DORMIMOS hasta las tantas, lo que para mi marido significa hasta las nueve, y para mí hasta después de las once. Me levanto, subo a la cocina, como siempre, y preparo café. Para Georg es el segundo del día porque el primero ya se lo ha hecho él. Todas las mañanas intento prepararle uno que esté mejor que el suyo, pero por lo general no me sale. ¡Preparar café es más difícil que hacer una mamada! Georg, en el salón, está metido en su sesión de taichí y le pongo la taza en el suelo. No sé si está permitido tomar café mientras se hace taichí. Ni idea. Agnetha dice que es decisión suya, aunque yo estoy totalmente convencida de que el café y el taichí son incompatibles. Dice que mi querido marido puede hacer con su café lo que le dé la gana. Pues que lo haga.
Cojo mi taza y voy abajo, al baño. Tengo que depilarme para la prostituta. No para mi marido, esos tiempos ya pasaron, él ya no es tan estricto como al principio de nuestra relación.
En el baño, mientras me depilo, miro de rato en rato mis sienes que se ponen canosas. Estoy francamente orgullosa de ello. ¿Se puede hablar de «orgullo» cuando la cosa no es mérito de uno? Pues entonces digo que me parece precioso mi pelo cano.
Es cierto que mi marido quiere que me depile para él, pero si no lo hago en semanas o meses —por ejemplo, si es invierno y no me animo— tampoco le molesta. Es que es un marido bueno, un marido relajado, el mejor de los maridos, y sabe, por su propio rasurado íntimo, lo pesado que resulta depilarse por todas esas zonas que no se ven, solo para poder ofrecerle una lúbrica escena de cine porno a la pareja, para el gran placer que le produce desnudarme y ver ante sus narices ese higo recién afeitado con los labios aún a medio cerrar. Los menores, en mi caso, son igual de abultados, sobresalen lo mismo que, a veces, mi clítoris. Pero jamás me los haría operar, como ahora está de moda, pues la propia palabra «moda» ya indica que no es buena idea hacerse operar porque esté de moda, no importa que se trate del pecho o de unos labios prominentes de la vulva.
Los míos, recién afeitados, son tan blandos que no pueden compararse con nada, y hasta yo, después del rasurado, siempre me los toqueteo porque ese color, ese rosado con gris y violeta, no deja de provocarme. A Georg le chifla. Pero no es razón para que me fije permanentemente en si estoy depilada por completo. No tengo ganas. Él también se rasura para mí, pero no constantemente. Le jode que los pelos vuelvan a crecer ya al día siguiente, entonces se toca el paquete en plena calle y yo paso vergüenza porque me educaron bien y siempre me comporto como si la gente estuviera observándome.
Vuelvo a echar un vistazo en el espejo. Respeto mucho más a las personas canosas que a las que se tiñen el pelo. Desprecio a las mujeres teñidas porque no son capaces de asumir su edad. ¿A quién pretenden tomar el pelo tiñendo el suyo? Si en el cuello se les ve la edad que tienen. El cuello de la mujer es como los anillos de crecimiento del árbol, no admite retoques. Así que nada de tintes, más vale acostumbrarse a la sorpresa de que se envejece, como todo el mundo. Además de las sienes, también se ponen canosos algunos pelos del pubis. ¿Qué hacen las mujeres de cabello chapuceramente teñido con las canas de su pubis? ¿También se las tiñen?
A menudo tengo la sensación de que las prostitutas son muy meticulosas en lo que se refiere a la higiene, el afeitado y tal. Se lo quitan todo menos un bigotito a lo Hitler por encima del clítoris. Lo he adoptado. Listo. Me pongo crema en todo el cuerpo, particularmente en el culo y al lado de los labios de la vulva. Así se lo he visto hacer a las prostitutas. Y es que la piel juega un papel muy importante cuando uno intima con ellas, conviene tenerla blanda y caliente. Aparte de mirarles a la vagina, tocarles el cuerpo es definitivamente lo mejor de esas visitas.
El cuerpo ya está listo. Del gran cajón de mi ropa íntima saco ligueros, tanga y sujetador negros. A veces me apetece ir vestida de puta, otras voy en plan ama de casa, con ropa íntima blanca y sosa. Según me sale. Solo conozco un extremo u otro.
Pego un salvaslip en el tanga negro para no mancharlo de flujo vaginal mientras nos dirigimos al prostíbulo. Porque vestirme y acicalarme ya me pone cachonda. Como mujer que lubrica hay que anticiparse a todo para que después no se produzcan situaciones violentas. Primero me pongo los ligueros con las medias, luego, por encima, las bragas para más tarde, al iniciar el sexo, poder quitármelas sin necesidad de despojarme de los ligueros. Por encima me pongo un vestido fácil de desenfundarse cuando llegue el momento. En cualquier caso, la mayor parte del tiempo estaremos en pelotas.
Mi marido tiene calzoncillos particularmente sexys para estas ocasiones especiales. A mí siempre me resulta un poco violento cuando un hombre se pone ropa íntima sexy porque enseguida le da un aire de maricón. Pero él también quiere hacer algo visible para las mujeres a las que pronto va a colmar de felicidad. Por mí podría ir tranquilamente con calzoncillos de algodón, que me parecen más masculinos, pero no me meto en eso. Forma parte del ritual. Ni que decir tiene que está completamente afeitado, ni siquiera se deja un bigotito a lo Hitler, intenta, como yo, adivinar lo que se lleva en el momento porque también tiene miedo a las meticulosas de las prostitutas.
Ninguno de los dos somos dueños de la situación, no tenemos el mando, siempre lo tiene la puta. Ella es nuestra jefa. Nos entregamos a ella y la tratamos tan bien que casi da asco. Quizá con el tiempo nos iremos volviendo un poco más cool, pero de momento no. Solo me pongo un discreto maquillaje de día, no vale la pena pintarse más porque dentro de nada todo se me correrá completamente al mezclarse con el flujo vaginal. Así, después, sin pringue moreno y negriazul por toda la cara, tendré mejor aspecto.
Georg ha terminado su taichí, lo veo pasar como una exhalación por la puerta vestido con uno de sus calzoncillos prostibularios: tanga en la raja del culo, completamente metido dentro, y delante, para el rabo y los huevos, una de esas fundas similares a las bolsitas de oro de los piratas. Extraño. Pero parece de excelente humor, va silbando un ritmo muy acelerado.
Dentro de unos minutos tendremos el cuerpo desnudo de una desconocida entre los nuestros. Mientras él le aprieta las tuercas arriba, yo lo haré abajo. Las manos no pararán. Si está de tan buen humor tengo que tener cuidado de no ponerme celosa, pues hace tiempo que no se emocionaba tanto antes del sexo. Yo tampoco, si he de ser sincera. Así que fuera celos, que os follen. Todo por mi querido marido. Qué contento está con su paquete de oro. En determinado momento grito:
—Lista.
Al que siempre le toca esperar es a él, nunca a mí, pero sabe perfectamente que la mujer en el baño tiene que entretenerse mucho más que el hombre. Ya me gustaría a mí ver a un tío tratando de ponerse unos ligueros. Imposible.
Nos desplazamos al centro y desayunamos en el Café Fleur. Desde allí vemos la entrada del puticlub.
El desayuno apenas me entra, pero sí a mi marido. Le encanta la excitación, yo la odio. Se despide de mí y va a sondear en el salón de masajes, como nos gusta decirle al prostíbulo. Yo espero en el café y me pongo cada vez más nerviosa.
Llama al timbre, y cuando suena el portero automático me hace señas de despedida con la mano. Sabe exactamente que tiene que apaciguar a su sargento, es decir, a mí. Tiene que estar todo el rato tratando de mantenerme a bordo para que lleguemos al final. Sube en ascensor hasta la tercera planta, ocupada en su totalidad por el Paradise. Le abre la madama saludándolo cortésmente y lo conduce a una sala aparte para que los otros clientes, todos en cueros, no lo vean, al fin y al cabo nadie quiere encontrarse allí a un socio comercial o a su notario o abogado. Espera, y las mujeres empiezan a desfilar ligeras de ropa y efectuando una vuelta de 360 grados, a cámara lenta, para que se les vea el culo y todo lo que hay que mirar, y finalmente escogerá una para nosotros. Hasta ahora siempre ha elegido bien, incluso muy bien. Me han gustado todas, me han parecido guapas, sexys y simpáticas. He tenido suerte, ¿o será que simplemente me estoy adaptando al gusto de mi marido? Ni idea. Además, qué importa. Le dice a la madama que vuelve dentro de una hora conmigo. Para entonces la que ha escogido ha de estar disponible. Hasta dentro de un rato.
No dejo de mirar la puerta hasta que sale sonriendo de oreja a oreja. ¡Qué sonrisa más descarada! Vuelve a ocupar su silla y está excitado como un niño con zapatos nuevos. Tiene los mofletes inyectados y le brillan los ojos. Estoy orgullosa de poder ofrecerle algo así.
Se suelta a hablar:
—Te cuento. Es brasileña, tiene un cuerpazo, una cara simpatiquísima, habla alemán con fluidez y es la mar de divertida. En cuanto la ves se te ilumina el día, de verdad, estaba claro, o ella o ninguna.
Trato de mantener la compostura pero se me encienden todas las alarmas. Cuidado, cuidado, ojo a tu marido, que esa mujer te lo quitará. Hablo conmigo misma: Qué va, ninguna prostituta puede quitarte a tu marido, no tengas miedo, Elizabeth, él no hace estas cosas porque busque una nueva mujer sino porque desea tirarse a otra, para variar. No hay peligro. Respira hondo.
—Vale. Entonces terminamos de desayunar rápidamente y entramos. ¿Ya está disponible? —digo con sonrisa impostada fingiendo que estoy relajada.
—Sí, nos está esperando, la he reservado para tres horas. Señor, ¡tres horas! Como para repetir cada posición cuatro veces. Da igual, siempre podemos irnos antes.
Me coge la mano y me mira con cara de enamorado y agradecido. ¿Será por mí o por la brasileña? Ni idea. Nos metemos el desayuno en la boca y, para entonarnos, pedimos una copa de champán que compartimos, pues una para cada uno por la mañana nos haría sentirnos alcohólicos. Sería un acto de decadencia. Pagamos rápidamente, nos cogemos de la mano y nos dirigimos a la entrada con las rodillas temblorosas. Llamamos al timbre, él dice nuestro auténtico nombre al interfono porque no tenemos nada que esconder. El que se va al puticlub con su propia esposa no tiene nada que temer. Solo la gonorrea, quizá. Arriba, la madama con sus largos rizos rojos me saluda, a Georg ya lo ha saludado antes. Nos conduce a la habitación más cara, los cuartos especiales llevan recargo. Está equipada con el aparato al uso: espejo enorme sobre la cama con dosel azul celeste, piel enorme de oso polar con su cabeza delante de la chimenea, todo de color plata y azul celeste. Las ventanas de cuerpo entero están tapadas con esas láminas completamente opacas para que las personas que viven enfrente no vean lo que dentro de un rato va a ocurrir aquí dentro.
Nos sentamos en la cama como colegiales nerviosos y esperamos. ¡Joder, cuánto odio odio odio la excitación! De verdad, con ese pulso frenético se me parará el corazón. Estamos solos. Nos miramos sin saber qué hacer y nos entra la risa. Por lo estúpidamente formales que somos. Somos clientes muy tiesos. Un cliente cool ya se estaría desvistiendo, pues hace mucho calor —la temperatura es para individuos en pelotas—, se relajaría y se tumbaría de espaldas en el lecho. Nosotros, en cambio, seguimos sentados envarados en el borde de la cama.
Por fin la puerta se abre y entra ella. Parece guapa y se ha echado litros de perfume. How does a cliché become a cliché? Ufff… Una locura. Debe de formar parte del juego. Un olor pesado, dulzón, llena el cuarto, la mujer domina el espacio con su cuerpo, su olor, su sonrisa ancha y dentuda. Me inmoviliza con la mirada y viene hacia mí. Es lo típico. Una buena puta lo que hace es meterse a la mujer en el bolsillo, al marido ya lo tiene en el bote sin hacer nada. Pero la mujer es capaz de rajarse y estropear la fiesta, el hombre no. El hombre no vacila, jamás se echaría atrás, ni aunque la casa entera estuviera en llamas.
Dice:
—Me llamo Lumi.
Y me estrecha la mano. Faltan pocos minutos para que tengamos sexo y ella me estrecha la mano. ¡Qué gracioso! Alemania es así. Mi mano yace suelta en la suya, apenas me muevo, es ella la que me mueve. Ya puede ir acostumbrándose a moverme. Tiene que hacer mucho más que nosotros, que para eso le pagamos. Es bastante morena, lleva un peinado bob, mucho pintalabios, tiene unos simpáticos ojos grandes y marrones. No está nada cascada. No soporto cuando tienen aspecto de cascadas. Lleva un quimono japonés color turquesa, con bellas mimosas doradas y azul lila. Este es un prostíbulo caro, por lo que el personal viste con mucho gusto. Veo a través del quimono que tiene los pechos pequeños y prietos, con pezones duros y grandes. Los conozco pues así son los míos.
Con los complejos que arrastro, lo más seguro para él es no superar el tamaño a la hora de la selección. Aunque a mí me resulta un poco gracioso porque me da la sensación de acostarme conmigo misma. Culpa mía. Ella tiene las piernas largas y el culo respingón. Lleva zapatos negros de tacón alto. Qué alivio, está buena, es guapa, es simpática y todo. Ufff.
—Tienes una mujer hermosa —le dice a mi marido.
Frase estándar. La dicen todas, siempre. También la diría si fuera un cardo. Da igual. Servicio perfecto. Le sonrío, tiene las manos untadas. Es lo que digo yo, las putas se lubrican que da gusto. Para que la cosa resbale.
Nos dice que nos relajemos. Quiere asearse antes, es decir —creo—, quitarse el esperma del cliente anterior. Porque en estos encuentros se trata de hacer como si fueras virgen.
Una virgen limpia, intacta. ¿Que todavía lleva esperma? No, no, y sale flotando, guiñándonos el ojo. Poco después oímos el agua de la bañera. Nos recostamos y miramos el techo, nos cogemos la mano, tenemos que apoyarnos mutuamente en un trance como este. Le digo a Georg que ha elegido bien. Está aliviado. Me puedo imaginar perfectamente acostarme con esta mujer, ahora mismo, dándole a mi marido el espectáculo de siempre. Hermanas chupadoras calientes, de la isla de Lesbos, solo que más guapas que las lesbianas corrientes. ¡Lumi, sin duda! Enseguida vamos a enlazarnos, enredarnos en un ovillo, para no salir del frenesí hasta dentro de tres horas. Cada vez es lo mismo.
Entra la madama y nos da una copa de champán a cada uno. Bueno. Vuelve a dejarnos solos. Nos quitamos los zapatos y nos sentamos completamente en la cama. Georg se quita el jersey y se desabotona la camisa, solo un poco. Yo me levanto y sondeo el cuarto, como siempre. Por mi paranoia a la prensa. Miro detrás de los cuadros, en la ropa de la cama, en todas partes donde se podría esconder una microcámara. Clear. Le sonrío a Georg. Pone los ojos en blanco porque siempre le parece que exagero. Vuelvo a sentarme en el lecho. A veces no puedo creer que yo, una neurótica celosa, sea capaz de hacer lo que hago. Creo de verdad que eso nos hará seguir juntos muchos más años porque le permite a mi marido desfogarse con otra mujer con permiso. Eso une, espero. Espero. Espero. ¡Ojalá se quede conmigo siempre!
Lumi tarda bastante en volver. Menuda cantidad de esperma debe de haberse quitado. Georg y yo no hablamos, estamos demasiado nerviosos. De vez en cuando nos sonreímos sin que venga a cuento. El hormigueo en la barriga y el calor que siento dentro de mi cuerpo me obligan a quitarme la rebeca que llevo encima del vestido. Lumi entra.
Ahora ya solo lleva bragas y un sujetador que no tiene más que estribos y nada de tela que tape el pecho. Estoy emocionada. Es fantástico. También se ha quitado los zapatos. Simplemente está de pie, descalza y sonriente.
—¿Con quién empiezo?
—Con mi mujer.
Se sienta a mi lado, mi marido se reclina y se relaja. Espera con gran ilusión el soberbio espectáculo de lesbianas que le vamos a ofrecer. Lumi y yo sabemos lo que se nos exige. Me sostiene las manos y me besa en la boca. Primero con los labios cerrados, después de forma abierta y cada vez más húmeda. No le huele la boca, menos mal. Cierro los ojos, respiro hondo varias veces y trato de no pensar en mi madre que me está mirando sacudiendo la cabeza, lo mismo que Alice Schwarzer.
Pistoletazo de salida. Le toco el cuello con la mano derecha. Le acaricio el escote para abajo, primero un pecho, luego el otro, las dos manos sosteniendo ambos pechos. Con las prostitutas no hay que preocuparse por ir demasiado rápido, en el prostíbulo eso de rápido no existe. Muevo suavemente sus pezones entre el pulgar y el índice. Con mucha delicadeza, para no hacerle daño, como a veces me hace mi marido a mí por descuido. No dejo de maravillarme de lo tersa que es su piel y de lo bien que huele. Lo que ya hace que el viaje y el dinero hayan valido la pena. Me sube la parte baja de mi vestido, siente, luego ve, que llevo ligueros.
—Qué elegante —me dice farfullando en la boca.
Nuestros labios se quedan pegados. Abajo también estamos cada vez más mojadas. Su mano pasea por mi entrepierna, se ve que esta mujer va al grano. Me roza con mucha elegancia el clítoris con el índice y el corazón estirados a través de las bragas. El pulso se me acelera, me pone tan cachonda que casi duele. Miro de reojo hacia mi marido, lo hacemos para él, para quién si no. Ya se ha sacado la polla y la frota ciñéndola fuertemente con la mano, a cámara lenta. Ha comenzado el delirio. Hay licencia para todo. Yo sigo sobando los pechos de la mujer, es que soy una obsesa del busto porque tengo muy poco. Sus dedos ya me han corrido las bragas, estoy completamente mojada entre los labios de la vulva, todo vibra y se estremece. Me señala con la otra mano que me quite el vestido. Suelto sus hermosos pechos, deslizo el vestido por encima de la cabeza cuidando de sacudir el pelo, como hacen en las películas cuando alguien mira a una tía desnudándose. Estoy de rodillas en la cama, con los muslos y el torso estirados. Ella también se arrodilla, frente a mí, casi tiramos a mi marido del catre. Miro una y otra vez lo que hace él: hace siempre lo mismo, sonreír y masturbarse. Es tan fácil hacerle feliz. Seguro que se lo está pasando bomba mirándonos a Lumi y a mí. Pero yo también me lo estoy pasando bomba haciendo lo que hago camuflado de espectáculo.
El vientre de Lumi y el mío se rozan, no paramos de besarnos en los labios, el cuello, la cara. Y las manos están por todas partes. Le masajeo las nalgas con toda fuerza, y de repente siento las manos de Georg. Toquetea mis manos y el culo de ella. Cambia de posición dejando el borde de la cama y poniéndose detrás de Lumi. Está tirado de bruces y le besa el culo, veo que le separa los glúteos y la chupa en el centro. Oigo los chasquidos. Cada posición se mantiene varios minutos, luego se cambia. En todo momento cada uno de los tres tiene que estar entretenido, con las manos, la lengua, el órgano sexual. Lumi se centra meticulosamente en rozarme el clítoris sin parar, ya oigo un ruido chasqueante por la cantidad de flujo que se produce.
Me hace ponerme de espaldas y se levanta de un salto. Pregunta qué nos parecen los juguetes sexuales, y le decimos que sí a todo lo que propone. Saca del cajón junto a la cama un chisme metálico de aspecto muy selecto. Primero me chupa un poco la vagina, después el ojete, para prepararlos para el caro juguete. Noto cómo trata de mover el flujo vaginal de delante hacia atrás con la lengua, porque, claro, la mucosidad para el tobogán anal es mucho mejor que la saliva puesto que el agua más bien frena los objetos. Dobla el centro del chisme metálico de tal manera que los extremos abellotados apuntan en la misma dirección, y me introduce uno delante y otro detrás. Al principio resulta muy frío pero también muy cachondo. Empuja los dos extremos cada vez más adentro y yo canto en mi mente lo de «todo tiene un final, solo la salchicha tiene dos» mientras Lumi sigue lamiéndome el clítoris.
Me relajo completamente, extiendo los brazos a derecha e izquierda, miro al techo y ya no me importa en qué agujeros de Lumi se esté metiendo mi marido. No puedo menos que reírme en mis adentros de lo cool que somos, de lo cool que soy, del miedo que tenía antes y de haber conseguido hacer callar a Alice y a mi madre. Soy toda clítoris y excitación, ya nada me resulta violento, ya nada se controla, go with the flow, Elizabeth. ¿Cuándo puede uno hacer eso? Vacaciones en medio de la ciudad. Se prueban todas las posiciones, todos los dedos desaparecen en todos los orificios, a veces saco los extremos del chisme de mi cuerpo para volver a meterlos enseguida. Hay licencia para todo menos una cosa: Georg no quiere metérsela a Lumi ni correrse dentro de ella. Ya le he dicho cien veces:
—Métesela, hombre. No te pongas así. Si tú también lo deseas, venga, joder.
Pero no lo hace. Se niega. Definitivamente no quiere meter su polla en una prostituta. Yo no tengo por qué entenderlo. Después de que los dos hayamos sondeado exhaustivamente la vagina color burdeos de Lumi y metido los dedos donde pudieran meterse; después de que hayamos pasado dos o tres horas de excitación absoluta y yo me haya corrido no sé cuántas veces, me siento sobre él y cabalgo apretando todos los músculos de mi bien entrenada vagina, mientras Lumi tiene sendos índices metidos en nuestros anos, y él se corre y se acabó. A partir de ahí, nos quedamos echados tranquilamente y hacemos el tonto. Tomamos otra bebida, desnudos y en la cama, pues ya nos conocemos por dentro y por fuera. Le pedimos que nos cuente historias fuertes con otros clientes, pagamos —nos dejan pagar después porque somos asiduos del establecimiento—, nos vestimos y nos vamos a casa.
Camino de casa, no paramos de olernos los dedos. Nos da la risa porque huelen a Lumi. Ha cobrado 350 euros por su trabajo. Me siento embriagada porque me considero la más cool de todas. Estoy impresionada conmigo misma por mis prestaciones como mujer heterosexual. Una eternidad después seguimos oliendo a su perfume y a todos sus aromas.
Acompaño a Georg a casa y tengo que darme prisa para no llegar tarde a la terapia. Voy tal cual, otra vez con olor a orgía, porque la señora Drescher siempre dice que ella puede apechugar con todo. Después simplemente ventila la habitación y ya está.
Le pido, para variar, disculpas por mi olor, no quiero de ninguna manera que piense que es mi perfume lo que huele, pero sí quiero que se entere de la aventura sexual que acabamos de tener. Se la explicaré con pelos y señales. Sorprendentemente, después queda tiempo para otros temas.
—Entonces todavía puedo hablarle de mi mejor amiga, señora Drescher. Es solo para aclararme las ideas. Ella estuvo en terapia poco tiempo porque no quiere estar hablando siempre de su pasado, así que cortó. Pero en realidad no hace otra cosa que repetir machaconamente las gilipolleces que su madre ha cometido. No entiende lo que el pasado tiene que ver con su vida actual. A veces me digo: tú sigue pensando así, pero no cuentes conmigo. Lo veo todo pero no puedo decirlo. Usted me ha dicho que la gente debe descubrirlo sola, que no se la puede forzar. Pero uno tiene derecho a marcharse si lo desborda un individuo que no recurre a terapia. Que es lo que me ha pasado a mí. Siempre tengo la sensación de estar loca, mientras que ella puede convencerse de estar sana porque no va a terapia y yo le doy los consejos fenomenales de usted. En mi opinión es una bomba de relojería, como mi madre. Y esas bombas de relojería me dan mucho miedo, seguramente porque yo también lo soy.
»Mi amiga y sus desvaríos ocupan gran parte de mi terapia con usted. Eso se tiene que acabar. Pienso cada vez más que la vida sin ella sería mejor para mí. Todo me parece muy malo, muy falso. Por otra parte, en lo más profundo de mí misma no creo que uno simplemente pueda marcharse cuando se ha dado cuenta de que otra persona le perjudica más de lo que le beneficia. Creo que debería provocar una discusión con ella y luego marcharme. Porque usted dice que uno puede marcharse si realmente quiere. Ella con toda seguridad sentirá rabia, y yo tengo miedo de la agresividad de la que hasta entonces habrá sido mi mejor amiga. Porque hay que ver lo agresiva que es. Ya se lo he contado a usted muchas veces. Es definitivamente la persona más agresiva que conozco, siempre he intentado apaciguarla con regalos, cumplidos y zalamerías. Pero no sirve de nada, nadie puede ayudarla a ser mejor persona, solo ella, que se mega.
»Tiene gracia que uno necesite tantos años para darse cuenta de eso. ¡Cuánto tarda en reaccionar a veces el instinto de autoprotección! Por otra parte, me lo imagino como algo muy liberador. Usted me ha enseñado que enfrentarse, en el sentido literal de la palabra, es importante para una amistad. Es algo que Cathrin y yo nunca hemos hecho, siempre hemos sido una unidad armoniosa. No se permitía ningún tipo de crítica, acordamos como dos amigas chifladas que todos los que están a nuestro alrededor son malos con nosotras, mientras que ella y yo siempre nos tratamos con cariño. No obstante, claro está, hubo agresividad, también por su parte, envidia por mi marido, mi hija, mi capacidad de tener pareja, el éxito, el dinero, los orgasmos, joder, todo en realidad. La mera expresión de “mejor amiga”…, como para salir corriendo y gritando. No puede haber más que un solo dios. Como con mi madre. ¡Socorro! Otra vez el monoteísmo. Siempre caigo en lo mismo, ¿verdad, señora Drescher, que no cambio? Ahora no puedo más, no quiero seguir teniendo una relación así. Quiero terminar pronto pero no sé cómo. Ella me da mucho miedo. Es increíble, en realidad. La mejor amiga y una le tiene miedo. ¿Qué se habrá torcido en nuestra relación?
»Desde que acaricio la idea de expulsarla de mi vida, me permito pensamientos tan terribles como pensar que siempre me he considerado fea solo por ella. Para que ella se sintiera mejor. Nos convencimos de nuestra fealdad.
De repente me viene una idea:
—Cathrin me contagió su anorexia.
»Estuve a punto de mandarla a una clínica para que su hija no tuviera que seguir siendo testigo de la degradación física de su madre.
»Toda esa sandez de que la buena ropa solo luce en los cuerpos flacos. Quiero considerarme hermosa, también para mi marido, para mi hija, para todo el mundo, ¡pero sobre todo para mí misma! ¡Quiero comer lo que me apetece! Soy pequeña, tengo una niña, tengo las piernas cortas, tengo exactamente treinta y tres años, y quiero que todo esto se vea. Quiero tener licencia para tener el aspecto que tengo. Mi hija me dice en alusión a mis canas: “Bah, mamá, qué vieja estás”. Lo dijo de verdad hace poco. Y tiene razón. El no teñirme el pelo para Cathrin es un horror. ¡Socorro, la edad, la muerte! En una ocasión me dijo que una vieja feminista norteamericana afirmaba que el mejor invento para la mujer, mejor todavía que la píldora, eran los tintes para el cabello, porque la mujer canosa se volvía invisible para los hombres. No puedo aceptar que sea feminismo el que una mujer tenga que estar joven para los hombres todo el tiempo que pueda. Solo es bueno el hombre que me acepte con mis canas y arrugas, que forman parte de mí. No quiero seguir luchando contra la edad como he hecho al lado de mi truculenta amiga. Mierda. ¿Por qué tardaré tanto en querer acabar con esta relación masoquista? Le tengo miedo, tengo miedo a su venganza, sea cual sea. ¿Hubiera yo podido en algún momento hacer que nos salváramos? Nunca aprendimos a hablar con la otra, a hablar de verdad, también de los temas desagradables. Usted a menudo me ha preguntado si creo que hablando con ella podría cambiar algo. Pero el resultado habría sido el mismo.
—Yo también lo creo después de todo lo que me ha contado de ella.
—Qué bien que lo diga, señora Drescher. Me he dado cuenta perfectamente. Por lo general, usted no permite que quiera marcharme. Cuando por cualquier problema con Georg quiero hacerlo y dejar a Liza con él pensando que no puedo, usted me lo prohíbe. Pero en el caso de Cathrin no me ha llevado la contraria. Pues sí, me he dado cuenta. Porque yo a usted también la observo, señora Drescher. Je, je…
Agnetha se ríe.
—Cathrin siempre dice que le gustaría quedarse embarazada pero que quisiera ser una embarazada flaca. Para mí eso es horrible. Lleva años esperando tener un bebé del hombre que le pega y yo le deseo que la criatura no sea varón porque entonces a lo mejor le pegarían entre los dos, a lo sándwich. Fuma, bebe, hace mucho deporte, sobre todo natación, pero no por salud sino por su físico. Es la típica adicta al deporte y al yoga. Y lleva años extrañándose de que ningún óvulo quiera implantarse en su útero hostil. No para de encargarme preguntas para usted, y yo desperdicio el tiempo tratándolas con usted en vez de ocuparme de mí.
—Recuerdo las preguntas que me ha remitido.
—Si consiguiera quedarse embarazada, su ginecóloga le diría: «Un poco de natación no va mal, pero no al nivel que viene haciéndolo». Cathrin no lo tolerará, no me cabe la menor duda. Su ginecóloga no tiene nada que decirle. Me volverá loca cuando esté embarazada. Y luego no para de alardear: «Qué bien que vayas a terapia tan regularmente», me dice, «la verdad es que te hace falta, yo en cambio vivo muy bien sin terapia, no necesito ayuda».
»Mi marido siempre lo ha sabido. De vez en cuando me ha preguntado discretamente si a Cathrin no le faltará un tornillo.
»Quiero poder mirarme en el espejo y pensar: vaya, qué sexy soy, y vaya si estaré contenta de habérmela quitado de encima. Es eso lo que quiero. Se acabó la manía de la belleza, se acabó el hambre. Soy una mujer sexy, sana y muy bien plantada. ¡Que sí, joder!
»Teniendo ese culo de africana que tengo fue una buena idea ligarme a un hombre al que le molan las películas de Tinto Brass. Así la mujer puede comer lo que le apetezca y no tiene que presentar ese moderno culo de chico, con nada de caderas y qué sé yo qué más memeces misóginas. Así se puede tener un culo de mujer como manda la naturaleza. E incluso una barriga de mujer. ¡Qué bueno!
No puedo menos que sonreír, físicamente me siento mucho mejor desde que sé que puedo dejar a Cathrin. Respiro. Para que la señora Drescher también pueda decir algo.
—Yo también he notado que se siente mejor en su cuerpo, señora Kiehl. Considero que en parte se debe a la terapia.
—Yo también, señora Drescher, yo también lo veo así. Como sabe, tengo también un gran complejo de pechos desde hace muchos años. Hemos descubierto que ese complejo empezó en el colegio. Pero tengo que comenzar mucho antes con esta historia. Mi primer contacto con pechos fue con los de mi madre, claro está. A menudo hacía lavado de gato en el cuarto de baño, es lo que nos enseñaron en nuestra familia para ahorrar agua. Soy de una familia muy, pero muy ecológica. Los míos no se bañan o se duchan cada día, eso sería derrochar agua además de malo para la piel. A mí me enseñaron a lavar con un poco de agua y jabón solamente aquellas partes del cuerpo que huelen mal, o sea, los pies, la entrepierna y las axilas.
»Pues cuando mi madre estaba en el baño haciendo su lavado de gato, yo la observaba. Ella no me lo prohibía. Le miraba los pechos y me preguntaba si yo también los tendría así de grandes. En realidad, ella los tenía muy pequeños, pero vistos de cero, desde la perspectiva de una niña, parecían muy grandes. Le pedía muchas veces que me dejara tocárselos, y ella me dejaba. Yo los sopesaba, ponía la mano debajo como los mendigos, solo que en vez de recibir una moneda me daba el pecho. Se los pinchaba con el dedo, y muchas veces me decía que eso le dolía, que parara. Pero yo quería sentir aquellas bulbosidades. Hoy sé que se trataba de las glándulas lácteas. Antes no lo entendía. Tenía pezones y areolas muy oscuros, de un marrón intenso. Me parecían a veces asquerosos, a veces bellísimos. ¡Los pechos más hermosos que había visto jamás! Pero también los únicos que había visto hasta entonces. A veces tenía miedo de que a mí también me salieran pechos, otras los esperaba con ganas.
»Hoy sé, por usted y porque mi hija hace exactamente lo mismo, que en eso hay mucha competencia entre madre e hija. Liza, cuando me ve desnuda en el baño haciendo mi lavado de gato, a menudo me dice: "Aj, mamá, no quiero ser adulta, no quiero tener pechos como tú." Y otras veces: "¿Puedo tocarlos?" Ahora sé que eso fue lo peor para mí, que de las chicas y mujeres con pechos pequeños siempre se diga: "Los tiene pequeños." Suena como si no tuvieran nada de nada, como si estuviesen completamente planas. Y yo pensaba para mí: pero si no es verdad, sí que tengo pechos, ¿por qué nadie se da cuenta? Solo hay que fijarse bien para ver que los hay, solo que son pequeños. Me sentía privada de mi feminidad. En mis tiempos de colegiala los chicos no tenían entereza para decir "¡Alto! A mí me pirran las tetas pequeñas" o "Las tetas me la traen floja, a mí me van los culos". Hoy en día, ya adulta, oigo estos comentarios a menudo, y dichos con aplomo, pero en mi adolescencia vivía bajo la dictadura del pecho. Todo cristo iba obsesionado con las tetas grandes. Me da vergüenza confesar que aquello me traía de cabeza, pero ya entonces quería gustar a los hombres, y eso no ha cambiado. Difícilmente voy a hacerme lesbiana por no poder con este problema. También me parece que la sociedad y los medios tienen cada vez mayor fijación con los pechos. Hace unos años, cuando mi complejo pectoral aún no había llegado a esos extremos, unos amigos en una fiesta nos trajeron un viejo Playboy, de 1978, edición de octubre. La mujer de la portada tenía pechos más pequeños que yo, ¡y eso en la cubierta del Playboy! Me sentó bien ver aquella foto.
»Porque operarse a la larga no sirve para los complejos. Estos hay que operarlos en la cabeza, claro que sí, y no en el cuerpo. Eso usted me lo ha enseñado muy bien, señora Drescher. He aprendido que las mujeres de pechos hipertróficos y brazos de palillo siguen cargando con los viejos complejos y encima acaban con dolor de espalda. ¡Nanay! A mí no me pasará eso. No dejaré que me miren como a una alienígena o una friki, con dos melones bajo el cuello y brazos como palillos. Mi marido y yo hasta fuimos a terapia de pareja por ese complejo mío… pero qué le voy a contar a usted, que ya lo sabe todo…
A Georg lo conocí en el trabajo. Después de juntarnos lo fui a ver varias veces a su despacho y miré con otra mirada aquel cuarto, una mirada distinta a la del principio, cuando nos conocimos, fría, desconfiada, controladora. Entre la cantidad de imágenes inofensivas que tenía colgadas allí había uno de esos carteles de cine cutre, con una mujer que me recordaba a Jayne Mansfield. Pillado. Me dijo que sí, que lo tenía ahí sin saber muy bien por qué, y yo, tensa y crispada, enseguida le pedí cuentas. Parece que aquella peli chunga iba de una mujer gigante pero yo solo veía sus pechos, no me cabía la menor duda. Luego, en un concierto, me enseñó a su cantante favorita, Iris DeMent. Casi me caí de culo cuando salió al escenario. Me reconcomía el odio, hacia él, hacia ella, hacia los dos, comían en el mismo plato y ese plato luda unos pechos enormes. La mujer llevaba un vestido tirolés del que su par de globos, copa D por lo menos, pugnaba por salir, y él iba a contarme que era una cantante de primera y que sus pechos le traían sin cuidado. ¡Y tan sin cuidado! Claro que yo no le creía, prefería comerme el coco por mi envidia de pechos, mi envidia de tetas. No le sacas los ojos a tu marido por diversión o aburrimiento, sino porque tienes miedo de verdad. No tiene gracia ser tan poco relajada, tan mezquina y pobre de espíritu. En algún momento mi marido ya no podía escuchar su música favorita en casa, la de esa cantante. Lo miré con cara de furia hasta que lo dejó. Imponerme algo no era una opción en la fase preterapéutica de nuestra relación. Yo había decidido que esa tía era una cantante de tetas y él ya no tenía nada que hacer.
O cuando íbamos con los dos niños a nuestra pizzería preferida, donde colgaba un cartel con una mujer en pelotas y la cara hacia arriba metiéndose con gesto lascivo un espagueti en la boca. Sus pechos me sacaban de quicio. Porque eran preciosos… Un buen puñado en cada lado. Bajo el pezón, ese hermoso efecto de ubres colgantes. Los pezones y la areola no demasiado oscuros, ni demasiado blandos o duros. Terrible para alguien como yo, que cada día tiene que luchar con ese complejo. Cuando la familia quiere ir a comer allí, solo pienso: ay no, a ese sitio de los pechos perfectos no. Estábamos, pues, comiendo allí, sentados, claro está, cerca del póster, y mi hijastro dice: «Mira, papá, esa mujer se parece a mamá cuando está desnuda, ¿verdad?». Ayyyyyyyyyyyyyyy. Hasta entonces yo no sabía nada sobre los pechos de mi antecesora. Aquella frase de su hijo mi marido la tuvo que oír durante años. «Vaya, no sabía que tu ex tenía pechos tan grandes». Una locura lo mío. Porque la había dejado por mí. Pero, si estás tan cargada de complejos como yo, terminas por hacer picadillo al propio marido por haberse atrevido a estar con otra antes y no haberte enseñado las fotos de los pechos de todas sus mujeres anteriores y no haberles arrancado el corazón como muestra de que te quiere más a ti que a todas ellas juntas. ¡Qué cruz tiene que ser estar conmigo! Agotador, tres veces agotador. Pero ya está todo dicho sobre esta pelea por los celos de pechos. Por desgracia. Porque no se puede borrar, rebobinar o deshacer lo hecho. Enterrar, como hago yo, minas antipersona en cada trozo de madre tierra que pisamos acaba en parte con el amor.
—Disculpe, señora Drescher, he tenido otro de mis ataques de pecho.
—Señora Kiehl, al parecer es muy importante para usted hablar una y otra vez sobre este tema hasta que se haya formado una opinión definitiva al respecto. No me aburre en absoluto, no se preocupe.
—De acuerdo. Pero veo que me he desviado completamente de mi tema: Cathrin. Quiero de una vez dejar de sentirme mal con mi cuerpo, quiero alejarme de mi amiga, alejarme de las actitudes duras y malas con el cuerpo de la mujer para llegar a una actitud sana, positiva, para reconciliarme con el físico que tengo. Y eso con Cathrin es imposible. ¿Cómo tratar de todas estas cosas sin dejar más que tierra quemada? Siempre necesito su absolución, señora Drescher, como mi marido necesita la mía para sus putas y sus pornos. Porque me siento muy mala queriendo dejarla. Pero puedo hacerlo. Uno puede marcharse. ¿Verdad o no?
—Por supuesto. Si es lo que siempre le digo. Puede usted marcharse. Pero parece que no me cree del todo.
—Sí, usted siempre lo dice: todo se basa en la libertad. Pero libertad era lo que menos había en esa amistad. Llevo meses liberándome de Cathrin en mi mente y creo que no la echaré de menos ni un segundo. N o sé cómo lo haré, pero será muy difícil. Usted me anima, lo mismo que mi marido e incluso mi ex. Ni siquiera a los niños les gusta esa relación desequilibrada.
—Señora Kiehl, lamento tener que interrumpir sus conclusiones sobre Cathrin. Ha pasado la hora. Me levanto de un impulso del sofá de cuero y la miro con descaro. No nos veíamos mientras le hablaba, se lo contaba todo a la imagen del diablo.
Me mira a los ojos con firmeza y remacha:
—Se lo vuelvo a decir: puede usted marcharse. Toda relación debería basarse en la libertad en todo momento.
—Gracias.
—De nada. Y buen fin de semana.
—Es cierto —digo, como siempre que se acerca el fin de semana—, ya es otra vez fin de semana.
Porque en nuestra relación es fin de semana todo el año. Quiero decir que con el trabajo de mi marido y el mío siempre me parece que es fin de semana porque hemos hecho de nuestro pasatiempo una profesión. Por eso estoy tan enferma, tengo demasiado tiempo para ocuparme de mis trastornos, creo que para mí, dicho muy personalmente, ahora sería mejor verme en una guerra o aprender el oficio de albañil, eso me distraería un poco de mis padres, mi marido, mi psique, mi sexualidad.
Voy en coche al notario, a buen ritmo pero sin embalarme porque no quiero matar a nadie. Solo me quedan unos minutos para que mi marido no se dé cuenta de que he hecho otra gestión. Este es uno de los inconvenientes de ser tan simbióticos como nosotros y pasar tanto tiempo juntos: la convivencia degenera, se quiera o no, en control y observación.
En el notario ya me conocen. Entro, le he comunicado ya por correo electrónico todos los cambios en el testamento, los dos volvemos a repasarlos, él firma, yo firmo, y él se queda con una copia. En caso de que yo muera él será el ejecutor, qué horrible suena. El original me lo llevo yo. Después solo tendré que meterlo sin decir ni pío en nuestra caja fuerte, donde guardamos todos los testamentos con sus anexos, los seguros de dependencia, las copias de nuestros carnets de donantes de órganos —los originales están en la billetera—, todo lo que tiene que ver con nuestra muerte, seguramente cercana. De alguna manera tengo que meterlo sin que mi marido lo note, porque, si no, me mirará con esa cara de preocupación y pensará que vuelvo a estar en la cuerda floja, psíquicamente hablando.
Lo primero que ahora quiero hacer es ir a casa y ducharme para quitarme el olor a Lumi. Estar oliendo sola en el notario ya no es tan divertido como hacerlo caminando con mi marido por la calle. Tengo la sensación de que los empleados de la notaría olfatean, un poco moscas, el aire. Cuando todo está resuelto, me subo al coche y voy a casa con la música a todo volumen.
Dejo el coche rápidamente en el aparcamiento frente a la puerta y me escabullo al piso. Mi marido ya me está esperando, recién duchado. Por lo menos lo está uno de los dos. Abre los brazos, lleva sus calzoncillos largos y una verdadera camiseta de varón, lo abrazo poniendo la mejilla en su hombro musculoso y velludo. Somos un equipo bien coreografiado, deshacemos el abrazo, él se aparta y yo lo veo por detrás y admiro la pelambre de su espalda, para variar. Estoy firmemente convencida de que mi marido es tan excitantemente peludo porque casi revienta de testosterona. El pelo le crece por todo el pabellón de la oreja, como a los hombres lobo, lo que me gusta muchísimo. Sin embargo, cuando esas pilosidades se desbordan va a una barbería turca donde una mujer guapa, a la que le tengo celos por sus pechos estupendos, le aplica ese maravilloso truco de depilación oriental: retuerce un hilo entre los dedos y la boca, engancha los pelillos de la oreja con el hilo retorcido y haciendo no sé qué movimientos con la boca y los dedos le arranca todos los pelos. Siempre le suplico que no se haga quitar el vello de la espalda. Cuando está tirado sobre mí y dentro de mí y a duras penas logro estirar el cuello para verle la espalda, me siento muy pequeña y aplastada y cubierta, y tengo la sensación de mirar una pradera. Me encanta deslizar las dos manos por su plateada pelambrera dorsal de mono, y cuando lo hago soy consciente de que todos procedemos del mono.
Además, uno siente mucho más el frío si se depila todas las partes. Yo tengo mucho vello en el antebrazo, y en una ocasión me lo quité por la mala influencia de mi amiga, que me convenció de que eso para una mujer no se estilaba. Mi marido me echó una bronca terrible al ver mis asquerosos antebrazos de rata topo lampiña, fue la primera vez en la vida que alguien me dijo que adoraba mi vello en los antebrazos. Y la verdad es que pasaba un frío muy desagradable sin esos pelos. Me los volví a dejar crecer, y él a su vez tuvo que prometerme que no tocaría la pelambre de su espalda.
Veo desde el pasillo que ha puesto la mesa para tomar café y pastel. Está de muy buen humor y no se ha dado cuenta de que además de ir a terapia he estado haciendo otra cosa. No pregunta ni pone cara de inquisidor. Genial. En cuanto vea que va a hacer algo arriba, me escabulliré hacia abajo para guardar en nuestra caja fuerte de prevención mortal los anexos notariales sobre el desheredamiento de mi futura examiga. Son cosas que no hay que ocultar porque se trata de que las encuentren cuando esté muerta, quizá dentro de poco. Tengo que estar atenta al momento oportuno para que Georg no me pille.
Me quito los zapatos en el pasillo y deslizo los pies en los separadores interdigitales consejo de mi suegra. Las dos tenemos juanetes, que son genéticos pero se fomentan llevando un calzado demasiado estrecho y puntiagudo. A mi suegra ya la operaron de los dos dedos gordos, pero el cirujano que lo hizo le explicó que si hubiera llevado separadores interdigitales de la tienda de productos ortopédicos no tendría que haberse sometido a esa intervención dolorosa. Cuando me lo contó pensé: me los voy a comprar, no quiero que me operen. Por eso en casa siempre llevo esos separadores, que apartan el dedo gordo de los demás dejándolo en su sitio.
—He traído pastel del Café Nostalgia. Todo biológico, los huevos y todo. Es que mi marido sabe cómo ganarse el corazón de una mujer.
—Fantástico. Gracias. Tengo un hambre canina. ¿Has traído dos trozos para mí? Ahora que voy a dejar a Cathrin puedo volver a comer todos los pasteles que quiera.
—Por supuesto que te he traído dos.
Saco los suculentos pedazos del papel de seda rosa y coloco uno en cada plato. Después pongo dos vasos de agua del grifo. En el tiempo que Liza está con su padre esta es la única vez que nos sentamos a la mesa de comer. Cuando está nuestra hija, siempre comemos en la mesa. Porque sí. Si no está, solemos comer en el sofá.
Me siento y empiezo a comer sin más. Antes a menudo nos peleábamos porque él no venía cuando yo lo llamaba. Ahora, si no viene, simplemente empiezo. Eso lo aprendimos en la terapia de pareja, así no tengo que enfadarme, he de abstenerme de querer convertirlo en una copia de mí misma, ¡por desgracia!
Al sentarme siento el ojete. Ha quedado un poco maltratado esta mañana, durante el sexo con Lumi y Georg. Con toda seguridad ha sido él, porque Lumi fue demasiado delicada para estropear algo. El sexo anal ha sido un gran tema para todos los novios que he tenido, pero a nadie le ha importado tanto como a Georg. Todos eran católicos. Creo que algo tiene que ver. Antes yo solo lo hacía de vez en cuando, como muestra de amor para mi novio. Ahora quiero hacerlo a menudo y de buena gana, además de bien, porque a Georg lo quiero más que a ninguno de los anteriores. Al principio proponía el tema con mucha discreción. Me pedía probarlo. Por lo doloroso y agotador que puede ser, el hombre tiene que pedírselo mucho a la mujer. Pero en aras del amor una tiene que pasar por el ano, quiero decir por el aro. El amor de mierda. Nunca me hubiera ofrecido yo por iniciativa propia, fue Georg quien me pidió que hiciera de tripas corazón por él. Nerviosa y preocupada, le dije que sí. La verdad es que le digo que sí a todo. Sinceramente, no puedo imaginarme decirle que no, proponga lo que proponga. Por suerte no propone cosas fuertes. Quiero decir, cosas muy fuertes.
Por fin viene, se sienta frente a mí y empieza a zamparse el pastel. No hablamos, ¿de qué íbamos a hablar?
Recuerdo perfectamente romo la primera vez me ablandó la piel del ojete con aceite, después metió primero un dedo limpio, luego el pulgar, luego dos dedos. Nos tomamos mucho tiempo, y ya solo por eso tenemos poco sexo anal comparado con las otras modalidades. Hay que andar con mucho cuidado y muy despacio para no hacerle daño a la mujer, o sea a mí, y eso suele resultarnos demasiado cansado. Pero cuando conseguimos dilatar mi ano de tal manera que su polla entra sin dolor, es bastante divertido.
Mientras tengo sexo anal, no paro de pensar en la líder de nuestro movimiento feminista alemán y escucho mi voz interior y siento una excitación que parte del ojete y de la polla y se extiende por todo el cuerpo. Es muy distinto al sexo vaginal. Pero incluso en el vaginal el movimiento feminista dice que el orgasmo no existe. Gracias a mi querida revista Geo Kompakt aprendí que la existencia del orgasmo vaginal está demostrada científicamente. Pero yo estoy segura de que también existe el orgasmo anal. Con la polla de mi marido en el culo, mi cerebro feminista no para de disuadirme de que eso pueda ser cachondo, mientras que el cachondo de mi ano —o el cachondo de mi marido— me dice todo lo contrario. ¿A cuál de los dos he de creer?
El movimiento feminista en algún momento se inventó unas tesis científicamente insostenibles pero políticamente correctas. Y no admite que se corrijan. Pero yo en mi cuerpo cada vez que tengo sexo siento que el movimiento feminista se equivoca en muchas de sus ideas.
Casi nos hemos comido los primeros trozos de pastel. Sonrío por los temas que me rondan la cabeza.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
Coge su segundo trozo y me pone el mío en el plato. Solo come pastel de requesón y amapola de la tienda, mientras que yo como el de manzana, siempre lo mismo, para no volverme loca. Así va nuestra vida.
Cuando una polla maciza la dilata a una extremadamente, la verdad es que tiene la sensación de que el esfínter está a punto de hacerse pedazos. Mi marido siempre me alaba por lo relajada y distendida que lo aguanto. Seguramente tiene con quién compararme, prefiero no preguntar para ahorrarme el arrebato de celos. No paro de decirle «Despacio, cuidado, espera», porque la polla tarda horrores en desaparecer mínimamente en el canal. Siempre me he comparado con las mujeres de los pornos y me ha extrañado que en ellas lo de sacar la polla de la vagina y metérsela por el culo sea coser y cantar, zas, como si nada. Lo he visto cien veces en las pelis pensando que algo funciona mal en mí, que en mí no cuela.
Luego, un día, me llegó la maravillosa explicación. En el documental 9 to 5: Days in Porn vi una escena muy reveladora para nuestra vida sexual. Antes de rodar la secuencia anal, las mujeres se introducían objetos cada vez más largos y gruesos, con gran delicadeza y mucho amor consigo mismas. Rebobiné la peli y volví a mirar la escena con fruición. Verlo me liberó para siempre de pensar que algo funcionaba mal en mí, que era demasiado estrecha y que solo me dolía a mí si se hacía demasiado deprisa. Las mujeres previamente hacen mucho estiramiento, como los deportistas, mientras que yo siempre intentaba arrancar en frío y sentía que las tripas me salían por la boca del dolor que me producía su entrada. El estiramiento, la minuciosa preparación del ojete, naturalmente no la enseñan en los pornos de verdad, porque se trata de mantener la falsa ilusión de que las mujeres son unas cachondas perpetuas y pueden meterse en el culo cualquier cosa sin problemas y sin dolor.
Después del sexo anal nunca puedo preguntarle a mi marido si me ha estropeado algo en el ojete porque no quiere que le dé la lata con enfermedades y heridas más que en casos de verdadera emergencia. La propia señora Drescher me dice que debo dejarle en paz y evitar imponerle mi concepción de la relación, eso de sacarse los granos y las espinillas mutuamente, de examinar las lombrices en las heces del otro o de contemplar las fisuras anales de la pareja. Ni siquiera cuando ha sido el otro, o sea él, quien me las ha causado. La Drescher, bah.
Cuando llevábamos poco tiempo juntos, tuvimos un contratiempo serio. Estaba drogada y bebida, por lo que no recuerdo por qué terminamos en el cuarto de baño. La imagen que guardo en la cabeza del momento previo al dolor nos muestra a los dos desnudos. Yo apoyada en el lavabo, él viniendo por detrás. Tenía yo los ojos vendados, pero la venda se había corrido, de manera que pude vernos en el espejo. Estaba un poco al acecho. Y él, hecho un bólido, me embiste y me empotra la polla en el ano. La saqué al instante. El estropicio fue considerable. Ya en el cole se aprende que el sexo anal es una fuente de contagio. Porque corre mucha sangre.
Ahí estábamos los dos, un par de cocainómanos desnudos y cachondos en el cuarto de baño sin saber qué hacer con nuestra excitación. El bajón fue muy desagradable. Yen la cabeza una imagen que no se borra. Que me viene cada vez que volvemos a intentarlo, que me impide soltarme y me obliga a hacer de tripas corazón. Mi ojete, un círculo vicioso.
Desde aquella herida el sexo anal se ha magnificado entre nosotros. Como la fondue de queso en familia. Muy raras veces, pero por todo lo alto. Georg se disculpa mil veces al año por lo que hizo. Dice que no sabe qué diablos lo impulsó a aquello. ¡Pues yo, no te jode! Le tranquilizo, aunque es algo que está presente cuando la punta del capullo llama a la puerta del ano. Entonces, en mi interior, hablo con mi ojete: Cálmate, le digo, todo saldrá bien, suéltate, dilátate, es mejor para los dos, no volverá a pasar como entonces, ábrete, no te me contraigas, que así nos dolerá a los dos, y en cuestión de minutos los golosos centímetros de su miembro reciben luz verde para entrar en el orificio.
Ha terminado con el segundo trozo de pastel.
—¿Puedo levantarme de la mesa?
—Claro.
En casa lo hacemos así. Siempre preguntamos, para ser ejemplo para los niños, y lo hemos asimilado tanto que lo hacemos aunque no estén.
Una vez que se ha levantado, se acuerda de otra cosa.
—Por cierto, he encargado algo en internet, una sorpresa, un DVD. Un popurrí de pornos muy cool de los años setenta, hecho por dos mujeres suizas que se llaman «Glory Hazel». Una especie de proyecto artístico. ¿Querrás verlo?
—Claro que sí.
Insaciable, mi marido. Le da sobre todo cuando la niña no está. Si está, nuestra vida es muy asexual.
Me quedo sola con mi último trozo de pastel y sigo dándole vueltas a nuestro pasado anal. Georg sin duda irá a ordenar. Tiene gracia. ¿Cómo se puede ordenar tanto? Él diría: ¿Cómo se puede desordenar tanto?
Después del incidente ojetal, alguna vez propuso que calculáramos el diámetro de su polla y que él se metiera un objeto del mismo tamaño en el ano, solo para comprobar en carne propia cómo me sienta eso a mí. Pero seguramente también porque le gusta tener cosas metidas detrás. Es que es católico. Yo soy pequeña, por tanto mi ojete también lo es, relativamente. Él es grande, y su polla incluso lo es en proporción a su estatura, o sea, desproporcionadamente grande. Si Georg es grande y por tanto su ojete es mucho más grande que el mío, lo que ha de entrar en él para que sienta la misma experiencia y tirantez en el esfínter que yo tiene que ser bastante más largo y grueso que su propia polla. ¡Que sí!
Compramos en un sexshop un consolador enorme, lubricado. Al pasar por caja me sentí muy violenta. Estoy convencida de que el cajero esbozó una media sonrisa. Me hubiera gustado explicarle que no es para mí, sino para un experimento de igualdad de derechos. Pero seguramente conviene relajarse y pasar de lo que pueda pensar el dependiente de un sexshop. Además, ya me conoce porque le he comprado casi todo lo que almacenamos en nuestra bolsa prohibida, bien escondida de los niños. La mayoría de las cosas se estropearon la primera vez que las usamos. Porque vienen de China. Los resortes del cierre del consolador se han roto, por lo que no se puede fijar la pila. Con cualquier otro aparato eléctrico roto uno iría a la tienda a quejarse. Pero con los juguetes sexuales por alguna razón eso no se hace. También porque el dependiente puede sospechar en qué sitios el aparato ha estado metido.
Por tanto, nuestra bolsa en realidad está llena de chismes inútiles. Consoladores de todos los tamaños, desde el tamaño dedo hasta el badajo para el experimento de mi marido. Tenemos también toda clase de herramientas de bondage que solo probamos muy al comienzo de nuestra relación. Uno de esos aparatos para atar los pies y los brazos. Vendas (así fue como ocurrió el accidente de la coca en mi esfínter). Tenemos cintas con bolas de electroestimulación que se moverían dentro de mí si no fuesen de China.
El caso es que en una sesión larguísima y mediante los objetos más diversos —desde consoladores pequeños hasta separadores anales— conseguimos dilatarle la cosa de tal manera que le cupo aquel grandísimo palo. Desde entonces tiene todavía más respeto a mi diálogo interior con el ojete y se ha vuelto más cuidadoso.
Es una buena idea para las mujeres heterosexuales si quieren hacer una vida relajada: si el marido llega a pedirles algo así, debe probarlo primero en su propio cuerpo, como hicimos nosotros con el consolador desmesurado en el culo de él. Me facilitó mucho la vida, ahora me adora totalmente si lo dejo entrar por detrás, through the backdoor, al salón marrón a dar una vuelta completa, porque recuerda perfectamente cuánto le dolió a él, lo difícil que le resultó soltarse en la cabeza y el esfínter para no quedar hecho pedazos. El tiempo que tardó en conseguir que le pudiera meter yo solo la puntita del consolador. ¡Una eternidad! Ja, ja.
Cuando por fin coló —tardó de verdad muchísimo más que yo porque no tenía, como tenemos las mujeres, práctica en dejar entrar a gente en su cuerpo—, le dije:
—Y lo siguiente que debes probar es tragar esperma. Si lo consigues, yo también vuelvo a hacerlo para ti.
Me levanto y me acerco a la ventana que da al jardín. De verdad, no me gusta que mi hija no esté en casa. Miro el miembrillo —perdón, membrillo— de nuestro jardín. Una urraca ha anidado en su copa. Son cosas que me obsesionan. Desde la muerte de mis hermanos el pensamiento mágico, propio de niños o, justamente, de cristianos chalados, ha aumentado fuertemente en mí. El concepto de «pensamiento mágico» lo aprendí con la Drescher. Se refiere con él a todas esas cosas que, en el sentido más amplio, están relacionadas con la superstición. Por ejemplo, mi obsesión con el número tres. Tres niños muertos. Luego, en mi cerebro de guerra herido y traumatizado, lo destejo y vuelvo a tejer todo convirtiéndolo en otra cosa. Si veo tres moscas volando en la cocina pienso que son mis hermanos. No obstante, las mato porque no quiero ocuparme de ellas y a menudo mi cerebro anda loco. Además, no es grave, pues si lo eran de verdad quiere decir que son capaces de reencarnarse. Cuando camino por el mundo, o sea fuera, en el exterior, suelo mirar arriba buscando bultos. Existen tres clases de bultos que busco en los árboles: primero, los nidos de las urracas, como el de nuestro membrillo; son nidos hechos desordenadamente que se reconocen por esa especie de techo armado de cosas sueltas que la astuta urraca ha construido sobre su nido a modo de resguardo. Luego, los muérdagos, bultos colgados de los árboles. No pueden alimentarse por su cuenta, sino que beben y comen a través de la corteza del árbol huésped. Se ven muy bien al conducir por la autopista y mirando a los árboles, a menudo forman auténticas colonias. En Inglaterra hay una costumbre divertida en Navidad: si dos se besan bajo una rama de muérdago significa que se casarán pronto. El parasitismo y el matrimonio, qué bien ligan. Y el tercer que siempre busco son las madrigueras de las ardillas, de factura ordenada y redonda, nada que ver con las chapuzas de las urracas. Pero estas son también las menos frecuentes de las tres y simbolizan al más pequeño de mis hermanos muertos. Siempre que llego a ver este tipo de bulto me convenzo de que ese día me traerá mucha suerte, al tiempo que me desprecio a mí misma porque me gustaría ser una persona racional y no creer en esas majaderías.
El otro pensamiento mágico que me persigue tiene que ver con la bellota plateada. Fue ella… something old… la que a mi juicio causó el accidente. La sigo guardando. Se encuentra escondida en nuestro sótano, en la maleta donde están todas las cosas de nuestra estrafalaria boda. Espero que no haya sido un error guardarla. Tengo un miedo horroroso a ese objeto maligno. Siempre quise deshacerme de él, pero temía su venganza. Como me ocurre con mi amiga. Tengo miedo a su agresión. Así que la bellota sigue ahí abajo, en nuestro sótano. Muy probablemente sea ella la responsable de todas las cosas extrañas que suceden en nuestra casa.
Por ejemplo, tenemos un grave problema con la corriente. Hay algo que no funciona con la tensión eléctrica. O es por intromisión de la bellota o por mis hermanos muertos. Se encargan de que los apagones en casa sean constantes, de que se fundan lámparas y bombillas. Tenemos un consumo extremadamente elevado de bombillas y lámparas, estas últimas a veces se estropean por completo. Hemos llamado ya a varios electricistas y no han podido dar con la causa. Me siento perseguida por mis hermanos. Alguna vez leí que cuando se quema carne humana huele a panceta asada.
Odio estar sola con esos pensamientos, siempre tan repugnantes, o de muertos o de sexo anal, ¿es que no hay nada más en mi cabeza?
Creo firmemente que se calcinaron vivos. No me lo pongo fácil tratando de calmarme y consolarme con la fe. Al contrario, parto de lo peor para no ser tan tonta como los creyentes. No vale consolarse, hay que ser duro, afrontar los hechos y no huir. Dios tendría sus razones para llevarse a esas almas puras a su seno. ¡Que os follen! Aquí nadie se lleva a nadie a su seno. Las cosas suceden, y tenemos que vivir con ellas, asumirlas, enloquecer, lo que sea, menos hacernos creyentes, maldita sea.
Es simplista ser complaciente con uno mismo, decir que por algo sería, solo que nosotros no lo entendemos. Qué va. You wish! Que nos reencontraremos. Qué va. You wish! No habrá reencuentro. ¿En qué punto de la evolución entre el mono y el Neandertal se nos insufló el alma? En ninguno. Somos animales y no nos reencontramos después de la muerte, del mismo modo que nuestros pollos de engorde artificial no se reencuentran después de su muerte en el cielo de las gallináceas.
Tengo el deseo incontenible de salvar a alguien porque no pude salvar a mis hermanos. Si pudiera salvarle la vida a alguien quizá me sentiría mejor. He apuntado en un papel de mi billetera dónde hay desfibriladores en nuestra zona, sé exactamente cómo funcionan. Ni siquiera tendría que leer las instrucciones de uso. Me daría igual quién fuese, incluso podría ser un viejo nazi. Preferiría que fuese un niño, claro. Hasta un niño malo. He aprendido a hacer traqueotomías o la respiración boca a boca en menores, y todo porque ella no se dio la vuelta.
Suena el móvil de Georg.
—Hola, Michael —le oigo decir. Un compañero de trabajo. ¡Michael! Lo único que deseo, como distracción ocasional, es otro hombre. ¿Ya lo he dicho? El caso es que no voy a aguantar mucho más con uno solo. He tratado de insinuarle ya varias veces que tiene que permitirme que me acueste con otro para no reventar. Lo que mi marido no sabe es que me enamoro constantemente de otros hombres. Desde hace un año más o menos, sin que nadie lo note. Conocemos a gente, por lo general a parejas, y a mí me encantan los tíos. Dura solo unos días, y si no cedes a esas fantasías casi insoportables el deseo acaba muriendo. Y creo, porque me conozco, que lo que siento como enamoramiento no es más que deseo. Eso explicaría por qué antes, cuando surgía ese supuesto enamoramiento, enseguida me liaba con el otro y acabábamos siendo novios.
Por ahora estos enamoramientos míos siempre se me han pasado. Pero no garantizo nada. Me veo como metida en un sórdido experimento de excitación. Quiero seguir con él, nos va bien juntos, somos una familia reconstituida que no tolera más terremotos. Pero necesito tener derecho a tener alguna vez sexo con otro. En mi mente no paro de ponerle los cuernos a Georg, tengo fantasías sexuales con casi todos nuestros amigos. Me gustaría tener sexo controlado con alguien, con quien sea, con tal de que no perjudique a mi familia.
Georg sigue hablando por el móvil. Esta es la mía. Cojo la bolsa, saco los documentos, me deslizo furtivamente hacia abajo para esconderlos en la santa caja fuerte de la muerte, sintiéndome como mi madre, que siempre hacía cosas a espaldas de sus parejas.
—¿Elizabeth?
Joder. Ha terminado la conversación y me está buscando. No contesto. Me quedo quieta, como el conejo frente a la luz de los faros.
—¿Qué haces en la caja?
De esta no me salvo.
—Solo he hecho un pequeño cambio, gracias por preguntar. Déjame en paz, tío.
Es terrible la convivencia, no se puede hacer nada sin que se sepa. Y aún más terrible es cuando te pillan. Me ha pedido ya mil veces que deje de obsesionarme con la muerte, sobre todo con la mía.
Exploto y le digo la verdad.
Cojo el archivador y los documentos del notario, que ahora puedo guardar también arriba. Camino del sofá y de Georg, agarro la perforadora que está en la cocina.
—Mira, tío, acabo de estar en el notario para resolver un asuntillo: tenía que desheredar a Cathrin, ¿sabes? Para que tú y Stefan y Liza y Max recibáis más. Si me pasara algo y el testamento siguiese igual, ella recibiría muchísimo. Y no puede ser.
Lo miro, él me devuelve una mirada de rabia y no dice nada. Joder, ya sé que siempre encuentro razones para esta mierda. Unas diez veces al año me dejo caer por el notario por puñeterías. Quiero que el testamento esté siempre perfecto, por si acaso. Y eso desde hace ocho años. Mi marido ya no lo soporta. En nuestra terapia de pareja ha aprendido que debe disuadirme, y ahora intenta hacerlo mirándome con cara desilusionada. Sí, tío, si ya me lo reprocho yo a mí misma. Pero no consigo desistir. No quiero que alguien al que quiero reciba menos porque a una persona a la que he dejado de querer le toque herencia por un descuido mío. Solo imaginarlo ya es insufrible.
Soy una preocupación constante para él. ¿Nunca terminaré de serlo? Todo lo que él pudiera hacer en ese momento es ridículo porque ya lo hemos intentado todo. Todo, de verdad. Hemos ensayado todas las soluciones, pero nada sirve, nada ataja mi adicción al notario. Porque se trata de una adicción a la muerte. Le he hecho ya toda suerte de promesas y nunca las he cumplido. Nada surte efecto. Ni siquiera Agnetha, en este caso.
—Rompe ese testamento por mí —dice Georg, con voz apacible, baja, firme.
¿Qué? ¡Está loco! Mi querido testamento. Jamás. Todos mis anexos. No.
—No.
—Sí, rómpelo ahora mismo. Confía en quienes te sobrevivan, que ellos lo solucionarán por ti conforme a tus intenciones. Confía.
—No, no puedo confiar en nadie. Tengo que ocuparme yo sola de todas las cosas.
—Ese es tu problema, y por tanto también el mío. No confías en mí, ni en nadie ni en nada. Todo lo quieres solucionar tú sola, aun cuando no haya nada que solucionar. ¿Crees de verdad que cuando te mueras lo peor será la cuestión del testamento? ¿Lo crees? Pues no. Lo peor será que no estés, ni para mí ni para Liza. El testamento no importará. No podrás solucionar, ni ahora ni nunca, que estemos tristes. Lo estaremos. Y mucho. Y durante mucho tiempo. Nada puedes hacer en vida para que tu muerte sea menos terrible para nosotros. ¿Y sabes una cosa? Cuantas más vueltas le estás dando a tu testamento de mierda, más pienso que quieres irte por tu cuenta. Suicidarte. A veces piensas en ello, ¿verdad?
¿Por qué es tan listo? El amor de mi vida. Sí, lo siento. A menudo simplemente no soporto la vida. Quiero tener la posibilidad de irme cuando yo quiera.
—Sufro por teneros a ti y a Liza, me atáis a este mundo, pero yo muchas veces no quiero estar aquí. Y si no os tuviera, ya me habría marchado hace tiempo. Por eso tengo que ir adaptando mi testamento, por si algún día llega el momento, por si alguna vez logro desligarme de vosotros. En el testamento dice que tú y Stefan deberéis ir a vivir juntos para criar a Liza. ¿Lo haréis? ¿Si lo dice el testamento?
—Sé lo que dice el testamento, lo conozco perfectamente, con todos sus anexos. Es lo que me entristece tanto, Elizabeth, siempre estás preparando tu marcha, eso significa que no estás bien aquí, conmigo, con Liza, en la vida.
—Es posible, lo siento. No puedo descartarlo, ¿sabes?, tampoco quiero descartarlo. He recibido ya suficientes noticias malas en mi vida. No quiero oír ninguna más. Nunca más. Y no hay garantía de que así sea, nadie me puede garantizar que no vuelva a tener malas noticias. Me moriría, bastaría un soplo para que me muriera. En mi cabeza no hay sitio para más.
—No habrá más noticias malas. ¿Por qué habría de haberlas? Claro, no te lo puedo garantizar. Pero haz el favor de romper ese testamento, Elizabeth. Hazlo por mí.
—No, Georg, no puedo. No me pidas eso.
Me gustaría pero no puedo. Ya sé lo que quiere. Que me decida por él, por la vida, por la niña, pero no puedo hacerlo, no al cien por cien. Me pongo a llorar. A la larga cansa estar con un pie en la vida y con el otro en la tumba, todo el tiempo en el estribo. No puedo decidirme ni por una cosa ni por otra. No quiero amar tanto que me arranque el corazón si alguien tiene que partir. No quiero poner tanto de mi parte que después me tenga que morir si este o aquel ya no están. Lo hago todo con el freno de mano puesto, estoy siempre al acecho, te observo, muerte. A ver quién es el siguiente al que te llevas. Tengo que hacer lo posible para proteger a mi marido y a mi hija de tus garras. No puedo cometer ningún error tonto, fatal.
Georg me abraza.
Jesús, ¡cuántas veces hemos tenido ya esta conversación!
—No me dejes, Elizabeth, ¡di sí a la vida!
Me aprieta tan fuerte que me saca el aire de los pulmones. Hago un ruido como si me despachurrara.
—Tranquilo, que no me voy ahora mismo. Ni tampoco pronto.
—¿Quieres que lo rompa por ti?
—¡Ni se te ocurra! No lo hagas, ya sé lo que quieres y lo estoy trabajando. Pero romperlo no, ¿vale?
—Entonces hazlo tú. Rómpelo.
—No, yo tampoco lo rompo. Ya me curaré, pero te ruego que no lo rompas. ¡Te lo ruego, te lo ruego, te lo rueeego!
Me aplasto contra él. Mi mano se introduce en la manga de su camiseta para sentir la tersa piel de la parte interior de su brazo.
Estiro la pata, la vida me resulta demasiado agotadora. Todo lo que quiero hacer no puedo hacerlo porque es malo para mí o para otros.
—Cambiemos de tema —le digo, desesperada.
Ya sabe lo que quiere decir eso. Significa que tiene que distraerme porque me zumba la cabeza y tengo miedo de enloquecer.
Me abraza con fuerza. Nos quedamos así largo rato.
Me calmo y le pregunto:
—¿Qué es lo de esas artistas suizas? ¿Qué hacen ellas mejor que otras?
—Simplemente han hecho un montaje de varias películas juntando escenas de sexo y poniéndoles música. Nada de florituras estúpidas ni de diálogos humillantes. Todo tomado de los tiempos en que los actores de pornos parecían todavía mujeres y hombres auténticos.
Vale, distracción conseguida.
Todo lo que sabe hacer con mi vagina, que no es poco, mi marido lo ha aprendido con las películas pornográficas. Estas son comprobadamente las responsables de mi felicidad sexual, de cada orgasmo que he tenido en los últimos siete años. A la líder del movimiento feminista alemán las películas de nuestra colección familiar le gustarían sin lugar a dudas, porque no contienen violaciones ni humillaciones a las mujeres, solo un sinfín de clitoridianas tocatas sin fuga.
Pero no todo es mérito suyo y producto de su socialización pornográfica. Una pequeña parte de mis artes de satisfacción sexual viene de mí misma, de mis bajos. Por ejemplo, con mi profesora de educación física en el instituto de bachillerato aprendí a contraer y distender la musculatura vaginal, llegando a fortalecerla notablemente. Creo que le debo a ella, a la señora Kühne, el correrme cada vez con esa intensidad sobrenatural. Y también el poder determinar cuándo se corre el hombre si estoy harta de su rozamiento. Porque en algún momento la piel ya está muy escocida.
Georg saca una carátula de plástico muy plana del cajón de debajo de la tele y me la entrega en mano. La miro. Dice «Glory Hazel». Un nombre cool para una empresa. Veo, elegantemente pixelado en blanco y negro, el trasero de una mujer arrodillada, con ligueros y la cabeza de un hombre presa entre sus muslos. Ella con los brazos muy extendidos se agarra a una especie de lecho de terciopelo.
—Tiene muy buena pinta —le digo.
Abro la carátula y saco un envoltorio de papel, lo despliego y me salta a la vista un pequeño higo, discretamente afeitado, como se estilaba en aquellos tiempos.
Nos da la risa. Lo miro largo rato, cojo el DVD y lo introduzco. Voy a la nevera y saco dos cervezas, las abro con el abridor fijado a la pared —todo muy ordenadito en nuestra casa—, me siento con mi marido en el sofá y nos envolvemos los dos en la sobredimensionada manta de lana.
El tráiler ya empieza bien. Un porno sin el habitual rollo de mierda.
Bajo la manta, pongo mi mano en su paquete y lo sujeto con firmeza. Por fin puedo descansar de mí misma. Mirar a otros teniendo sexo es un sucedáneo muy sano. Produce un verdadero delirio.
Durante unos minutos nos sumergimos en ese mundo de ficción sexual, entonces llaman al timbre. Saco rápidamente la mano de su pantalón, me siento pillada como una adolescente en su cuarto en el primer magreo, y me levanto de un salto.
Georg se ríe, ya me conoce: siempre cuadrándome enseguida, siempre ocultando las cosas en vez de simplemente no abrir y permanecer acostada. Me mira con cara socarrona, luego se mira la entrepierna y dice:
—En este momento no puedo abrir.
Me envuelvo en la manta, no porque estuviera desnuda sino para resguardarme ante lo que me espera, sea lo que sea. Pulso el botón de «pausa» del mando a distancia y me dirijo a la puerta.
Aprovecho para respirar hondo, con la mano ya en el picaporte, luego abro de un tirón y con relajación fingida. Es nuestro amigo Jochen con su bebé en brazos. Siempre que lo veo me pongo contenta, no es guapo pero sí muy divertido y muy cochino. Hablando, quiero decir.
No quiere molestar y se disculpa por haberme despertado. ¿Qué? ¿Tan desarreglada estoy? Bueno, qué más da.
—¿Quién es? ¿Con qué hombre desconocido estás hablando? —grita Georg con indignación impostada desde el salón.
—Solo soy yo, Jochen, ¡no te preocupes!
¡Qué «no te preocupes» ni qué ocho cuartos! Si tú supieras. Tú o ninguno.
Me da un pack de DVD que le ha prestado Georg, mi fantasía anda loca, trato de inmovilizarlo con la mirada, pero él, meciendo a su hija ya punto de volver al coche aparcado en segunda fila, está con la cabeza en otra parte. Se despide medio estrujando a su hija entre nuestros cuerpos, besito a la derecha, besito a la izquierda, bien. Grita «Hasta luego, Georg» por la escalera y desaparece. ¡Mi candidato número uno para los cuernos!
Respiro hondo por el pasillo, me recompongo después de tanto pensamiento desbocado y vuelvo al sofá. Dejo los DVD sobre la mesa.
—¿Seguimos? —pregunta Georg, y aprieta el botón de «play». Tratamos de meternos otra vez en la peli. Una actriz bellamente maquillada de finales de los años setenta con el vello púbico notablemente tupido goza en una cama marrón con estampado cachemir, acompañada de sonidos de sintetizador a lo Space.
De pronto Georg dice:
—Pues si alguna vez tuviera que dar mi consentimiento a un hombre, sería Jochen.
¿Qué pasa? Lo miro de lado reprimiendo la sonrisa, pero él sigue mirando la peli como si nada. La mujer se agarra entre gemidos al lecho porque el hombre la chupa y le mete el dedo.
¿Acaba de darme permiso? ¡Creo que sí!
¿Sí o no? ¿O no? ¿O no? ¡Sí!
Vale, pero ahora a centrarse en «Glory Hazel». Ufff… El viaje comienza.