Ésta era una mujer de treinta y cinco años que se llamaba María Antonia, aunque sus conocidos preferían llamarla Toñi. Vivía en un pueblo costero de la provincia de Guipúzcoa y su marido trabajaba de guardia municipal en la localidad hasta que una noche, entrando el otoño, lo mataron. El matrimonio tenía tres hijos que ahora ya son grandes, pues ha llovido mucho desde entonces, y ninguno de ellos reside hoy día en el pueblo, tampoco la Toñi, que es de quien yo he venido a hablar.
Pues la Toñi estaba un día en su piso de alquiler, en un bloque de viviendas de la parte alta del pueblo, desde donde se veía el mar hasta muy adentro, hasta donde los barcos no abultan más que la cabeza de un alfiler. Llevaba largo rato plancha que plancha delante de la puerta acristalada de la terraza. A veces se distraía mirando el mar unos segundos. Aquel paisaje de rocas con espuma, de aguas anchas y cielo atravesado por aves blancas y chillonas le traía a la memoria el de la costa de su Galicia natal, y por eso, en momentos de soledad, le causaba gusto contemplarlo.
Sonó el timbre hacia las once u once y media de la mañana. Los niños estaban en el colegio salvo el menor, que aún dormía en la cuna. El marido, de servicio, hacía el tráfico por las calles del pueblo. La Toñi desenchufó la plancha por prudencia. Fue a abrir y abrió y se encontró en el escansillo a una señora vestida de negro con la que en dos o tres ocasiones había mantenido un poco de conversación en la carnicería.
Aquella mañana la señora traía malas cejas. Al hablar parecía como si mordiese las palabras:
—Dile a tu marido que deje el puesto y se vaya. Si no, le tendrás que ir preparando la capilla ardiente y no te lo digo más. Ya estáis avisados, sinvergüenzas.
La Toñi se quedó callada, pensando: «Menos mal que no he dejado la plancha encendida». La otra también guardaba silencio. ¿Esperaba una respuesta? En cada pupila se le había parado una chispa furiosa. Tenía, además, el labio de arriba torcido hacia un costado, como cuando uno le pone cara de asco a una cosa. No sé si me explico bien.
De pronto la señora cayó en la cuenta de que con la punta de un zapato estaba pisando el felpudo. Rápidamente echó el pie hacia atrás. A la Toñi aquel detalle le dolió más que la amenaza.
—Oye —dijo en tono amable—, ¿te hemos hecho algo? Porque si te hemos hecho algo yo te pido disculpas ahora mismo.
—Tu marido es un español de mierda. ¿Te parece poco?
—¿Por qué no hablas con él y se lo dices? ¿O es que le tienes miedo?
—¿Miedo yo a ése? ¡Para lo que le queda de vida! Te lo digo a ti y no te lo voy a repetir. Largaos a vuestra tierra si no quieres que a tu marido lo saquen con los pies por delante.
Nada más irse la señora, salió al descansillo la vecina de enfrente, que era como una hermana para la Toñi. Había estado escuchando la conversación detrás de la puerta de su vivienda.
—A mí me dice eso que te ha dicho a ti y la tiro por las escaleras, fíjate.
—Pero tú eres de aquí. Mira, sería una pelea entre vascas. En cambio, si lo hago yo, ay, me pondrían de asesina para arriba. Me harían la vida imposible.
—Para mí que la ha trastornado la pérdida de su hijo.
—¿Cómo? ¿Ésa es la madre del chaval que murió el viernes?
—Murió o lo mataron. Así que haced el favor de andar con mucha cautela.
De nuevo en su piso, la Toñi siguió planchando junto a la puerta de la terraza. Ahora ya no se acordaba de mirar a ratos el horizonte marino. Ahora estaba dándole vueltas al suceso que había roto la paz del pueblo durante el último fin de semana. ¿Sería más justo decir trágico accidente, como querían unos, o crimen, como querían otros? Que cada cual escoja según su conciencia. Las palabras no van a sacar al muerto de la tumba. Tampoco le van a sacar a su madre, si aún vive, la espina que le quedó clavada. ¡Menuda desgracia perder a un hijo! A un hijo, además, en la flor de la vida. Porque ¿qué tendría ese pobre chico, diecinueve, veinte años?
La Toñi no sabía del asunto sino lo que contaron por aquellas fechas los medios de comunicación. Las declaraciones públicas de algunos políticos la dejaron de una pieza. Uno que habló por la radio dijo que no justificaba la venganza, pero que la comprendería en caso de que se produjese. Esa misma tarde, un portavoz ministerial insinuó que el muerto se había buscado su propio castigo. Por el barrio de la Toñi (en realidad, por todo el pueblo) corrían rumores envueltos en sospechas que nunca se pudieron demostrar. Lo que nadie negaba era que el joven volvía a las tantas de la noche de una fiesta con amigos. La cuadrilla se dispersó en la plazoleta que hay detrás de la iglesia. Cada cual tiró para su casa y él también. Hasta ahí coincidían todos los testimonios. Ahora, desde que el joven se marchó solo por las calles vacías hasta que amaneció con el corazón reventado por un balazo se extiende un misterio que para qué. Dicen que si vendría bebido. Un vecino de la zona aseguró que antes del disparo había oído desde la cama pasar a un mozo cantando. Por lo visto, el joven se paró a orinar contra la pared del cuartelillo y se puso a dar voces o algo hizo, esto no habrá nunca quien lo aclare. Un guardia civil salió a llamarle la atención. En su declaración, el guardia dijo que el joven empezó a insultarle y que sin más ni más se le echó encima. Puede que sí, puede que no. Total, que se produjo un forcejeo. Durante la pelea al guardia civil se le disparó el arma reglamentaria. Eso es lo que sostiene la versión oficial. El ayuntamiento declaró tres días de luto. Hubo manifestaciones de protesta. La gente cerraba las ventanas para que no entrasen en los pisos los gases lacrimógenos ni el tufo a ruedas quemadas. Vino mucha policía de San Sebastián. Aquello parecía la guerra. A una chica francesa que no tenía nada que ver con el jaleo la hirieron de bala en el vientre. Creo que no murió. Digo yo que si hubiera muerto se habría sabido. Al atardecer unos chavales con las caras tapadas rompieron escaparates, cortaron la autopista y en el muelle prendieron fuego a un camión de pescado, dicen que porque tenía una pegatina con la bandera de España en el parabrisas.
A la Toñi aún le quedaba una pila de ropa arrugada encima del sofá. Así y todo desconectó la plancha. Un pensamiento que le vino de pronto la empujó a salir a la terraza. Haría cosa de cinco minutos que la señora se había marchado. Con un poco de suerte aún no habría doblado la esquina de la calle. En caso de verla, la Toñi bajaría corriendo a hablarle con el corazón en la mano. Bueno, con el corazón en la mano, no, porque esa forma de expresarse le recordaría a la señora el disparo en el corazón de su hijo; pero vamos a poner que bajaría a decirle con sinceridad que sentía mucho lo que había pasado, que comprendía su dolor de madre pues también ella tenía hijos y si perdiese uno, ¡Dios no lo quiera!, se volvería loca. Esto último quizá era mejor no decirlo, pensó, pero sí que a su marido no se le podía culpar de lo ocurrido; que, aunque él tenía sus ideas como otros tienen las suyas, sólo se dedicaba al tráfico y a ayudar a los demás, y que por favor viniese un día a tomar café con ellos, o a comer, o a lo que fuera, para que comprobase que eran gente honrada, incapaz de hacerle daño a una mosca.
La Toñi no vio a la señora en la calle. Se le figuraba que no había podido ir lejos en los pocos minutos transcurridos desde su marcha. Le vino entonces la idea de buscarla por las tiendas de los alrededores. Con ese propósito se dirigió a un armario empotrado en la pared del recibidor donde se guardaban los zapatos de toda la familia. A punto de calzarse, sintió los gemidos de su pequeñín en la cuna. El reloj de la sala le confirmó que era la hora de darle el biberón al niño. Tampoco es que a la Toñi le importase demasiado dejar la conversación con la señora para otro día. Incluso, pensándolo bien, ¿no era eso lo más conveniente? Porque si le hablaba enseguida la habría de encontrar de seguro con el mismo mal genio que hacía un rato, mientras que, si esperaba un tiempo, a lo mejor la pillaba serena y así podrían las dos entenderse como seres civilizados. ¿Que resultaba que no? Pues mire usted, señora, cada cual en su casa y Dios en la de todos.
Unas horas después, el marido de la Toñi volvió del trabajo. En el portal abrazó a su hijo de once años y a su hija de nueve. Los niños acababan de salir de casa cargados con los bártulos del colegio. La Toñi se había asomado al hueco de la escalera para verlos bajar. Oyó la voz de su marido, una voz gruesa, salida de una garganta potente, y decidió esperarlo de codos en el barandal. Al principio sólo veía de él una mano. Después vio una hombrera del uniforme; a continuación, la cabeza poblada de pelo oscuro, y se dijo para sí: «¡Lo bien formado que está este hombre! Será porque una lo cuida como Dios manda». A su llegada, ella le ofreció como de costumbre la mejilla. Desde la época ya lejana de noviazgo le agradaba el cosquilleo que le producía en la cara el bigote de su marido. Él la rodeó con sus brazos robustos y, echándosela al hombro como si fuera un saco, la metió en casa.
En el recibidor, la Toñi le ayudó a desprenderse de la chaqueta. Mientras la colgaba en una percha le vino al recuerdo la visita de la señora.
—Tú no hagas caso —dijo él con un gesto como de quitar importancia a lo ocurrido—. ¿Qué hay para comer? Vengo con un hambre que no veas.
Sentado a la mesa de la cocina, el marido levantó la tapa de la cacerola y estuvo unos instantes oliendo con gusto el vapor que desprendía el cocido de garbanzos.
—Era la madre del chaval que murió delante del cuartelillo.
Al marido la revelación no le hizo el menor efecto. Tranquilamente se sirvió cocido con el cucharón hasta casi colmar el plato. Tras remangarse la camisa, arrancó un pedazo de la barra de pan. Sacó una bola de miga, la untó en el caldo y, para mejor saborearla, se la metió en la boca despacio. Frente a él, la Toñi esperaba una contestación meciendo al pequeño en sus brazos. El marido aún tomó un sorbo de vino con gaseosa antes de opinar que la señora aquella no debía de andar bien de la cabeza. Bueno, él lo que dijo fue que no debía de andar bien de la gambara, pues de tratarse con la gente del pueblo se le pegaban palabras del vascuence.
—Ésa te quería asustar. Después de lo del hijo les habrá cogido manía a los uniformes. En serio. Ésa se vuelve chorúa sólo con ver la gorra de un guardia. Encima sabe que eres la amá de tres críos preciosos y no lo aguanta. ¿Cómo chafarte entonces la felicidad? Viene cuando yo estoy de servicio a meterte miedo y con eso se queda contenta. Ahora, lo mismo que ha venido aquí te apuesto a que ha estado en otras casas del pueblo. Ésa está para que la aten con cuerdas a la cama. Así que tú tranquila, polita. Ya se le pasará.
Y siguió comiendo con buen apetito. De vez en cuando levantaba la cara del plato y hacía muecas o simulaba eructos que arrancaban risas al bebé. Acabada la comida, se acercó a dejarle un beso cosquilleante a la Toñi en la nuca. De paso le pidió que no hablara con nadie de las amenazas de la loca, ni siquiera con la vecina de enfrente. Uno nunca sabe, dijo, y lo mejor era no dar que hablar.
Pasaron dos semanas. El alcalde disparó el cohete que anunciaba el comienzo de las fiestas patronales. El pueblo se llenó de visitantes. Ya el primer día se produjo la discordia anual por la cuestión de las banderas en el balcón del ayuntamiento. Que si la española no, que si sólo la ikurriña. Que o las dos o ninguna, como manda la ley. Total, que, para ahorrar problemas, se decidió dejar los mástiles desnudos. Pero ¿quién era el guapo que se atrevía a retirar la ikurriña que los abertzales habían izado a primera hora de la mañana? Al marido de la Toñi no le importaba exponerse. Si había que hacerlo se hacía. Así era él y por eso le encargaban tareas que otros rehuían.
Mientras manejaba las cuerdas en el balcón, los chavales, desde la plaza, le dieron una pita de aúpa. Lo llamaron de todo. Hubo quien le tiró una piedra del tamaño de una manzana, que si le pega en la cabeza estoy segura de que lo deja seco. Para él lo peor fue más tarde, por el camino de vuelta a casa. A la entrada del barrio lo paró uno que también era guardia municipal y con el que se llevaba bien, por lo menos hasta aquel momento. Lo estaba esperando en la acera, sin uniforme. Y bueno, ya les digo, se le puso delante con los puños cerrados. Pegarle no habría podido, pues ¡menuda corpulencia tenía el marido de la Toñi! Pero lo insultó a base de bien, todo lo que les diga es poco, con unos gritos que atraían curiosos de todas partes. Nadie, ni en la calle ni en las ventanas, abrió la boca para defender al marido de la Toñi. El hombre llegó a su casa pálido. La Toñi barruntó enseguida que un disgusto lo mordía por dentro, por más que él se empeñara en negarlo. Hasta bien entrada la tarde no logró ella sonsacarle detalles. Los niños volvieron del colegio a la hora de costumbre. Enseguida la casa se llenó con sus voces y sus risas. Al verlos se conoce que a él le vino el instinto de preservarlos del peligro. Entonces, sentado a la mesa de la cocina, le entró la llorera y se sinceró. La Toñi lo convenció para que pidiera la excedencia y se fueran los cinco a vivir un año en Corcubión, en casa de sus padres.
—Un año —le dijo, acariciándole con ternura la barbilla—. Dejamos que se calmen las aguas y después, si nos apetece, volvemos. ¿Qué respondes?
Dijo que necesitaba unos días para pensárselo; que tomar semejante decisión no era tan fácil como ella creía, y menos teniendo tres hijos; que primero quería asesorarse con sus superiores. Y ya casi se olvidó del asunto, hasta que al cabo de un tiempo participó en el registro de un piso donde encontraron papeles de un colaborador de ETA con listas de nombres entre los que figuraba el suyo. Eso lo empujó finalmente a pedir la excedencia. Bueno, eso y que le pareció que lo seguían por la calle, de manera que un día iba a trabajar por una ruta y otro día iba por otra porque no se fiaba. Sin embargo, desde el portal hasta la primera bifurcación había como setenta u ochenta metros y ahí lo atraparon. Llevaba su arma, pero de nada le sirvió.
A la salida del funeral, el gobernador civil se acercó a la Toñi para susurrarle al oído, cuidando de que ninguno de los que estaban allí al lado se enterase, que pasara al día siguiente por las oficinas del Gobierno Civil a recoger un cheque que tenía preparado para ella. Y añadió, haciendo un ademán de confidencia:
—María Antonia, éstas son cosas oficiales, ¿me comprende? No hace falta que se lo cuente usted a nadie.
La Toñi se negó en redondo a que la llevaran en coche a su casa. ¡Pues eso faltaba! Llovía sin parar. Unos conocidos insistieron en prestarle un paraguas. Ella lo rechazó. No quería sino perder de vista cuanto antes a toda aquella gente de luto. Mejor agarrar un resfriado, se decía, que andar poniéndole precio a la vida de su marido.
Lo menos hora y media estuvo vagando por las calles del pueblo. Sitio hubo por el que pasó dos veces. ¡Qué más daba! Tampoco le importaba que la identificasen como la viuda del policía asesinado. Le ardía en el centro del pecho un rescoldo de humillación. Y entre sí se decía que ella no estaba para encerrarse con su dolor en casa. Que lo viera todo el mundo: su dolor tieso, su dolor alto como una farola en medio de la calle. Que lo vieran incluso los incapaces de sentir compasión, los que se alegraban de él en secreto o a las claras y los que a esas horas andarían celebrándolo como una victoria. También para éstos, y especialmente para éstos, pensaba la Toñi, su dolor estaba ahí obligándolos, les gustase o no, a desviarse un poco en el camino para no darse de frente con él.
Mientras cruzaba los soportales de una vieja plaza se detuvo ante la luna de un escaparate. Vio reflejada en sus ojos más rabia que tristeza. Siguió andando por donde la llevaban sus pies. Sin fijarse en nada ni en nadie acabó en el espigón del muelle, donde se paró a mirar las olas y el cielo gris y los barcos pesqueros que salían a faenar. Se le fue mucho tiempo hablando sola. A la vuelta, cuando llegó al primer semáforo, vio venir a bastante velocidad un camión hormigonera. «¿Me tiro?», se preguntó. Pero tenía tres hijos y había que vivir.
Sus hijos.
Los había dejado al cuidado de la vecina. Avergonzada de haberse olvidado de ellos, aligeró el paso por el camino más corto a su casa. Temía, ay Dios, sus preguntas. Que por qué lo habían matado y esas cosas. La víspera, mientras los acostaba, lo pasó fatal. Estaba por decir que lo había pasado peor que cuando le mostraron el cadáver en el hospital de San Sebastián y se agachó a besarle en la boca y supo que ya nunca más volvería a sentir en la cara las cosquillas de su bigote. Peor, se lo aseguro. Los pequeños venga a preguntar con una candidez que partía el alma y ella abrumada buscando palabras que no los asustasen. Menos mal que estaba la luz apagada. También el bebé, a su manera, se daba cuenta de que algo anormal ocurría. Durante la cena, el angelito estiraba el cuello y volvía la cabeza a los lados. Se conoce que echaba en falta las bromas con que su padre solía hacerle reír.
Caía la tarde cuando la Toñi entró en el portal. Pelo, ropa, zapatos…, todo lo traía empapado. Cualquiera que la hubiera visto habría pensado que venía de tirarse al mar vestida. Llevaba dos días seguidos encerrada en un mal sueño y necesitaba reposo. Al encender la lámpara, vio que las suelas de sus zapatos dejaban un rastro de humedad en las baldosas. Después vio una mesa de condolencias pegada a la pared. ¡Por la mañana la vecina le había insistido tanto!
—Toñi, tú no tienes que ocuparte de nada. Yo me encargo. Estoy segura de que muchas personas te acompañan en el sentimiento. Gente buena que lo único que pretende es que no te sientas sola. Y que no te van a llamar por teléfono porque, para empezar, eso da corte y encima sería una lata para ti, imagínate. Una manifestación por las calles…, bueno, eso ya sabes que no te van a hacer porque no se atreven. Eso es mucho riesgo en un pueblo pequeño. El miedica del alcalde ni siquiera se ha atrevido a declarar un día de luto. Conque tú tranquila, que yo me encargo.
La vecina había tapado el tablero de la mesa con un paño oscuro. Encima se veía un libro abierto, más bien un cuaderno de pastas duras; al lado, un bolígrafo, y detrás, un crucifijo, un vaso con flores y una vela encendida. La vela reposaba sobre un platillo de vidrio que hacía las veces de palmatoria. La Toñi pensó nada más ver la llama: «¡Buf, qué imprudencia! ¡A ver si va a arder el tinglado este!». Por las patas reconoció la mesa. La vecina solía tenerla en la terraza, cubierta con papel de periódico para que no la mancharan unas jardineras en las que cultivaba albahaca, perejil y plantas por el estilo. A la Toñi se le figuró que lo demás, salvo el crucifijo y quizá el bolígrafo, que era de los corrientes, había sido comprado para la ocasión. ¡Qué buena era aquella mujer!
La llama de la vela iluminaba la página donde una mano malévola había escrito:
Un enemigo menos de Euskal Herria, ke se joda
Y debajo, a manera de firma: una abertzale.
Una y no un; así pues, mujer. Quizá la señora enlutada que a principios de verano había venido a amenazarla. En un primer instante, a la Toñi aquel escrito de letra torpe y gruesa le causó un pinchazo de lástima. Lástima no por ella, que como ustedes comprenderán bastante quebradero de cabeza tenía la pobre con la pérdida reciente de su marido y con el temor al porvenir que les esperaba a sus hijos, a los que ya imaginaba recluidos en un orfanato, pues el dinero de la indemnización y lo que le habían dicho que le correspondería de pensión no alcanzaba ni de lejos para criarlos hasta mayores. No, no. Su lástima era de otro tipo. Era, cómo les explicaría yo…, una mezcla de desánimo y compasión al ver que existen personas convencidas de que, para formar el país de sus sueños, por fuerza hay que causar dolor al prójimo. Personas con la sangre envenenada por el odio, que a lo mejor vivían a menos de dos manzanas de allí y cuidaban en casa un jilguero con el mismo amor que si se tratara de un hijo. En fin, no me hagan mucho caso. Seguramente estoy diciendo tonterías.
Continúo.
La Toñi pensó que si la vecina leía aquellas palabras insultantes se llevaría un disgusto de muerte. ¡La mujer había puesto tanto empeño y tanto cariño en preparar la humilde mesa de condolencias! Entonces ella, para evitarle un mal trago a la vecina, decidió arrancar la hoja. El problema era que en la otra cara había media docena de mensajes de solidaridad. La Toñi los leyó emocionada. Y tanto como emocionada, agradecida. Sí, muy agradecida, ésa es la verdad. Pese a lo cual decidió seguir adelante con su propósito porque por encima de todo estaba, en su opinión, el bien de la vecina. Así que sin mayores vacilaciones arrancó la hoja con mucho cuidado de no hacer ruido. La tenían ustedes que haber visto. Igual que si estuviera cometiendo un robo. Hecha después una bola de papel, la apretó dentro del puño. En casa la tiraría al balde de la basura. La vecina podía ahora pasar tranquilamente por el portal.
Le tomó una sensación de alivio mientras subía las escaleras. Se miraba el puño y, como si hablara a un bicho encerrado en su interior, se decía: «De aquí no te escapas». Se le había metido en la cabeza que el insulto escrito en aquella hoja de papel era como quien dice el último aguijonazo de sus agresores. Pensó: «Bueno, la pandilla de escorpiones estará contenta. Ya tienen lo que buscaban: el policía en el ataúd, la viuda humillada y los niños huérfanos. Ahora le tocará el turno a otra familia y a nosotros nos dejarán en paz. Eso que ganamos mis hijos y yo».
Aquel pensamiento, unido a que los niños, al atardecer, sólo se interesaron por averiguar si habían ido las cámaras de televisión a la puerta de la iglesia, le ayudó a terminar el día con el ánimo sosegado. Pasadas las diez de la noche, el piso quedó por fin en silencio. Los niños dormían. También el bebé, que otras veces, tras el biberón de la cena, se ponía a berrear largo rato por culpa de los aires.
La Toñi tuvo miedo de su soledad, de otra noche en blanco en la cama de matrimonio en la que ahora se sentía como un animalito perdido en el desierto. Así que llevó la almohada y una manta al sofá de la sala y se apresuró a tomar un somnífero de un frasco que le había prestado por la tarde la vecina. Durmió sin sobresaltos, sin sueños buenos ni malos, hasta que la luz del amanecer le dio en la cara. Aunque con un poco de dolor de cuello, se levantó bastante más descansada de lo que esperaba, que buena falta le hacía a la infeliz.
A la semana siguiente se topó con la señora en una calle del barrio. No fue un encuentro casual, qué va. Vio su gesto ceñudo y su ropa negra a veinte metros. Allí estaba la cincuentona seria y estirada, medio escondida detrás de una cabina de teléfono. Esperando, eso seguro. A la Toñi le palpitó el corazón. «¡Ay, Dios! ¿Me doy la vuelta o paso por su lado sin dirigirle la mirada?». Comprendió que era tarde para cambiar de dirección con disimulo. La otra no le quitaba ojo. Había en sus pupilas una fijeza, una frialdad, un rencor, que daba escalofríos.
—Te avisé y no hicisteis caso. Ahí tienes las consecuencias. Ahora apréndete el cuento: o te marchas o yo no sé quién criará a tus hijos.
La Toñi decidió hablar en susurros para que ningún transeúnte cercano pudiese oírla.
—Señora, ¿por qué me persigue? ¿Yo qué le he hecho a usted?
—Gente como tú machacáis a Euskal Herria.
—¿No le basta con lo que sufro? ¿Quiere usted aplastarme todavía más?
—¿Sufrir? ¿Aplastar? ¡Qué caradura! ¿A ti te parece que el sufrimiento de una opresora vale lo mismo que el sufrimiento de todo un pueblo?
A la Toñi empezaron a escocerle los ojos. Logró reunir una pizca de serenidad y, con la voz empañada, respondió:
—A mí no me puede usted echar la culpa de lo de su hijo.
¡Mejor se hubiera mordido la lengua! A la otra se le puso la cara roja. No se pueden hacer ustedes una idea. Se ahogaba de la corajina que le hervía por dentro. Durante varios segundos se quedó hecha una estatua, mirando a la Toñi con unos ojos, ¡madre de Dios!, en los que se hubiera podido encender un cigarro. A todo esto, zas, la señora se dio la vuelta. Sin decir palabra, pero arreándole a la cabeza una sacudida de despecho, cruzó la calle y se alejó con pasos furiosos hacia la parte baja del pueblo. No quiero ni saber lo que iría murmurando.
Por aquellos tiempos la Toñi anduvo dándole vueltas a la idea de vender los muebles y marcharse del pueblo para siempre. En las continuas noches que pasaba despierta o cuando los niños estaban en el colegio y el bebé dormía, no paraba de hacer planes. Al principio podrían establecerse los cuatro en Corcubión. En realidad, no tenían otro sitio adonde ir. En Corcubión residían los padres de la Toñi, ya mayores. Su casa era pequeña e incómoda; pero, para salir de apuros, mejor que nada. Su suegra vivía a pocos kilómetros de allí, en una casona solitaria llena de gatos, en el borde de la carretera que lleva a Vimianzo. El suegro había muerto tres años antes, de la enfermedad esa que no sé cómo se llama, la que vuelve desmemoriados a los viejos. «Según como se mire, tuvo suerte», pensaba la Toñi. «El destino, Dios o quien sea que decida las cosas que pasan en el mundo libró al pobre hombre de llorar la muerte de su único hijo.»
La Toñi confiaba en que tanto sus padres como su suegra le echaran una mano. Poco dinero le podían dar, la verdad sea dicha, pues era gente que tiraba a pobre. Pero si le proporcionaban un hogar y le ayudaban a costear una parte de los alimentos y la ropa de los niños, la Toñi se sentiría con fuerzas para rehacer su vida a partir de cero. Si además le cuidaban el bebé, ella buscaría un jornal bajo cuerda para que no le quitaran la pensión de viudedad, porque le habían dicho en el ayuntamiento que si trabajaba, adiós pensión, y otra fuente de ingresos, de momento, no tenía. Por los niños no le pagaban un duro. Ni derecho de orfandad ni Cristo que lo fundó, aunque estaba en reclamaciones y aún no había perdido del todo la esperanza. Más adelante, si las cosas salían bien, trataría por todos los medios de afincarse en La Coruña. Le atraía vivir en una ciudad, en un sitio donde nadie la conociera; donde nadie, al pasar, murmurara: «Mira, ésa es la mujer del que mataron».
Con el otoño llegaron las lluvias, los vientos esos que se cuelan por las rendijas de las puertas y los temporales que llenan el aire de los pueblos costeros de una agüilla salada. Llegaron los primeros catarros. En fin, no hace falta que les explique a ustedes cómo las gasta el Norte en algunas épocas del año. Todos los domingos la Toñi hablaba con sus padres por teléfono. En cada conversación, bien el padre, bien la madre, trataba de averiguar si ella había comenzado los preparativos de la mudanza. Para animarla a decidirse le recordaban que habían vaciado una habitación donde alojarla con sus hijos.
—Un pouco apretados, meniña, mais qué remedio.
Lo cierto es que la Toñi no se atrevía a declararles a sus hijos el plan que ocupaba a todas horas sus pensamientos. Se decía: «De hoy no pasa, hoy hablaré con ellos a la hora de comer». Y llegaba la hora de comer y, por una u otra razón, la Toñi dejaba el tema para más tarde. Total, que llegaba la cena y nada; llegaba la hora de acostarlos y lo mismo. Así día tras día. De pura lástima que sentía por sus pequeños prefería mantenerlos en la inocencia. Y es que, fíjense ustedes, los angelitos habían nacido en el País Vasco. En el pueblo tenían sus amigos. El mayor era socio de un club de artes marciales y jugaba a fútbol en las categorías inferiores del equipo local. La niña participaba en un grupo de baile. Los dos hablaban vascuence con soltura. Sacarlos del pueblo era como sacar a un pez del agua. No lo resistirían. De eso estaba la Toñi convencida. Y mientras tanto continuaba pasando el tiempo y pronto sería Navidad.
Un día, a principios de diciembre, la Toñi freía rodajas de pescado en la cocina. De repente oyó que su hijo subía silbando por las escaleras, de vuelta del colegio. Otras veces era la niña quien llegaba primero. En aquella ocasión su hijo salió antes o simplemente fue más rápido; eso es lo de menos. La Toñi, en cuanto lo sintió venir, apartó la sartén del fuego y echó a correr hacia el mueble-bar de la sala. Había dentro cosa de una docena de botellas de las que su difunto marido solía beber no muy a menudo, porque, la verdad, el hombre le tenía poca afición a la bebida; pero podía ocurrir que vinieran invitados y entonces qué menos que ofrecerles una copa.
La Toñi agarró al azar una botella. No supo lo que contenía hasta pegar un rápido trago a morro. El coñac le quemó de tal manera en la garganta que por un momento pensó si se habría tragado una brasa. Ya el hijo estaba dale que te pego al timbre. La Toñi tomó un segundo trago, y enseguida un tercero, y cuando le pareció que se había llenado lo suficiente de valor, fue a abrir la puerta y abrió y sin darle al niño tiempo de descalzarse, mojado como venía de la lluvia, le dijo que por las vacaciones navideñas se marchaban los cuatro a vivir a Corcubión.
El niño, ni pestañear. Quieto como una roca. Y entonces la Toñi, pensando que a lo mejor no habría entendido, añadió que ya todo estaba preparado, que los abuelos se alegraban, etcétera. A su hijo se le fue endureciendo la mirada. Y el gesto, no digamos.
—Yo no me voy —soltó de pronto con una frialdad más propia de una persona mayor que de un niño—. Yo soy vasco.
—Nadie dice lo contrario, tesoro. Pero también puedes ser vasco en la China y dondequiera que estés. Eso no te lo quita nadie.
Al niño, a punto de llorar, le empezaron a temblar los labios.
—Tú no me quieres porque soy de aquí —dijo con la voz entrecortada, y se marchó a todo correr a encerrarse en su habitación.
El psicólogo que por entonces trataba al niño por cuenta del Gobierno Vasco riñó a la Toñi. No es que le echara la bronca, entiéndanme; pero usó un tono bastante severo. Desde que supo lo ocurrido se le pusieron entre las cejas unas arrugas de enfado que no se le quitaron ni en el momento de la despedida. Dijo que no debía haberle hablado al niño de aquella manera. En su opinión, habría sido preferible que la madre se hubiese llevado a los hijos de vacaciones al pueblo de los abuelos. Luego habría venido un periodo de adaptación de los niños al ambiente. Eso podía durar más o menos, según las no sé qué psíquicas de cada uno. En ese tiempo, nada de discutir ni de regañarlos para que los conflictos no influyeran negativamente en lo de la adaptación. Mientras tanto, había que distraerlos con actividades y juegos para que ellos le fueran cogiendo gusto al lugar. Y a los tres o cuatro días, en un instante de carácter festivo (eso dijo, festivo), ella podría insinuarles la posibilidad de quedarse a vivir allí. La idea había que presentarla de un modo atractivo que produjese entusiasmo en los niños, aunque reconocía él que lograr aquello podía requerir paciencia y tacto.
—Mucho tacto, señora —repitió con cara de reproche.
El psicólogo era un hombre de unos cuarenta años sobre poco más o menos. Recibía por las tardes en un consultorio con muebles de lujo que estaba en una zona céntrica de San Sebastián, al lado del río. A la Toñi, cada vez que iba con el niño, la llamaba aparte para llenarle la cabeza de consejos y advertencias. Al final todo lo que consiguió fue dejarla recomida por los remordimientos, y tan confusa y preocupada que después, en casa, sentía apuro de dirigir la palabra a sus hijos por miedo a equivocarse. Conque un día, poco antes de las vacaciones navideñas, la Toñi entró en la habitación del niño (bueno, del chaval, pues ya tenía sus doce años cumplidos en octubre), y le dijo que tranquilo, tesoro, porque se lo había pensado mejor y no se iban.
Llegó la Navidad, la primera sin su marido. La Toñi andaba tan baja de ánimo que cada dos por tres se encerraba en el retrete a llorar. Pues a la terraza no salía para nada. Tenía la mujer como un recelo a que se le metiese en las carnes aquel gris de las nubes que tanto la deprimía. Gris por las mañanas, gris por las tardes y a veces, al amanecer o cuando oscurecía, una niebla espesa que se derramaba sobre los tejados del pueblo y los tapaba. Pero, en fin, por los niños se resignó a poner el nacimiento sobre la mesita de la sala, así como el árbol con las bolas, el espumillón y las luces de colores en el sitio de costumbre. Con los niños cantó villancicos que le resultaron más odiosos que nunca, y con ellos celebró, disimulando su falta de ganas, lo que había que celebrar. Todo para que a los pequeños no se les contagiara la tristeza que la consumía.
Empezó el año nuevo. No pudo empezar peor. Primero cayó enfermo el bebé. Fiebre, tos y unas llanteras que taladraban los oídos. Hubo que darle antibióticos al pobrecito. Después le tocó a la Toñi. También fiebre y dolor de cabeza y no sé qué más. Por no dejar a los niños solos aguantó varios días de mala manera, creyendo que había pillado un resfriado pasajero. Al fin la vecina la llevó a que la examinara un médico. El médico le diagnosticó neumonía y tuvieron que ingresarla en el hospital.
Al cabo de una semana, cuando ya empezaba a sentirse mejor, vino la vecina, que venía todos los días y además cuidaba a los niños como una madre, y con un gesto de preocupación le dijo a la Toñi:
—Mira, Toñi, es la última vez que vengo a visitarte porque me han dicho que como siga viniendo van a ir a por mí.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿La señora esa que me ha estado persiguiendo?
—No, no, alguien que llama por teléfono y me echa papelitos en el buzón. Pero a ésa también la he visto. Ésa me ha mandado que te diga que en cuanto salgas del hospital te vayas del pueblo, que ya no te lo vuelve a decir y que te acuerdes de lo que le pasó a tu marido por no hacer caso.
—¿Y no la has hecho callar de un mamporro? Cuando subió a mi casa aquel día eso dijiste. Que si a ti te hablaba como me había hablado a mí la tirabas por las escaleras.
—Ganas no me han faltado, pero tiene gente detrás.
La vecina dejó sobre la mesilla unas revistas que le había encargado la Toñi de víspera, y hablaron las dos un rato y después la vecina se marchó apenada a su casa. Al otro día vino una sobrina de la vecina. Le preguntó a la Toñi si necesitaba alguna cosa, que ella se lo traería. La Toñi dijo que no, que ya pronto le iban a dar el alta, y la chica se fue.
Salió la Toñi de ahí a poco del hospital con mucha debilidad, pero curada. Cuando bajó del taxi, delante justo de su portal, vio salir a la vecina con la bolsa de la compra. La fue a saludar y besar como era costumbre entre ellas; pero entonces la vecina volvió la cara y pasó de largo. Al llegar la noche, llamó callandito a la puerta de la Toñi. Estuvieron las dos llora que llora juntas en la cocina. Y casi todo el rato se miraban la una a la otra sin decirse nada.
Por todo aquello que estaba ocurriendo y porque a los pocos días llegó la niña muy asustada del colegio, sin poder explicar lo que le habían hecho unos chavales que ella no conocía y que por lo visto ya le habían salido otras veces al camino a meterle miedo, la Toñi agarró el teléfono y sin dudarlo un segundo llamó a sus padres.
Pronto corrió por el barrio la voz de que se iba. Sin que ella lo supiera, se hicieron en algunos bares y tiendas de la zona colectas para pagarle el camión de la mudanza. Más de quince vecinos se juntaron para cargar los muebles, entre ellos algunas personas que desde que mataron a su marido le negaban el saludo. Eran tantos subiendo y bajando que se estorbaban en las escaleras. Quedó el piso vacío. La Toñi, con el bebé en brazos, recorrió una por una las habitaciones para asegurarse de que no olvidaba nada.
En el descansillo la esperaba la vecina. La vecina le quiso meter a la Toñi en el bolsillo del abrigo un fajo de billetes; pero la Toñi lo rechazó con firmeza. Se dieron un largo abrazo. Le vecina besó a los niños y les dio un regalo envuelto en papel de colores para que se acordaran de ella. Y cuando quitaron más tarde los envoltorios vieron que había regalado a cada uno un santo patrón de la iglesia del pueblo con su cadena de oro. Al bebé, después de darle un beso, le ajustó el gorrito de lana que ella misma había confeccionado alguna vez, pues era muy hábil con las labores de punto. Eso fue lo último que hizo y ya se despidieron.
Según bajaban la Toñi y sus hijos por la escalera, en todos los pisos salían los vecinos a desearles buen viaje y a decirles adiós. En la acera esperaron un rato al taxi que debía llevarlos a la estación del ferrocarril de San Sebastián. Para tener al bebé más seguro, la Toñi se acomodó en el asiento trasero, junto a su hija, que no se soltaba de su brazo. Al chaval, que además era lo que quería, lo dejaron sentarse al lado del conductor. La Toñi, por halagarlo, le dijo:
—Los hombres, delante.
En el momento de ponerse el taxi en marcha, la Toñi volvió los ojos hacia la ventanilla. ¡Había vivido tantos años en aquel barrio! Le entró la cariñada de mirarlo por última vez. Vio entonces, en la acera de enfrente, a la señora vestida de negro. Y se fijó en que no tenía en la cara la dureza de otras veces; antes bien, una mueca apagada y como melancólica, les aseguro. En esto, va y les hace adiós con la mano, que la Toñi pensó si sería de burla, pero no.
A punto de salir del pueblo y tomar la carretera que lleva a la entrada de la autopista, la Toñi pidió al taxista que parase. Se bajó. Los niños le preguntaron adónde iba. En silencio se agachó junto a la cuneta, buscó un poco entre los hierbajos y los desperdicios y encontró por fin algo que le sirviera de reliquia de aquella tierra donde dejaba enterrado a su marido. Desde entonces ha llevado siempre consigo esta pequeña piedra blanca que ven ustedes ahora en mi mano.