EL despertador suena a las seis y veinte, como todas las mañanas desde que tengo una hija. Es terrible. Hoy, de propina, tenemos lo de las lombrices. La gravedad terrestre es particularmente fuerte y devuelve el cuerpo a la cama, tengo que defenderme como gato panza arriba. Movilizo todos los resortes de mi superyó, pues anoche me acosté muy tarde. Por las mañanas me despierto en la misma posición cadavérica en la que me he dormido. Debe de ser que en el sueño no me muevo en absoluto. Es lo que se llama sueño de cadáver. Cuando me ve acostada de esa manera, Georg no es capaz de apreciar si estoy viva o muerta. A veces me pone el dedo índice bajo la nariz y siente el cálido aliento. Es lo que me dijo una vez. Ya está practicando para ver cómo será cuando me muera.
Levantarme siempre se me hace cuesta arriba. Ya de niña llegué a la conclusión de que algo va mal en este país si todo empieza tan temprano, el cale, el trabajo, los hospitales. Eso te fastidia la vida entera. En la escuela nos enseñaron que cada ser humano tiene su propio biorritmo, pero esa lección no se aplica a la realidad. Se aprende que el sistema está equivocado y sin embargo todo sigue igual. Ahora tengo una hija y estoy obligada otra vez a levantarme muy temprano. Durante el embarazo no tenía muy claro cuánto dura lo de la responsabilidad, Dios mío, los dieciocho años se hacen muy largos.
La mañana, en realidad el día entero, siempre transcurre de la misma manera. Me levanto sola, preparo el desayuno para la niña, muesli biológico con una manzana biológica y leche biológica dentro o pan integral hecho por mi marido con queso cottage encima para que no tengamos que comer aditivos. Para mí preparo café con leche, algo que he aprendido a hacer muy bien para mi marido —aunque también saco provecho yo—, después bajo a despertar a la niña. Nunca quiere levantarse, como yo cuando tenía su edad, pero tengo que simular lo importante que es levantarse e ir al cole aunque no lo creo en absoluto. Pero tiene que prepararse para la vida, para que no se convierta en una vagabunda o en una drogadicta o acabe con el síndrome de Diógenes.
Le cuento tantos disparates que acaba levantándose de la risa. La sacudo con ambas manos diciéndole, en verano, que ha nevado o que es su cumpleaños y la felicito o que en el salón la espera un animal grande y entrañable para que tenga ese momento de susto y me diga riendo:
—Para ya, mamá, eres patética.
Es la frase que más dice a su madre desde que sabe hablar.
Así consigo que se levante. Después, como si fuera un animal recién salido del letargo invernal, tengo que atraerla hacia arriba, y ella hace plaf con los pies a cada paso para señalarme lo floja que está todavía. Todas las mañanas siento el impulso de decirle: ¿Sabes qué, cariño? Vuelve a acostarte. Hoy no vas al cole. Porque de todas formas es una memez, también llegarás a algo sin cole, seguramente incluso serás más feliz.
Pero no lo hago, por mucho que lo desee. Todo es absurdo, lo sé. Pero hago lo contrario. Debo de ser una buena madre, mejor que la mía. Mucho mejor. Lo que no es difícil.
Se sienta a la mesa y desayuna, bebiendo con el muesli un gran vaso de agua tibia para gozar de una salud perfecta.
Primero la dejo desayunar para después confrontarla con el problema de las lombrices. Como siempre, trato de contagiarle lo menos posible mi propio pánico.
—A ver, enséñame el ojete.
—¿Por qué?
—Porque anoche dijiste que te picaba. Y yo tengo lombrices y quiero ver si tú también las tienes.
—Como quieras. Vamos al lavabo de los invitados. No me parece bien hacer esos exámenes en la mesa de comer. Disimulo pero estoy asustada: las lombrices prácticamente me saltan a la cara.
O sea que sí. Tal como suponía. Las dos estamos infectadas, qué duda cabe. Hoy no irá al coleo Vamos a ir al pediatra enseguida. Me resulta bastante bochornoso pero espero que me dé medicamentos también a mí para ahorrarme la visita al médico de adultos. Mi marido, que sube en el momento en que salimos de casa, me encarga un remedio antilombrices de forma preventiva. Está claro. De forma preventiva.
—Hoy no tienes que ir al cole. Vamos al pediatra.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque todos tenemos lombrices. Tú y yo, seguro. Y espero que nos den algo para papá y para Georg.
—¡Ay!
—No es nada grave tener lombrices, le pasa a cualquiera. Después del pediatra irás a casa de papá, siempre que no tenga que trabajar por la mañana.
—Vale.
Es una niña buena. Nunca ha protestado en lo concerniente a esto. O le gusta estar con cualquiera de las partes paternas o simplemente no se le ocurre jugar a enfrentarlas, porque tratamos de mantener nuestros asuntos alejados de ella. Nunca peleamos por la niña, nunca la presionamos. Nunca le hablamos mal del otro. Aunque tanto a él como a mí no nos faltarían motivos. También en esto soy mucho mejor que mis padres.
En la terapia aprendí que lo más importante es que los padres hagan ver claramente a la criatura que ella no tiene la culpa de la separación. Yo eché tanto de menos a mi padre cuando se divorciaron que me convencí de que de alguna manera la culpa debía de ser mía. Mis padres no tenían experiencia terapéutica y creían que no tenían que leer ni siquiera un libro sobre educación o sobre hijos de padres divorciados. Egoístas como eran, simplemente nos comían el coco sin tratar de proteger nuestras almas inocentes (¡aunque, naturalmente, el alma no existe!).
—Mamá, ¿es verdad que no tengo que ir al cole hoy?
—No se puede ir al cole teniendo lombrices.
—Yupi. Qué guay.
Y ya estamos sentadas en el coche camino del pediatra.
Vamos sin haber pedido cita, es lo mejor, nos metemos en la sala de espera hasta que llegue nuestra oportunidad. Si alguien se retrasa, nos toca.
Menos mal que el pediatra no quiere examinarnos, cree a la buena madre, o sea a mí, y al estupendo test del celo, y nos da una dosis infantil y tres de adulto para toda la puñetera familia reconstituida. Nos explica que tras la primera toma la cosa ya deja de picar y que la segunda, por la noche, solo se hace para ir sobre seguro y achicharrar al último resto de los bichos. Dice que la niña hoy no vaya al colegio para evitar el contagio. Desde la consulta llamo a mi ex y le anuncio que tengo medicina para él, contra el picor, y le insisto en que coja a la niña ya por la mañana para que mi nuevo marido y yo la tengamos libre de criatura. Acepta y de golpe mi ánimo mejora. Me libro de las lombrices y me libro de la niña. Qué maravilla.
Al salir de la consulta con el botín de las cuatro recetas le cuento por teléfono todo lo que el médico ha dicho sobre la eficacia del remedio. Le digo que el picor bestial termina nada más tomar la primera pastilla. ¡De lo que una tiene que hablar con su ex solo por tener una criatura con él! ¡Y las imágenes que pasan por la cabeza! Conozco el aspecto de su ojete, aunque preferiría no acordarme. Y por desgracia también sé qué aspecto tiene con lombrices blancas pululando por ahí. Tengo la mala suerte de tener la suficiente fantasía como para juntar ambas impresiones en una imagen coherente. Es algo que me pone verdaderamente agresiva con mi exnovio. Saber qué aspecto tiene cuando está desnudo, saber que él sabe qué aspecto tengo yo cuando estoy desnuda, que sepa cómo gimo cuando me corro. Quisiera borrar el recuerdo que tiene de mí. Entonces mi trato con él sería más fácil.
También es difícil sacudirse la mala conciencia de haberlo dejado. He destruido su familia. Quería tener una conmigo y con nuestra hija, y le dije que no, que yo ya no quería. Simplemente tiene que vivir con mi decisión. Y eso genera los habituales estallidos de agresión, que procuramos evitar delante de nuestra hija. Él está haciendo una terapia y yo también, y una razón importante para hacerla es que queremos manejar nuestra separación de la mejor forma posible para la niña.
En términos terapéuticos, uno puede salir de la relación si se ha enamorado de nuevo o si el amor ha desaparecido.
Pero, desde el punto de vista moral y, sobre todo, desde la perspectiva de la criatura y de la persona abandonada, eso nunca es completamente aceptable. Durante un tiempo tuve tan mala conciencia que le enviaba dinero para compensarlo por mi ausencia, pensé que ya que yo no estoy al menos tiene que pasarlo bien económicamente. Mi terapeuta me fue sacando esa idea descabellada de la cabeza a lo largo de varios años de ardua labor psicológica. Claro, si se quiere ir tengo que dejarla, piensa mi exnovio, qué remedio, pero el hecho de que me vaya supone para él un condicionamiento ajeno y tiene que lidiar con que yo, de esa manera, desbarajusto también la vida de nuestra hija. Todos tienen la idea romántica de que el padre y la madre se quedarán juntos para siempre. Sobre todo la tienen los hijos, pero también los adultos abandonados. Yo, como hija de padres divorciados, también la tengo. La primera regla cuando dos personas van a tener un hijo es: haced el favor de permanecer siempre juntos. Y precisamente yo, una hija destrozada de padres divorciados, he faltado a esa regla porque ya en el momento en que Liza nació estaba prácticamente separada de su padre.
Siempre me digo que eso es lo único que alivia un poco la cosa para la niña. No se acuerda, de forma consciente, de cómo era cuando sus padres estaban juntos. Yo tuve el privilegio de vivir durante cinco años en una familia intacta. Bueno, lo de intacta desde el punto de vista del adulto no es admisible, pero como niños no nos enteramos. No hubo peleas ni penas. La única pena fue la separación. Entonces todo empezó a ir de capa caída. Fue cuando la tristeza se instaló en mi vida, cuando comenzaron las fisuras, que no hicieron más que agrandarse y nunca cicatrizaron. Pero, y de ahí no me muevo, mi hija no tiene más que una pérdida virtual. Solo sabe de otros niños o de libros y películas lo que es tener padres que están juntos. Cuando le decimos que antes sus padres también lo estábamos, se echa a reír porque, desde pequeña, no me conoce sino como pareja de mi nuevo marido. En su tierna imaginación infantil yo decidí tener una hija con el vecino porque este tenía mejores genes. Porque su padre vive en el vecindario para que ella pueda ir de una casa a la otra. Todo está pensado para ahorrarle el mayor dolor posible.
Mis padres a mí no me ofrecieron eso. Constantemente tuve que cambiar de casa y de colegio, perder amigos, adaptarme a las nuevas circunstancias, arrinconar el pasado, porque mi madre volvía a declarar muerto a uno de sus hombres. Siempre el mismo patrón: mamá se instalaba con nosotros en casa de un hombre que se suponía que nos hacía de padre, sed cariñosos con él, aceptadlo como padre, etc. Dos años de teatro familiar y se acababa el sexo, se acababa el amor, y había que mudarse de nuevo y mi madre al hombre lo declaraba muerto.
Además, era siempre el hombre el que tenía la culpa de la separación, y había que meterse en un piso de protección oficial con una madre empobrecida, y llegaba otro hombre y todos otra vez a su casa, a montar de nuevo el teatro familiar, etc. Lo viví cuatro veces siendo la mayor. Ahora estoy muy cabreada con mi madre, siempre corriendo detrás de su libido, sin reparar en víctimas, yo eso lo trato de reprimir en mi persona. Fundamentalmente por la niña, pero también por la relación. Cuando se tienen hijos hay que saber dominarse un poco para que puedan echar raíces. Yo no tengo raíces. No tengo casa paterna ni ciudad o pueblo adonde volver. Mi hija eso lo tiene. Está toda su vida en el mismo lugar, y nosotros nos quedaremos en ese lugar por ella. No puedo imaginarme qué significa eso para una criatura porque nunca lo tuve. Me parece muy difícil quedarse en el mismo lugar, con el mismo hombre. Lo que yo aprendí fue lo contrario: marcharse.
Cuando doy rienda suelta a los malos pensamientos que me inspira mi madre, me acuerdo de que no siempre fue así. Entonces me veo de nuevo sentada en la cocina de mi tía, angustiada por la llamada a mi madre, gravemente quemada.
Vale, pues. No puedo escaquearme de llamar. Hay que hacer de tripas corazón. Voy al salón y me siento en el sofá junto al teléfono. Paseo la mirada por la estancia y veo, de reojo, que el novio y los tíos me han seguido los pasos. ¡Qué terrible, la familia! El mobiliario es el típico de los ingleses. Un poco pasado de cursi. La negación de la muerte y la mierda en el empapelado, las alfombras y el tresillo. Florecitas de rosa y pámpanos verdes por todas partes, de vez en cuando una ardilla o un mirlo.
Palancas eléctricas para las cortinas en el hueco de la ventana mirador. Figurillas de cristal sobre la cornisa de la falsa chimenea. Y en todos los hogares tanto de mi familia paterna como materna está colgado el reloj que en vez de repicar hace sonar voces de pájaros cada hora. El inventor de ese reloj debe de ser muy rico.
Se sientan y me observan. Me gusta ese papel especial de sufriente única. ¿Qué carencias debo de tener para complacerme tanto en ese papel?
Hemos perdido a tres hijos, como en la guerra. En una sola familia. A no ser que mi padre llame pronto y diga lo contrario. Antes éramos cinco hijos de mi madre, ahora solo quedaríamos dos. Si no hay cambios. ¿Será por eso por lo que tuvo tantos hijos? A mí siempre me pareció una cosa muy de gente barriobajera. Cinco hijos. Como los conejos. Excesivo para lo que se acostumbra hoy en día. Pero a lo mejor mi madre sospechaba que algún día podría producirse un hachazo así. Traer muchos hijos al mundo para que cuando se mueran tres te quede al menos un par. Había un plan estratégico detrás. Vaya. No es tan barrio bajera como pensé. Simplemente sabe calcular, ¡y mejor que yo!
Marco el número sin pensar antes qué es exactamente lo que le quiero decir. Cuento los pitidos. Cinco. Contesta.
—Hello?
Es inglesa, dice hello y no hola.
—Hola, soy yo.
Nos reconocemos por la voz. La mía es idéntica a la suya. Cuando hablamos por teléfono, siempre tenemos la sensación de hablar con nosotras mismas. Nos reflejamos. En mi infancia mi madre me decía una y otra vez esta frase: «Eres igual que yo. Todo el mundo lo dice».
Siendo así, ¿cómo se llega a ser otra? Solo matando, supongo.
—¿Cómo estás, mamá? Me alegré tanto cuando papá dijo que estabas viva. Fue lo más importante para mí.
Exacto, a tomar por culo los demás. Ella seguramente habría preferido morir con tal de que sus hijos hubieran sobrevivido. Pero no hay transacción en situaciones así. Solo hay azar y mala suerte.
—Lo sé. Sí. Estoy viva.
Lo dice con voz divertida. ¿Se habrá vuelto loca? Suena muy…, no como antes. Habla con voz diferente. Más alta. Chillona. Como si lo que ha pasado fuese realmente gracioso.
—¿Te duele?
—No. Me dan cosas muy fuertes. Tengo los pies quemados, los veo pero no los siento. Se me ha roto una vértebra en la mitad de la espalda. Je, je.
¡Uf, se está riendo! Se ha vuelto loca. Mi madre se ha vuelto loca. ¿O son los medicamentos los que la marean? Espero. Analgésicos. Psicofármacos.
—No quiero quedarme aquí. Les voy a decir que me lleven a casa. Lo harán mañana, esto está muy lleno. Me llevarán a casa en ambulancia.
—¿Lo dices en serio, mamá? ¿Estás en condiciones para que te lleven en ambulancia? ¿Mañana ya estarás en casa?
—No, a casa no, tonta.
Por Dios, ¿qué manera de hablarme es esa? Es algo que nunca había dicho. Esta palabra no formaba parte de su léxico, que yo sepa. Enajenación. Enajenación lingüística, al menos. Normalmente tampoco me habla en alemán. Yo siempre le hablo en alemán y ella me contesta en inglés. Normalmente. Pero a partir de ahora ya no hay normalidad que valga.
—Me llevarán al hospital que hay aliado de nuestra casa. ¿Sabes? Donde nació Lukas.
Lukas está… Cambio de tema.
—Vale. Ya. Entonces nosotros mañana tomamos el avión para volver a Alemania. Así estaré contigo.
—Pero primero tenéis que casaros. No pasa nada si no estamos todos.
—Sí, nos casaremos y después tomaremos el avión para volver.
Mi novio me mira horrorizado. Le devuelvo la mirada, aprieto los labios, dilato los ojos y me encojo de hombros. ¿Qué puedo decir? Quiero terminar esta conversación.
No voy a discutir con una loca. Casarse. Por supuesto.
—Hasta mañana, mamá. Estaré contigo. Mañana me haré cargo de ti.
—Que os lo paséis bien mañana —dice con voz trémula y ausente. Ha envejecido varios años. Pero está como si hubiera tomado éxtasis.
Ha colgado.
Mis ojos solo están entreabiertos, lanzo un suspiro largo y profundo. Suelto toda la tensión de las últimas horas y, sobre todo, de esta conversación con mi madre pirada. Ya no soy la persona que más compasión despierta. Qué pena. Ahora que mi madre ha sobrevivido todos tenemos que ocuparnos de ella. Dejo de ocuparme de mí para ocuparme exclusivamente de mi madre. Cambiar el chip. Dar en vez de tomar.
La cabeza me da vueltas. Estoy borracha. Quiero dormir. Falta una llamada. Hay que cambiar las fechas de los vuelos de regreso para mañana.
Todo en inglés:
—Buenas noches. Tenemos una emergencia. Somos un grupo de personas que hemos venido a una boda. La boda estaba planeada para mañana pero ha habido un choque en cadena en la autopista y han muerto tres hermanos. Tenemos que volver mañana para visitar a los heridos en el hospital.
Nos conceden dos plazas de emergencia en un avión que sale a primera hora de la mañana.
La familia de mi novio tiene que esperar un día más para poder volver en avión. Tendrán que matar el tiempo en el campo, en la costa este. Solo han traído ropa de boda, festiva y elegante. Nadie había pensado en traer indumentaria de luto. Aunque yo no creo en esas pamplinas, al fin y al cabo no somos cristianos, somos azar.
Es la ropa que ahora tienen que ponerse para hacer lo que se hace cuando se suspende una boda. No puedo ocuparme de ellos. Están vivos y son adultos y tienen que buscarse la vida. Es lo que hay.
Nos acostamos en la habitación de los huéspedes. Allí todo es de color lila oscuro, como el papel higiénico del lavabo. Nos quedamos mirando el techo, agotados de asimilar las noticias, las buenas y las malas. Estamos callados y nos dormimos. Uno no puede ayudar al otro. Es lo que aprendí el primer día. Todos estamos solos.
Fue entonces cuando comenzó. El asimilarlo solo. El luto diferencial. El asco al luto de los demás. Un acontecimiento así no junta a las personas; las desune. No somos solidarios. Cada uno va a lo suyo.
Nos despiertan trayéndonos té a la cama.
—Morning, wakiwaki.
Es lo que dicen en mi familia cuando despiertan a alguien. We have to leave for the airport soon.
Dolor de cabeza, por el alcohol de mierda. ¿No podrían inventar un quitarresacas que se beba junto con el alcohol? Qué primitiva es la humanidad.
Ninguno de los dos se ducha. Hay que concentrarse en lo importante en una situación como esta. Nos dejamos puesta la ropa con la que hemos dormido y tomamos el malsano desayuno inglés. Tostada con mantequilla salada y mermelada que contiene más azúcar que fruta. Dulces para desayunar. Repugnante.
Mi tío es un tipo divertido. En todas las fotos de familia sostiene una lata de cerveza, levanta el dedo corazón de la otra mano, ríe ruidosamente y eructa. Eso, naturalmente, no se ve en las fotos, pero uno sabe que eructa porque se lo ha oído hacer muchas veces cuando le tomaban una foto. En todas las fotos tiene la boca muy abierta en señal del eructo. Sabe retardarlo hasta el momento en que se dispara el flash. Eso no lo hace cualquiera. Conduce él y hoy está callado. Debe de estar pensando en su hermana mayor, mi madre, que ayer perdió a tres hijos. ¿Ayer? Sí, ayer. Mi noción del tiempo está completamente rota. Nunca se ha recuperado. Es lo que pasa cuando se sufre un trauma: abre una herida en el alma, aunque el alma no existe. ¿Qué decir entonces? ¿Corazón? ¿Conciencia? El caso es que abre dentro de uno una herida tan grande que el tiempo no la cura. No cicatriza. Hoy sigue doliendo como aquel primer día camino del aeropuerto con mi tío y mi casi marido.
Nos deja frente a la terminal. Facturamos y nos sentamos en la sala de espera. Entonces suena mi móvil. Un número no identificado. Podría ser el hospital de mi madre, o mi padre, desde Bélgica, qué sé yo.
—¿Sí?
—Hola, ¿hablo con Elizabeth Kiehl?
—La misma.
—Mi nombre es Paulsen, del diario Druck. Señora Kiehl, lamento mucho tener que comunicarle que ha habido un accidente, y tiene usted que ser fuerte ahora: han muerto tres hermanos suyos. Le pido una primera declaración.
Aparto el móvil del oído. Callo. Soy cauta. Quiero reaccionar correctamente. ¿Cuándo podrá decir uno eso de sí mismo? Mi novio pregunta quién es, qué pasa. Por cómo me mira, debo de volver a poner una cara extraña. Estamos sentados juntos en la sala de espera. Tengo que reflexionar. Pongo el dedo índice en los labios para que mi novio no siga hablando. Esa hiena, esa mala bestia, no ha de recibir más información sobre nosotros. Miro el móvil, la línea sigue abierta. No puedo creer lo que está pasando. Siento más rabia que nunca. Hoy esa rabia sigue igual de grande que en aquel momento. Un periódico, un sujeto que dice trabajar allí, se toma el derecho de llamarme en esa situación y se considera autorizado para comunicarme esa noticia. Cree que es el primero. Violarme por teléfono en el momento más vulnerable de mi vida, para una crónica, para aumentar la tirada del periódico. Ese cerdo hace el trabajo que suele hacer la policía y que en mi caso ha asumido mi padre. Pero no para ayudar sino para lucrarse.
Tengo la mirada fija en el display. El tipo al otro lado solo oye, a intervalos regulares, el susurro de mi novio preguntando qué pasa. Está asustado porque tardo en contestar. ¡Así es como consiguen sus crónicas! ¡Así llenan sus páginas! En ese momento noto que quiero estar del lado de los buenos y luchar contra los malos. Es para mí gente mala, gente corrupta. Todos. Porque todos se aprovechan de esos métodos. No tienen decencia, no tienen moral. No tienen respeto a las personas que están de luto. No tienen respeto al dolor ajeno.
Quiero venganza. Me vengaré de los responsables de esa llamada. De personas que se lucran de esa forma, que se han enriquecido de esa manera. Que seguramente dicen ser buenos cristianos. Han traspasado el límite. Y no se echarían atrás. La intromisión en nuestra vida, en nuestro luto, para aumentar la tirada del periódico no había hecho más que comenzar. Había nacido un enemigo. Un luchador empedernido. Una luchadora. Track them down and smoke them out of their holes.
Pulso el botón rojo encendido como si fuera el detonador de una bomba.
Colgué. Hice lo que debería hacer cualquiera que reciba una llamada de esa basura, sea profesional o privada, así enseguida se atajaría el problema. Evitar a esa gente, darla de lado. Sería una solución pacífica. Entonces no habría historias de niños muertos, cáncer, alcoholismo, divorcios o suspensiones de pago. Solo tienen algo que imprimir porque todavía son muchos los que hablan con ellos. ¡A cerrar la boca!
Colgad como hice yo. No fue difícil. Si abres la boca, la culpa es tuya. «Sin comentarios», ya se está imprimiendo. Así se cumple con ellos, muy sencillo. Es muy sencillo hacer lo correcto por poco que se piense. Todo lector que compra ese periódico, que le da a esa gentuza unos céntimos cada día, tiene su parte de culpa en la llamada que me acaban de hacer. El único lenguaje que entienden son los números rojos.
Explico a mi novio lo que nos están haciendo. Que me han encontrado. Que de alguna manera han conseguido mi número. No estoy en la guía telefónica, alguien que me conoce personalmente debe de habérselo facilitado. Nunca sabré quién ha sido, desde luego. Porque uno no va alardeando por ahí de esas cosas, de haber cometido traición, de haber entregado a otro a su verdugo en un momento en que lo que más necesita es paz y consuelo. Maldigo a quien haya sido. El accidente —sin que yo supiera todavía mucho de sus causas— ocurrió por un descuido. Es lo propio de los accidentes, como la misma palabra dice. La llamada, en cambio, fue intencionada. Eso aumenta la rabia. Comienza una carrera contrarreloj para neutralizar esas llamadas. Empiezo a llamar a todos los parientes, todos me dan el pésame. ¿Qué se dice entonces? ¿«Gracias»? ¿«Igualmente»? ¿O «Yo a ti también»? ¿Por qué eso no se aprende en la escuela? Si se te muere un pariente, los otros dicen: «Te acompaño en el sentimiento», y tú contestas: «Igualmente». Suena muy formal. Me decido por «Yo a ti también». Es más natural, menos ceremonioso.
Una vez resuelto esto, les explico que me acaba de molestar alguien que seguramente se calificaría a sí mismo de periodista pero al que a partir de ahora llamaremos, en nuestra familia, cagatintas de mierda. Les digo que simplemente le cuelguen el teléfono, que no digan una sola palabra, ni siquiera «sin comentarios», porque eso solo nos podrá perjudicar y servir a quienes desean aprovecharse de nuestra tragedia. Consigo alinear a toda la parentela. Están amenazando a nuestra familia, están amenazando nuestra paz. Nuestro luto.
Por fin, ya en el avión, llega la calma. Sostengo la mano de mi novio y por primera vez en la vida me preocupa que el avión pueda caerse. El avión conmigo a bordo. Que esté también él no me importa, solo cuento yo. Pienso que sería terrible para mi madre. De ninguna manera debe perder otro hijo hasta que muera, con tres es suficiente. Me considero propiedad de mi madre. Tengo que tener cuidado de no perderme. No por mí, mi novio o nuestra vida, que espero que con el tiempo se normalice, sino únicamente por mi madre. Es importante que no sufra más sobresaltos. Tengo que encargarme de que así sea.
Clavo las garras en la mano de mi novio, mirando fijamente la salida de emergencia dos filas más adelante y preparándome mentalmente para saltar ese par de filas y salir primera en caso de amerizaje. A mi novio no le cuento nada sobre mi plan. Si fuéramos dos, sería más complicado; tengo que ser liviana, ágil, tengo que ser la primera en salir para que mi madre no sufra más bajas. Tengo que salir primera. El accidente me ha enseñado lo rápido que puede acabarse la vida, quiero evitarlo. No quiero vivir para mí sola. Vivo para mi madre.
Siento frío y estoy empapada de sudor cuando aterrizamos. Durante el vuelo estaba convencida de que el avión se iba a caer, así que para mis adentros ya me despedí de todo el mundo. Redacté mentalmente mi testamento, aunque no tengo casi nada que dejar en herencia. Aún con las bolsas para la boda, compradas para días felices, nos dirigimos al hospital que mi madre me ha indicado por teléfono. Allí nos encontramos con tres padres cada uno de los cuales ha perdido a su único hijo. Es decir, por parte paterna hay seis abuelos y abuelas que están de luto. También ha venido mi hermana. Una y otra vez tengo que repasar quiénes han muerto y quiénes siguen vivos. No me entra en la cabeza. Mi hermana Emily, que tiene catorce años, está viva, y yo también lo estoy. Solo quedamos nosotras dos. Han muerto Harry, de veinticuatro años; Lukas, de nueve; y Paul, de seis.
Nos abrazamos frente al hospital. Sonrío porque me alegro mucho de verlos. Ya nos hemos dado el pésame por teléfono. Todos lamentan la suspensión de la boda. Naturalmente, mi hermana también estaba invitada. Hubiera volado hoy. Es verdad, la boda estaba prevista para hoy. Hoy. Si no hubiera pasado lo peor de nuestra vida. Espero que sea lo peor para siempre y que no ocurran cosas aún más graves. Me miro el reloj. Dentro de cuatro horas habría estado casada. Miro a mi novio de lado, no me lo puedo creer, toda la organización para nada. Le quiero. ¿Volveremos a intentarlo? ¿O nos quedaremos sin casarnos para siempre? Siento un miedo asfixiante cuando me imagino planeando otra boda y sufriendo de nuevo cómo durante el viaje otros parientes míos se mueren en el camino. Y las bodas en mi familia siempre implican viajar, porque los parientes vienen de todas partes. O limitamos el festejo al círculo más íntimo. Entonces nadie se tiene que desplazar ni morir en el camino.
Estamos en pleno verano. Nos sentamos en el prado frente al hospital para esperar a nuestra madre. Me preocupa mucho que pueda estar hecha un guiñapo. ¿Qué aspecto tiene uno después de un choque en cadena? Ni idea. Prefiero esperarme lo peor. Dos de los tres padres estuvieron en el lugar del accidente ayer, una vez que la autopista había sido abierta de nuevo al tráfico. De sus relatos y de los de las dos supervivientes —mi madre y Rhea— y del expediente de la policía, resulta el cuadro siguiente:
Salen después de probarme yo el vestido, cosa que nunca debería haber hecho. No soy supersticiosa. Pero tras un golpe del destino así hay que hacer un gran esfuerzo mental para no serlo. Solo por enseñar el vestido pienso que tengo la culpa de todo lo ocurrido posteriormente. Si van en coche, es por el vestido, demasiado grande. En realidad soy la culpable directa. No hace falta ser supersticiosa. El mayor de mis hermanos, un caballero, cede el asiento de delante a su novia. Se divierten mucho, cantan, y los niños no paran de preguntarle a la madre cosas de la boda. Ella les dice que todos llevarán la misma camisa, que hemos escogido juntas. Hace calor y mi madre, como suele hacer cuando va en coche, se quita los zapatos, mocasines de cuero marrón claro para hacer vela, con borlas, como hechos por los indios. Se los vi puestos antes de salir. Conduce a la velocidad permitida en Bélgica, 120 kilómetros por hora. No ha bebido nada. Y mientras conduce y los niños están a bordo nunca usa el móvil. Esto es muy importante para la cuestión de la culpabilidad materna. El día de los días, o sea ayer, mi madre viaja con sus hijos y la novia del mayor de mis hermanos por Bélgica, en dirección al Eurotúnel. Hay mucho tráfico en la autopista, pero la circulación es fluida. En la vía contraria se produce un atasco. Por el carril derecho circula el conductor de un gran camión cisterna de gasolina. No ve a tiempo el principio del atasco. No se sabe si porque se ha quedado dormido o porque se ha distraído. A lo mejor se le ha caído el pitillo y se ha quemado los huevos. El caso es que tampoco él ha bebido. Se dirige a toda mecha hacia donde comienza el atasco, no frena. Los primeros conductores lo ven por el retrovisor. Tienen suerte. El del camión da un volantazo hacia la izquierda y perfora el quitamiedos central arrastrando un autocar lleno de pasajeros. Ambos vehículos forman una barrera en la vía contraria, es decir, donde mi familia circula por el carril derecho. En la radio de su coche suena Lucky Man, de The Verve. Un sinnúmero de automóviles no logran frenar y se incrustan en el autocar y el camión puestos en diagonal haciéndolos volcar por el impacto. En el coche de mi madre todos ven venírseles encima la barrera y gritan. Chocan. Sin que mi madre pueda poner el pie en el freno. Siete centímetros. Entre el gas y el freno.
Silencio. Silencio prolongado. La primera en volver en sí es la novia de mi hermano, Rhea. Está viva. Los airbags están en el salpicadero. No mira a la izquierda. Simplemente está sentada. No oye nada. Silencio. Un zumbido en la cabeza. Todo a cámara lenta. Abre la puerta y quiere bajar. Se derrumba. No se aguanta de pie porque tiene las piernas destrozadas. Tirada en el suelo, junto al coche, se aleja varios metros reptando como los gorilas enfermos en medio de la niebla de aquella película que tuvimos que ver, en edad demasiado temprana, para que nos hiciéramos zoólogos o al menos ecologistas. Se queda en la franja lateral verde. Mueve la cabeza a izquierda y derecha para ver lo que ha pasado. Ve muchos coches que antes de llegar a la extensa zona del siniestro salen de la autopista en vez de parar y ayudar. ¡No quisiera yo formar parte de una humanidad que es capaz de hacer eso! Hay muchos muertos y heridos. Los pasajeros que iban en el autocar han roto el cristal y salen trepando unos tras otros.
En cierto momento, después de que Rhea haya salido, mi madre despierta de su desmayo. Está sentada, no hace nada más. Es lo que debe de pasar en un estado de conmoción fuerte. Uno no reacciona. Uno queda reducido a las cosas más elementales. El cerebro deja de funcionar correctamente. El corazón palpita, eso es todo.
Permanece sentada, solo sentada. Y se extraña por el silencio. No se da la vuelta. No mira a sus hijos. Ha dejado de ser una madre capaz de atender a sus criaturas. Ni siquiera es capaz de salvarse a sí misma. Parece un animal herido. Tampoco mira a la derecha, hacia Rhea. Sería un movimiento de cabeza más fácil que el de mirar atrás, hacia sus hijos. Simplemente está sentada y trata de comprender lo que acaba de suceder. Así durante varios minutos.
Alguien abre la puerta de un tirón. Es otro camionero involucrado en el accidente. No el causante, que murió en el acto. Con sus brazos fuertes coge a mi madre por debajo de las axilas.
No puede llevarla de otra manera. Le resulta demasiado pesada. La cisterna del camión que ha provocado el accidente se ha vaciado, cientos de litros de gasolina forman un enorme charco resplandeciente bajo los coches destrozados. Han comenzado a arder porque ha habido cortocircuitos procedentes de los postes de las farolas belgas derribados entre las dos vías. El camionero arrastra a mi madre como un saco entre las llamas. Todo está ardiendo. Por todas partes hay humaredas y pestilencia y gritos y muertes.
La coloca junto a los demás heridos y moribundos.
Mi madre le dice lentamente:
—Mis hijos, mis hijos, están en el coche.
El hombre va corriendo a sacarlos.
De repente todo salta por los aires. La explosión es tremenda. Mi madre sabe que ha perdido a sus hijos. Ve las llamas que los devoran. Vuelve a producirse un estallido, y otro. Son los depósitos de los coches los que explotan.
Las personas que han logrado salvarse del autocar prestan primeros auxilios a mi madre con sus bebidas. Le echan Coca-Cola, Fanta y refrescos en los pies calcinados hasta los huesos. Así se produce un leve enfriamiento de las zonas afectadas. Los médicos en el hospital dirán después que eso ha sido muy importante. Si no lo hubiesen hecho, todo habría sido mucho más grave.
Para mí, en mi cabeza, lo peor es no saber si mis hermanos aún estaban conscientes al ser devorados por las llamas o ya habían muerto por el impacto. Suena macabro, pero desde hace ocho años deseo de todo corazón que la colisión fuera tan contundente como para desnucarlos en el acto y que no sintieran el fuego achicharrándolos. Es una pregunta que me persigue a diario. De día y de noche, en mis sueños. Nunca lo sabré, no tendré respuesta. Porque mi madre no se volvió hacia ellos. La señora Drescher dice que es posible que mirara atrás y nos mintiera sobre lo que vio. O que lo visto fuera tan horroroso que el cerebro lo borró para que no enloqueciera. Un cerebro sabe lo que es capaz de aguantar su portador y lo que no.
Estamos sentados al sol esperando a mi madre. La madre del horror. Siento horror a verla. Tengo miedo de que la guapa de mi madre ya no lo sea. Es una mujer que suele ir muy arreglada. Ahora no lo estará, qué va. No te hagas falsas esperanzas, Elizabeth. Tendrá un aspecto espantoso y tú no debes permitir que se dé cuenta. Es lo que voy a hacer.
Viene una enfermera y nos pide que pasemos. Mi madre ha llegado. Le han dado una habitación individual por la gravedad del caso. Yo lo sabía. Por haber perdido a tres hijos no tiene que compartir la habitación con cualquier petarda. Muy bien. Muchas gracias, querido hospital. La enfermera nos dice que mamá llegó hace un buen rato y que ya la ha visto un médico. Dentro de poco el médico hablará conmigo. ¿Conmigo? ¿Por qué? Virgen santa, ¿qué querrá de mí? Veremos.
Tienes que ser fuerte, Elizabeth. Vas a tener que defenderte en un terreno que te es completamente ajeno. Mis conocimientos sobre esas cosas se nutren únicamente de las películas que me ponía mi madre. ¿Sería para eso? ¿Para prepararme para una situación como esta y poder ayudarla? Es posible. Hay que considerarla capaz de cualquier perfidia. Siempre parece tener un plan estratégico, uno perverso, pero plan al fin y al cabo. La enfermera nos dice en voz baja que no nos sorprendamos si mi madre se comporta de forma extraña. ¿Cómo? ¿Aún más extraña que de costumbre? Dice que le han dado unos psicofármacos potentes para que no se entere de la pérdida de sus hijos. Todavía no lo ha entendido. Esos psicofármacos le bajan todas las persianas mentales y se encargan de que el dolor de lo ocurrido tarde varios días en calar en su conciencia. ¿O sea que aún no lo sabe?
Ya. Es bueno estar avisado. Caray, qué locura. ¿Que hay medicamentos que hacen que mis hermanos sigan vivos? ¿Por qué se los dan solo a mi madre y no a mí también? No quiero entrar en esa habitación, no quiero enfrentarme a mi madre quemada. Es demasiado pronto para mí.
Nadie dice «Adelante». Está acostada y parece muy pequeña en la ancha cama. Duerme. Muy bien. Así me puedo ir acostumbrando a su aspecto sin que mi cara asustada le diga que está hecha un Cristo. Tiene el rostro sembrado de rasguños. Ya. Seguramente por el parabrisas roto. Todos los rasguños apuntan en la misma dirección. Como si el Freddy de Pesadilla en Elm Street hubiera pasado a saludarla. Tiene un ojo morado e hinchado y una herida de varios puntos en la frente. Sin duda por el choque con el volante o el salpicadero. Pero yo no estaba preparada para lo peor: toda su hermosa cabellera rubia ha quedado reducida a una maraña de trencillas crespas y carbonizadas. ¡Por el calor! No lo había pensado. Al parecer, el pelo se funde como una peluca de plástico. Habrá que raparlo entero y no volverá a arreglarse.
Abre los ojos y nos sonríe. Tiene la mirada de un individuo acosado. Abre los ojos más que de costumbre. Como un animal perseguido. Sí. Veo por la expresión de su rostro que su inconsciente sabe desde hace tiempo lo que ha ocurrido.
Dice:
—¿Qué digo? No sé qué decir. ¿Por qué me miráis con esas caras? No me miréis así. ¿Te has casado, hija? Sonríe como una loca. Al oír la pregunta todos se paralizan visiblemente. Mi hermana y yo nos acercamos a la cama y, con mucho cuidado para no hacerle daño, ponemos la cabeza sobre su pecho.
—Sí, mamá, nos hemos casado.
Qué más da. Le han suministrado psicofármacos, de manera que puedo contestarle lo que quiere oír. Qué importa. Después le diré que lo entendió mal por culpa de los medicamentos.
—Me alegro por ti.
Mira a mi novio.
—Por vosotros. Me alegro por vosotros. Ahora debéis tener tres hijos enseguida.
¡Socorro! Creí que todavía no lo sabía o que ya se le había olvidado por los medicamentos. No parece que sean precisamente eficaces.
Le acaricio la mano, que tiene los mismos rasguños que la cara, por el parabrisas. Todo su cuerpo parece magullado. Vuelvo a mirarle a la cara. Ha cerrado los ojos y respira tranquilamente.
Salimos a hurtadillas de esa habitación del horror. Como andamos de puntillas y a cámara lenta, nos da la risa. Rápidamente volvemos la mirada para ver si se ha enterado. No. Seguimos. Fuera de aquí.
En el pasillo nos encontramos con el médico que la ha atendido. Mientras me habla no deja de mirarme. Soy la mayor de las dos hijas. Mi madre ya no está con ninguno de sus hombres. Eso querrá decir que soy la familiar más cercana y la interlocutora para cualquier monserga de mierda que venga.
—Señora Kiehl, hemos puesto a su madre en una habitación individual porque tendrá un despertar duro cuando reduzcamos la dosis de psicofármacos y poco a poco vaya comprendiendo que ha perdido a tres hijos. Como conductora del vehículo no tiene ninguna culpa desde el punto de vista jurídico, pero se hará reproches y no se puede descartar que quiera matarse. Haga el favor de permanecer a su lado día y noche durante las próximas semanas y tenga cuidado de que no se suicide.
Entendido. Tengo una nueva tarea, una tarea heroica: prevenir el suicidio de mi madre. Lo haré, ningún problema, sé hacerlo.
—Vamos a poner una cama para usted en la habitación. Esto en lo que se refiere al estado mental de la paciente. En cuanto a lo físico, hay que señalar que tiene quemaduras extremadamente graves en los pies. Hay que cepillarlos cada dos días durante el proceso curativo para que el tejido cicatricial no crezca excesivamente, lo que reduciría su movilidad. Su madre tendrá que soportar un gran dolor cuando le pasemos el cepillo grueso sobre la carne viva, para lo cual le pondremos anestesia total cada dos días. Pero después lo pasará muy mal, porque cuando remita el efecto de la anestesia no será posible suprimir el dolor al cien por cien. Eso le va a resultar muy desagradable, y estaría bien que usted le hiciera compañía en esos momentos. No deberá levantarse durante mucho tiempo, primero por los pies y segundo por la vértebra rota. Esta tiene que soldarse y por eso tenemos que inmovilizarla. Suponemos que uno de los hijos que iban detrás chocó con la cabeza contra la vértebra, tras perforar el respaldo del asiento de su madre, causando la fractura.
Un indicio. Quiere decir que cabe la posibilidad de que por lo menos uno de los hijos, a saber, el que estaba sentado detrás de mi madre, estuviese ya muerto cuando estalló el incendio.
O al menos inconsciente.
—Esto es lo que les podemos decir por ahora. Si tienen preguntas, háganlas.
Todos nos miramos unos a otros y negamos con la cabeza.
No, gracias. Hasta luego.
Quiero estar sola. Les digo a mis parientes —mi novio, desde ayer, es uno de ellos— que voy a casa a recoger algunas cosas para esta noche. Les pido que se queden y estén atentos. Salgo. Fuera de aquí, a buscar el aire libre. Camino por la acera como si huyera. Es una sensación que ya no me abandonará. Lo hago todo muy rápido para tener la menor cantidad de pensamientos dolorosos posible. Voy a instalarme en el hospital. Tengo miedo a la noche con mi madre, no quiero presenciar su toma de conciencia.
Me imagino que abrirá los ojos como platos y que gritará, que se aferrará a mí y llorará y suplicará que no sea posible, que vuelvan, que rebobinemos el tiempo, que salgan de viaje unos minutos antes y pasen por el lugar ilesos, que mi vestido quede un poco más pequeño y quepa en la maleta para que todos podamos volar juntos. En un avión seguro. Se agarra a mí y me arrastra a su locura.
Como la quiero, me dejo arrastrar fuera del perímetro de la vida, hacia la oscuridad. Espero que suceda de día, cuando también estén los demás. Me horrorizo ante ella y el impacto que le producirá aceptar que tres de sus hijos han muerto. Siento que necesito ayuda, sola no lo soportaré. ¿Por qué a ella le dan medicamentos y a mí no? A mí también me gustaría que me sedaran. Tengo que buscarme un terapeuta. Me estoy disolviendo. Me haré cargo de mi madre suicida en potencia durante semanas y me quedaré en el camino. Ella es la que tiene la mayor pena de todos, yo solo he perdido a mis hermanos. ¿Qué es peor? Pues cuando una pierde a sus hijos, claro. Los hombres solo han perdido uno. ¿Qué es peor? Pues cuando pierdes tres. Ninguno de nosotros estuvo presente. ¿Qué es peor? Pues cuando lo estuviste. Por eso a partir de ahora nuestra ayuda se centrará completamente en la madre que ha perdido a tres hijos. Ninguno de nosotros puede competir en eso. Es la razón por la cual tampoco nos dan medicamentos. Así de sencillo.
No quiero comentarlo con mi novio, ni con todos estos padres, ni con el mío, sino con un profesional. Con alguien que haya estudiado toda esa mierda por la que tengo que pasar. Alguien que me ayude a soportarlo. Para ser más tarde una persona soportable. Para sobrevivir a todo esto. Con esta idea en la cabeza y caminando a marchas forzadas llego a casa más deprisa que nunca. Vivo con mi novio cerca de mamá. Por suerte todavía no he tenido que ir a su casa, donde ahora hay tres dormitorios de niños vacíos. Para siempre. Supongo que allí tendrán que dormir todos los parientes que van llegando de Inglaterra. Para dar apoyo a mamá, no a nosotros. La boda pero al revés. Nosotros fuimos allá para un acontecimiento alegre; ahora ellos vienen aquí para un acontecimiento triste. Una boda, un entierro.
Seguro que mi madre dejará las habitaciones tal cual. Como hacen en las películas. Y la madre se sienta todos los días en una de las camas, sosteniendo un bate de béisbol y llorando. Solo que ninguno de mis hermanos jugaba al béisbol ni tenía bate. Porque nuestra familia entera es contraria a todo lo americano, somos antiamericanos donde los haya. Estamos en contra de la guerra, de la pena de muerte, de la obesidad, de Monsanto, de Exxon… En nuestra familia, América solo connota cosas malas. Pues sí, la de cosas que le pasan a una por la cabeza. Una boda y tres muertos. Y yo en medio. I cannot fucking believe it!
Entro en nuestro piso y cojo lo imprescindible. El cuerpo funciona sorprendentemente bien teniendo en cuenta las circunstancias. Es como si todo siguiera su curso normal. Funciono, mi cuerpo trabaja, cumple órdenes. Pero nada más. El cerebro se ha quedado bastante rezagado, está perdido en no sé qué punto de Inglaterra. ¿O estará en Bélgica, en la autopista?
Repaso hasta la saciedad lo que sé sobre el accidente, hasta que acabo teniendo la sensación de haber estado en el lugar sin poder hacer nada. Estoy allí y no puedo ayudar. No puedo ayudar a mis hermanos pequeños, no puedo salvarlos. Solo estoy mirando y sintiendo cómo es estar quemándose vivo porque nadie te rescata del fuego. Porque la gente sale de la autopista porque no tiene ganas de verse en un atasco. Porque no quieren llegar tarde a su cita sin importancia. Por eso dejan morir a los niños en unos cacharros en llamas.
Quién sabe, si hubiera habido más personas ayudando los habrían sacado. Vivos o muertos.
Entonces al menos habríamos tenido cadáveres que enterrar. ¿Qué vamos a enterrar ahora? Es algo que todavía no me he planteado siquiera. Envidio a cualquiera que haya perdido a alguien pero tenga por lo menos un cuerpo muerto para tocarlo. Para comprenderlo mejor. Para que el cerebro, lento, pueda entender que esa persona está muerta. Que la vida no volverá a ese cuerpo, jamás. Mira, tócalo. Está tieso y frío como un pollo muerto recién sacado de la nevera. Es lo que me gustaría. Así, sin cuerpo para despedirse, mi cerebro me juega malas pasadas. No quiero aceptar lo ineludible y me engaño a mí misma: si no se han encontrado los cuerpos, podrían estar vivos. A lo mejor se han salvado, a lo mejor salieron del coche antes de la gran explosión y corrieron al bosque. Yo qué sé. ¡Es posible! Rhea también consiguió abrir la puerta y salir reptando. Es lo que hicieron ellos poco después de que el camionero sacara a mi madre.
Ahora viven en el bosque belga, con todos los animales que aún no han sido atropellados por esos animales conductores consumistas progresistas desarrollistas que somos. El accidente los ha trastornado, se han vuelto locos y no recuerdan nada que tenga que ver con el siniestro, tampoco su anterior vida con la familia. El mayor de ellos es el jefe que se encarga de los dos menores. Al que iba sentado detrás de mi madre —no sé cuál de ellos era— le ha hecho una especie de armazón de ramas y desbrozos que de día tiene que llevar ceñida a la cabeza porque al chocar contra el asiento de mi madre y el hueso de su vértebra se le ha roto el cráneo. Poco a poco se le va soldando gracias a la utilísima férula cefálica ingeniada por el mayor de mis hermanos. El pequeño a menudo tiene dolor de cabeza. Pero encuentran la corteza de un árbol determinado y cuando la mastica el dolor remite. Se alimentan a base de bayas y brotes tiernos, como los indios, en sintonía con la naturaleza. Van desnudos y sucios y tienen pelambrera. Desde el accidente los tres han perdido el habla y se comunican por miradas. En realidad se entienden a ciegas, porque son supervivientes. Tras haberle visto las orejas al lobo ya no tienen que comunicarse gran cosa. Han apoyado una rama muy larga en un árbol y contra esta han colocado palos, un centenar. Así han montado una verdadera carpa de madera, grande, para dormir. Los huecos entre los palos los llenan con hojas y musgo hasta que la cueva se convierte en impermeable y caliente. Acolchan el suelo con musgo seco y ya tienen lo que se necesita para vivir. Beben el agua de un pequeño arroyo del bosque, recolectan muchas bayas de cierta especie. Uno de ellos come algunas y los otros dos se fijan en si se le cambia el color de la cara y si la piel o las pupilas reaccionan. Si le dan náuseas, saben que las bayas son venenosas y le provocan el vómito con un palo redondeado que expresamente han buscado en el bosque para esa finalidad.
Cuando de esa manera han hecho la prueba de que las bayas son comestibles, recolectan más de las que pueden comer y las secan en su madriguera para tener provisiones en invierno. Uno de ellos siempre tiene que quedarse vigilando las bayas porque los pájaros y las ardillas son competidores directos a la hora de buscar alimento. Cada vez que se descuidan, les roban los víveres de su cueva. También los animales del bosque son lo suficientemente listos como para saber que mangar quema menos energía que salir a recolectar.
Por otra parte, han implantado una moneda común. Si uno de ellos encuentra algo fascinante y otro quiere comprárselo, necesitan un contravalor. Fue, cómo no, idea del mayor de mis hermanos, siempre tan amante del dinero. De manera que han inventado una moneda. Por las noches se acercan a la autopista en busca de cascos rotos de botellas que la humanidad ha tirado allí. Sus cascos preferidos son los de color azul, seguidos por los verdes de todos los tonos y los marrones; los que menos valor tienen son los transparentes. Raspan sus afilados cantos en una piedra hasta que los cascos se pueden sostener bien en la mano. La rascadura produce un ruido difícil de soportar que, por el malestar que sienten, los hace reír y tararear en voz alta una canción sin saber cuál es: Lucky Man, de The Verve.
Con los cascos redondeados se pagan mutuamente y acaparan sus tesoros. Así viven el día a día, en invierno la vida se hace un poco más penosa pero son aplicados y proveedores. El cráneo del que iba sentado detrás de mi madre…, ¿por qué no sé quién era? Esta información falta en mi mosaico del accidente. Tampoco puedo preguntar a ninguna de las que estaban presentes porque he roto el contacto con las dos que sobrevivieron: mamá y Rhea. El caso es que el cráneo poco a poco se fue soldando, aunque de forma torcida. A través de su pelambre sucia y enmarañada mi hermano siente todavía el chichón de entonces. Está contento de que el dolor de cabeza haya desaparecido con los años.
Así es la vida en el bosque belga. Y nadie puede demostrarme lo contrario porque nadie me puede enseñar los cuerpos muertos. Porque no hay nada que enterrar.
¿O es que el entierro se suspende cuando un infierno de llamas no deja restos? En principio, la incineración ya se hizo, en la autopista. Así nos ahorramos la cremación. Pero nadie recogió las cenizas. ¿O me equivoco? ¿Se las llevó el viento? ¿Adónde? ¿O se quedaron pegadas a los neumáticos de otro coche, a otros muertos o a las heridas abiertas? ¿Al pelo de los bomberos, que después de su intervención las evacuaron con champú de hombre por el sumidero de la ducha? ¿Las juntó con pala y escoba el barrendero en el lugar del accidente poco antes de levantarse el cierre total al tráfico? ¿Junto con las esquirlas reverberantes de los parabrisas rotos, los trozos de ropa dispersos, los vendajes y las tiritas de los primeros auxilios, los parachoques arrancados y los animales de peluche de los niños? Todo volcado sobre un gran montón en la franja de arena. Y el viaje continúa para quienes han estado en el atasco.
Desde el accidente solo conduzco yo. Es decir, no voy en ningún coche que no pueda conducir yo. Tengo la sensación de que todos los demás conducen peor que yo. No me he convertido en una conductora nerviosa, ni asustadiza o tensa. Solo soy muy precavida. Conduzco con prudencia, procuro pensar en todos los desvaríos de los demás. Depende de mí llevar a los ocupantes de mi coche sanos y salvos a su destino, cosa que mi madre no consiguió. Esa es mi tarea. No aguanto mucho tiempo ir de copiloto. Cuando vamos de viaje, soy exclusivamente yo la que conduce todo el trayecto, no importa la cantidad de horas. A quien no le guste, que no vaya conmigo. Me digo que pongo más atención que los demás porque sé perfectamente que la vida se puede acabar en un santiamén.
Cuento todos los animales muertos que veo en el camino. Se parecen a mis hermanos, porque son inocentes, pequeños, naturales. Cualquiera que va en coche acepta matar a seres humanos. Desde entonces veo en la autopista todos los rastros de los accidentes. Los siniestros me persiguen. No solo el nuestro, sino todos los que veo. Los lugares bañados por el neón en la autopista, los arañazos y las abolladuras en los quitamiedos. Las largas huellas de frenada que se prolongan en el campo o por el terraplén. Y, sobre todo, las marcas de los incendios. Puntos negros de vehículos en llamas sobre el asfalto. Los veo todos y trato de imaginarme quién habrá muerto allí, si ese alguien ha dejado hijos, que es lo peor, o si tuvo la suerte de no tenerlos. No se deben quebrar las leyes de la vida. Una de esas leyes consiste en que los padres mueren antes que los hijos. Es lo correcto. O alguien muere de muerte natural. Es decir, se queda dormido y sufre un paro cardíaco, o de viejo. O de cáncer, Alzheimer, Parkinson, qué más da, con tal de que ocurra en edad avanzada. Porque de algo hay que morir. Así tiene que ser. Pero no que los hijos mueran antes que los padres, encima por accidente, por una catástrofe. Que sean arrebatados de la vida sin previo aviso, sin despedida. Menuda salvajada es esa. En mis viajes por autopista cuento un promedio de cuatro lechuzas, dos erizos, un zorro y dos gatos muertos. Las mascotas me traen más bien sin cuidado, pertenecen a alguien, se los alimenta. No representan a mis hermanos. Pero los animales salvajes atropellados me arrancan el corazón. Son para mí la prueba de que es un error ir en coche, un error cabal. El que en el pasado construyéramos autopistas por medio de los bosques para llegar más rápido a no sé dónde me parece un error rotundo. Los animales estaban primero. Vagan por el bosque y no saben cómo cruzar la autopista. Algunos conducen a más de doscientos por hora. Les deseo que, sin perjudicar a los demás, terminen pronto abrazados al pilar de un puente antes de que puedan borrar a media familia del mapa, por lo importantes que se creen y por las prisas que tienen. La velocidad mata. A humanos y animales. A mí los humanos me importan cada vez menos, la mayoría de ellos merece lo peor. Los que me dan pena son los animales. Aún no se han enterado, por culpa de la evolución, de que existen esos coches demasiado rápidos. Prefiero morir a vivir entre esos kamikazes asesinos de humanos y animales. Un pequeño descuido, un error de concentración y, ¡zas!, la catástrofe está servida, otra familia destrozada. Camino a paso rápido de vuelta al hospital, donde está mi madre herida. Tengo una misión: ocuparme.
Llego a su habitación completamente sin aliento, el paso de marcha bajo el sol de verano tal vez haya sido un poco exagerado. Desde ese día no hago otra cosa que correr. La tranquilidad duele. La reflexión también. Huir lo hace todo más llevadero. Más tarde, en la clase de yoga, me gustaría participar en todos los ejercicios; sentir los latidos del corazón y ser más cuerpo que mente es una sensación agradable. Pero cuando al final hay que relajarse, me levanto y salgo. La profesora no me puede pedir a mí que me tumbe como si nunca hubiera pasado nada malo. Siempre el accidente. Ocho años después todavía me persigue, de manera que no soporto la tranquilidad porque me vuelven a la mente las imágenes y mis hermanos, que seguramente tuvieron que aguantar dolores infernales antes de morir. Entonces se cuela en mi mente la mala y horrible conciencia de estar viva mientras que ellos murieron.
Mamá duerme. Me siento en la cama en la que pasaré las noches de las próximas semanas. Sujeto la bolsa en mi regazo con gesto protector, como una anciana. Me escondo detrás de la bolsa, tengo miedo de mi madre, de mis hermanos muertos, de la mala conciencia de estar viva.
Cuando vuelvo a enamorarme tengo mala conciencia porque ellos ya no pueden hacerlo. Cuando celebro un éxito en el trabajo también me come la mala conciencia. Ellos tenían toda la vida por delante y sin duda también habrían cosechado muchos éxitos. Pero ya no pueden. Yo sí. ¡Y eso me asfixia! Cuando gano mucho dinero solo puedo celebrarlo a medias porque ellos nunca ganaron dinero. Y mi hermano, el mayor, el más cercano a mí, lo adoraba. Echaba de menos a su padre rico porque mi madre, por la razón que fuese, lo dejó por otro hombre. Mi hermano adoraba el dinero como lo adoro yo, porque significaba para nosotros el padre.
El recuerdo más fuerte que tengo del mayor de mis hermanos es de cuando él y mi madre se dirigieron juntos al banco para sacar la cantidad que mi madre necesitaba para comprar un coche de segunda mano. Quería pagarlo al contado. Mi hermano le pidió permiso para sacar el dinero del sobre. Cinco mil marcos. Se lo permitió riéndose. Él lo abrió a modo de abanico y lo agitó para airearse. Insistió en que mi madre le tomara fotos. Después las fotos las colgó por encima de su cama. Se le veía sosteniendo un montón de dinero en efectivo y sonriendo de oreja a oreja. Le tomamos el pelo muchas veces. Pero él defendía su apego al dinero. Seguramente estoy igual de obsesionada con el dinero que él, solo que lo disimulo mejor. Quizá me burlaba de él porque no me parecía bien constatar que yo tenía la misma afición. Ya se sabe que está mal visto interesarse por el dinero o querer poseerlo. Cuando todo este sistema de mierda en el que vivimos está montado precisamente sobre la pasta.
Las pocas veces que podíamos ver a nuestro padre y él nos llevaba a un restaurante que nos parecía caro y después de comer pedía la nota, mi hermano, mi hermano muerto, protestaba hasta que mi padre le dejaba echar un vistazo a la cuenta. Trataba en vano de enseñarle que eso era de mala educación, que cuando uno estaba invitado no debía interesarse por el importe de la cuenta. Pero eso a mi hermano nunca le convencía. Para él lo importante era que mi padre tuviera un gran poder adquisitivo. Siempre aprovechaba para mirar la cuenta y por los ruidos que hacía se podía ver que le parecía mucho. Después miraba a nuestro padre con cara satisfecha y de admiración. Yo torcía los ojos y simulaba vergüenza ajena. Pero hoy estoy segura de que también habría echado un vistazo a la cuenta si él no lo hubiese hecho por mí.
Sentada en la cama, tengo la sensación de instalarme en una cárcel. Me falta aire, todo lo ocurrido es demasiado para mí. Desde entonces me acompaña esa falta de aire. No cabe duda, el accidente es el acontecimiento clave de mi vida. A cualquiera que haya conocido después y que signifique algo para mí le he contado con pelos y señales la historia del accidente ocurrido en mi familia. Para que todos sepan la importancia que el siniestro tiene para mí, mi vida, mi psique, mi carácter, mis miedos, mis preocupaciones.
Entra una enfermera. Pone sobre la mesita de noche un vaso con una pastilla y me dice en voz baja que mi madre debe tomársela para facilitar el paso a la anestesia total. Sí, me hago cargo. Dice que no tardarán en venir a buscarla, para el cepillado. Ah, es así como lo llaman. Lenguaje familiar el que gastan aquí. Se refiere a lo que el médico me ha explicado al mediodía, lo de cepillar la costra de la herida para que el tejido cicatricial no se desborde.
Hay que ver de lo que una tiene que ocuparse en los años mozos de su vida.
Miro a mi madre fijamente esperando a que abra los ojos. Y me entra más miedo al ver el gotero con el tubo y la cánula clavada en el dorso de su mano. Veo el goteo del líquido, pero hay muchas burbujas. El suero entra en las venas, claro, de lo contrario no tendría sentido. Pero el aire en las venas, o sea en la sangre, ¿no provocará la muerte? ¿No es un método que usan en las películas policíacas cuando matan a alguien y el crimen queda sin esclarecer porque el forense no descubre el agujero del pinchazo? Le pregunto a la enfermera, que ya está a punto de salir, si no es peligroso que entre aire con el líquido. Se ríe y dice que para que fuera peligroso tendría que haber un metro cúbico de aire en el tubo. Le doy las gracias, pero me parece que sumando todas las burbujas se llega fácilmente al metro cúbico. Voy a fijarme. No vaya permitir que mi madre muera por un estúpido error médico cometido en este hospital. Debo tener los ojos bien abiertos.
La risa de la enfermera la ha despertado. Me levanto, dejo la bolsa sobre mi cama y voy hacia ella. Le acerco el vasito de plástico con la pastilla y le explico que es para la preparación para la anestesia total porque enseguida vendrán a hacerle lo de los pies. Entonces ya empieza a lamentarse, que no se los toquen, que dejen el vendaje tal cual. Le explico, con mi habitual dureza, que eso es imposible, que así las vendas se le quedarán pegadas. Que hay que renovarlas cada dos días y cepillar la costra. Suena horrible pero tiene que aguantarlo. Las ruedas giran imparables. Le hablo como si ella fuera la hija y yo la madre.
Hace caso de su hija madre. Se mete la pastilla en la boca y mira al techo. Ha cambiado mucho, es increíble. Pienso que no es ella. ¿Será que mi madre de antes terminó calcinada en el coche junto con mis hermanos? ¿Se fue con ellos de alguna manera? ¿Es posible una cosa así? ¿Ha perdido parte de su personalidad? ¿O todo se debe a los medicamentos? Veremos. Time will tell. Entra la enfermera y empuja la cama con mi madre hacia fuera. Choca en el marco de la puerta, lo que no me parece nada bien.
—A ver si tiene un poco de cuidado —me sale de dentro. Haz el favor de tratar a mi hija debidamente, carajo.
Me quedo sola. Odio estar sola. Recorro el hospital en busca de mis parientes. Van siendo cada vez más, pronto la familia estará al completo. Solo faltan mis hermanos. Entonces podremos casarnos aquí. Me dicen que han pedido pizza para todos y que se la quieren comer en la habitación de mamá. Y han traído cerveza, bolsas enteras, de la gasolinera a la vuelta de la esquina. Bien. La narcosis, por fin. Vamos a bailar con pizza y cerveza sobre las tumbas de mis hermanos. Por fin comer. ¡Tengo hambre! Sí. Ahora me doy cuenta. Todavía existo, al menos un poco, pues siento hambre. Los parientes se acomodan sobre mi cama yen el suelo. Menuda diversión. Como estamos todos y nos vemos poco y hoy era el día de la boda, casi me parece un festejo nupcial, solo que se celebra en el hospital por un cambio de planes. Como si lo ocurrido fuera algo baladí y celebráramos la boda, con retraso, en el hospital. Cantamos y nos reímos. Seguimos corriendo todavía unos metros, como pollos descabezados, hasta que la certeza del accidente llega a la cabeza de cada uno.
El accidente supuso la puntilla para mi familia. Era ya una familia enferma, rota, prácticamente insalvable; el accidente fue el golpe de gracia. Después, ninguno mantuvo el contacto con los demás. Así es la psicología humana. ¡Una locura!
Cuando mamá vuelve, nosotros ya estamos bebidos con tanta cerveza de lata. Primero duerme, pero cuando poco a poco va despertando y el efecto de la anestesia disminuye, el jolgorio se acaba enseguida. Los pies le duelen una barbaridad. Grita, tiembla, dice que siente un frío insoportable. Gran estampida de todos, le traemos cuatro edredones más pero no sirven de nada. El frío que siente es de dentro. Nosotros, desde fuera, nada podemos hacer. Repite una y otra vez esta frase:
—Los pies, los pies, que los dejen en paz.
Es lo que dijo el médico: son dolores tan fuertes que no se quitan al cien por cien con los analgésicos. Y ella tiene que pasar por esto cada dos días durante no se sabe cuánto tiempo. Pienso que va a volverse loca y que yo también voy a enloquecer, porque soy como ella. Las dos somos iguales. Tu dolor es mi dolor, mamá. Tengo que ocuparme de ti. Ocuparme, ocuparme. Entonces quizá me funda contigo. Ya no me gusta ser yo, no quiero estar sola. Quiero estar dentro de ti, fundirme contigo. Entonces quizá te duela menos, nos duela menos a las dos.
Después de una hora interminable de gritos de dolor vuelve la calma. Se ha dormido por agotamiento. Los parientes se han puesto sobrios del horror y tienen que recuperar el nivel de alcoholemia perdido.
El día se va acabando. El primer día de la nueva vida. Un día lleno de angustia y mala conciencia. La nueva vida, acompañada de la certeza irrefutable de que pronto la muerte vendrá a por todos nosotros, a por cada uno, y que hay que hacerle frente con astucia para sobrevivir. La vida es un suplicio, siempre pende de un hilo de seda. Arriba, agarrado al techo, hay un gusano de seda, y muchos metros más abajo estoy colgada yo, enrollada en el hilo que va saliendo por su culo. Es así como se presenta mi vida desde el accidente. Desde hace ocho años. En estos ocho años he envejecido tres décadas, sin broma.
Los parientes entran en la casa donde ahora hay tres habitaciones de niños vacías y, como los conozco, se quedarán bebiendo toda la noche. Me dejan sola en el hospital con ese algo que antes, alguna vez, había sido mi madre. Es como en las películas de terror. La verdad es que la obsesión por el cine de mamá nos ha marcado fuertemente.
Tardo mucho en conciliar el sueño porque no paro de darle vueltas a la pregunta de qué haré cuando esté sola con ella y se dé cuenta de lo ocurrido. Me imagino que me arrastrará al abismo, que enloquecerá y se agarrará a mí contagiándome su locura. La bomba de relojería called mamá. Debí de dormirme en algún momento porque al día siguiente me despierta mi novio.
En el instante del accidente se estropeó nuestro amor. Es algo que supera a cualquier pareja. ¡Una desgracia camino de la boda!
Sostiene en la mano el diario Druck. ¿Se ha vuelto loco? Siempre hemos sido gente honrada que respeta sus propias leyes morales. La mayoría de las veces, al menos. Y en lo que se refiere a ese periodicucho, ¡siempre! Mi novio parece muy preocupado y me pide que salgamos al pasillo. Mi madre aún está dormida. Me lanzo de la cama y salgo con él en pijama. Está claro que lo que me va a decir tiene algo que ver con el accidente. Clarísimo. ¿Qué otra cosa va a ser? Me preparo para una gorda. Pero uno no puede prepararse para eso.
Me da el tabloide, abierto en la página en cuestión. Los cerdos han publicado una foto del lugar del accidente, a media plana. Miro petrificada el coche calcinado. El amasijo dentro del cual mis hermanos perdieron la vida. Nunca quise ver esa imagen. Pero en ese momento se me graba a fuego en el cerebro, gracias al Druck. Mi novio no tiene ninguna culpa. Tengo que estar al tanto de lo que ahora todos pueden ver. El lugar de los hechos, fotografiado para el público. ¿Cuál es el valor social de la noticia? Esto es un robo de cadáveres. Han despojado de algo a nuestra familia: de la memoria privada, de las imágenes privadas. A nadie le importa el aspecto del coche carbonizado en el que murieron. A nadie. Solo a la policía y, si acaso, a los familiares. Para mí ese coche es sagrado, la última morada de mis hermanos, y esos cerdos la han enlodado. Han enlodado la memoria de mis hermanos y del lugar del accidente al sacarla a la luz pública. Qué violación de nuestra familia. Nadie debería haberlo visto. Sois malos para nuestro país. Os hacéis los cristianos cuando sois todo lo contrario. Merecéis la proscripción social por vuestro trabajo. Lo tengo claro. Lo he vivido en mi propia carne. Si uno humilla y viola públicamente a una persona tan herida y perturbada como era yo, cría a sus propios terroristas. Me vengaré.
No digo una sola palabra a mi novio, me repliego dentro de mí misma, como indio herido, jurando venganza. No vaya involucrar a mi novio en esta historia. Ya verán lo que es bueno. En el pasillo me juro que no descansaré hasta haberlos matado por lo que han hecho. Después de mirar largo rato y completamente atónita los restos del coche de mi madre, veo más detalles que no hacen sino aumentar mi rabia. Rabia que conservaré en un frasquito de cristal guardado en mi corazón hasta que pueda dar el golpe, hasta que pueda hacerles pagar por el daño que causaron.
Veo los grandes titulares de la página. No logro descifrar su sentido porque me ciega la rabia. No me deja leer. Los titulares están adornados con llamas culebreantes, obra de un diseñador gráfico realizada en el ordenador a golpe de ratón. Cada letra de los titulares que coronan el vehículo calcinado de mi madre tiene su llamita. ¡Fuego, acompáñame! Supongo que el diseñador estará orgulloso de su trabajo. Todos los días le deseo el cáncer en la mano que acciona el ratón del ordenador. A lo mejor tengo suerte, quién sabe. Espero.
Fue el primer y único día en que permití a un pariente tirar a las fauces de esa gentuza aquellos cuatro céntimos. Mi novio me mira con cara de extrañeza. Mi querido novio. Él también está completamente desbordado por la situación.
Me nota por la cara que en mi cerebro se está cociendo algo, pero no puede intuir la magnitud de la cosa. Voy doblando y redoblando la página, entro en nuestra habitación y la guardo debajo de mi almohada. Ha de servirme de recordatorio. Ha de mantener la rabia. Hasta que dé el golpe. Seré una heroína. Lo seré. Siempre he querido hacer algo heroico. Bien. ¡Ahora tengo motivos!
El segundo día del final de mi vida acaba de empezar. Comparto con mi novio el pan con queso y el café. La enfermera dice que no puede servir tres desayunos porque están contados. No se preocupe, señorita.
Nos turnamos en los cuidados de mi madre. Los ingleses quieren ayudarme, todos se dan cuenta de que para haber sufrido la pérdida que he sufrido me hago demasiado pequeñita al lado de mi madre. En uno de los turnos mi tío comete un error fatal. Ve que su hermana, o sea mi madre, está durmiendo, y decide salir un rato para tomar el aire y traerse un cortado de la cafetería.
Esta es la reconstrucción de los hechos, unos hechos que no pude impedir por no haber estado presente. Los hubiera molido a palos, a esos cerdos. No había nadie para proteger a mi madre quemada, confusa, totalmente empastillada, cuando un equipo televisivo de Boulevard-TV, camuflado con flores y sin ser advertido por el portero, se coló en el hospital. De alguna manera logran averiguar cuál es la habitación de mamá, entran y la despiertan. Le mienten con alevosía. El cuento que le sueltan es el siguiente:
—Lamentamos muchísimo que haya perdido a sus hijos en el accidente. Parece que fue por culpa de un camionero. Estamos haciendo un reportaje contra los camiones en las autopistas porque causan grandes tragedias.
Así enganchan a mi pobre madre. Se incorpora en la cama y, dormida y aturdida por el atroz accidente, piensa que debe conceder una entrevista para evitar más siniestros de ese tipo. Porque todos conocemos los métodos que gastan los de Boulevard-TV, pornógrafos de sangre y tripas por excelencia. Mi madre, que es inglesa, se interesa muy poco por la televisión alemana, no tiene ni idea de lo que es Boulevard-TV y cree en sus nobles motivos.
Y se deja filmar, con los cortes y las quemaduras que tiene en la cara, con el pelo de punta y achicharrado, con la conciencia, ofuscada por los medicamentos y bajo gruesas capas de emociones tormentosas, de que sus hijos están muertos. Antes que cualquier terapeuta, cura o pariente, ese equipo televisivo ha conseguido acceder a mi madre para hablar con ella sobre sus hijos muertos. Irrumpen en su habitación y le follan el alma hecha pedazos. Y yo sin poder impedirlo. Me he fiado de mi tío y me ha fallado.
Cuando vuelvo y me entero del asalto, le grito a mi madre:
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has hablado con ellos? ¿Por qué no has llamado al timbre para que los echaran? ¡Son unos violadores!
Dice, apocada:
—Han dicho que el reportaje servirá para evitar estos accidentes en el futuro.
—Sí, es lo que han dicho para que te abras de piernas y puedan follarte, ¡maldita sea!
He visto el reportaje. Naturalmente, no trataba de medidas de prevención de accidentes en las autopistas. Claro que no, maldita sea. Era pornografía emocional pura y dura. Nuestra madre nos educó en la dignidad. Resistir el impulso primario de hacer el mirón, no deleitarse con la desgracia ajena. Cada uno puede elegir: pertenecer a los dignos no haciéndolo o pertenecer a los indignos saciando el apetito sensacionalista a expensas de otros.
Reprimo los pensamientos del accidente, debo tener mucho cuidado de no rumiarlo demasiado. Me pone desatadamente agresiva. Lo dice la señora Drescher. Me centro en mi familia de hoy. De mi madre me he librado. Al menos, por fuera. He puesto punto final. Por dentro jamás me libraré de ella, dice la señora Drescher.
Como odio tanto la forma en que vivió la vida conmigo, su hija, sobre todo antes del accidente, ahora no tengo más remedio que ser una carca. Y seguir siéndolo. Lo hago como autodidacta, sin modelo, desde dentro de mí. Cada día piso terreno nuevo porque mi madre no me enseñó a echar raíces, a quedarme con el mismo hombre. A trabajar, a invertir. Es eso lo que quiero ofrecer a mi hija. Sin raíces no se puede volar, dicen. Yo no sé volar. Soy la prueba viviente de que ese dicho es cierto. Tengo miedo por ser una desarraigada. Tengo miedo por no tener pasado.
Deseo para mi hija que tenga estos padres carcas, que esté arraigada en un hogar, que piense qué aburridos son, tío, y que en algún momento alce el vuelo. Hacia su felicidad. Y que de vez en cuando venga a casa de sus padres carcas. Para conseguirlo me prohíbo a mí misma casi todo lo que me gustaría hacer: drogarme, beber hasta matarme, pasarme el día follando y de farra, y sobre todo: morir. Quizá cuando ella pueda vivir sin mí. Nunca debería haberla tenido. Fue un error garrafal. Ya entonces tenía muy claro que yo acabaría suicidándome. Pero deseaba tener una hija, una sustituta de mi madre sufriente. Y ahora estoy completamente apegada a ella, es lo que más quiero aunque me haya estropeado la vida, aunque me saque todo el jugo vital como una cría de ave egoísta y me resulte increíblemente difícil hacer mutis. Cumplir mi plan. ¿Cuándo será el momento oportuno? ¿Cuándo una niña deja de necesitar a su madre? ¿O empieza a necesitarla menos? ¿Cuándo puedo matarme y, si se tercia, llevarme a alguien conmigo a la tumba?
Después de dejar a la hija con su padre y entregar los medicamentos con las instrucciones de uso precisas, tengo que meter el turbo para llegar a la terapia. Pero sin correr. Sin saltarme el límite de lo permitido. Mientras conduzco me imagino cómo sería mi vida si atropellara a alguien por exceso de velocidad y cómo la policía le da a la familia la noticia de que el accidente se produjo por culpa de una mujer que se dirigía a la terapia para curarse de un accidente ocurrido en su propia familia. Que porque iba justa de tiempo apretó el acelerador un pelín demasiado. Me imagino que tendría que ir al entierro, si hubiera llegado a matarlo en el acto, o visitarlo en el hospital, si aún no hubiera muerto. Me imagino lo que diría y cómo se me notaría en la cara la presión de la risa contenida, a punto de estallar.
Por tanto conduzco despacio fijándome en las señales de límite de velocidad, que van siendo mis amigos y dejan de ser los enemigos que me impiden llegar puntual. Me ayudan a no tener que mirar nunca a las caras de esa familia de luto. Pienso mucho en mi terapia, determina mi vida, es un sostén imprescindible. Me considero una pequeña mata de hortensias necesitada de poda regular, a manos de mi terapeuta, para evitar que mis perturbaciones psíquicas y mis angustias casi incontrolables proliferen y me hagan acabar con todas las cosas y personas que quiero. En el fondo soy un ser contrario a la vida y trato de demostrarme a mí misma que todo es horrible, que nadie me quiere, que lo tengo que hacer todo yo y que estoy completamente sola en este mundo espeluznante. Que sería mejor que me fuera temprano, así incordiaría menos al personal.
Camino de la terapia, intento aclararme lo que quiero comentar con la señora Drescher. Trato de organizar medianamente el tiempo y los temas para no verme sorprendida por el final de la sesión.
Me busqué a Agnetha enseguida después del accidente. Me complace recordar cómo topé con ella. El seguro me permitió buscar una terapeuta. Tenía absolutamente claro que tenía que ser una mujer. Se pueden probar hasta cinco terapeutas antes de decidirse por uno.
Hace ocho años que voy con ella. Tres veces por semana. La quiero muchísimo. Sin ella, ya no estaría viva, me hubiera matado veinte veces en estos ocho años. Con una vez ya basta para estar muerto, si se hace bien. Sin ella, mi marido me hubiera dejado cien veces, porque tenía que pensar que yo odiaba a su hijo por la forma como lo trataba. ¡Ha mejorado tantas cosas en mi vida! Desde que la tengo, me obsesiona también la idea de que pudiera pasarle algo. Por motivos puramente egoístas, claro está. No quisiera tener que volver a explicarle todo lo mío a otra terapeuta para ponerla al día. El cerebro de la señora Drescher es una enorme máquina tragahistorias, devoradora de historias de psicópatas. Es como un cuadro inmenso que llevo ocho años pintando tres horas a la semana. Además, la quiero; también por eso es importante que no le pase nada. La quiero sin saber nada de ella.
En efecto, no sé nada. Hace un tiempo suspendió algunas sesiones, lo que desde la perspectiva del paciente es una desfachatez. Justificó la suspensión diciendo que pronto sufriría una intervención. Casi me desmayo. ¿Una intervención? Cáncer, claro. Si no fuera eso, no diría intervención. Está clarísimo. Seguro que es cáncer de útero. ¿Qué otra cosa va a significar intervención? N o tuvo que darme detalles, tiene un cáncer de cuello de útero, estoy completamente segura, va a morir de mala manera y yo no podré visitarla en el hospital para que al menos continúe las sesiones contratadas conmigo. Para que, antes de palmarla, pueda declararme medianamente sana. Suena muy egoísta, pero es la esencia de toda terapia. Difícilmente puedo darle algo, lo tengo prohibido. Ni siquiera puedo llevarle un trozo de pastel hecho por mí misma. El terapeuta no debe aceptarlo, podría estar envenenado. Nada de regalos, nada de invitaciones al cumpleaños. Está probado y comprobado.
No es ningún secreto que veo a una terapeuta, todos mis amigos lo saben; sin embargo, ella nunca vendría a una fiesta mía. Lástima. Y nunca me la he encontrado en la ciudad, como Tony Soprano encuentra por casualidad a su doctora Melfi en ese restaurante de mafiosos y después tiene que mentir a su marido cuando este le pregunta de qué conoce a ese hombre. Qué marido más tonto, poniéndola en un aprieto con su pregunta cuando ella tiene la obligación de guardar el secreto profesional o como se llame eso en el caso de los psiquiatras. Debería saber que cada persona a la que ella saluda y él no conoce es un loco potencial de la consulta.
Ni siquiera sé si la señora Drescher vive en nuestra ciudad. Porque no cuenta nada de sí misma, mientras que ella sabe perfectamente cómo me masturbo, cuándo mi marido y yo tenemos buen sexo y cuándo no. ¡Es francamente injusto!
—¿Qué quiere decir con intervención?
—No es nada grave, señora Kiehl. No se preocupe. No es nada grave, de verdad.
También lo diría si fuese muy grave. Además, antes de extirparlo, muchas veces no se sabe si es grave o no. El resultado a menudo no llega hasta tiempo después. Y ella tiene que aparentar estabilidad, tranquilidad y desenvoltura, jamás se vendría abajo y diría: «Tengo mucho miedo, estoy preocupada de que mis cuatro hijos obesos tengan que vivir sin mí y con su otra madre. Es una madre tan mala, fue un gran error haber tenido estos hijos por fertilización artificial con el semen de su hermano, solo para que el ADN fuese lo más próximo posible al de ella». Nunca me hablaría de esta manera, por desgracia. Pero para mis adentros sé que su vida es como me la imagino, lo siento así. La pobre.
Y me encantaría ser su mejor paciente. Me muero por gustar a los demás. A mi marido, mi terapeuta, mi hija, los vecinos, los amigos. A la camarera del café. Hasta que no quede una sola molécula mía.
Voy a la consulta en coche. Pero el coche lo vamos a eliminar, y pronto. En invierno, cuando estoy al volante a primera hora de la mañana, veo todo el rato la humareda que sale por los tubos de escape de los demás y pienso que es imposible que a día de hoy esto esté permitido todavía. Todos van al trabajo sentados solos en sus automóviles, y todos contaminan y causan atascos. Siempre se ve a una sola persona sentada en un cochazo. Entonces a veces no puedo controlarme. Cuando los niños no están a bordo, y solo entonces, y entre las airadas protestas de mi marido, me bajo del vehículo con el semáforo en rojo si veo a uno de esos chupagasolinas delante de mí y le sonrío por la ventanilla para que su ocupante piense que quiero decirle algo simpático, vaya, una tía maja, seguro que busca rollo por verme conducir una limusina tan sexy y ostentosa. Y entonces le digo que me parece un descaro frente al mundo y a la humanidad comprarse hoy en día un coche que quema la gasolina a chorro.
Deben de estar completamente pirados, esos conductores, y pienso que no se puede cambiar el mundo si a todos los cabrones se les deja hacer impunemente lo que quieren. Por tanto, mi marido eliminará nuestro coche porque he puesto en mi testamento que tenemos que vivir sin él. Queremos ser, también cuando esté muerta, una buena familia ecologista.
Nada más ver el edificio, ya me pongo de mil colores. Agnetha tiene una plaza de parking con un letrero que dice MÉDICO. ¡Estupendo! Qué embarazoso. Así todo el mundo sabe que el que aparca allí está loco. Todo el tiempo que llevo visitándola he sentido vergüenza por ocupar ese sitio. Nunca se lo he dicho, cuando a la terapeuta hay que decírselo todo. Siempre dice que eso es importante para nuestra relación. En efecto, tenemos una relación, es algo especial para mí. Nunca se lo he dicho porque a la sensación de vergüenza se le sobreponen miles de otras sensaciones hasta que finalmente estoy acostada en el sofá de su consulta. Sí, exacto, en su consulta uno está acostado en un sofá, igual que en la de Sigmund Freud. Solo que ella es más guapa y más amable con las mujeres que Freud. El sofá, por cierto, es el mueble central de mi vida, lo tengo muy claro, porque siempre que estoy con mi terapeuta me acuesto en él y cuando estoy con mi marido también suelo hacerlo.
Entro en el ascensor y repaso todos los miedos que en el pasado me hacían sudar. Antes a menudo olía al sudor del miedo porque tenía muchos. Pero ahora he encontrado un desodorante que corta prácticamente la sudoración entera en las axilas. Los desodorantes normales contienen un poco de cloruro de aluminio, que suprime la sudoración. El que he encontrado es cloruro de aluminio al cien por cien. Cuando me lo aplico directamente en la piel con el roll-on, pica y arde mucho, pero si me lo echo primero en las puntas de dos dedos no se produce ninguna reacción alérgica en la piel.
Llamo al timbre, el zumbido automático me invita a pasar. Hola, buenos días, saludos, apretón de manos repulsivo, tener que mirarse a los ojos, por fin tumbarme y mirar el cuadro del diablo. Y jugar con las uñas de la mano. Estoy nerviosa. Lo estoy siempre. Pero nunca me mordería las uñas, porque entonces todo el mundo notaría que tengo un problema psíquico. Tampoco me consentiría a mí misma morderme la cutícula. ¡Demasiada revelación sobre mi psique!
—La verdad es que Georg y yo hoy queríamos ir al puticlub. Pero anoche descubrí que tanto Liza como yo teníamos lombrices. Pensé que Liza no iría al cole y que tenía que cancelar lo del puticlub. Fue otra vez una gran decepción para Georg. Ya sabe usted cuántas veces me echo atrás por cobardía, o por los nervios mejor dicho. No tenemos que hablar de las lombrices, que ya están muertas. Esta mañana hemos ido al médico y nos ha dado algo. Problema resuelto. Luego iré a casa a buscar a Georg para nuestra escapada, nuestra pequeña cita sexual.
»Pero de lo que me gustaría hablar con usted es de mi manía persecutoria por el periódico. Debido al acoso que sufrimos en su día sigo sintiéndome perseguida. Voy a decirle a Georg que vamos a llevarlo adelante. Pero tengo miedo de que alguien pueda enterarse por una foto de cómo follamos los tres en la cama, espantosamente desnudos y con barriga. Aunque jamás deberían publicarla, siempre me imagino que lo hacen. Por suerte lo hago con mi marido y no sola y en secreto, serían capaces de destruir mi matrimonio. Esos cerdos del tabloide nos acosaron por todos lados después del accidente. Como ya le he contado mil veces, el equipo televisivo se coló en la habitación de mi madre. Tengo la fantasía de que al autor de un reportaje así, con las manos pringadas de sangre y culpa, le da un derrame cerebral y tiene que sentir en carne propia lo que es tener que estar expuesto a los de su ralea. Enterarse de fotos conseguidas de forma poco honesta en el hospital y que lo muestran a uno con tan desfavorecedor aspecto.
—Señora Kiehl, es usted muy mala. Muy vengativa.
—Exactamente. Han hecho que sea mala. Muy mala. ¿Sabe lo que soñé el otro día? Soñaba que me entrenaba con un coche de alquiler para que Georg no se diera cuenta de nada. En un descampado, detrás de un bosque, trataba de apretar el acelerador del vehículo. Para que algún día fuera capaz de dejar seguir rodando el coche después de haber saltado fuera. Soñaba que había espiado al director del periódico y que ya sabía dónde vivía, dónde comía y cuándo dejaba la oficina. Todo. Y me había enterado de una cita anual en determinado lugar donde, tras hacer balance, cenaban y se divertían. Allí ocurriría. Esperaría a unos metros de distancia, con los faros apagados y el coche lleno de bidones de gasolina; en los que están en los asientos de atrás pinto tres caritas con pecas, gafas y orejas de soplillo, y poco antes de que los del periódico bajen del coche los embisto a toda máquina. A veces sueño que la palmo con ellos, para estar segura, para ejecutar mi plan de venganza a la perfección. Y a veces sueño que lo logro con el método del ladrillo que he practicado muchas veces.
—Ni se le ocurra hacer eso, señora Kiehl. En realidad usted no quiere morir, pero a veces tiene la sensación de que no puede con tanto.
—Pues sí, el que quiera o no morir importa un rábano. Simplemente no puedo hacerlo porque tengo una hija de mierda. Es así de sencillo. Es muy poco práctico tener una criatura cuando en realidad se quiere liberar al mundo del mal y pasar a la clandestinidad. ¿Y cuando mi hija cumpla dieciocho años?
—No, porque todavía tendrá usted a su marido.
—Bah, ese puede cuidar de sí mismo. Además, estaría orgulloso de mí. Creo. Cambiemos de tema. Me parece terrible que mi marido me tenga miedo, miedo a como yo era antes, antes de que usted me ayudara. ¿Y no sería posible que mi empeño en acostarme con otro tío se debiera a que me guste la idea de poder empezar de cero? ¿De contar mi vida de nuevo? ¿De contarla tal como soy ahora? Creo que este es uno de mis grandes deseos. Que me folle alguien que todavía no me haya visto con rabieta, al que todavía no le haya puesto a parir por encontrar esperma en sus calcetines u otra cosa vergonzosa. Tener sexo con alguien sin arrastrar una bolsa enorme con pedazos de relación rotos.
—Es posible que este sea su deseo. Pero creo que después se sentiría diferente a como se lo imagina. Le atormentaría la mala conciencia. Si lo hiciera en secreto, se delataría con su comportamiento. Su marido se daría cuenta, porque eso lo cambia a uno, cambiaría el trato entre ustedes. Y ya sabe lo que me parece la idea de contárselo al otro.
—Lo sé, lo sé. Pero podríamos apañárnoslas. Creo firmemente en la posibilidad de los cuernos consentidos. Tarde o temprano nos las apañaremos. Estoy convencida de que es cuestión de mentalizarse. Por desgracia, Georg aún no está preparado. Pero conseguiré llevarlo al punto al que tiene que llegar. ¿Nos queda tiempo?
—Sí, nos queda tiempo.
—Bien. Quería que habláramos de un asunto fastidioso. Hace tiempo que quería hacerlo pero no me atrevía… ¿Lo suelto?
—Claro que sí, suelte todo lo que lleve dentro. Ya sabe que no saldrá de estas cuatro paredes. El secreto profesional, no tengo que decirle más.
—Pues… veníamos de alguna celebración familiar y estaba en la edad en que el tejido glandular detrás de los pezones empieza a crecer. Tendría doce o trece años, no recuerdo. Iba sentada al lado de mi tío, totalmente desprevenida, y él, borracho como solía estar, me había abrazado con un brazo. Hasta ahí, todo bien. Pero después su mano dejó mi hombro para acercarse a mi pecho y pellizcarme y sobarme la pequeña y creciente glándula láctea con sus dátiles. Como si fuera a sacarme una espinilla gruesa. Al principio pensé que la presencia de su mano en ese lugar de mi cuerpo era pura casualidad, pero a los pocos minutos supe que se estaba pasando de rosca. No debe hacer eso, pensé, me hace sentirme muy mal. Nunca se lo he contado a nadie, ni a mi madre, ni a mis hermanos, ni a mi marido. Solo se lo cuento ahora a usted.
»Y fíjese: me acuerdo también de una experiencia que tuve en el parque infantil. Estaban los chavalines y querían besar a las chicas, y habíamos acordado que si querían besarnos tenían que pagar por ello. La moneda del parque infantil eran los bombones Mon Chéri. Un Mon Chéri valía por un beso. Pero un beso bien dado, largo. ¿Eso ya es prostitución? ¿Es la preparación para el matrimonio?
»Puedo imaginarme perfectamente que la única razón por la cual mi madrastra sigue con mi padre es la seguridad económica. Que muchos matrimonios solo se mantienen por eso. Y eso no es otra cosa que prostitución, ¿verdad? Y, si me permite decirlo, prostitución sórdida, ya que a ellas no se les paga por hora ni con moneda contante y sonante en la zarpa, sino solo para que les dé para comer y comprar detergentes de hogar. Y si tienen suerte, algún día les toca la herencia, entonces quedan libres. Pero debo empezar por barrer delante de mi puerta. Porque yo también lo que quiero por encima de todo es un marido que me mantenga. Da igual cuánto gane yo, lo importante es que él tenga más. ¿Qué tiene eso de feminista? Nada. Siempre me meto en la cabeza de los demás, los vecinos, los amigos, me imagino que piensan que solo estoy con mi marido por el dinero. No voy a negarlo. Es muy posible que me deje follar por el dinero. Pero también por su experiencia de la vida. ¡SU madurez! ¿Acaso tiene algo de malo que en la cama la cosa funcione mejor que nunca? ¿Verdad que no? Dinero igual a potencia. Porque la potencia del hombre en la cama no deja de ser una ventaja, como se puede ver en nuestro caso, maldita sea, ¡siete años de relación! Para mí eso es un milagro. La golfa de mi madre no lo consiguió. ¡Y ayer mismo tuvimos el sexo más estupendo del planeta! Seguro que ella no consiguió ni eso… Veo que me he alejado un poco del tema del abuso.
—Sí, eso dice mucho de usted, señora Kiehl.
—Quiere decir que mi cabeza lo hace adrede, cambia rápidamente de tema para despistar. Vale. Entonces volvamos al asunto, se me ocurre todavía una cosa: protejo a mi hija también de su padre y su padrastro. O sea, del peligro potencial del abuso. En asuntos de pedo filia me enseñaron a no fiarme de nadie. El mayor peligro para una criatura acecha en su familia. A tomar por culo los cuatro forasteros del parque que secuestran a un menor, eso es tan poco frecuente como el gordo de la lotería, solo que al revés, porque es una desgracia. Mucho más peligroso (y parece que la mayoría de la gente aún no se ha enterado) es el peligro que representa la familia y el entorno más cercano. Aunque ocurre muy pocas veces que una mujer abuse sexualmente de una criatura. Igual que en la violencia de género, suelen ser los hombres los que hacen de la familia un lugar peligroso para mujeres y menores. Solo en la nuestra es al revés, porque en nuestra familia la mujer es claramente más peligrosa; al menos para el hijastro. Y si, cuando ocurre, encima la madre mira para otro lado porque no quiere aceptar que el propio marido u otro familiar masculino abusan de la criatura… No quiero que a mi hija le pase lo mismo. Estoy siempre ojo avizor. Cuando mi marido y mi hija van a hacer algo juntos, simulo que me estoy dedicando a lo mío en otro rincón de la casa. Pero entonces, cual indio en guerra o madre luchando contra la pedofilia, me acerco a hurtadillas a la habitación donde están para poder pillarlos in fraganti. La confianza es buena, pero el control en este asunto es definitivamente mejor. Aunque yo descartaría que mi marido pudiera hacerle algo a mi hija, sé que otras madres también lo descartaban y luego, ¡zas!, descubrieron el pastel. Pues a nosotros no nos pasará eso.
»Hasta ahora, tras siete años de relación, no he tenido motivos de queja. Pero podría suceder que Liza entrara a formar parte de su espectro de presas y que él algún día se lanzara, por eso tengo que estar siempre al acecho, dispuesta a traicionar mi relación por el bien de la criatura.
»Nada más. Siempre ese estado de alerta, heredado de mi madre porque seguramente no trabajó algún mal rollo suyo. Joder. Cambiemos de tema, ¿vale? El próximo fin de semana Liza se va a casa de su abuelo.
—¿El padre de usted?
—Ya no es mi padre. Prefiero decir abuelo. Un abuelo al que se le han olvidado muchos cumpleaños de la pequeña. Y eso que tiene pocos años todavía.
—¿Y la niña no se da cuenta?
—No, en absoluto. Pregunta cuándo puede ir a ver al abuelo y nosotros le contestamos educadamente como si fuera la cosa más normal del mundo. También hablamos educadamente de ese idiota. Imagínate, cariñito, irás a casa del abuelo, qué maravilla, ¿verdad? Después tengo la sensación de que se me va a caer la lengua de tanto mentir. Aunque prefiero mil veces dejarla con él que con la abuela.
—Es decir, su madre. Se ríe. Su risa mansa. ¡La adoro! Le estoy tan agradecida. No se lo creería.
—Por supuesto, señora Drescher, usted quiere que diga «mi madre». Pero no lo digo. Y punto. Pues cuando Liza está con su abuela estoy con el alma en vilo. Me imagino a cada rato que no me la traerá viva. Cada vez que suena el teléfono pienso que es la policía y que va a darme la noticia de un accidente horrible. Porque en mi mente ha sido ella la que mató a mis hermanos en aquel viaje por la autopista, y con mi hija hará lo mismo. Es terrible tener que soportar que esté con ella solo porque lo quiere usted y, vale, también mi hija. ¡Terapia de mierda! ¡Es demasiado para mí, joder!
»Solo para que la tonta de mi hija tenga una abuela, he de pasar yo por este aro. Porque usted dice que es necesario. Eso es muy difícil para mí. Me imagino que mi madre me tiene rabia por tener una criatura, una pequeña, mientras que sus pequeños están muertos, y que quiere vengarse o morir llevándose a mi hija a la tumba. En nuestra familia no sería la primera vez que ocurriera o que una madre intentara hacerlo. El gran drama familiar, metido en los genes, por así decir.
»Me parece que las mujeres de mi familia son capaces de cualquier locura. Y yo no soy ninguna excepción, al contrario. Me gustaría realizar mi sueño, me parece correcto. Pero seguramente tengo la cabeza hecha polvo. Sí, es lo más seguro. ¿Nos queda tiempo?
—Sí, nos quedan unos minutos todavía.
—¿No le parece a usted también increíble que habiendo tantos lugares en el mundo mi marido tenga una casa de vacaciones precisamente allí donde ocurrió el accidente, de manera que cada vez que vamos he de pasar por el sitio donde murieron mis hermanos? Yo conduciendo, con toda la familia en el coche. Es extraño, ¿no? Entre todos los hombres de los que me podría haber enamorado me enamoro justo de aquel que tiene una casa de vacaciones de esas características. Me parece realmente fuerte. ¿Será una señal? ¿Pero de qué, ja, ja, y de quién? Siempre olvido que soy una atea convencida.
»Cuando, camino de nuestro invariable destino vacacional, paso por el sitio donde supuestamente murieron mis hermanos, busco puntos quemados en el asfalto. Busco quitamiedos abollados, cruces. Pero no encuentro nada. Nunca. Y busco siempre. Miro también en el bosque. Siempre en busca de supervivientes, personas desnudas, trastornadas. Es grande el deseo de pegar un volantazo para ahorrarnos la continuación de esta vida dura y sin sentido. Es la misma sensación, solo que más fuerte, que cuando estoy en su balcón, señora Drescher, y miro abajo, once pisos, y una voz me dice: salta, entonces te dejarán en paz, también la señora Drescher. Es, curiosamente, la misma intención que siempre le supongo a mi madre cuando viaja en coche con mi hija. Igual que a mi marido le supongo constantemente que desea ponerme los cuernos, es decir, antes, porque ahora me alegraría si lo hiciese, aunque en realidad soy yo la que desea ponerle los cuernos, como tengo que admitir después de IDOS de terapia individual y de pareja.
»La verdad es que lo nuestro fue un encontronazo brutal. Me lo contó todo sobre su sexualidad despiadadamente. Yo me abrí a él, me abrí a todo lo que me contara, y ¡bum!, reventé. Fue demasiado para mi cuerpo ver todas esas fotos de sexo hardcore que se había bajado de internet. Quise hacerme la cool y la liberada, pero no lo soy. Todas esas imágenes de tías y los labios menores de su vulva…, me dio muy fuerte. Él quería dejar de hacer las cosas a las espaldas de su pareja, como había hecho en el pasado. Y lo entiendo. Lo mismo que cuando se iba al puticlub deseaba la absolución femenina. Quiere tener sexo sin cargo de conciencia. Al principio aquello me desbordó, fue demasiado. Demasiado para la pequeña Elizabeth. ¡Uf!
—Ha reconocido más de una vez que fue un gran error ponerme al corriente. Entretanto me he acostumbrado a conocer sus fantasías sexuales. Creo que muy pronto me tocará a mí confrontarlo a él con las mías, con mi propia verdad sexual. Todos estos IDOS he pensado que él es tan especial que sabe exactamente lo que quiere. Y que yo no sé nada. Pero ahora resulta que sé algo, y no puede ser, no me lo permitirá. ¡No me va a decir que mi deseo de acostarme con otros tíos no se puede comparar con todos sus pornos y sus prostitutas! Acostarme con otros, y de ser posible con muchos. La única diferencia, que será dolorosa para él, es que en sus fantasías siempre entro yo, quiere que lo acompañe al puticlub, que haga lo que hacen las actrices porno, que mire las fotos con él. En mis fantasías con otros tíos, en cambio, él no aparece. Me gustaría tener algo para mí sola. Lo noto cada vez más, sobre todo en la entrepierna, pero también en el cerebro. ¿Y si durante los próximos siete años lo desbordo yo con mi recién descubierta sexualidad feroz?
»Por cierto, mañana tengo una cita con el notario. Nadie lo sabe. Tengo que eliminar a Cathrin de mi testamento porque quiero dejarla. A la que pronto, espero, será mi exmejor amiga. ¿Y si mañana me ocurriese algo? Tonterías, también aquí, en su ascensor de mierda, podría ocurrirme algo, un helicóptero podría empotrarse en este piso y entonces heredaría ella. Lo que ya no encajaría con mi situación vital. Quiero que todo sea para mi ex, mi marido, mi hija y mi hijastro. Para los padres solo la legítima, claro. Y que mi marido se encargue de que mi hermana reciba lo suficiente.
—Conozco su testamento. Por cierto, ¿ya ha borrado mi nombre? Sabe usted muy bien que no puedo aceptarlo. Ya hemos aclarado que entre la paciente y la terapeuta eso no es posible.
—¿Y al revés?
—Muy gracioso, señora Kiehl. Tampoco. Si todavía no lo ha cambiado puede aprovechar para hacerlo, ya que está en ello.
—Lo cambié hace tiempo. ¿Quién cree que soy? Si usted me dice algo, enseguida lo hago. Estoy pensando todo el tiempo que me voy a morir. Entonces al menos el testamento tiene que estar hecho. De todas formas, mañana vuelvo a tener cita con el notario. Una cita secreta de la que Georg no está enterado. Ya sabe usted que mi ideal soñado para cuando me haya ido de este mundo es que a Liza la eduquen entre su padre y su padrastro. Me parecería muy bien. Y mi idea no es, como usted pensará, que mi marido entonces no debe tener otra mujer. Le he dicho ya muchas veces que se enrolle con otra lo antes posible. Odio a los muertos que desde la tumba, como quien dice, prohíben que el viudo o la viuda tengan otra pareja solo porque se creen muy importantes y exigen fidelidad eterna. Eso me parece repugnante. Ya le he dicho a mi marido que puede presentarse con la nueva en el mismo entierro. Necesitará a alguien que lo consuele. A joderos, cristianos. Es que la gente que conozco que pone el grito en el cielo si alguien después de la muerte de su pareja encuentra a otra persona son cristianos. Son terribles, realmente terribles. Soy muy partidaria del reemplazo rápido en estos casos. Lo más rápido posible.
—Lo sé, señora Kiehl, lo sé. ¿Y por qué va a ver al notario en secreto, sin que Georg lo sepa?
—Mmm…, pues porque siempre me riñe por ocuparme demasiado de la muerte en general y de la mía en particular. Usted también lo dice. Él siempre me dice: pero no vas a morir, Elizabeth.
—Sí, es cierto, no está usted para morirse. Tiene una salud de hierro. Y lo más seguro es que no le pase lo que les pasó a sus hermanos.
—Mi marido también lo dice. Parece que se hayan puesto de acuerdo, ¿eh? El caso es que mañana tengo la cita, inmediatamente después de salir de aquí.
—Bien, ya es la hora, señora Kiehl. Entonces hasta mañana y que se divierta en el puticlub. Y olvídese de mi opinión al respecto, ¿vale?
Eso también a ella la pone cachonda, ¿o no? Seguro que sí. Mi marido muchas veces dice que tendría que pagarme por las historias excitantes que le cuento. Otros pagarían por escucharlas, es cierto, pero después no me dirían cosas tan inteligentes.
Me incorporo de un solo impulso y me arreglo el pelo. A veces tengo el llamado planchado de terapia, el pelo pegado atrás como si me hubiera pasado el día durmiendo a la manera de los alcohólicos o como si hubiera estado precisamente en terapia. Y aunque trato de tomármelo con relajación, no quiero que todo el mundo lo vea. Me esponjo el pelo, agarro mi bolso y miró fijamente a los ojos de la señora Drescher:
—Gracias y hasta la próxima sesión. Ya le contaré.
Suelto rápidamente su mano porque nuestra relación no está hecha para tocarse. Hablo de todo con ella pero no la veo mientras hablo. Después, al verla, me sorprendo porque durante la sesión me la imaginaba un poco distinta. Y lo del contacto manual sería del todo imposible si no fuera porque en Alemania se hace así. Pero en la terapia jamás lo plantearía, aunque hablamos de todo, ¿adónde iríamos a parar? ¡Al final piensa que estoy loca!
Venga, a meterse en el ascensor de mierda y para casa. Me hace ilusión decirle a Georg que podemos ir al puticlub. Ahora solo tengo que sobreponerme para bajar los once pisos en el ascensor, para lo cual contengo el aliento, como suelo hacer cuando tengo miedo, y por fin salgo al aire libre y subo al coche.
En el camino de vuelta me embarga la euforia. Utilizo a mi terapeuta y la terapia como basurero. Todo está gobernado por el lema de «poder estar siempre unida a mi marido».
En el coche solo escucho a Jan Delay. Después de Elvis es el mejor del mundo. No solo por la música, también políticamente. Eso es muy importante para mí. Él también lucha contra el Druck y es miembro de Attac. Lo escucho a él y porque a Elvis no lo aguanto desde que he dejado a mi padre. Cuando era una niña, él me hizo conocer a Elvis, que en realidad es todavía mejor que Jan Delay aunque era un cateto, políticamente hablando. Y cuando hoy lo escucho se me parte el corazón porque me recuerda mi amor a mi padre. Y, a falta de Elvis, bueno es Jan Delay.
Bajo todas las ventanillas apretando el botón para que todo el mundo pueda participar de la música más sexy y políticamente correcta del mundo. Me doy una palmada ficticia en el hombro porque he vuelto a hacer algo bueno para mi salud mental, para la higiene de mi familia, la higiene psíquica. La higiene matrimonial. Y, como siempre que conduzco, el accidente va agazapado en mi hombro mirándome a mí y mi vida.
Hay que organizar el entierro, lo que amenaza con ser muy divertido. Habrá por lo menos una quemada perturbada mental, tres padres de luto, siete abuelos y otras tantas abuelas igualmente de luto, parientes y gentes que nunca he aguantado. Todos quieren desfilar ante nosotros junto a la tumba. ¿Por qué uno soporta eso? Pensaba que a nuestra familia le daba igual lo que piensen los demás y que no creíamos en esa parafernalia. Siempre he estado muy orgullosa de ser de una familia completamente atea. Ni en la parte paterna ni en la materna hay un solo individuo bautizado. Me parece maravilloso. Transmitimos de generación en generación la presión del ateísmo, lo mismo que los creyentes, chantaje emocional puro. Al fin y al cabo no se puede ceder todo el terreno a los cristianos misioneros sin presentar batalla por ser demasiado tolerante. No y no. Aquí se cuentan las bajas: por cada converso (o inverso) dan una estrellita. Como recompensa. Para eso me formaron, para desenganchar a los hombres de sus familias católicas e invertirlos. Funciona muy bien, por lo general mediante el amor y la dependencia sexual.
Todos los parientes se congregan en la habitación del hospital de mi madre. Están los padres, y el mío ha traído a su nueva mujer. Digo nueva mujer porque la siento así. No debería estar aquí. A mi juicio se descalificó a sí misma. Se casó con mi padre poco después de que mi madre lo dejara. De manera muy típica, como suelen hacer las madrastras, se interpuso entre nosotros y nuestro padre. Y típicos eran también los métodos que usó para ello.
Yo tenía cinco años, mi hermano, ahora muerto, cuatro. Ella, por principio, nos tenía por malos. Siempre se ponía en el mismo nivel que nosotros compitiendo por el amor de nuestro padre. No quería entender que él nos amaba sin condiciones, quería demostrar que no lo merecíamos. Muy difícil para todos los implicados. Además, le parecía que comíamos demasiado, y nos tenía a régimen; pensaba: podemos ahorrar el dinero para nosotros dejando morir de hambre a ese par de críos. Consideraba que éramos desmesurados, ruidosos, codiciosos, voraces, egoístas, consentidos. Y no perdía ocasión de hacérnoslo sentir.
Pero lo peor de mi madrastra fue que nos estropeaba los pocos momentos que pasábamos con nuestro querido padre. Después del divorcio podíamos verlo una noche cada dos semanas. Nos hacía muchísima ilusión verlo, lo echábamos mucho de menos, a nuestro papá rico con su descapotable rojo y su puesto estupendo en la fábrica de juguetes. Pero ella siempre estaba presente. A mi padre nunca le noté que quisiera protegernos de su nueva mujer. ¡Deseábamos tanto que lo hiciera! Que hiciera una declaración. Que el padre declarara su amor por sus hijos. Y contra la mujer pirada. Nunca lo hizo. Siempre intentó ser leal con todos. Qué pena.
¡Salvo aquella vez! Pocos días después de la muerte por accidente de su único hijo. Había que redactar la esquela para informar a todo el mundo de la muerte de mis hermanos. Algo que no hace falta en la época del móvil, el correo electrónico y el Druck de los cojones. Y esa esquela con la invitación al entierro la tenemos que fechar en un futuro grotescamente lejano porque la policía no ha hecho el levantamiento de cadáveres. ¿Qué cadáveres? Menuda gracia. Ninguno de nosotros cree en lo del cementerio, en la vida después de la muerte, en el rezo, en ninguna forma de ritual cristiano. ¡Y luego eso! Contraprogramación total. Muy poco consecuente. Pero lamentablemente no hay alternativa atea. Por tanto, ponemos esquelas en la prensa local como idiotas invitando al entierro en el cementerio cristiano de nuestra localidad para dentro de dos meses. Así que pasamos por el aro.
En las esquelas, por ridículo que resulte, el orden de los nombres es muy importante. Acaba de morirse un familiar y se habla de esa tontería. De locos, vamos. Como señal de protesta digo que me pongan al final. Pero no me dejan. No es cuestión de lo que uno quiera o deje de querer. Mi nombre tiene que ir delante, junto al de mi madre y la hermana que me queda. Mamá no quiere tener a ningún hombre a su lado porque está separada de todos.
Y, al hablar del orden de los padres y sus nuevas mujeres, mi padre dice estas bárbaras palabras:
—No quiero que mi mujer figure. Odiaba a Harry. No debe aparecer en la esquela.
Ella, que está en la habitación, lo ha oído con sus propios oídos. Todos se quedan inmóviles para asimilar esta tremenda afirmación. Yo sonrío para mis adentros, sé que mi hermano muerto le hubiera dado la razón a mi padre. Que se hubiera alegrado de esa única muestra de amor de su progenitor. Qué pena que nunca la recibiera en vida.
Mi padre tenía razón. Ella odiaba a Harry todavía más que a mí. Quizá porque mi hermano estaba aún más próximo a mi padre. Se parecían como dos gotas de agua. Los genes de la madre me los llevé yo, tengo el mismo físico que ella y soy clavada a ella, por desgracia. Y mi hermano, físicamente y por su carácter, era igual que mi padre. La madrastra aceptó el ninguneo en la esquela, que por otra parte no tenía vuelta de hoja, con aquella voz firme que mi padre adoptó al decirlo. Para mí lo increíble es que sigan juntos. Él y esa mujer a la que no quiere tener en la esquela de su hijo muerto porque ella lo odiaba, porque se lo hacía sentir cada segundo, a una criatura que no tenía la culpa de ese popurrí familiar, sin misericordia, implacable hasta la muerte. Su comportamiento queda manifiesto y esculpido en mármol por el hecho de ser silenciada en nuestra esquela.
¡Y siguen casados! Él tolera que ella tenga la vida solucionada a su lado. Vive con la enemiga de su hijo muerto, bajo el mismo techo, en la misma cama. Es increíble. Razón suficiente para no querer tener ya nada que ver con ellos. Por lo demás, los puestos en la esquela fueron repartidos equitativamente, algo que no es nada fácil cuando se trata de una miserable familia reconstituida, pues se necesita mucho más espacio de lo normal, una plana entera en el periódico para meter a todos los padres, abuelos y abuelas.
Esa experiencia y el posterior entierro de tintes cristianos me inspiraron a redactar un testamento. En primer lugar, para hacer algo bueno una vez muerta. Rellené un carnet de donante de órganos y lo llevo siempre encima. Lo dono todo: los labios de la vulva, el clítoris —para que se divierta el (o la) que lo reciba—, los ojos, el pulmón de no fumadora, los pezones duros y oscuros, todo me lo podéis sacar y repartir entre los necesitados. En segundo lugar, para solucionar lo de mis cenizas, que quiero que se eliminen junto con la basura doméstica. Aunque esté prohibido. Así consta en mi testamento, que mis próximos se las apañen. Soy contraria a las tumbas, a los entierros, al envío de cartas y al miedo de olvidar a personas, a los sepelios individualizados, con música y foto, y sobre todo a una tumba donde alguien tenga que cuidar de las flores. Se puede pensar en la persona muerta sin una de esas feas piedras martilleadas por el lapidario. Todo eso lo rechazo rotundamente. Por eso me juro a mí misma que no iré jamás a visitar la tumba de mis hermanos. ¡Qué gilipollez más solemne! Las tumbas y más mandangas, para que otros se forren. Esquelas, piedras, sobres, el alquiler del hoyo que caduca al cabo de cuarenta años, los sándwiches, el convite del funeral, los pasteles, el café cancerígeno del termo, la ropa de luto, la personas que hablan desde el púlpito alabando hipócritamente al muerto sin mencionar sus defectos. ¡Que te follen, Alemania, con tus muertos! Yo no participo en eso. En absoluto.
Del hospital solo pude escaparme en una ocasión. Fue cuando mi tía vino a relevarme para prevenir el suicidio de mamá, solo una noche. Dormí en casa, con mi novio, y tuvimos sexo, un sexo desesperado por primera vez en mucho tiempo. Mientras lo hacíamos no paraba de pensar: ¡quiero vivir!, ¡fóllame para que vuelva a la vida! Fue la última vez que me entregué a él a fondo. Y debió de ser entonces cuando hicimos a nuestra hija. Llevábamos cuatro años intentándolo. Cuando lo conocí, pensé: con ese voy a tener hijos. Después no fue más que uno, también porque resultó un palo ver cuánto trabajo y cuántas preocupaciones daba una criatura. También sé por qué funcionó justo en ese momento. Estando en el hospital pensé que debía regalarle otra criatura a mi madre. Había perdido a sus hijos más pequeños. Todo lo que podía centrar sus cuidados había muerto, desaparecido. ¡Hacía falta un reemplazo! Sí, señor. Fue lo que maquinó mi cabeza traumatizada en el hospital y, cosas de la vida, precisamente entonces y por primera vez en cuatro años de sexo sin precaución y después de tantos intentos de quedar embarazada, la concepción se produjo. La ostra estaba abierta. La última vez para mi novio. En tiempos de paz no funciona para nada, pero en tiempos de guerra, ¡pumba!, éxito redondo.
Después, nuestro amor enmudeció. Y lo primero que se perdió fue el sexo.
El nacimiento de mi hija es, pues, indisociable del accidente. Me resulta muy difícil recordar las fechas de aquella época. Si lo hago, enseguida empieza a dolerme la cabeza, hay como una barrera en mi mente. Si alguien me pregunta cuándo nació mi hija, no lo sé al instante porque no me gusta recordar aquellos tiempos. Siempre paso por el rodeo de preguntarme cuándo ocurrió el accidente. Fue entonces cuando la concebimos, por tanto debió de nacer al año del accidente. Si pienso en su nacimiento, me imagino tres criaturas muertas.
Odiaba cómo Stefan llevaba el luto. Se hundió en sí mismo. Se volvió apático y se puso gordo. En cuestión de nada engordó veinte kilos. Además, me ponía de los nervios el que llorara sobre todo la muerte del más pequeño. Yo, en cambio, lloraba la del mayor. Simplemente no cuadraba. Y claro, supuso una prueba muy dura para nuestro amor, que fracasó calamitosamente bajo la inmensa presión.
Aparco en nuestra plaza, directamente enfrente del piso. En cuanto uno se compra una plaza de parking delante de la puerta de su casa sabe que está clínicamente muerto. Porque cree que tiene que tener coche pero le faltan ganas para buscar un sitio donde aparcar. Quiero deshacerme cuanto antes de nuestro coche de gasolina y sustituirlo por uno eléctrico de precio asequible. Creo que el coche es nuestro único despropósito ecológico. Suelo fijarme en lo que fallamos en vez de estar orgullosa de todo lo que ya hemos conseguido como familia. Espero que Georg esté en casa. Y pocas veces nos damos una sorpresa el uno al otro, porque llevamos mucho tiempo juntos y casados. Acaba imponiéndose la costumbre, desaparece la sensación de que haya que hacer algo para hacerse el o la interesante frente al otro.
Abro la puerta del piso con el invariable movimiento de la mano y grito «¿hola?», demasiado alto, como siempre que entro, para saber dónde está mi marido. Me contesta, lo localizo en el lavadero. Olfateo el aire y reconozco nuestro detergente biológico, que huele a limón y nueces.
Aunque Georg sea una máquina de sexo total y esté rebosante de testosterona, en el hogar lo hace todo mejor que yo. En este momento está tendiendo la ropa. Bajo y le doy las gracias. Conviene hacerlo de vez en cuando: ya que el letargo se está instalando en la relación no hay que dar por sentado su esfuerzo en el hogar, muy superior al mío. Me sonríe con gesto un poco cansino. Le resulta embarazoso que le dé las gracias por una cosa así.
—¿Dónde has estado?
Vaya tonito para lo que es él.
—¿Cómo? En el pediatra y después con la Drescher.
—¿Con Liza? ¿Por qué no la has traído primero?
Un malentendido. Nos ha estado esperando. Con todo el ajetreo se me olvidó avisarlo. Ahora sé por qué está tan raro, estaba preocupado. La muerte siempre nos acompaña, incluso en el lavadero. Es lo que digo.
—Lo siento. Es cierto, pensabas que traería a Liza antes de la terapia. La dejé en un pispás con Stefan, que pudo hacerse cargo de ella antes de lo que yo pensaba. Tendría que haberte avisado. Lo siento. Disculpa.
—Y yo aquí esperando como un imbécil cuando también quería salir a resolver cosas. Te he llamado muchas veces. Mierda, reproches, se jodió el ambiente. Cuando yo quería darle una sorpresa.
—Tenía el móvil en silencio. Estaba en la terapia. ¿Pensabas que nos había pasado algo?
—Sí. No.
—Pues ya ves que no nos ha pasado nada. Solo que mi cerebro hecho un colador se ha olvidado de avisarte, ¿vale? Perdóname. ¿Vale?
Lo abrazo y le beso la gran cicatriz de la mejilla, mi punto preferido de su cuerpo, donde le quitaron la piel cancerosa antes de que nos conociéramos. Qué fuerte es, ni siquiera el cáncer puede con él. Tampoco un accidente. Y menos yo. Él es mi roca en el mar.
—Tengo una sorpresa para ti: el médico nos ha dado pastillas y con que te tomes una ya matas todas las lombrices. A mí ya se me han ido.
—Yo no tengo lombrices, ¿cuántas veces más tengo que repetirlo?
No puedo menos que reír.
—Vale, vale. Entonces las tomas de forma preventiva y organizamos la visita al puticlub para mañana, a primera hora, en cuanto abran. ¿Qué te parece? Mañana y pasado Liza estará con Stefan, y nosotros aprovechamos el tiempo libre de niña para pasarlo bien.
—¿Lo quieres de verdad? Siempre pienso que te alegras cuando no vamos.
—Sí, es cierto. Pero sé que debo hacer de tripas corazón, por ti. Y la verdad es que no deja de ponerme cachonda el que me chupen cuando estoy tumbada con las piernas abiertas. Por pura mecánica. ¿Hacemos eso? Así nos olvidamos de la fastidiosa noche de las lombrices.
Me sigue sujetando con un brazo mientras su otra mano, sin que se dé cuenta, se pasea hasta el culo para rascarse. Tengo que darle una pastilla enseguida. Me encantaría sentirme alguna vez tan bien en mi pellejo como él en el suyo. Hace muchas cosas sin darse cuenta porque no se observa tan despiadadamente a sí mismo como me observo yo. Qué bien.
Dibuja una media sonrisa por la ilusión que le hace nuestra salida.
—Ven, recojo este desorden y vamos a comer.
Me siento en el sofá y trato de respirar despacio. La señora Drescher me ha dicho que lo haga de vez en cuando para no entregarme al activismo evasivo, para no huir de mí misma y del recuerdo del accidente y de la pena que no acaba de instalarse. La pena en algún momento ha de venir, dice la terapeuta, y yo debería ir aprendiendo a aguantar el no hacer nada.
Oigo a Georg trajinar abajo y tengo mala conciencia por no ayudarlo. Resulta que la mayor parte de la ropa es mía. Respiro. Cierro los ojos. Lo primero que me viene a la cabeza es, como siempre, una pieza del mosaico del accidente. Mi manía persecutoria relacionada con el periódico. La preocupación de que consigan una foto mía y de Georg enchufados a una prostituta. Se debe, claro está, al acoso a que nos sometieron en su día. Después del asalto perpetrado por el equipo de Boulevard-TV a la habitación de mamá en el hospital, imaginamos que los mismos cerdos nos avasallarían también en el entierro. Habían intentado ya conseguir fotos de mis hermanos muertos pero por suerte todos los parientes se cerraron en banda. Tuvimos que contratar a seguratas para que nos protegieran de esos cerdos acordonando el cementerio y patrullando dentro y fuera del recinto para evitar que se tomaran fotos. El que uno encima tenga que ocuparse de esas cosas es motivo de rabia de por vida. Se crearon una enemiga vitalicia. En las películas policíacas, cuando asesinan a alguien lo primero que pregunta la policía es: «¿Tenía enemigos?». En el caso de los jefes de la empresa editora del periódico sus esposas deberían contestar: «Sí, Elizabeth Kiehl». Por cierto, para mí es un misterio por qué esa gentuza tiene esposas. ¿No deberían solidarizarse todas las mujeres y negarse en colectivo a tener sexo con los artífices de ese periodicucho? Entonces ellos, por mera emergencia sexual e independientemente de cuánto hubieran estado ganando con tanta perversión, dejarían de hacer de las suyas.
Los cuerpos, o sea las urnas, no nos fueron entregados hasta mucho tiempo después del accidente. El día antes del entierro, las tres urnas estaban en una pequeña sala de hormigón del cementerio. Era una ocasión para despedirse. ¿Pero despedirse de qué? Fui con mi tía favorita.
La miré con aire socarrón y le pregunté:
—¿Puedo levantar una?
—Claro que sí.
Es una mujer muy desenvuelta que no se deja impresionar por nada. Mi tía favorita. Primero levanté la urna del mayor de los muertos, Harry, y la sacudí con ambas manos. Luego, la segunda y la tercera. Eran de peso desigual. La urna del que tenía veinticuatro años era la que más pesaba y la del más pequeño la que menos. ¿Cómo era eso posible si se suponía que no había quedado nada de ellos? En un momento determinado mi tía y yo llegamos a la desilusionante conclusión de que ya en el coche carbonizado no quedaban restos suyos. Por tanto, ¿qué iban a haber quemado en el crematorio? Si había algo en esas urnas, era goma espuma calcinada del asiento trasero. ¿Qué otra cosa si no? Les llevan el asiento y ellos rebanan lo que se pueda rebanar. La policía les dice cuántos años tenían los muertos, y ellos miran en una lista para saber cuánta ceniza se necesita para cada edad, y echan dentro lo que sea. Ceniza de madera, ceniza de otros muertos que tenían sobrepeso y no cabían en sus respectivas urnas.
¿Qué había exactamente en aquellas urnas? El día que me sienta con plena fuerza lo descubriré. Entonces iré al crematorio belga donde se supone que incineraron a mis hermanos sin cuerpo y cogeré a uno de los empleados por banda para machacarlo hasta que lo sepa todo. Ahora todavía no me es posible. Aún no puedo. No estoy en condiciones. No estoy bien.
Del día del entierro tengo un recuerdo muy vago. Habían pasado ocho semanas desde el accidente. A lo mejor fue cuando me iba haciendo a la idea, cuando finalmente se produjo el impacto que tanto se hizo esperar. Mamá, desde su cama en el hospital, movía todos los hilos. Recuerdo que estábamos sentados en la capilla minúscula del cementerio, demasiada gente para un espacio tan pequeño. Había venido la clase entera de cada uno de los tres chicos, incluidos los profesores. Los padres de los compañeros, vecinos, asociaciones deportivas, todos los padres, todos los abuelos y abuelas. Demasiada gente para un entierro, y sobre todo para una sola cabeza.
A la mayoría de ellos no los conocía. Todos, por supuesto, vestidos de luto, ridículo. En la parte de delante de la capilla estaban colgadas unas fotos enormes de los tres. Me pareció que mi hermano mayor había quedado pésimamente. No tengo ni idea de quiénes hablaron. Todo me entraba por un lado y me salía por otro. Además, los entierros son siempre iguales, ¿cómo va uno a distinguirlos? Salvo las fotos, que cambian constantemente. Y menos esas fotos lo he olvidado todo. Solo recuerdo que, ya fuera, todos desfilamos detrás de esas urnas falsas. A paso lento, como toca en los entierros. De risa, vamos. Y me acuerdo de que me decía a mí misma en voz baja: «No te rías, Elizabeth, no te rías». La presión de poner cara solemne (algo que tampoco se aprende en la escuela) era tan grande que tenía la sensación de poder caer fácilmente en lo contrario.
Me sentía enormemente observada. Todos buscan la locura en nuestras miradas. Pero no la encontrarán, ¡porque llegará mucho tiempo después! Y recuerdo todavía con claridad la pregunta que me hacía mí misma: «¿Dónde están los tres chicos?». Nosotros armando tanto aparato y ellos que no llegan. Vaya cara. Lo hacen siempre. Los busqué por todas partes y no he dejado de buscarlos hasta el día de hoy. Los busco con el aspecto que tenían hace ocho años, no puedo imaginármelos mayores.
Me llevé a mamá sentada en la silla de ruedas, tenía permiso de salida, por cuenta y riesgo propios, como se suele decir; estaba muy empastillada, contra los dolores de la espalda, de los pies, el corazón, el cerebro. La iba empujando y no paraba de pensar: quiero marcharme de aquí, este numerito es para ella, claro que sí. Todos los padres me habían dicho en voz baja: «Esperemos que no quiera quedarse a pie de tumba para recibir el pésame de todo el mundo».
Es que no me podía imaginar el enganche que podían tener tres chicos muertos, pero cuando vi a la gente llenando el cementerio entero deseé con afán que mamá no quisiera recibir tantos pésames. Estaba sobreexcitadísima por las pastillas. Los parientes más cercanos se largaron en cuanto aquellos receptáculos absurdos desaparecieron en el hoyo. Se largaron todos los que aún estaban bien de la chaveta. Ejercicio obligatorio cumplido. Empezaba el libre. Mi madre, irreconocible, y yo, su esclava con la silla de ruedas, soportamos durante horas el desfile de los voluntarios. «Mi más sentido pésame». El siguiente, por favor. «Mi más sentido pésame». Gracias. Gracias. Muchas gracias. Bla bla bla. En un momento dado tuve la convicción de que volvían a ponerse a la cola para repetir, porque aquel cortejo no acababa. ¡Qué coñazo! ¡No vuelvo a ir a ningún entierro!
El cementerio entero con todos los pasillos, los anchos y los estrechos, estaba lleno de niños. Cuadraba. Una tumba llena de infantes y el cementerio también.
Ya no recuerdo cuándo terminó nuestra jornada de dolientes y nos dejaron volver al hospital, acostadas en sendas literas.
Respiro con dificultad, siento el pecho oprimido. Tengo que liberarme de los pensamientos que me martirizan. ¿Cuál es la mejor manera de hacerlo? Pensar en el sexo, el truco mental de siempre. Pero funciona.
De acuerdo, le he dicho a Georg que mañana nos vamos al puticlub. Pero no me cree cuando le digo que me hace ilusión. En lo del sexo me cuesta entenderme a mí misma. Me resulta difícil conectar con la cosa. Él tiene que obligarme y yo tengo que obligarme. Salvo los primeros meses, me he hecho de rogar en los últimos años, tanto para el sexo en general como para las aventuras sexuales con participación de terceros en particular. Mi terapeuta dice que eso lo hacen muchas mujeres. Lo llama «reprimir las lágrimas». Significa que la mujer no puede tener sexo por las buenas, necesita una pequeña pelea previa para ponérselo difícil a él, por ejemplo fingiendo falta de ganas para que tenga que suplicarle, seducirla, qué sé yo, y entonces poco a poco la ostra se va abriendo. Es exactamente lo que yo hago. Cuando sé que el sexo es inevitable, provoco una pelea, para ganar tiempo o incluso la cancelación del acto, o le confieso que no me apetece. Pero si él no cede y toca los botones que debe tocar —situados exclusivamente en la entrepierna— me pongo a cien y ya no importa que primero no quisiese. Entonces lo quiero todo. Pero antes hay que resistirse convenientemente. Eso es más bien agotador para mi marido porque a él también le gustaría que alguna vez lo sedujera yo. Pero no puede ser. Soy la que siempre pone pegas.
Cada vez que vamos al puticlub hago lo mismo: resistirme. Y nada más llegar me follo a mi madre y estoy feliz en medio de tanta orgía. ¿Se puede decir orgía si solo es entre tres? Cuando empezamos a hacerlo tuve grandes problemas de celos. Hubo escenas que se me quedaron grabadas en el cerebro y que me costó olvidar. Me provocaron ataques de celos en la mente. Eran escenas en las que mi marido besaba largo y tendido a otra mujer con la lengua. Desde que vi Pretty Woman pienso que no se besan, que solo follan. ¡Qué va! ¡Y cómo se besan! Besos sin fin. Y que el marido de una se lo coma intensamente a otra es algo que cuesta asimilar. Pero luego te acostumbras y te das cuenta de que en realidad no hay peligro. Hemos estado ya con dieciocho mujeres, he apuntado todos sus nombres y tomado notas sobre cada experiencia. Para no olvidarlo. Grace, Amanda, Dina, Lumi, Lotus, Vanessa, Vivienne, Olga, Tina, Michelle, Melissa, Samara, Nesrin, Mira, Samantha, Jule, Ira, Diamond. Cuando elegimos a Vivienne en internet y entramos en su habitación se nos presentó como Vicky. Se echó a reír y dijo rápidamente: «Quiero decir, Vivienne». Todas trabajan con nombre falso, obvio.
Al principio, con las primeras mujeres, bebí demasiado porque estaba muy nerviosa, después no recordaba casi nada y a veces, durante el acto, que para parejas es bastante caro, me daban ataques de celos y no había más remedio que cortar. Lo que resultaba embarazoso para mi marido sobre todo, porque una erección no baja de buenas a primeras y luego te vistes y sales del prostíbulo en pleno día con un humor de perros. Claro que él esperaba otra cosa. Pero yo también.
Mereció la pena seguir en la brecha. Lo intentamos una y otra vez. Yo lo hacía sobre todo por él, como regalo, como muestra de amor. Es una minoría la que todavía cree en Dios o va a misa, por suerte, pero por una razón estúpida seguimos creyendo firmemente (o al menos confiando en ello) que la monogamia puede funcionar. Los primeros años tuve tanto miedo de perder a mi marido que fui construyendo una cárcel terrible en torno a él. Le imaginaba constantemente poniéndome los cuernos con cualquier mujer de nuestro entorno, amigas de los dos, colegas suyas o mujeres desconocidas de la calle. Estaba obsesionada con probarle que él no pensaba en mí, que quería irse con otra, tirarse a otra, enamorarse de otra. Mi terapeuta dice que es mi propio deseo de irme con otro el que estoy combatiendo en él. Lleva años diciéndolo. Puedo seguirla racionalmente, vale, lo entiendo. Pero sus palabras no trascienden a las emociones. Esta es la función de la terapia. Hablándolo permanentemente en algún momento llega a las tripas. Entonces te sientes aliviado, es como si la terapeuta te hubiese sacado un tumorazo. De repente estás libre porque el problema no solo ha sido identificado racionalmente, sino también a nivel emocional, y ha desaparecido. Por eso adoro a mi terapeuta. Nos libera a mí y a mi marido de problemas que le joden a uno la vida.
La experiencia con las prostitutas la repetí hasta quedar curada. Al comienzo solo entendí con la cabeza que ellas no pretendían quitarme al marido; luego, poco o poco, lo fui entendiendo también con el sexo. Empleando cabeza y sexo, lo de vencer los celos es pan comido. En el sentido literal de la palabra. Porque ellas también me lo comen, no con tanta perfección como mi marido, pero lo hacen. Y ahora me siento libre. Al menos en este punto. Tras probarlo en varias ocasiones, las prostitutas han dejado de darme miedo. Ya mando a Georg solo, sin acompañarle. Estoy convencida de que este principio se puede aplicar a los clubs de intercambio de pareja y a cualquier forma de sexo con terceros en general, basta con hacerlo un par de veces para después poder dejar ir a la pareja sola sin sufrir. Me di cuenta de que no estaba bien que él pidiera siempre mi presencia para tener la absolución. Claro que lo tratan mejor si va con su mujer. Entonces no se da la triste y típica relación de cliente/puta, no lo ordeñan a uno en un visto y no visto como les suele pasar a los hombres si van solos. Pero en algún momento tuve esa intuición y pensé: esta vez no me atrevo, y le dije que fuera solo porque yo no podía con la presión de tener que hacerlo bien.
Para quitarme, pues, presión de encima superé los celos y le mandé solo. Después, por primera vez en mucho tiempo, sentí ganas de él. Ganas de verdad, y en la entrepierna, un furor uterino vibrante y trepidante, cuando volvió del puticlub en pleno día. No cabía en mí de amor y de deseo. Luego traté de analizarlo con mi terapeuta para que se me reprodujeran esas apariciones de la Virgen en la entrepierna. And it goes a little something like this: precisamente por atreverme a soltarme, por no tener que preocuparme de lo que ocurriera allí, por soltarlo a él dejando que se acostara con otra, me sentí más libre yo misma. Solo puedo recomendarlo. Después tuvimos el sexo más cachondo de todos los tiempos. Desenfrenado, libre, salvaje. Al fin y al cabo tenía que marcar de nuevo mi terreno. El pobre, teniendo que volver a soltar la leche cuando acababa de salir del puticlub.
Pero en mi cabeza pasó algo más, algo que ni siquiera había planeado. Empecé a hacer una lista virtual de regalos sexuales siguiendo el principio de «Yo te he dado esto y aquello, ahora regálame tú también algo». Antes no era consciente de desearlo. Y de pronto, después de ocho años de terapia, le tuve que dar la razón a la señora Drescher. De pronto veo que yo también tengo ganas de algo diferente. Él siempre lo reivindicaba para sí, mientras que yo no lo advertía en mí misma, ¡y zas!, de repente se manifiesta mi deseo, tanto tiempo reprimido sin que supiera que lo reprimía ni en qué consistía.
A mí también me gustaría acostarme con otros tíos. Últimamente pienso: ¿por qué él puede tener sexo con otras mujeres y yo no con otros hombres? El problema es que él vive sus fantasías con prostitutas, así no pierde el control. Nadie se enamora del otro, por lo general. Cuando deseo acostarme con otros tíos, me propone que me vaya con prostitutos masculinos. En una ocasión consultamos la red. Pero no, eso no es para mí. Esos prostitutos tienen pinta de maricas, lo llevan escrito en la frente. No me extraña. Porque el mercado solo es para clientes masculinos, no importa que los prostitutos sean hombres o mujeres. Por tanto, los prostitutos masculinos están sobre todo para los hombres. Es decir, seguramente también son maricas, porque acostarse con un hombre siendo uno hetero me lo imagino un poco difícil. Parece poco probable, a no ser que se necesite dinero con urgencia. Con mucha urgencia.
Me niego a hacer lo que hace mi marido. Con esa valentía a prueba de todo que me caracteriza le he revelado que ahora me toca mí y que quiero tener sexo con otros tíos, preferentemente —e hice saltar la bomba— con hombres de verdad, hombres que ya conocemos. Tengo la fantasía de acostarme con amigos nuestros. A poder ser, con hombres de nuestro entorno inmediato, casados y con hijos. Solo [alta que mi marido dé el visto bueno. Lo que ya está claro es que él no quiere participar. Se niega a tocar a otros hombres. Me parece extraño porque yo, para satisfacer sus fantasías, también toco a mujeres, ¡ya lo creo! Pues vale, entonces no. Es bueno saber que al menos en ese punto soy menos complicada que él.
En mis relaciones anteriores a menudo engañé a mi pareja. Porque llega el momento en que deseas el subidón de adrenalina, el que otro te vea desnuda y te toque y tal. Si no, dejas de sentirte a ti misma. Me gustaría tener otra polla en la boca solo para ver cómo es. Para variar, sin que por eso toda la relación tenga que irse al garete. Y aunque tenía mala conciencia, predominaba la sensación de sentirme atractiva y deseada. Y después uno se esfuerza más con la pareja. Por mala conciencia. Por esa mala conciencia que beneficia también al otro.
Ahora, después de haber descubierto que es así, intento lo imposible. Quiero que mi marido me permita acostarme con otros hombres. Conseguiré que lo haga, estoy convencida. Al fin y al cabo, el resultado es de dieciocho a cero. Eso lo sabe también el sabelotodo de mi marido.
Georg sigue trajinando en el lavadero, es muy meticuloso en todo lo que hace, sea cuando trabaja mi vagina, sea cuando lava la ropa sucia. Es bonito estar acostada y reflexionar sobre la vida. La nuestra, nuestra vida en común. Las cosas que ha tenido que aguantar por mi culpa. Yo siempre lo suelto todo, no puedo ocultarle nada, siempre que estoy mal —y lo estoy muchas veces— lo paga él, trato de aguantarme cada vez más, de no atontarlo con mis trastornos, voy mejorando pero todo lo ocurrido anteriormente está ahí, entre él y yo, no puedo deshacer lo hecho. Cuando me mira o se acuesta conmigo lo tiene presente porque forma parte de mí. Es horroroso. Recuerdo algo malo y embarazoso que le hice una vez. Encontré en la cesta de la ropa sucia un calcetín lleno de esperma. Estoy segura de que lo era, porque el esperma lo reconozco yo a diez metros de distancia. Sin pensarlo dos veces, fui hasta él y le pedí explicaciones. Estaba poseída por mi madre en ese momento, no me cabe la menor duda. Era ella la que hablaba por mi boca queriendo estropear una vez más la relación con este maravilloso marido mío que llena los calcetines con sus pajas. No podía imaginarme lo violento que le resultaría hablar de eso. Solo lo supe años después, y ahora a mí también me resulta embarazoso. La verdad es que me he dedicado a colocar minas antipersona en nuestro territorio común sin reparar en las consecuencias. La mina del calcetín del esperma yace debajo de nuestra relación y no encuentro manera de desactivarla.
En efecto, este es el mayor problema de nuestra vida conyugal: los desequilibrios psíquicos que arrastro. Quise que él tuviera una fortaleza sobrehumana y no hiciera todas las cochinadas que suele hacer la gente. Pensé que, ya que sustituye a mis padres, también ha de ser perfecto. Si lo controlo, no me abandonará. Y luego va y me pone los cuernos con un calcetín. Se folla el calcetín en vez de follarme a mí. ¿Por qué no me pregunta si tengo ganas? Ya sé por qué no pregunta. Porque suelo estar deprimida, y cuando no lo estoy, soy agresiva. Uno no tiene ganas de seducir a una mujer así. Resulta más atractivo un calcetín apestoso. Era uno de los suyos, no de los míos. Ni siquiera eso.
Lo peor es que le entiendo. He cometido tantos errores en nuestro amor. En mi lucha desesperada por retenerlo, lo he estropeado casi todo. En la terapia de pareja aprendió que el problema soy yo y no él, que soy yo la causante de todos los problemas de la relación. Que lo tengo que dejar en paz con lo mío. Que no puede hacerme feliz. Que tiene que tratar de permanecer al margen de mis problemas en la medida de lo posible. Lo cual resulta difícil cuando me planto delante de él con un calcetín lleno de esperma que yo, su mujer y peor enemigo, ha sacado del fondo de la ropa sucia. ¿Soy un caso borderline? ¿Por pisotear cada día lo que más quiero, a saber, la relación con mi marido? ¿Por no poder imaginarme cosa peor que ser abandonada por él y hacer día tras día lo posible para que lo haga pronto? ¿Para que tenga que hacerlo si quiere salvar la vida ante mi alma torcida?
¿Por qué sigue conmigo? ¿Por qué me tolera esas cosas? ¿Cómo puede acostarse conmigo después de lo que le hago? Nos adoramos, eso está claro, sobre todo él a mí porque todavía no se ha ido aunque en los últimos años siempre he mostrado mi lado más feo. Ahora mi terapeuta ha conseguido que deje de hacer la guerra por fuera y la haga por dentro. Eso produjo al principio un empeoramiento radical, pero mi marido ahora está en paz. No se merecía mis ataques de nervios, los odios, las rabias, la decepción por cosas de las que no tiene la culpa. ¡La única culpa la tienen mis padres y el camionero y el periódico!
Con mi comportamiento he abierto tantas heridas en él que cuando hablamos de ciertas cosas sigue mirándome desconfiado y esperando uno de mis ataques de nervios. Me tiene un miedo de mil demonios, tendrán que pasar años para que se le pase. Mi terapeuta lo supo enseguida, dijo que no se podía deshacer lo hecho y me puso mordaza prácticamente para todos los temas problemáticos.
Creo que impresiona mucho verme perder los nervios. Ya le he tirado encima la leche hirviendo y he levantado una mesa de madera de cien kilos tratando de lanzarla contra él. Le he arrojado toda clase de objetos haciéndole daño físicamente.
En el cine las relaciones pasionales a menudo se representan con una mujer tirando trastos para todos lados. Pero en la realidad eso no es más que la prueba de que la mujer que lo hace es una perturbada.
Una vez mi marido y yo alquilamos en un solo día seis cintas porno. Aunque me resulta violento entrar en la sección de pornografía de los video clubs, también me hace sentirme muy poderosa. Como para hacer ¡pum! y espantar a todos esos tíos reprimidos que andan por ahí dándoselas de normales. Al mismo tiempo oigo a mi madre, sentada en mi hombro, jodiendo: Mira tú por dónde, la pobre mujer oprimida teniendo que pedir películas opresoras para que no la abandone su marido opresor. Eso voy yo pensando cuando me paseo por los video clubs en busca de películas que pinten bien por la carátula. Los fetiches no nos van, sean del tipo que sean. No queremos a octogenarias, ni a mujeres en avanzado estado de gestación, ni violencia, ni lolitas. Nada de películas reales donde se vea la rojez de la depilación en las nalgas. Nuestras preferidas son las de Andrew Blake, por lo que nos llevamos seis pelis suyas: Water, Aria, Girlftiends, Playthings, Wild y Wet. Ahora veo que parece un maniático de la letra W.
Aquella noche solo pudimos con una. Vemos pornos para entrar en una especie de alucinación, para olvidar todo el entorno, como si hubiéramos tomado drogas sexuales. Es muy relajante estar tumbada y mirar a otros follando, siempre que se pueda desactivar el centro de los celos, enfermo por naturaleza. Mientras miramos, o después, tenemos un sexo más desenfrenado que de costumbre. Para eso vemos pornos.
La noche siguiente tuve que salir por asuntos de trabajo y pensé: ay de él si ve las otras solo y me miente cuando vuelva. Y ve conmigo una que ya ha visto. Y mientras la veamos juntos y tengamos sexo tiene que controlar lo que dice para no irse de la lengua. Fue el momento en que por mi escasa seguridad en mí misma me era imposible aceptar que él viera pornos solo. Las reglas de la pareja, malas y restrictivas, establecidas sobre todo por mí, no lo consentían. Si establezco reglas es para hacer las cosas mejor que en mis relaciones anteriores. Pensaba que si se hacía una paja solo, con película o sin película, eso significaba el principio del fin de la relación; entonces yo era muy parecida a una talibán, y por desgracia él sigue viéndome así. Pero tengo que reconocer que he hecho méritos para que no se libre de esa imagen mía. Quizá nunca.
Tramé un plan luciferino. Primero, como quien no quiere la cosa, le saqué la promesa de no ver las otras cinco películas sin que estuviera yo. Luego esperé hasta que saliera de casa por la mañana y me arranqué seis pelos que coloqué sobre una hoja de papel blanco. Es que tengo el pelo largo y oscuro y sobre blanco se ve mejor. Después memoricé el orden en que los discos estaban apilados desde la noche de sexo. Me sentía como en una película de espías. Fui abriendo las carátulas una tras otra y enganchando un pelo en el centro de cada uno de los DVD siguiendo un procedimiento complicado: separaba el disco de las lengüetillas tensoras de plástico, ponía el pelo sobre estas, encajaba el disco y sacaba un pedacito del pelo por el centro hasta poder reconocerlo formando un ojo sobre el mecanismo de cierre. Si Georg llegaba a extraer el disco, el pelo se caería con toda seguridad. Hice la prueba sacando un DVD, volviendo a encajarlo en la sujeción y buscando el pelo. En efecto, había desaparecido. Me sentí muy orgullosa aunque en ese momento ya sabía perfectamente que estaba mal lo que hacía. Y de alguna manera intuía también que solo habría caos y desesperación si confirmaba mis sospechas de que él, a mis espaldas, no se atenía a las reglas de mi régimen de terror. No sé por qué, creía que él me engañaba si eyaculaba cuando yo no andaba cerca, seguramente era otro de los defectos heredados de mi madre. ¡Moral casi católica! Terrible. Es una profecía autocumplida. El mero hecho de dejar las películas en el suelo habiendo un hombre al acecho me resulta como tirar un hueso y decirle al lobo que no puede tocarlo. Claro que no funciona. Quizá yo incluso quería que no funcionase. Quería ponerlo a prueba, ver si podía fiarme de él hasta el fin de mi vida, si era un mentiroso o un cobarde, si tenía el valor y la fortaleza de decirme la verdad si faltaba un pelo.
Volví a apilar las películas en el suelo por el orden apuntado. De hecho, el mismo orden de apilarlas ya era decisivo: si estaba trastocado a mi vuelta, ya no había más que hablar. Los niveles de control eran tres: la pila, el pelo y el careo. Lo aplicaría a sangre fría, como un ángel vengador, sin piedad con el gran amor de mi vida.
Guardé el papel con el orden de la pila en el fondo de mi monedero, me marché y volví al día siguiente. Estaba tan nerviosa como un cazador que ha puesto una trampa, con la diferencia de que mi trampa era más eficaz y habría atrapado una presa suculenta: mi marido.
No estaba cuando llegué. Dulce hogar. Dejé caer el bolso en el pasillo y me apresuré con la chaqueta puesta hacia el rincón del salón donde estaban apiladas las películas para obtener la triste certeza de haber tenido razón. De que uno no puede fiarse de nadie, de que no puede poner su vida en manos de otro, ni su corazón ni lo que sea, ¡SU coño!
Aunque enseguida vi que el orden de la pila estaba alterado, saqué el papel de la billetera. Pero solo confirmaba los hechos. Todo patas arriba. Nada estaba como antes, ni en la pila ni en nuestra relación. Sin el menor sentido de injusticia mi marido había vuelto a amontonar chapuceramente los DVD. ¿Acaso me tomaba por una imbécil? Con respiración agitada abrí todas las carátulas y las miré a contraluz. Si hubiera habido un pelo, lo habría visto. Pero no había ninguno, hasta en la que habíamos visto faltaba el pelo.
Fue un golpe más duro de lo que me esperaba. Sentada en el suelo, me puse a darle vueltas. Sabía que él era un sexomaníaco, ¿pero tanto? ¿Había visto seis pornos mientras yo no estaba? ¿En una sola noche? ¿O ya durante el día? Una locura. Me había enamorado de él por su masculina sexualidad sin freno. Para fastidiar a mi madre me enamoré del hombre más arcaico, más sexual, que pude encontrar, y él, para fastidiar a la suya, se enamoró de mí, la anticristiana, la anticatólica, tan contraria a lo católico que ya casi rizaba el rizo de lo católico. Estábamos juntos porque queríamos fastidiar a nuestras madres, lo que surtió efecto, ¿pero ahora? Incluso para mí tanta sexualidad era demasiado.
Tenía que calmarme y pensar en cómo pedirle explicaciones para hacer el máximo daño posible a nuestra relación por siempre jamás. Y le tendería una última trampa verbal solo para demostrarme que era imposible continuar con él.
En mi delirio de reducirme a mí misma y privarme del gran amor de mi vida, me sentí engañada, traicionada y sola para siempre. Se lo haría pagar machacándolo sin piedad. Se lo cobraría haciéndole picadillo.
Llegó a casa por la noche. Yo lo había ensayado mil veces en mi mente. Un saludo amable, hasta efusivo, para que no desconfíe, pues llevamos poco tiempo juntos.
—¿Y bien? ¿Te has aguantado las ganas de ver las pelis?
—Por supuesto, ¡qué te crees! Es lo que acordamos. Y yo cumplo.
¡Claro que sí!
—¿Y no te dan ganas de ponerte un par de pelis o tres si yo no estoy y te aburres?
—No, en absoluto. Si te lo acabo de decir. ¿A qué viene tanta pregunta?
La situación le huele a chamusquina. Le entra pánico pero no sabe cómo he podido enterarme. ¿Tenía el volumen demasiado alto y había alguien espiando en la escalera? ¿Lo había mandado vigilar yo? ¿Existe un programa espía que se pueda instalar en el televisor y que graba lo que uno ha visto? Me estoy dando cuenta de que la desconfianza hacia los hombres la debí de heredar de mi madre. Mierda. En efecto, ella tenía una función especial en su querida videograbadora del año de la pera. Podía acostarse a dormir, y mientras su marido zapeaba por los programas que en horario nocturno muestran a tías en pelotas, ella al día siguiente, cuando él estaba en el trabajo, controlaba con toda tranquilidad qué había visto y durante cuánto tiempo. ¿Acaso es culpa del marido que la mujer sea tan perversa? El caso es que he sido buena alumna de la jueza implacable en asuntos de sexualidad masculina que fue mi madre.
—Pregunto porque me extraña ver la pila desordenada con respecto a como la dejamos ayer, si no recuerdo mal.
Le estoy dando oportunidades para que diga la verdad, insisto con mis preguntas hasta no poder más, hasta perder los nervios ante esa cobardía y falta de sinceridad. Pero en el fondo sé que no puede admitirlo, porque no me he presentado ante él como una persona a la que se le diga la verdad como si nada. Si uno pierde los nervios y castiga al amante tantas veces, tiene que asumir la culpa de que le mientan por miedo. He sembrado la angustia y el terror en nuestra relación al tiempo que desprecio a mi marido por acobardarse.
—Ah, ya veo. Pasé el aspirador y se me cayó la pila. Vaya cosas en las que te fijas, cariño. Y enseguida piensas lo peor de mí, piensas que he visto nuestras películas. No te preocupes. Mi palabra va a misa, puedes fiarte de mí. ¡No pongas esa cara de fiera!
Es el colmo. Si no lo supiera al cien por cien, no habría ningún indicio de que me está mintiendo. Eso da miedo de verdad: saber a ciencia cierta que el otro miente y ver que lo hace tan bien que uno le creería si no supiera que miente. Saber que te la pegaría de lo lindo.
Lo miro fijamente con los ojos entrecerrados.
—¿Qué te pasa? Algo te está pasando. ¿Es que no me crees?
—Exacto, ¡no te creo! Cerdo asqueroso. ¿Y si te digo que sé perfectamente que has visto todas las películas, quizá no enteras, pero que les has echado un vistazo a todas? Te he puesto una trampa, cerdo asqueroso. ¿Cómo voy a fiarme de ti? Yo no pienso vivir con un tío así. Con uno que no cumple lo acordado y que cuando lo pillo me miente cuatro veces con el mayor descaro. ¿Cómo va a funcionar esto? Sé perfectamente que has visto las películas, cerdo asqueroso.
—¿Qué significa eso? ¿Me has puesto una trampa? ¿Cómo?
Salgo corriendo, él me sigue. Cuando dos llevan poco tiempo juntos, esos jueguecitos todavía molan. Al fin y al cabo, en situaciones extremas uno siempre repite lo que ha visto en el cine, ¿dónde va a haberlo aprendido si no?
En realidad no quieres salir corriendo, solo quieres comprobar si el otro te sigue. Lo mismo podrías quedarte donde estás.
Su mentira fue motivo de peleas durante varios días. En la terapia de pareja salió que la gran cabrona de esa historia era yo. Por haberle puesto una trampa, lo que fue valorado peor que su trola.
La desconfianza en lo sexual ha calado hondo, ¿será por eso por lo que nos va también en la cama? Quizá no se debe a su virilidad ni a su dinero. Quizá se debe a su energía sexual, incontrolable para mí, de la que suelo sacar mucho beneficio. Porque consigue que me corra cada vez que tenemos sexo. ¿O tendrá eso que ver únicamente conmigo misma? Es lo que dice Georg. Dice que no tiene que ver con él, sino con mi capacidad de soltarme al menos durante el sexo, ¡por eso cree que me corro siempre y con tanta intensidad!
¡Es increíble el tiempo que llevo sentada aquí respirando y reflexionando! Tengo el oído puesto en los ruidos de nuestra casa, empiezo a tener hambre y quiero salir. Pero en el lavadero sigue habiendo ruido. No voy a molestarlo, estoy contenta de que termine la colada. Es asombroso cuánto ha cambiado nuestra relación en los últimos siete años, mejor dicho, cuánto he cambiado yo, porque él no tiene necesidad de cambiar tanto ya que, a diferencia de mí, no jode a nadie. Está mucho más en paz consigo mismo.
Antes me agarraba a él como una perturbada, pero ahora me parece que no debemos ser tan simbióticos para que nuestra relación no se vaya a la mierda. Me estoy haciendo más fuerte y pienso que incluso podría vivir sin él. Y de repente todo cae en el extremo opuesto. Deseo que se acueste con otra, así yo también podría hacerlo. Quizá con nuestra guapa canguro o una amiga mía. Pero tal vez no debiera escoger yo también a su mujer ponecuernos, diría ahora sin duda la señora Drescher. No sé cómo confesar a mi marido que de hecho quiero acostarme con todos los hombres que voy conociendo. Lo amo a él y adoro el sexo que tenemos. Pero quiero más. Sexualmente ningún hombre puede hacerlo mejor: sus artes digitales en mi vagina, sus tocatas sin fuga en mi clítoris hasta hacerlo explotar…, pero quiero tener alguna vez otro cuerpo entre mis muslos. ¡Qué horrorosa puede llegar a ser la cárcel de la monogamia!
Le oigo abrir el tendedero en el lavadero. Es un armatoste más bien voluminoso. ¿Tanta ropa tiene que tender que le hace falta? Curioso.
¿Cómo le hago comprender que todos los hombres de los que últimamente he estado enamorada unos días o semanas no representan, a todas luces, ningún peligro para nuestro gran amor? ¿O eso es jugar con fuego? ¿Y mucho más peligroso de lo que me estoy imaginando? Pienso que si pudiera acostarme con ellos la pasión disminuiría y se haría controlable, entonces el encanto no tardaría en esfumarse.
Por fin sube y me mira con cara radiante.
—¿Nos vamos?
—Claro que sí. Solo voy a coger una rebeca.
Borro los pensamientos, pero tengo que volver a sacar el tema un día de estos.
Cerramos la puerta varias veces por fuera. Safety first! La seguridad es lo primero. Vamos andando a nuestro restaurante italiano favorito, Alberto, situado a la vuelta de la esquina. En nuestra relación todo sigue una suave rutina, la comida, el sexo, las caminatas por nuestro barrio, todo. Necesito estar calmada, no alterada.
Georg y yo hacemos el mismo recorrido de siempre con los mismos cambios de acera de siempre hasta el restaurante. No hablamos mucho, eso terminó hace tiempo. A veces le cojo la mano, luego se la suelto porque me parece ridículo cogérsela. Somos demasiado viejos para ir cogiditos de la mano.
Mi terapeuta dice de las relaciones que cada día hay que estar juntos porque se quiere estarlo. Pero resulta que me he dedicado años a poner trabas a nuestra relación. Como ahora sé, me había enamorado de mi propia imagen de mi marido. Después, en un proceso doloroso, tuve que constatar que él no es como yo pensaba. Él, por su parte, tuvo que constatar lo mismo con respecto a mí. No obstante, hemos seguido juntos porque lo que quedaba después de borrar las falsas ilusiones también me gustaba. Resultó que él era una persona completamente diferente, pero así y todo buena para mí y buena conmigo. Luego empecé a querer transformarlo de tal manera que fuera como yo. Mi terapeuta me dijo mil veces: Señora Kiehl, ¿qué pretende usted? Cuando haya conseguido remodelarlo a la fuerza para que sea como usted, enseguida lo despreciará y se acabará su amor. Por tanto, tuve que aprender de forma dolorosa que debo dejar que sea como es.
De vez en cuando saludamos a algún conocido. Conocemos a mucha gente en el barrio. Para nosotros es muy importante llevarse bien con los vecinos por nuestros hijos. Cuando se mueven por aquí, todo el mundo los conoce y cuida de ellos. Como en un rebaño, todos han de colaborar en la protección de los críos. Nos acercamos a nuestro café favorito junto a la iglesia, le hacemos señas con la mano al dueño, que es amigo nuestro, y seguimos caminando en silencio. Como corresponde a dos casados de larga duración. Todo lo nuestro va cayendo en un dulce letargo. ¿Por qué en nosotros habría de ser distinto a como es en todas las demás parejas? Georg constata cada vez más a menudo que me he vuelto sorda para su frecuencia vocal. Me habla y no reacciono. No lo hago con mala fe, simplemente no lo oigo. Tengo grabado en el cerebro que todo lo que dicen los demás debe de ser más interesante porque a mi marido siempre le puedo preguntar después si no he entendido algo. También ocurre al revés. Lo pillo muchas veces sin escucharme en absoluto. Hace ya años que ese increíble estar intrigado por saber qué maravillas tendrá que comunicar el otro ha desaparecido por completo. Se ha evaporado. Eso me da miedo. Socorro, quiero salir, quiero salvar nuestro amor o salvarme al menos a mí misma de esta vida.
En Alberto nos dirigimos a nuestra mesa de siempre, que por suerte está libre. En caso de emergencia tenemos, eso sí, un lugar supletorio.
Siempre nos sentamos el uno al lado del otro, junto a la ventana, y miramos a los transeúntes. No hablamos mucho, ya nos hemos contado todas las historias de nuestras vidas. Pido, como siempre, espaguetis con un popurrí de verduras y mucho chili. Acabo de descubrir un nuevo dios para mi monoteísmo: Jonathan Safran Foer. Lo adoro, y adoro su libro Comer animales. Desempeña un papel importantísimo en cada comida. Mi marido a veces se pone celoso de los autores de los libros. No tiene otros motivos para estarlo, por ahora. Solo leo libros de no ficción. Y me convierto en una de las fans más fanáticas del autor. Quería hacerme vegetariana, por eso leí Comer animales. Quizá mi marido tenga razón de estar celoso si me paso semanas y meses hablando solo de Jonathan Safran Foer. Es mi dios, y su libro, mi Biblia. Ya he dicho que lo mío es el monoteísmo. A mi marido le gustaría ser siempre mi único dios. Suele decirme con media sonrisa: «No tendrás otros dioses aparte de mí». Pero cuando logro centrarme en hacer algo bueno, por ejemplo hacerme vegetariana, me siento mejor. Entonces no tengo que ocuparme tanto de mi propio yo, siempre confuso, sino que puedo dedicarme a mi nuevo reto. Adorar a Foer.
La comida llega rápido, es un día de escasa actividad. Además, hemos llegado un poco tarde para comer.
Lo que otros piensan de mí me parece tan importante que puedo muy fácilmente obligarme a una dureza extrema, a renunciar a casi todo, empleando el truco siguiente: digo a todo el mundo que me he hecho vegetariana, eso me da la sensación de tener que serlo hasta que me muera para salvar la cara. Así me estimulo a conseguir un máximo de rendimiento. Pero también me vuelvo tan antipáticamente disciplinada que ni siquiera estando sola como las cosas prohibidas, como si fuera una alcohólica en seco. Pienso que un solo momento de debilidad me lo pondría todavía más difícil después. Para eso prefiero renunciar por completo.
Después de comer bromeamos con la familia de Alberto y pagamos el precio de siempre por dos platos vegetarianos y una botella grande de agua.
Volvemos por el mismo camino a casa, donde Georg se quita los pantalones, se pone los calzoncillos de vaquero y empieza a ordenar el caos que mi hija y yo sembramos todos los días.
Mientras, mato el tiempo porque sin la niña me embarga la sensación de que no tengo trabajo. Siendo esa familia reconstituida de mierda que somos, tengo que apañármelas para asumir que mi hija está con su padre. Lo cual es bueno para ella y para él pero malo para mí. Puedo descansar, eso sí. La máquina preocupativa está en punto muerto, la mujer egoísta que fui antes de parir puede abandonarse totalmente y volver a ser niña.
Observo a mi marido. Es muy ordenado, mucho más que yo. Lo aprendió de su madre. Aunque ella es muy misógina, le enseñó todo lo relacionado con el hogar, seguramente para que no tuviera que depender nunca de una mujer. Por eso lo sabe hacer todo mejor que yo. Mi madre no me enseñó nada de las cosas domésticas para evitar que mi marido quisiera estar conmigo por mis aptitudes hogareñas. Eso no dio buen resultado. Mi marido está conmigo porque me quiere, independientemente de lo que yo sepa hacer, salvo quizá las mamadas, que esas son importantes, ¡ya lo creo! Pero nada más.
El orden es un tema habitual entre nosotros. Para el amor trata de complacerme, y yo intento complacerle a él. Significa que me estoy volviendo más ordenada mientras que Georg lo va siendo cada vez menos. Trabajamos en nosotros mismos en todos los terrenos para hacer posible lo imposible: seguir juntos para siempre. Nos esforzamos también lo imposible para que el otro se corra. Él se encarga de que yo lo haga varias veces cada vez que tenemos sexo. Yo, claro, solo puedo hacerle correrse una vez, porque en materia de capacidad de orgasmo los hombres lo tienen peor.
Se parece mucho a mi padre. Tiene pinta de hombre viejo, como a mí me gusta. Por eso sigo comprándole ropa que le haga parecer todavía mayor. La señora Drescher dice que más me vale dejar de aumentar ese complejo de Edipo. Que debo ver al hombre en mi esposo y no a mi padre perdido. Pero todavía no soy capaz. Ya se me ocurrió buscarme un amante mucho mayor para poder desligar de mi marido ese complejo, para que simplemente seamos hombre y mujer y no padre e hija. Me parece un buen plan, en el fondo también se lo parece a él y ciertamente también a la señora Drescher. Aunque mi marido tarde en aceptarlo, algún día acabará haciéndolo.
Tengo muchos problemas menos uno: no poder estar sentada quieta y ociosa cuando alguien ordena a mi alrededor.
Mi marido lleva ropa de hombre mayor de la buena, típica de los años sesenta, y tiene un vergajo que, igual que el de mi padre, se marca a través del pantalón. Rico y bien dotado. Es lo que convierte a un hombre en un tío sumamente relajado, sin neurosis de protagonismo. No tiene que representar lo que no es, no tiene que farolear ni provocar una guerra para desviar la atención, como Sarkozy por ejemplo. Es un tío verdaderamente fuerte. Aunque en estos momentos esté encargándose del hogar. Lo quiero con locura. Lo haría todo por él. Salvo serle fiel, claro.
Ahora está vaciando el lavaplatos en la cocina. Esa es una tarea exclusivamente suya, yo no lo hago casi nunca y cuando quiero hacerlo siempre está hecho. Cuando pienso cómo nos juntamos…, solo podía intuir, pero no saber, lo bien que su polla encajaba en mí. Aunque quién sabe. Me fío mucho de nuestros instintos, ¿sería que me lo olía? ¡Con qué perfección encaja en mí y cada vez me da en el punto G con su curvatura! Es imposible que fuera por suerte. Creo en el azar y en los instintos animales, fue por una de las dos cosas y nada más. Por cierto, la señora Drescher opina que la existencia del punto G es una cuestión de fe. Hay muchas teorías contradictorias al respecto y no está investigado definitivamente si existe y dónde se encuentra. Vale, entonces hay por lo menos una cosa no demostrable en la que me gusta creer.
Cuando nos juntamos, el mayor reto para mí fue, desde luego, mi hijastro. Solo había tenido malas experiencias con mis padrastros y madrastras. O tenía que quererlos al momento por deseo de mi madre, o ella los declaraba muertos cuando se desenamoraba. Mi reto con mi hijastro Max, que encima tiene la misma edad que Liza, consistía en hacerlo todo mejor que mis padrastros y la mala de mi madrastra. Al poco tiempo resultó que eso no era tan fácil. Desde el principio fui muy cabrona con él, estaba celosa. Celosa del amor incondicional que le tenía su padre. Siempre pensaba: a mí no me quiere tanto. Seguro que no. Y de repente supe cómo se había sentido mi odiada madrastra. Me comportaba como un hombre que pega a su mujer. No quería hacerlo, me disculpaba cada vez que ocurría, y prometía mejorar. Pero no lo conseguía. Porque los sentimientos, los complejos, mi pequeñez, mis miedos de perderlo a él, el odio, la rabia, la pena, eran mucho mayores que mi capacidad de parar.
Todo eso me avasallaba cada vez que estaba con él. Hacía voto de cambiar. Sabía que el gran amor de mi vida tarde o temprano me abandonaría si no lograba controlarme. Pero estuve años sin conseguirlo. Fui inhumanamente dura con mi hijastro porque yo lo había experimentado en carne propia. Recuerdo un pensamiento muy claro: ¿Por qué ha de pasarlo mejor que yo? ¿Por qué? Con mi hija siempre fui amable y complaciente, como se suele ser con el hijo propio. Con él, en cambio, utilizaba otra vara de medir. Él nunca podía satisfacerme. Era fría y mala con él, pérfida. Hasta tal punto que llegó a tenerme miedo. Cuando su padre tenía que salir y el niño había de quedarse conmigo, me miraba con pánico y se echaba a llorar. Se aferraba a su padre para que no se fuera. Yo sentía que algo iba mal, muy mal, pero era incapaz de parar. Al cabo de un par de días volvía el mal que llevaba dentro. No me gustaba ser así, pero se me daba muy bien. Se me daba muy bien la crueldad psicológica. Si tengo talento para algo es para eso.
Tenemos cubos de cartón de distintos tamaños, de esos que están abiertos por un lado. Las diferencias de tamaño son mínimas, si uno no ajusta los cubos a la perfección, no encajan y sobran algunos. Para un niño es muy difícil hacerlo. Él no podía concentrarse de puro miedo. Yo le decía: no lo conseguirás. Y, en efecto, no lo conseguía. Nunca. Manoseaba los cubos mirándome con los ojos llenos de pánico. Nunca tuve que hacerle daño físicamente, bastaban mis miradas. Yo estaba de pie, sobre él, arrodillado en el suelo, y me limitaba a mirarlo fijamente. Durante una cruel eternidad. Lloraba a moco tendido. Solo tenía que interrumpir el juego a tiempo para que mi marido no viera sus ojos de llanto. Cuando Georg volvía, Max y yo hacíamos como si no hubiera pasado nada. Yo había jugado con él tratando de tenerlo ocupado, pero desgraciadamente el juego le costaba. Era la explicación que me había preparado. Pero nunca tuve que explicar nada. Mi marido notaba que había gato encerrado, aunque no habría creído que su mujer fuera capaz de semejante cosa. Lo único que sabía era que a su hijo no le gustaba estar solo conmigo. Pero no preguntó por qué. Seguramente hizo lo posible por evitar que mi hijastro y yo nos quedáramos solos en casa.
Pero no pude parar. Veía a mi hijastro como un cuerpo extraño. Era el producto del amor de Georg por otra mujer. Eso bastaba para hacerme enloquecer. Y el hecho de haber tenido que abortar mientras él quiso tener un hijo y lo tuvo. Tenía la sensación de que podía matar a mordidas a una criatura procedente de otra relación, como hacen los gorilas. Me perturbaba en mi vida, nos complicaba la existencia. El no poder frenar mi odio dañaba gran parte de nuestra relación.
Mi marido propuso discretamente que hiciéramos una terapia juntos —no solo yo— siempre que nuestro amor venciera ese odio mío a su hijo. Discutíamos permanentemente sobre cuestiones educativas. Yo quería que fuese más duro con él, me parecía que lo consentía. Y me parecía también que el crío comía demasiado. Sin broma, traté de demostrarle a mi marido que su hijo en nuestra casa comía en exceso. Yo constituía un verdadero peligro público, había que proteger al niño de mí. Estuvimos años yendo a terapia de pareja para que mi marido comprendiera por qué le deseaba la muerte a su hijo.
¿Por qué siguió conmigo y pasó por aquello? Todavía me resulta incomprensible, precisamente porque no me considero muy digna de ser amada y está comprobado que en muchos puntos no lo soy. Hasta que la terapeuta me lo sacó con el bisturí. Su método era el de siempre: hablar, hablar sin piedad, sobre todo conmigo. Le confesaba lo mala que era. Le suplicaba que me lo extirpara para que no se estropease mi amor. Que me ayudara a proteger a aquella criatura simpática, guapa e inocente de mí. Tardó años. Pero de repente, de la noche a la mañana, me curé. El síndrome de la mala madrastra estaba extirpado. Gasté mucho dinero en ello, además de saliva a mansalva despotricando contra mí y contra mi madrastra. En todo ese tiempo mi hijastro intentó una y otra Vf2. construir una relación conmigo. Yo no lo quise, pero él no dejó de tenderme la mano. Lo que solo empeoró la cosa. ¿Acaso no tenía memoria? ¿No recordaba que lo odiaba? Sin duda Max pensaba: si mi querido padre ama tanto a esta mujer es porque debe de tener algo. Me quiere y desea que le devuelva su cariño.
Mi terapeuta decía que la criatura captaba mi aflicción, que veía claramente que yo en el fondo no deseaba ser así. Yo sencillamente no quería admitir ante mí misma que también lo quería a él. Pensaba que en mi corazón cabía una sola criatura: la mía. Y que aquel pequeño ser masculino me quitaba a mi marido o de algún modo intrigaba para que sus padres volviesen. Como hija de padres divorciados, sé lo fuerte que es el deseo de volver a tenerlos juntos.
Desde que he superado este problema con Max, les tengo todavía más rabia a mi padre y a mi madrastra. Nunca buscaron ayuda. Él ha tolerado hasta el día de hoy que ella me trate mal por los complejos que tiene, que esté celosa de mí, que le trate de convencer de su razón, como yo traté de convencer a mi marido durante mucho tiempo. Con la diferencia de que mi padre no le pone un ultimátum: o cambias de actitud y superas tus problemas contigo misma o me voy. No, se queda tan tranquilamente con ella y tolera que lleve treinta años metiendo una cuña entre él y yo.
Yo eso lo hice durante cuatro años solamente. «¡Solamente!». Cuatro años desperdiciados. Sobre todo para mi pequeño hijastro. Y también para mi marido. Mi terapeuta me estuvo machacando por ello, porque yo, para que su labor fructifique lo más rápidamente posible, le cuento sin rodeos todas las cosas malas que hago.
Cuando uno lleva mucho tiempo en terapia empieza a ver en las personas cosas que ellas no ven. Pero no las puede decir. Porque no hay que ir haciendo terapia a otros, uno eso no lo ha estudiado, solo está en tratamiento. La señora Drescher dice que mi amiga tiene que descubrir por su cuenta que está repitiendo la historia de su madre, tiene que ser ella misma la que busque ayuda. A la madre el marido le pegaba, de manera que el modelo femenino de la hija es el de la víctima, y es precisamente eso lo que ella busca como mujer adulta en cada una de sus relaciones de pareja. Luego se queja de los palos que no para de recibir, como si fuera una gran casualidad topar siempre con los tíos equivocados. Como si no, por puro masoquismo, escogiera justamente a los que no debería. A tiro fijo, erre que erre. En su percepción todos los hombres son matones. No, guapa, solo lo son en el mundo que tú te montas. Hay mujeres que eligen a hombres que las ayudan, fortalecen y animan. Tú eso no lo conoces y solo lo descubrirás trabajando mucho en ti misma. Crees que no estás tan loca como yo, que no necesitas ninguna terapia. Ve y pregunta en tu entorno cómo sufren por ti, por tus complejos, tu rabia, tus agresiones, cómo solo te aguantan porque son buenos, ¿y durante cuánto tiempo lo seguirán siendo?
Georg entra sonriente. Parece que ha terminado.
—¿Y qué alegría nos vamos a dar ahora? Estamos libres de niña.
—No sé, ¿qué te apetece?
Es como suelo reaccionar, ya que no me gusta decidir estas cosas sola. Ir a cenar, salir de excursión y esas cosas son competencia suya. Le molesta que nunca proponga nada, que siempre lo tenga que hacer él. Pues sí, tiene razón. Pero me esfuerzo por mejorar también en esto.
—No lo acepto. Ahora mismo me dices qué quieres hacer, Elizabeth.
Sabía que me saldría con esas. Me veo en el apuro de inventarme algo. La madre que lo parió, igual que en la cama cuando he de tener deseos que no tengo solo para que se calle.
Me saco algo de la manga:
—Vamos a mirar en internet quiénes trabajan mañana en el Paradise. Por nuestra aventurita.
—Muy valiente sacar el tema, Elizabeth.
—De manera que esta noche nos quedamos en casa, pedimos comida india y una peli al video taxi.
—Hagamos eso. Perfecto.
Se sienta a mi lado, en nuestro sofá de diseño para terapias de pareja, y coloca la cabeza en mi regazo. Creo que él también añora a la buena madre que no tuvo. Solo que el no haberla tenido parece haberle causado menos daño que a mí. O simplemente no hace tantos aspavientos como yo. Es posible.
Le acaricio el pelo ralo y le voy tocando suavemente el lóbulo mantecoso de la oreja. Lo hago siempre que se brinda la ocasión. Entonces siento el intestino, porque estoy nerviosa por nuestra excursión sexual de mañana. Ufff…
Al comienzo nos íbamos con prostitutas en el extranjero únicamente. Nos sentíamos perseguidos por los gacetilleros del Druck, aunque habían pasado años. Mi vida está determinada por la idea de que esa gentuza, mis mayores enemigos, puede enterarse de algo. Cada día, ante el espejo del baño, me imagino que le han ofrecido dinero a nuestra mujer de la limpieza para conseguir fotos de nosotros desnudos a fin de tenerlas en la redacción para su entretenimiento. Sigo con la sensación de no poder hacer lo que quiero porque pueden robármelo con una cámara de fotos. Robarme mi intimidad.
Poco a poco nos volvimos más atrevidos con la selección de los puticlubs, hasta que terminamos en la ciudad donde vivimos. Uno se acostumbra a todo. Nuestro sitio favorito es el Lulú, en el casco antiguo. Tiene un ambiente muy familiar. Conocemos a todas las señoritas. Además, son muy bienvenidas las mujeres como clientes o huéspedes sentadas en la barra. Allí nos sentimos como en los años veinte. Como verdaderos viciosos. En el Lulú tuvimos una de nuestras experiencias más bellas, con una mujer de pelo castaño. Allí las señoritas se echan crema en todo el cuerpo. Son mucho más tersas que las mujeres como yo, que no tenemos que ganar dinero con nuestro cuerpo. Yo tengo algunas zonas ásperas, en las rodillas, los codos y el trasero. Pero las señoritas del club no. Siempre huelen bien, en todas partes, y se ponen crema como locas. Aquella experiencia estupenda se llamaba Grace. Era divertida, que es lo más importante para nosotros. Y hablaba muy bien alemán. Era lista y, sobre todo, muy cuidadosa conmigo. Fue un gran acierto psicológico suyo, porque yo ya la había liado muchas veces por mis celos desesperados, completamente absurdos. Ella me tranquilizó, después pudo hacer con mi marido lo que le apeteció (o lo que le apeteció a él). Una vez que me tenía de su lado, los dos podían actuar como les daba la gana, yo estaba muy relajada, que ya es decir, estaba por encima de las cosas, nada recelosa ni desconfiada, controlaba cada dedo, dónde entraba y cuánto tiempo se quedaba dentro.
La conocimos abajo, en el club, donde las bebidas cuestan cuatro veces más que en un bar normal. Si invitas a una de las mujeres, pagas tranquilamente diez veces más. Solo para que la guapa hable contigo. Es como colgarle a un niño antipático unas cuantas longanizas al cuello para que por lo menos los perros jueguen con él. Así son las leyes de esos establecimientos. Uno no puede presumir de que lo hagan por su cara bonita. No, hay que pagar por cada pedo.
Pedimos, pues, una botella de champán. Ella invitó a las colegas para que se vaciara más deprisa y tuviéramos que pedir otra. Y de buenas a primeras empezó a besarme. Tenía los labios blandos y calientes, yo, con mis labios finos de inglesa, me hundía literalmente en ellos. Nunca había tenido semejante cosa en la boca. Guau, qué maravilla. Hubiera podido seguir horas y horas, me olvidaba completamente de lo que había a mi alrededor. Llegué a pensar: no puede ser, seguro que mi marido también quiere, tengo que parar un momento. Me tocó el pecho sin más, en la propia barra. Sus labios pegados a los míos, su mano derecha en mi pecho izquierdo, y de reojo vi cómo su otra mano se dirigía hacia la entrepierna de mi marido. Hacía bien su trabajo, como un pulpo.
Subimos rápidamente a una de las habitaciones que hay sobre el club. Bonitas, con camas de goma, todo lavable. Verdaderos cubos de goma, como estatuas. Similares también a lugares de sacrificio. El armatoste está en mitad de la sala y es mucho más alto que una cama normal. Creo que eso significa alto standing. Me dijeron que ya podía dar las gracias por tanto lujo en comparación con otros establecimientos. Pero me faltaba mi calientacamas. A ver si puedo llevarlo la próxima vez.
Me preguntó si quería bañarme, con ella. Por supuesto. De alguna manera hay que empezar a superar la vergüenza inicial. Abrió el grifo de la bañera, Georg estaba visiblemente contento. Empalmado, cómo no, no necesita mucho para estarlo. Primero se metió en la bañera Grace, luego yo; ella había echado poca espuma para que Georg pudiera ver lo que sucedía. Se sentó en la tapa del váter. Grace me piropeó, y yo a ella, nos reímos, todavía un poco avergonzadas. Pero nos fuimos soltando rápidamente a medida que nos besábamos con la lengua. Me fui relajando, podía hacer lo que quisiera, sin preguntar. Me dejaba palpar todo su cuerpo. Para poder hacerlo mejor me puse de rodillas frente a ella. Abrió las piernas, le acaricié el cuello, los pechos, y ella imitaba cada gesto mío. Le meó el dedo, lo que resultó un tanto difícil porque el agua tiene un efecto de freno, así que sumergí la cabeza para chuparla todo el tiempo que aguantara. Me acordé de mi padre, que siempre decía que cuando al bucear piensas que ya te ahogas todavía puedes quedarte el doble de tiempo sin que pase nada.
Saqué la cabeza echando el agua por la boca y tragando aire. Georg ya se había acoplado a sus labios superiores y su mano le masajeaba el pecho izquierdo. Luego me besó a mí y ella me metió el dedo. El hielo se había roto definitivamente, me liberé de los últimos restos de tensión. Ya no había peligro. Los tres nos tiramos sobre el cubo de goma. Ahora podía ir a por todas. Georg se desnudó rápidamente, él también tenía ganas después de haberme cedido el paso durante tanto rato.
Nunca se corre dentro de una prostituta. Parece que es por su catolicismo. Yo no lo entiendo, pero allá él. Solo quiere correrse dentro de mí. Sospecho que en secreto está tramando que tampoco ningún hombre deberá correrse dentro de mí. ¿Es posible? Ya veremos.
Las dos horas con Grace, pagadas a precio de oro, fueron un visto y no visto. Se olvidó su pequeño estuche de aseo en la habitación, y me lo llevé como recuerdo de la bella experiencia. Podría decirse que lo mangué.
Estoy contemplando a mi querido marido mayor, tumbado con la cabeza en mi regazo. Me pregunto si me estaré negando a mí misma al hacer todo aquello por él. Me creo capaz de cualquier cosa, de negarme a mí misma sin darme cuenta. Es perfectamente posible.
Se levanta de un impulso, ya ha tenido su dosis diaria de romanticismo.
—Aprovecho para ir a remar. Veinte minutos. ¿Encargas tú la comida y escoges una peli?
Tiene en el sótano una pequeña máquina de remo hecha de madera, un aparato diseñado a su medida, perfectamente ajustado a su cuerpo y sus dolencias.
—Vale. ¿Para ti también vegetariano?
—No. Cordero, por favor.
Se escabulle al sótano y yo entro en la página web de nuestro videotaxi. Hace tiempo que quiero ver La sombra de un secuestro, él prefiere otra cosa. Pero la pido para esta noche. Llamo al Bombay, el mejor indio de la ciudad. Todos mis parientes ingleses han juzgado que es un restaurante bueno, lo que quiere decir mucho teniendo en cuenta lo críticos que son. Tardarán por lo menos tres cuartos de hora en traer la comida, pero vale la pena. Echo de menos a mi hija. No tengo nada importante que hacer. La verdad es que la vida sin niña es terrible.
Solo porque a la señora Drescher le parece importante vuelvo a recostarme en el sofá y respiro hondo. Arriba, en el rincón de nuestro espejo de estuco, veo las telarañas en todo su esplendor. A veces pierdo la chaveta. La culpa de que haya telarañas es mía porque le dije a la mujer de la limpieza que de ninguna manera debía aspirarlas. Le pareció muy extraño pero lo respeta.
La idea me vino porque a los niños en el cole les enseñan que la araña es un animal útil para los humanos. No nos hace nada y se come las moscas que nos fastidian y las hormigas y todo lo que nos molesta. Pero nadie quiere tener arañas en casa. Gracias a mi buena idea tenemos un biosistema intacto, en casi todos los rincones hay una telaraña, y las arañas conviven con nosotros y nos ayudan a eliminar las moscas, así tengo la sensación de no pertenecer a las personas malas sino a las buenas, pues trato, como un indio, de vivir en sintonía con la naturaleza. Funciona de maravilla y se lo recomiendo a cualquiera.
Tengo que organizar mi mundo en función del bien y el mal para no perder mi conciencia política. Si uno considera todos los pros y los contras y las excepciones a las reglas, queda tan confuso que deja de actuar. Contra lo que sea. Pero dividiendo a las personas y las empresas en buenas y malas se puede intervenir. Hay que decidir qué se rechaza y qué se considera bueno. Y después a por ellos. A luchar contra todo lo que es malo. Empezando por aprender a renunciar a las cosas malas, luego explicar a los demás que tienen que colaborar. Como en aquella canción de Michael Jackson, Man in The Mirror: «And if you wanna make the world a better place take a look at yourself and make a change!». Comenzar por uno mismo. Al principio resulta difícil. Pero una vez que se ha logrado renunciar, cosa a la que uno se acostumbra enseguida, entra en un delirio de santidad. Yo, sor Medio Ambiente.
El accidente realmente cambió mi personalidad por completo. Yo antes no era así. Un siniestro como el que viví le vuelve a uno solitario y débil. Stefan también estaba demasiado débil para ayudarme. Me enamoré de Georg en el momento en que a mi pregunta de «¿Cómo es un día normal para ti?» me contestó lo siguiente:
—Voy al trabajo y primero resuelvo todas las cosas desagradables que anoté en una lista el día anterior.
Trompetas del paraíso, cielo color de rosa, ese era el hombre para mí. Uno de los que se arremangan. Justo lo que yo necesitaba. Para todos mis problemas y con todas las catástrofes por venir. Muertes, homicidios, torres de pisos derrumbándose. Que ni pintado.
Me quedé embarazada de él nada más juntarnos. De lo enamorada que estaba se lo atribuí a sus potentes espermatozoides. Debió de ser por la fuerza de estos, pues atravesaron la barrera de la píldora. Pero si soy sincera, debo decir que bebí tanto aguardiente que no paré de vomitar. Malo para que el cuerpo retenga la píldora. Él quiso a toda costa que abortara pero yo pensé ¿por qué? Nos queremos, tenemos dinero y tiempo. Georg invocaba la falta de claridad en la relación como motivo de su rechazo tajante a la criatura. Era muy objetivo, demasiado para mi gusto. ¡Si la criatura era fruto del amor! Soy de padres hippies, por eso tengo la cabeza llena de pájaros. No hacíamos más que pelearnos. Recién enamorados y tener que tomar decisiones de envergadura.
Él no quería perder a su primer hijo, era lo que al principio le daba miedo, creía que engañaba a su pitufo si enseguida tenía otro. Me di cuenta al momento de que sus ganas de que abortara eran superiores a las que yo tenía de imponerle una criatura. De entrada, un aborto es rápido e indoloro, mientras que un niño se queda media eternidad. Yo lloraba cada día deseando oír una sola vez de su boca que lo sentía por nuestro bebé, que simplemente era mal momento y que dentro de poco seguramente querría tener un hijo conmigo. Pero se negaba a decírmelo. Le suplicaba, le lloraba y me humillaba solo para que me dijera que lo sentía por nuestro bebé. Pero él debía de pensar que si decía esa frase no podría llevar adelante el aborto. No quería traicionar más aún a su hijo, pues ya había abandonado a la madre. Fue lo que aprendimos en la terapia de pareja: un buen padre no abandona a la criatura sino a la madre de la criatura. ¡Esto es importantísimo! Para él había definitivamente demasiada complicación en esta nueva y mala familia reconstituida.
El caso es que se negaba a pronunciar esa frase. Solo repetía que no podía ser, que no era el momento. Quizá pensaba también que había trampa, que si pronunciaba la dichosa frase pasaría algo, que yo lo mandaría arrestar por lo que fuese. Aunque sufría muchísimo, en algún momento pensé que si él rechazaba a la criatura con tanta vehemencia, yo no iba a empeñarme en tenerla. Por tanto, aquella vez se salió con la suya. Cuando le dije que estaba dispuesta, volvió a ponerme buena cara porque ya no tenía que estar a la defensiva. La difícil decisión estaba tomada, solo faltaba llevarla a cabo. Ahí él y yo volvimos a ser un solo equipo, mucho mejor.
Recuerdo con agrado la clínica donde aborté, nunca he vuelto a encontrarme con enfermeras tan atentas y delicadas. Me llevaban entre algodones, tanto que deseé poder repetir la experiencia. Me sentía como drogada de felicidad. Quizá en lo más profundo de mí misma yo tampoco quería tener al niño y solo fue el rechazo tajante de Georg lo que me dejó tocada. Me lo tomé muy a pecho. Y sigo teniéndole celos y envidia a su ex: ¿por qué se dejó convencer para procrear con ella y no conmigo?
Años después, me dijo que tampoco me había creído lo suficientemente equilibrada para tener un hijo. Y mucho menos dos. Muchas gracias. Después de abortar el producto de nuestro amor, el médico, que fue muy bueno y amable, nos advirtió que por lo pronto no podíamos tener sexo vaginal por peligro de infección. Vale, pensamos mirándonos, ¡solo queda descartado el vaginal! Estaba tan agradecido por que hubiera abortado —me refiero a mi marido, no al médico—, que se puso cariñoso y deseamos acostarnos enseguida. Nada más llegar a casa tuvimos el mejor sexo anal, no, en realidad el mejor sexo de toda la vida, sobre la tumba de nuestro hijo nonato.
La casa estaba a pocos cientos de metros de la clínica y recorrimos el camino a pie. Mi marido me sostenía mientras andaba con las piernas flaqueantes, nunca olvidaré la imagen ni la bella y sumamente rara sensación de apoyo, literalmente hablando. Al llegar a casa nos abalanzamos el uno sobre el otro como los animales, para el sexo no importa que las piernas flaqueen. Todos los conflictos entre nosotros estaban olvidados, y creo que no dolió tanto porque la anestesia aún hacía efecto.
Todo eso forma parte íntegra de nuestra relación. Cuesta creer que todavía podamos tener sexo, que sigamos juntos. Lo que aguanta una pareja curtida. Una maravilla.
¿Dónde se ha metido Georg, por cierto? Ah, ya, está remando. Sin agua. Siento tanto amor por él cuando recuerdo estas cosas… Se merece que mañana vaya al puticlub con él. Quiero que tenga una vida bonita. Quiero ayudarle para que así sea. ¡Con el mínimo posible de restricciones morales!
Georg vuelve, con su hermoso y resplandeciente cutis de deportista. Por fin puedo dejar de dar vueltas a las cosas. Entretanto han venido el video taxi y el indio. Les he pagado con el dinero de la billetera de Georg, que precisamente para estas ocasiones está junto a la puerta, al lado del tablero de llaves.
Cuando Liza no está, nos comportamos como auténticos salvajes. Todo se reparte en las bandejas de papel de aluminio sobre la mesa de centro. Georg saca nuestra estera de azafrán de detrás del sofá. Se trata de un gran pedazo de alfombra vieja que siempre colocamos entre el sofá y la mesa porque recoge todo lo que se nos cae al suelo mientras comemos, y después lo enrollamos con todas las manchas y lo embutimos de nuevo entre la pared y el sofá. Ponemos la peli y comemos. La comida es demasiado picante, lo que de alguna manera me afecta al diafragma, produciéndome hipo. Georg pone los ojos en blanco. Por una razón que desconozco odia mis hipos ruidosos. Da igual.
Dice con la boca llena:
—Qué pena, parece una peli que va de matrimonios viejos.
Con la boca todavía más llena le contesto:
—¿Y qué? ¿Algo en contra de los matrimonios viejos?
Seguimos mirando. Va también de cuernos. Get the message! Pero tendré que explicárselo yo, con una película no bastará. Georg, ¿no ves que el protagonista ama a su mujer por encima de todo y sin embargo se acuesta con otra? Eso existe. ¡Amores colaterales! Un gran amor eso lo resiste. Sí. Sí.
La comida harta un montón y comemos con gula, desaparece en un pispás, es como una revista porno, después uno pierde todo el interés. Aprieto la tecla de «pausa» para que Georg pueda tirar las bandejas. El fotograma de la peli muestra a la actriz Helen Mirren. Acaba de desnudarse y se la ve bella y tetuda, con un sujetador de color carne. La miro con ojos como platos.
Cuando Georg vuelve, pulso rápidamente la tecla de «play».
—Fuera tetas. Me sacan de quicio.
Georg pone los ojos en blanco, aprieta la tecla de «pausa». Todavía está el fotograma de las tetas.
—A ver, ¿qué es esa historia tuya de las tetas?
—¿A qué te refieres?
—Pues a que si te gustaría tener las tetas grandes para poner cachondos a todos los tíos. ¿No basta con que me pongas cachondo a mí? ¿Por qué tienes tanto miedo de no dar la talla para determinados hijos de puta?
—No se trata de poner cachondo a todo quisque, pero no está mal que te consideren guapa. Y yo desde pequeña comprendí que a una no la consideran guapa si no tiene un determinado volumen de pecho. No me siento deseada, ni amada, ni guapa, me siento sin valor. Es para volverse loca. No lo sé explicar. Simplemente es así.
—Entonces opérate, ya que tanta importancia tiene para ti. Y afíliate a la Iglesia, así matas dos pájaros de un tiro.
—¡Solo por encima de mi cadáver tomo yo la vía de menor resistencia! Si uno quiere que lo quieran como es, no debe cambiar. Si uno cambia en función de su complejo o de la moda, después no sabe si sin haber pasado por el quirófano lo querrían igual.
—No quiero oírlo más.
—Lo estoy trabajando. Venga, dale a la peli.
Por un instante siento el impulso de mirar qué hace Liza. Pero no está. Me causa remordimiento que no esté, que tenga que ir y venir continuamente entre sus padres separados. Siempre que no está, es decir, todas las semanas, me propongo ser más amable con ella cuando vuelva. Pero no funciona. Los nervios. Los nervios. La niña es capaz de tocar fibras que me sacan de quicio.
En las pocas vacaciones que pasamos con Liza intento viajar lo menos posible, porque hacerlo con niños me produce indefectiblemente un colapso del sistema nervioso. Es algo normal en nuestra familia. Le pasaba a mi abuela, luego a mi madre con nosotros y ahora también a mí con mi hija y el hijastro. Una y otra vez caigo en la trampa de la palabra «vacaciones». Porque no lo son si se pasan con niños; al contrario, son un auténtico terror.
La vida en casa, cuando los niños están en el cale, es sencillísima. En cambio, cuando hay que estar el día entero divirtiéndolos para que no se aburran —y no veas lo rápido que se aburren— a uno le da un colapso nervioso. Mi forma de expresarlo es ir pegando gritos descontroladamente, observándolos con ojos entrecerrados y rabiosos y pensando: No os aguanto más, me estáis jorobando la vida, vais a acabar conmigo.
De verdad, es horroroso hacer vacaciones con niños. Pero, como siempre que me quejo, sin niños las vacaciones también son horrorosas. Cuando no tengo de qué preocuparme pienso que soy una egoísta, que no tengo una misión en la vida, podría matarme si no tuviera hijos. Es lo que pienso si me voy de vacaciones con mi marido. En definitiva, soy una mujer infeliz.
La película ha terminado y, sorprendentemente, me caen lágrimas. El final me ha puesto triste. Odio llorar. Le tengo miedo. Si lloro, no sé parar. Me seco rápidamente las lágrimas. Hacemos el habitual análisis de la película. Nos ha parecido muy buena a los dos. Después, como siempre, me voy a la cama antes que Georg. Él quiere ver todavía un episodio de A dos metros bajo tierra. Yo, desgraciadamente, no puedo ver eso.
En el baño. Frente al espejo ensayo expresiones faciales absurdas, que nunca necesitaré. Contemplo, llena de orgullo, mis sienes canosas (que no senos carnosos, ya quisiera yo). Me siento mayor de lo que soy, pero cuando me miro me admiro de ser tan joven todavía. Me lavo los dientes. Cuando mi marido me pregunta qué es lo que quiero o qué quiero hacer en el futuro, cuáles son mis sueños y mis pasatiempos, nunca sé qué contestar. Siempre pienso con sorpresa: ¿Qué? Pero si dentro de poco ya no estaré. Ya no es el momento de invertir en un elepé. No tengo pasatiempos ni pasiones ni nada por lo que merezca la pena vivir. Vivo porque tengo una hija y un marido. Vivo para ellos, no para mí. Me peino rápidamente para que el pelo mañana no se me rebele.
Cuando me dirijo a la cama, me pregunto con extrañeza por qué la gente tiene sexo por la noche en la cama. Me parece muy inoportuno. Yo me niego a tener sexo por la noche en la cama. Porque entonces no sé qué pasa. Estamos acostados juntos y no sabemos si el otro quiere sexo o si prefiere dormir. Eso confunde. Por lo menos a mí. No puedo conciliar el sueño si he de pensar todo el tiempo que si él respira así es porque quiere tener sexo o porque ya está dormido. Por eso solo puedo tener sexo durante el día.
Si supuestamente el sexo es tan importante para todo el mundo, ¿por qué no existe un mueble específico para ello? ¿Por qué hay que tener sexo en el sofá o en el lugar donde se duerme, por qué no existe una sala o al menos un mueble para la práctica sexual? Tendría mucho sentido, digo yo. No lo entiendo. Quiero saber exactamente, como una pequeña autista, que ahora se va a la cama. Nada de seducción en el lecho por la noche, eso me descoloca.
Me acuesto. Primero tengo que desacelerarme un poco, todo ese tema del sexo y el sueño me ha agitado interiormente. Dios, cuánto puedo soliviantarme yo solita, en la habitación oscura, y siempre por temas fundamentales. Es agotador. Yo conmigo misma. Joder. Mi terapeuta me ha ofrecido psicofármacos repetidas veces. Pero no los tomo, me angustian. Nunca los tomaría, ni que me mataran. Si estoy tan deprimida como para morir, y sucede con frecuencia, no voy a tomar una sustancia que me lo impida. Además, siempre tengo la sensación de que la depresión es la emoción más adecuada para este mundo, ¿por qué habría de eliminarla con medicamentos? La visión depresiva del mundo es la correcta. Más vale suicidarse que tomar medicamentos para evitarlo. Es más romántico, más honesto, más auténtico.
Por las noches, en la cama, mis pensamientos se ceban en mi madre, para quien tuve a mi hija. Cuando mi madre viaja con la pequeña, siento un pánico de muerte. Por mi hija. Me duele todo el cuerpo cuando va en coche con ella. Me imagino exactamente cómo, sin querer o premeditadamente, se empotra en el pilar de un puente y ambas mueren al instante. En la versión no premeditada su inconsciente no trabajado da un volantazo en cualquier pilar porque desea estar cerca de sus hijos con su nieta, es decir, quiere estar muerta. En la versión premeditada ella tiene plena conciencia de que lo que quiere es vengarse de mí porque está cabreada por el hecho de que yo pudiera seguir concibiendo y ella no. Cabreada por no volver a estar preñada de esa carne beatificante hasta el fin de sus días. Por no ser ya nunca más un dátil envuelto en bacon. Ni un bombón relleno. Ni un cordon bleu. Tiene que vivir sola con su cuerpo hasta morir. Va a resultarle duro. Me alegro mucho cada vez que mi hija vuelve a casa sana y salva, y me digo a mí misma: menos mal.
Tirada en la cama como un cadáver, aprovecho todavía para rumiar un poco sobre la sexualidad de mi marido, que es más agradable que pensar en niños carbonizados y las consecuencias.
Nuestra socialización sexual no podría haber sido más distinta. A él lo dejaban follar muy poco y no solía conseguir a la que deseaba. Padecía subabastecimiento crónico. Tenía sexo con chicas y mujeres que en realidad no le gustaban, porque las tías buenas no querían. Ese tipo de sexo en el que uno folla y después quiere largarse rápidamente. Yo eso no lo conozco. Yo me crie follando siempre con quien me apetecía. Me enamoraba de alguien, lo deseaba y tenía sexo con él. Nunca he tenido entre los muslos a nadie que no me pareciera por lo menos la mar de apetecible. Después del sexo nunca he sentido asco, ni he tenido mala conciencia, ni he deseado quitarme al otro de encima. Jamás. Nunca me he avergonzado de mis parejas sexuales. ¿Cómo pueden cuadrar dos socializaciones tan distintas? I take it for granted. No puede ser de otra manera. Para él sigue siendo un milagro que alguien se ponga ropa sexy por él y se acueste con él, se abra completamente de piernas delante de él y separe con las dos manos los labios de la vulva hasta casi romper la mucosa para que pueda lamerlos. En nuestra vida todo es negocio. Es así, qué remedio. Hasta ahora he salido beneficiada pero no quiero más. ¡Quiero ser libre! O al menos más libre. Y si uno quiere más libertad tiene que luchar por ella, y discutir y hablar, si hace falta, toda la noche. Con mi truco de siempre, y a fuerza de respirar, alcanzo el sueño. Buenas noches, grieta del techo, mi espada de Damocles.