé si me explico, pero, como me pediste que te escribiera con naturalidad, yo te lo cuento todo como me sale. Un día Santi nos dio un susto bastante grande. A punto de bajar la persiana, entró a atracarnos un individuo con la cabeza embutida en una media de nailon. Se acercó al mostrador y apuntó con su pistola al cajero de turno. En realidad poco se podía llevar. Se le explicó que la caja fuerte es de apertura retardada. Al tipo le costaba una barbaridad expresarse. Quizá no entendía nuestro idioma, quizá estaba drogado. Mi compañero le dijo con mucha calma que le podía entregar lo que estaba a la vista, una cantidad modesta en billetes pequeños y monedas. El atracador cogió aquello y se largó. En fin, todo esto ya te lo conté en una ocasión, así que ahorraré pormenores. Mientras esperábamos a la policía, alguien cayó en la cuenta de que Santi había sufrido una lipotimia en su rincón. Como sabes, pedimos ayuda en una farmacia que hay al otro lado de la calle. Santi se recuperó enseguida. Me encontraba cerca cuando le desabrocharon la camisa. En su aturdimiento repetía la palabra «pistola». Era como si tratase de advertirnos de un peligro. «La pistola, la pistola», decía. Descubrí con agrado que Santi tenía un pecho ancho, musculoso, ligeramente cubierto de vello. Fue la primera vez que aquel compañero taciturno me causó una impresión que iba más allá de lo meramente profesional, aunque aún hubo de pasar bastante tiempo antes que empezara a sentirme atraída, aún más, intrigada por su persona. Yo lo consideraba por entonces (espero que nunca se entere) un hombre gris a quien se le estaban acabando los mejores años de la vida sin haber sabido sacar provecho de su atractivo físico. Los demás solíamos charlar a menudo sobre detalles concernientes a asuntos privados. El uno revelaba sus planes para las próximas vacaciones, el otro nos refería sus conflictos con los vecinos, y de este modo, salvo que hubiera mucha afluencia de público, nos las arreglábamos para combatir la monotonía de la jornada laboral. Santi jamás participaba en esa clase de conversaciones. Yo al menos no recuerdo que por aquella época hubiera salido alguna vez de sus labios una confidencia. A mí me dicen entonces que este hombre carecía de una vida fuera del recinto de la sucursal y me lo creo. Resultaba difícil adivinar su estado de ánimo, como si llevara puesta una careta con una expresión invariable de seriedad, de sosiego, de concentración en el trabajo. El colmo era cuando al final de la jornada nos despedíamos unos de otros y él permanecía sentado detrás de la mampara con el entrecejo fruncido y los ojos clavados en la pantalla del ordenador. Malas lenguas murmuraban que se quedaba allí para hacer compañía al director y darle coba. Si alguno se permitía una broma: «Santi, ¿vas a pernoctar en el banco?», él respondía sin alterarse que deseaba despachar una pequeña tarea antes de ir a casa. Insistía a menudo en lo de pequeña. Aún lo estoy oyendo: «Me iré enseguida, en cuanto acabe una pequeña tarea». (Amiga mía, me temo que es hora de pegarse un refrescón en la piscina y de tomar un piscolabis. Volveré dentro de media hora.) En el bar, el chico de la barra me ha obsequiado con un vasito de ouzo que ojalá no se me suba a la cabeza. Estate tranquila porque de momento cada dedo encuentra su tecla. Pues siguiendo con la historia, voy a referirme al asunto de los dibujos. Lo conoces de sobra, pero como la última vez que nos vimos mostraste tanto interés en que te lo contara por escrito, ahí va. Cierto día advertí en Santi una costumbre o manía (ignoro el nombre que dais a esto los expertos). Ahora que lo pienso, no logro acordarme de si la descubrí por mi cuenta o me la señalaron; tampoco creo que esta cuestión importe demasiado. Aquella costumbre, en principio, no me parecía rara. Te confieso que yo misma, en casa, cuando sostengo conversaciones por teléfono, no paro de trazar monigotes, rayas y figuritas geométricas en el bloc de notas que suelo tener al lado del aparato. Se trata de un simple pasatiempo al que me entrego de manera inconsciente. Imagino que en esto no me distingo de otras personas. Sin embargo, en el caso de Santi resultaba llamativa la intensidad de la costumbre y, sobre todo, no lo debemos olvidar, la circunstancia de que siempre, absolutamente siempre, repetía idéntico modelo de dibujo. Era, como sabes, pero para que conste en tu archivo, una hilera horizontal de cinco cuadrados puestos uno al lado del otro como fichas de dominó. Su tamaño podía variar; pero tanto si los hacía grandes, medianos o pequeños, los cuadrados guardaban entre sí la proporción. La causa de esto es que en primer lugar dibujaba un rectángulo y luego, mediante líneas verticales, establecía las cinco divisiones. Dentro de cada cuadrado trazaba a continuación un redondel. ¡Los litros de tinta que habrá consumido este hombre dibujando esas figuras! Por regla general las hacía sin esmero, sin calma, sin prestar atención al movimiento de la mano, poseído por un ansia que, según todos los indicios, era incapaz de dominar. ¡Justo él que se mostraba por lo regular tan aplomado! Cada vez que por alguna razón me acercaba a su escritorio, veía las filas de cuadrados y redondeles por todas partes: en los bordes de algunos impresos, en hojas sueltas, en el calendario de mesa. Un tipo misterioso, el Santi. Buen compañero, excelente persona, guapo, cordial y provisto de las cualidades necesarias para triunfar en la vida; sin embargo, allá estaba, silencioso y medio agazapado en aquel rincón del que no salía a menos que alguien solicitara su presencia. ¡Y a mí qué!, pensaba yo. Bastantes quebraderos de cabeza tenía por culpa de mi novio como para andar ocupándome de los garabatos de un compañero de trabajo. Empecé a sentir un interés personal por Santi a raíz de una casualidad. Lo que me impulsó a detener la mirada en él no fue la atracción erótica (eso habría de venir después), sino la curiosidad y en parte, no lo voy a negar, la pena. Santi llevaba cosa de un año en la sucursal de Moratalaz. Su vida privada seguía siendo un cuarto oscuro para todos, bien porque él no era dado a abrirse a los demás, bien porque a los demás nos importaba un rábano su vida privada. Finalmente yo había conseguido romper la relación tormentosa con mi novio de entonces. La relación había degenerado hasta el punto de que perderlo a él de vista fue como sacarse una piedra del zapato. ¡Menudo alivio! Libre de ataduras sentimentales, me apresuré a emprender un viaje a la costa, a renovar el vestuario, a cortarme el pelo y a recobrar algunos hábitos de los viejos tiempos; entre ellos, el de salir con amigas. Todavía me pregunto por qué no mandé antes a la mierda al tonto del haba. Un día, hablando con Sonsoles, supe que ella participaba en un grupo de aeróbic que se reunía una vez por semana en un gimnasio de la calle Santa Engracia, a menos de cinco minutos de mi apartamento. Me preguntó si no me apetecía acompañarla. Para convencerme argumentó que desde que hacía ejercicio había perdido dos o tres kilos y se sentía la mar de a gusto dentro de su cuerpo. Adelgazar, lucir una buena figura, mirarse sin temor en el espejo: todo aquello me sonaba a música celestial, pero había un problema. Y es que las clases de aeróbic a las que se había inscrito Sonsoles empezaban media hora después que yo terminara mi trabajo en Moratalaz. Imposible llegar puntual con el metro. Podía llamar a un taxi. Ahora bien, lo último que yo deseaba era correr, cargarme de molestias y crearme situaciones de estrés en mi tiempo libre. Sonsoles me dijo que no me preocupase, que ella pasaría a recogerme en su automóvil. Así lo hicimos. Los jueves me esperaba a la puerta de la sucursal. Juntas nos íbamos a menear el cuerpo donde tú bien sabes, mientras sonaba la música y la monitora nos taladraba los oídos con su voz aguda. Acabábamos, ¿te acuerdas?, con la lengua fuera, pero contentas. La cuarta o quinta vez que Sonsoles vino a buscarme, un motorista chocó contra la parte trasera de su automóvil en el momento en que yo me montaba y abolló el parachoques. No fue nada grave. El motorista se quejaba de que Sonsoles había aparcado en doble fila. La conversación se prolongó por espacio de varios minutos. En ese tiempo, Santi terminó la pequeña tarea que todos los días, al término de la jornada laboral, lo retenía un rato sentado a su escritorio y salió a la calle por la puerta de los empleados. Nosotras nos disponíamos a iniciar la marcha, sentada cada una en su asiento. Fue entonces cuando Sonsoles reparó en él. «¿Qué hace ése aquí? ¡Por Dios, que no me vea!» Y así diciendo, se agachó detrás del volante con el fin de que Santi no la pudiese ver. Encogida como estaba, me urgió a que le alcanzase unas gafas de sol que guardaba en la guantera. Se las puso y esperó a que yo le confirmase que Santi había doblado la esquina para salir pitando del sitio. Le pregunté si mi compañero de trabajo era, en sus horas de ocio, un destripador. Sonsoles encontró el chiste poco afortunado. Por el camino me contó que dos años atrás Santi y ella habían probado a salir juntos. «Cualquiera diría que le has cogido miedo», le interrumpí. Reaccionó como una gata: «¿Miedo yo? ¿A ése? De miedo nada, monada. Lo que pasa… En resumen, le di esquinazo y no me apetece que venga a pedirme cuentas». Me miró con esos ojos que a veces pone, achinados por la malicia. Subimos por Doctor Esquerdo y atravesamos el barrio de Salamanca sin hablar de otra cosa. Le dije que Santi gozaba de buena reputación entre los compañeros del banco, pero que lo considerábamos, eso sí, poco comunicativo. Sonsoles me refirió con palabras no muy distintas de éstas lo siguiente: «Por los tiempos en que tuve trato con él, Santi era un pedazo de pan. Probablemente lo siga siendo. Yo, por ese lado, no tengo nada que reprocharle. También creo que debido a su carácter, a sus manías o a lo mal que lo crió su madre, Santi no está en condiciones de mantener una relación íntima con nadie. Su inseguridad me sacaba de quicio. Te contaré un caso de tantos para que me entiendas. Una tarde que subíamos por Gran Vía le propuse entrar en el cine. Me dice que primero tiene que llamar a su madre. ¡Qué cosa más extraña!, pensé. Pues no te jode que a su edad se mete a llamar por teléfono en una cafetería que hay al lado del cine, sale y me dice que lo siente pero que preferiría no ver la película. Pero ¿por qué?, le pregunto. ¿Es que no te lo permite tu madre? Me responde que su madre no estaba en casa y que, si no me importa, le parece mejor que dejemos el cine para otro día. Del padre no hablaba nunca. A mí me da que el buen señor se largó de casa porque no aguantaba a la mujer ni al hijo. Alguna vez que saqué a relucir el tema del padre, él se apresuró a desviar la conversación, así que preferí no insistir. En total salimos juntos en diez o doce ocasiones. Fue todo lo que pude soportar. La última noche que nos vimos lo llevé a mi piso. No sé si me habían puesto un afrodisíaco en la cena. El caso es que yo estaba a punto de caramelo, con unas ganas horrendas de echar un polvo. Joé, le serví una copa y en un momento dado me arrimé y le toqué sin contemplaciones donde les encanta que les toquen. Noté que se estiraba, que se ponía rígido y como a la defensiva, y luego coge y con cara de funeral me pide que por favor no continúe. ¿Será impotente? ¿Será gay? Problemas. Con él siempre había problemas, complicaciones, engorros. Al rato fingí que me dolía la cabeza, nos despedimos y hasta hoy. Durante un tiempo me estuvo llamando por teléfono. También me mandaba mensajes tiernos por correo electrónico. Luego, cuando me dieron el trabajo en el periódico, no le dije nada. Me mudé de barrio y él ya no me pudo encontrar. La verdad es que me dolió que la relación no prosperara porque ya te digo que Santi era un tío atento y cariñoso. Pero es que me deprimía, te lo juro. Me destrozaba el ánimo con sus rarezas y sus reacciones incomprensibles». Acordé con Sonsoles que a partir de la semana siguiente ella me recogería cada jueves en la calle paralela, junto a la parada del autobús. Cuando me hizo la propuesta le pregunté de broma si se había inspirado en alguna película. Se mostró tajante: «No quiero problemas, eso es todo». En adelante ya no me fue posible mirar a Santi como si formara parte de la decoración de la sucursal. A menudo, durante el trabajo, me dedicaba a observarlo a hurtadillas, picada por la curiosidad. Me persuadí de que aquel hombre escondía un secreto. Si me apuras, a lo mejor es eso lo que pienso de todos los hombres con pinta de inteligentes a los que conozco de manera superficial. Pero el caso de Santi era distinto. En él había algo, yo no sabía aún qué, pero de todos modos algo que despertaba en mí un deseo ferviente de emprender averiguaciones. La intuición me decía que Sonsoles no se había adentrado gran cosa en la oscura personalidad de Santi. Había visto lo de fuera, los síntomas, los reflejos en la piel. (No te extrañe que a escasos metros del mar me dé la vena poética.) Un día me vino un cliente de edad avanzada con un problema relacionado con el cobro de una transferencia. Yo no terminaba de entender lo que quería. Entonces el compañero que estaba a mi lado me hizo la sugerencia habitual en tales casos: «¿Por qué no lo consultas con Santi?». Fui a consultarle. Él interrumpió su tarea y se puso a estudiar en el ordenador los datos del cliente. Me fijé en sus dedos largos que se movían a gran velocidad sobre el teclado. El color rosado de sus manos, las palmas anchas, los pelillos del dorso y el reloj de pulsera con la correa negra de cuero me causaron un cosquilleo de fascinación. Encima del escritorio no había ningún objeto personal que pudiera proporcionar pistas sobre su vida privada: ninguna foto familiar como las que tenía el director en su despacho, ningún adorno que revelara una afición, nada que no fuera papeleo bancario. La única excepción eran los cuadrados y redondeles repartidos por los márgenes de algunas hojas. De repente, sin apartar los ojos de la pantalla, Santi me preguntó, como quien no quiere la cosa, si Sonsoles ya no venía a buscarme los jueves. Me sentí igual que si alguien hubiera abierto de golpe la puerta de mi dormitorio y me hubiera pillado desnuda. Intenté disimular la turbación. Cuidado, pensé, este tío es más listo que el hambre. Me dieron tentaciones de hacerme la ingenua. Claro que si él descubría el juego, menudo corte. Superado el asombro del primer momento, decidí pasar al ataque. Le pregunté con retintín si se dedicaba a espiarme. Permaneció en silencio, como esperando que yo añadiera algo más. En vista de que yo no decía nada, salió de su rincón para atender personalmente al viejo. Al volver me susurró al oído que quería hablarme. Lo seguí. A resguardo de la mampara me invitó, más serio que un panteón, a cenar por la noche en un restaurante. ¡Caramba con el gran tímido! Me entraron tentaciones de decirle que tenía un compromiso. En buena hora me mordí la lengua: si le hubiera dado calabazas, quizá no estaríamos hoy en Creta enamorados como dos adolescentes. Recurrí al truco de mirar el reloj para ganar un poco de tiempo. Le dije que dentro de una hora le respondería. Se me figuraba que para entonces se me habrían disipado las dudas. Lo cierto es que, transcurrida la hora, yo no sabía aún si aceptar o no la invitación. De pronto noté que un dedo me tocaba suavemente en un hombro. Me volví. «¿Ya te lo has pensado?» Su gesto impasible, sus modales desapasionados, no encajaban con lo que una entiende por artimañas de un seductor. En aquel instante, te lo confieso, sentí dentro de mí un pinchazo de desagrado. Le pregunté a Santi, sosteniéndole la mirada, si pretendía utilizarme como puente para llegar a Sonsoles. Ni siquiera pestañeó. «No me interesa Sonsoles.» «¿Buscas un ligue?» Enseguida me di cuenta de que el amor propio me había jugado una mala pasada. Ya era tarde para poner remedio al desliz. Él se tomó mi estúpida pregunta con calma. «No busco», dijo, «nada que te pueda crear molestias.» A las nueve de la noche nos encontramos delante de la puerta de un chino que alguien le había recomendado. Hacía calor. A mi llegada, Santi estaba esperando en mangas de camisa. Llevaba vaqueros claros y zapatillas deportivas. Yo, en cambio, fui vestida como para una recepción diplomática, con mi traje azul de chaqueta, zapatos de tacón (que producían un clac-clac sobre los adoquines de la acera que me colmó de vergüenza) y mi mejor collar. Sólo me faltaba la pamela para terminar de hacer el ridículo. Santi tuvo la delicadeza de no sonreír. Intercambiamos cumplidos. «No te conocía tan informal», le dije sin el menor asomo de ironía. Correspondió en un tono parecido: «Tú estás muy elegante». Durante la cena, me confesó que más de un jueves nos había adelantado a Sonsoles y a mí por Doctor Esquerdo con su automóvil. En una ocasión estuvo parado a nuestro lado, delante de un semáforo en rojo. Al parecer íbamos hablando con tanto entusiasmo que no nos dimos cuenta. Aquella noche conocí a un Santi relajado, conversador y hasta ingenioso. Tenía unas habilidades poco frecuentes. Consiguió, por ejemplo, colocar tres granos cocidos de arroz uno encima de otro, en el borde del plato, pinzándolos con los palillos. Me contó un montón de cosas con tanta gracia y naturalidad que por un momento llegué a creer que el hombre que estaba sentado frente a mí no era el compañero reservado con el que coincidía a diario en la sucursal. Y entre mí me decía: ¿Éste es el tipo impenetrable, cargado de problemas, del que Sonsoles se aparta como de un leproso? Supe que el trabajo en el banco lo aburría. Más de una vez había pensado en la posibilidad de dedicarse a negocios bursátiles o de fundar una sociedad inmobiliaria si encontraba un socio de confianza, pero lo cierto es que todavía no se había decidido a dar los primeros pasos. En fin, me reveló con total franqueza, bromeando sobre la idea de llegar a la jubilación en la sucursal de Moratalaz, su falta de planes para el futuro. A mí me interesaba más su pasado. Después de no pocas dudas y aprensiones, me atreví a tocar el tema. Santi siguió igual de expansivo que hasta entonces. Eso me dio ánimos para dirigirle algunas preguntas. Averigüé que había nacido en San Sebastián, en cuyo cementerio está enterrado su padre. Me entraron ganas de llamar a Sonsoles por teléfono. ¿De dónde sacaba ella que Santi se negaba a hablar de su padre, aún más, que se largaba a casa corriendo en cuanto se lo mencionaban? ¡Anda ya! Así y todo, no me pasó inadvertido un detalle. Mientras evocaba escenas de su infancia, Santi no paraba de rayar sobre el mantel, con una uña, sus típicas hileras de cuadrados y redondeles. Se lo conté a Sonsoles el jueves siguiente, dentro del jacuzzi, ¿te acuerdas?, que fue cuando te conocí y supe que dabas clases de Psicología Clínica en la universidad. Sonsoles nos presentó. Acto seguido, criticó a Santi con tal furor que entre mí pensé si no andaría ella recomiéndose de celos. Me entraron ganas de pedirle que me explicara la clase de relación íntima que había mantenido con Santi si ni siquiera sabía que él estuvo viviendo en San Sebastián hasta los nueve años. Digo yo que, cuando una sale en serio con un tío, lo normal es que se interese por su biografía, por sus aficiones, por su familia, ¿no te parece? Aquella tarde me dijiste dos cosas que no he olvidado: una (en clara alusión a Sonsoles), que no sacara conclusiones hasta no estar segura de conocer a fondo a Santi; dos, que, siendo él persona retraída, me había abierto una ventana a su intimidad porque probablemente me situaba al margen de las causas que suscitaban su introversión. Adujiste el ejemplo del niño que en el colegio no abre la boca y en casa, rodeado de familiares, no calla. Me convenciste de que Santi había depositado en mí algún tipo de sentimiento positivo. Eso, qué quieres que te diga, me halagó. A tu juicio, podía pensarse que él me había invitado al restaurante para comprobar que no se había equivocado en la elección. Su franqueza, su locuacidad, sus deseos de agradarme durante la cena, los interpretaste como una especie de premio o recompensa por la confianza que yo le inspiraba. Sonsoles se entrometió campechana: «Se la querrá tirar, eso es todo». Tú replicaste mirando hacia mí: «Si fuera verdad que ese amigo tuyo padece una lesión psíquica no me extrañaría que, sin darse cuenta, te haya enviado un mensaje de socorro. No me preguntes para qué ni por qué. Pero descuida, que si estoy en lo cierto, no tardarás en comprobarlo». (Amiga, noto desde hace un rato que me cuesta ordenar las ideas por culpa del estómago vacío. Tengo que repostar. El problema es que en el comedor andará suelta la manada hambrienta de turistas y perderé un montón de tiempo haciendo cola y buscando una mesa libre. Así que pondré a hervir en la minúscula cocina del apartamento un puñado de raviolis con tomate de sobre y voy que chuto. Doy paso a la publicidad. No te vayas.) Reanudo la tarea, pero ahora dentro del apartamento porque en la terraza pega el sol de lo lindo. Espero que con los cafés que llevo tomados no me entre la soñarrera. ¡Pobre Santi, el calor que estará pasando! Pues siguiendo con lo que te decía, las cenas en el restaurante chino se convirtieron para nosotros en un rito semanal. Establecimos por entonces una relación sin componente amoroso. Simplemente formábamos una tertulia de dos amigos. Ni nos abrazábamos, ni nos hacíamos carantoñas, ni nos dábamos más besos que los que se dan en la mejilla, cuando se encuentran o se despiden, las personas que se caen bien. Teníamos mucha conversación, bastante risa y ningún problema, a pesar de los pronósticos agoreros de Sonsoles. Más tarde empezamos a ir juntos a algunos sitios: al Reina Sofía, a conocer escritores en las presentaciones de libros, incluso al fútbol, pues a Santi le tira el Atlético una barbaridad. Pronto advertí una anomalía en su conducta que me encendió dentro de la cabeza una lucecita de alarma. A este respecto debo romper una lanza en favor de Sonsoles. Fue aquella historia suya de la llamada telefónica la que desde un principio me llevó a sospechar que Santi evitaba meterse en los cines. No se negaba en redondo, eso no. Recurría a excusas, a subterfugios, a indisposiciones repentinas; se inventaba imprevistos que lo retenían en casa o, con cualquier excusa ingenua, me hacía esperar junto a la puerta del cine el tiempo suficiente para que, a su llegada, no mereciera la pena entrar a ver la película. Semejante comportamiento Sonsoles lo achacaba a influencias de una madre mandona. «Lo domina tanto», decía, «que no le ha dejado madurar. ¡Aún recuerdo con qué mueca de susto corrió a pedirle permiso aquella tarde!» Le pregunté a Sonsoles si había tenido ocasión de conocer a la señora. Dijo que Santi nunca se lo había propuesto. «Seguramente», añadió, «por temor a que yo lo viera convertido en un pelele.» Tú no quisiste descartar esa posibilidad. A primera vista se te figuraba más verosímil que la que yo defendía. Mis conjeturas apuntaban a que Santi podía padecer fobia a la oscuridad en sitios cerrados. «¿Habéis estado alguna vez en una discoteca?», preguntaste. «Una vez», respondí. «¿Mostró él un comportamiento llamativo?» «¿A qué te refieres?» «Me refiero a si estuvo tenso, apagado, nervioso, o a si te pedía con insistencia que salierais a la calle.» Reconocí que habíamos pasado un par de horas agradables. Fue en la discoteca (te lo cuento ahora que Sonsoles no me oye) cuando nos besamos por primera vez. Bueno, yo lo besé y él se dejó. «En mi opinión», dijiste, «no creo que tu amigo tema a la oscuridad ni a los sitios cerrados. Tampoco a las aglomeraciones, puesto que le gusta asistir a los partidos en el campo de fútbol.» Acepté tu consejo de no someter a Santi a ningún interrogatorio. Gracias a tus palabras de ánimo, otro día reuní valor para manifestarle mi interés por que me presentara a su madre. Me sorprendió que accediera de inmediato. Afirmó, incluso, que su madre se alegraría de conocerme. A su madre, según me confesó, le preocupaba la vida solitaria que él llevaba. La mujer ronda los setenta. Tiene una expresión dulce (ojos lánguidos, sonrisas tristes) impropia de una persona enérgica. Estábamos en un vestíbulo amueblado con sencillez. Le tendí la mano. Ella la apartó con suavidad; estiró el cuello, pues es bajita, y me estampó un beso en cada mejilla. Enseguida propuso que nos tuteáramos. Me pidió en tono afable que la llamara Emili, que es, según dijo, como la conocen sus allegados. «Éste ¿te da mucha guerra?», me preguntó con un fuerte acento vasco. Respondí lo primero que me vino a la boca: «Su hijo es buena persona». «Demasiado.» Y aquella especie de sentencia resignada y melancólica me desconcertó en tal extremo que, durante unos cuantos minutos, no supe qué decir. Ella me cogió del brazo para enseñarme las habitaciones. Santi nos seguía en silencio. En la pared del pasillo colgaba la fotografía enmarcada de un señor con gafas y bigote. Me tentó preguntar por él, pero no me atreví. Pasamos por fin los tres a la sala, donde la mesa ya estaba dispuesta para la cena. Me imaginaba que en cualquier momento la madre se pondría a darle órdenes al hijo (trae esto, lleva lo otro), pero me equivoqué de plano. Cada vez que Santi le ofrecía su ayuda, ella le rogaba que no desatendiese a la invitada. Comprobé con satisfacción que Emili no es propensa a interrumpir a los demás cuando hablan ni a expresarse con ademanes bruscos. No es parlanchina, pero tampoco callada. Pongamos un término medio. Tras el consomé, Santi se empeñó en retirar los platos usados. Su madre cedió. Solas las dos a la mesa, Emili me agarró las manos y me dijo con mucho misterio, refiriéndose a Santi: «Maja, a ver si me lo curas». Yo, de piedra. «Curar ¿de qué?» «Es todo de aquí.» Lo dijo señalándose con un dedo la cabeza. En aquel instante, como sentimos que Santi volvía, cortamos la conversación. Más tarde fue ella la que se dirigió a la cocina en busca de un rape en salsa verde que había preparado a la manera de su tierra. (Aborrezco el pescado, pero aquella noche yo habría comido agujas con tal de resultar agradable.) En el poco rato que Emili estuvo ausente, Santi y yo convinimos en salir a tomar una copa después de la cena, aprovechando que al día siguiente, domingo, no teníamos que madrugar. Le pregunté si le apetecía quedarse por la noche en mi piso. Aceptó sin vacilar. Ya habíamos dormido juntos una vez, sin que ocurriera gran cosa entre nosotros. Aquello me sorprendió bastante. No es habitual que un hombre desaproveche ciertos regalos de alcoba. Por otro lado, yo no estoy hecha de la misma pasta que Sonsoles. Yo prefiero que me tomen a tomar, supongo que me entiendes. Así que aquella vez apagamos la luz, nos dimos unos besitos bajo la manta y no hubo más. Pues, como te iba diciendo, en el momento de despedirnos Santi le comunicó a su madre nuestro plan. «¿Vendrás para la comida?» Fue lo único que ella quiso saber. Santi me pidió con la mirada que respondiera en su lugar; yo, a mi vez, miré a Emili y, no sin un poco de temor a que se enfadase, le dije que hasta el día siguiente me tocaba a mí cuidar a Santi. Emili ni puso mala cara ni hizo preguntas indiscretas como acostumbran las madres protectoras y celosas. Junto a la puerta de la calle me abrazó con ostensible simpatía. En un bar de la zona, Santi y yo intercambiamos impresiones acerca de la velada. «Parece que tu madre me acepta.» «Ya te dije que se iba a alegrar de conocerte.» Del bar nos fuimos en su automóvil a mi piso. Era pronto: las once u once y media. Le sugerí que nos acomodáramos en el sofá y miráramos una cinta de vídeo antes de acostarnos. Así lo hicimos. Yo me tumbé a lo largo, con la cabeza apoyada en su regazo, y, mientras veíamos la película, él me daba friegas con sus dedos largos y cálidos en la cabeza. De puro gusto no me faltaba más que ponerme a ronronear como mi gata. Ya te conté que la sorpresa ocurrió mientras me iba abandonando al sueño, olvidada de la película. Pensándolo fríamente, hoy celebro que el sobresalto se produjera aquella noche, en mi piso, en mi terreno por así decir, y sobre todo cuando nuestra relación amorosa aún no se había definido del todo, pero ya empezaba a cobrar forma. Sirvió, en cualquier caso, para abrirme los ojos al drama que mortificaba al pobre Santi desde hacía largos años. Me sirvió también para comprender que lo que le pasaba a mi chico me afectaba más allá de las lágrimas de compasión. En pocas palabras, aquella noche tomé la firme decisión de bajar a sacarlo del pozo en el que vivía aprisionado. Aquí te va un resumen de lo que sucedió. Yo estaba a punto de dormirme. De pronto noté un temblor en las piernas de Santi. Durante dos o tres segundos sus manos apretaron mi cabeza como si se hubieran acalambrado. Abrí los ojos. Santi gritó: «¡La pistola!». Al punto me acordé del día en que nos vino un atracador a la sucursal y Santi perdió el sentido. En la pantalla se veía a un tipo con cara de pocos amigos que apuntaba con su pistola a alguien que estaba frente a él, fuera de la imagen, en el lugar de la cámara o, si lo prefieres, de los espectadores. Al mismo tiempo que sonó el disparo, Santi se arrojó conmigo al suelo. Al principio no supe qué pensar. Vamos, hasta creí que me agredía. Luego se apresuró a apagar el televisor, permaneció unos instantes quieto, mirando extrañamente hacia la parte alta del tabique, y en esto se marchó del piso sin despedirse. Sentada en el suelo, atónita, lo sentí bajar las escaleras a todo meter. Ni siquiera se tomó la molestia de cerrar la puerta. Al cabo de hora y media me llamó por teléfono desde su casa. La llamada me pilló levantada. Ya te figurarás que después de todo yo no podía dormir. Se notaba a Santi abatido al otro lado de la línea. Me pidió perdón como quien pronuncia sus últimas palabras al pie de la horca. «Perdón, ¿por qué?» Guardó silencio unos segundos. Después se embaló: «Por haberte tirado al suelo. ¡Por Dios, eso no se hace! Me muero de vergüenza, te lo juro. Me avergüenzo de lo raro que soy. Para rematar, resulta que me he convertido en un hombre violento. Ya ves: conmigo no es posible tener alegrías, ni tranquilidad, ni satisfacciones de ninguna clase». Breve pausa. Y luego: «Supongo que te he perdido, ¿no?». Hoy sé que la casualidad o la intuición quisieron que por primera vez la brújula de mis sospechas indicara la dirección correcta. «Amor», le dije, «gracias por haberme salvado.» En su tono de voz se traslucía ahora una mezcla de asombro y alivio: «O sea, ¿que te has dado cuenta?». Mis palabras de gratitud habían obrado en él un efecto balsámico. Me las pagó extremando la docilidad. A todo me respondía que sí. Le hice prometer que se acostaría sin demora, que me abrazaría en sus sueños y que al día siguiente, aunque hubiera perdido las ganas, como aseguraba, iría al campo de fútbol. Acordamos encontrarnos al término del partido. (Corto descanso para pegarme una ducha reparadora. Me arden los dedos de tanto escribir. Por la espalda me bajan goterones de sudor, y eso que estoy medio desnuda. Amiga, enseguida vuelvo.) Sigo. El domingo por la tarde me escondí detrás de un árbol, en una plaza ajardinada que hay frente al edificio donde vivía Santi con su madre hasta poco antes de casarnos. A la hora que yo me figuraba, lo vi salir del portal y alejarse hacia la boca del metro. A Emili no le sorprendió mi llegada. Fuimos al grano. Me pidió, en el tono afable de costumbre, que la acompañara al final del pasillo. Nos detuvimos delante de la fotografía del señor de las gafas y el bigote. «Los líos mentales de Santiago tienen que ver con él.» Al pronto no comprendí. ¿O es que aquel hombre de aspecto sosegado, con su corbata burguesa y su pinta de devoto había usado tanta severidad que, a los veintitantos años de su muerte, continuaba aterrorizando al hijo? Para salir de dudas, le pregunté a Emili qué clase de hombre había sido su marido. Respondió que cariñoso y trabajador como él solo, aunque tirando a serio. «¿Y de qué murió?» «No murió. Lo mataron.» Durante unos instantes me quedé sin habla. Ella, que debió de notar mi turbación, rompió sin inmutarse el silencio que a mí me resultaba tan embarazoso. «Era un cabezota. Nos avisaron que su nombre había aparecido en una lista, pero él se consideraba tan poco importante que rechazó la escolta. ¿Santiago no te ha contado nada de esto?» «Pues hasta ahora, no.» «Una vez quité la fotografía del pasillo porque me lo mandó el psicólogo. Decía que al niño le vendrían recuerdos amargos cada vez que la mirase. No veas qué mal le sentó a Santiago. La tuve que sacar del ropero y volverla a su lugar. Bueno, pues ni siquiera entonces cambiamos una palabra sobre lo que le pasó a su padre.» Yo había estado observando a Emili mientras hablaba. Comprendí que lo que de víspera me había parecido una expresión de bondad y ternura era en realidad la marca de un prolongado sufrimiento. De un sufrimiento vivido a solas. Se me puso un nudo en la garganta cuando dijo: «A mí me queda poca vida, pero Santiago aún tiene un largo trecho por delante. Te pido por Dios que me lo cures. Yo no he podido. Ésa es mi mayor espina». «El psicólogo ¿no lo ayudó?» «Bah, era un señor mayor que me dejaba al niño peor que antes. Aparte de atiborrármelo de Dumirox, no hacía gran cosa por él. A Santiago ni se lo nombres. Le cogió mucha ojeriza.» Tomamos en la cocina una taza de café. Me ofreció bizcocho, pero no quise. Por el peso, ya sabes. Encima de la mesa se veía un periódico, unas gafas y el bolígrafo con el que Emili había estado rellenando el crucigrama. En el borde de la página tracé lo mejor que pude el dibujo de los cinco cuadrados con sus correspondientes redondeles. «Esto ¿qué significa?» Me hizo una seña para que la siguiera. Entramos en la habitación de Santi. Emili me enseñó el interior de varios libros sacados por ella al azar de la estantería. Me enseñó hojas sueltas y cuadernos que abarrotaban los cajones, recortes de prensa con información bursátil apilados sobre el escritorio, el reverso de algunas fotografías: por todas partes se extendía la plaga de dibujos. «En el colegio, los profesores me solían preguntar. Nunca supe responderles. Y el psicólogo, mucho lenguaje y mucho bla bla bla, pero tampoco tenía una idea clara de lo que significan estos garabatos. Nada bueno, supongo.» A punto de despedirme, le pregunté por qué estaba tan segura de que yo podía curar a Santi. «Hija» (fíjate, nos habíamos conocido la tarde anterior y ya me llamaba hija), «no le cuentes a Santiago que me he ido de la lengua, ¿eh? Santiago te quiere. Te quiere mucho y sabe que te necesita. No sé lo que os pasó anoche, pero después que hablarais por teléfono a las tantas le entró una euforia como yo no se la había visto jamás. Me sacó de la cama para convencerme de lo maravillosa que eres. Tú y sólo tú vas a poder mirar dentro del alma rota de mi hijo, donde ni siquiera los ojos de una madre han podido nunca mirar. Créeme.» Hay que reconocer que Emili no se expresa mal, pero yo, la verdad, no valgo para actriz. Conque por la tarde, después del partido, le pregunté a Santi a la cara, sin romanticismos ni mandangas: «¿Tú te imaginas viviendo conmigo de pareja?». No dudó un segundo en responder. (¿Sería porque el Aleti, como él llama al equipo de sus amores, le había metido unos cuantos goles al Mallorca?) «¡Sueño con ello todas las noches!» Pensé que bromeaba. Tanta efusión me resultaba rara en él. Pero luego repitió aquellas palabras, más serio, yendo por la calle, y quedé convencida. En el metro le pedí que las dijera otra vez, por el gusto que me producía escucharlas. Me complació. Entonces lo besé en la boca y le declaré, mirándole de cerca a los ojos, que en mi opinión teníamos la meta al alcance de la mano, pero que aún se interponían en el trayecto obstáculos que convenía eliminar. «Ya lo sé», afirmó, y esa tarde ya no volvimos a tocar el tema. Tampoco es que hiciera falta. Lo principal estaba conseguido. Acabábamos de ponernos de acuerdo en un objetivo importante para el futuro de nuestra relación. Desde los nueve años, la vida interior de Santi había sido un laberinto de galerías tortuosas en el que nadie, antes de mí, se había adentrado. Bien es verdad que hasta la fecha yo había caminado a ciegas por algunas de esas galerías que daban vueltas alrededor de un secreto doloroso. La situación había cambiado sensiblemente tras el sobresalto de la noche pasada. Ahora me era posible distinguir un punto de claridad al fondo. Crecía, además, en mí la certeza de que Emili no andaba descaminada en sus predicciones. Yo sabía (y tú me lo confirmaste la siguiente vez que nos vimos) que si lograba llegar hasta el final del laberinto haría de Santi un hombre nuevo. No olvidaré lo que me dijiste: «Él te ha dejado las puertas abiertas. Por algo será. Curar, lo que se dice curar, tal vez esté fuera de tus posibilidades. De ti depende, sin embargo, que su herida cicatrice y que el dolor se le haga, por lo menos, soportable. Tan soportable como para que no le impida llevar al lado de la persona a quien ama lo que solemos llamar una vida normal». Esa misma semana, curioseando en Internet, encontré en varios sitios la noticia sobre el atentado. En todos los casos la información se reducía a listas de personas asesinadas por ETA a las que apenas se les dedicaba dos o tres renglones. Quizá no supe buscar bien. Al padre de Santi lo habían tiroteado a quemarropa en una calle céntrica de San Sebastián. Murió en el acto. Del asesinato había sido inculpado un terrorista que en la actualidad cumple condena en la cárcel del Puerto de Santa María. Emili estaba al corriente de todos esos pormenores. Ella misma me los había adelantado el domingo que fui a verla a escondidas de Santi. Faltaba, no obstante, el dato esencial, el que ella (por razones que ignoro y que nunca intentaré averiguar para no afligirla) me ocultó. Lo descubrí por mi cuenta a los pocos días en la Hemeroteca Municipal. El padre de Santi no estaba solo en el instante del atentado. Los dos periódicos que consulté eran explícitos al respecto. «La víctima paseaba con su hijo menor de edad por las inmediaciones del Teatro Victoria Eugenia, al que se dirigían. El niño presenció a corta distancia cómo su padre era asesinado a sangre fría por un pistolero de la organización.» Mantuve los ojos cerrados por espacio de un minuto mientras intentaba imaginarme la escena de los disparos desde la perspectiva de Santi. Yo nunca había estado en San Sebastián. No podía, en consecuencia, hacerme una idea del lugar del crimen. De pronto acudió a mi pensamiento el tipo aquel mal encarado, el que nos pegó un tiro la noche del sábado al domingo desde la pantalla del televisor. Dentro de mi cabeza resonó el grito de Santi: «¡La pistola!». Y en ese preciso instante supe con total seguridad que acababa de meterme en el centro del laberinto. ¿Qué hago ahora?, pensé. En la misma calle Conde Duque, a la salida de la hemeroteca, paré un taxi. Un cuarto de hora más tarde, ¿te acuerdas?, me presenté en tu casa sin avisar. Me abrió tu marido, tan elegante con su delantal de rayas. (Este detalle, si no te vale, lo borras, ¡pero como insististe en que me explayase a mi antojo!) Aquella tarde te referiste a varios casos similares al de Santi que habías conocido de cerca. Después de todo lo que yo te había contado, el diagnóstico te parecía claro. Me preguntaste si Santi accedería a someterse a una terapia. «Estoy segura», te dije, «de que no. Ha tenido malas experiencias.» Tu réplica me dejó pasmada (hasta creí, por un momento, que querías tomarme el pelo): «No importa. Lo vamos a hacer de todos modos, sin que él se entere, al menos al principio. Ah, y sin psicofármacos ni visitas a un consultorio. Ya verás». Esa semana, en el restaurante chino, cumplí a rajatabla tus instrucciones. No creas que fue fácil. De milagro no me escondí en los servicios para pedirte consejo desde el móvil. Sentía terror pensando en el riesgo que corría de crearle a Santi nuevos padecimientos. Pero hubo suerte: reaccionó tranquilo. «A mi madre y a mí, aquella salvajada nos rompió la vida. No la guardo en secreto. Lo que pasa es que ya te he causado muchos problemas con mi manera de ser. Me daba miedo que te asustaras y acabases largándote como se me han largado otras mujeres al poco de conocerlas. Piensa, sin ir más lejos, en Sonsoles.» Me acordé de tu advertencia: «Primero las cosas claras; después, si quieres, la compasión». Fingiendo aplomo, le pedí al camarero una hoja de papel y un bolígrafo. No sabía cómo disimular el temblor de la mano. Yo pensaba: Santi no lo va a aguantar, esto está por encima de sus fuerzas, aquí se me hunde el pobrecillo. Me acordé de aquellas palabras de ánimo que me habías dicho por teléfono apenas unas horas antes: «Si te quiere, se dejará ayudar aunque le duela». Te respondí que su madre opinaba más o menos lo mismo. Y tú: «Es que a tu novio no le queda otro remedio. Hay que conseguir a toda costa que el miedo a perderte actúe como contrapeso de los otros miedos que lo mortifican. Me objetarás que te estoy proponiendo apagar el fuego con más fuego. Pierde cuidado. Con frecuencia, un tratamiento en apariencia absurdo es el que ofrece mejores resultados». Aquel pensamiento me dio valor. El dibujo quedó algo torcido, con unos redondeles que parecían huevos, pero así y todo Santi lo reconoció enseguida. Me miró desconcertado, bebió con calma un sorbo y dijo: «Llevo desde que era niño garabateando estas figuras y no sé por qué. Bueno, sí lo sé. Me parece que siento una especie de alivio cuando las veo. O sea, que en determinados momentos, si no las tengo delante, me entra como una desazón, me pongo nervioso, me parece que algo malo va a ocurrir; en una palabra, no estoy a gusto. Es difícil de explicar. Las hago, pero lo mismo no las hago, ¡qué se yo!». Seguí tu recomendación de no acosarlo a preguntas. La cosa estaba hablada. Punto. Cambiamos de conversación y yo dejé que transcurrieran unos treinta minutos de cháchara trivial antes de anunciarle que el siguiente fin de semana no podíamos citarnos porque yo tenía previsto salir de viaje con una amiga. Santi no es tonto. «Vas allí, ¿verdad?» «¿Te importa que vaya?» «¿Te acompaña Sonsoles?» «No.» «Mejor.» Entrada la noche, tras el beso de despedida, le pregunté si quería que le trajese algo de San Sebastián. «Tráeme a mi padre.» A través de las lágrimas lo vi alejarse calle abajo con las manos en los bolsillos. (Las seis de la tarde. El sol se ha corrido hacia la parte trasera del apartamento y más de media terraza queda ahora en sombra. Conque me voy a sentar otra vez fuera. Antes, eso sí, una pausa corta para merendar.) Si la miopía no me engaña, diría que se han formado unos nubarrones a lo lejos, donde se juntan el cielo y el mar. ¿Tormenta? Esperemos que si hay tronada no le pille a Santi por el camino. Bueno, amiga, aquí te va el último tramo del informe o la crónica o lo que sea. Puesto que mi primer viaje a San Sebastián lo hicimos juntas, evitaré extenderme en detalles que conoces de sobra. Descontando el incordio de la lluvia, la ciudad me causó una impresión favorable. Tal vez demasiado cara para mi gusto. ¿Te acuerdas de los precios que vimos en algunos escaparates? Pero, en fin, vayamos a lo esencial. Y lo esencial es que con ayuda del plano encontramos enseguida el Teatro Victoria Eugenia, al lado de un río. Guardo el recuerdo de un bello edificio de piedra con balcones, con ventanas de forma, tamaño y ornamentos distintos según su colocación en la fachada, y con dos torres en un costado de la azotea, cercada ésta por una barandilla de balaustres con sus pináculos de trecho en trecho. (¿Se me nota que estudié un año de Arquitectura?) Delante de la entrada principal, protegida por una marquesina, hicimos un descubrimiento inesperado. Recordarás que en el folleto turístico que nos dio la recepcionista del hotel habíamos leído que el Victoria Eugenia sirve cada año de sede al Festival Internacional de Cine de San Sebastián y que a menudo se celebran conciertos en su interior. Con ese convencimiento nos pusimos en camino las dos aquel sábado lluvioso, seguras de que con ayuda de la fotografía del folleto reconoceríamos el edificio nada más verlo, como así ocurrió. Lo que no sabíamos es que durante largos años el Victoria Eugenia había funcionado como sala de proyección de películas. Un guardia municipal nos lo contó: «Pues aquí dentro, señoras, ha habido cine toda la vida. Vamos, yo de niño ya venía. Ahora está cerrado. Me parece que quieren hacer reformas. No se preocupen. Si quieren ir al cine hay uno yendo por ahí». Permanecimos algunos minutos debajo de la marquesina. No paraba de jarrear. Enfrente, entre dos calzadas paralelas, se alargaba un pequeño jardín con estanque y varios surtidores. Yo miraba a izquierda y derecha como esperando que de un momento a otro apareciese mi novio convertido en niño, con su padre de la mano. «Supongo», te dije, «que los dos vendrían por esta acera. Vendrían de la parte del río o de aquellas casas, o quizá, quién sabe, atravesaron el jardín por ese puente de en medio.» Respondiste que desde el punto de vista del funcionamiento de la mente, Santi continuaba atrapado en aquel lugar. Y acto seguido: «El miedo que siente cuando ve una pistola, su resistencia a entrar en los cines, su disfunción sexual, incluso los cuadrados y círculos que pinta de manera obsesiva, todo eso proviene de la conciencia dolorosa del asesinato de su padre cerca de aquí. La pregunta que se nos plantea es, pues, ¿cómo podrías tú ayudarle a abandonar este sitio? O si lo prefieres: ¿cómo podrías sacar este sitio de los pensamientos de Santi? El método no entraña misterio, pero presenta una dificultad: es necesaria la colaboración activa del paciente. Debes ingeniártelas para traer aquí a tu novio con el fin de que reexperimente el suceso ocurrido y lo haga, además, a tu lado. Si comparte su experiencia dolorosa de la niñez con el ser amado, verbalizándola desde la perspectiva del hombre que es hoy, tiene posibilidades de superar el trauma». Yo estaba decidida a dar aquel paso. Por Santi sobre todo, pero también por mí. Por mí y por nuestro futuro. Tus explicaciones, tus consejos y tus palabras de aliento reforzaron mi confianza en llevar a buen término el plan. Al día siguiente de nuestro regreso, conseguí reunirme a solas con Emili en su casa. No me parecía bien empezar el experimento sin su aprobación. Se conmovió. En otras circunstancias acaso me hubiese contagiado de sus lágrimas. Tienes que ser fuerte, me dije. Y aguanté. La pobre mujer no podía ni hablar. Cuando por fin se le hubo pasado la llorera, me arreó unas palmaditas cariñosas en el dorso de la mano. «Estará al llegar», me dijo. «Muy bien, lo esperaremos aquí sentadas.» Santi se quedó de piedra al vernos. «¿Algún problema?», preguntó receloso. Buscaba yo la forma menos patética de abordar el asunto cuando, desde el otro lado de la mesa, Emili se me adelantó. En un amén le expuso a Santi mi propósito. Santi se disculpó; le urgía ir al baño. Tardó lo menos diez minutos en volver. «¿Las dos queréis que vaya?» Emili y yo nos escrutamos antes de hacer el mismo gesto afirmativo. Santi, que seguía parado en el pasillo, resopló con aire de resignación. «No garantizo que el viaje solucione nada, pero lo intentaré.» Durante la semana se mostró irritable por demás. En la sucursal, fíjate, despachó de su lado a un compañero que había ido a pedirle ayuda. «Joder, ¿no ves que estoy ocupado?» Yo lo miraba de refilón y a menudo lo sorprendía secándose la frente con un pañuelo. En el chino se pasó la cena entera quejándose. Del arroz «amazacotado», de los rollitos de primavera «pringosos», del camarero «más lento que una tortuga sin patas». Estaba lleno de ansia, de impaciencia; estaba, ¿cómo te diría yo?, igual que si llevara un revuelo de avispas dentro del cuerpo. Murmuraba, repiqueteaba con las yemas de los dedos sobre el mantel, se le caían las cosas al suelo. «Me habéis embarcado en una buena tú y mi madre. Ya casi no pego ojo por las noches.» Le hablé por extenso de ti y de cómo me habías asesorado. Le pregunté si quería conocerte. «¡Ni en pintura! Ah, y nada de pastillas, ¿eh? Caeré en las trampas que quieras, pero en ésa nunca más.» Se puso de nuevo a rezongar. Intervine: «¿Decías algo?». Tuvo una salida sarcástica: «¿Me llevarás galletas al manicomio?». Encargué idéntica combinación de billetes que el sábado anterior. Nos alojamos en el mismo hotel, aunque, para dar gusto al señor, solicité una de las habitaciones con balcón hacia la bahía, bastante más cara que la que ocupamos tú y yo. Me asomé a respirar el aire del mar. El tiempo estaba nublado, pero sin pinta de llover. Incluso se veían claros sobre el horizonte. No hubo manera de convencer a Santi para que se acercara a contemplar el panorama. «Después de tantos años de ausencia», le dije, «¿no te apetece salir a saludar a tus paisanos desde el balcón?» Andaba el hombre sin ganas de cuchufletas. Se había sentado a un velador adosado a la pared y no paraba de rayar sobre el cristal, con las uñas, sus dibujos de costumbre. Seguía sin soltarse los zapatos y sin quitarse la gabardina. Yo saqué mis cosas de la maleta y las coloqué en el armario; él no tocó las suyas. Le propuse bajar a comer a la cafetería del hotel. Que no tenía hambre. Transcurridas dos horas (no te exagero), aún no se había levantado de la silla. Yo empezaba a desesperarme. Por conservar la calma repetía entre mí tu advertencia: nada de enfados ni de discusiones. O aquello otro de que a él le correspondía la última decisión. La tarde avanzaba. Le dije: «Santi, tú verás, pero sólo tenemos lo que queda de hoy y la mañana del domingo». Continuó callado, sin levantar la vista del suelo. Con la excusa de que necesitaba tomar alguna bebida caliente, bajé a la cafetería. Fue entonces cuando te llamé a Madrid desde el móvil. «No hay nada que hacer.» Y tú: «No deberías dejarlo solo. Si no quiere someterse a la prueba, no insistas. Os volvéis a casa en buena avenencia y ya estudiaremos el modo de intentarlo en otra ocasión». Regresé, ¿qué quieres que te diga?, bastante desanimada a la habitación. Al abrir la puerta, Santi vino corriendo a mi encuentro. «En marcha», dijo. Se movía por las calles de San Sebastián con el instinto seguro de quien las conoce de memoria; yo, detrás, daba saltitos para no rezagarme. Hicimos el recorrido hasta el Victoria Eugenia en bastante menos tiempo que tú y yo el sábado anterior. «¿No vamos a la entrada principal?», le pregunté. «¿Para qué? A mi padre lo mataron en la parte de atrás.» Nos desviamos hacia una plaza en cuyo centro se alza un pedestal coronado por una estatua negra. Nada más pasar de largo el monumento, como a diez metros de la carretera que bordea el río, Santi se detuvo. «Aquí.» A un lado estaba el famoso hotel María Cristina; al otro, con las persianas bajadas, un café restaurante que hace esquina en la trasera del Teatro Victoria Eugenia. De acuerdo con tus instrucciones, le cogí las manos. Se las noté húmedas y frías. Antes que hubiese pronunciado una palabra, le di un beso largo en la boca. «Te escucho, corazón.» Miró unos instantes el suelo a su alrededor, como si buscara un objeto extraviado, y al fin, sin mover un músculo de la cara, empezó a contar más o menos de este modo: «Faltaría cosa de veinte minutos para el comienzo de la película. Ya habíamos sacado las entradas. Y es que vivíamos en las afueras y siempre era un lío en encontrar aparcamiento. Cuando íbamos al cine, salíamos de casa con bastante adelanto para no tener después que apresurarnos. A mí, como tantas otras veces, me entró capricho de beber horchata. Yo es que sin mi horchata no iba a ninguna parte. Por esa razón veníamos los dos andando de aquel puente, pues al otro lado del río había, ahora no lo sé, una tienda de helados donde servían horchata. Te la sacaban con un cazo de unos cántaros de metal. Me gustaba mucho. Blanca, fresca, dulce: una delicia que desde entonces no he vuelto a probar. Mi padre no me negaba nada, conque allá fuimos. A la vuelta vi que de un jardín que hay detrás de este hotel salieron dos individuos. En esos momentos, un niño de nueve años ¿qué va a pensar? Imagino que los asesinos tendrían el portal de nuestra vivienda vigilado. Ellos o sus cómplices. Apenas hora y media antes habíamos decidido ir al cine. Y el caso es que mi madre estuvo a punto de acompañarnos. Imagínate, me podía haber quedado huérfano del todo». Hablaba con entereza, con voz firme aunque apagada. Yo, mientras tanto, no paraba de acariciarle las manos conforme lo había practicado contigo durante la semana. Tampoco olvidé confirmarle de vez en cuando por medio de monosílabos que lo escuchaba con atención. «Mi padre no se percató de que nos seguían. Me estaba explicando algo sobre los peces del río y sobre una caña de pescar que le habían regalado de joven. Cruzamos la carretera, y al llegar a este lugar un ruido a la espalda golpeó mi atención. No te sabría decir si fue un carraspeo, una tos o una palabrota. Lo único que sé de cierto es que me volví. Uno de los dos individuos nos había dado alcance. Tenía una pistola en la mano. A mi padre le faltó tiempo para volverse. Ya con el primer disparo se desplomó.» En aquel momento vi que a Santi se le empañaban los ojos. Una lágrima resbaló por el costado de su nariz, dejando a su paso un reguero brillante. Ni siquiera entonces se le quebró la voz. «¿Qué hiciste mientras tu padre recibía los disparos?» Al preguntárselo me mordí el labio para no dejarme arrastrar por la emoción. «Puf, ver a mi padre caído fue un golpe duro para mí. Cuando, además, me di cuenta de que echaba sangre ya no lo pude aguantar y clavé la mirada ahí enfrente, en la pared del Victoria Eugenia. Esperaba que el tipo de la pistola se marchase para que mi padre se pudiera levantar. Fíjate lo que son las cosas, me preocupaba que nos perdiéramos el comienzo de la película.» Enfrascado en el recuerdo, Santi había repetido de manera maquinal el gesto de aquel lejano día; yo lo imité. Entonces los descubrí. Eran cinco relieves con forma de círculo que componían una moldura en lo alto de la fachada. Los círculos se alineaban en sentido horizontal entre dos impostas, la inferior más saliente, y estaban separados unos de otros por pequeñas columnas embebidas. De este modo, cada uno resaltaba dentro de un cuadrado. «Santi, allá arriba tienes el modelo de tus dibujos.» No lo veía aunque miraba en la dirección adecuada. «¿Dónde?» No hubo más remedio que señalárselo con el dedo. «¡Anda, pues es verdad! Ahora me acuerdo. No aparté los ojos de aquel detalle hasta que vino un señor a sacarme en brazos de la plaza.» Colgada literalmente de su cuello, junté mi boca con la suya. Entre beso y beso le declaré el grandísimo amor que siento por él. Y mientras yo me apretaba con todas mis fuerzas contra su pecho, dediqué los más vivos elogios a su valentía. «Estoy orgullosa de ti», le dije mirándolo dentro de los ojos. Le dije cosas que en mi vida he dicho a nadie. Y antes que él pudiera responder, me apresuraba a taparle la boca con más besos. No sé qué pensaría la gente. Que yo era una hembra salida o algo así. Me daba igual. Agarrado de la mano, saqué a mi chico de aquella plaza. Lo saqué. Había que sacarlo. ¡Cuánta razón tenías! Decidimos dar un paseo por el borde del mar mientras hacíamos tiempo para la cena. Ya de camino, llegamos por casualidad a la entrada de un multicine. Santi se paró a echar un vistazo a la cartelera. Me miró. Lo miré. Entramos. Durante la película me susurró al oído: «¡Qué listas sois tú y la psicóloga! Cada vez que trato de imaginarme el sitio donde mataron a mi padre, te entrometes en la escena besándome como antes, que parecía que querías arrancarme la cara a mordiscos. Ése era el truco, ¿no?». «Nada de trucos», le repliqué, «amor del bueno.» Y más no pudimos hablar porque nos chistaron por detrás para que nos calláramos. A la salida, camino de un restaurante, Santi dijo: «No creas que me he sentido bien ahí dentro. Dudo mucho que llegue a tomarle afición al cine». En fin, amiga, aquí me paro. Te ruego que seas indulgente con las muchas faltas que habré cometido a lo largo de este informe. Te lo mando sin demora. Después saldré a recibir al turista. Cruzo los dedos para que no se retrase. Tenemos las nubes encima y me da que de un momento a otro empezará a tronar.