Era un domingo de noviembre. Ya se había hecho de noche en la ventana del salón. El marido estaba sentado a una mesa en cuyo centro ardía una vela encajada en una palmatoria. La llama se reflejaba en el vidrio protector de un pequeño cuadro que se hallaba justo detrás, reclinado contra una vasija. El cuadro enmarcaba una estampa en blanco y negro que representaba a santa Rita de Casia con las palmas de las manos juntas, en actitud de rezar, y un destello de unción en la mirada dirigida hacia lo alto. La vela con su palmatoria y la estampa reposaban sobre un mantelillo calado, al que daban la apariencia de un paño de altar.

Despegada con la uña una esquina del esparadrapo, la mujer arrancó de un tirón el apósito que llevaba su marido en la frente. Tenía las manos coloradas, pues acababa de fregar con agua caliente los cacharros de la cena. Él profirió una queja con los ojos cerrados. Al abrirlos fijó la vista en el trozo de gasa que le enseñaba la mujer, sucio de sangre seca. Después irguió el torso en el sillón, no sin dificultad, pues era un hombre al que los años, el resuello corto y el exceso de vientre impedían moverse con agilidad. Preguntó si la herida continuaba supurando. Ella dijo que un poco, aunque no estaba segura. Le parecía, eso sí, que la herida presentaba mejor aspecto que por la mañana. Para empezar, la hinchazón había disminuido. Se notaba, además, que había empezado a formarse la postilla en los bordes.

—Con cuidado, ¿eh?

Al marido se le arrugó el entrecejo viendo a la mujer empapar en alcohol un copo de guata.

—Con cuidado —insistió receloso—, que tú a veces eres bastante bruta. ¡Menuda cómo escuece el líquido de las puñetas!

—No haberte emborrachado.

—Resbalé. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?

—Pues no llovió. Así que no me explico que resbalaras. Tú venías como venías y eso es todo. ¿O es que me vas a decir que en las cenas con tus amigos bebes agua?

—Bebí lo justo. Y si me di el batacazo fue porque al bajar las escaleras de detrás de la iglesia cedió el borde de un escalón.

—Tú sí que cediste. De la cogorza que traías.

—Esa escalera la construyeron hace quinientos años y puede que me quede corto. Cualquier día serás tú la que se caiga. Entonces ya hablaremos.

La mujer aplicó la guata mojada sobre la herida. En su cara se traslucía la satisfacción que le causaban las muecas de dolor del marido.

—Estate quieto.

Terminada la cura, él mostró interés por saber si ella pensaba dejar la vela encendida por la noche. Lo inquietaba la posibilidad de que, mientras ellos durmieran, la vela rodara a la alfombra y prendiera fuego a la casa. La mujer replicó tajante:

—¿Por qué habría de suceder tal cosa? Aquí no corre viento.

—Ése podría tirarla —dijo el marido al tiempo que señalaba con la barbilla hacia la repisa de la ventana, donde plácidamente dormitaba un gato gris con manchas negras.

—No veo cómo.

—Joé, pues subiéndose a la mesa y sacudiendo un par de zarpazos a esta especie de capilla que has montado.

—El gato pasa las noches en la cocina con la puerta cerrada. Conque hasta que no llame la hija la vela seguirá encendida.

—Pero ya habrá llegado. Por muy ancho que sea el océano, más de doce horas no me imagino que dure el vuelo. Y si hubiera ocurrido una desgracia ya lo habrían dicho por la radio.

—¿Qué clase de desgracia? ¿De qué estás hablando?

—Me entiendes de sobra.

—Por mí como si el viaje dura veinte días. Mientras no llame la hija para contarnos que ha llegado sin problemas no quitaré la vela ni la estampa.

La conversación prosiguió en ese tono durante varios minutos. De pronto fue interrumpida por un estrépito de vidrios rotos procedente del exterior. El gato saltó de la repisa al suelo, llevándose por delante, en su huida precipitada, un cenicero de alabastro. La alfombra amortiguó la caída del pesado objeto. Éste, sin embargo, se partió en los dos cachos que el marido había juntado con cola de carpintero en otra ocasión. Unas a modo de lenguas de fuego cruzaron fugazmente por detrás del cuadrado de la ventana. Apenas un segundo después volvieron a sonar en la fachada del edificio ruidos de destrozos.

Para entonces el gato había escapado hacia el pasillo con el rabo hinchado de miedo. El marido y la mujer permanecían inmóviles, atentos al trapaleo de pasos presurosos que había empezado a percibirse sobre sus cabezas, en el piso de arriba. Oyeron asimismo voces de alarma, entre las que sobresalía, debido a su timbre agudo, la de la hija del vecino. Corría gente dando gritos por las escaleras del edificio. En medio del alboroto no se podía distinguir si eran personas que bajaban o subían. A este punto la mujer salió de su estupor. Decidida a dejar el salón a oscuras, se apresuró a apagar la única lámpara que estaba encendida. Después extinguió de un soplo la llama de la vela y, tras un instante de vacilación, se acercó de puntillas a la ventana.

—¿Adónde vas? —susurró el marido desde su asiento en son de regaño, mientras alargaba los brazos hacia delante en un intento vano por detener a la mujer.

—Ahí están otra vez —dijo ella como para sí. En su semblante de mejillas carnosas se espejaban los fulgores del exterior.

—Por Dios, que no te vean.

—Corre, corre. Ven.

El marido se levantó pesadamente, apoyando las manos, una en el canto de la mesa, la otra en el respaldo del sillón. No encontraba sus zapatillas en la oscuridad. Impelido por la prisa, echó a caminar descalzo. Mientras se dirigía a la ventana oyó a su mujer exclamar:

—¡Hala, otra botella de esas que explotan! ¿No se dan cuenta de que si apuntan mal podría entrar alguna en nuestra casa? ¡No hay derecho! ¡El peligro que nos hacen correr a los que no nos metemos en política!

Su vivienda estaba situada en el piso primero de un inmueble de cuatro plantas. Entre el portal y la acera se interponía una franja de jardín dividida por un camino con un seto de aligustre en cada flanco. Poco antes del final, haciendo esquina, había un espacio limitado por una paredilla que cobijaba el contenedor de basura. La carretera lindaba, por el lado opuesto, con un ribazo al pie del cual discurría un tramo en curva de la vía férrea.

A su llegada junto a la ventana, el marido constató lo que la mujer ya sabía:

—Está ardiendo el balcón del segundo.

—Sí, y debajo tengo puesta a secar la colcha de la hija.

—¿La nueva?

—Voy a meterla ahora mismo.

—Tú aquí quieta. Ya te he dicho que es mejor que no te vean.

—Y si se derrumba el balcón del vecino, ¿qué?

—A estos balcones de ladrillo no los derrumba un poco de fuego.

Cuatro, cinco siluetas juveniles se agitaban entre los arbustos del jardín, las bocas tapadas con pañuelos, las cabezas embutidas en gorros de lana. Se advertía a simple vista que actuaban coordinados, como si cada cual estuviese cumpliendo una función asignada de antemano. Un mozo alto y fornido, el único que se cubría con pasamontañas, hacía indicaciones a sus compañeros subido a la tapa del contenedor. Sus ademanes imperiosos lo señalaban como jefe de la partida. Un chaval de no más de quince o dieciséis años escribía con espray en la pared de la casa, en el camino embaldosado y donde se terciara, goras a ETA y amenazas contra el vecino del segundo. Había otro apostado en el borde de la carretera, vigilando la calle.

Lanzada la última botella incendiaria, el cabecilla bajó al suelo de un salto. Hizo un corte de mangas hacia el balcón llameante antes de meterse las manos en los bolsillos. Luego de una sacudida de la cabeza en señal de retirada, cruzó la carretera en dirección al ribazo y se perdió tranquilamente en la noche, seguido de los suyos.

—¡Ay, madre! Fíjate cómo arden los geranios —dijo la mujer.

—Mejor que ardan los geranios que no la casa.

—Sí, pero es una pena. Eran unos geranios preciosos. Ya me gustaría a mí saber dónde los han comprado.

—Mira, ya salen a apagar.

Desde el interior de la vivienda se afanaba el vecino por sofocar el incendio a golpes de escoba. Alargaba los brazos, manteniéndose a distancia prudencial. Había tomado asimismo la cautela de calzarse guantes. Era un señor de entre cincuenta y sesenta años, con una calva lustrosa que al resplandor del fuego enrojecía como una brasa. El calor, quizá la rabia, lo obligaba a fruncir el semblante.

Las llamas brotaban del suelo del balcón y envolvían las rejas de la barandilla, en cuya parte superior los tiestos ardientes, sujetos mediante abrazaderas de metal, semejaban una fila de antorchas. Empujada por el viento, la humareda rozaba la pared, dejando en el revoque un manchurrón cada vez más ancho y más oscuro. Alguien, acaso un familiar, apareció de pronto al costado del vecino y arrojó un balde de agua sobre el fuego. La mala ocurrencia originó una llamarada que hizo recular al vecino y arrastró hacia la calle una lluvia de pequeños objetos incandescentes, parte de los cuales fue a caer en el balcón de abajo.

—¡Pero qué hacen esos imbéciles! —exclamó la mujer, llevándose las manos a la cabeza—. Nos han tirado un montón de porquería encima de la colcha.

—¡San Dios, a ver si se va a quemar! El disgusto que se llevará la hija cuando se entere.

—Yo por mí la hubiera retirado antes. Pero tú —imitó la manera de hablar de él—: no, no, que no te vean…

—Si te apresuras, igual consigues salvarla.

La mujer se dirigió sin pérdida de tiempo al cuarto a través del cual se accedía al balcón. Instantes después, el marido, que no se había movido de su sitio, la vio descolgar con mucha precipitación la colcha del tendedero. Para entonces el vecino de arriba había conseguido dominar el incendio de su balcón hasta reducirlo a unas leves llamas azules y dispersas que no tardaron en extinguirse. La mujer, abajo, examinaba la prenda a la luz que desprendían las farolas desde la acera, atenuada por la distancia. Junto a la ventana del salón, el marido trataba de comprobar si la colcha había sufrido algún daño. Veía que su mujer le arreaba manotadas, pero en aquellos momentos él no podía saber si ella lo hacía para evitar que la prenda se chamuscase o para limpiarla de la ceniza que había caído de arriba.

Desvió la mirada hacia la calle, hacia el cielo nocturno, hacia el horizonte borrado por la oscuridad, y halló complacido que en todas partes reinaba la calma. Supuso que delante del portal se congregarían pronto los policías, los reporteros apresurados y preguntadores, y los fotógrafos de agencia. Como le resultaba fatigoso seguir de pie, decidió acomodar su cuerpo panzudo en el sillón y esperar sentado la nueva perturbación de la tranquilidad vecinal que ya conocía de veces anteriores. Caminaba a tientas para no golpearse con las piezas del tresillo. No bien hubo tomado asiento, palpó con dedos cuidadosos el apósito de su frente mientras prestaba atención a las voces como de disputa que llegaban a sus oídos a través del techo. Sintió al gato rozarse contra las perneras de sus pantalones, deseoso de caricias. Luego oyó venir a su mujer gimiendo por el pasillo. Ella encendió la luz y, sin decir palabra, con los ojos arrasados en lágrimas, mostró al marido el desaguisado que sostenía entre las manos. Al hombre se le escapó una exclamación:

—¡Jesús, María y José!

La colcha estampada, todavía sin estrenar, presentaba en su forro de seda un orificio del tamaño de un plato. A su alrededor se repartían cinco o seis más pequeños, todos con el borde renegrido. Del mayor de ellos extrajo la mujer una porción de relleno socarrado. La sostenía delante de la cara como si estuviera absorta en la lectura de un libro, y, entretanto, el marido la miraba a ella apenado por su gesto mustio y por el brillo lacrimoso de sus ojos.

—¿No se puede coser?

Ella, al pronto, no respondió. Seguía observando ensimismada la pequeña y sucia vedija de miraguano. Pareció despertarse de súbito.

—¿Qué, qué? —balbució, y tras escuchar de nuevo la pregunta, se apresuró a contestar que no meneando con fuerza la cabeza.

Él chascó la lengua en señal de que acompañaba a la mujer en el disgusto y, formando pensamiento de consolarla, le dijo:

—No te hagas mala sangre. Seguro que hay una solución.

—¿Solución? ¡Estás tú bueno! Esta colcha la compramos en Tenerife. ¿Ya no te acuerdas? En el bazar aquel. ¿Qué quieres, que hagamos otra vez el viaje?

—Bilbao queda más cerca. Podríamos mirar allá. Si no la misma, a lo mejor encontramos una parecida antes que la hija haya vuelto de sus vacaciones.

—Hala, cállate, cállate. ¿Qué sabes tú de colchas ni de nada?

—¡Concho! Por mirar nada se pierde.

—¿Has olvidado que no somos millonarios? Menos cenas con los amigos y viajaríamos más.

La mujer arrojó la prenda a un lado sin dignarse mirar dónde caía. Del cajón de un aparador que estaba próximo a la puerta sacó una caja de fósforos. Sus manos temblaban de enfado cuando encendió de nuevo la vela ante la estampa de santa Rita.

—¿Quién me mandaría a mí apagarla? Cinco minutos sin el amparo de mi santa. ¡Cinco! Y ya nos cae una desgracia.

—Oye, calma, ¿vale?

—Dios mío, Dios mío, espero que no le haya pasado un contratiempo a la hija.

—Deja a la hija en paz. La hija estará ahora llegando al hotel y mirando las olas del Caribe por la ventanilla de un taxi.

—Si llama me pongo yo, ¿eh? Tú serías capaz de…

¿De qué?

—Pues de estropearle las vacaciones contándole lo de la colcha.

—¡Más fácil es que te vayas tú del pico que no yo, y nos ha jodido! ¿Por quién me tomas?

El gato saltó sobre el regazo del marido. Le rozó la cara varias veces con la punta del rabo antes de acomodarse junto a su panza. Entrecerrados los ojos de gusto, la cabeza descansada sobre las patas delanteras, se dejaba acariciar ronroneante.

—Llevamos dos ataques desde el verano —dijo él.

—Dos con fuego. Porque si cuentas las piedras contra las persianas y las pintadas en las paredes salimos a media docena de sobresaltos por mes, algunos a las tantas de la noche. No hay quien lo aguante. En octubre pagamos el arreglo de la fachada con los fondos de la comunidad. ¿Qué, a pagar mañana de nuestro bolsillo los nuevos desperfectos? ¿Y quién nos asegura que esos chavales no vuelven dentro de unos días? ¡Ya está bien, por Dios!

—Joé, a mí lo que de verdad me preocupa es que le coloquen una bomba al vecino y se nos caiga la casa encima.

—Sí, pues fíate. No sería la primera vez.

—Y todo por meterse a concejal. Yo es que no me lo explico. Si sabe que ETA se cepilló al que ocupaba el cargo antes que él, ¿para qué se arriesga? ¿Le gusta ir de mártir por la vida o qué? Y si dijéramos que vive solo en el monte y que le apetece jugarse el pellejo sin ponernos a los demás en peligro, pues bueno, allá cuidados. Pero es que esto es la rehostia.

—Esto hay que hablarlo en la vecindad. Así no podemos seguir. Tú dirás lo que quieras, que el vecino es buena persona y tal y cual, pero así —recalcó cada sílaba— no-po-de-mos-se-guir.

—Yo esperaría a que vuelva la hija. Ella sabrá lo que conviene hacer. Ha estudiado.

—Pues yo en la tienda pienso sacar el tema mañana mismo. A ver qué opina la gente del barrio.

—¿Qué va a opinar? ¡Lo mismo que tú y que yo! Que en esta casa hay un problema y tenemos que solucionarlo. En realidad con quien habría que hablar es con el vecino. Decirle que lo sentimos mucho, pero que por favor se vaya buscando otro domicilio. Que se instale en el pueblo de al lado o en Bilbao hasta que se arregle la cosa. Tiene que comprender que nos crea situaciones muy difíciles. Si quiere le ayudamos. Porque, bueno, no tenemos nada contra él, ¿no? Fíjate, yo, si me apuras, estoy dispuesto a organizar una colecta para facilitarle la mudanza y que le salga gratis.

—Anda, sube y díselo. A ver si te atreves.

—Hoy no, mujer. ¡Pues no estará nervioso ni nada! Pero descuida, que cualquier día se lo digo con buenas maneras. A poco que piense me hará caso. ¿Tú crees que sus compañeros de partido no le habrán aconsejado que tome precauciones? En este barrio está muy expuesto. Aquí, si no se lo han cargado todavía es porque no han querido, por mucha escolta que lleve. ¿Cuántas veces lo hemos visto en la acera solo con el perro? Bastaría un tío con una pistola, pum y al cementerio.

Guardaron silencio unos instantes, ella con la vista parada en la llama de la vela, él rascando al gato entre las orejas. La mujer hizo un mohín de lástima y dijo:

—A mí sobre todo me da pena la vecina. Es un pedazo de pan, tú bien lo sabes. ¡Nos hemos hecho tantos favores la una a la otra! Y también lo siento por su hija. De pequeña, ella y la nuestra parecían uña y carne, siempre juntas, siempre bien avenidas.

—Pues sí, pues sí. Pero… hay que comprender que él nos pone en un aprieto. Las cosas como son.

—¿Para qué se habrá metido en política si con lo que gana en la fábrica de muebles puede vivir estupendamente?

Venían ululando a lo lejos las sirenas de la policía. Al rato entró en la calle una fila de furgones que se detuvieron en el mismo sitio que la vez anterior. Sonaron como entonces las puertas cerradas con violencia. Sonaron voces confusas y ladridos de un perro en la vecindad. Sonó una ráfaga de timbrazos dentro del edificio.

Tras depositar el gato en la alfombra, el marido se levantó poco a poco del sillón. A pasos cortos se dirigió hacia la ventana.

—Ya están ahí los de la Ertzaintza —dijo.

—A buenas horas.

La mujer permaneció sentada. Había recogido la colcha del suelo y, con mueca torcida, la estaba examinando.

—¿No vienes? —le preguntó el marido.

—¿Para qué? —respondió ella con sequedad—. Me sé de memoria el espectáculo.

Encaramado a la repisa, el gato se lamía las patas. De vez en cuando echaba una mirada soñolienta hacia la calle.