MARTES

COMO siempre antes del sexo, hemos encendido los dos calientacamas con media hora de antelación. Mi marido los compró de alta calidad y llegan por ambas partes desde la cabecera hasta los pies. Para mí, con estos artilugios toda inversión es poca. Tengo un miedo horroroso a que después de conciliar el sueño esos chismes se pongan al rojo vivo y me achicharren en cuerpo y alma o me asfixien con el humo. Nuestros calientacamas se apagan solos al cabo de una hora. Nos tumbamos en el lecho de cuarenta grados de temperatura y miramos al techo. El cuerpo se relaja con el calor. Comienzo a respirar hondo y sonrío para mí, excitada por el placer que me espera. Luego me doy la vuelta y le beso, mi mano se introduce en su pantalón de yoga tamaño XXL. No tiene cremallera ni nada por el estilo, donde el vello o el prepucio pudieran engancharse. Al principio no le toco la polla, sino que me deslizo, siempre dentro del pantalón, hacia los huevos. Los empuño como una bolsita de oro y los sopeso suavemente con la mano. A partir de ahí engaño a mi andrófoba madre, que trató de enseñarme que el sexo era algo malo. Se ve que en mí la lección no ha calado.

Inspirar y espirar hondo. Es el único momento del día en que respiro correctamente. Durante el resto del tiempo tengo la respiración plana y boqueante. Estoy siempre al acecho, siempre controlada, siempre preparada para lo peor. Cuando tengo sexo, cambio por completo de personalidad. Mi terapeuta, la señora Drescher, dice que inconscientemente me escindo porque mi madre me educaba para que fuera un ser asexual. Y que solo por no traicionarla tengo que convertirme en otra en la cama. Funciona de maravilla. Me libero totalmente. Nada me corta. Soy la cachondez con patas. En esos instantes no me siento persona, sino más bien animal. Olvido todos los deberes y problemas, soy solo cuerpo y dejo de ser mi mente agotadora. Poco a poco voy deslizando la cara hacia su entrepierna. Noto su olor a macho, que no me parece tan distinto al de hembra. Cuando no se ha duchado inmediatamente antes del sexo —y cuando llevas tanto tiempo juntos como llevamos nosotros ya no se hace— alguna que otra gota de orina ha empezado a fermentar entre el capullo y el prepucio. Huele como en la cocina de mi abuela los días que había frito pescado en el horno de gas. A cerrar los ojos y tirarse a la piscina. Confieso que me da un poco de asco, pero al mismo tiempo ese asco me excita.

Lo limpio con cuatro lametazos y ya no huele. Hago como la vaca que limpia a la ternera con la lengua. Hundo la cara olfateando en el blando escroto y rozo la mejilla a lo largo de la verga empalmada que ya se le había puesto dura mientras lo besaba en la boca. Mi marido, Georg, es mucho mayor que yo, a ver cuánto tiempo le funciona todavía la erección. Le beso la ingle o como se llame, esa zona donde las piernas se unen al tronco. Es en ese momento, como muy tarde, cuando lo oigo gemir levemente y pedirme más. Por lo pronto solo se trata de atenderlo. Medito en detalle el ritmo que he de dar a cada movimiento para hacerlo enloquecer. Primero basta con la provocación. Detenerse en las ingles, seguir apresando firmemente los huevos con la mano. Pasar poco a poco de los besos al lameteo. Hago fuertes chasquidos con la boca para que no solo sienta sino también oiga lo que estoy haciendo. Bajo el escroto palpo la prolongación del tejido eréctil que llega hasta el perineo. Por cierto, ¿se llama perineo lo que tiene el hombre? Ahí se aprecia una línea parecida a unos labios de vulva pegados uno a otro…, pues sí, todo igual. En el fondo le doy satisfacción como me gusta que me la den a mí, imaginándome que tiene vagina. Pero alargada y salida, ¡muy salida! Aprieto el escroto con más fuerza y le masajeo el tejido eréctil que hay debajo.

Para no quedarme a dos velas froto mi vagina en su rodilla. Si enarco un poco la espalda, cuadra al milímetro. Mi lengua se pasea lentamente de las ingles a la verga. La lamo hasta dejarla completamente mojada y le echo la respiración encima para que sienta el fresco en las partes húmedas. Desde la verga voy apretando la lengua hacia abajo, en dirección a los huevos. Se los chupo con la boca y jugueteo con ellos. He aprendido a tener cuidado de no torcerle los cordones espermáticos, en una ocasión lo hice y le dolió mucho. Debajo del escroto masajeo con la lengua el perineo dejando un poco de saliva en el orificio anal. Para mi dedo. Pongo la lengua muy tensa y puntiaguda y recorro el perineo y la zona intertesticular hasta lo alto del capullo, al tiempo que le voy frotando, despacio, el esfínter con el índice. Previamente mojo los labios y el capullo con saliva. Cuando comienzo a chuparlo abro los labios muy poquito para que tenga una bonita sensación de estrechez. Y solo dejo entrar la punta del glande. Para dentro y para fuera. Para dentro y para fuera…, procurando que la saliva corra en todo momento. Así me lo enseñó un tío: que si se seca y se frota duele. Meto la polla cada vez más en la boca. Al bajarla, rodeo toda la verga con los labios ceñidos, mientras al subirla completo la acción chupando. Cuando llego arriba se produce un chasquido debido al efecto de hipopresión. Con los labios arrastro siempre el prepucio, por encima del capullo, y doy vueltas alrededor con la lengua. El glande me abomba la mejilla. En las películas porno las mujeres siempre mueven el prepucio bruscamente hacia delante y hacia atrás. Sobre todo el moverlo hacia atrás sería inaceptable para mi marido. Le causa verdadero dolor. Ni idea de por qué promocionan eso en los pornos. Una vez, en un libro sobre sexo, leí también que la mujer, cuando se lo hace con la mano, debería tomar la zurda si es diestra. Porque así no aprieta demasiado y le pone más sensibilidad al asunto.

Por desgracia, no me sé ese truco de las mujeres de los pornos que se la meten entera sin tocar la campanilla (a la de las vomitonas, me refiero). Más de una vez he estado a punto de echar las tripas cuando lo hacía, y lo he dejado rápidamente. ¡No hay que imitar todo lo que enseñan en las pelis porno! También he intentado tragar muchas veces, pero conmigo eso tampoco funciona. El sabor y la textura en la garganta, al deglutir, me parecen tan repugnantes que simplemente no me baja. Me produce una fuerte contracción de la faringe, acompañada de un sonido que no es precisamente agradable para el hombre. Tienes que ser una buenísima actriz para disimularlo, un esfuerzo que no merece la pena. Seguramente, en un one night stand me saldría bien, pero mi marido no se deja tomar el pelo de esa manera. Porque sabe que odio hacerlo, por eso tampoco quiere que lo haga. Lo único que puedo ofrecer es que se corra en mi boca, aunque saco el chorro de esperma con la lengua.

A veces, la boca y la articulación maxilar necesitan una pausa, entonces cojo con la mano la polla, mojada a fuerza de chupar, y tiro el prepucio con cuidado hacia arriba, sobre el capullo. Es una práctica que nunca se me hubiera ocurrido, pero cuando mi marido y yo nos juntamos, en una ocasión le pedí que se masturbara. Cuando dos acaban de conocerse, todavía hacen cosas muy divertidas. Y tomé buena nota. Andando el tiempo constaté que cuanto más lo acercaba yo con manos y pies al clímax de la autosatisfacción, tanto más disfrutaba él. A una no le bastan sus propias ideas para enfrentarse a décadas de socialización sexual. Por tanto, mi reto consiste en acercarlo al máximo a la autosatisfacción, pero con más recursos, claro está. Él solo puede usar la mano; yo, la lengua, la boca y un largo etcétera. Mientras sigo con la mano, levanto el escroto hacia la polla y con la otra mano froto en dirección al capullo. Eso le da la sensación de que le ciño firmemente el paquete entero.

Entonces, tendido de espaldas como un escarabajo, se me entrega completamente. Abierto de piernas, los brazos separados del cuerpo, los ojos torcidos, como hipnotizado. Tengo una gran sensación de poder cuando lo veo tirado así. Podría rajarle el cuello y ni siquiera se daría cuenta. De tanto en tanto me salgo del papel de servidora sexual y contemplo la escena como ajena a ella. Entonces no puedo menos que sonreír para mí porque todo lo que estamos haciendo parece muy gracioso. Pero borro rápidamente la impresión y continúo con la obligada seriedad.

Lo habitual es que empecemos a atendernos mutuamente. Cuando lo hacemos en la posición del 69 constatamos una y otra vez que sí, vale, es bonito verse en detalle las partes, pero la atención al otro distrae tanto que uno no puede aceptar cabalmente el placer que recibe. O una cosa o la otra. No es que lo hayamos hablado abiertamente alguna vez, es algo que se da sin necesidad de palabras. Es nuestra comunicación sexual. Mientras yo lo atiendo, siempre procuro poder rozarme en alguna parte porque, si no, él se adelanta varias leguas, tan cachondo está, y yo tengo que echar los bofes para alcanzarlo. Mientras le concedo un descanso a mi articulación maxilar y muevo con plena dedicación la piel disponible arriba y abajo, estoy sentada perniabierta en su muslo dejándolo todo pringado. Siempre entramos en un verdadero delirio, y me pone muy orgullosa ver lo que consigo hacer con mi marido.

Además del calientacamas, necesito que se tome otra medida. Tengo un miedo atroz a que nuestros vecinos me oigan durante el sexo. Por consiguiente, el preludio incluye el cierre de todas las puertas y ventanas. Muy pocas veces ha sucedido que, por fiarme de mi marido, él se haya dejado una ventana abierta. Si constato eso después de todo el escándalo que armamos, me muero de vergüenza. También para los vecinos es una molestia enorme. Mi marido no para de tomarme el pelo por esta actitud mía. Desde el punto de vista terapéutico lo tiene muy fácil para adoptar ese papel, porque puede estar seguro de que, de los dos, yo soy la reprimida. En la pareja cada uno toma el papel que ha quedado libre. Yo hago el de la angustiada, la compulsiva, la vergonzosa. Así, él puede hacer de relajado y exhibicionista. Porque yo me encargo, por él, de que nadie lo oiga. Cierro ventanas, puertas y cortinas. En ocasiones salgo en bata a oscuras y le digo que se mueva en la cama con la luz encendida para comprobar si fuera se ve lo que ocurre en el interior. Es que a veces nuestras cortinas me parecen demasiado delgadas. Son de seda de corbata con estampado de cachemir marrón.

En invierno hay días en que no basta con el calientacamas y traemos de nuestro sótano, como fuente de calor adicional, la lámpara de infrarrojos que mi marido utiliza para el dolor lumbar, un modelo aparatoso, ancho, caro. Y cuando el foco nos alumbra con su luz roja como si estuviéramos en un escaparate de Ámsterdam, me preocupa mucho que la cortina de seda pueda desvelar a los transeúntes dos cuerpos sudados, enredados el uno en el otro. Él sabe que estoy como una cabra, pero tengo que controlar por fuera si se nos puede ver con esa iluminación. Cuántas veces en la vida he constatado que al parecer las personas no piensan en las sombras que una bombilla de cien vatios proyecta en las ventanas. Y yo pienso: Virgen Santa, que eso nunca me pase a mí. Tengo que prevenirlo como sea.

Estoy, pues, satisfaciendo a mi marido. Puede ocurrir que esté tirado ahí durante minutos dejándose hacer. Suele tenderse boca arriba porque sufre dolor de espalda desde hace muchos años, lo mismo que yo, porque mi capacidad de empatía con mi marido es tan grande que también me duele la espalda. Odia aparecer débil ante mí. Solo estamos juntos porque imaginé que él era de una fortaleza bestial. Si le pregunto cada día «¿Cómo estás?», lo castro. Cuando solo quiero ser amable y mostrarle que me intereso por su estado… Es un problema que puede surgir cuando se está con una persona mayor. No se trata de mi comportamiento, sino del hecho de que le parezca muy grave tener dolor de espalda a mi lado.

El que simplemente esté tirado a la bartola es, creo, algo nuevo para él. Antes siempre estaba con mujeres a las que tenía que atender hasta el no va más, y entonces se quedaba a dos velas. ¡Pues muchas gracias, querido movimiento feminista! No era ese el plan. Que solo se corran las mujeres, y los hombres que se las apañen. Le encanta que yo sea su servidora sexual. Repito todo lo que sé y acabo de describir, a ritmo ya rápido, ya lento. Lo hago todo espontáneamente, sin pensarlo, como drogada.

Cuando estamos metidos en faena, me olvido del tiempo y el espacio. Es el único momento del día en que puedo desconectar. Realmente creo que se debe más a la respiración que al sexo propiamente dicho, o quizá a ambas cosas a la vez. Al contrario de lo que pretendía mi madre, en la terapia aprendí, a lo largo de los años, que también soy un ser sexual. Muy lentamente voy aprendiendo a percibir mi propio placer.

Antes, o sea todos estos últimos años con mi marido, respondíamos al tonto cliché de que la mujer nunca tiene ganas y el hombre quiere siempre y en cualquier lugar. Pero una vez que se habían tocado los botones precisos, pensaba para mí: ¿por qué nunca se me ocurre la idea de hacerlo? ¿Por qué no lo seduzco, por qué tiene que ser siempre él quien me seduzca a mí? Para mi marido era bastante humillante llevarse calabazas constantemente y tener que ser siempre él el iniciador de nuestra actividad sexual. Discutíamos mucho. Yo mentiría si dijera que tenía ganas de sexo. Ni una sola vez las tuve. Solo colaboraba para hacerle un favor y porque sabía que, de lo contrario, nuestra relación se iría al garete. Todos lo sabemos: si en la cama la cosa ya no funciona, el que todo se vaya al garete solo es cuestión de tiempo. De eso estoy firmemente convencida. Pero en cuanto la parálisis inicial estaba superada, yo me ponía a cien. Y después siempre decía: «¿Por qué no me recuerdas cuánto me divierto? Si lo hicieras, no me haría tanto de rogar».

Gracias a mi terapeuta, ahora soy cada vez más yo la que toma la iniciativa. Dos veces por semana digo: «¿Lo hacemos?». En el preludio solo puedo ser tan abnegada porque sé exactamente que después lo recupero todo con creces. Porque por mucho esfuerzo que ponga en satisfacerle lo más lascivamente posible, jamás llegaré a su destreza para lamer.

A menudo le pregunto si lo que le hago le parece mínimamente comparable en calidad a lo que él me hace a mí. Es un dilema. Nunca lo sabremos.

Cuando tengo la sensación de que ya basta de atenderlo, empiezo a parar. Él lo entiende correctamente y, muy agradecido, comienza a ocuparse de mí. Me abre las piernas y se estira poniendo la cabeza en medio para verlo todo sin perder detalle. Me explora milímetro a milímetro, como el ginecólogo. Por cierto, ¿los adultos también hablan de jugar a médicos? Sea como sea, es así. Es conveniente que los dos se hayan duchado el mismo día. Quien mira y olfatea desde tan cerca nota cualquiera impureza. Me coge la mano y me la coloca sobre la vagina. Sé exactamente lo que eso significa. Quiere que me masturbe para él. Yo, para mí sola, nunca lo hago. Mi madre me educó de una forma muy feminista. Creo que algo fue mal en esa educación, y me he convertido en una especie de católica sexual. Nunca me he masturbado a solas. Lo único que en mi caso se parece a una «masturbación», en el sentido más amplio del término, es cuando me rasco avergonzadamente el vello púbico. Creo que en esos momentos me engaño a mí misma. Primero pienso: cuidado, hay algo que te pica en la entrepierna, y entonces me rasco el vello rasurado, generalmente cuando estoy en la cama, y noto que eso me excita, y paro enseguida. Por alguna razón estúpida, antimoderna, no sigo. Confundo con enfermedad lo que es excitación en la entrepierna y me niego a reconocerla como tal.

Cuando llevamos varios días sin sexo y me he rascado secretamente entre las sábanas, el deseo llega a doler pero yo no quiero aceptar que estoy salida, y prefiero pensar que tengo hongos o cistitis o que me he contagiado de herpes. Pero mi inmunidad es total, si no fuera así, ya lo habría tenido mil veces. Porque dicen que el herpes se te pega o no se te pega, y parece que yo soy inmune. Al menos a eso. Esta manía de que tengo alguna enfermedad no se me va de la cabeza hasta que volvemos a tener sexo, por iniciativa de mi marido, claro, y de repente todas las molestias se me quitan follando.

Si mi marido lo desea, le hago el mayor espectáculo de masturbación de todos los tiempos. Cuando me está mirando y me lo pide, pongo el acelerador a fondo. Froto y refroto a lo bestia. Él no me mira a la cara ni una vez. ¡Porque en esos momentos soy toda vagina! ¡Yo soy mi vagina! Él se queda con la cabeza entre mis piernas y mira con lupa cómo pongo en práctica todo lo que alguna vez he visto sobre masturbación en internet o en un DVD. Sus ojos, su nariz, su boca solo están a unos centímetros de distancia de los labios menores de mi vulva. Hago movimientos circulares en el clítoris, separo los labios de la vulva, froto en medio y de vez en cuando introduzco un dedo o dos para follarme a mí misma. Aunque más que ponerme cachonda lo que consigo es divertirme, cuando veo cómo lo excita a él, de rebote también me excita a mí.

Mi marido no aguanta más y quiere hacer con su polla lo que están haciendo mis dedos. Estoy echada ante él y abro las piernas todo lo que puedo. Se desliza hacia arriba y azota varias veces mi vagina con su miembro endurecido. Creo que también lo ha copiado de un porno. Pero la verdad es que me parece estupendo que me haga eso. Sin que sepa explicar por qué ni en dónde está la gracia. Me da cuatro veces con la verga y me la mete. Suelo correrme enseguida. Bastan unas pocas embestidas. Mi madre y destacadas feministas me educaron enseñándome que el orgasmo vaginal no existía. Las tengo siempre sentadas entre Georg y yo susurrándome al oído: «¡No hay orgasmo vaginal!». Ahora, con treinta y tres años, tengo la mala suerte de tener que descubrir sola solita que eso no es cierto. En el sexo siempre lo he sentido así, pero creía que se trataba de una forma de correrse psicológica. Creía que solo por parecerme tan cachonda la idea de recibir sus embestidas, por pensar, sí…, sí…, síii…, está dentro de mí, me llena sin tocarme el clítoris, ya me corría. ¡Porque por motivos políticos me inculcaron de forma muy convincente que no existía un orgasmo distinto al clitoridiano! Y, claro, entonces llega el momento en que crees que estás loca o que, en el mejor de los casos, tienes mucha imaginación. En la cama noté que mi educación feminista estaba a mil leguas de la realidad. Muy escondidamente, y a espaldas de mi madre y de Alice Schwarzer, pensé: ¡están equivocadas! Si lo siento prácticamente todas las veces: ¡el orgasmo vaginal también existe! ¡Joder si existe! El número 20 de la revista Geo Kompakt lo confirma científicamente. Es mi número favorito, titulado «Amor y sexo». Me ha enseñado muchas cosas, incluso más que Emma. Siempre que mi marido y yo tenemos sexo, Alice Schwarzer está sentada entre los dos susurrando a mi oído: «Pues sí, Elizabeth, solo piensas que estás teniendo un orgasmo vaginal, solo te lo imaginas para someterte a tu marido y su polla del poder». De dicha Geo Kompakt aprendí que la mujer tiene dos vías para llegar al orgasmo y que puede llegar por las dos al mismo tiempo. Expresado en términos profanos, el orgasmo vaginal se transmite al cerebro a través de las vías nerviosas de las vísceras; el clitoridiano, a través de la médula espinal. A veces siento que me corro de una forma intensísima, supongo que es cuando se produce por las dos vías al mismo tiempo. También tengo la sensación de correrme antes si voy a lo mío. Quiero decir si soy yo la que hago las embestidas, si más que ser embestida por él yo me impulso contra su polla. Entonces consigo el ritmo preciso para mí y me corro en cuestión de segundos.

Hago mucho escándalo, me lo paso de muerte. Y se acabó. Él tiene que estar muy atento en no correrse porque, claro, le excita muchísimo que yo vaya a mi aire. Le mola lo cachonda que me pone su polla. Pero probablemente solo se esté convenciendo de que es así y en realidad me pongo cachonda yo misma. Por tanto tiene que concentrarse un momento como Dios manda, pensando en su madre católica o en lo que sea, hasta que yo haya terminado. Para no correrse antes y si te he visto no me acuerdo. Le agradezco mucho que se tome tan en serio lo de cederme el paso. Calculo que en los siete años de nuestra relación solo tres veces se ha corrido antes de tiempo dando al traste con mi orgasmo provocado por su polla. Pero cada vez ha reparado el fallo cumplidamente con la mano, la lengua o el dedo del pie. Siempre he sacado mucho provecho de su mala conciencia.

Salvo esas tres excepciones, a él le toca después de que me haya corrido yo. Entonces vuelvo a ser su servidora, como al principio. Es el único momento en que hablo durante el sexo. Por desgracia, no domino el dirty talk. Por la misma razón, seguramente, por la cual no me masturbo. ¡Todo culpa de mi madre! Como siempre. Le pregunto: «¿Cómo quieres correrte?». Tampoco es que haya demasiadas posibilidades. Escoge entre la oferta siguiente: mano, boca, vagina —pero yo lo follo a él, o sea que estoy sentada encima, también por amor a su espalda— y, muy rara vez porque ha llegado a dolerme mucho, ano. Cuando es la vagina, suele querer que me ponga de espaldas. Para que pueda agarrarme el culo y mirarlo. Me separa las nalgas para ver bien cómo su polla se mueve en mi vagina.

Me va contando con todo detalle lo que ve. A diferencia de mí, él es un as en el dirty talk. Lamenta mucho que yo no pueda ver cómo la piel de mi vagina ciñe su pene cuando subo. Dice que la piel parece estar haciendo de gorro a la polla, porque se queda un poco pegada y se estira alrededor de todo el miembro. Algunas veces en los siete años que llevamos juntos me ha rasgado un poco la piel del ojete al separarme las nalgas con brusquedad excesiva. Entonces, al día siguiente, después de haber pasado por el váter, le digo: «Por favor, la próxima vez no me separes las nalgas con tanta fuerza. Se ha fastidiado un poco. Gracias». Le entra mala conciencia y promete mejorar. ¡Cosas que pasan en pleno zafarrancho!

A menudo me da la sensación de que el sexo cachondo se mueve al filo de lo lesivo. También al abrirme la vagina para poder explorarla enteramente a veces me rasga la piel, tan sensible. Es un dolor leve que hasta cierto punto incluso me pone más cachonda, porque al sentirlo me convenzo de que él está tan salido que ha perdido el control, que ya no sabe calcular sus fuerzas. Suena como si fuera un hombre con síndrome de Down, pero es así como funciona mi cabeza en el sexo. Si todavía puedo aguantar el dolor, espero hasta que hemos terminado y solo entonces me quejo muy discretamente. Muchas veces también me ha pellizcado los pezones duros y excitados, ¡y vaya un dolor! Que me ha hecho daño se lo explico con toda delicadeza, para evitar que tenga demasiados remordimientos y la vez siguiente se pase de suave. Tampoco quiero eso. Y de ningún modo debe quedarse con la sensación duradera de que es un animal.

Ha llegado el momento de que se corra él. Con los años he desarrollado un truco que vi por primera vez en la película Chicken Ranch, de Nick Broomfield. Allí lo usan las prostitutas con sus clientes borrachos, para que el polvo termine antes y les salga más a cuenta. Porque en cuanto el hombre se ha corrido, se acabó el empalme y la prostituta se libra más rápido cobrando lo mismo. Ese truco lo uso yo al final del coito con mi marido. Cuando me he corrido, no veo muy bien por qué tengo que continuar una eternidad. A lo largo de los años he ejercitado fabulosamente mi musculatura vaginal y ahora puedo estrecharme mucho más de lo normal. No sé si con el parto una se da un poco, mi ginecólogo dice que no, que el tejido recupera el tono de antes. De todas formas, el que durante el sexo produzca yo tanto líquido tampoco favorece precisamente la sensación de estrechez en el hombre. En el preludio se agradece, pero después, cuando quiere correrse frotando la polla en la vagina, más bien resulta contraproducente. Cuando me la mete antes de estar bien mojada noto, por su reacción, que eso le pone más cachondo porque el roce es mayor. El caso es que una vez que me he corrido las ganas van a menos y quiero que el asunto termine. Salvo cuando es Navidad o la celebración de nuestro aniversario, circunstancias en que sí me dejo llevar a satisfacerlo largo rato después de haberme corrido. Entonces aprieto todo el paquete de músculos vaginales que tengo y él se corre enseguida, pero lo que es enseguida, sin remedio. El ser yo la que con esa firme llave interior alrededor de su polla determina el final de la fiesta me produce una sensación muy grata. Después de que se ha desahogado a gritos al acabar le pregunto burlonamente si se ha corrido.

Considero que el volumen sonoro contribuye a aumentar notablemente la sensación sexual, porque acentúa lo animal y desmadrado del acto. Antes, al comienzo de nuestra relación, yo era la única que gritaba como para romperle el tímpano. Ahora él también pega unos gritos que me dejan el oído destrozado. Es la mar de divertido.

Soy muy contraria a los juegos poscoitales. El sexo me pone hiperactiva y quiero levantarme enseguida y hacer algo, como lavarme, por ejemplo. No porque me sienta sucia, sino porque soy propensa a la enfermedad de mujeres por excelencia: la cistitis. Y no me puedo quitar la sensación de que es después de tener sexo cuando cojo esa inflamación con particular frecuencia. De manera que para mí, al margen de toda ciencia, la culpa la tienen las bacterias masculinas. Me las quito rápidamente lavándome y dejo a mi marido tirado en el lugar de los hechos, porque nada más terminar el sexo cae en una profunda relajación y duerme como un tronco, a veces durante horas. How does a cliché become a cliché? He leído que ese comportamiento diferencial del hombre y la mujer después del sexo es completamente normal y se debe a las hormonas. Me tranquiliza mucho verlo fundamentado científicamente porque antes tuve que escuchar durante años lo poco romántica que era si enseguida me levantaba y recogía la mesa, por ejemplo. En el artículo decía que ese chiste tan traído y llevado de la pequeña muerte del hombre y la hiperactividad de la mujer después del sexo tiene que ver con la liberación de hormonas distintas. Adoro la ciencia porque elimina la mala conciencia —un ripio, pero es la pura verdad—. Desde que lo sabemos, enseguida puedo bajar del catre y hacer algo sin que me miren mal. Él ya duerme como un bendito y yo apago los dos calientacamas para que no se asfixie durante el sueño. Y cojo un animal de peluche de mi hija que está tirado en el suelo de nuestro dormitorio, un orangután, y lo sostengo contra la vagina para que no se salga el esperma mientras camino hasta el baño. Lo curioso es que en las películas, después de que una pareja haya tenido sexo, nunca pasa que en algún momento toda la lechada se escurra por la entrepierna de la mujer. Eso fastidia mucho. Sonrío para mí. Después del sexo la cabeza está libre de problemas. Después del sexo siempre pienso que más libre y relajada, imposible. Poco antes del cuarto de baño está el cesto de la ropa sucia, de ratán, porque nos gustan mucho las prendas antiguas y en marrón oscuro, como preparación para la muerte, y ahí dentro meto el orangután y voy derechita al baño. Si mi hija encuentra el animal de peluche ahí dentro, el esperma ya se habrá secado. Además, una criatura más bien lo tomaría por moco. Me siento de espaldas en el bidé y me lavo tal como de niña vi en El tambor de hojalata.

Mi madre, de niños, siempre nos puso películas no aptas para menores. Opinaba que para el cine de valor artístico no podía haber autocontrol voluntario. Lo tengo tan metido en la cabeza que después del sexo, sentada en el bidé, me siento como la criada de El tambor de hojalata, Katharina Thalbach, haciendo anticoncepción a posteriori al tratar de quitarse con agua el esperma de su patrón. Creo que nunca podré borrar aquellas imágenes de mi cabeza. Después de lavarme a fondo con jabón me aclaro con agua.

Cojo la toalla áspera, secada al aire para bien del medio ambiente, y me seco la entrepierna con apretones excesivos. Quiero terminar rápido. Mi niña está a punto de llegar del cole y queremos cenar pronto. Todavía no hay nada preparado.

Me contemplo desnuda en el espejo. Después del sexo es cuando más guapa estoy porque tengo las facciones completamente distendidas. Los pechos están abundantemente regados con sangre y un poquitín más grandes; los pezones despuntan; las pupilas se han dilatado como cuando te drogas; los labios menores de la vulva, gruesos e hinchados por el roce y el deseo, sobresalen entre los labios mayores. En el cuello y entre los pechos tengo mis típicas manchas orgásmicas de color rojo. Estas no se pueden simular. A mi marido estas manchas rojas en mi piel blanca le ponen contento porque siempre tiene miedo de que finja. Pero no lo hago ni tengo por qué. Luego me peino para no estar tan descuidada cuando venga Liza. Con el desmaquillador y un bastoncito de algodón me quito el pringue del sexo bajo los ojos. Y doblo dos hojas de papel higiénico que me meto en las bragas antes de subírmelas. Nunca más de dos, eso se lo enseño también a mi hija cuando tiene que ir al baño. Todo por el medio ambiente.

A hurtadillas y haciendo el menor ruido posible entro en el cuarto-armario al lado de nuestro dormitorio para sacar ropa cómoda. Porque antes de cenar con la familia necesito escaparme a la consulta de mi terapeuta, la señora Drescher. Allí puedo presentarme vestida de cualquier manera. Ahí está la gracia. Da igual qué pinta tenga o cómo huela, allí siempre me puedo dejar caer, me encuentre como me encuentre. ¿No es eso lo que suelen decir los fanáticos de su dios? Aunque como no las tienen todas consigo prefieren lavarse antes, por si su dios no es tan amable como ellos lo inventan.

La señora Drescher hasta está deseando que alguna vez use el váter de su consulta, para aguas mayores, pero a eso todavía no me atrevo. Lo estamos trabajando.

Después subo a la cocina. Voy cerrando todas las puertas para poder hacer ruido cuando venga mi hija sin despertar a Georg. Sé que mi marido duerme por lo menos una hora. Me convenzo de haberlo agorado, así me resulta más fácil dejarlo dormir porque me siento orgullosa. Durante esa hora cocino algo sano. Y respirando hondo consigo que desaparezcan las manchas rojas del riego sanguíneo en el cuello, no quiero que mi niña las vea. A los niños no les gusta que los adultos tengan sexo. De la pila de las tablas de cortar, saco la que tiene grabada a fuego Ajo y cebolla, y del cuchillero imantado el cuchillo con el emblema del molino y la inscripción Ajo en letra Edding. Desde que he dejado de fumar tengo las papilas olfativas y gustativas tan finas que al comer fruta noto qué se ha cortado antes con el cuchillo, y si ha sido ajo o cebolla casi vomito. Si las cosas que deberían tener un sabor dulce saben saladas, me dan ganas de subirme por las paredes. Eso me pasa desde que me he hecho mayor, antes era más relajada. ¡Mucho más relajada!

Debajo del fregadero, en la caja de madera, viven las cebollas. Eso lo decía mi abuela: «Now, where do the onions live?». Mi exsuegra me enseñó un buen truco para cortarlas sin sufrir. Para freírlas en la sartén, como base de prácticamente cualquier plato que preparo, se cortan en dados tan finos que casi se disuelven durante la fritura. Pelo la cebolla, le quito la cabeza y el culo y saco la lengua, solo la punta, con eso basta, porque el ácido que suelta la cebolla busca el punto húmedo más cercano, que, si tenemos la boca cerrada, es el ojo y produce una sensación desagradable. No me gusta llorar. Mejor ni empiezo porque no paro. Pero, al sacar la lengua, esta intercepta todo el ácido antes de que llegue a los ojos. Así el ojo no escuece y me evito las lágrimas. Giro la cebolla con la cabeza cortada hacia mí, le hago muchos tajos horizontales y verticales muy juntos y corto los pequeños dados por el lado. Los echo en la sartén con el aceite de oliva biológico y los rehogo hasta que están transparentes. Saco de la nevera la col de Saboya, que es la hortaliza más guapa que existe. Con mi cuchillo grande y muy afilado la parto por la mitad y miro la cara detenidamente. De fuera adentro va tomando un tono cada vez más verde claro. Con dos cortes en cuña le quito el troncho, que tiro al cubo de la basura biológica debajo del fregadero, y corto la col entera en tiras finas. Al principio siempre pienso que es demasiado, pero al rehogarse en la sartén el volumen se reduce. Le echo un puñado de lo que es mi ingrediente especial: caldo de hortalizas biológico sin extracto de levadura. Ha sido muy difícil encontrarlo. Incluso en las tiendas biológicas tienen solo caldo con extracto de levadura, el término que los timadores ecológicos utilizan para no decir glutamato monosódico. Yo, como buena madre, no puedo tolerar que el glutamato entre en nuestra cocina.

Cuando en casa todavía comíamos carne, antes de la era de Jonathan Safran Foer, hice varias veces un experimento: preparaba caldo de pollo auténtico con un pollo entero y sus huesos. El éxito que tenía con mi familia era regular. Al día siguiente les ponía caldo de pollo biológico de sobre comprado en la tienda biológica y todos quedaban encantados. Solo se debe al potenciador del sabor que es el glutamato, o sea, el extracto de levadura, nombre de resonancias inofensivas. Si acostumbro a mi familia a esa sustancia gustativa acabará gustándoles solo aquello que está potenciado artificialmente y dejarán de apreciar las cosas naturales. Por esta razón no quiero tener nada que ver con eso.

En la sartén vierto los polvos de caldo biológico especial sin glutamato —los encontré en internet—, un poco de agua para la cocción de la hortaliza, un vaso entero de nata, un trozo de mantequilla, mucha sal, mucha pimienta, y lista está la cena.

Suena el timbre de la puerta, le abro a Liza. Caminando hacia la puerta pienso: cocinar ayuda a no volverse loco. Las hortalizas ayudan a que una no enloquezca.

—¿Qué tal el cole?

—Bien.

Cuando la veo entrar con su chubasquero de adolescente, sus vaqueros pitillo y sus botas, no puedo creer lo mayor que está. ¿Esta es mi hija? Qué maravilla. Lo he conseguido, ha superado lo peor, se suele decir. He conseguido que todavía esté viva. Esto en nuestra familia no es nada habitual. Uno de mis hermanos a los seis años ya estaba muerto, el otro a los nueve, el tercero a los veinticuatro, una meta para la cual todavía tengo que entrenarla. Pero ya he conseguido más que mi madre. Mi hija sigue viva. O sea, el cien por cien de mis hijos ha superado los seis años. Ella tuvo cinco hijos, de los cuales tres están muertos. Uno de ellos era más joven de lo que mi hija es ahora, o sea, había perdido el veinte por ciento de sus hijos antes de que cumplieran ocho.

En un visto y no visto friego las cosas que he ensuciado para cocinar. El olor a cebolla no tiene que quitarse por completo porque la tabla solo se utiliza para eso. ¡Somos tan casposamente apañados en casa!

—¿Podrías dejar de tirar el chubasquero al suelo cada vez que entras?

—¿Por qué?

—¿Dónde está tu criado que te lo recoge todo?

Apunta hacia mí.

Las dos nos echamos a reír. Recoge el chubasquero y lo cuelga en el perchero infantil tallado a mano que solo me llega a la altura de la rodilla.

—Pon la mesa, por favor.

—No quiero.

—Entonces no cenarás.

—Vale.

Pisando fuerte y ostensivamente se dirige hacia la encimera, se encarama como en la barra de gimnasia haciendo palanca con la punta de la bota en el tirador del cajón y se pone de pie.

—¿Qué hay? —pregunta.

—Col de Saboya.

Levanto la tapa de la sartén.

—¿Nada más?

Pone los ojos en blanco y saca la lengua un instante.

—Nada más y nada menos.

Le sonrío. Es un viejo truco mío preparar una gran cantidad de una sola hortaliza. Ella llega con hambre del cole, y por mucho que se queje de la hortaliza que he elegido, al final come hasta la saciedad porque no hay otra cosa. Eso como madre me hace muy feliz. A la criatura hay que alimentarla bien. Hay que meterle muchas vitaminas en la barriga. Yo para eso estoy dispuesta a todo. Porque quiero a mi hija.

A lo largo de los años una va pensando cómo se hace que se es una buena madre. Y si digo hacer como que, me refiero exactamente a eso: hacer como que. ¿Cómo hago que soy la mejor para mi hija? Quiero ser hogareña, pasar el mayor tiempo posible en casa. Para que su día a día sea muy aburrido, repetitivo, cosa que no fue el mío. Para que, como consecuencia de ello, salga al ancho mundo porque en casa reina el aburrimiento.

En mi infancia todo era demasiado agitado, siempre nos mudábamos de casa, siempre había padres cambiantes, de manera que no tuve más remedio que volverme casera y aborrecer los viajes y la agitación. Cocinar cada día. Encargar poca comida a domicilio, como mucho cuatro veces al año, no ir nunca nunca nunca, solo por encima de mi cadáver, a un McDonald’s.

En nuestra casa siempre se come sentado a la mesa del comedor, con todos los presentes. Durante la comida nadie puede coger el teléfono, leer ni cantar. No sé por qué, pero lo del canto parece ser un gran problema, mi hija y mi hijastro siempre quieren cantar. Eso está estrictamente prohibido, porque, si no, la comida no entra en la boca. Pero, bueno, estas son minucias comparado con todo lo que hago para cumplir el papel de buena madre ante mi hija. Antes en la lista figura lo siguiente: le hago ver a cada segundo, con mi comportamiento, que es una criatura deseada y una hija del amor, cosa además cierta. Le muestro que me parece bien que naciera. Que estoy orgullosa de ella, de cómo es, de lo que sabe hacer, y le digo con regularidad que la quiero. Le digo que es lista y guapa. Y muy divertida. Que lo puede aprender todo siempre que se lo proponga. Trato de señalarle mediante hechos que aunque no se parezca a mí la acepto, la quiero, no importa qué locuras vaya a cometer todavía en su vida. Eso mi madre conmigo no lo hizo, siempre me daba a entender que o era como ella o no me quería. Esto no pasará de generación en generación. Porque lo corto yo. ¡Que se chinche!

Liza coge tres platos del estante, se sienta, deja los platos en la encimera y baja saltando, ágil como un mono. Para poder poner nuestro lado de la mesa tiene que apartar los periódicos deshojados, el Zeit y el izquierdista Freitag, los únicos que leemos. En la mesa cabrían siete personas, pero solo usamos un extremo para estar juntitos. Si la obligo a poner la mesa es porque lo leí en un libro sobre educación, de Jesper Juul. Mi primer impulso es hacerlo todo yo por ella para demostrarle cuánto la quiero. Pero así seguramente nunca aprendería nada y a los dieciséis no sería capaz de lavar la ropa o llenar el lavaplatos. Tengo que resistir ese primer impulso y torturarla. Haciéndole hacer cosas que en el fondo no tendría que hacer en nuestro hogar. En ese libro sobre educación dice que al niño hay que enseñarle las cosas antes de que cumpla doce años para que, si se tercia, incluso pueda vivir solo. Que después es tarde para el aprendizaje. Me estoy dando prisa para conseguirlo en los cinco años que nos quedan. Poner la mesa, doblar la ropa, recoger la habitación y limpiar el lavabo.

Sube Georg. Tiene cara de dormido, le dirijo una sonrisa que quiere decir: ahora no puedo hablar, porque está la niña, pero ha sido cojonudo. Me devuelve la sonrisa. Lleva sus calzoncillos largos blancos con bragueta, muy holgados. A menudo lo piropeo porque parece un vaquero del Oeste en día de descanso, y eso me gusta. Cuando le acaricio el culo, cosa que hago con frecuencia si la niña no mira, la tela resulta increíblemente suave al tacto, se ha lavado ya cien veces y en muchos puntos está casi transparente.

En la revista Geo Kompakt (¡debe de ser mi nueva Biblia del sexo!) he leído sobre una teoría que cuadra perfectamente con mi amor por mi marido. Se llama «teoría del puente colgante». Una mujer bastante atractiva, que en el test hace de gancho, para a muchos hombres en situaciones completamente normales, en una zona peatonal o por la acera, y les hace una serie de preguntas; aparentemente, para un estudio científico. Los hombres contestan educadamente, y ella les da su número de teléfono por si quieren conocer el resultado de la encuesta. Hace lo mismo sobre un puente colgante en un parque, por el que no paran de pasar adultos. El puente se mueve al viento, y la mujer hace las mismas preguntas y va dando su número a los hombres. El resultado del experimento es que la llaman notablemente más hombres del puente colgante que de la calle. Eso significa que en situaciones extremas las relaciones se establecen con más rapidez. La sensación del puente colgante les dice a los hombres: oh, usted y yo pasamos juntos por aquello, me parece usted muy atractiva. Porque en una situación extrema buscas un vínculo con el compañero de infortunio. En el caso de mi marido y yo, el puente colgante para conocernos fue el embarazo, mejor dicho, el parto.

Nos conocimos de forma totalmente aburrida, como todas las parejas, en el trabajo. Él era galerista y quería exponer mis fotografías. Su mujer estaba a punto de dar a luz, mientras yo estaba recién parida. Los dos acabábamos, pues, de fundar una familia con otra pareja. Hasta aquí el puente colgante. Y, luego, zas. Volamos como dos cometas el uno sobre el otro. Fue amor a primera vista. Pero sin que nos diéramos cuenta. Todo pasaba como en la trastienda de la cabeza, como actúa un troyano en un ordenador, más allá de nuestra percepción consciente. Pensábamos: qué bien que nos entendamos, tenemos que ser amigos como sea. Nos sentíamos almas gemelas, todo puramente platónico, por supuesto.

El parto resultó ser nuestro puente colgante. Él lo quería saber todo de mí y de nuestro parto, no había otro tema entre los dos. De paso, empezamos a trabajar juntos. Demasiado pronto, es decir, antes de acabar el permiso de maternidad, tuve que exponer, o pude exponer, mis fotos en su galería. A causa del estrés —estrés positivo, no nos confundamos— me quedé sin leche a los tres meses de lactancia. Así que pude volver a trabajar a dedicación completa y mi novio de entonces por fin pudo colaborar en la cría del pollito. Cuando mi futuro marido parió, con su mujer de entonces, claro está, yo estaba más nerviosa que en mi propio parto. Tenía la sensación de que iba a tener una segunda criatura por lo unida que me sentía al padre. De hecho, los dos niños están tan próximos en edad que uno ya no se quita de encima la sensación de que son gemelos. Es como si todo estuviese predeterminado. Dicen que no hay predeterminación ni Dios ni destino…, qué puñetas, joder, solo existen el azar y los puentes colgantes. Creíamos ser amigos, no mentimos a nadie porque ni nosotros mismos éramos conscientes de lo que pasaba. Cuando nació su hijo, ¿a quién llamó? Se fue del hospital después del parto y no llamó a su madre ni a sus hermanos como suelen hacer los hombres, qué va, ¡me llamó a mí! Me alegré tanto por él. Todo había ido bien.

Yo había observado a mi marido de entonces durante el parto y pensado: pues se puede hacer mejor. Y mi futuro marido había observado a su mujer en el parto y pensado: pues se puede hacer mejor. Y los dos sabíamos quién lo haría mejor. ¡Nosotros! Cuando él tuvo su propio hijo nuestro amor era ya imparable. Yo pensé: él es más fuerte que mi marido. Y él pensó: ella es más fuerte que mi mujer. Después resultaría que era un error, como resulta ser un error casi todo lo que al principio, cuando se está enamorado, uno piensa del otro. Él es el macho, y naturalmente tiene un hijo. Yo soy la hembra, y naturalmente tengo una hija. Todo cuadraba a la perfección si no hubieran estado las respectivas parejas. Había que quitarlas de en medio. ¿Pero cómo? Yo me lo imaginaba muy fácil. La verdad es que tenía el ejemplo de mi madre, la abandonadora por excelencia. Él tenía como ejemplo a los gilipollas de sus padres, cristianos de fidelidad suprema que llevaban más de cincuenta años casados. En toda su familia, cero coma cero casos de divorcios. ¿Cómo iba a salir de ahí? Su mujer enseguida se dio cuenta:

—¿No te vas a enamorar de esa?

En mi opinión las mujeres estas cosas las notan antes que los hombres, o por lo menos son tan imbéciles de decirlo en voz alta, pues a partir de ese momento todo se va a pique:

—¿Todavía me quieres?

—Hummm…

Lo dudó un segundo. Pillado. Qué mal actor es. Tendría que haber dicho: «¡Claro que te quiero, bonita! ¡Qué pregunta!». Entonces habríamos tenido más tiempo para pensar. Pero así lo de ellos se acabó antes de poder salvarse.

Porque eso fue lo primero que intentó hacer. De repente le llegó la crisis cristiana y quiso salvar a su familia.

—Tenemos que dejar de vernos, acabo de tener un hijo y debo darle otra oportunidad a ella y a nosotros. Por el niño.

Tuve que esperar. Durante toda la dolorosa espera estaba convencida de que lo arreglarían. Porque una es así cuando está enamorada de verdad, entonces no vas de arrogante diciendo que por supuesto, ningún problema, de todas formas volverás. Yo a mi exmarido todavía no le había tenido que decir nada, parecía no darse cuenta o realmente no lo notó. Por otra parte, tampoco había mucho que notar.

No tuvimos sexo ni una vez antes de dejar a nuestras parejas, por eso me extraña tanto que la cosa funcione tan bien entre nosotros. La verdad es que funciona cada vez mejor, incluso a nivel sexual. Nunca había podido experimentar cómo es tener sexo con la misma persona durante mucho tiempo. ¡Gracias, mamá!

No obstante, estoy segura de que las personas se juntan solo por el sexo, por pensar que el otro se acopla. Por los genes, en definitiva, es algo que se huele, entonces hay también acoplamiento acrobático. Cuando se tiene buena conexión con el propio olfato y no se fuma destruyéndolo, se encuentran los mejores genes y la acrobacia más cachonda. De eso estoy firmemente convencida. Debí de olerlo. Todo. Su sexualidad. Su vocación proveedora. Nunca habíamos hablado de eso, del dinero, del sexo; simplemente había amor, y a la postre todo encajaba. Antes, en absoluto. Una vez leí una cita, creo que era de Goethe pero también podría ser de Yoda, and it goes a little something like this: El amor y el enamoramiento no son más que la superestructura filosófica romántica para que no tengamos que admitir en nuestro fuero interno que simplemente el otro nos pone cachondos. Estaba mejor expresado, pero ya no encuentro la cita. O quizá solo soñé haberla leído. Da igual, el caso es que lo creo firmemente. Es la explicación de toda esa locura que se da entre los adultos.

Mi marido no es nada guapo. Para empezar, el amor no tiene nada que ver con el aspecto físico, ni mucho menos. Que os follen a todos con vuestro «Mi hombre de ensueño tiene que tener tal y cual aspecto, signo del zodíaco, estatura, color de pelo»; que no, que no es así como funciona el amor. Lo primero que vi en él y que me llamó la atención en lo negativo pero también atrajo mi interés fue su codo estropeado. La primera vez lo vi en camisa de manga corta. Brazos blancos musculosos y peludos y un codo deforme que salía de una forma completamente extraña, una especie de sobrehueso recubierto de cicatrices. El fantasma de la Ópera pero en versión cubital.

Le pregunté sin rodeos por qué lo tenía así. Lo hago siempre, por instinto de fuga, si el otro se ha dado cuenta de que lo estoy mirando fijamente. Me dijo que se trataba de una lesión de la infancia. Se había roto el codo y tenía que desplazarse a rehabilitación siempre solo y en invierno. Una vez que había hielo en el suelo se bajó del autobús con la fractura recién curada y cayó sobre el codo de tal manera que tuvieron que operarlo varias veces porque se había astillado todos los huesos de la articulación. Nunca consiguieron dejarle el codo redondo, por eso le sobresale un hueso como la aleta de un tiburón. Me impresionó mucho.

Después de lo del brazo observé una gran cicatriz en su pómulo. La segunda cosa que le pregunté fue de dónde le venía ese costurón. Pues venía del cáncer. Poco antes de conocernos, tuvo un melanoma. Nada grave. Es decir, se lo descubrieron en una fase temprana y pudieron extirpar todo el tumor sin que se diseminara. Y se acabó. Solo que en la recámara del coco siempre tiene presente que la muerte ya llamó una vez a su puerta. Desde nuestra primera conversación sabía que estábamos hechos el uno para el otro, y también sabía que yo lo enterraría a él. Seré una triste viuda de canceroso. Me explicó que venía de una familia de cancerosos. En su familia o morían de cáncer o vencían diversas formas del mismo, obteniendo una breve prórroga. Entonces yo ya sabía cuál era la espada que me llevaba a casa con mi gran amor, aunque solo lo tenía claro en el sótano de mi yo.

En la azotea tenía metida la idea de que a lo mejor trabajaríamos juntos. ¡Qué galerista más bueno! Qué buena persona. Pero, para comenzar, ¿de qué temas hablar? El primero: los traumas de la infancia; el segundo: el cáncer familiar. Eso ya lo dice todo de nuestro amor. Y él me bombardeó a preguntas sobre el accidente de coche de mi familia en el que murieron mis tres hermanos. Desde el comienzo de la relación la muerte se pasea al lado de nuestro amor. De hecho, desde el principio los dos tenemos carnet de donante de órganos y hemos redactado y firmado testamentos y documentos de voluntades anticipadas. Para nosotros esto es romanticismo puro.

Georg se sienta ante el portátil que hay en la cocina y consulta el Spiegel Online para ver si algo ha cambiado en el mundo en los últimos minutos. Liza no para de molestar porque se aburre.

—¿Qué hago ahora, mamá? Estoy aburrida.

—Pues mira si falta algo. ¿Quizá las bebidas?

—Sí, ¿qué bebéis?

Nuestra respuesta de cada día sale como de una sola boca:

—Agua del grifo.

En nuestra casa, para cumplir con la función parental modélica, no se bebe alcohol y están prohibidas todas las bebidas azucaradas. Primero, por yanquifobia normal y corriente, y segundo porque son muy insanas. ¿Por qué beber dulces cuando se tiene sed? Las bebidas dulces aumentan la sensación de sed. Son como una tortura. ¿Cómo se puede dar a unas empresas dinero por bebidas que provocan sed? Es como dar hiel y vinagre al Jesús crucificado viendo que se está muriendo de deshidratación. Una tortura más.

Liza vuelve a trepar con zapatillas a la encimera para sacar vasos del armario, vuelve a bajar saltando y llena los vasos hasta el borde. Luego los lleva a la mesa haciendo equilibrios. Tengo que controlarme mucho para no decir nada. Es duro ser madre, tener que comentar todo lo que haga una criatura. Una siempre ve venir la desgracia, y al final viene. Es terrible. Terrible. Terriiible.

—¿Pondrás un salvamanteles en la mesa, mi amor?

Como mi marido ahora está despierto, dejo a mi hija bajo su custodia. Me desconecto, ellos ya lo saben. Hora del patio para los dos hasta que vuelva. Vuelvo pronto, la terapeuta no está lejos. Al salir apago el fuego de la sartén para que no se me mueran calcinados mientras no puedo cuidar de ellos. Nuestro horno es de gas, siempre peligroso. No voy a permitir que otro incendio me quite a más familiares.

—Hasta dentro de un rato, chicos. Ninguno contesta. Es lo que ocurre en una familia bien avenida.

Me voy a la consulta de mi terapeuta, ubicada en otro barrio. Tengo que ir tres veces a la semana, siempre una hora, mejor dicho una hora en términos terapéuticos, que son cincuenta minutos en términos humanos. Hago terapia para poder con el día a día, creo que sin la terapeuta me habría muerto ya en más de una ocasión. Psíquicamente hablando, me ha salvado la vida muchas veces. Mi hija Liza sabe exactamente que su mamá va a la misteriosa terapeuta. Nunca ha querido saber lo que hago allí, y me alegro de que pregunte lo más tarde posible porque cuanto mayor sea mejor podré explicárselo. «Mamá va allí para jorobarte menos, hija mía, para no agobiarte con su rollo. Para que puedas ser más libre».

El viaje en coche suele ser penoso. Mi terapeuta, la señora Drescher, dice que eso forma parte de la terapia, porque yo me resisto a las molestias que esta conlleva por el mero desplazamiento. Como sé que el accidente desempeña un papel importante para ella, pienso que en realidad no tendría que ir, que estoy bien. ¿De qué sirve eso? Invento toda clase de razones para no ir, y mientras me estoy desplazando mi terapeuta incluso me parece mala, me parece que se sobrestima enormemente con su sofá y su psicoanálisis. ¿Qué es eso de un análisis? Lo hago pero no tengo ni idea de para qué sirve. ¿Algún día me darán un certificado? ¿Como el hemograma en el análisis de sangre? ¿Un psicograma? Estaría bien, porque podría dárselo a leer a mi marido y, cuando tenga la edad suficiente, también a mi hija, como manual de instrucciones. Eso nos facilitaría la vida a todos. Vaya preguntárselo a la señora Drescher. Dice que la descalificación que hago de su persona mientras me dirijo a la consulta forma parte de la terapia. Estupendo, me tranquiliza. Así me siento decididamente mejor. Mientras conduzco, trato de hacerlo todo bien, tengo que evitar un accidente a toda costa. No necesariamente porque no quiera morirme, no es eso, a veces incluso pienso, como una anciana, que estaría bien tener paz de una puñetera vez, paz absoluta. Pero al tener una hija cotizo alto, no debo hacerle a mi hija eso de morir o quedar herida, por tanto soy una conductora muy precavida. Siempre cedo el paso a los demás, sobre todo a las mujeres, para que no se me acuse de tigresa agresiva, que también las hay al volante. Conduzco de manera muy prudente, dejo mucha distancia con el coche que tengo delante, evito toda clase de errores, aplico al cien por cien cuanto aprendí en la autoescuela a los dieciocho años, todo para sobrevivir y no matar a otros. En mi caso, debido a mi pasado, siempre se trata de vida o muerte, incluso en el corto trayecto hasta la terapia.

En el aparcamiento me bajo del coche. Me llevo todos los objetos de valor, porque curiosamente mi terapeuta tiene la consulta en una mala zona. Además, en el piso undécimo. Lo que para mí es una verdadera catástrofe. Le he dicho ya muchas veces que no quiero seguir. Que haga el favor de buscarse una consulta en alguna planta baja. Entonces iría más a gusto. Mucho más a gusto. Ella se ríe de mí y dice:

—Pues tendrá que superarlo, señora Kiehl. Mi consulta se va a quedar aquí.

Además, quiere que volvamos a hablar con calma de mi fobia a las alturas y al ascensor, al fuego y al humo. También tengo miedo de que el edificio, demasiado alto, se venga abajo cuando esté dentro. Mientras voy entrando, ya hablo sola: «No puedo aceptar que porque lo quiera la señora Drescher tenga que meterme ahora en este ascensor. No puedo aceptarlo». La mayoría de las veces huelo humo o gas en el mismo portal. Es algo que tiene gracia y viene de antiguo: porque resulta que una vez mi madre encontró a su madre tirada medio muerta en el suelo de la cocina, ante el horno abierto del que salía el gas. Había tomado somníferos y también se los había dado a su hijo menor, al que quería llevarse con ella. Pero no a mi madre, que entonces era todavía una criatura. ¡Por la razón que fuera! Y este es nuestro gran drama familiar, es decir, hasta que el accidente borró todo lo demás. Por eso siempre voy olisqueando, como un animal. Busco el peligro con la nariz. En otras personas el primer órgano de alerta es el oído, en mi caso es la nariz. Simplemente porque sé que mi familia y yo seremos extinguidos por el fuego, el humo o el gas. Quizá sea ese también el motivo por el cual odio a los fumadores como la peste. Me provocan el impulso de la huida. Cada vez que huelo un cigarrillo encendido pienso que algo se está quemando y me entra un miedo de muerte, solo por un instante, pero lo suficiente para hacerme saltar el corazón y descargar demasiada adrenalina. Es muy desagradable.

Cuando subo en el ascensor a la consulta, a veces huele a humo porque algún cerdo adicto ha fumado, pues los fumadores por lo general no pueden esperar. Entonces no sé qué hacer y lo primero que pienso es que algo se está quemando. Hasta que descubro que solo se trata de humo de tabaco ya he envejecido cinco años de puro miedo. Por eso detesto a todos los fumadores. Porque expanden un olor a muerte. Está metido en su pelo, en su ropa y en todas partes donde se encuentran.

Ya me da un patatús cuando, todavía abajo, los números digitales me indican el piso desde el cual viene el ascensor. ¿Tantas plantas tiene el edificio? La undécima no es la más alta del inmueble. A veces el ascensor viene de más arriba. Y pienso: ¿tengo que exponerme yo a eso? La de cosas que pueden pasar mientras suba. Me imagino que el ascensor se queda atascado, que hay un incendio y que me achicharro en esa lata de conservas incandescente, que el suelo se pone tan caliente que ya no aguanto de pie y me siento, pero la piel y la carne del culo se me calcinan y vuelvo a levantarme gritando y veo cómo una humareda se va colando poco a poco a la cabina. Grito mientras todavía me llega aire, el humo me arde en la garganta, en las cuerdas vocales, no paro de toser y se me va la voz. Tengo el dedo clavado en el botón de emergencia. No sucede nada. Desesperada y angustiada por morir, salto al techo de la cabina para coger aire, pero ya todo está lleno de humo negro. Estoy atrapada en una cámara de ahumado. Nadie viene a salvarme, al final ni siquiera puedo gritar. Lloro y me acuesto completamente agotada en el suelo al rojo vivo para morir. Pienso en mi pequeña hija y me resisto a la muerte. Después pierdo la conciencia.

Exactamente estas son las imágenes que voy desgranando cada vez que tengo que subir en ascensor los once pisos hasta la cabrona de mi terapeuta, que se empecina en tener su consulta en la undécima planta. Mientras subo, miro con ojos de besugo el letrero que tiene la culpa de todas mis angustias: ¡No utilizar el ascensor en caso de incendio! Eso lo entiendo. ¿Pero qué pasa si el incendio se declara cuando estoy dentro? ¿Alguna vez alguien ha pensado en esa eventualidad? Claro que no. Una vez arriba, cuando la puerta se abre como si nada y salgo como una superviviente, podría pensarse que estoy contenta y relajada. Pero allí se presenta el siguiente problema. Alguien está fumando en su piso. ¡Estamos en la undécima planta y ese alguien juega con nuestras vidas! El edificio parece tambalearse. No pierdo ocasión para decir a mi terapeuta que no está construido sólidamente. Se nota sobre todo cuando hay viento. Entonces todos nos tambaleamos con el edificio.

A veces arriba, en el pasillo, alguien viene a mi encuentro. De golpe me distrae de mi miedo. Porque de repente pienso: ¿qué? ¿Esa es la pinta que tiene un paciente de mi terapeuta? Aunque ni siquiera está claro que venga de la consulta. Estoy completamente escandalizada de que tenga otros pacientes. En una biografía de Brian Wilson leí una vez que su terapeuta vivía con él, en su casa. Ese sería mi mayor sueño: la señora Drescher en nuestra casa, solo para mí.

Estoy totalmente convencida de que sin la señora Drescher ya me habría muerto. Quisiera ser la única. Solo conozco el monoteísmo, por mi madre, claro. No me enseñó otra cosa. La madre siempre tiene la culpa. Más tarde, para mi hija yo también tendré la culpa de todo. Así es la vida.

Trato de reunir un máximo de informaciones sobre mi terapeuta en los pocos segundos que puedo mirarla. Se rodea de una misteriosa aura de no información. Dice que debo saber lo menos posible de ella. Lo único que sé de ella es lo que veo. Y lo que revela de sí misma. Y eso es tremendamente poco. Sobre todo, comparado con lo que yo revelo de mí. Joder, qué injusto. Pero parece que es así como funciona la terapia. No tengo que entenderlo, al fin y al cabo no lo estudié.

La que pronto será mi exmejor amiga fue a una terapeuta —durante poco tiempo y, naturalmente, no muy asiduamente porque entonces habría tenido que trabajar sus problemas— a la que iban también todas sus amigas, todas menos yo. ¡Qué idea más descabellada! Mi terapeuta opina lo mismo. Así no se puede hablar con franqueza cuando se tiene un problema con una de las amigas. Porque la idea de la terapia es que la terapeuta no conozca a las personas sobre las que se habla, que solo las conozca por el relato del paciente. Si ya estoy celosa a rabiar de todos los demás pacientes de mi terapeuta, ¿cómo tiene que ser si una es amiga de todos los pacientes y se los encuentra a cada rato en el portal? Ah, hola, acabo de hablar con tu terapeuta sobre tu aborto. Comprendo, todavía no le habías dicho nada. Disculpa, pues. No es de extrañar que así las cosas se tuerzan.

Vaya, pienso en el pasillo a la consulta, qué pacientes de aspecto más aburrido acepta mi terapeuta. ¡Se lo monta con cualquiera! ¿No tiene dignidad? O pienso: ojalá los problemas psíquicos de ese paciente sean más interesantes que los trapos que lleva. No puede mirarme a los ojos, ¡qué anticuado! Pero, hombre, si todos estamos mal de la cabeza, no te preocupes, hay que poder mirarse a los ojos cuando una saluda tan amablemente como yo.

¿O será que está todavía más avergonzado que yo por tener que ir a terapia? Es verdad, en el fondo es una lata. Cuando se ha marchado, puedo llamar al timbre. Hay un acuerdo con todos los demás que exige que en la consulta nunca haya dos pacientes juntos. No es como en el médico de cabecera, donde todos los enfermos están amontonados en la sala de espera contagiándose unos a otros. Cuando estoy en la consulta, puedo estar segura de que dentro no hay nadie más que la señora Drescher y yo.

El decorado de las salas es bastante raro. Siempre confío en que no sea ese el estilo de la mujer, en que solo lo haya puesto de esa manera para suscitar algo en la cabeza del paciente. Si no, sería realmente terrible.

Llamo al timbre porque el otro loco ya se ha marchado, y el zumbido del portero automático me indica que puedo entrar. Ella se esconde, como casi siempre, en un despacho que nunca he visto. A través del cristal esmerilado solo distingo que está sentada a una mesa de trabajo. Veo, de forma muy borrosa, la gran mesa y una mancha de color pastel en su cuerpo. Le gusta ponerse jerséis de esa tonalidad, incluso con dibujo de trenzas. Se aprecia también un amago de pelo rubio. Su aspecto es muy femenino y amigable. Tiene un sex-appeal como de los años setenta. A veces temo que sea lesbiana, nunca lo sabré. No me parecería nada bien que mi terapeuta lo fuera. Quiero que todas las cosas difíciles de la vida ella y yo las tengamos exactamente iguales: el marido, la hija, toda la mierda.

He de esperar hasta que me llama. Entre paciente y paciente necesita diez minutos para desinfectarse a sí misma y a su alma inexistente. No tengo idea de lo que hace en esos diez minutos. Sospecho que vuelve a leerse el expediente del enfermo, porque es imposible que lo recuerde todo, todos esos nombres de la suegra y el exmarido, de los hijos y los animales, que la gente le vomita en su desenfrenada verborrea. En los ocho años que llevo con ella no se ha equivocado una sola vez. Siempre estoy esperando que a mi marido le diga Olivero O que diga «su hijo» en vez de «su hija». Pero no ha pasado jamás. Por eso pienso que ahí dentro, en su cuarto de cristal esmerilado, va almacenando un sinfín de fichas sobre nosotros, los pobres locos, y después de la sesión las completa rápidamente con los nuevos nombres. Me imagino que su pareja —espero que sea un varón— le ayuda a memorizar la lista de nombres que hay en nuestras familias.

Puedo escoger entre sentarme en una silla del pasillo o en la sala de sesiones de grupo. Allí hay por lo menos doce sillas. Es donde se hacen las terapias de pareja en grupo. Mi marido y yo, para salvar nuestro matrimonio aquella vez, preferimos permitirnos el lujo de una terapia de pareja individual. Resulta que mi marido es muy reacio a los grupos, tanto en el taichí como en las terapias, solo en el sexo no tiene reparos.

Por todas partes hay cuadros que me hacen pensar que los ha pintado la propia Drescher. Representan a personas desnudas en el Edén. Sobre sus cuerpos se deslizan serpientes. Los cuadros están llenos de flores multicolores. Las personas no están acabadas de pintar, solo se ven sus siluetas. En la sala de las sesiones de grupo hay una estantería repleta, lo que me tranquiliza mucho porque es la prueba de que efectivamente ha estudiado la materia con la que me machaca el coco, de que es lista y si alguna vez se queda bloqueada puede consultar sus libros. Cuando llego mucho antes de la hora, cojo un libro cualquiera de la estantería, lo pectoral determina mi vida. En las sesiones despotrico periódicamente contra las mujeres de pechos grandes y pelo rubio. Mi terapeuta también los tiene grandes, quiero decir desde mi mundo visto desde abajo, y tiene el pelo rubio chillón. A veces me resulta raro decir lo que realmente pienso y le pregunto puntualmente si no le parece que me estoy pasando. Pero ella tiene una actitud de apoyo absoluto. Porque no se trata de sus sentimientos o sensibilidades. Ella ha estudiado esa materia, está por encima de las cosas. Necesito licencia para vomitar eso en la terapia sin tener que pensar en sus sentimientos hacia los pechos.

También físicamente es más grande que yo, lo que me parece estupendo. Lleva mucho rimel, negro azabache, y sombra de ojos azul celeste que entona perfectamente con sus ojos azul marino. Toda su cara me recuerda a Agnetha, de ABBA. Siempre me sonríe con aire sabio y benévolo. Está de mi lado. Qué bonito. En las terapias es así, el terapeuta está del lado del paciente. Ella pone mucho esfuerzo en comprenderme.

Me cede el paso para entrar en el santuario, la sala de terapia. Ahí está el sofá sobre el cual he pasado ya cantidad de horas. La sala siempre está recién ventilada para que no huela a paciente. Eso no lo queremos. Se procura negar la existencia de otros pacientes. Pero a mí nadie me toma el pelo. Tampoco la señora Drescher. Cierra la ventana, cojo la manta de forro polar con el extraño dibujo de desierto para protegerme ante todas esas fuerzas de la naturaleza que me azotarán dentro de un rato. Luego me acuesto. Cada vez coloca un pañuelo azul celeste limpio sobre el cojín para la cabeza. Cuando llego con el pelo recién lavado lo dejo completamente húmedo. Me ha dicho que no importa porque a cada paciente le pone uno limpio. Entre el contacto directo con el sebo capilar de los diversos pacientes se interpone, pues, un trozo de delicadísima tela de algodón. Me sigue resultando enigmático saber dónde guarda esos pañuelos la señora Drescher. En el extremo del sofá de cuero negro hay un felpudo de esos que suele haber en el descansillo ante la puerta. Tiene cerdas muy rasposas. Muchas veces la señora Drescher se da cuenta de que me rascan, y me da permiso para quitar el felpudo, pero nunca lo hago, no vamos a andarnos con chiquitas. Simplemente oculto durante toda la hora que su felpudo me atormenta. Sobre todo en verano, con las piernas desnudas.

Una vez acostada, espero a que cierre la puerta y se siente detrás de mí. La puerta está insonorizada, lo que me encanta por mi manía persecutoria. Me encuentro, pues, acostada en mi invariable postura de cadáver, con los brazos y las manos sobre la manta, no vaya ella a pensar que me estoy toqueteando en secreto. Los dedos los tengo entrelazados a la manera de los que rezan. Aunque yo soy muy contraria al rezo. Puedo mirar al techo y veo: papel pintado blanco de fibra gruesa. A la izquierda, en la pared: papel pintado blanco de la misma fibra.

Si miro por encima de la punta de los pies, veo un cuadro enorme apoyado en la pared. Ni idea de por qué está apoyado y no colgado. ¿Qué querrá decirme Agnetha con eso? Siempre pienso que me quiere decir algo con cada cosa, pero con el cuadro no acierto a saber qué. Quizá esto: Mira, querido paciente, yo también soy una persona imperfecta, yo también a veces me quedo a medias, bla bla bla.

En el cuadro se ve un diablo descomunal rematadamente mal pintado. Es un hombre en pelotas sentado en el suelo, le miro siempre la entrepierna pero el paquete no asoma por ninguna parte. Una gran cantidad de pajaritos cursis le sobrevuelan la cabeza. Mientras voy hablando de mis problemas recientes, no paro de devanarme los sesos sobre el posible motivo por el cual escogió precisamente ese cuadro para colocarlo al pie del sofá donde se acuestan los pacientes. Es probable que ella también esté loca. Sesión tras sesión fijo la mirada en el cuadro. Lo he visto borroso, porque lloraba, lo he visto temblando, porque tenía un ataque de pánico. En todos los estados imaginables he tenido que ver una imagen del diablo con pajaritos revoloteando alrededor de su cabeza. ¿Qué pretenderá mi terapeuta con ello?

Si mirara hacia la derecha, cosa que nunca hago, vería una sala repleta de cosas de mal gusto. Dos ficus, un jarrón negro estilo años ochenta de un metro de alto sobre el que ha colocado una piedra semipreciosa pulida de color lila. La larga repisa de la ventana está llena de trastos inútiles. Una tortuga de acero con ojos malignos, una especie de cenicero que contiene arena negra, una salamanquesa de tela llena de guisantes secos. Creo que la socialización estilística de Agnetha debió de producirse en los ochenta. Casi lo juraría. Pero qué sé yo. Es extraño. Nunca me he preguntado qué edad tiene. De todos modos, es mayor que yo, de eso estoy absolutamente segura. Una vez leí que los psicólogos o psiquiatras —por cierto, ¿cuál es la diferencia?— les toman el pelo a los pacientes decorando la consulta de forma completamente distinta a como decoran su casa. Para que el paciente tenga algo que lo provoque. El decorado de la señora Drescher cumple este objetivo con creces. Si alguna vez quita un cuadro o lo cambia de sitio, me da un ataque. Entro, noto enseguida el cambio y pregunto completamente desquiciada a qué viene eso. ¿Por qué hay que cambiarlo todo siempre? ¿Dónde está el cuadro? ¿Cuándo volverá a colgarlo? Por la manera como me mira sé exactamente que antes que yo otros cinco pacientes han tenido la misma reacción. ¡Vaya una personalidad la mía!

Entonces comenzamos.

—Primero tengo que disculparme con usted, señora Drescher, por si ya lo huele. Prefiero decirlo sin rodeos antes que estar toda la sesión rumiando si lo nota o no.

—Correcto, señora Kiehl, es mejor decir las cosas. Nada ha de pesarle o distraerla mientras esté conmigo, es mejor soltar lastre desde el principio. ¿Qué es lo que se supone que he notado?

—He tenido sexo poco antes de venir aquí. Ya, ya está dicho. Solo me he lavado por encima, porque usted dijo una vez que no tengo por qué venir aquí perfecta y peripuesta.

—Muy bien. ¿Y con quién ha tenido sexo?

—Ja, ja, ¿se está burlando de mí? Con quién va a ser. Con mi Georg, naturalmente.

—Vale, vale. Solo pregunto por sus fantasías sexuales de los últimos tiempos.

—Lo sé, lo sé.

—¿Y ahora se siente bien?

—¿Eh? Claro que sí, ¿qué cree usted? Después de tener sexo con Georg siempre me siento bien. Me extraña un poco que sigamos teniendo sexo, porque llevamos ya mucho tiempo juntos. En todas las demás relaciones mi gusto por el sexo se acabó a los tres años, aproximadamente. En esta se mantiene desde hace nada menos que siete años. Y eso me extraña. Tengo miedo de que pueda perderse pronto. Ya sabe usted: en cuanto desaparece el sexo, solo es cuestión de tiempo que también el amor se vaya al garete.

—¿Ah, sí? ¿Piensa usted que esto es ley de vida?

—Sí, lo pienso. Desde que tenía trece años ha sido así en todas y cada una de mis relaciones. Es ley de vida, ya me dirá. Siempre trato de descubrir por qué con Georg funciona tan bien desde hace tanto tiempo. Y ahora le voy a decir una cosa, señora Drescher, creo que me dejo follar por su dinero. Es lo que pienso. Porque él es el primero que tiene más dinero que yo, por eso la cosa aguanta desde hace tanto tiempo, por eso le encuentro todavía sexy, no en el sentido del aspecto físico, sino en el sentido del coito. Estoy totalmente convencida.

—Ya conozco esa teoría suya. ¿Pero no estará usted minimizando el amor que siente por su marido? Lo reduce todo al dinero y al sexo. Creo que es una forma de mantener alejados de su corazón los sentimientos profundos, porque así no sería tan terrible si alguna vez la cosa fracasara o si él se muriera.

—Yo también conozco esa teoría suya. Por ahí no avanzamos. Hoy, en el barrio, pensé por un momento que había visto a mi padre.

—¿Y qué hizo usted?

—Simplemente seguí caminando. Yo a ese no lo saludo. Ya sabe usted que no quiero verlo nunca más, si es posible. No puedo ir y decirle hola por la calle, entonces toda esa mierda vuelve a comenzar, con su mujer de mierda, ese mal bicho de mi madrastra. El otro día usted lo expresó tan bien, ¿cómo lo dijo? Decía que yo tenía ahora la sensación de haber estado expuesta pasivamente a mis padres el tiempo suficiente, toda la infancia y la juventud. Y ahora, aunque a menudo me dolía, me decidía a ser activa, a separarme de ellos de forma activa, así al menos no podían seguir haciéndome daño. Exacto. Y decía que de los padres uno solo se podía separar en lo exterior, porque seguían dentro de uno, puesto que eran los padres. ¡Qué horror!

—¿Y ya lo está sintiendo así, señora Kiehl? ¿Que se libra de ellos solo exteriormente? ¿Verdad que sí?

—Pues claro, pero me parece mil veces mejor separarme de ellos de forma activa, para siempre. Ya lo sé, lo de «para siempre» a usted no le gusta, pero puedo decirlo porque es así como lo pienso, aunque no quiera que lo diga, aunque por dentro no me libre nunca de ellos, como le pasa a uno con esos virus de mierda. No se quita así como así el sida de los padres. Y aunque me haga sufrir para siempre, creo que la decisión ha sido correcta. Porque por fin puedo ser activa. No quiero ser una adulta de mierda que todos los cumpleaños espera a ver si su padre se acuerda de que es su cumpleaños. Todavía consigue fastidiármelos porque en todo momento estoy pensando en cómo se olvidaba de mí cuando era niña. Vale, no se olvidaba de mí, dirá usted, solo se olvidaba de que era mi cumpleaños, es cierto, pero de niña yo eso lo sentía como si se hubiera olvidado completamente de mí, su hija.

—¿Asocia también algo bueno con él?

—De mala gana.

—Pero se acordará de algo bueno, ¿no?

—Vale, si insiste. Nos enseñó a hacer tortitas a mí y a mi hermano muerto. Con toda la parafernalia. Un huevo por persona, un poco de gaseosa en la masa para que quede esponjosa, darle la vuelta en el aire y no acertar a atraparla con la sartén muchas veces. Nosotros estábamos sentados en la encimera admirándolo, sus tortitas eran lo más dulce para mi hermano y para mí. Eso es muy típico de los hijos de padres divorciados, el elemento parental que no está es la estrella; en cambio, al que vive contigo se le da por seguro. Nuestra comida favorita era la única que nuestro padre sabía hacer, tortitas y curries, pero no los mil platos de mamá, que cocinaba mucho pero mucho mejor que él. Y el curry debía de ser más bien para más tarde, para que lo integráramos en la vida futura y no solamente comiéramos tortitas hasta la muerte. Y lo hacía con toda la gama de condimentos auténticos, secos, y no con cualquier bazofia de tarro del supermercado. Con cúrcuma, cilantro, garam masala y todo lo demás, todo demasiado picante para unas criaturas. Quería demostrarnos lo macho que era, acabo de darme cuenta. ¡Qué estúpido! Presumir con comida picante delante de unos niños. ¡Qué asco!

—Pues me alegro de escuchar algo positivo de su boca. Porque cuando usted ha decidido librarse de alguien tiende a ver solo lo malo. Como con su amiga. Como si tuviera mala conciencia por abandonarla y por eso habla mal de todo lo que hubo entre ustedes. Pero tan malo no podía ser, si no no serían amigas.

—Pero ya solo veo lo malo.

—Es su legitimación para poder marcharse. Tiene miedo de la venganza de los abandonados, porque usted no se permite a sí misma separarse, no importa de quien sea.

—Es cierto. Para eso la tengo a usted. Me ayuda a desligarme de las personas que son malas para mí.

—Si eso es lo que cree… Así y todo, es interesante que necesite ayuda para dejar a las personas.

—Pues es así. Sin usted no hubiera dejado a mis padres, ni sería capaz de dejar de una vez a mi mejor amiga ya pronto.

—Quisiera señalar, sin embargo, que no soy yo la que le anima a dar esos pasos.

—Lo sé, siempre lo dice. Lo sé. Lo sé. Soy yo la que lo descubre con usted. Claro que usted no me dice haga esto y haga aquello. Por cierto, para mañana hemos planeado otra sobreexigencia para Elizabeth.

—¿Que irá de nuevo al puticlub con su marido? Ya sabe lo que pienso de eso.

—Sí, lo sé. Pero así me libro mejor de mi madre y me acerco más a mi marido. Está comprobado, señora Drescher, empíricamente, y usted no me va a disuadir. Aunque entre sus pacientes ese tipo de higiene matrimonial tal vez sea insólita, yo sigo estando muy convencida de su utilidad. Exactamente como mi padre, que me observa por encima del hombro cuando hago tortitas para los niños. Todo tiene que ser perfecto, para papá, para que quiera a su hija, todo se define únicamente por el rendimiento. Pues exactamente así me mira mamá por encima del hombro cuando le hago una mamada a mi marido. Odia a los hombres. Odia las pollas. Cuando yo era niña, ella no paraba de decirme que los hombres solo eran buenos para hacer hijos, el sexo le producía cero placer. O sea que no fue ella la que me enseñó eso, por desgracia. En este sentido la estoy engañando si mañana me voy al puticlub con Georg. Pensándolo bien, me provoca una verdadera diarrea.

—¿Quiere ir al lavabo? No me importa esperar.

—No, gracias. Ya sabe. Solo puedo hacer aguas mayores en mi casa.

—Eso lo tenemos que volver a trabajar, señora Kiehl. Ya debería usted saber que no pasa nada si utiliza el lavabo en mi consulta. Sepa usted que es humano dejar olores.

—Vale, vale, entonces simplemente no quiero ser humana. No hablemos más del asunto, así solo me entran más ganas. Y puede estar segura de que no voy a utilizar el lavabo de su consulta, no importa lo grande que sea mi necesidad. Solo consigo hacer pis. A más no llego.

—¿Cuánto tiempo lleva viniendo? Ocho años. Yen este terreno sigue igual de desconfiada. Los demás pacientes también van al lavabo en esta consulta.

—¡Estupendo! Pues justo de los demás pacientes no quiero ni oír hablar en lo que a este terreno se refiere. Ayyyyyy. Es usted muy desagradable sacando el tema. Realmente, ahora me dan náuseas con solo imaginármelo.

—Solo puedo ofrecerle gentilmente que también usted utilice el lavabo de mi consulta.

Mi intestino hace un ruido espantoso.

—¿Lo oye? La culpa la tiene usted con su monserga. Siempre anda con esos ofrecimientos raros. Cambiemos de tema. ¿En qué estábamos? Hay que tratar de las cosas importantes.

Mi intestino sigue haciendo un ruido preocupante. Intento lo imposible. No hacer caso.

—Exacto, estábamos en que me parecía bien hacer algo bueno para mi marido y engañar al mismo tiempo a mi madre. Me siento libre y relajada y feliz cuando violo las normas de la educación que ella me dio. ¡También con su odio a los hombres andaba completamente desencaminada! Tengo que venir ocho años a su consulta para constatar que el hombre no es el enemigo. Y menos, el marido. ¡En mi caso, lamentablemente, el enemigo es la madre! Mi marido es mucho más feminista que mi madre.

—Es cierto, yo también lo creo.

Se ríe. Para mis adentros pienso que si vengo aquí es para hacer reír a mi terapeuta. Hasta las cosas más horribles trato de presentárselas con un envoltorio gracioso para que se divierta mientras trabaja conmigo. Me gustaría tanto ser singular y aventajar a todos los demás pacientes. Ser la más lista, la más graciosa, la más buena, la más querida. Quisiera ser la que más rápida y profundamente deja entrar a la terapeuta en su psique para que obtenga conmigo los mejores y más rápidos éxitos. Conmigo. Conmigo. Conmiiigo. Me impongo dureza a mí misma, le cuento todo lo que tengo de repugnante, justamente lo malo, lo maligno, todo tiene que salir para que ella tenga materia que amasar. En la terapia la autoprotección está absolutamente fuera de lugar. Ella está totalmente de mi lado, solo quiere ayudarme. Por tanto, echo toda la carne en el asador, sin quedarme corta, sin vacilar, sin pensar si debo o no contar determinada cosa. Lo vomito todo para acelerar el proceso de curación, para asumir lo más rápidamente posible todos los procesos de aprendizaje y ser para siempre una buena esposa para mi marido y la mejor madre posible para Liza.

Durante la sesión hablamos por centésima vez de la relación entre sexo y padres. Tener que hacerlo todo bien para que los padres la quieran a una y lo resentida que sigo con ellos por haberme metido tanta basura en la cabeza. Le hablo de la salida al prostíbulo de mañana y de estar orgullosa de hacer sin duda mejores mamadas que cualquier puta. Le explico cómo las elegimos, a las señoritas. En realidad, Georg y yo somos demasiado educados para el barrio chino. Nos hemos acostado un montón de veces con mujeres nada atractivas porque no nos atrevemos, en el momento de la inspección, a decir que no, que tal muchacha no nos va. Somos demasiado blandos para ello. Entonces preferimos acostarnos con una fea y pagarle un pastón —unos 350 euros la hora, porque tiene que satisfacer a dos clientes al mismo tiempo— antes que decirle que no nos agrada. Yo lo encajo mejor que mi marido. A él después le da asco de verdad e intenta quitarse las imágenes de la mujer demasiado gorda con una ducha. Y yo me río de lo estúpidos que somos al ser tan cobardes y no decir sin más, como cualquier cliente, lo que pensamos.

Entretanto hemos acordado una señal para cuando uno de los dos encontramos que una mujer es repulsiva. Entonces decimos: «Qué calor hace aquí dentro». Como no me parece que nosotros seamos particularmente guapos, no encuentro mal que alguna no sea guapa. Para el libro de mi vida, donde apunto mentalmente todas las particularidades que voy viviendo, está bien haberse acostado alguna vez con una gorda o, por despiste, con una que tenga enormes tetas de silicona. Mi marido eso no lo lleva tan bien.

Nunca escogemos a prostitutas jóvenes. Son tan inseguras todavía. Y tan nerviosas con las manos. Las mujeres que elegimos para un trío tienen que tener por lo menos veintiocho años o por ahí. Incluso bastantes más, nada en contra. Hasta cincuenta, para nuestro gusto. Muchos clientes escogen expresamente a mujeres jóvenes para follar, deben de pensar que la juventud se transmite por la polla. Pero están equivocados.

¿Seré lesbiana por estar completamente excitada haciéndomelo con mujeres? Da igual que lo quiera yo o mi marido. Cuesta separar las cosas cuando se quiere a alguien y se está con él. Entonces es difícil hacer esa división de «eso lo quiero yo y aquello lo quiere él». De todas formas, mi marido no quiere tocar a otro hombre, por desgracia, puesto que así podríamos invertir sencillamente nuestras aventuras sexuales. Unas veces una mujer, otras un hombre, y siempre mi marido y yo en la cama con ellos. Pero si yo me lo hiciera con un hombre pagado —siempre que encontrásemos alguno que no tuviera absoluta pinta de marica—, Georg de ningún modo querría participar. A lo mejor mirar, pero hay que tener la mente rara para eso, me parece.

Con la señora Drescher también hablo por centésima vez de lo orgullosa que estoy por mandar de vez en cuando a mi marido solo al puticlub, y de cómo eso despierta en mí el súmmum del deseo por él. ¡Una locura! El efecto que puede tener eso de mandar al propio marido a que se acueste con otra. Trato de ejercer cada vez menos controles, quiero librarme de mí misma. Soy demasiado estricta. Si alguna vez abro la mano y lo dejo ir solo al puticlub, ¡después me siento mejor que nunca! Mi marido sigue temiéndome porque antes, o, para ser sinceros, hasta hace poco, cada dos por tres me salía de mis casillas, por celos, por el miedo a perderlo. Gran tema: ¿cuánto tiempo debo, según la Drescher, comportarme bien para que él deje de temerme?; ¿cuánto tiempo, cuántos años, tendré que demostrarle que con la ayuda de mi terapeuta me he extirpado muchas de las células malas, feas, agresivas?; ¿cuánto tiempo hasta que en su mente lo bueno prevalezca sobre lo malo?

Durante la sesión pregunto una y otra vez:

—¿Aún nos queda tiempo?

Y ella a menudo contesta:

—Sí. Unos minutos.

Entonces todavía consigo meter varios temas. Le pregunto cuánto tiempo habrá de pasar aún hasta que en las mamadas no tenga que pensar en mi madre susurrándome al oído que mi marido me está humillando, cuando no es cierto. Él también me lo come cada vez.

Y en algún momento la señora Drescher contesta a mi pregunta del tiempo:

—Bien, ha pasado la hora.

Me levanto con ímpetu, me quedo sentada, respiro hondo y me dispongo a doblar la manta, pero la señora Drescher dice, como siempre:

—No se preocupe, ya lo hago yo.

Doblar la manta y ponerla en la silla debe de formar parte de su ritual de el-siguiente-por-favor. Ojalá ella me quiera tanto como yo la quiero a ella.

Me despido, sobrevivo al viaje en ascensor hasta abajo y, mientras conduzco de vuelta a casa, escucho en el coche música a todo volumen. Soy una buena madre y esposa. Trato de depurar mi sucia psique en aras de nuestro futuro sano como familia y pareja de enamorados.

Conduciendo por la fea carretera, me dirijo a casa. En el trozo de prado, antes de los pocos árboles del trayecto, siempre busco como una loca liebres o pardillas. A veces las hay. En una ocasión, por la noche, incluso vi un zorro. Los momentos más felices de mi vida son aquellos en que veo animales salvajes. En mi caso se trata de animales de bosque normales y corrientes, porque nunca voy a países exóticos. Por razones justificadas soy contraria a los viajes lejanos. Cuando veo una ardilla, estoy todavía más feliz que después de haber tenido sexo con mi marido. Siendo así, no sé por qué en realidad no vivimos en el campo, cerca de un bosque, donde tendría la oportunidad de descubrir más animales salvajes. Esas sensaciones fuertes que tengo al ver un corzo o una ardilla son avasalladoras, dejo de ser yo misma, y eso es maravilloso para mí. El tiempo se detiene, contengo la respiración y sonrío. Ya tengo buen ojo, como los cazadores, y detecto cualquier movimiento en el matorral. En la autopista, uno de mis ojos vigila el tráfico para salvar a mi familia mientras el otro rastrea los campos cerca del bosque. Es allí donde veo la mayoría de los corzos. Entonces, por un momento muy breve, mi vida tiene sentido. Procuro transmitirles eso a mis hijos, pero no funciona en absoluto.

—Vale, mamá, un corzo, estupendo. Felicidades.

No sé explicar por qué no intento multiplicar esos momentos de felicidad paseando por el bosque o haciendo un curso de guarda forestal. Soy muy partidaria de la felicidad comprimida. Quizá precisamente porque ver un animal salvaje es tan poco frecuente, la felicidad resulta enorme. He observado a menudo que a otros adultos les pasa exactamente lo mismo. Conozco a muchos adultos en la ciudad que cuentan con entusiasmo haber visto una ardilla en el jardín de su casa. Y si la ardilla va más de una vez, ¡se convencen de que está buscando su cercanía!

Lamentablemente, hoy no se ve ningún animal salvaje sobre la franja verde. Qué pena. Quizá la próxima vez. Los momentos felices de mi vida son de verdad escasos. Antes de seguir discurriendo por este deprimente carril mental llego a casa.

Vuelvo a encender el fuego un momento, y en cuanto la sartén chisporrotea la quito y la pongo en el salvamanteles de la mesa.

—La comida está lista.

Siempre tengo que decirlo tres veces para que mi marido levante la vista del ordenador y se siente a la mesa, donde ya estamos mi hija y yo. Nadie puede comenzar antes de que todos se hayan sentado. En nuestra casa todo está rigurosamente reglamentado. Modales, modales, modales. A lo mejor en el futuro sirve para algo.

—Buen provecho.

La niña se sirve primero. Desde hace poco nos quiere servir también a nosotros. Eso significa que mucha comida cae fuera de los platos, pero significa también que ella aprende a servir, que es una de mis metas como buena madre.

Mi marido y yo hablamos del día de mañana, y mi hija enseguida se queja de que nadie le dé conversación. Eso de quejarse de que nadie hable con ella es la nueva cantinela. Todo va y viene por fases, según he aprendido en los últimos años, si la niña hace algo que fastidia a rabiar o es motivo de gran preocupación, luego se muda, como las serpientes, sustituyendo lo que hacía por algo nuevo igualmente fastidioso y preocupante. Nada permanece. Siempre viene otra novedad para suplantar lo viejo.

—Vale, ¿como ha ido el cole? —pregunta mi marido a su hijastra.

—Muy bien. Hemos elegido los nuevos grupos de tareas.

—¿Y? ¿Tú qué has escogido? ¿Sacarse los mocos y tirarse pedos? Gran carcajada de mi hija. Cuando la hace reír, me emociono aún más que en mi propia boda. Creo que tiene que ver precisamente con que él no es el padre. Ni siquiera participo en la risa. Al fin y al cabo, se trata de humor infantil, que solo entienden los niños. Disimulo mi emoción arrugando la frente. Si la madre se distancia del humor, la criatura se divierte todavía más.

Los tres comemos muy deprisa. He leído varias veces en no sé dónde que hay que masticar el bocado por lo menos treinta veces. Cuando lo intento, me parece asqueroso. Me deja en la boca una papilla muy líquida que no me recuerda nada de lo que me he metido entre dientes. De momento, nadie en nuestra gran familia ha tenido problemas de estómago, todos tragamos como un rayo una vez que estamos sentados a la mesa. He intentado en más de una ocasión enseñarle a la niña lo de masticar mucho, pero si no lo practico yo parece que no sirve de nada. Por tanto, lo dejo correr. No puedo ser perfecta en todo. Solo en casi todo.

Nada más terminar de comer, nos levantamos como un resorte y llenamos el lavavajillas juntos. Me parece muy malo para el medio ambiente usarlo cada día. Mi marido y otras personas me han explicado muchas veces que, aunque el lavavajillas gasta electricidad y bombea el agua y el jabón, es mejor para el medio ambiente que fregar uno mismo a mano. No me entra en la cabeza, pero, en fin, sigo el ejemplo de los demás aunque no me lo crea para nada.

La protección del medio ambiente me vuelve loca. Muchas veces no me parece lógica. Quisiera pensar las cosas hasta el último detalle para saber cómo comportarse correctamente en el hogar. De ningún modo quisiera ser de los que no hacen nada solo porque los demás tampoco hacen nada. Y tampoco quisiera engañarme a mí misma, convenciéndome, por ejemplo, de que estoy haciendo muchísimo por el medio ambiente cuando en realidad las medidas que tomo lo único que hacen es empeorarlo todo. Esa idea me parecería insoportable. Por lo general, las medidas ambientales tienen que ver con autolimitación: simplemente dejas de poder hacer cosas que otros hacen sin pensar. Se trata de no tomarse tan en serio ese estilo de vida de lujo que tenemos, y de reducir en muchos ámbitos. Para que el mundo al menos se quede como está. La autolimitación requiere una disciplina férrea, porque nadie nos controla, porque desgraciadamente no hay encargado ambiental que pase por casa y se lleve la secadora por ser inútil, además de pésima para el entorno. Lo que ocurre es que está ahí, pero no debemos usarla, la ropa hay que secarla al aire para no malgastar energía.

Por fin, todo está metido en el lavavajillas. Después de cada pieza la niña ha dicho:

—Ya está.

Y nosotros:

—No, todavía no está. Falta esto y esto otro.

En cierta manera, para los niños no existe una gran tarea que se deba cumplir, sino que toda gran tarea se subdivide en muchas tareas pequeñas y después de cada una de estas se rinden de fatiga. Los padres se dedican a hacer pasar a la criatura por el tubo. Para que más tarde, en el mejor de los casos, no se convierta en una acaparadora compulsiva.

Mis padres conmigo no lo consiguieron. Las grandes lecciones que hay que dar a los hijos: aprender a manejar el dinero, mantener limpio el piso, etc., en mi caso se fueron a la mismísima mierda. Me pregunto cómo lo justificarían hoy. Seguramente, nunca se echarían la culpa a sí mismos, pero no puedo preguntárselo, puesto que los he dejado. He decidido que mis padres no merecen tener hijos. Tengo treinta y tres años, y a los veintinueve me despedí de ellos. No en el sentido literal de la palabra, o sea diciéndoles «Adiós, os dejo», sino que simplemente corté el contacto. Para siempre. Es decir, tampoco voy a su cumpleaños ni mando una postal, ni iré a su entierro, ni iré a verlos cuando tengan cáncer de testículo. Sí, creo que mi madre también tiene testículos. Tampoco visitaré su tumba, basta ya, ¡no más padres!

Hacer esto incluso a mí me parece un grandísimo tabú. La mala conciencia no para de atormentarme, porque todos nos criamos en una sociedad en la que hasta los ateos más empedernidos aprenden que hay que honrar a los padres, etc., etc. Pero ¿por qué honrarlos si a una solo le han hecho daño? Trato de convencerme en serio de que la vida sin padres es mejor y que no se merecen a una hija como yo. En Navidad llega a ser insoportable, entonces hasta yo, la anticristiana por excelencia, me pongo dolorosamente sentimental y experimento físicamente lo terrible que es tener que celebrar la fiesta como si no se tuviera una familia extensa, es decir, sin la generación de los abuelos. Me parece tan equivocado que cada vez se me saltan las lágrimas. Así y todo, no hay motivo para cambiar las cosas, mi decisión es firme, sigo viviendo sin mis padres. Me parece lícito, porque se puede dejar a cualquiera si se ha descubierto que es malo para una, eso me lo tengo que repetir siempre, para tranquilizarme; lo he aprendido con mi terapeuta, pues de lo contrario pensaría demasiadas veces que es monstruoso lo que estoy haciendo. O seguir ese pensamiento e imaginarme que a mí me podría pasar lo mismo con mi hija. Horrible.

La señora Drescher me ha enseñado que no debo privar a mi hija de sus abuelos. Aunque yo haya decidido que fueron malos padres para mí, podrían ser buenos abuelos para mi hija. Lo dudo, pero si ella lo dice… lo sabrá mejor que yo. ¡La familia! Solo tengo una, por lo que estoy lejos de ser una experta. Así que le hago caso. Organizo, en contra de mi voluntad, encuentros entre mi hija y sus abuelos que son mis expadres. Encuentros mediados por terceros, porque también me he metido en mi cabeza cuadrada que, si de alguna manera es posible, yo no quiero verlos nunca hasta que se mueran. ¡Y después, naturalmente, todavía menos!

Pueden recoger a mi hija con su padre, que yo a la niña no le quito a sus abuelos solo por andar cabreada con ellos desde la infancia. Sí, sí, señora Drescher. De acuerdo, así lo haré. Qué pesada es la vida, joder.

En Navidad, ante mi familia tengo que disimular muy bien que esa fiesta supone el momento en que más echo de menos a mis padres. No precisamente a los míos, sino más bien a unos padres en general. Los progenitores de una amiga mía cada vez que ella en Navidad llega a su casa le dicen: «Caramba…, cuánto has engordado». Le he aconsejado que sencillamente deje de ir, pero sigue haciéndolo y recoge cada año su dosis de autohumillación. Yo no podría. A lo mejor en su caso también tiene que ver con la herencia. Pienso que si mi marido, al aparecer en mi vida, no hubiera hecho de mi propia herencia algo que no necesito, yo también comulgaría con el anual peregrinaje al santuario parental. Creo firmemente que la herencia mantiene unidas a muchas familias enfermas obligando a los hijos a la autohumillación.

Con mi marido anterior estaba muy endeudada. Mi nuevo marido lo primero que hizo fue pagar todas mis deudas, y así nunca se me quita la sensación de que me compró a mi exmarido como si fuera un viejo camello. Creo que me dejé comprar de veras, porque necesitaba con urgencia seguridad, porque estaba tan trastornada por mi trauma que psíquicamente no hubiera aguantado tener encima una vida cargada de deudas. Georg no solo sustituye la herencia económica de mi padre sino también a las dos partes parentales en su función psíquica. Claro que eso a la señora Drescher le parece una sobrecarga para mi marido, y seguramente vuelve a tener razón. Así que trabajaré también esto con ella.

Acuesto a mi hija. Desde hace siete años, el mismo ritual, como en la cárcel: bañarse, lavarse los dientes, ir al váter. Con la limpieza de los dientes soy tan dura como si me fuera la vida en ello. Me digo a mí misma que solo a los pringados les pasa que sus hijos tienen los dientes cariados. Sobre todo los dientes de leche, eso no puede ser. Primero hay que reducir drásticamente los dulces. Luego cepillarlos cada día por lo menos una vez. Durante un buen rato. Me he servido de un vil truco para hacer triunfar esta higiene dental contra la resistencia de la niña. El mismo truco del que la gente se sirve para imponer un comportamiento moral: inventar un dios y sostener que lo ve todo y que por eso vale más ser bueno.

A mi hija, cuando era pequeña, siempre la amenazaba con Carius y Bactus. Le decía que se trataba de dos monigotes bacterianos inventados por el gobierno alemán o quien fuera para imponer la higiene dental en los niños. Salen también en los libros infantiles, todo para sembrar el pánico. Se explica que se alimentan de los restos de comida en la boca y luego, con sus excrementos, abren agujeros en los dientes. Se lo conté a Liza una y otra vez:

—Si no te los lavas, vienen Carius y Bactus con la hoz y el martillo y te hacen agujeros en los dientes, y los agujeros te dolerán, y entonces tendrás que ir al dentista, y el dentista te pondrá el taladro para limpiar los agujeros antes de poder taparlos con los empastes.

La comparación con Dios es mala en el sentido de que Carius y Bactus, en cierta manera, existen de verdad y que no lavarse los dientes tiene consecuencias reales. En cambio, Dios no lo ve todo ni castiga nada, porque sencillamente no existe. La niña ha interiorizado tanto lo de lavarse los dientes que, cuando se ha hecho tarde y quiero acostarla dormida y con la ropa puesta, se despierta asustada y va a lavárselos porque tiene la visión paranoica de que durante la noche la dentadura se le llena de agujeros. Mejor así. Algún día Liza me lo agradecerá. O quizá no. Cuando amigos nuestros con hijos de más o menos la misma edad nos cuentan que una de sus criaturas tiene un diente cariado, hago como si fuera lo más normal del mundo, pero en realidad pienso: ¡por Dios, qué madre más mala! Me apuesto un orgasmo a que mi hija todavía no tiene ninguna caries. Mérito mío, exclusivamente mío. ¡Toma ya!

Después vamos a la habitación de la niña y me acuesto a su lado y le leo. De momento leemos Los viajes de Gulliver.

Ella pregunta:

—Mamá, ¿por qué lees tan bajo?

Ni idea, tengo que pensar por qué.

—Hummm… Para que sea más emocionante.

—No me gusta.

Vuelvo a leer sin bajar la voz. Termino en un lugar donde no toca y suelo dejarme convencer para prolongar la lectura. Así lo aprendí de Jan-Uwe Rogge. Hay que ser duro y consecuente, pero también enseñarle al niño que con gracia y buenas razones puede vencer la resistencia de los padres. Aprender a convencer, digamos. Y la niña conmigo aprende eso.

Después de leerle, le canto todas las noches las dos canciones que le cantaba cuando le daba el pecho, para que tenga constantes en la vida. Primero la nana de Schlaf, Kindlein, schlaf, luego la canción infantil inglesa Bah, Bah, Black Sheep, que va de una oveja que lleva su propia lana a domicilio de los clientes. Ni idea cuál es el mensaje.

Por último, tengo que quedarme acostada a su lado hasta que se haya dormido. Vivimos en una especie de mazmorra de sótano. Solo hay dos ventanas a la calle, en el salón y la cocina. Los antiguos dueños fueron ampliando la vivienda a lo largo de los años, muy probablemente de forma ilegal. Imposible que tuvieran licencia de obras para hacer tanta chapuza. Pasillos largos y estrechos sin ventanas, cuartos minúsculos también sin ventanas, se le hielan a uno los pies porque todo está construido medio bajo tierra, como una conejera, donde todo el mundo se pierde, también Liza a veces. Es un piso verdaderamente anal, los pasillos y las habitaciones parecen intestinos subterráneos.

Empiezo a tener la preocupación de si este piso nos traerá suerte. Cuando, recién enamorados, nos instalamos aquí, los antecedentes del sitio no nos importaban. Ahora que el primer idilio amoroso es cosa del pasado, la historia de los dueños anteriores me parece más grave. Recién enamorados, nos creemos inmunes a todo lo malo, pero una vez que el día a día se ha colado en nuestro amor nos damos cuenta de que no somos tan especiales como arrogantemente pensábamos al principio, y de pronto la mala suerte de otra gente resulta imaginable para nosotros. Ella tenía dinero, de negocios bancarios, y él era un simple trabajador. Ella comienza a perder físicamente. Él primero sigue con ella, luego le trasplantan un hígado y de repente vuelve a estar sano y lozano. Se larga porque ya no la aguanta.

Y nosotros vamos y nos instalamos en un piso de esas características, ¡sin planteárnoslo siquiera! En una película todos dirían: ¡Oh no, no os instaléis en ese piso porque el disgusto está servido! Si uno no lo sabe, se instala. Pero quien tiene ojos para ver…

Liza, acostada, hace como si quisiera dormirse. Yo, predicando con el ejemplo, he cerrado los ojos y respiro hondo, espirando primero, inspirando después, como una vez me lo enseñó una masajista para que me calmara cuando tuviera ataques de pánico. Así uno se duerme mejor porque piensa que tiene su vida bajo control. Una locura. Eso también nos muestra lo mal que respiramos todo el día. Pongo atención a si la respiración de Liza cambia, si pasa de hacer como si durmiera a dormir como un tronco. De pronto dice en medio de la oscuridad:

—Mamá, ¿ese Hitler sigue existiendo?

—¿Cómo te ha dado por pensar en eso?

Habrase visto. Haz el favor de dormirte de una vez, niña. Grave, eh.

—En el cole un niño le dijo a otro cuando se peleaban: eres tan malo como Hitler.

—No, no te preocupes. Se mató hace mucho, mucho tiempo.

—Pues me alegro. Entonces puedo dormirme. Y si no se hubiera matado, ¿estaría en la cárcel?

—Claro que estaría en la cárcel. Mató a muchas personas.

—Mamá, ¿conocemos a alguien que esté en la cárcel?

—¿Por qué?

—Porque me gustaría visitar a alguien en la cárcel. Quiero ver cómo es por dentro.

—No, no tenemos a nadie en la cárcel. Pero quizá dentro de un tiempo.

Porque estaría encantada de poder vengarme del editor de la gaceta que sacó partido del accidente ocurrido en mi familia convirtiéndolo en un repugnante espectáculo de sangre. Si no tuviera marido e hija, fundaría ahora mismo una organización terrorista clandestina. Me he jurado matarme en cuanto mi criatura haya salido de lo peor, porque quiero matarme de todas formas y aprovechar la ocasión para llevarme a los principales responsables por delante. Si me atrevo. Si el plan prospera y no muero, iré a la cárcel por homicidio premeditado de tres personas, por lo menos, pues quién sabe cuántos más andarán por el lugar de los hechos, a mala hora y en el sitio equivocado, entonces tendrás a quién visitar en la cárcel, hija mía. Quizá no me vaya con ellos, porque no puedo hacerle eso a mi hija ni tampoco, en cierto modo, a mi marido. De todos modos, en mi testamento he consignado que él enseguida puede buscarse a otra mujer, y lo digo expresamente pues siempre necesita mi absolución. Puede escoger incluso a una de pechos grandes, yo ya no sería testigo, además a la corta o a la larga acabaría sucediendo así.

Liza respira más hondo. Distingo sus largas pestañas en la oscuridad. Tiene gracia que todas las madres piensen que su criatura es la más guapa cuando seguramente no es cierto. No puede serlo. Despacio y con el aliento suspendido, voy sacando los dedos de su puño. Deshacer la compleja tenaza conteniendo la respiración se parece cada vez a un parto. Y es que la criatura no quiere salir de la madre. Se despierta. Para eso ha armado la complicada estructura prensil de la mano, para tener un dispositivo de alarma si intento evadirme.

Abre los ojos y su primera e invariable frase es:

—Mamá, otro poquitín.

—Sí, pero suéltame los dedos para que no vuelva a despertarte cuando me vaya dentro de un rato.

Siempre lo mismo. Antes no me pasaba. Cogida en un compás de espera. Saco mis dedos de los suyos. Me separo un poco de ella. Sé que ahora va a hacer cuatro respiraciones normales y luego empezará a inspirar y espirar muy profundamente sonando como un viejo borracho, señal para mí de que se ha dormido. Por fin. Y de repente tiene una fuerte convulsión. La conozco, o se ha caído o ha chocado con algo en ese cosmos detrás de sus ojos. Caída libre o, peor aún, un choque. A mí también me pasa a menudo, y a mi marido también. Poco antes de estar dormido, paf, uno sufre una convulsión por ver o soñar con algo espantoso. Tengo que preguntar a Agnetha a qué se debe esa trastada de nuestro cerebro. Tengo que preguntárselo sin falta antes de morir.

La niña duerme. Por fin. Puedo irme. Estoy libre, libre de los cuidados infantiles. Mis hombros se relajan. Se me quita un gran peso de encima. Cuando los niños duermen es cuando más guapos están. Tan inocentes y lisos, como recién nacidos. Parece mentira que siempre estemos deseando tener hijos y cuando por fin están nos alegramos de que duerman o estén en otra parte. Es un pensamiento que cada vez nos causa mala conciencia. En silencio y acostada boca arriba, ejercito los abdominales al estirar las piernas e incorporar el torso sin tomar impulso. Una vez sentada, cruzo las piernas y me levanto haciendo palanca con ellas. Ojo con la tabla del umbral de la puerta, que rechina al pisarla. A salvo. Espiro profundamente y subo la escalera corriendo.

Georg nota que estoy tensa.

—¿Qué pasa?

Cada noche, después de haberla acostado, la misma pregunta.

—No soporto que no me deje irme. Es una sensación bonita, pero también es un horror ver que a una la necesitan tanto. Ya sabes.

Mamáaa

Joder. Se ha vuelto a despertar. Bajo la escalera corriendo y le suelto un bufido:

—¿Qué pasa?

Pienso que se va a quejar de que me haya ido antes de tiempo, sin esperar a que se durmiera del todo. Eso lo dice a menudo, aun cuando ha estado en el más profundo de los sueños.

Pero me mira toda preocupada y dice con voz dormida:

—La otra puerta. Está abierta. ¿Podrías cerrarla? Me da miedo. —Y luego—: Me pica mucho el culo.

—Lo del culo lo veremos mañana. ¿Qué tal si te lo lavaras antes de salir para el cole? Seguro que así se te quitará.

¿Cómo se enseña a los niños a limpiarse correctamente el ano? Tengo la sensación de que a los treinta y tres años sigo mejorando en esto, pero una criatura ¿cómo va a dominarlo a la perfección? No quiero cansarla con el sonsonete de la higiene y volverla obsesiva con la limpieza. No quiero que se tenga asco a sí misma. Quiero que sea libre, más libre que yo. Nunca nadie habla de eso: del arte de limpiarse el culo correctamente. A mí nadie me lo enseñó. Mi madre Elli, en todo caso, no lo hizo. En nuestra familia todas nos llamamos Elizabeth, al menos las mujeres, el único sexo que cuenta en nuestra familia, por desgracia. Todas han intentado darle a su nombre un ligero toque individual. Ya que nos llamamos igual, al menos cada una tiene su apodo. Elli, en cualquier caso, era demasiado reprimida en eso. A los niños nos contaba que ella nunca hacía caca ni se tiraba pedos. A mí eso de pequeña me imponía mucho, y me sentía muy asquerosa porque yo misma no podía parar de hacerlo. Nos contaba que en ella la cosa se evaporaba como una sustancia etérea, a través de la piel en cierto modo. Eso lo había cogido de su propia madre, Liz, nuestra abuela pirada de Camden, que hasta el día de hoy se comporta como si fuera la verdadera reina de Inglaterra, por lo que el nombre de Elizabeth le va como anillo al dedo. Esa tampoco ha cagado ni se ha tirado un pedo jamás. Qué bien para ella. Pero claro, de una parentela así no se puede esperar ninguna ayuda en asuntos normales y humanos. En todo esto hay que ser autodidacta.

Pero tampoco a nadie más se le puede molestar con temas tan guarros. Así no queda otra que ponerse creativa e imaginarse cómo lo harán los demás. Antes solo pasaba el papel una vez, daba lo mismo que se pegara o no, y me subía las bragas. Simplemente no le dedicaba demasiados pensamientos. Hoy lo hago de la manera siguiente: paso el papel una o dos veces y examino cómo ha quedado. Por lo general tiene todavía restos. Entonces lo restriego hasta que no queden manchas en el papel. Lo siento, Greenpeace, pero gasto muchas hojas en ello. Eso sí, con la certificación de respetuoso con el medio ambiente, Der Blaue Engel, que convenientemente me da las gracias en el envoltorio. Ya estamos otra vez con la renuncia. Todo lo que es bueno para el medio ambiente significa renunciar. Antes, cuando el medio ambiente aún me traía sin cuidado, usaba el papel más grueso, más blando y blanco que podía encontrar, y mejor todavía si tenía ese matiz azul claro. Soy inglesa, para más señas. Pero he renunciado a esa práctica y no volveré a las andadas.

Si a simple vista no aprecio más manchas, procedo a las dos rondas de saliva para estar completamente segura. Porque las toallitas húmedas quedan descartadas por motivos ecológicos y de salud. Su biodegradación, si es que la tienen, es mucho más lenta que la del papel normal y están tan saturadas de química que más vale no acercarlas al centro del cuerpo. Además, suelen venir de las peores empresas. Escupo en varios pañuelos de papel estrujados y froto hasta dejarlo bien limpio. Lo repito, por si acaso. Así se forman esas feas y húmedas migajillas de papel que se desprenden por la frotadura. Las quito de la pila del lavabo con agua y la mano. Cojo la toalla y seco el agua con cariño. Limpio y reluciente. La patente es mía. Nunca la he comentado con nadie. Un mundo estúpido. Todo lo tiene que inventar una misma.

Lo de la puerta del cuarto de la niña lo tendría que haber visto antes. Es uno de sus consabidos miedos, y el cerrar yo la puerta forma parte del ritual de acostarse. En realidad, nunca se me olvida. Liza, en su habitación, tiene dos puertas, y la que da a nuestro cuarto hay que cerrarla, si no, le entra miedo de que alguien o algo se cuele en su espacio. Duerme en el suelo, su cuarto imita el mar y tiene un barco de piratas. En realidad, podría dormir en ese barco, pero no quiere, nunca quiso. Siempre duerme en el suelo de tablas pintado de azul que representa el agua marina, sobre un colchón inflable. Cuando una se acuesta a su lado, también hay que hacerlo en un colchón inflable para no hundirse en el mar. Y desde que tengo que acostarme junto a ella por la noche sé que es una rara sensación de abandono la de estar tendida en el suelo sin protección. Vista desde el suelo, la puerta parece enorme, alta y amenazadora, sobre todo si está entreabierta.

Muchas veces me he preocupado por los miedos cambiantes de Liza. Tiene miedo de que haya serpientes en la casa, víboras venenosas y estranguladoras. Tiene miedo de que en nuestro jardín viva un tigre y salte a su cuarto rompiendo el cristal de la ventana. Tiene miedo a los ladrones y miedo a la gente que secuestra niños. Miedo a los fantasmas. A las brujas. A los lobos. A los tejones. A los esqueletos. A los lagartos. Pero solo por las noches, nunca durante el día. La señora Drescher dice que se trata de los miedos íntimos que el niño proyecta hacia fuera. Los niños tienen miedo al mal que habita en ellos. Cuando están enfadados con los padres y en secreto desean que estos mueran, después tienen mala conciencia y prefieren proyectar el mal que llevan dentro sobre un animal salvaje que pueda atacarlos y poner su vida en peligro; así conservan la inocencia y pueden ser víctimas antes que verdugos.

Cuando mi hija empezó a contarme esos miedos suyos, mi primer impulso fue decirle que todo eso de los animales en el jardín y en la casa era un disparate. Los fantasmas no existen, hija mía, nadie ha visto jamás un fantasma, a menos que esté mal de la cabeza. Después mi terapeuta me dijo que no era ni mucho menos por ahí por donde había que atacar el problema. Si a una criatura le digo que sus miedos son un disparate, es decir, si trato de remediarlos con argumentos racionales, en algún momento dejará de contármelos. Los miedos los seguirá llevando dentro, pero simplemente se los callará porque se supone que son un disparate, y el niño no quiere quedar en ridículo. Entonces tiene que lidiar a solas con esos miedos, lo que hace que se agranden y se vuelvan incontrolables. Como buena madre, lo asumí tal cual y enseguida lo puse en práctica. Es decir, ahora la tomo en serio con todos sus miedos. Por cierto, es algo que observé tanto en la relación con mi madre como en la educación de mi hija: que lo más cercano, por bien intencionado que sea, es un error y lo empeora todo. Muchas veces escucho mi voz interior, pienso en una solución y luego, cuando me aseguro con un profesional, resulta que voy muy desencaminada. Por eso a todo aquel que tenga un hijo o un marido o una mujer le recomiendo que haga una terapia. Si no se la puede permitir económicamente, debería leer al menos un libro de consulta y autoayuda.

Desde que aprendí la lección, hablo con Liza de cómo es esa bruja que vive debajo del armario, y a veces la observo en su cueva. Tiene el tamaño de una rata y así se lo decimos a la cara, una bruja eso lo aguanta, y las dos nos planteamos si necesariamente ha de ser mala puesto que todavía no ha hecho nada malo aunque lleva bastante tiempo viviendo con nosotros, como sucede un poco con la mayoría de los terroristas. Si alguna vez antes de acostarnos la bruja se pone muy pesada, pregunto a Liza si quiere que la tire por la ventana, y entonces manoteo debajo del armario para gran risa de la niña, dejo que me muerda el dedo repetidas veces, agarro a la bruja por el cogote y el culo para que no pueda pillarme con los dientes, la empujo por la ventana y la tiro con fuerza al jardín pidiéndole que esa noche se quede fuera. «Mañana te dejaremos entrar otra vez, brujita fea, mala y descarada». Mi hija ríe y me mira agradecida. Entonces puede dormir, y yo doy las gracias a mi terapeuta porque a mí sola nunca se me hubiera ocurrido semejante memez.

Cierro la puerta que da a nuestro dormitorio, mientras que la del salón queda abierta para que la oigamos; luego subo de puntillas deseando encarecidamente que no vuelva a dar guerra esta noche.

Me siento junto a mi marido y necesito respirar hondo varias veces. Cambio mi personalidad de madre por la de puta. Hasta que mi hija se levante mañana por la mañana y yo de nuevo tenga que hacer de madre, soy esposa y puta alternativamente. Aunque por la noche, cuando duermo, hago más bien de madre. Duermo con los oídos en alerta permanente, y eso desde hace siete años, algo que tampoco nadie me dijo antes de tener una criatura. Pero por lo pronto no soy más que puta, porque mi marido y yo tenemos una cita esta noche, cuando la niña por fin está dormida y comienza el horario de los adultos.

Vamos a planear la visita al puticlub de mañana. Fue una idea de mi marido, se le ocurrió hace muchos años. Le apeteció acostarse con otro cuerpo, para variar. Yo me lo tuve que pensar mucho. Al principio me pareció bastante perverso, y si fuera mi propia madre habría dicho: «Estás loco, cerdo macho perverso, ya te gustaría».

Como esposa de mi marido lo que dije fue:

—Pues sí, vamos a probarlo.

Quisiera ser para mi marido la mujer más cool que pueda imaginarse. Quisiera hacerle este regalo porque él a mí también me ha regalado muchas cosas. Todo lo que tiene lo comparte conmigo. El dinero. El tiempo. El piso. Todo. También me dejaría llevar su ropa, pero no tenemos la misma talla. En cambio, yo por él hago cuanto puedo, hasta renuncia de mí misma. Para siempre. Espero no bajar el ritmo, y no quiero que se dé cuenta de que hago renuncia de mí misma, eso sería poco sexy. Por eso finjo que no me importa acompañarlo al puticlub. Soy buena actriz. Pero luego siento un miedo cerval. Cuando digo que haré una cosa, la hago. Por eso estoy angustiada, porque está claro que si lo he prometido tengo que hacerlo.

La primera vez que hablamos de eso me entró diarrea. Las cosas emocionantes enseguida me afectan al intestino. Mi marido ya me conoce; simplemente, en medio de una discusión emocionante por ejemplo, me levanto sin decir nada, sintiendo vergüenza y riéndome, y me encierro en el lavabo de los huéspedes. Seguro que esta noche nuestra planificación terminará así. Me conozco. Los dos estamos de rodillas sobre nuestro gran sofá de diseño, que realmente es muy grande. Sentada con las piernas estiradas y apoyada en el respaldo, mis pies no llegan al borde de la superficie del asiento. El sofá data todavía de su primer matrimonio. Qué le vamos a hacer, en nuestra vida no solo hay un ensamblado de personas, sino también de muebles. Estamos, pues, de rodillas, mirándonos. Él sabe que siempre me resulta difícil hablar de eso, porque me debato constantemente entre mi madre y mi marido.

Me sonríe. Eso me tranquiliza.

Dice:

—Ya tengo un plan. ¿Quieres conocerlo?

—Claro.

Pensé que lo planearíamos juntos. Pero naturalmente, ya tiene su plan. A él le divierte darle vueltas al asunto, a mí en cambio me angustia, y si en un momento dado me suelto y me armo de valor y no siento miedo, me emociono. Cuando odio emocionarme. La verdad es que conmigo no se puede. No me gustaría tenerme como pareja, y menos estar casada conmigo. ¡Un horror!

—Podríamos desayunar tarde en el Café Fleur de al lado. Tienen wifi, según me han dicho por teléfono. Nos llevamos el portátil. Entro yo solo en el puticlub de la esquina y miro qué mujeres hay. A lo mejor después las podemos ver juntos en Internet.

Ya lo hemos hecho así varias veces y sabemos por experiencia que es durante el día cuando el negocio está que arde, y no al atardecer ni por la infamada noche, como se lo imagina el lego en la materia. El pico de actividad en este burdel de lujo es en el descanso del mediodía, cuando los hombres interrumpen su trabajo por un rato. El fin de semana y por la noche el establecimiento cierra, porque entonces los clientes tienen que hacer de padres de familia y no pueden salir sin levantar sospechas.

En el puticlub no les suele gustar que yo vaya de acompañante así sin más. Primero mi marido tiene que entrar solo, como si fuera un cliente normal y corriente que echa un vistazo. En el segmento de precios en el que nos movemos la discreción prima por encima de todo. Por lo general, lo llevan a una sala sin que lo vea otro cliente, y entonces las mujeres entran una a una, se dan la vuelta y dicen su nombre. Lo normal es que estén aburridas, porque todavía no han visto el dinero y no saben cuánto ganarán con nosotros. Generalmente a él lo calibran mal, piensan que es un farsante que ha ido a hacer el paripé y después, en casa, se la machaca sin que le cueste un céntimo. Cuando dice que le gustaría llevar a su mujer y pregunta si hay inconveniente, lo miran con una sonrisa y como compadeciéndolo porque piensan: Por supuesto, pobre chalado, ya lo quisieran otros. Tantas veces han oído decir lo de «Voy a buscar a mi mujer» y luego el cliente no vuelve. Tiene que preguntar a cada una si también se lo haría con una pareja. Algunas aceptan, otras no. No sé qué les puede molestar. Da igual. Es así.

Mi marido examina los cuerpos. No le gusta que sean rollizas y tengan barriga. Para mí las gordas no serían ningún problema. Tampoco le gustan las mujeres operadas. Trata de filtrarlas con ojo clínico durante la breve conversación de contacto. Para elegir, además de en el cuerpo, se fija en que sean amables y divertidas.

A partir de ahí la cosa empieza a ponerse interesante. Tiene que encontrar a una que le parezca simpática a su mujer. En primer lugar, no puede tener pechos enormes porque sabe perfectamente que su mujer sufre un gran complejo de pecho. Hasta que nos conocimos nunca me había parado a pensar en el tamaño de mi pecho, creía que mis formas estaban entre normales y buenas. Pero resulta que este hombre fue el primero al que temí perder. Me imaginé las cosas más absurdas. Las noches que él no estaba, intentaba averiguar más sobre su pasado. Primero me armé de valor bebiendo, luego, viendo doble por el efecto del alcohol, revolví sus cajas de fotos de antes donde encontré fotos de antiguas novias. Fotos que se remontaban a cuando tenía dieciocho años. Ahora tiene cincuenta, casi la misma edad que mi padre.

Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco, y por desgracia mi padre enseguida encontró a otra mujer. Una mujer mala, al menos para nosotros, los peques. Nos jodió cada minuto que pasamos juntos con nuestro querido padre.

Siempre lo eché mucho de menos, incluso cuando estaba con él. Significaba para mí protección, cobijo masculino, todo junto. Yo lo adoraba, con su rojo descapotable del que mi madre no paraba de echar pestes. Sí, lo adoraba, a él, su coche, que fuera rico, listo, masculino, que vistiera calcetines de caballero, sandalias y pantalón corto, que tuviera la espalda velluda. Ese es mi ideal de belleza varonil. Con varices, redecillas venosas, hemangiomas en el torso. En efecto, me he documentado sobre los nombres de las cosas que me pirran. No en Google, sino en Ecosia, por el medio ambiente.

Mi terapeuta me ha certificado que tengo un gran complejo de Edipo. De eso han sacado provecho ya una buena cantidad de hombres mayores. Con su ausencia durante la niñez, mi padre se encargó de que los hombres mayores, con mi cuerpo, siempre estén abastecidos de carne fresca. Los que tienen mi edad o son más jóvenes que yo no me interesan lo más mínimo. Solo los mayores, y cuanto más mayores, mejor. Con ellos me siento abrigada y deseada, y todos ellos dan las gracias a mi padre. Siempre que voy a terapia mi marido me dice:

—Por mí, podéis trabajar lo que sea, pero dile a tu terapeuta que no te quite el complejo de Edipo. Si no, después me dejas.

Es el running gag de nuestra relación, y tiene razón. En cuanto deje de tener mi complejo de Edipo, ya no necesitaré a mi marido. Que el complejo me acompañe pues hasta la muerte, me lo quiero llevar a la tumba. Se dice así, aunque yo tumba jamás tendré. Me niego a estar enterrada en un cementerio cristiano. Ni hablar, solo por encima de mi cadáver. En mi testamento he dejado claro que el que tenga que hacerlo efectivo habrá de encargarse de que, primero, me incineren y, segundo, mis cenizas sean tiradas al contenedor negro, el de la basura doméstica, el día que vengan a recogerla, es decir, el miércoles, de momento. En ningún caso participaré en toda esa parafernalia del cuidado de las tumbas, con alquileres que vencen, acuíferos contaminados por aguas cadavéricas y toda la mandanga.

Son muchas las cosas que he cambiado por completo desde que estoy con mi nuevo marido. Me cuestiono a mí misma, mi mente, mi cuerpo, todo. No sé si se debe o no a él, quizá tenga que ver más con el accidente que hubo en nuestra familia y la terapia respectiva.

Me machaco a mí misma una y otra vez, mi terapeuta trata de curármelo a base de ejercicios. Al revolver sus cajas de fotos privadas, por ejemplo, me martirizaba con la deprimente idea de que a Georg le tiran más los pechos grandes. Se lo reprochaba constantemente y le pedía explicaciones. Ni siquiera en esos estados de locura soy capaz de cerrar el pico. Le insistía en que confesara. Que yo ya lo sabía. Daba igual lo que dijera para darme ánimos, no le creía.

Esa es una de las muchas minas antipersona de nuestra relación, explosivos que he enterrado en la tierra que pisamos y que ya no consigo sacar. Es difícil dar marcha atrás. Desactivar lo dicho y lo hecho. Mis rabietas fueron espantosas. Sobre todo para él, que ya no sabía qué hacer. Qué me pasaba, dónde estaba el problema. Me preguntaba una y otra vez:

—¿Por qué te empeñas en demostrarme que ya no puedo encontrarte atractiva? ¿Que no te deseo? ¿Que no te quiero? ¡Para ya, mujer!

Yo intentaba con todas mis fuerzas echar por tierra un amor feliz. Buscaba pruebas de que él no me quería en vez de hacerle caso y medirlo por sus hechos, que siempre demostraban lo contrario de lo que me angustiaba.

Todo eso lo debe tener presente mi marido a la hora de elegir una mujer para nosotros. Los pechos, no demasiado pequeños porque llamaría la atención, ni desde luego demasiado grandes para no hacerse sospechoso de reincidencia. Además, con la prostituta no solo queremos acostarnos, sino también hablar y pasar un buen rato. Quiere decir que somos usuarios exigentes. También puede ocurrir que una prostituta le resulte a Georg tan simpática y divertida que da lo mismo que no sea bien plantada o tenga pechos grandes y esté operada. De cada visita al puticlub procuramos salir como la pareja de clientes más amable. El comercio justo y lo biológico, y con mucha propina.

Este es nuestro plan para el día siguiente. Cada vez que programamos una salida tan emocionante, el fantasma de mi madre hace acto de presencia. Dice: «¡No lo hagas, hija mía! ¿Por qué para complacer a tu marido te exiges a ti misma cosas que te superan? Confiesa que eso no va contigo». Pero yo veo lo contento que se pone él, que no para de darme las gracias. Y pienso por mi parte: Guau, qué liberal soy. ¡Mi madre a mí no me tiene que decir nada! En algún momento la propia planificación ya me pone cachonda. Pero nunca lo admitiría. Es mi marido el que tiene que notarlo de alguna manera y hacerse cargo. A él le pasa algo similar, solo que es capaz de expresarlo.

Yo esa cohibición, esa incapacidad mía para manifestar con palabras mi excitación, me gustaría quitármela de encima. Tampoco consigo expresar lo que deseo. Él me lo pregunta a menudo, está deseando saberlo. En la cama. Le pondría muy cachondo que yo le pidiera cosas. Pero no puedo. Soy afásica en este terreno, simplemente hago cuanto él quiere. Todo lo que él hace me pone cachonda, no aporto nada propio. Parece como si solo pudiera ponerme cachonda cuando veo lo cachondo que le pongo yo a él con mi cuerpo. En términos terapéuticos eso se llama «reflejar». Mi excitación solo existe si refleja la suya.

Pero voy a impedir que tengamos sexo esta noche. No me gusta el descontrol en este terreno. Al fin y al cabo, ya no tenemos veinte años. Además, tenemos que reservarnos un poco, como los futbolistas, para el difícil partido de mañana. Además, no me gusta tener sexo cuando está la niña. Además, además, además. Siempre encuentro muchos argumentos contra el sexo y pocos a favor. La niña nunca debe pillar a los padres cuando tienen sexo. Los hijos y la sexualidad hay que separarlos estrictamente para no desbordar a la criatura. Al fin y al cabo, no somos maestros de una escuela de pedagogía progre. La niña tiene siete años, y hemos conseguido que no nos haya pescado nunca. Ni en la cama de matrimonio, ni en el sofá, ni de día ni de noche. Estamos muy orgullosos de ello. Conozco a personas que han quedado muy traumatizadas después de haber pillado por descuido a sus padres teniendo sexo. Quiero evitarle eso a mi hija a toda costa.

Estamos hablando, pues, de la visita al puticlub, y de pronto noto un fuerte picor y cosquilleo en el ano. ¿Es la excitación? No puede ser. Nunca me ha pasado. Ojo al ojete, puede tratarse de una enfermedad. Enseguida pienso: gracias, Dios que no existes, o bien: gracias, querida mamá, por salvarme de la salida de mañana. Al instante sospecho lo que podría ser. Pero solo lo sospecho, porque de adulta nunca lo he tenido. Le quito el portátil a mi marido, que estaba navegando en la página de los puticlubs examinando a las señoritas que están online, lo que tiene poco sentido porque las prostitutas hacen lo que les da la gana. El hecho de que se encuentren online en una foto no quiere decir ni mucho menos que trabajen en ese momento ni que estén mañana. Hay que personarse en el club y establecer contacto visual directo con ellas, por muy desagradable que le resulte a uno. El anonimato ante el ordenador no sirve. Hay que dar la cara.

Giro el portátil hacia mí, de tal manera que Georg no puede ver la pantalla. Clico «navegación privada» en Safari y pongo «lombrices en niños» en Wikipedia. Solo es una sospecha. Leo la instructiva entrada hasta el punto en que se describe el test, consistente en darle una vez al ano con un celo y mirar si se quedan pegadas unas lombrices blancas y diminutas, muy movedizas. Dios mío, como en una película de terror, haz que no sea verdad. Vuelvo a la página de los puticlubs, cierro «navegación privada», dejo el portátil en el sofá y me levanto de un salto. En la cocina tenemos un cajón monotemático, para pegamento, cintas de embalaje y celo. Cojo un rollo, pero la verdad es que ya me sé el resultado del test, con ese picor solo puede ser una cosa. Me encierro en el lavabo de los huéspedes. Tenía azulejos muy feos de los años ochenta pero los hemos pintado de tono amarillo maíz y queda muy bonito. Me gustan sobre todo las juntas pintadas. Lo mismo que nuestra relación, ese cuarto quedará exactamente así para siempre; como todo lo que hemos hecho en nuestro piso, también esto simplemente quedará así. La señora Drescher dice que una relación, un amor, debe ir creciendo para no romperse. Es posible; entonces me lo aplicaré para nuestra relación, pero de ninguna manera se cambiará nada en el piso.

Desde el accidente soy estrictamente contraria a los cambios en el espacio. La gente hace esas cosas porque se aburre, por la misma razón por la cual les encanta ver películas policíacas, pero yo después de lo que ha pasado en nuestra familia me siento exhausta y agobiada y necesito paz y nada de cambios. Salvo un poco de sexo, quizá, con alguien distinto. Pero todo lo demás que quede tal cual. El piso y la relación están hechos para la eternidad, o al menos para durar lo que duren nuestras vidas.

Me siento en la taza y comienzo por mear. Desde que meo a conciencia, hago mucho ruido aposta. No me gustan las mujeres que mean evitando el ruido. De joven alguna vez leí un libro donde un hombre explicaba cómo acechaba a su adorada cuando esta hacía pis y cómo le excitaba el siseo y chapoteo que producía. Podría ser que a mi marido le pasara igual. Aunque yo nunca lo comentaría con él, porque lo estropearía todo. Mear haciendo el mayor ruido posible, cagar evitando al máximo todo ruido, esta es mi consigna, y dejar correr el agua para que él no oiga nada, y ventilar para que no haya olores. Por otra parte, eso significa que nunca vivo aquí de verdad. Siempre pienso en cómo gustarle. Quiero quedarme con él para siempre. Es decir, nunca hay relajación hogareña como tendría que ser, porque eso sería nada menos que abandonarse de una forma muy fea.

Termino la meada ruidosa rápidamente porque en el fondo no tenía ganas de hacer aguas, y me seco con cuidado y como la higiene manda. Antes siempre me lastimaba los labios de la vulva por apretar demasiado fuerte. Hoy ya no lo hago, pues en la terapia aprendí a ser más amable conmigo misma, también con mis labios menores. Pero desgraciadamente no lo soy en todos los terrenos.

Después del secado amigable viene el test del celo. Doy tres vueltas de cinta al índice, con la parte adhesiva hacia fuera, la agarro con los dientes incisivos, la rasgo un poco por el borde y la parto por la mitad con los dedos. Es un gesto que aprendí de mi madre, se lo vi hacer a menudo cuando era niña. Ella hacía muchas cosas con la boca. A mí eso me impresionaba sobremanera. Muchas veces hasta la vi subida a una escalera con los carrillos llenos a rebosar de clavos o chinchetas, y pensaba: yo también quiero ser así, y lo conseguí. Por desgracia, he salido a mi madre. Es horroroso ser como ella porque es una mujer muy infeliz, muy agresiva. Ahora también lo soy yo. Malos genes y mal ejemplo.

Cuando tuve que contarle a mi familia que no quería volver a ver ni a mi padre ni a mi madre, se indignaron muchísimo. ¡Normal! Sobre todo por el lado materno de la familia me echaron discursos para que me lo pensara. Les dije que ya me lo había pensado muchas veces y que había llegado a la conclusión de que mi vida era mejor sin los padres que con ellos. Hay que castigarlos por su forma de vivir para siempre. No merecían tener hijos, y menos todavía merecían tener como hijo a mi hermano muerto. Pobre de él, ¡por las que tuvo que pasar como hijo suyo! Echaba tanto de menos a su padre, mucho más que yo, y el que mi querido hermano esté muerto hace que los reproches sean de una dureza y una gravedad insoportables. Tengo que sostener la antorcha en alto, también por él.

Toda la familia me decía cosas como «Pero si tu madre te quiere mucho». Sí, digo yo a eso, me quiere tanto que no me suelta. Lo quiere determinar y controlar todo. Solo puedo ser como ella quiere que sea, si no, me rechaza. Dije a mis parientes:

—Me abraza, y a la mínima que intento zafarme y apartarme un paso para ser yo misma, para ser autónoma, miro mi cuerpo y veo que su abrazo me ha rajado y destrozado el vientre.

—Pero si tu madre te ha querido tanto. Ha sido muy buena madre para ti.

Sí, sí. Cuando estabais vosotros, hacía de payaso creativo y gracioso, de amiga de los niños, de mujer de nervios fuertes. Pero cuando estábamos solos con ella, sacaba a la bestia desbordada que llevaba dentro. Entonces no hacía más que gritar. Por lo general, siempre estaba de los nervios. Es lo que ocurre con tantas criaturas en casa. ¡Si a mí me pasa ya con una sola! Pero lo que yo no hago —y por eso espero ser una pizquita mejor que mamá— es pegar a mi hija. Seguro que ella se convencía de que no empleaba la fuerza física, de que no pegaba a sus hijos. ¡Pero nos pegó! Se hace de la siguiente manera, por si alguien quiere copiar la receta para uso doméstico: se sujeta con mano firme de adulto el brazo del niño y se envía a toda leche una especie de impulso eléctrico por el pequeño cuerpo de la criatura. Utilizando ese cuerpo como si fuera un látigo, con el bracito fácilmente descoyuntable como mango y agitándolo. Entonces el cuerpo casi sale catapultado del brazo y el niño siente tanto dolor que todavía tiempo después apenas consigue coger aire. Recuerdo que miraba atónita a mi madre después de que me sometiera a esa tortura. No entendía cómo mi madre payaso de niños podía hacerme eso.

Los parientes piensan que miento cuando les explico mi percepción de mamá. Simplemente no pueden imaginarse que esa mujer tenga dos caras. Eso también lo aprendí con ella: cuando estoy a punto de perder los estribos me controlo completamente hasta llegar a casa y estar a solas con mi marido. Dulce hogar. Nada más cerrar la puerta estallo. Puede ocurrir que él pase toda la velada sin darse cuenta de que estoy que trino. Me lo guardo para cuando estamos solos, para que nadie vea mi verdadero yo. Fue eso lo que mi madre hacía con nosotros. El castigo llegaba mucho después de nuestras trastadas, y sin testigos. El autocontrol perfecto del ángel de la venganza.

En nuestra casa nos limitamos a las amenazas: si no haces eso y aquello —por lo general lavarse los dientes antes de acostarse, porque no solemos tener problemas mayores con nuestros hijos— no habrá cuento antes de dormirte. Sigue dando resultado.

Y cuando he lanzado una amenaza —sucede pocas veces pero sucede—, tengo que cumplirla. Suele ser un espectáculo cruel entre madre e hija. Odio tener que hacerlo, pero me mantengo firme aunque corran las lágrimas, porque los libros de educación me han enseñado que los niños adquieren fortaleza interior si saben que los padres son consecuentes. Pienso también que a la niña le gusta que una cumpla lo que ha dicho. Pero es posible que solo lo piense por lo horrible que es tener que ser consecuente. A veces me duele el cuerpo de verla llorar en la cama porque quiere que su madre le lea un cuento y no hay tal cuento porque la he amenazado con que no lo habrá. Esquizofrenia. A menudo simplemente quiero tirar la toalla. Como madre. Y más aún como madrastra.

He deseado infinidad de veces que Max, mi hijastro, tenga un accidente de avión, pero por suerte o por desgracia, no lo sé, nunca ha ocurrido. Ya se ve para qué sirven los deseos. Siempre pensé que, como no consigo que nos entendamos, el problema se resolvería por sí solo si él tuviera un accidente de avión. Ni que decir tiene que yo acompañaría a mi marido en el duelo y en algún momento lo distraería de su dolor. Mi hija también le ayudaría a superar la pérdida, y su vida se haría más fácil. Más triste, eso sí, pero también más fácil.

Creo que ansío tanto la muerte de su hijo porque me encantaría librarme de su expareja. Sigue dándole al botón del «tú-me-abandonaste» de mi marido, y yo lo observo y lo desprecio por entrar al trapo. Nunca podremos ser libres, aún menos que si tuviéramos hijos comunes.

También en el caso de mi exmarido confío en que tenga un accidente de avión. Mi hija perdería a su padre, pero eso en algún momento se supera, y yo dejaría de estar tan desagradablemente vinculada a él por nuestra hija común. Esa eterna mala conciencia, esos terribles viejos esquemas que se reproducen, como dice la jerga terapéutica para decir que se cometen los mismos errores que ya se cometieron durante la relación.

A veces incluso deseo que muera mi propia hija. Sé lo que es vivir una desgracia, un mazazo del destino. Y lo bonita que es la atención que se recibe, la manta de la compasión que la cobija a una, la licencia que se tiene para cagarla una y otra vez durante mucho tiempo sin que nadie se dé cuenta o se harte de una. Creo que esa atención antinatural de todo el mundo con la mirada llena de conmoción puede resultar adictiva.

Todos me mimaban pensando: Mira lo fuerte y valiente que es. Era bonito poder ser valiente, mostrar la propia fuerza. Pocas veces se puede. Solo cuando el destino te golpea. Y como después de un golpe del destino siempre se espera el siguiente, que seguramente no vendrá, se acaba añorándolo para salvarse de una vez de tanta espera y de la angustia que conlleva.

Desde el accidente mi madre no quiere escuchar críticas a su persona. Simplemente se tapa los oídos, como hace mi mejor amiga, y las dos te cuelgan el teléfono. Son las ventajas de un golpe del destino, te da derecho a descansar de la crítica ajena. En el caso de mi amiga nunca he podido averiguar cuál fue el accidente o golpe del destino, pero, como mi madre, quiere que la dejen en paz. Por eso ninguna de las dos va a terapia, a pesar de su megatrauma, porque sencillamente no aguantan la crítica que se tiene que oír en una sesión terapéutica. En mi cabeza y mi vagina estoy preparada para un affaire. Pienso que he escogido a los primos de El tambor de hojalata como modelo de un affaire antidestructivo. Se encuentran habitualmente, nadie nota nada, excepto el vendedor judío del tambor de hojalata y el hijo de la mujer, Oskar; por lo demás, el affaire es una balsa de aceite. Me da igual que sea incesto o no. Creo que unos primos están lo suficientemente alejados el uno del otro como para que el asunto no se convierta en repugnante. Se encuentran habitualmente, tienen sexo de forma dura y salvaje, y después se dicen adiós y hasta la vista. Ninguno de los dos quiere estropear la vida del otro, ninguno representa una bomba de relojería para el otro, ninguno dice al otro: «Vivamos juntos, ¡ya!». El equilibrio es importante.

En su caso funcionaba por el lazo familiar que tenían; en mi caso he pensado que tengo que escoger a un hombre que tenga mucho que perder. Uno con profesión, profesión de prestigio si cabe, para que esté un poco condicionado por ese lado. Con una relación de pareja estable, tal vez casado y con hijos y viviendo con la familia. De ninguna manera me gustaría que fuese un gran amor, pasional y tal, como nos pasó a mí y mi marido. Porque quiero ser una madre mejor que la que tuve, y eso significa no dejar plantados continuamente a los hombres, mudarse de casa y hacer una vida de pendeja que acaba convirtiendo a tu hija en una persona tan trastornada como la que yo soy ahora. Siempre digo: soy la suma de todos los errores de mis padres.

Este trastorno mío a la señora Drescher ya le ha dado para adquirir una vivienda en propiedad. Como mi marido y yo a menudo compramos sexo, alguna vez me preguntó si yo a ella también la consideraba una cosa venal, y le contesté:

—No vamos a hacer como si la relación entre usted y yo no tuviera nada que ver con el dinero, señora Drescher. Tan chiflada y romántica no soy.

De todas formas, me quedaré con mi marido hasta la muerte, pero antes me gustaría conseguir poder acostarme con otro hombre, no en secreto sino con permiso, de forma legal, como antes hacían los hippies. O incluso con algún que otro hombre. Quisiera hacerlo con un mínimo de mala conciencia. Me imagino que al hacerlo en secreto la mala conciencia lo fastidia todo. No quiero eso. Cuando lo haga y tenga otra polla dentro de mí quisiera sentirme libre y pensar: tengo licencia para esto, el mío es el marido más cool del universo, me ha permitido lo que estoy haciendo.

En mi fantasía, mi affaire no me presionaría para dejar a mi marido. Ni para que me fuera de casa. Solo quisiera encontrarme con un hombre —y no me importaría que fuera mucho mayor que Georg, al contrario— en una habitación de hotel, tener sexo con él de forma breve, dura y salvaje, y luego irme a casa. En casa, por mucho que Georg me lo hubiera permitido, tendría un poco de mala conciencia, porque a veces la mala conciencia hace que las cosas sean más emocionantes que antes. No hay que darlo todo siempre por sentado.

Me lavaría también por dentro intentando quitarme el esperma del otro, porque no hacerlo sería pasarse con Georg, y después me acostaría con él derritiéndome de gratitud por haberme dado ese poquitín adicional de libertad ¡Y con todas las ventajas! Sería maravilloso. Por favor, querido marido mío, permítemelo, permítenoslo, déjame marcharme una vez para volver libremente.

Debo ser sincera: el copyright de esta frase corresponde a la señora Drescher. Si no paro de fantasear como una obsesa con acostarme con otros hombres y, a veces, con mujeres, después tengo mala conciencia con mi marido.

Entonces soy más amable con él, lo engatuso y me figuro que por mis mofletes rojizos notará lo que acabo de imaginarme con todo detalle. Aunque él siempre saca provecho, aunque solo lo engañe en pensamientos. Ni pensar cómo sería si lo hiciera en realidad. La terapeuta me pregunta qué pasaría si lo mantuviera todo a nivel de imaginación. Creo que no aguantaré así mucho tiempo, no estoy hecha para eso. Digo ahora. Antes deseaba de mi marido fidelidad incondicional. ¿Cómo hacer para volver atrás? ¡Cambio de opinión! Al cabo de siete años. Vaya. ¿Y ahora qué?

En mi relación anterior me iba mucho mejor porque podía ocuparme magníficamente de mi ex. De mi marido actual me enamoré porque era muy fuerte, y ahora estoy mucho peor porque, comparado con antes, apenas tengo de quién ocuparme. Solo una hija y dos inseparables. Nuestras mascotas. Un par de pájaros muy chic con carrillos color rosa, también llamados agapornis. Ya no tengo marido. Así que estoy enfrentada a mí misma, y eso difícilmente se aguanta. Mientras tenía de quién ocuparme, me distraía magníficamente de mis propias depresiones, ahora en cambio me vapulean de lo lindo. Él es fuerte y no necesita ayuda, por desgracia. Y está visto que yo en la relación tengo el papel de la cabra, lo que fortalece todavía más su sentimiento de superioridad. Aunque no creo que esté tan sano como aparenta, y eso pronto se verá en la terapia a la que tendrá que ir, no para curarse de esa familia pirada de mierda que tiene, sino para entenderse mejor conmigo.

Lo único en que yo podría ayudarle o al menos demostrarle empatía son sus dolores de espalda. Pero no me deja. Sabe muy bien que esa fue una de las razones por las cuales ya no quería acostarme con mi ex: si te ocupas demasiado de tu marido, este acaba convirtiéndose en tu hijo, y la verdad es que a una no le gusta acostarse con su propio hijo. La mayoría de la gente no lo hace. Y si hay una cosa que él no quiere perder es la sexualidad, esa es nuestra fe inquebrantable, y si se va al carajo, tarde o temprano se irá al carajo el resto.

Pongo la punta de mi dedo, envuelta en celo, en el ano y luego la acerco a un palmo de la nariz. ¡Lo sabía! Ya al primer intento he cogido cuatro de esas sabandijas asquerosas. En internet decían que salen por la noche y pican particularmente porque se reproducen en el ojete, y para reproducirse necesitan oxígeno, como nosotros. ¡Qué repugnante! Me dan náuseas cuando las veo contorsionarse de esta manera, como si bailaran tecno y estuvieran drogadas. ¡Qué animales más perversos! Me siento invadida, soy una anfitriona de parásitos. Odio ser madre. ¡Pero precisamente esos deben de ser los gajes del oficio! Liza se ha contagiado en el cole y me lo ha pegado a mí. O al revés, yo qué sé.

Cierro la tapa del váter con la mano limpia, me siento y tiro de la cadena. Vale, a pensar. No podré dormir con este picor. No voy a acostarme en toda la noche, no quiero propagar esos bichos de mierda en nuestra cama. De repente me acuerdo de la última frase de mi hija: «Mamá, me pica el culo». Ella también las tiene, tres veces mierda. ¿Se puede mandar al cole a una criatura con lombrices? Si no va al cole, mañana por la mañana no podré trabajar. Tampoco podremos ir al puticlub. Joder. Por la criatura y por el peligro de contagio, al fin y al cabo no voy a pegarle las lombrices a todo el mundo. Aunque la idea me divierte. ¡Qué alivio! Gracias, Dios que no existes, es decir, madre, gracias por las lombrices. Así no puedo ir al puticlub. Por la manera de alegrarme de ese impedimento noto qué peso me suponen en el fondo esas salidas. Voy a decirle a Georg que lo del puticlub no va a poder ser. ¡Genial!

Pero el tener lombrices no deja de parecerme espantoso. Tengo envidia de mi hija, durmiendo tan tranquila a pesar de que probablemente tiene lombrices. Seguro que no podré dormirme. Tengo la intensa necesidad de que mi marido me consuele, de que me compadezca y me ayude. ¿Qué hacer ahora, a las nueve y media de la noche? No hay ningún médico que atienda a estas horas. Y por una cosa así no se va al hospital.

Aplasto las lombrices contorsionistas en la pared amarilla, revientan como granos apretados, cojo un poco de papel de Oer Blaue Engel y lo paso por encima, envuelvo el celo en el papel higiénico, lo tiro al agua y pulso el botón de evacuación. Esto sin duda es malo para el medio ambiente, pero no sé qué otra cosa hacer con cuatro lombrices muertas que me salen de dentro. Es un caso de emergencia, el medio ambiente tiene que pasar al segundo plano.

Abandono el laboratorio de las lombrices. Entro en el salón y pregunto:

—¿A ti también te pica el culo?

—Sí, a veces. ¿Por qué?

Se ríe.

Bueno. Con la mujer que tiene no se aburre nunca. Cada segundo trama una nueva gilipollez. Atravesando los tiempos sin aliento.

—Porque entonces tú también tienes lombrices.

Aproximación sutilísima al tema. Muy propia de mí.

—No tengo. ¿Qué quiere decir «también»? ¿O sea que tienes lombrices? ¿Cómo lo sabes? No por eso has de suponer que yo también las tengo, ¿vale?

Está realmente cabreado de que quiera embarcarlo en mi aventura de las lombrices. En la terapia aprendí que ahora debería hablar exclusivamente de las mías, y no de las suyas. Está visto que no quiere compartirlas conmigo.

—Liza ha dicho algo antes de dormirse, y ahora también me pican a mí una locura. Acabo de mirar en Wikipedia y he hecho la prueba del celo.

—Sé cómo es de cuando éramos niños. Siempre teníamos lombrices.

—Nosotros también. Pensé que podría evitárselo a mi hija. Porque ya tiene siete años y nunca ha tenido. Pensé que nunca tendríamos. Es tan repugnante… Se mueven todo el rato, por eso pican. Liza por suerte está dormida, así no se entera. No puedo dormirme y dejar que me coman viva.

—No te van a comer. Llama a la farmacia de guardia y pide un antilombrices. Di que la receta la llevas mañana.

Bien, muy bien, por lo menos uno que no pierde la cabeza. Llamo a información, consigo el número de la farmacia de guardia y llamo muy alterada. No me cabe en la cabeza que eso me pase a mí, lombrices de mierda.

—Buenas noches, me llamo Elizabeth Kiehl, mi familia y yo acabamos de constatar que tenemos lombrices, ¿podría darnos un medicamento esta noche sin receta? Se la llevaría mañana.

—Lo siento, pero sin receta no puedo despachar nada. Ha pasado ya demasiadas veces que la gente no la ha traído.

Ya me lo pensaba. País de mierda. En otros sitios simplemente se va a una gasolinera y se compra el medicamento. Aquí hay que esperar toda la noche, hasta que el médico abre la consulta. ¡Parece mentira! Receta para un antilombrices. ¿Qué voy a hacer con el medicamento? ¿Matar a gente o matarme a mí? ¿Organizar una fiesta? ¿Pegarme un tiro?

—De acuerdo. Gracias de todos modos. Le deseo una noche tranquila. ¡Y con muchos muertos y heridos delante de su farmacia de mierda!

Me preparo para estar despierta toda la noche con este picor. Esos bichos se mueven como locos, enroscándose y meneándose dentro de mi cuerpo. Me acuerdo de mi exnovio. Quizá él también tenga lombrices, ya que nuestra hija común y yo las tenemos. Nunca nos casamos, aunque estuvimos a punto de hacerlo, pero ocurrió algo terrible. Por desgracia estamos vinculados el uno al otro para siempre por nuestra hija. Lo que suele ser una pesadez.

Está muy bien que nuestra hija no se entere de las tensiones, que no tenga que pensar por sus padres, como tuve que hacerlo yo como hija de mis padres divorciados. Casi todos los hijos de padres divorciados tienen que hacerlo, pensar qué se les puede contar a papá y a mamá. ¿Puedo hablar con libertad sobre mamá cuando estoy con papá? ¿Y viceversa? Entonces a una se le contrae el alma ya de muy joven, y sabe perfectamente lo que puede contar y lo que no según con quién esté. Mi exnovio y yo nos manejamos bastante bien, pero yo noto las agresiones. El deseo absoluto de librarme de él para siempre, y todos los viejos esquemas y las palancas que todavía acciona. Me da un ataque cada vez que volvemos a caer en una de esas trampas y nos comportamos como si siguiéramos juntos. Mi nuevo marido lo observa muy bien desde fuera. Lo nota antes que yo. Como, por la niña, no consigo una separación de verdad como me gustaría, o sea, de cien a cero, caemos una y otra vez en los antiguos esquemas de nuestra relación. Malmalmal. Hace siete años que lucho contra eso. Tenemos que llevarnos bien, por la niña, pero tampoco demasiado bien, por la nueva pareja, pero también por mí. ¡La vida de familia reconstituida es complicada del carajo!

Pero hoy tengo que dedicarme a averiguar si mi exnovio también tiene lombrices. Si se las he contagiado de forma indirecta, sea por besar a la niña o por contacto bucal conmigo. Exterminando los huevos de lombrices en mi hija me encargo de que se exterminen también los que pueda llevar él en su cuerpo.

Ese exnovio y yo nos íbamos a casar, hace ocho años, estaba dispuesta a darle el sí en la ceremonia, por lo que muy secretamente tengo metido en la cabeza que mi exnovio es mi exmarido.

Estamos planeando la boda de principio a fin, vamos a fletar vuelos para llevar a todos los parientes y amigos a Inglaterra, de donde soy yo. La boda va a ser en el campo, cerca de Londres, en un hotel antiguo y elegante. Será una fiesta por todo lo alto. El juez del Registro Civil se desplazará expresamente por nosotros. El vestido se confecciona en Alemania, a medida. Se compone de cinco vestidos de boda antiguos. La modista va a cortar esos trapos viejos de color blanco, amarillo claro y crema para juntarlos de nuevo formando grandes rombos de manera muy original. Y como podemos aprovechar la tela de cinco vestidos me he pedido una cola larga a lo Lady D. Cuando yo era una niñita inglesa pensaba que la boda del príncipe Carlos y Diana había sido la mejor de todos los tiempos, miré las fotos cientos de veces en un libro infantil. La falda de mi vestido pesa tanto que necesita un refuerzo a modo de corpiño en la cintura para que no se me caiga durante la ceremonia. Tengo que ir varias veces a probármelo.

Compro en nuestro barrio cuanto les hace falta a unos novios. Bolsas de viaje chic que por primera vez en nuestras vidas hacen conjunto. Así me siento muy adulta. El maquillaje: sombra de ojos verde claro, pintalabios fucsia, colorete fucsia.

En el barrio puedo adquirir también toda la sarta de reliquias de la superstición que no pueden faltar en un casorio. En inglés se dice: Something old, something new, something borrowed, something blue, and a silver sixpence in her shoe. Lo viejo: en la tienda de joyas antiguas compro un colgante diminuto, una bellota plateada con cópula, ay, cúpula dorada y collar largo y afiligranado que llevaré debajo del vestido, oculto en el escote, porque no hace juego con el resto. Lo nuevo: el velo, lo he comprado nuevo, a diferencia del vestido. Y lo prestado me lo dará mi madre: un collar hecho completamente de marfil, ancho, con cinco vueltas de cuentas muy ajustadas al cuello, como los que llevaban las prostitutas del salvaje Oeste, un aro estrangulador con una gran rosa tallada a la altura de la yugular y que parece un wide open beaver. Lo azul: una liga clásica. Y ese extraño chisme de seis peniques se lo he encargado a los parientes, ¡ay de ellos si se les olvida! Me lo meteré en el zapato si no hay más remedio, pero solo para la ceremonia y no para el baile de después. Me imagino que una moneda de seis peniques de plata debe de ser una antigua moneda inglesa, no la aguantaré mucho tiempo porque ya me da un ataque solo con que me entre arenilla en el zapato.

Además, compro lencería de novia de la más fina, toda en color crema, y naturalmente voy contando en las tiendas para qué son todas esas cosas. Entonces los dependientes (y las dependientas) comparten mi alegría y me desean mucha suerte. Suerte que más bien se necesita para el matrimonio, no para la boda. Porque el matrimonio dura mucho más, tiene que aguantar años, mientras que el día de la boda es uno solo.

El día de la partida voy en taxi a la modista y le explico al chófer que espere, que después seguiré con él y el vestido de novia a la ciudad vecina donde vive mi madre. Como el vestido ha quedado enorme no puedo embutirlo en una maleta para el vuelo. Por tanto, mi madre va a transportarlo en coche. Decide cancelar sus vuelos expresamente por el vestido y quiere viajar en coche junto con mis tres hermanos, Harry, Lukas, Paul, y Rhea, la novia del mayor, que tiene un año menos que yo.

¡Yo fui la primera! Eso es muy importante. El mayor de los hermanos nació inmediatamente después que yo. Sigue siendo un misterio para mí cómo mi madre nada más tenerme logró quedarse embarazada tan pronto otra vez. Me pegué con él durante toda su vida esperando cada día que se muriera. Eso me daba cargo de conciencia porque a uno le enseñan que debe querer a sus hermanos. Pero él estaba plantado tan cerca de mí que siempre lo veía como un competidor, ni idea en qué. ¿La comida? ¿La fuerza? ¿El amor de los padres? Seguramente todo junto.

Hasta que encontré textos científicos sobre el odio fraterno donde se describía que muchos hermanos nacidos inmediatamente el uno después del otro viven de esa manera. Porque el primogénito, en este caso yo, no ve por qué de repente tiene que compartir a los padres con alguien que se ha apuntado sin que hiciera falta. Solo cuando éramos adolescentes avanzados el odio quedó completamente borrado, y nos convertimos en uña y carne. Pero para entonces ya le había deseado la muerte veinte mil veces porque deseaba ser hija única.

Para transportar el vestido compramos una baca de esas para llevar esquís. Para que pueda ir holgado en la caja. Como Blancanieves en el ataúd de cristal. Mi querido vestido en el portaesquís de plástico.

El taxista espera fuera, ha aparcado en la acera delante mismo del escaparate y fuma un cigarro al sol apoyado en la estrella. Cuando lo vi en esa postura pensé: espero que no se le rompa la estrella. Seguro que eso trae mala suerte. A él, no a mí. Porque yo no soy supersticiosa. Le doy un poco de conversación a la modista, que me desea mucha suerte. Y vuelvo a pensar: ¿para el matrimonio o para la boda? Pago el importe que todavía le debo por el trabajo y juntas colocamos el vestido enorme en una bolsa de ropa de enormes dimensiones, extendida en el suelo. La modista tiene los ojos bañados en lágrimas. Bastante cursi, la vieja. La cursilería, he leído alguna vez, es la negación de la muerte y la mierda. Se fija, centímetro a centímetro, en que el encaje no quede enganchado en la cremallera.

Llevamos el vestido hasta el taxi cual cadáver envuelto en una alfombra y lo colocamos cuidadosamente en el asiento de atrás; levanto la parte que cuelga fuera, voy cerrando la puerta hasta casi pillarme el brazo, que saco, y rápidamente doy un portazo. Listo.

Subimos al vehículo y cuando arrancamos la modista, llorando a lágrima viva, agita la mano en señal de despedida. Tengo la sensación de haberle quitado al único hijo que tenía. Ha trabajado tanto tiempo en el vestido —y ganado realmente mucho dinero con ello— que parece que ya no quiere soltarlo. Pero ahora es mío. Mío. Mío. Mío. Solo me sienta bien a mí, porque está hecho a medida. Durante los siguientes ochenta kilómetros converso con el taxista sobre la boda exclusivamente. Cuando llegamos lo sabe todo. Cómo será la tarta. Cuántos invitados hay. Cuántos alcohólicos hay en mi familia inglesa. Que espero con afán que acaben a tortazos porque eso forma parte de una boda inglesa comme il fout. Que todos mis hermanos llevarán la misma camisa floreada estilo hawaiano que he escogido y comprado para ellos, de distintos tamaños, evidentemente. Porque estamos en pleno verano. Que he encargado ramilletes de velo de novia para todos los invitados que estos tienen que ponerse en los atuendos. Qué canción de Adriano Celentano sonará, en un casete, después de que nos hayamos dado el sí. Que la novia y el novio han grabado sus propias cintas de música bailable para ahorrarse el pinchadiscos en el hotel. Música para mover el esqueleto durante nueve horas.

El sol da en el interior del taxi, y cuando llegamos a la entrada trasera de la casa de mi madre, toda la familia se acerca corriendo para saludarnos. Aparcamos detrás del coche de mi madre, ya preparado para el viaje. Está abarrotado. Tiene las puertas abiertas y rebosa de toda clase de cosas: ropa de dormir para los niños, ropa elegante para la boda, seguramente también regalos para nosotros, los novios, libros, juguetes para los cuatro días que queremos quedarnos en Inglaterra para celebrarlo. Todos están alojados en el hotel de la boda o en Bed&Breakfast cercanos. Lo importante es que puedan llegar a pie ebrios el día de la boda. Es decir, mañana. Porque hoy es día de viaje.

Tengo que volver rápidamente con el mismo taxi a la ciudad para coger el avión con mi futuro marido y su familia de doce cabezas. Veo que la baca ya está montada en el coche de mi madre. Mis hermanos empiezan a convencerme de que me ponga el vestido, solo es un momento, dicen. Desean a rabiar vérmelo puesto. Debería decir que no y hacerme la dura, pero no puedo porque yo también estoy deseando exhibirlo. No voy a ser una carroza supersticiosa, porque en realidad nadie debería ver el vestido antes de la boda. No consigo mantenerme firme. Así que entre mi madre, el taxista y yo cargamos con la bolsa de ropa llevándola al prado detrás de la casa. Hace mucho calor y me desvisto hasta quedar en ropa interior. A decir verdad me da vergüenza por el taxista, pero no quiero ser pequeñoburguesa y pedirle que se dé la vuelta. Por suerte lo hace espontáneamente. Mis hermanos se ríen pero no dejan de mirar. Mi madre me ayuda a meterme en la falda pesada y me cierra el corchete detrás. Luego me enfunda el corpiño de raso que tapa la ancha pretina de la falda, de manera que parece un vestido de una sola pieza. De pura guasa mi madre saca también el velo y me lo pone torcido y al revés, con la parte larga cubriéndome la cara. La novia, arreglada y peripuesta. Todos están contentos, me piropean, el taxista vuelve a mirar, y todos aplaudimos, y yo me vuelvo a quitar la coraza que tira bastante de cintura abajo. Menos mal que no tengo que llevarlo mucho tiempo puesto porque para el baile de la noche me he comprado un vestido corto ligero. Apenas me he puesto de nuevo el pantalón y la blusa, subimos el vestido al portaesquís y lo cerramos.

—¿Cuándo salís?

—Dentro de unos minutos.

—Vale, entonces hasta dentro de un rato, en Inglaterra, chicos-digo sonriendo y añadiendo mi «A ver quién llega antes» de rigor. Lo digo desde que tengo uso de razón y siempre que otra gente va al mismo sitio que yo pero por un camino o con un transporte distintos.

Deprisa recorro con el taxista el trayecto de vuelta. Antes de la boda estoy muy tensa, no paro de pensar que se me ha olvidado algo importante. Pero no es el caso. Voy repasando permanentemente las cosas que son competencia mía y constato que lo he resuelto todo. Si uno lo inventa y planifica y hace todo solo, una boda da trabajo para varias semanas.

Al llegar a casa, la conversación con mi futuro se reduce a cosas del estilo:

—¿Has metido en la maleta eso?

—Sí.

—¿Has metido aquello?

—Síii.

Al parecer, él también ha pensado en todo. Antes de la boda no estamos muy enamorados, seguramente es normal, porque tenemos que pensar en muchas cosas. La verdad es que no necesariamente uno quiere casarse, más bien prefiere estar ya casado. ¿A quién le divierte su propia boda? No conozco a nadie. Solo cuando todo está resuelto, cuando se ha cumplido el programa y uno puede emborracharse, empieza la diversión. ¡Ojalá!

Nos encontramos con todos los parientes de mi novio en el aeropuerto. Coordinar un nutrido grupo de viajeros resulta más bien exasperante. Los niños, unos sobrinos de mi futuro, gritan durante la facturación. Poco antes de embarcar apago el móvil. Soy una viajera educada y me atengo a las normas. Simulo no conocerlos, están sentados unas filas más adelante, así todo saldrá bien. Hago ejercicios de respiración para no perder los nervios. Dibujo una sonrisa fingidamente relajada cuando mi novio me mira y me coge la mano. Añora nuestra habitación de hotel, la paz. El momento de llegar.

Vuelo corto a Londres. Cincuenta minutos más o menos. Por la tarde. Aterrizamos y bajamos. Hemos fletado un autocar realmente grande, con un chófer que nos recogerá a la salida con un cartel con nuestros nombres. Nunca me habían recogido con un cartel. Hemos pedido un crédito importante en el banco, así no tenemos que racanear. Estaré aliviada si funciona también lo del autocar, si realmente nos espera y tenemos chófer.

Recogemos nuestro equipaje, y al pasar por la aduana vuelvo a conectar el móvil. Suena enseguida, en el mismo segundo en que lo enciendo. Veo que es mi padre. Cojo la llamada.

—Hola, papá. Acabamos de aterrizar.

Esta historia de antes y lo que mi padre me contaría por teléfono ha destrozado mi vida. Todavía hoy, ocho años después, sentada en este sofá con mi actual marido, sigo bajo el efecto de la tragedia. Mi marido se ha casado con una piltrafa.

Volvamos al asunto de las lombrices.

Llamo a mi exmarido, exnovio, da igual cómo se le llame, acostada en los brazos de mi marido.

—Hola.

—¿Molesto? Es lo primero que le pregunto a quien llamo. Es una forma muy educada de disculparse, por eso me gusta tanto. La discreción fingida, lo respetuoso.

—No.

—Para ir al grano: Liza y yo tenemos lombrices. Nematodos, para ser exactos. Mañana tengo que ir al pediatra con la niña, así que no podrá ir al coleo ¿Tú has notado algo en ti?

Buenísima la pregunta.

—Ahora que lo dices…, pero creí que era otra cosa.

Haz el favor de ahorrarme los detalles. Pero aquí vienen:

—Tenía esa cosa dolorosa hace poco. Y ahora he pensado que me vuelve, aunque la sensación es completamente distinta.

Ya. Directo al grano. Al fin y al cabo, él y yo fuimos pareja. Aunque ahora ya no podría imaginármelo. Me parece horrible estar juntos y tener hijos y luego separarse. Y en vez de ceder al impulso de no volver a verse nunca más porque hubo sexo compartido, hay que entenderse medianamente para siempre, por la criatura.

Un horror. Terminada la relación con alguien con quien he tenido sexo, preferiría no volver a verlo. Cuando te lo encuentras de nuevo, siempre tienes que pensar en eso o te lo recuerda sin tú quererlo. Fastidioso. Porque parece casi imposible que te hubieras acostado con él alguna vez, antes, hace siglos.

—Mira en Wikipedia para que no tenga que explicarte los detalles. Puedes examinar tus heces, allí las verás moverse, si las tienes. Son de un blanco chillón y muy activas, se agitan como locas. O te pones el lado adhesivo del celo en el ojete.

Dios, qué violento es esto.

—Entonces se quedan pegadas, si las tienes, y sales de dudas.

—Estoy bastante seguro de tenerlas. Pero me pareció que era por otra causa. A mí también me pica una barbaridad.

No puedo menos que sonreír. ¡Qué locura lo de las familias reconstituidas! No hay vergüenza por la que no tengan que pasar.

—Intentaré que el pediatra nos dé medicamentos a todos. Me imagino que me creerá si le digo que el padre, la madre y la niña tienen lombrices. Lo que no sé es si siendo pediatra puede recetar medicinas a adultos. A mí todavía me cabe la ropa infantil, pero tú como niño no pasas. Por lo pronto no hagas nada, a lo mejor consigo medicamentos para todos. Te llamo después del médico, ¿vale?

—¿Y a Georg no le pasa nada?

—No, todavía no se las hemos contagiado, menos mal.

Mentira podrida. Pero está sentado a mi lado, qué voy a decir si me miente asegurando que no tiene lombrices cuando por su reacción a mi pregunta sé perfectamente que se ha infectado, pero supongo que quiere seguir siendo sexualmente atractivo para mí, y por eso no me dice la verdad.

—Algo es algo. Vale, muchas gracias. Entonces hasta mañana.

Mi marido me mira con cara de lástima, ya no sabe qué decir. Simplemente tenemos que esperar. Nueve horas de espera. Por horrible que me parezca y por asqueroso que sea, no deja de tener un punto de morbo. Porque es la primera vez que me pasa, al menos desde que soy consciente, o sea, en la edad adulta. Le pregunto si quiere verlas pues siento que ahora están fuera, porque según el calendario de los bichos es la estación del oxígeno, en la que toman aire. La ocurrencia de que me mire las lombrices responde al deseo de que por un momento me haga de madre y me ayude, que me quite el pánico y me consuele y diga que el panorama no es tan grave como lo veo en mi imaginación. Pero se niega.

—No pienso mirar tus lombrices.

Enseguida me pongo de morros. ¿Que no quiere ver mis lombrices? ¿Desprecia una oferta tan seductora? Yo en su caso no me lo hubiera pensado dos veces. Estoy enferma, infectada, y él ni siquiera está dispuesto a ver el escenario de mi desgracia.

—No me parece buena idea. No debería hacerlo. Somos pareja e incluso estamos casados, pero eso no significa que yo tenga que ver todas las cosas repugnantes que vayas pillando.

Te conozco, bacalao. Ahora viene el sermón del parto y que más vale que el marido eso no lo vea en detalle para no estropear la sexualidad con la mujer. Un discurso mil veces oído en boca de mi marido.

—Es lo mismo que cuando al nacer sus hijos los hombres miran el parto con ojo de médico y luego no soportan ver la vagina tan abierta y desgarrada —dice.

Los hombres tampoco digieren que en los partos pueda salir tanta mierda. La combinación de mierda y recién nacido dice mucho de los humanos. El que los dos orificios estén tan juntos es la mejor prueba de que Dios no existe. Porque si existiese, los habría alejado lo más posible, poniendo uno en el pie y otro en la cabeza.

Después del parto, si el hombre no ha sabido asumir lo que ha visto, el sexo resulta prácticamente imposible. Hay que conservar el aspecto sexual del órgano reproductor, de lo contrario, apaga y vámonos, en eso mi marido tiene toda la razón.

Con lo de quererle enseñar mis lombrices, en cambio, me parece que le he ofrecido algo bonito, y él me da calabazas. Pensé que el hecho de tenerlas le iba a parecer al menos tan morboso como a mí. Pero me da calabazas, y eso me entristece primero y me enfurece después. Por un tío así dejé yo a mis padres, ¡estupendo! ¡O sea que estoy completamente sola! No puedo esperar ayuda de nadie, tengo que defenderme sola en todos los trances de la vida, con todas las enfermedades asquerosas y las imágenes que dejan en mi mente.

Quiero que comparta estas imágenes conmigo y él no quiere que las lombrices le coman el coco, quiere conservarme limpia en su memoria para que todavía se le empine cuando me vea desnuda. Cruzo los brazos ante el pecho. Lo hago siempre que se cuece alguna paranoia dentro de mí.

—Y no me mires con esa cara de basilisco. Sé exactamente lo que piensas.

Nada más fácil que eso. Se me nota a la legua.

—Piensas que no te ayudo cuando estás en la peor de las desgracias. Y yo te digo que tener lombrices no es estar en la peor de las desgracias, Elizabeth.

Se ríe de mí. Se burla, el cabrón. Cuando él también tiene lombrices, pero le faltan agallas para reconocerlo.

—Si realmente tuvieras algo malo, no importa lo repugnante que fuera, yo lo miraría, te ayudaría, todo lo que tú quisieras. Pero en este caso ni puta falta hace, no hay razón para que yo vea tus lombrices y me lleve para siempre esa impresión absolutamente inútil. Si puedo elegir, me decido en favor de nuestra vida amorosa y en contra de esa imagen de lombrices en la mente. Tú me estás preguntando y yo tengo derecho a decir que no.

¡Jerigonza psicoanalítica! Es lo que ha aprendido en la terapia de pareja. A desmarcarse de mí. No hacer siempre lo que yo quiera solo porque pierda los nervios y me ponga hecha una furia. Él y yo hemos aprendido que nunca debe dejarse presionar por mí. Tampoco le incumbe a él mi felicidad. No debo responsabilizarlo de mi desgracia. La culpa la tuvieron mis padres. Cuando lloro como una Magdalena…; por cierto, ¿de dónde viene la expresión? ¿De que la magdalena chorrea después de mojarla en el café? Seguramente. Pues eso, la culpa no es de él ni mucho menos. Siempre está por mí, me lleva en palmitas, y yo pienso que no es suficiente, pero no hay manera de hacerme feliz. No hay modo de contentarme ni de contenerme. A no ser que lo haga yo misma, y este es un camino largo. Desde la terapia de pareja, Georg puede ir a lo suyo porque todos los problemas son míos. Fui identificada claramente como la agresora en nuestra relación. Le hago chantaje, lo oprimo y deprimo, y él no debe dejarse impresionar por eso. Debe poner límites, como acaba de hacer con las lombrices. Debe decir: «Es asunto tuyo. Coge una rabieta, si quieres. No es culpa mía y soy el que menos puede ayudarte. Eres infeliz pero solo tú puedes salvarte o no salvarte, de ninguna manera podré hacerlo yo».

Tengo que dejar de pedirle peras a ese olmo. Antes de la terapia de pareja me encontraba mucho mejor porque simplemente podía agredirlo echándole la culpa de todo. Eso muy pronto hubiera acabado con nuestra relación.

No quisiera sentir dolor, esta es la razón por la cual me pongo agresiva. Mientras luchaba con mi marido no podía sentir mi dolor. Era bonito para mí y malo para él. Ahora que tengo que dejarlo en paz y ya no puedo responsabilizarlo de lo que hicieron mis padres y de los horrores que he vivido, me lo tengo que guardar todo dentro y casi reviento. Y mi marido, sin poder ayudarme, debe limitarse a mirar cómo lo hago. El dolor que no quiero sentir viene de aquella llamada, en la zona de aduanas del aeropuerto.

Mi padre me dice al teléfono:

—Elizabeth, tienes que ser muy fuerte ahora.

Como en el cine. Mis oídos comienzan a zumbar. Me quedo parada y sin duda pongo cara de circunstancias. Mi novio me mira horrorizado.

—Ha habido un accidente muy grave en la autopista. Un choque en cadena. La policía belga acaba de llamarme. Lo más probable es que todos los que viajaban en el coche estén muertos. Dicen.

Una larga pausa.

—La pregunta que te hago es: ¿quiénes iban en el coche?

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?

—¿Quiénes iban en el coche, Elizabeth?

¿Cómo que quiénes iban en el coche, Elizabeth? ¿No lo sabe? Se ve que no. Le dicen que todos han muerto pero no saben quiénes iban en el coche. Mmm…

—No me digas que Harry iba en el coche, di que está con vosotros. ¿Ha viajado en avión? ¡Di algo!

Es su único hijo. Mi hermano, el más próximo a mí. Tengo que reflexionar mucho. No quiero decir nada equivocado. Quizá ellos se mueran si me equivoco de nombre. Ojo, ojo. Ten cuidado, Elizabeth, concéntrate. Por una vez en la vida. Mi cerebro se ha desconectado casi completamente por el impacto de la noticia. Me pide que dé los nombres. ¿Me pide que le diga quiénes han muerto? Creí que me llamaba para decírmelo. Piensa, solo hace un rato que los viste correr por el prado, haz un esfuerzo y di los nombres:

—Mamá… Harry… Lukas… Paul… Rhea.

Oigo cómo toma nota. Él también está conmocionado. Tiene miedo de olvidar los nombres. Solo uno no lo olvidará. El de su hijo. Le he dicho que iba en el coche.

¿Nada más? ¿O sí? ¿No? ¿Todo correcto? ¿Correctos los nombres? Me duele el cerebro, los ojos se han reducido a ranuras, la luz duele.

En mitad de la zona de salida me fallan las piernas y voy al suelo. Mi novio se agacha a mi lado, me mira con ojos saltones, sabe que debo de estar escuchando algo horrible. Todos los parientes se paran y se quedan mirándonos.

Están todos muy serios, salvo esos niños de mierda. Luego se hace el silencio, a las criaturas ya solo las veo sin oírlas. Nunca más me levantaré de este sitio. El cuerpo ha perdido todas las fuerzas. El cerebro está bloqueado.

—¿Mamá también ha muerto?

—Sí, todos. Dicen que es lo más probable.

Un nuevo pensamiento atraviesa mi cabeza como una flecha: ¿qué habrá pasado con mi vestido? Iba en el coche. En la baca. Arriba. ¿También está muerto? ¿También está estropeado? No me atrevo a preguntárselo. Estoy obsesionada con la idea de que no le haya pasado nada a mi vestido. De repente no puedo imaginarme nada peor. Mi vestido de boda. Que ha costado tanto. ¡Todas las pruebas! Y tengo que darle una foto a la modista en la que lo lleve puesto. Se lo he prometido.

Esa reacción de mi cabeza me sigue resultando vergonzosa hasta el día de hoy. Pero mi terapeuta me dice que no tengo por qué sentir remordimiento. La cabeza nos juega malas pasadas cuando nos enteramos de algo terrible. Sencillamente, yo no estaba en condiciones de asumir que todos estaban muertos, pero sí lo estaba para comprender que mi vestido pudiera haber desaparecido. Es una reacción sucedánea, menos dolorosa que la pérdida de seres humanos. La mente baja la persiana y solo deja penetrar pensamientos minúsculos, muy pocos y menos dolorosos.

Mi padre está sufriendo el impacto igual que yo. Solo por eso propone que no suspendamos la boda. Dice que lo ocurrido no debe impedírnoslo. Tampoco él es consciente de la dimensión del asunto. Dice que tiene que colgar para que la policía pueda llamarlo. Y cuelga.

Después voy como zombi. Mi cuerpo lo hace todo mecánicamente. Repito para mi novio y su familia las palabras exactas que me ha dicho mi padre. Todos se quedan atónitos y me miran con ojos como platos. Nadie dice nada. Estorbamos el paso de los demás viajeros, pero no nos importa, permanecemos sentados en el suelo de la zona de aduanas, pensativos. No sé qué hacer. Seguimos sentados allí una eternidad.

Aquella noticia de mi padre me convirtió en un ser perturbado y condiciona todas mis decisiones. Y el que tiene que pagar el pato es mi marido, pobre. Pero también le compensa porque a cambio, como contraprestación por mis pesados desarreglos psíquicos, me esfuerzo mucho a la hora de chupársela, agradeciéndole que siga aguantando a este animal traumatizado y perseguido.

Resumiendo: no acepta la oferta espectacular de mirar mis lombrices. Quiere que apechugue sola con ello. Entendido. Muchas gracias. Es la última vez que te ofrezco una cosa tan buena.

—Pero si se me saliesen las tripas, ¿me ayudarías? ¿Seguro? ¿Entonces mirarías?

—Claro que sí. Ya lo sabes. Si realmente pasara algo grave, te salvaría.

Gracias. Me apoyo en él. Ojalá pronto me pase algo terrible. No puede perpetuarse esta situación de imaginarme las cosas más horribles desde el accidente sin que nunca ocurra nada. Tengo una fantasía endiablada, ocupada únicamente en imaginar escenarios de horror. Me lo figuro todo hasta los más mínimos detalles. Me atormento a mí misma. Solo sobreponiendo la hipersexualidad a mi angustia consigo librarme del miedo. Eso lo aprendí en la terapia. Entonces logro disfrutar la vida por un breve instante y pienso que sé para qué vivo. Mi terapeuta lo llama excitación por el miedo. Es una sensación similar a la excitación sexual. Para mí solo hay una cosa o la otra. Un extremo u otro. La señora Drescher dice que intento evadirme del miedo con el sexo, que es la única sensación que a veces y por un breve instante es capaz de sobreponerse al miedo. Pero no es la solución a mis problemas. Qué pena. Dice que tengo que solucionarlos dentro de mí y proyectarlos hacia fuera.

Podría tener sexo diez veces al día, así descargaría mucha tensión. Pero suelo optar por el masoquismo mental. Funciona así: por la noche, acostada en la cama, miro el techo. El enlucido tiene una grieta. La observo todos los días y estoy segura de que va a más. De modo que me tengo que ir haciendo a la idea de que la grieta no solo es del enlucido sino de la obra.

Vivimos en una casa de cuatro pisos. Nosotros ocupamos el de la planta baja. El día que todo se venga abajo por algún defecto de construcción estaré preparada porque he anticipado ese escenario muchas veces. A la derecha de mi cama hay una pared maestra, y si oyera un ruido sospechoso saldría de la cama rodando, esperaría hasta que todo se hubiera hundido y gatearía a lo largo de la pared hasta el cuarto de la niña para encontrar a mi hija muerta. Después gatearía de vuelta para ver a mi marido muerto, aplastado, siempre tengo el teléfono al lado de la cama, también un cuchillo de filo largo y afilado por si entran ladrones. Juro hacerlos picadillo. En caso de que la casa se hunda, llamaré a emergencias y seré la única superviviente. Y como mi vida sin marido e hija no tendrá sentido, me mataré a los pocos días de ser ingresada en el psiquiátrico para someterme a recuperación y terapia. Ese escenario lo repaso mentalmente todas las noches, con desenlaces cambiantes. Pero que la casa no tardará en derrumbarse lo doy por seguro. Mi terapeuta dice que las personas que temen que se hunda el edificio en el que están, tienen su propio edificio interior hundido. Proyectan sus miedos al edificio exterior que los rodea. Pero es dentro de ellos donde todo se hunde, no fuera.

Tampoco sirve tranquilizarse a sí mismo pensando que en Alemania nunca se derrumba nada porque todo está construido tan maravillosamente a la antigua, con buenos cimientos. Porque yo vivo en mi fantasía feroz en la que no penetra nada racional. Por desgracia.

En nuestro piso a menudo me siento como en una cripta familiar. La muerte yace en nuestro lecho, entre mi marido y yo. En los años que llevamos viviendo aquí le he preguntado cien veces si no le parece que la grieta en el enlucido va a más. Entonces pone los ojos en blanco, mira el techo como yo miro a la bruja debajo del armario para tranquilizar a mi hija, y dice:

—No, no va a más.

En esos momentos me habla como si le hablara a una persona demente, con sedante voz de bajo. Y me revienta oír mi locura en su voz.

Ya solo le pregunto en casos de máxima emergencia, cuando estoy más preocupada que de costumbre, porque sé que me mentirá y dirá que no. Es importante señalar que mi terapeuta ha descubierto que no tengo miedo de morir, que la muerte y la agonía no me inquietan. La muerte siempre camina dócilmente a mi lado, es una buena compañera. Pero no quisiera morir cuando hubiera podido evitarse. Si me pusiera enferma y no hubiese ya nada que hacer, sencillamente lo aceptaría. Pero morir por una estúpida negligencia es algo que no quiero que pase ni a mí ni a las personas que me son cercanas. Siempre estoy alerta para salvar la vida de nuestra entrañable familia nuclear.

Recostada en el sofá, le digo a mi marido que lo de ir al puticlub mañana no va a poder ser. Nota la sonrisita en mi cara y dice:

—Estás contenta, di que sí. Aliviada.

—Sí. Ya sabes que odio estar nerviosa, y si lo que me pone nerviosa no sucede es lógico que lo primero que sienta sea alivio. Pero no te preocupes: recuperaremos la sesión en cuanto esté curada de los bichos.

Sabe exactamente qué sobreesfuerzo me supone afrontar cada vez esa situación. Primero, estoy hecha un flan, después hinchada como un pavo por haber salido airosa del brete y poder decir: mi marido, a pesar de haber tenido sexo con otra, sigue conmigo, ¡qué milagro! ¡Yupi!

Noto su decepción. En él la ilusión lo es todo. Es mucho más claro que yo. Como cada noche, encendemos la tele y permanecemos un rato callados, él por la decepción de que mañana por la mañana no habrá salida al puticlub, yo porque el picor de las lombrices me vuelve loca. Odio desilusionarlo. Está realmente chafado. ¡Joder!

Mudos, los dos estamos con la mirada clavada en la inmensa pantalla. Mi marido piensa que estoy viendo la tele cuando en realidad vuelvo a pensar en el accidente, rebobinando la película de siempre, como si hubiera sido testigo.

Para decirme una y otra vez: «Sí, Elizabeth, así ocurrió, tienes que asumirlo, es la verdad y no tiene vuelta de hoja».

Estoy sentada en el suelo del aeropuerto rastreando mi mente para saber si es correcto lo que le he dicho a mi padre. Quiénes iban en el coche. Siento un bloqueo al pensar en los nombres. ¡Son tantos! Para ayudar a mi padre es importante que no haya cometido ningún error. Me cuesta trabajo recordarlos todos. En voz alta repito varias veces para mí misma: mamá, Harry, Lukas, Paul y Rhea. Sí, creo que son los que son.

La madre de mi novio, la que se supone será mi suegra, se dirige al chófer del autocar, que realmente sostiene un cartel con nuestros nombres —un objetivo cumplido, algo es algo—, y se lo explica todo. Menos mal. Tengo la sensación de que si se lo explicara yo a un desconocido se convertiría efectivamente en verdad. En más verdad. De lejos acierto a ver cómo al hombre se le demuda la cara. Alegre y relajado al principio, su faz de carne picada con la que no para de mirarnos se ensombrece a medida que mi suegra le va hablando.

La cara que pone debe de ser la misma que pongo yo. Una cara desencajada de horror. Todas las máscaras han caído, no se mueve un solo músculo. Ya no tengo que actuar, ya no tengo que sonreír. Y por mucho tiempo. A partir de ahí cada movimiento se realiza como en estado hipnótico, completamente distendido, plenamente mecánico. He quedado reducida a una máquina.

En algún momento tenemos que levantarnos. Metemos el equipaje en la bodega del autocar. Me siento, como antes hacía en el camino al instituto, en la última fila, donde se ponían los chulos de la clase. Mi ya no futuro marido se sienta a mi lado. Continuamos según lo previsto. ¿Qué otra cosa hacer si no? Estaba previsto ir del aeropuerto a las pensiones y luego dejarnos a los novios en el hotel. Pero después de haber distribuido a su familia ya no quiero ir allí. No lo soporto. Llevo mucho dinero en efectivo, como corresponde a una buena novia, y le ofrezco dinero al chófer para que acepte el cambio de planes y nos conduzca a casa de mis parientes en Londres. Por suerte no tiene otro servicio contratado y nos lleva. El viaje dura una hora y media.

En el autocar, donde solo vamos mi novio y yo, el chófer nos mira por el retrovisor con cara de preocupación. Le doy el móvil a mi novio, en el aparato están grabados los números de teléfono de todos mis parientes ingleses. Llama a mis tíos, y escucho cómo les describe lo que no tiene nombre. Pienso que miente. No puede ser. ¡Que calle su boca mentirosa! Qué bobadas dice, está pirado. Avisa que no habrá boda. Pues sí, probablemente sea cierto. Es difícil cambiar el chip después de haberlo planificado todo durante meses. Dentro de mí todo insiste en llevar los planes a buen puerto, y ahora resulta que no me dejan. Estamos sentados juntos sin decir nada. Me sostiene la mano. ¿Qué otra cosa va a hacer si no? Comportarse de forma adecuada y útil en una situación así es algo que no se aprende. Como lo del hombre en el parto. ¿Qué otra cosa puede hacer? Eso no se aprende en la escuela, las cosas importantes allí no se enseñan. Solo se conocen por las películas, las de guerra. Cinco personas muertas al mismo tiempo. Es un impacto de guerra en nuestra familia, como si le hubieran tirado una bomba. Y yo no consigo pensar en otra cosa que no sea mi vestido: ¿Qué le habrá pasado? ¡Ay si se ha estropeado!

Mi cerebro no es capaz de mucho más. De vez en cuando pienso: ojalá no haya muerto mi madre. Entonces yo tampoco quiero vivir. Estamos muy unidas la una a la otra, demasiado. Cuando la veo, sigo sentada en su regazo la mayoría de las veces. En mi infancia estábamos muy unidas; en la pubertad lo más alejadas posible, y cuando los nubarrones puberales se disolvieron volvimos a estar tan unidas como en la niñez. Una cercanía fatal. No pude distanciarme de mi madre como una persona adulta. Solo podía estar muy unida o nada.

En ese autocar, camino de la casa de mis tíos, pensé muchas veces: ¡A tomar por culo los demás que iban en el coche! Lo único importante es que no haya muerto mi madre. En mi mente ofrecí a todos los demás —mis hermanos y la novia de mi hermano— como moneda de cambio, se los ofrecí al destino, a Dios, al diablo, a quien fuese. Solo para que mi querida madre no hubiese muerto. Porque sin ella no podía ni quería vivir. En eso se ve lo jodida que es la fe. En el momento en que ocurren las cosas más terribles y se está más débil que nunca, uno comienza a trastornarse. Es la prueba elemental de que Dios y la fe son un producto humano. Pero solo por desear que sea así no va a ser así, ni mucho menos. Todo eso es fruto de la desesperación, de la falta de sentido de la existencia y de lo solos y perdidos que estamos en el universo. Los golpes del destino son puro azar o están hechos por los humanos, como todo accidente. Cosa del destino si nadie es legalmente culpable, o culpa de uno si el accidente se debe a un fallo humano. No hay más.

Por eso me cabrean un montón los cristianos, tanto como las mujeres que se ponen silicona en los pechos. Porque ambas cosas son the easy way out. Los cristianos no soportan el desamparo del alma, cuando yo lo he soportado toda mi vida con plena conciencia: la vida no tiene sentido, la tierra no tiene sentido, somos engendros del azar, y de ninguna manera existe una vida después de la muerte. Esos cristianos, para consolarse, simplemente se inventan una vida eterna porque les gustaría que fuéramos más importantes o más especiales que los animales. Se convencen de que les espera el cielo. ¡Nanay! Y la gracia es que son precisamente los supuestos cristianos quienes más se suben por las paredes si pierden a un ser querido, cuando parece que están tan seguros de volver a verlo pronto. Por la reacción a la muerte de los seres queridos se puede ver que no acaban de creerse sus propias chorradas. Y los pechos que una tiene convendría asumirlos, lo mismo que la falta de sentido de la vida.

Mi marido sigue visiblemente decepcionado por el hecho de que lo del puticlub de mañana haya quedado cancelado. Está de morros. Pero esta vez no es culpa mía. Al fin y al cabo, las lombrices no me las he implantado yo. Pero seguramente piensa que soy capaz de haberlo hecho.

Quiero salir de este ambiente asfixiante del sofá y digo que voy a acostarme.

Ahora bien, una mujer adulta no puede acostarse sin más. Primero tiene que quitarse la pintura que por la mañana se ha puesto en la cara con disolventes especiales, los llamados desmaquillado res. También tiene que lavarse los dientes largo rato, para ser ejemplo para los hijos que ni siquiera miran. Peinarse la melena para que hacerse el moño al día siguiente no se convierta en un suplicio. Desnudarse, tirar las bragas y los calcetines sucios a la cesta de ratán para la ropa y ponerse el pijama usado y ya un tanto oliente que está colgado en su gancho de la puerta del baño.

Tratamos de lavarnos lo menos posible, por el medio ambiente, nuestro sucedáneo de religión. Por eso nos ponemos muchas veces el mismo pijama apestoso. También la ropa de cama la cambiamos lo menos posible. Por esta razón nuestros dormitorios tienen, en lo olfativo, un punto de caverna. Siempre pienso que así debían de oler las moradas de los hombres de Neandertal. A humanidad. Solo cuando entramos en contacto con desconocidos, fuera, en la calle, procuramos no apestar, mientras que en casa todo está subordinado al medio ambiente. En todas las cosas que tenemos que hacer antes de poder acostarnos hay, entre mi marido y yo, una verdadera competición por ver quién puede ir al baño grande y quién ha de conformarse con el pequeño váter de los invitados.

Tratamos de hacer las cosas mejor que en nuestras relaciones anteriores, porque queremos —o debemos, como sea— quedarnos juntos para siempre. Y, por si acaso, eliminamos todos los errores que acabaron con las relaciones que tuvimos. Nada de lo que tiene que ver con la higiene lo hacemos en presencia del otro: lavarnos los dientes, cortarnos las uñas, las necesidades menores, y menos todavía las mayores. Eso antes lo hacíamos delante de nuestras respectivas parejas, y lo hemos identificado como problema.

Me meto en el baño y cierro la puerta, así no puede entrar y verme haciendo todas estas acciones de limpieza. Después me acuesto en nuestra cama olorosa. Ocupo una tercera parte del lecho doble, porque soy muy pequeña, mientras que a él, que es muy grande, le corresponde el resto. No me relajo ni cuando estoy dormida, siempre lo controlo todo: que él tenga espacio suficiente, que no se me escape ningún pedo en su presencia, lo cual, creo, sería malo para la convivencia eterna. Él se tira pedos a menudo cuando aún no duermo, se suelta completamente. Yo por mi parte no quiero abandonarme para que él no me abandone.

Me acuesto, pues, en nuestra cama sudada, sebosa y llena de esperma, y miro el techo. En efecto. Ahí está mi querida grieta, la miro fijamente. Y me imagino con todo detalle cómo me salvaré yo y salvaré a mi familia de la muerte segura por aplastamiento cuando la casa se venga abajo. Estoy preparada. ¡No, nunca más! La muerte se vuelca sobre mí cuando me duermo y está presente cuando me despierto. No puedo imaginarme que esto cambie alguna vez. Da igual cuántas sesiones haga con Agnetha. El accidente y los pormenores de cómo se produjo me persiguen, sobre todo si estoy sola, tumbada como ahora, dispuesta a que me aplaste el techo de hormigón.

La señora Drescher me ha enseñado que los traumas son dolorosos porque representan una herida abierta que no acaba de cicatrizar. Da la sensación de que el accidente y todo lo que implica ocurrió hace pocos días. Es como si no hubiera pasado el tiempo, estoy atrapada en los días en que ocurrió, no logro superarlo. La película grabada en mi mente pasa una y otra vez desde el principio. Quizá algún día acabe, aunque no lo creo. En estos últimos ocho años me he acostumbrado ya tanto a su compañía que no soy capaz de imaginarme mi vida sin esta película de terror.

El chófer inglés nos deja frente a la casa de mis parientes. Salen literalmente corriendo para recibirnos. Me abrazan largamente y me miran con cara de compasión. Lo hacen bastante mal porque ellos tampoco saben cómo actuar con propiedad en estas situaciones. Qué decir y tal. A mí se me está abriendo el apetito y comienzo a disfrutar ese papel de víctima que me otorgan. Me miran con lupa, exploran mis ojos para averiguar cómo se transforma un ser humano que acaba de enterarse de que su madre y sus tres hermanos han muerto. Fue entonces cuando empezó mi adicción a la compasión. La pena eterna. Tener siempre un papel especial, como una santa. Quiero que todos piensen que no me dejo llevar, que me defiendo y no claudicaré. Y por eso me admiran. Es realmente bonito que hasta el día de hoy me sigan compadeciendo y tratando como a un ser sobrenatural, de manera que ya me empieza a hacer ilusión poder llorar algún día a mi marido y mi hija muertos. Para que esto no resulte demasiado cínico invoco a mi terapeuta, que diría: intenta usted familiarizarse con el peor de los escenarios imaginables para que cuando se produzca no le resulte tan horrible. Es posible. De hecho, en mis fantasías siempre me veo sola, con la niña y el marido muertos porque he fallado en el intento de protegerlos de no sé qué demonios.

Entramos con mis tíos en la casa y enseguida comenzamos a beber como condenados, en pleno día. Primero cerveza en lata, tamaño grande de medio litro. Después la graduación de las bebidas aumenta. ¿Qué se puede esperar de una familia de alcohólicos? Así y todo, permanezco extrañamente sobria. Debe de ser por la conmoción. Estamos sentados alrededor de la mesa de la cocina sin pronunciar palabra. ¿Qué van a decir? Una noticia así deja frito a cualquiera.

Suena mi móvil. Es mi padre.

—¿Sí?

—Tengo una buena noticia: Rhea está viva.

—¿No han dicho nada de mamá?

—No. Te vuelvo a llamar en cuanto sepa algo. Dicen que es su política de información: primero comunican que todos han muerto, así después solo puede haber noticias buenas. Dicen que reina el caos. Fue un choque en cadena, las víctimas han sido distribuidas en varios hospitales, algunas están inconscientes y sin documentación, hay holandeses, belgas, ingleses entre ellos y primero tienen que comprobar las identidades de los muertos y los vivos. Tengo que estar localizable.

Cuelga. Suerte que tiene algo que hacer. Es un hombre. Al fin y al cabo, es de su único hijo de quien no hay noticias. El mayor de mis hermanos, aunque menor que yo. Mi padre en el centro de comunicaciones del accidente. ¿Qué política de información ni qué ocho cuartos? ¿Primero mentir? ¿Decir que todos han muerto aunque no sea verdad? ¿Destruir todas las esperanzas para que renazcan después, según el goteo de los nombres de los supervivientes? Así al final hay un poco de alegría y no solo desesperación absoluta. Un buen truco. ¡Esos policías belgas son unos hachas de la psicología!

Rhea, Rhea, Rhea, ¿y qué? La novia de mi hermano. No tengo relación afectiva con ella. Es decir, poca. Para su familia es estupendo. Estupendo, sin duda. Pero no para nosotros. La sangre es más espesa que el alcohol. El alcohol la diluye. ¿Significa eso que también mamá podría estar viva? Han pasado tres horas desde la primera llamada de mi padre. Es posible que dentro de un rato vuelva a llamar para decirme que la han encontrado. Viva. O muerta. Él confirmará o desmentirá la noticia de la muerte. Vuelve la incertidumbre. Espera martirizante. Pendiente de noticias. Llama, papá. Llama.

Converso borracha con mis tíos y mi novio pero no dejo de mirar las barras de recepción del móvil. Para que no haya todavía más percances. Poco a poco se hace de noche. No tengo hambre, pero aun así como algo. Mi tía nos calienta comida.

Más tarde me doy cuenta de que faltan mis dos primos. Pregunto dónde están. Y me alegro de que se me haya ocurrido algo normal de que hablar. Se nota lo mal que funciona mi cerebro en estado de conmoción, he tardado horas en constatar la ausencia de dos parientes. Resulta que mis tíos los han mandado a casa de unos amigos después de recibir la llamada de mi padre, no les han contado nada para que, como son tan jóvenes, no tengan que enfrentarse a la horrible noticia. Mañana se lo contarán todo.

Suena el móvil. Lo cojo al instante. He leído la palabra «papá» aun antes de que sonara.

—Tengo una buena noticia. Mamá está viva.

—Gracias, papá, gracias. ¿Dónde está?

Por la cara de alegría que pongo, mi novio y mis parientes enseguida saben que me refiero a ella. Ha sobrevivido. Sí, ha sobrevivido. La que para mí es la persona más importante en la tierra ha sobrevivido al choque en cadena.

—¿Tienes algo para escribir? Te doy el número del hospital de Amberes. Tiene quemaduras graves pero está consciente.

¿Está viva pero tiene quemaduras graves? Con lo que tiene una que lidiar en la vida.

—¿Cómo? ¿Quemaduras graves? ¿Qué significa eso?

¡Que no me diga que las tiene en la cara!

—No he hablado con ella. El médico dice que tiene los dos pies quemados hasta los huesos. Y que tiene la espalda rota. Pero puede hablar, ¿comprendes?, está consciente. Llámala.

—Sí, ahora la llamo. Hasta luego. Y gracias.

No la llamo. ¿Cómo la voy a llamar? No puedo. ¿Qué le digo? Fue entonces cuando empezó a horrorizarme mi madre. Me alegraba de que estuviera viva, pero ¿qué podía decirle? Así empezó la falta de diálogo en nuestra familia. Por cobardía. Mi madre ha sobrevivido a un choque en cadena, tiene la espalda rota y los pies quemados. ¿Qué decir a eso? Miro el largo número con el prefijo belga. ¿Es el acceso directo a la habitación? ¿Después de un choque en cadena le dan a uno una habitación individual? Si no tenemos más que el seguro obligatorio. Por lo general no nos dan una habitación individual. En mi familia dicen que es demasiado aburrido estar solo en una habitación. ¿O contestará la enfermera de planta? ¿O la compañera de habitación? ¿Qué otras partes del cuerpo tiene quemadas mamá? La espalda, ¿rota? ¿Por dónde? ¿Tiene una férula? ¿El cuello? ¿La cadera? ¿Le darán un baño de escayola para inmovilizarle la espalda? ¿Y la vagina también se le llenará de yeso líquido? Yo no la llamo ni loca. No puedo. Está viva. Es maravilloso. Pero no tengo por qué llamar para oír qué quemaduras tiene, además graves.

Explico a mis parientes que tengo el número del hospital pero les digo también que no voy a llamar. No quiero. No quiero que nos pase esto. Hace un rato todavía pensaba que lo mejor que podría pasar era que mi madre hubiera sobrevivido. Y ahora me quejo. Si quería que saliera ilesa. No había pensado que habiendo sobrevivido se podían tener lesiones. ¡Y lo terribles que pintan! Quemaduras graves y la espalda rota. Otra vez el teléfono. Mi padre.

—Malas noticias, Elizabeth. A duras penas lo entiendo. Hay un fuerte ruido de fondo, como en un circuito de carreras.

—Malas noticias. En los hospitales del entorno no están. La policía ya tiene los datos de los supervivientes. Tus hermanos no figuran en la lista.

¿Tus hermanos? ¡Y tu hijo, papá! No solo yo. Tú también.

—Han despejado el lugar del accidente y abierto la autopista al tráfico. He venido con el padre de Lukas. El suelo está calcinado.

¿Qué? ¿Han ido al lugar del accidente? ¿Están locos? Que se vayan de allí. ¿Cómo se puede hacer eso? ¿Parar en mitad de la autopista y darse un paseo por un lugar tan peligroso? Con tantos coches. De ahí el ruido, como si estuvieran en un circuito de carreras. Que es lo que es, aunque sea una autopista. Que tengan cuidado para que no les pase nada.

—Tened cuidado. Ten cuidado, papá.

—No te preocupes, hija. Solo queríamos ver el lugar. Hemos venido juntos.

Sé que los dos corren mucho cuando están al volante de sus bólidos. No quiero que eso continúe. Tengo que prohibírselo. Basta ya de carreras.

O sea que no están entre los vivos.

—¿Dónde están los cadáveres entonces?

No puedo creer lo que acabo de preguntar. Pero es que se lo tengo que sacar todo con pinzas.

—No hay cadáveres, eso es lo curioso. El coche explotó y quedó calcinado hasta el punto de que tuvimos que demostrar a la policía que los muchachos iban sentados en los asientos de atrás. No encontraron nada, ni huesos, ni dientes, nada de nada. Al principio no nos creyeron. Insistieron en que solo viajaban las dos supervivientes, tu madre y Rhea.

Mi padre siempre igual, tan científico él, tan insensible e incombustible. Huesos, dientes… ¡Estupendo! Palabras que permiten hacerse una idea. Por fin habla claro.

—¿Quiere decir que están muertos?

—Sí, están muertos pero no hay cadáveres.

Eso es sensacional. Quiero cortar para contárselo a mis parientes. Incluyo entre ellos a mi novio, porque hemos estado a punto de casarnos. Vamos, es como si estuviéramos casados. Solo hacía falta el sí. Sí sí sí, yo no puedo vivir sin ti… Aun metida en plena catástrofe, el morbo propio y el de los demás sigue intacto.

Colgamos. Cuento con pelos y señales lo que acaba de decirme mi padre. Ahí sale por primera vez lo que va a acompañarme durante el resto de mi vida: hablo del accidente, de todos los detalles sangrientos, y no puedo creer que sea verdad lo que estoy contando. La historia se cuenta desde dentro de mí. No puedo quitarme la sensación de que les estoy mintiendo a todos, como de niña acomplejada mentía al exagerar la riqueza de mi padre para que los otros niños me valoraran más. Soy una embustera, una farolera. Solo busco el protagonismo, el primer plano, con una historia inventada.

Mis parientes me dejan durante unas horas en la creencia de que no llamaré a mi madre. Después me dicen que eso no es plan y me obligan a llamar al hospital. Dicen que tengo que pasar por el aro, que tengo que hablar con ella de sus quemaduras y de su espalda rota, a lo mejor está esperando mi llamada. Explican que no puedo escaquearme. Que adónde iríamos a parar. Que mañana vamos a verla… ¿Qué? ¿Ir a verla mañana? ¡Por Dios! Pero parece que es lo que se hace. Aunque estamos en Inglaterra y ella está en Bélgica. ¿Acaso tendremos que ir a pie…? Ya no puedo razonar. Desde la noticia del accidente el pensamiento no funciona. Mi cerebro está como enfermo. Como afectado por el Alzheimer. Un Alzheimer de conmoción.

Para sacudirme estos pensamientos solo ayuda una determinada técnica con la que conciliar el sueño. La respiración. Pero antes de empezar con el ejercicio me meto en los oídos la cosa más maravillosa del mundo: los tapones Oropax. Eso es latín y significa «paz para los oídos». Creo. Era muy mala en latín. Entretanto Georg se ha acostado a mi lado. Ronca, está lleno de testosterona, estoy convencida de que es por eso. Y por viejo. Con los tapones Oropax me catapulto completamente fuera de este mundo. Me emborracho completamente con el zumbido de mi propia sangre, me encierro dentro de mí misma. El truco para dormirme es este: contraigo todos los músculos de los pies al tiempo que saco el aire y después aspiro, tres veces, profundamente. Luego los suelto de golpe. Después hago lo mismo con los músculos de las piernas, el culo, la espalda, el vientre, las manos, los brazos. Debería llegar a la cara y la lengua, pero no llego porque cuando estoy en las manos, a más tardar, me quedo dormida. Doblo todavía las manos en el pecho, como para rezar. Así practico la postura de la muerte. Me hace ilusión pensar en mi propia muerte. Hallar por fin la paz. La paz mental. La del cuerpo. Aunque en realidad no hago nada que sea fatigante. Solo estoy. Pero ya es suficiente para dejarme hecha polvo. En cuanto tengo las manos dobladas en el pecho para iniciar el sueño del cadáver, me quedo roque.