Capítulo VII - El abandono del legalismo: el PSOE, la CEDA y los prolegomenos de la guerra en 1936

CAPITULO VII

EL ABANDONO DEL LEGALISMO: EL PSOE, LA CEDA

Y LOS PROLEGOMENOS DE LA GUERRA EN 1936

Los acontecimientos de octubre de 1924 y los resultados de las elecciones de 1936 destruyeron los sueños de la CEDA de imponer un Estado corporativo autoritario sin tener que luchar en una guerra civil. Tras dos años de gobierno agresivo de la derecha, el estado de ánimo de las masas trabajadoras, especialmente en el campo, estaba lejos de ser conciliatorio. Habiendo visto una vez frustradas sus ambiciones reformistas, la izquierda estaba decidida ahora a poner en marcha rápidamente un cambio agrario significativo que amenazaría directamente los intereses de los promotores de la CEDA. Al predecir que un éxito electoral de la izquierda sería el preludio de los más terroríficos desastres sociales, la CEDA había minado su propia razón de ser la defensa legal dejos intereses religiosos y de los de los terratenientes. La pequeña sección de la jefatura de la CEDA que se agrupaba alrededor de Manuel Giménez Fernández y de Luis Lucia y que creía que el partido debía aceptar ahora la República totalmente era incapaz de ejercer una influencia sobre la política de la CEDA. Era demasiado tarde para intentar anular los efectos de la propaganda cedista. Las oligarquías industrial y rural estaban ya desviando su apoyo financiero hacia la derecha conspiratoria. Parece que Gil Robles aceptó que la táctica legalista carecía ya de utilidad. En cualquier caso, no intentó detener la salida de miembros de la CEDA hacia organizaciones más extremistas. Al mismo tiempo colaboró positivamente, en el Parlamento y en la prensa, para crear el ambiente en el que las clases medias veían en un levantamiento militar la única alternativa a la catástrofe.

No quiere decir esto que Gil Robles no hubiera preferido ver el establecimiento por medios legales de un Estado corporativo, socialmente conservador. Sin embargo, su prontitud en dirigirse a los militares en octubre de 1934, diciembre de 1935 y febrero de 1936 revela que el fin era más importante, que los medios. Una vez convencido de que la vía legal hacia el corporativismo estaba bloqueada, hizo todo lo posible para ayudar a los partidarios de la violencia. Ya había hecho dos contribuciones fundamentales para el éxito del levantamiento de 1936. La primera, de la que se jactaría más adelante, era la creación de una masa militante de derechas. La otra era el haber minado la fe socialista en las posibilidades de una democracia burguesa. El éxito de la CEDA, dentro y fuera del poder, en la defensa de la estructura social anterior a 1931 había mermado la disposición del PSOE para defender el régimen.

La ambigüedad de la actitud socialista hacia la República iba a ser de forma muy real el factor crucial de 1936. Prieto estaba tan convencido cómo siempre de la necesidad de la colaboración socialista en el gobierno, sobre todo porque conocía la fuerza y la determinación de la derecha. Sin embargo, a pesar de controlar la ejecutiva del PSOE, Prieto seguía teniendo que hacer frente a Largo Caballero y a su cortejo revolucionario. Una serie de factores influían en la actitud de Largo: resentimiento hacia Prieto, un deleite en los halagos de los comunistas y de los izquierdistas del PSOE que le aclamaban como el «Lenin español» y, sobre todo, la militancia de la base socialista. La combinación de la crisis económica y de la política revanchista de los terratenientes contra los trabajadores sindicados hizo llegar, a finales de febrero de 1936, el desempleo a 843 872, el 17 por 100 de la población activa[1]. Los resultados de las elecciones marcaron un retomo casi inmediato al lock-out rural de 1933 y una nueva agresión de los patronos urbanos. Largo Caballero temía un desplazamiento hacia la CNT o el PCE si no mantenía a las masas socialistas en la esperanza de un futuro revolucionario. Además, su propuesta más revolucionaria, la convocatoria a la unidad proletaria, escondía simplemente el deseo de hacer crecer a la UGT a través del control de los movimientos anarquista y comunista. A los comunistas les convenía fomentar su convicción de que era un auténtico revolucionario, puesto que confiaban en que podrían dominar a la clase obrera unida si Largo Caballero conseguía la fusión del proletariado.

Los anarquistas y los trotskistas seguían desconfiando. Creían que, aunque Largo aceptase en teoría que la clase obrera poco podía esperar de un régimen burgués, en la práctica nunca podrían romper con sus hábitos reformistas[2]. Así, en lo que a ellos se refería, lo único que hacía Largo era exponer de forma rimbombante tópicos revolucionarios. Este análisis era prácticamente correcto, pero la falsa naturaleza del revolucionarismo de Largo no servía para tranquilizar a las clases medias, aterrorizadas por la propaganda derechista. Resentido por su experiencia de colaboración con el régimen burgués entre 1931 y 1933, y decidido a no tener que volver a sufrir nunca el oprobio de un nuevo Casas Viejas, el presidente de la UGT esperaba que los republicanos realizaran el programa electoral y de este modo despejasen el camino para un gobierno exclusivamente socialista. Largo hablaba de conseguir el poder «por cualquier medio», pero no parece probable que llegase a pensar en la acción insurreccional, puesto que confiaba en que, finalmente, podría poner en marcha una reforma social general desde el poder. En consecuencia, se opuso a cualquier tipo de participación provisional de los socialistas en el gobierno y continuó refiriéndose al cambio social revolucionario como si fuera inminente. De este modo perdió tanto las ventajas posibles de un revolucionarismo auténtico como las de una postura reformista. La amenaza de un golpe fascista o del ala derecha militar podía haberse evitado por medio de la acción revolucionaria, aunque las condiciones objetivas difícilmente favorecían esta táctica. Del mismo modo, una presencia socialista fuerte en el gobierno podría haber restringido las provocaciones fascistas antes de que creasen el contexto necesario para un golpe. La política de Largo impidió lo uno y lo otro.

Aparte de impedir que el PSOE participase en el gobierno, Largo no hizo nada para obstaculizar el trabajo del gobierno republicano. Sin embargo, no bastaba con quedarse moderadamente al margen. La dirección socialista sabía perfectamente que la derecha estaba decidida a que el frente popular no pudiera disfrutar de su victoria. Poco antes de entregar el poder a Azaña, el 19 de febrero, Portela Valladares, le había dicho el secretario en funciones del PSOE, Juan Simeón Vidarte, que había habido una amenaza seria de golpe militar. A las, 3,30 de la mañana del día 17, al conocerse los primeros resultados, Gil Robles había ido a ver a Portela para tratar de persuadirle de que no entregase el poder a la izquierda victoriosa. El líder de la CEDA le dijo al primer ministro que el triunfo del frente popular significaba la anarquía y le pidió que declarase el estado de guerra. Al mismo tiempo mandó a su secretario particular, el conde de Peña Castillo, a que consiguiese que Franco, que seguía siendo jefe del Estado Mayor, presionara sobre Portela para que éste apelase al ejército. Cuando Portela se negó, continuaron los esfuerzos para organizar la intervención militar. El general Goded intentó sacar las tropas del cuartel de la Montaña, de Madrid, pero los oficiales de ese cuartel y de otras guarniciones se negaron a rebelarse sin la garantía de que la Guardia Civil no se les opondría. Franco mandó un emisario al general Pozas, director de la Guardia Civil, pidiéndole que se uniese al levantamiento. Pozas se negó, y Franco, desde su despacho del Ministerio de la Guerra, intentó que los jefes locales declarasen el estado de guerra. Éste llegó a declararse en Zaragoza, y en Huesca y Granada se hicieron preparativos en el mismo sentido. Sin embargo, no respondieron los suficientes jefes locales, sobre todo porque Pozas rodeó con destacamentos de la Guardia Civil todas las guarniciones sospechosas. Si el golpe hubiera triunfado, Gil Robles se hubiera encargado de la jefatura del gobierno[3].

Tal como se desarrollaron los acontecimientos, la consecuencia principal de estos incidentes fue que Portela se alarmó y quiso entregar el poder inmediatamente a Azaña, sin esperar para dimitir a la apertura de las Cortes. En contra de su voluntad, Azaña se vio forzado a aceptar prematuramente el poder la tarde del 19 de febrero. Por el momento, la CEDA no tenía más alternativa que aceptar los resultados electorales, lo que era un duro golpe. Privado de los beneficios del legalismo, el partido católico parecía aturdido. Corrieron rumores de que Gil Robles iba a abandonar la política[4]. Al principio parecía que la derrota había moderado los ánimos de la CEDA, que la demagogia preeleetoral era algo del pasado y que el partido estaba dispuesto a hacer un esfuerzo para calmar la situación política. La impresión era ilusoria. Giménez Fernández visitó a Azaña el 20 de febrero, con evidente nerviosismo, para comunicarle que la CEDA estaba dispuesta a votar a favor de la amnistía de los presos por razones políticas desde octubre de 1934. Al jefe del gobierno le pareció que era un simple intento de evitar las consecuencias de la política agresiva de la CEDA durante los dieciocho meses anteriores. «Si hubiesen ganado las elecciones —escribió con acritud en su diario— no se habrían cuidado de pacificar y, lejos de dar la amnistía, habrían metido en la cárcel a los que aún andan sueltos»[5].

Por el momento, sin embargo, la moderación estaba ostensiblemente en el orden del día de la CEDA. Gil Robles, en una entrevista al Le Petit Parisien, dijo que la oposición al gobierno no sería sistemáticamente destructiva, sino prudente, inteligente y moderada. La comisión nacional de la CEDA se reunió el 4 de marzo para examinar su postura tras la derrota electoral y publicó una declaración reafirmando el compromiso del partido con la táctica legalista y manifestando que el partido «no piensa remotamente en soluciones de fuerza». Puesto que Gil Robles había estado envuelto dos veces en intentos de organizar un golpe de Estado desde mediados de diciembre, la declaración puede verse más como una estratagema defensiva para mitigar la hostilidad y los recelos de la izquierda que como una afirmación de intenciones. Se ofreció al gobierno el apoyo de la CEDA para el mantenimiento del orden público, que, según ellos, estaba seriamente amenazado por los seguidores del frente popular[6], Lógicamente, este apoyo no servía para nada a un gobierno comprometido a realizar las aspiraciones de las masas y no a su represión indiscriminada.

A la izquierda no le impresionaban las declaraciones de moderación de Gil Robles. Durante el período de dominio de la CEDA se habían dado más de 270 000 licencias de armas a los derechistas. Ahora, en la primera mitad de marzo, comenzaban los ataques armados a los políticos prominentes liberales o de izquierdas. La izquierda no creía que las acciones de comandos estuvieran dirigidas sólo por los falangistas y financiadas por los monárquicos de Acción Española. El Socialista afirmaba que también la CEDA estaba organizando grupos de asalto motorizados. A medida que pasaba la primavera, un número creciente de jóvenes de derechas detenidos por actos de violencia eran miembros de la JAP[7]. La izquierda no creía que la preocupación de Gil Robles por el orden público le distinguiese de los otros grupos de derechas. Más bien creía que, junto con las provocaciones de los falangistas, formaba parte de un intento de desacreditar al gobierno y mostrar la necesidad de un régimen dictatorial de la derecha. La izquierda veía a la CEDA, Renovación Española, los carlistas y la Falange como unidades especializadas del mismo ejército. Sólo diferían sus tácticas. Compartían la misma decisión de establecer un Estado corporativo y de destruir las fuerzas efectivas de la izquierda. Los dirigentes de cada grupo hablaban en los mítines de los otros y generalmente eran aplaudidos con entusiasmo. En la prensa de la CEDA se reservaba regularmente espacio para dar información favorable sobre las actividades de sus rivales más violentos. Las divisiones entre ellos nunca fueron más allá de una crítica táctica del legalismo de la CEDA. Hay pruebas considerables en apoyo de esta interpretación de los partidos de derechas. Todos ellos servían a la oligarquía terrateniente e industrial, puesto que su financiación dependía de ella y todas sus actividades políticas iban dirigidas a la protección de sus intereses. Raras veces rompieron la unidad en el Parlamento, durante las elecciones o durante la guerra civil, un contraste absoluto con las divisiones que escindieron a la izquierda tanto en la guerra como en la paz.

La prensa de izquierdas pedía continuamente a sus lectores que no respondiesen a las provocaciones fascistas, aunque no siempre con éxito. El 12 de marzo los falangistas intentaron matar a Luis Jiménez Asúa. Cuatro días más tarde la casa de Largo Caballero fue incendiada. En consecuencia, la izquierda se sintió furiosa cuando Gil Robles fue a ver al ministro del Interior, Amos Salvador, el 17 de marzo para protestar por el desorden. Además, la CEDA pidió un debate sobre el tema en las Cortes. Sin mencionar que la Falange y posiblemente la JAP estaban implicadas en la violencia, la CEDA declaró que el gobierno y la izquierda eran los responsables[8]. Esto muestra la naturaleza totalmente propagandística de la recién hallada moderación de la CEDA. Gil Robles se veía obligado a moverse con discreción. Sabía que el ejército todavía no estaba preparado para hacerse con el poder. También sabía que la obstrucción total al gobierno de Azaña sólo podía llevar a la constitución de un gobierno totalmente socialista, que pasaría inmediatamente a la acción contra la extrema derecha. Por tanto, dedicó sus energías a crear la atmósfera en la que las clases medias, aterrorizadas por el espectro del desorden, se volviesen hacia el ejército como el único salvador.

El 19 de marzo, Manuel Giménez Fernández pidió a la CEDA que dejase clara su posición. Enfrentados con la alternativa de elegir entre monarquía o república, los miembros de la minoría parlamentaria del partido decidieron que no era «oportuno» modificar su postura de legalidad republicana. Cuando se les pidió la elección entre democracia y fascismo, los diputados de la CEDA mostraron su preferencia por la primera, pero anunciaron amenazadoramente que si la democracia no era posible el partido se disolvería y cada miembro se uniría al grupo más próximo a su ideología. Al debatir si debían permanecer en el Parlamento, los diputados decidieron continuar para utilizar las Cortes como tribuna propagandística. En aquellos momentos, una declaración abierta de republicanismo de la CEDA hubiera fortalecido considerablemente al régimen contra los extremistas de derechas e izquierdas. Sin embargo, a los promotores del partido, y a la mayoría de sus miembros, no les interesaba consolidar el régimen[9]. En las Cortes, los diputados de la CEDA desafiaban provocadoramente a los socialistas para que se dejaran de discursos e hicieran la revolución. A principios de abril, Largo Caballero sacó a la luz una provocación similar. Según parecía, la derecha estaba imprimiendo folletos, que se atribuían a la UGT, con planes detallados para la revolución y listas negras de los enemigos de la izquierda. Sin renunciar a sus objetivos a largo plazo, el presidente de la UGT declaró que los socialistas no tenían intención de alterar el orden público[10].

La forma en que la derecha en general, y la CEDA en particular, utilizaban el Parlamento simplemente por su valor propagandístico se puso de manifiesto durante los debates celebrados para examinar la validez de las recientes elecciones. La comisión franquista establecida para probar la ilegitimidad del gobierno republicano afirmaba que el frente popular utilizó su mayoría en la comisión encargada de examinar la validez electoral, la comisión de actas, para aumentar el número de sus diputados[11]. De hecho, fue todo lo contrario, puesto que la comisión actuó con un legalismo puntilloso, ya que al excluir muchas pruebas de falsificación favoreció consistentemente a la derecha. En Santander, por ejemplo, se ignoraron las alegaciones de intimidación a los republicanos por falta de pruebas acreditadas mediante acta notarial y se confirmó la victoria de las derechas. Otras decisiones favorecieron a la derecha en las provincias de Ciudad Real, Toledo y Ávila por razones similares. En la provincia de Zaragoza, dejando aparte las pruebas de intimidación, el gobernador civil se había inventado los resultados de 78 pueblos. Sin embargo, se aprobó la victoria de la derecha por falta de pruebas documentales legalmente aceptables. Los resultados de las islas Baleares, el feudo de Juan March, ni siquiera fueron puestos en cuestión. En Albacete había pueblos en que el número de votos superaba al de votantes. El secreto del voto también se había transgredido. Sin embargo, como la izquierda no había podido contar con un notario que estuviera presente durante las elecciones, las pruebas acumuladas fueron insuficientes para impugnar los resultados de Albacete[12].

A pesar la imparcialidad con que la comisión de actas llevó a cabo sus funciones, la CEDA se las ingenió para ocultar su participación en el fraude electoral y para dar la impresión de que se la estaba persiguiendo. Esto era una parte crucial del proceso por el que se convencía a la opinión de derechas de que la coexistencia democrática ya no era posible. Varios de los distritos en los que se ponían en duda los resultados electorales estaban representados por líderes derechistas destacados. Gil Robles y Cándido Casanueva, en Salamanca; Calvo Sotelo, en Orense, y Goicoechea, en Cuenca, estaban en peligro de perder sus escaños. Si se invalidaban las elecciones más flagrantemente fraudulentas, las de Granada, la CEDA corría el riesgo de perder cinco diputados. En consecuencia, Giménez Fernández, el representante de la CEDA en la comisión de actas, declaró que la comisión era tendenciosa y que estaba creando un Parlamento para que fuese el instrumento de un régimen totalitario. A continuación dirigió la retirada de las Cortes de los diputados de la CEDA, tras un discurso amenazador que terminaba con las palabras: «Dejamos en vuestras manos la suerte del sistema parlamentario». Esta simple maniobra iba dirigida a que la CEDA pudiese denunciar la composición del Parlamento como arbitraria y no democrática. ABC afirmó que la derecha había sido expulsada del Parlamento[13].

Precisamente para evitar que la derecha pudiera desacreditar de esta forma a las Cortes, Prieto, el presidente de la comisión, intentaba llegar a un acuerdo con los representantes de la CEDA, pero éstos pidieron más de lo que él estaba dispuesto a conceder. Cuando, por otras razones, dimitió de la presidencia, la derecha intentó hacer creer que era una prueba de que él, como socialista recto, estaba asqueado de las actividades fraudulentas de la comisión. Prieto parece haber dimitido, en parte, porque creía que políticamente sería más prudente no proceder a la expulsión de las figuras destacadas de la derecha, por muy justificada que estuviese. Para él era más prudente tenerlos en el Parlamento que conspirando en otra parte. También se ha dicho que no estaba dispuesto a tolerar las presiones de Alcalá Zamora para que se aprobase la elección de Portela Valladares en Pontevedra. Consideraba que no era justo ignorar la evidencia del fraude en Pontevedra y no hacer lo mismo en Orense. Sin embargo, el 7 de abril dejó claro en las Cortes que su dimisión no se debía a que creyese que se estaba haciendo trampas a la derecha para arrebatarle escaños[14].

Prieto fue sustituido por Jerónimo Gomáriz, el diputado de la Unión Republicana por Alicante. Las decisiones de la comisión continuaron en la misma línea de antes. Tanto los resultados de Pontevedra como los de Orense fueron aprobados. Los de Cuenca fueron anulados por dos razones. En primer lugar había habido falsificación de votos, y además, una vez que se descontaron los votos defectuosos, ningún candidato llegaba al mínimo del 40 por 100 de los votos requerido para la elección. Había pruebas abrumadoras de que en Granada los representantes legales del frente popular habían sido detenidos durante las elecciones, de que bandas armadas habían controlado las urnas y de que la gente había sido obligada a punta de pistola a votar por las derechas. En consecuencia, las elecciones de Granada fueron anuladas. La situación respecto a los resultados de Salamanca era bastante más compleja. Los seis candidatos victoriosos de la derecha, Gil Robles, Cándido Casanueva, Ernesto Castaño y José Climas Leal, de la CEDA, junto con los dos carlistas, Lamamié de Clairac y Ramón Olleros, estaban implicados en la solicitud ilegal de votos a los cultivadores de trigo de la provincia, ofreciéndoles comprarles los excedentes acumulados. Finalmente, las elecciones de Lamamié, Castaño y Olleros fueron declaradas nulas y fueron sustituidos como diputados por los candidatos que habían obtenido mayor número de votos detrás de ellos[15].

Una vez que tuvo su escaño asegurado, Gil Robles volvió a llevar a la CEDA a la Cámara, aunque a un precio. Azaña, igual que Prieto, se dio cuenta de que habría pocas esperanzas para la democracia española si la derecha podía afirmar en su masiva red de prensa que había sido excluida de las Cortes. En consecuencia, como compensación a la vuelta de la CEDA al Parlamento, Azaña retrasó las elecciones municipales que debían tener lugar el 14 de abril. En aquellas circunstancias hubieran supuesto, casi con seguridad, una victoria masiva de los candidatos del frente popular y la eliminación de los alcaldes de derechas en la mayor parte de España. La izquierda sufrió una amarga decepción[16]. Gil Robles hizo poco para merecer el premio. El 7 de abril, cuando Prieto sacó el tema de la validez de la disolución de las Cortes anteriores por Alcalá Zamora para provocar su dimisión, Gil Robles aprovechó la oportunidad para desfigurar la labor de la comisión de actas. Primero afirmó que a su partido se le habían arrebatado con malas artes 40 escaños. A continuación protestó por los procedimientos ilegales que se habían utilizado en las elecciones de Granada y de Cuenca, como si hubiese sido culpa de la izquierda. No hay ni que decir que la prensa de derechas, al dar cuenta de su discurso, no se molestó en aclarar esta astuta confusión de problemas[17].

La campaña de Prieto para deponer a Alcalá Zamora iba a tener serias consecuencias para la República. Prieto y Azaña eran posiblemente los dos únicos políticos con la suficiente habilidad y popularidad para estabilizar la tensa situación de la primavera de 1936. Ellos podían haber sido capaces de mantener el ritmo de la reforma a un nivel satisfactorio para el militante de izquierdas, de mostrar la decisión terminante de acabar con las actividades de la extrema derecha y de revelar la suficiente capacidad de estadistas como para haber atraído a la derecha moderada. Puesto que la derecha había mostrado que sólo podría aceptar una república que defendiese el conservadurismo social, es muy improbable que un gobierno liberal fuerte hubiera podido convertir a la lealtad republicana a un número significativo de sus miembros. Sin embargo, Prieto y Azaña podían haber puesto término a las provocaciones fascistas y a las respuestas izquierdistas, que preparaban el camino para un golpe militar. Tal y como ocurrieron las cosas, deponiendo al presidente y facilitando su sustitución por Azaña, Prieto hizo que ninguno de los dos pudiese dirigir el gobierno.

Se ha dicho que fue el ala izquierda del partido socialista la que quería eliminar a Alcalá Zamora porque era «la última garantía de moderación que quedaba dentro del sistema republicano»[18]. La única prueba que puede aducirse en apoyo de esta afirmación es un comentario que Luis Araquistáin hizo poco antes de su muerte a Juan Manchal. Según Araquistáin, la izquierda socialista neutralizó tanto a Azaña como a Prieto, haciendo presidente al uno e impidiendo que el otro le sustituyese como jefe de gobierno para impedir que hubiera una figura fuerte al frente del gobierno[19]. Los hechos no justifican esta afirmación. El propio Prieto fue el que tomó la iniciativa de deponer al presidente contra la opinión de Besteiro y de Fernando de los Ríos. Secundado por su lugarteniente, Vidarte, emprendió con éxito la denuncia parlamentaria del presidente. Aún más significativo es que, cuando llegó el momento de buscarle un sustituto, Prieto hizo más que nadie para asegurar que éste fuera Azaña. Rechazó las sugerencias de Vidarte de que fuera Besteiro, basándose en que Largo Caballero nunca daría su acuerdo. Cuando Vidarte mencionó a De los Ríos, Prieto replicó que los republicanos no le darían el visto bueno a un socialista. Largo le dijo a Vidarte que consideraba ridículo quitar a Azaña de un puesto en el que estaba haciendo un trabajo esencial. El líder de la UGT era partidario de que fuera Álvaro de Albornoz, pero cuando Vidarte sugirió su nombre a la ejecutiva del PSOE, Prieto se opuso y consiguió que los socialistas no propusieran ningún candidato. Cuando la Izquierda Republicana propuso a Azaña, Prieto insistió en que el PSOE apoyase su candidatura[20]. Prieto estaba jugando todas sus bazas para poder seguir a Azaña como jefe de gobierno. Si fracasaba, no habría ningún otro capaz de dirigir el gobierno en unos momentos de creciente hostilidad de las derechas.

La necesidad de un gobierno con decisión se hizo patente el 15 de abril, cuando Azaña presentó su programa de gobierno a las Cortes. Pronunció un discurso extremadamente moderado y se comprometió a cumplir el programa electoral del frente popular. Calvo Sotelo replicó en tono beligerante que cualquier gobierno que se apoyase en los votos del PSOE estaba sólo a un paso de la dominación rusa. Gil Robles, hablando con menos virulencia, recogió el tema de Calvo Sotelo de que el país estaba bajo el dominio de la anarquía de la izquierda y dirigido por un gobierno impotente. La consecuencia que se desprendía de ello es que sólo quedaban las soluciones de fuerza. Ya, dijo, sus seguidores estaban escogiendo el camino de la violencia. Afirmó que se aproximaba a gran velocidad el momento en que tendría que informar a los miembros de la CEDA de que no había nada que esperar de la legalidad. Hablando en términos apocalípticos que difícilmente correspondían a la situación por la que se atravesaba, e ignorando totalmente la contribución derechista a la violencia política, advirtió lúgubremente: «La mitad de la nación no se resigna a morir. Si no puede defenderse por un camino, se defenderá por otro… La guerra civil la impulsan, por una parte, la violencia de aquellos que quieren ir a la conquista del poder por el camino de la revolución; por otra parte, la está mimando, sosteniendo y cuidando la apatía de un gobierno que no se atreve a volverse contra unos auxilíanos que tan cara le están pasando la factura de la ayuda que le prestan… Cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que las armas las ha cargado la incuria de un gobierno que no ha sabido cumplir con su deber frente a los grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad». Se trataba de una interpretación terriblemente parcial de la situación que en gran medida había sido creada por la derecha durante la estancia de la CEDA en el poder. El discurso de Gil Robles terminaba con un grito de batalla profético que prefiguraba lo que iba a suceder realmente con la CEDA cuando se produjo el levantamiento militar: «Por esa patria, lo que sea necesario, incluso nuestra desaparición si los grandes intereses lo exigieran; pero no una desaparición cobarde, entregando el cuello al enemigo. Es preferible saber morir en la calle a ser atropellado por cobardía». Este discurso ha sido interpretado por algunos como un alegato sincero en favor del orden[21]. Sin embargo, queda claro que el único orden aceptable para la derecha era el que no amenazase «los intereses nacionales». En el vocabulario de la derecha, estos intereses tendían a ser idénticos a los de la oligarquía. De hecho, Gil Robles amenazaba con la guerra si el gobierno no abandonaba la reforma de la estructura económica y social.

En este contexto debe verse el aumento del desorden durante la primavera de 1936. Que hubo desorden está claro, pero sus dimensiones fueron inmensamente exageradas por la prensa de derechas y en los discursos parlamentarios de Gil Robles y Calvo Sotelo. Además, es imposible atribuir responsabilidades con la seguridad con que ambos bandos lo hacían en aquellos momentos. Hay un factor que no puede ignorarse. Sólo dos grupos podían beneficiarse, incluso en teoría, de la proliferación de violencia indiscriminada: la extrema izquierda y la derecha «catastrofista». Los comunistas estaban totalmente preocupados durante 1936 por ampliar su apoyo entre las clases medias como parte de la táctica del frente popular impuesta por Moscú. Esperaban también hacerse con gran parte del movimiento socialista a través de la unificación con la izquierda del PSOE. No les interesaba ocupar el poder en medio de un colapso total del orden público. Los anarquistas estaban dispuestos a utilizar la violencia ocasional, pero esto no caía dentro de su estrategia revolucionaria global. Dentro del movimiento socialista, tanto El Socialista como Claridad pedían constantemente a sus lectores que ignorasen las provocaciones derechistas. Al haber ganado las elecciones, ninguno de los componentes del frente popular necesitaba provocar la violencia para hacerse con el poder. La creación de una atmósfera de confusión y desorden podía, por otra parte, justificar el recurso a la fuerza para establecer una dictadura de la derecha. Sin embargo, sigue siendo prácticamente imposible determinar en las luchas callejeras entre falangistas y comunistas o entre japistas y socialistas lo que había de provocación y lo que había de represalias.

Aunque esto sea así respecto a los incidentes individuales, una perspectiva más amplia confirma que la violencia beneficiaba a la derecha. Si alguno de los principales grupos de izquierdas esperaba hacer uso de la alteración del orden público, no se explica por qué pedían insistentemente a sus seguidores que no se dejasen llevar por la espiral provocación/represalia, ni por qué se pusieron al lado del gobierno republicano como base del orden[22]. Es significativo que los conservadores adinerados, que previamente habían financiado a Gil Robles como el defensor más eficaz de sus intereses, estaban ahora traspasando los fondos a la Falange y a los esquiroles de los Sindicatos Libres. A principios de marzo, ABC abrió una suscripción a favor de una casi desconocida Federación Española de Trabajadores, tras la cual aparecía la figura de Ramón Sales, el supuesto agente provocador fascista que se hizo célebre en el gangsterismo político de los años 1919-1923. A finales de abril los fondos habían llegado a 350 000 pesetas sobre la base de donaciones de aristócratas, terratenientes, industriales y muchos «fascistas» y falangistas anónimos. Puesto que el dinero no se utilizó nunca para fines sindicales, y puesto que un número alarmante de individuos detenidos por actos de violencia resultaron ser miembros de los Sindicatos Libres, la izquierda no tenía la menor duda de que este fondo estaba dedicado a financiar a los agentes provocadores. La derecha alquilaba pistoleros profesionales y sus operaciones estaban planeadas para que tuviesen las más amplias repercusiones[23].

Los ataques a dirigentes socialistas, como Jiménez de Asúa y Largo Caballero, tenían claramente la finalidad de provocar represalias. La operación de este tipo que tuvo más éxito fue la llevada a cabo en Granada el 9 y el 10 de marzo. Una escuadra de pistoleros falangistas disparó sobre un grupo de trabajadores y sus familias, hiriendo a muchas mujeres y niños. Los sindicatos locales convocaron una huelga general en el transcurso de la cual se produjeron una serie de actos de violencia. Las oficinas de Falange y Acción Popular fueron incendiadas, el periódico de ACNP, Ideal, fue destruido y se quemaron dos iglesias. En Granada y en los demás sitios los incidentes solían causarlos forasteros, que desaparecían tan deprisa como habían aparecido. Los anarquistas y comunistas más vociferantes de Granada resultaron ser falangistas cuando los nacionalistas se hicieron con el poder. Dada la represión general de la izquierda que se produjo durante la guerra, es muy poco probable que fuesen simplemente chaqueteros. En toda España, las autoridades municipales de izquierdas tuvieron problemas considerables para mantener el orden contra posibles alteraciones. El hecho de que los miembros conservadores del poder judicial simpatizasen con las actividades de los falangistas no era precisamente una ayuda. Los jueces que adoptaron una línea dura contra los pistoleros derechistas fueron, a su vez, seleccionados como objetivos de futuras operaciones[24].

La prensa de derechas exageraba todos los incidentes y daba un cuadro de anarquía creciente por el simple procedimiento de agrupar cada reyerta, pelea o huelga, por insignificantes que fueran, en una página dedicada a los «desórdenes sociales». Entonces, Calvo Sotelo y Gil Robles citaban en las Cortes cifras infladas de la supuesta anarquía como justificación para un levantamiento militar. Calvo Sotelo llegó a pedir públicamente que el ejército diera un golpe, aunque Gil Robles y él sabían que el levantamiento se estaba ya preparando. La violencia falangista y la respuesta izquierdista suministraban el material para discursos que atribuían toda la responsabilidad a la izquierda. Sin que hubiese censura que lo impidiera y ampliamente reproducidos, estos discursos crearon una atmósfera de terror entre amplios sectores de las clases media y alta que cada vez miraban más hacia el ejército como salvación.

La actitud de Gil Robles respecto a la violencia era más ambigua que la de Calvo Sotelo. Dentro de la división derechista del trabajo, su función parece haber sido la de persuadir a la opinión más moderada de la clase media de que el gobierno era impotente y de que la última esperanza estaba en el ejército y la Falange. Sus comentarios en las Cortes el 15 de abril y su asidua asistencia a los funerales de pistoleros falangistas fortalecían la impresión deseada de que la violencia política era el terreno exclusivo de la izquierda. Parece que no le preocupaba demasiado la inclinación creciente por el uso de la fuerza dentro de la CEDA. No se hizo nada para impedir que sus miembros abandonasen el partido y se afiliasen a Falange ni se reclutó a gente nueva para compensar las deserciones. Parece que, en cumplimiento de las decisiones adoptadas el 19 de marzo, se permitió a sus miembros que se uniesen al grupo con el que más simpatizaban. Gil Robles deja entender en sus memorias que la CEDA se mantuvo para hacer propaganda en el Parlamento y como escudo de los grupos más violentos. En la célebre entrevista que concedió a El Defensor, de Cuenca, anunciaba virtualmente su aprobación de «los que se van por los caminos de la violencia, creyendo honradamente que de esta manera se resuelven los problemas nacionales», condenando sólo a los que abandonaban la CEDA porque, al estar fuera del poder, ya no podía repartir cargos ni prebendas[25]. Casi inmediatamente después de las elecciones, la mayoría de la Derecha Regional Valenciana rechazó la moderación de su líder, Luis Lucia, en favor de la acción directa. La DRV empezó a organizar su propia milicia clandestina. A lo largo de la primavera, al menos 15 000 miembros de la JAP se pasaron a Falange. Muchos de los que se quedaron en la CEDA estaban en contacto activo con los grupos partidarios de la violencia. Calvo Sotelo contaba con algunas simpatías en Acción Popular. Y cuando estalló la guerra, miles de cedistas se unieron a los carlistas[26].

Incluso oficialmente crecían los lazos de la CEDA con la falange. A principios de mayo se repitieron las controvertidas elecciones de Granada y Cuenca. En Granada, la CEDA hizo la campaña en alianza exclusiva con la Falange. Los socialistas locales ofrecieron a la CEDA dejarles ganar tres escaños si retiraban de la lista de derechas el nombre del odiado Ramón Ruiz Alonso. Gil Robles se negó y el frente popular presentó candidatos a todos los escaños de Granada. Tras el escándalo de las elecciones anteriores, las masas estaban decididas a que no les volviesen a robar su victoria. Parece que hubo algún hostigamiento de los candidatos de la derecha, que paradójicamente sirvió para que la derecha se beneficiase de una derrota casi segura. Convencidos de que no podían ganar, los candidatos derechistas se retiraron, declarando que se les había impedido hacer campaña y, por tanto, impugnando la validez de las elecciones[27]. En Cuenca, la candidatura de la derecha incluía a José Antonio Primo de Rivera y al general Franco. Se incluía al líder falangista para que, si triunfaba, la inmunidad parlamentaria le asegurase la puesta en libertad, ya que llevaba encarcelado desde el 14 de marzo. La inclusión del general Franco se decidió para conseguir su traslado desde las islas Canarias, donde estaba destinado, a la península, donde la conspiración militar necesitaba su presencia. Puesto que la elección de Cuenca era técnicamente una repetición, dado que ningún candidato había conseguido el 40 por 100 de los votos en febrero, no se podían admitir nuevos candidatos, por mucho que lo lamentaran los diputados de la CEDA, que arguyeron en vano a favor del líder fascista.

El visto bueno de la dirección de la CEDA a la creciente violencia de la derecha era la consecuencia de haberse dado cuenta de que los métodos legales ya no podían mantener intactos los intereses materiales de la oligarquía terrateniente. La obstrucción derechista a la reforma durante las Cortes constituyentes y la conducta de los propietarios mientras la CEDA estaba en el poder habían fortalecido la decisión de la izquierda de asegurar una reforma rápida y eficaz. Poco después de que Azaña formase gobierno, su nuevo ministro de Agricultura, Mariano Ruiz Funes, anunció que estaba dispuesto a emprender una reforma agraria rápida. La renaciente Federación de Trabajadores de la Tierra intentaba hacerle cumplir su palabra. Después de la dura represión rural de los años anteriores, la FNTT había empezado a ampliarse a una velocidad vertiginosa en 1936. Su dirección militante no estaba como para tolerar aplazamientos del gobierno ni obstrucciones de los grandes terratenientes.

Inmediatamente después de las elecciones, Ricardo Zabalza, el dinámico secretario general de la FNTT, le había escrito a Ruiz Funes pidiéndole que acelerase la vuelta a sus tierras de los arrendatarios desahuciados en 1935. También pedía el restablecimiento de los jurados mixtos, así como la aplicación del decreto de laboreo forzoso. En una carta al ministro de Trabajo, Enrique Ramos, Zabalza pedía la puesta en marcha de un plan para colocar a los obreros desempleados con los terratenientes. Una tercera carta a Amos Salvador, ministro del Interior, pedía el desarme de los caciques. Seriamente alarmada por la cantidad de armas a disposición de los terratenientes y de sus matones y por el hecho de que las clases altas rurales seguían contando con la simpatía de la Guardia Civil, la FNTT empezó en seguida a recomendar a sus miembros que formasen milicias populares para impedir una repetición de las persecuciones de 1934 y 1935. Antes de que se abrieran las Cortes, a mediados de marzo, hubo manifestaciones de campesinos por toda España, pidiendo que se llevaran a cabo las peticiones de Zabalza[28]. Las peticiones de la FNTT no eran revolucionarias, pero constituían una amenaza importante al equilibrio del poder económico rural. Además, los acontecimientos de los dos años anteriores habían exacerbado las tensiones entre clases hasta un punto que resultaba bastante improbable la aplicación pacífica de la legislación social deseada. Incluso dejando aparte el implacable odio de clases que existía ahora en el campo, las circunstancias económicas determinaban que las reformas, que eran esenciales para aliviar la miseria de los campesinos sin tierra, no pudiesen ser absorbidas por los propietarios sin una redistribución significativa de la riqueza rural. Las lluvias constantes entre diciembre de 1935 y marzo de 1936 habían dañado seriamente la cosecha de cereales y reducido los márgenes de beneficios de los cultivadores grandes y pequeños. Este desastre natural aumentó la poca disposición de propietarios y obreros para buscar la conciliación.

A lo largo del mes de marzo la FNTT animó a sus miembros para que se tomasen la justicia por su mano, especialmente donde habían sido víctimas del desahucio. En Salamanca y en Toledo hubo invasiones de propiedades en pequeña escala. Sólo en Badajoz las ocupaciones de tierras fueron masivas. Una vez que el gobierno hubo legalizado estas invasiones de tierras, un gran número de terratenientes abandonaron sus propiedades o adoptaron posturas de gran beligerancia. Las confrontaciones en gran escala no empezaron hasta después de la negociación de los contratos de trabajo, en abril, cuando quedó claro que los jurados mixtos intentaban hacer cumplir los contratos por medio de multas elevadas[29]. Hubo ataques a las secciones locales de la FNTT en Cuenca y Ciudad Real. En Castellón, los propietarios se negaron a dar trabajo a los hombres durante la recogida de la naranja. Las bases de trabajo fueron virtualmente ignoradas en Badajoz, Córdoba, Ciudad Real, Málaga y Toledo. En Badajoz, los propietarios se negaban a dar trabajo de día y utilizaban máquinas para hacer la recolección de noche. Al tener que hacer frente a un virtual lock-out rural, la FNTT recurrió a la huelga en Málaga y en Badajoz. Es extraordinario que la FNTT consiguiese mantener la disciplina de sus miembros, incluso después de un incidente que recordaba a Casas Viejas y que ocurrió en Yeste (Albacete). Los campesinos del pueblo se habían quedado sin posibilidades de sustento, al haberse utilizado grandes extensiones de tierra fértil para la construcción de un pantano. Mientras cortaban madera en unas tierras que en otros tiempos fueron comunales y ahora de propiedad privada, tuvieron enfrentamientos con la Guardia Civil. Fueron muertos 17 campesinos, otros tantos heridos y 50 miembros de la FNTT detenidos[30]. Yeste y otros incidentes de este tipo podían haber provocado una matanza en gran escala. Sin embargo, la dirección de la FNTT frenó a la base confiando en la política agraria avanzada que iba a emprender el gobierno. Esta política representaba precisamente la amenaza a la hegemonía social de los grandes terratenientes contra la que éstos habían luchado desde 1931. Como ya no podían poner sus esperanzas en la CEDA como primera línea de defensa, empezaron a buscar la protección de los militares.

En ningún momento durante la II República se necesitaba más un gobierno fuerte y decidido que en la primavera de 1936. Los conspiradores militares se preparaban para derribar al régimen. Los jóvenes activistas de la derecha y de la izquierda se enfrentaban en las calles. El desempleo crecía y las reformas sociales se encontraban con la tenaz resistencia de los terratenientes. El problema se hizo especialmente agudo tras la elevación de Azaña a la presidencia el 10 de mayo. El nuevo presidente pidió en seguida a Prieto que formase gobierno. Prieto ya había mostrado que servía para el puesto en un discurso de auténtico estadista en Cuenca el 1 de mayo. En este discurso había expuesto el peligro de un levantamiento militar bajo la dirección del general Franco, había hablado de la necesidad de poner remedio a la injusticia social, había denunciado las provocaciones de los derechistas que rechazaban los resultados de las elecciones y había criticado a los maximalistas revolucionarios que estaban haciendo el juego a sus enemigos[31]. Cuando Azaña le llamó el 11 de mayo, Prieto le habló de sus planes para restaurar el orden y acelerar la reforma. Pretendía trasladar a los jefes militares en los que no se pudiera confiar, disminuir el poder de la Guardia Civil y desarmar a los comandos de acción fascistas. También tenía previsto promover planes masivos de obras públicas, de irrigación y de construcción de viviendas, así como acelerar la reforma agraria. Es posible que este programa de gobierno, llevado a cabo con decisión, hubiese evitado la guerra civil. Desde luego, el proyecto hubiera provocado las iras de la derecha y, por tanto, necesitaba el apoyo incondicional de la fuerzas de la izquierda. Prieto dudaba si podía contar con los votos del ala izquierda del PSOE[32].

Prieto tenía buenas razones para esperar la hostilidad de los seguidores de Largo‘Caballero. Decidido a no volver a realizar la política burguesa en un gobierno de coalición con los republicanos, Largo esperaba a que se cumpliera el programa del frente popular antes de presionar para el establecimiento de un gobierno totalmente socialista. Dentro del PSOE tenía una posición fuerte para imponer sus puntos de vista. El 8 de marzo los caballeristas habían obtenido todos los puestos importantes en la Agrupación Socialista Madrileña, la sección más fuerte del PSOE. La candidatura caballerista —Largo como presidente, Álvarez del Vayo como vicepresidente, Enrique de Francisco como secretario y un comité que incluía a Llopis, Araquistáin, Hernández Zancajo y Zabalza— era la misma que había querido arrebatar la ejecutiva del PSOE a los prietistas. La ASM se había convertido en el centro de la lucha caballerista por la dirección del partido. El 16 de marzo Largo había sido elegido como presidente de la minoría parlamentaria del PSOE. El dominio caballerista sobre el partido parecía inquebrantable. Sin embargo, una aparente victoria de Largo fue esencial para cambiar la situación. Álvarez del Vayo había preparado con el agente de la Komintern Victorio Codovila la unificación de los movimientos de juventudes comunista y socialista, lo que parecía satisfacer parte de las ambiciones de Largo Caballero de unir a la clase obrera, pero en realidad lo único que significó fue la pérdida de unos 40 000 jóvenes socialistas, que pasaron a engrosar las filas del PCE. El líder de la FJS, Santiago Carrillo, asistía ya a las reuniones del comité central del Partido Comunista[33]. Sin embargo, en aquellos momentos la creación de las Juventudes Socialistas Unificadas parecía un triunfo de Largo, y Prieto tenía motivos para sentirse inseguro de su propia posición. Aparte de cualquier objeción teórica a otra coalición republicano-socialista, los caballeristas estaban furiosos durante la primera parte de mayo por la forma, nada democrática, en que Prieto había asegurado el apoyo socialista a la candidatura de Azaña[34].

El 12 de mayo, Prieto informó a la minoría parlamentaria del PSOE de que Azaña le había pedido que formase gobierno. Tenía pocas esperanzas de poder contar con su apoyo. El día anterior la minoría se había reunido para discutir la respuesta al presidente, que había pedido su asesoramiento para la formación de gobierno. Prieto había propuesto que el PSOE recomendase un gobierno amplio de frente popular, pero había sido derrotado por la contrapropuesta de Álvarez del Vayo, partidario de un gobierno exclusivamente republicano. El grupo Claridad, de Araquistáin, Baraibar y Del Rosal, estaba organizando la oposición a que Prieto se convirtiese en jefe del gobierno. Dentro del grupo se temía que Prieto se convirtiese en el «Noske de la revolución española». Una vez que Azaña hubo consultado a todos los partidos, le hizo un ofrecimiento formal a Prieto, quien de nuevo tendría que enfrentarse a la minoría. Cuando Largo Caballero se opuso, aceptó la derrota casi sin luchar. Ni defendió el programa de gobierno que tenía previsto, ni reiteró el peligro de un levantamiento militar y la necesidad de un gobierno fuerte de amplia base. Aparte de su tendencia fatal al derrotismo pesimista, había dos razones posibles de la dócil renuncia de Prieto al gobierno. Por un lado, sabía que la mayoría de la izquierda del partido creía que exageraba los peligros de un golpe militar para atemorizarles y que le apoyaran y, por tanto, no creía poder conseguir de ellos el respaldo que necesitaba. Por otro, sospechaba que Azaña realmente no le quería como jefe de gobierno. Probablemente, incluso después de que la postura hostil de Largo Caballero se hubiera impuesto en la reunión de la minoría, Prieto hubiera podido seguir adelante. La ejecutiva del partido estaba con él unánimemente y también el comité nacional. Además, podía contar con el apoyo de los partidos republicanos. Vidarte le presionó para que formase gobierno, confiando en que, llegada la ocasión, Largo no votaría contra él en las Cortes. Sin embargo, cuando Vidarte se ofreció para preparar una reunión con el presidente de la UGT, Prieto le replicó con acritud: «¡Que se vaya Caballero a la mierda!»[35].

El ofrecimiento de Azaña a Prieto el 11 de mayo no fue el único intento que se hizo durante la primavera para formar un gobierno fuerte. A lo largo de abril y mayo tuvieron lugar negociaciones intermitentes entre Azaña, Miguel Maura, Claudio Sánchez Albornoz, Prieto, Besteiro, Giménez Fernández y Luis Lucia. Gil Robles sabía que Giménez Fernández estaba mezclado en esas conversaciones y que éstas tenían pocas posibilidades de éxito. Era inconcebible que Prieto, no habiendo conseguido el apoyo del PSOE para una coalición con los republicanos de izquierdas, lo consiguiese para un gobierno en el que participase la CEDA. Además, puesto que la mayoría de los diputados se oponían a Giménez Fernández, era muy improbable que aprobasen sus conexiones con Prieto. Gil Robles conocía perfectamente los planes que se estaban realizando para un levantamiento militar y participaba en ellos. En este sentido no hubiera tolerado un gobierno de concentración nacional que intentaba tomar medidas contra el ejército. Así, como se desprende de su propia versión, es posible que sólo tolerara las negociaciones de Giménez Fernández con la esperanza de dividir al partido socialista[36].

Azaña fue sustituido como jefe de gobierno por Santiago Casares Quiroga, que no estaba a la altura de los problemas que tendría que resolver. Los hombres que eligió para los puestos claves simbolizaban la incapacidad de su gabinete. Ni su ministro de la Gobernación, Juan Moles, ni su ministro de Trabajo, Juan Lluhí Vallescá, se daban cuenta exacta de la seriedad de la crisis. Casares se negaba sistemáticamente a creer los informes fidedignos de la conspiración militar. Ni Casares ni Moles tomaban medidas, a pesar de las repetidas visitas de Prieto y Largo Caballero. Prieto se sintió profundamente ofendido cuando Casares, como respuesta a una advertencia sobre los conspiradores, replicó: «No estoy dispuesto a soportar las exaltaciones de su menopausia»[37]. La euforia del jefe de gobierno era totalmente errónea. La conspiración, cuyas ramificaciones se remontaban a 1931, estaba en marcha desde que se conocieron los resultados de las elecciones y fracasó el intento del general Franco de declarar el estado de guerra.

Gil Robles se mantuvo al fondo de los preparativos de guerra, lo mismo que Calvo Sotelo. Al líder de la CEDA se le tenía perfectamente informado del desarrollo de la conspiración. Algunos de los oficiales claves para la conexión entre elementos civiles y militares eran cedistas. El 8 de marzo, en la casa de un destacado agente de bolsa de la CEDA, José Delgado, tuvo lugar una reunión decisiva entre los generales Franco, Orgaz, Villegas, Fanjul y Varela. A los miembros del partido que le pedían instrucciones al jefe se les respondía que se pusieran a las órdenes del ejército en cuanto empezara el levantamiento. En una declaración hecha en 1942, Gil Robles afirmaba que él había colaborado en el movimiento «con el consejo, con el estímulo moral, con órdenes secretas de colaboración e incluso con auxilio económico, tomado en no despreciable cantidad de los fondos electorales del partido». Esto último se refiere a 500 000 pesetas que Gil Robles le dio a Mola, confiando en que los donantes originales habrían aprobado su acción[38].

A lo largo de junio y julio, Gil Robles envió instrucciones a los líderes provinciales de la CEDA. El día que estallase el alzamiento, todos los miembros del partido se unirían a los militares inmediata y públicamente, las organizaciones del partido ofrecerían la colaboración desinteresada de la CEDA, las secciones de la juventud se unirían al ejército y no formarían milicias separadas, los miembros del partido no tomarían parte en represalias contra la izquierda, se evitarían las luchas por el poder con otros grupos derechistas y se daría a las autoridades la máxima ayuda económica. Sólo se ignoraron las instrucciones relativas a las represalias, y los cedistas se destacaron en la represión nacionalista en Valladolid y en Granada. La primera sección de la CEDA que se unió al movimiento fue la DRV. Cuando, en junio, el general Mola estaba finalizando los preparativos de la participación civil, el secretario general de la DRV, José María Costa Serrano, ofreció 1250 hombres para los primeros momentos del levantamiento y prometió 10 000 después de cinco horas y 50 000 después de cinco días[39].

Gil Robles fue extremadamente discreto. Sin embargo, prestó varios servicios útiles a los conspiradores. A principios de julio acompañó al propietario de ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, a una misión de contacto con el líder carlista, Manuel Fal Conde. Iban enviados por Mola para persuadir a Fal Conde de que moderase sus condiciones para la participación carlista en el levantamiento[40]. La conexión de Gil Robles con Mola era a través del miembro de la CEDA Francisco Herrera, que negoció con Juan March el apoyo económico a la conspiración. Los arreglos para la participación civil iban a correr a cargo de Gil Robles, el carlista conde de Rodezno y Calvo Sotelo, pero se vieron frustrados por el asesinato del jefe monárquico el 13 de julio. Gil Robles estaba decidido a no comprometerse públicamente. A través de su intermediario, Herrera, discutió con Mola su futuro papel en el Estado de la posguerra. Cuando Mola le pidió que asistiese a una reunión de diputados de derechas en Burgos el 17 de julio, en la que declararían facciosos al gobierno y a las Cortes y se pediría públicamente la intervención militar, se negó. Después de cinco años propugnando el legalismo, creía que esto sería «indecoroso»[41].

Los pronunciamientos públicos de Gil Robles hay que verlos a la luz de estas actividades clandestinas. Sus discursos ambiguos, que eran ostensiblemente una llamada a la moderación, eran también una justificación de la violencia. El 19 de mayo el líder de la CEDA respondió en las Cortes a la presentación del programa de gobierno de Casares Quiroga. Intentando trazar una línea divisoria entre los componentes del frente popular, afirmó que el gobierno republicano era el servidor, y sería pronto la víctima, de los socialistas. También alegó que el creciente desorden aumentaba la relevancia de las soluciones fascistas. Si él criticaba al fascismo era sólo por sus orígenes extranjeros, su panteísmo filosófico y sus elementos de socialismo de Estado. Afirmó que la gente se veía obligada a girar hacia el fascismo porque no había otra forma de defender sus intereses. Al identificar democracia y desorden no mencionó la contribución a la violencia de la política represiva y revanchista llevada a cabo mientras él estaba en el poder, ni las actividades de los provocadores fascistas. Desde luego, afirmó que la detención de los falangistas era injusta. Al declarar que la democracia estaba ya muerta alabó la evolución del fascismo como resultado de «un sentido de amor patrio quizá mal enfocado, pero profundamente dolorido, al ver que el ritmo de la política no lo trazan los grandes intereses nacionales, sino que lo trazáis vosotros (dirigiéndose a los marxistas) con las órdenes de Moscú». Con un desafío provocador a la vehemencia revolucionaria de la izquierda hizo una referencia despectiva a «vosotros, feroces revolucionarios, que no hacéis más que hablar»[42]. A finales de mayo el líder de la CEDA afirmaba, en una entrevista concedida a un diario argentino, que la democracia en España llevaba inevitablemente a la anarquía. También habló en términos muy favorables del fascismo italiano, que había curado a Italia del desorden y había restaurado su prestigio internacional[43].

El cuadro que pintaban Gil Robles y Calvo Sotelo de desorden y de revolución comunista inminente era exagerado. De hecho, lo último que Moscú o el PCE deseaban era la revolución en España, por miedo a las repercusiones desfavorables que pudiera tener en la política exterior rusa[44]. También los socialistas, a pesar de sus divisiones internas, se extremaban por mantener el orden. Sin embargo, dejando aparte el desorden, dos factores contribuían a la credibilidad de la descripción derechista de la situación: el continuado revolucionarismo verbal del ala caballerista del PSOE y la gran cantidad de huelgas, especialmente donde CNT tenía influencia, durante la primavera de 1936. Tanto detrás de las huelgas como de la retórica revolucionaria de Caballero había una ola creciente de militancia de la clase obrera. Esto era consecuencia, en primer lugar, de los agravios pendientes de los dos últimos años de agresión sin trabas por parte de los patronos, cuando las huelgas habían sido virtualmente imposibles. La situación se había exacerbado por la negativa de los patronos, a veces por dificultades económicas y a veces por intransigencia táctica, a readmitir a los trabajadores que habían sido encarcelados después del levantamiento de Asturias.

De hecho, la ola principal de huelgas no comenzó hasta finales de mayo, mucho después de que la derecha hubiera empezado a denunciar la anarquía industrial y rural. Para entonces ya había pruebas de la deliberada intransigencia patronal en forma de lock-outs y de negativa a aceptar las decisiones de los tribunales de arbitraje. Muchos industriales, bien por pánico o porque estuvieran al corriente del inminente levantamiento militar, abandonaron sus empresas y sacaron de contrabando el capital al extranjero. La UGT y los comunistas parecen haber hecho todo lo posible para frenar a sus propios militantes y persuadir a la CNT de que hiciera lo mismo. Los socialistas llegaron a las manos con los anarquistas en Madrid por los intentos de la UGT de terminar con una amplia huelga de la construcción, que tuvo lugar en junio y en julio. También los comunistas lucharon con los anarquistas en Málaga. El periódico caballerista, Claridad, pedía regularmente al gobierno que resolviese los conflictos sociales para impedir que la prensa de derechas los utilizara para fomentar el terror de la clase media. Las peores huelgas tuvieron lugar en Madrid, en junio, entre los trabajadores de la construcción, los trabajadores de la calefacción y de los ascensores, los trabajadores de la sastrería y de la madera. A mediados de mes había más de 110 000 hombres en huelga. La UGT intentó frenar a los huelguistas y presionó para que volviesen en seguida al trabajo, una vez que los jurados mixtos habían fallado en favor de los aumentos salariales y la reducción de jornada pedidos por los trabajadores. Los trabajadores de las sastrerías se negaron a aceptar el arbitraje durante varias semanas. Los dueños de los solares en construcción se retiraron de los jurados, declararon un lock-out y más adelante se jactaron de cómo su actitud había favorecido la creación de una atmósfera adecuada para el levantamiento militar. A lo largo de la crisis, la prensa socialista y comunista denunciaron la postura conflictiva de la CNT. Sin embargo, lo que ocurría era que en Barcelona los patronos habían provocado las huelgas al negarse a volver a la semana de cuarenta y cuatro horas, que se había perdido tras octubre de 1934, y en Badajoz, Málaga y otras provincias del sur, rechazando las bases de trabajo elaboradas por los jurados mixtos. También los trabajadores, resentidos por el trato que habían recibido en 1934 y 1935, y ebrios por la victoria electoral del frente popular, se encontraban llenos de decisión y agresividad[45].

En gran medida había un miedo perenne a perder sus seguidores, cada vez más militantes, tras las continuas predicciones de Largo Caballero de una muerte inminente del sistema capitalista. En verdad que su experiencia de la obstrucción derechista a la reforma entre 1931 y 1933, junto con sus lecturas en la prisión en 1935, le habían convencido de la futilidad del reformismo. Sin embargo, entre la teoría y la práctica se interponía una vida de gradualismo pragmático. En 1936, Largo Caballero continuó actuando en gran medida, como lo había hecho siempre, preocupado, sobre todo, por consolidar la UGT. En sus discursos sobre la vía revolucionaria al socialismo les decía a los obreros lo que éstos querían oír. El hecho de que Largo no estuviera propagando seriamente la revolución inmediata, difícilmente era apreciado por las clases medias que leían sus discursos. En ese sentido, sus intentos de mantener la lealtad de la base socialista estaban haciéndole el juego a Gil Robles y a Calvo Sotelo.

Los anarquistas tenían profundas dudas sobre el revolucionarismo verbal de Largo Caballero. De hecho, lo más revolucionario que proponía el presidente de la UGT era la unificación del proletariado. Los anarquistas sospechaban, con bastante razón, que las propuestas de Largo lo único que pretendían era el control de las masas cenetistas por la UGT. Después de todo, los socialistas no habían ocultado, durante los comienzos de la primavera, su convicción de que ellos debían tener el control exclusivo de la clase obrera revolucionaria. El 18 de abril la Agrupación Socialista Madrileña celebró una reunión para elaborar un nuevo programa que sería presentado para su discusión en el siguiente congreso del PSOE. En vista de la amenaza fascista, cada vez mayor, y de la creciente radicalización de la clase obrera, el nuevo programa propuesto intentaba eliminar las ilusiones reformistas del pensamiento socialista. En el transcurso de la discusión, en la que Besteiro y Trifón Gómez defendieron el programa existente, un militante, Antonio Muñoz Lizcano, sugirió que se añadiese una cláusula subrayando que la dirección de la revolución correspondía a las Alianzas Obreras. Largo arguyó con vehemencia que el PSOE podía y debía hacer el trabajo solo. Afirmó que la consecución de la unidad sindical eliminaría la necesidad de las Alianzas. En este sentido, Largo había prohibido durante 1935 a las organizaciones locales de la UGT que tomasen parte en actividades conjuntas con las Alianzas Obreras. La deducción lógica era que la unificación proletaria significaba el control socialista. Simultáneamente, Araquistáin estaba enzarzado en una polémica con los comunistas sobre qué partido debía dirigir la revolución[46]. En consecuencia, en el congreso de la CNT celebrado en Zaragoza a principios de mayo se aceptó el reto socialista. La CNT rechazó la unión con la UGT, pero, a cambio, ofreció un pacto revolucionario con ciertas condiciones. Entre éstas estaban la condena pública por parte de la UGT del régimen político y social existente, así como la noción libertaria de que la futura organización de la sociedad sería decidida libremente por la clase obrera. No es de sorprender que Largo Caballero no aceptase la invitación de la CNT. Además, dos días más tarde resucitó la idea de las Alianzas Obreras como un medio para disciplinar a la CNT[47]. Si la utilización que había hecho de las Alianzas Obreras en 1934 había mostrado algo, era que el dominio del movimiento de la clase obrera por la UGT significaba mucho más para Largo Caballero que cualquier proyecto futuro de revolución.

La conducta de los socialistas a lo largo de 1936 desmintió la retórica de los caballeristas. Todas las secciones del PSOE sabían que se preparaba un levantamiento militar. El optimismo de Casares Quiroga de que éste se podría aplastar como se quisiese no era compartido por los socialistas ni por el PCE. Sin embargo, la única arma de que disponía la izquierda, la huelga general revolucionaria, no se utilizó nunca. El carácter espontáneo y sin sincronizar de la resistencia de la clase obrera al levantamiento de julio sugiere que hubo pocos preparativos para la acción revolucionaria en los meses precedentes. En este sentido, cuando, en abril, Joaquín Maurín, uno de los líderes del POUM, hizo una propuesta seria de revolución, hubo gritos de protesta. El recién formado Partido Obrero de Unificación Marxista, basado en una alianza entre el BOC y la Izquierda Comunista, fue tachado por el PCE de renegado, enemigo del frente popular[48]. Se ha hablado mucho de las divisiones dentro del PSOE como un síntoma de desviación revolucionaria del partido. Es cierto que el ala izquierda del partido hacía regularmente declaraciones sobre la agonía del capitalismo y el triunfo inevitable del socialismo, que Prieto, con bastante razón, consideraba peligrosamente provocadoras. Sin embargo, se mantuvo la disciplina del partido para contribuir a la estabilidad del gobierno republicano. Los caballeristas, a pesar de sus reservas, se unieron a los prietistas para votar por el nombramiento de Martínez Barrio como presidente de las Cortes y para la elevación de Azaña a la presidencia de la República. El PSOE apoyó constantemente al gobierno, reteniendo a menudo en las Cortes cuestiones embarazosas sobre los conspiradores militares y la provocación al desorden, a petición de Casares Quiroga[49].

Los socialistas se vieron presos en un terrible dilema. Prieto creía que un gobierno reformista fuerte era la única respuesta a los peligros que amenazaban a la República. Sin embargo, en aquellos momentos no había nada en la conducta de la derecha que sugiriese que se abandonarían voluntariamente los planes conspiratorios como no fuese para seguir una política como la que había sido la norma durante el bienio negro. Largo Caballero estaba convencido, después de la experiencia de las Cortes constituyentes, de que una coalición republicano-socialista como la que deseaba Prieto sería incapaz de llevar a cabo las medidas adecuadas. El presidente de la UGT aspiraba a un gobierno exclusivamente socialista, del mismo modo que aspiraba a un movimiento obrero totalmente ugetista. Esta división de opiniones, exacerbada por los resentimientos personales, paralizaba toda la iniciativa política del movimiento socialista. De hecho, Largo Caballero y muchos de sus colaboradores más próximos, Carlos de Baraibar, Luis Araquistáin, Carlos Hernández Zancajo y Wenceslao Carrillo, nunca quisieron dividir al partido. Esperaban imponer al resto del PSOE su programa más revolucionario por medio del congreso del partido. Las iniciativas para escindir el partido como un preludio para la unificación de los socialistas cismáticos con el PCE partieron de compañeros de viaje, como Álvarez del Vayo, Margarita Nelken y los líderes de la JSU, Santiago Carrillo y Federico Melchor[50]. En dos ocasiones, comandos de las JSU interrumpieron los mítines en los que hablaban Prieto y González Peña, en Ejea de los Caballeros (Aragón) y en Écija (Sevilla), de una forma que parecía un intento deliberado de provocar una escisión en el PSOE[51].

De esta forma, las dos consecuencias principales de la división socialista fueron el impedir los intentos de constituir un gobierno fuerte y la agudización del miedo de la clase media a una revolución por la conducta demagógica del ala izquierda procomunista del PSOE. El hecho de que los comunistas, a pesar de toda su demagogia, no aspirasen a la revolución o de que la retórica de Largo Caballero fuese dirigida especialmente al engrandecimiento de la UGT significaban poco para las clases medias. Después de todo, la demagogia izquierdista, combinada con la evidencia visible de las huelgas y el desorden políticamente motivado, parecían simplemente confirmar el cuadro exagerado de caos sin límites que pintaban Gil Robles y Calvo Sotelo. La facilidad con que la JSU se enzarzaba en choques callejeros con los falangistas, bajo la impresión equivocada de que estaban realizando actividades revolucionarias, y el mantenimiento por la CNT de una línea dura con motivo de las huelgas de junio y julio oscurecieron un importante acontecimiento interno dentro del PSOE. A finales de junio la ejecutiva del PSOE celebró elecciones para cubrir seis vacantes, producidas por la dimisión de Largo Caballero y sus lugartenientes, el 16 de diciembre de 1935, y por la muerte del vicepresidente del partido, Remigio Cabello, en abril de 1936. Hay grandes diferencias en las cifras de votos que ofrecieron El Socialista y Claridad. Muchos de los votos que se atribuyeron los caballeristas no correspondían a miembros cotizantes del partido, sino más bien a militantes de la JSU. Se declaró que había triunfado la candidatura prietista. Las débiles protestas de Claridad de que la línea caballerista había prevalecido en Cádiz, un bastión anarquista, y en Jaén refuerzan la impresión de que la corriente se estaba volviendo a favor de Prieto[52].

La victoria de los moderados del PSOE no pasó sin discusiones en el movimiento socialista. En cualquier caso parece poco probable que la derecha se hubiese impresionado lo suficiente como para haber cambiado de táctica. Los preparativos del ejército estaban muy avanzados. Las huelgas y los desórdenes, cualquiera que fuese su origen, habían convencido a gran parte de la clase media de que Gil Robles y Calvo Sotelo tenían razón cuando afirmaban que no podía esperarse nada del régimen democrático. El 16 de junio, en las Cortes, Gil Robles pronunció su última gran denuncia del gobierno del frente popular. Aunque superficialmente pudiera parecer una llamada a la moderación, era más una amplia justificación del levantamiento que se preparaba. El líder de la CEDA leyó una larga lista de asesinatos, palizas, robos, quemas de iglesias y huelgas, un catálogo de desórdenes cuya responsabilidad colocaba en el gobierno. Parte era verdad, parte una exageración terrorífica. No dio ninguna indicación de que la derecha hubiera participado en lo que describía. Protestó por la detención de terroristas de Falange y de la JAP y por la imposición de multas a los patronos recalcitrantes. La culpa del desorden la atribuyó firmemente al hecho de que el gobierno se apoyara en los votos socialistas y comunistas. Mientras las cosas siguieran así, tronó Gil Robles, nunca habría paz en España[53]. Puesto que Gil Robles no era, ni mucho menos, la figura más extremista de la derecha, su actitud indicaba que incluso un gobierno moderado presidido por Prieto iba a encontrar poca tolerancia fuera del frente popular.

Ya a principios de la primavera de 1936 la coexistencia era imposible, salvo que la izquierda renunciase a sus aspiraciones de reforma estructural o la derecha cesase en su oposición a esta reforma. Una coalición republicano-socialista dirigida por Prieto hubiera tenido que promover el cambio social a un ritmo que, como se había visto, era intolerable para las clases altas rurales. En 1936, después de cinco años de miseria social creciente, la izquierda aspiraba a una reforma más avanzada que la que había sido posible entre 1931 y 1933. La táctica obstruccionista de la derecha legalista entonces y su política social cuando estuvo en el poder revelaban la profunda incompatibilidad entre los dos modelos de organización social que habían entrado en conflicto. El 1 de julio el agrario José María Cid atacó la situación que se había creado en el campo con el ministro republicano de Agricultura, Ruiz Funes[54]. Sin embargo, para la izquierda, el ministro sólo estaba haciendo el mínimo aceptable. Puesto que la derecha estaba decidida a no ceder, la guerra civil sólo podía haberse evitado si la izquierda hubiera estado dispuesta a aceptar la estructura social anterior a 1931.

El discurso de Gil Robles de 16 de junio era una atribución apriorística de las responsabilidades de la guerra a la izquierda. La acusación se repitió después del asesinato de Calvo Sotelo por unas guardias de asalto como represalia por la muerte de dos de sus miembros a manos de pistoleros derechistas[55]. Dos días después del descubrimiento del cuerpo de Calvo Sotelo, el 13 de julio, Gil Robles volvió a hablar en una reunión de la Diputación permanente. Acusó al gobierno de responsabilidad criminal, política y moral por el asesinato. Reiteró que la izquierda había conseguido que no se pudiera lograr nada por procedimientos democráticos y que ella tenía la culpa del crecimiento de un movimiento de violencia en España[56]. No hizo mención de que los preparativos para un levantamiento militar habían empezado, sabiéndolo él, desde las elecciones de febrero.

Cuando estalló la guerra la noche del 17 de julio, los militantes de la CEDA se unieron a los rebeldes donde pudieron. Gil Robles, decidido a no mancharse las manos de sangre, se fue a Francia. Expulsado por el gobierno Blum, se dirigió a Lisboa, donde ayudó a establecer una junta nacionalista que organizó suministros, propaganda y ayuda económica para la causa rebelde[57]. Públicamente alabó a la JAP por su patriotismo al unirse al levantamiento[58]. En abril de 1937, cuando el general Franco unió a la fuerza los distintos grupos políticos de la zona nacionalista, Gil Robles le escribió para que dispusiese de toda la organización de Acción Popular para su incorporación al nuevo partido único[59]. El «jefe» visitó la España rebelde en varias ocasiones, de forma señalada en agosto de 1936 y en mayo de 1937, pero se encontró con una recepción cada vez más hostil. En la atmósfera cargada de la guerra su postura legalista no tenía sitio. Sin embargo, el esfuerzo de guerra franquista iba dirigido a conseguir muchos de los fines a los que la CEDA había aspirado. En toda la zona nacionalista, y en toda España después de 1939, se estableció un Estado corporativo. Se abolieron los sindicatos, se destruyó la prensa de izquierdas. Los socialistas y otros cuadros izquierdistas, que sobrevivieron a la guerra, pero no pudieron escapar hacia el exilio, sufrieron pesadas condenas cuando no fueron ejecutados. Se estableció la estructura social anterior a 1931. Desapareció la legislación social de la República. Se consolidó el dominio rural de los caciques y de la Guardia Civil.

A pesar de utilizar a un partido fascista radical, la Falange, para movilizar a la población de la zona nacionalista durante la guerra, el Estado continuó siendo el instrumento de la oligarquía tradicional. Franco renunció al barniz de novedad antioligárquica adoptado por Hitler y Mussolini. Su Estado corporativo conservó celosamente la estructura tradicional agraria, al menos hasta la mitad de la década de los cincuenta. Sólo durante el breve período de dominio del antiguo diputado de la CEDA, Ramón Serrano Súñer, cuando parecía probable la victoria del Eje en la guerra mundial, los consejeros falangistas tuvieron más peso que los carlistas, monárquicos ortodoxos y cedistas. Los lazos franquistas con el antiguo orden hicieron parecer la República como un simple interludio. En ese interludio se había puesto en marcha una amenaza contra el equilibrio existente de poder económico y social. La parte más eficaz de esa amenaza estaba constituida por el programa reformista de los socialistas porque tenía la sanción legal del Parlamento. La respuesta de la derecha tradicional fue doble. El recurso a la violencia tenía pocas posibilidades de éxito en los primeros años de la República y la defensa del viejo orden social fue asumida por los legalistas. Tanto éxito tuvo la táctica de la CEDA y de los agrarios en el bloqueo de la reforma y en la construcción de un partido de masas que el reformismo optimista de los socialistas se transformó en una postura más agresiva y aparentemente revolucionaria. El levantamiento de octubre de 1934 y los resultados electorales de 1936 mostraron la imposibilidad de defender las estructuras tradicionales por medio de la imposición legal de un Estado corporativo. Dada la evidente decisión de la clase obrera de introducir importantes reformas y la de la oligarquía de oponerse a ellas, el fracaso de la táctica legalista sólo podía llevar al resurgimiento de la derecha «catastrofista» y a la imposición de un Estado corporativo por la fuerza de las armas.