Capítulo VI - La vía legal hacia el estado corporativo: ¿La CEDA en el poder?

CAPÍTULO VI

LA VÍA LEGAL HACIA EL ESTADO CORPORATIVO:

¿LA CEDA EN EL PODER?, 1934-1935

Para Gil Robles, el éxito de la represión de la insurrección asturiana era una confirmación suficiente de la eficacia de su táctica legalista. Cuando los socialistas formaban parte del gobierno republicano, los aliados monárquicos del líder de la CEDA habían intentado destruir el régimen con un golpe militar mal organizado. De hecho, este asalto directo había fortalecido a la República del mismo modo que el intento de sublevación de Kapp había fortalecido a la República de Weimar. En consecuencia, Gil Robles, tras el fracasado levantamiento del 10 de agosto, reforzó el compromiso de Acción Popular con la táctica legal. Tenía confianza en que una propaganda hábil le proporcionaría el éxito electoral y finalmente el poder. Era mucho más sensato realizar las ambiciones de su partido, la defensa del orden social anterior a 1931 y la destrucción de la amenaza socialista, desde el gobierno que desde la oposición al aparato represivo del Estado. Habiendo conseguido una victoria electoral en circunstancias que no era lógico que se repitiesen, había utilizado esa victoria con gran habilidad y paciencia hasta que, en octubre de 1934, tres ministros de la CEDA habían entrado en el gobierno. Para su satisfacción, los socialistas habían mordido el cebo y habían lanzado un asalto desesperado contra el Estado. Miles de cuadros socialistas fueron encarcelados y se silenció a la prensa socialista. Sin embargo, se ha señalado que las Cortes continuaron funcionando a partir del 5 de noviembre de 1934, que los sindicatos socialistas no fueron destruidos y que la victoria militar en Asturias no se utilizó para imponer un Estado corporativo[1]. Hay numerosas pruebas que muestran que la CEDA estaba deseando hacer todo esto y que sólo el realismo de Gil Robles lo impidió.

Las Cortes se reunieron, aunque había censura de los debates y durante algún tiempo la izquierda no estuvo presente. En realidad, era una tribuna valiosa para denunciar el insurreccionismo de la izquierda. También servía como un instrumento muy eficaz para aprobar automáticamente la actuación del gobierno. En cualquier caso, el que el Parlamento continuara existiendo no revela nada sobre la sinceridad democrática de Gil Robles. Sólo los monárquicos alfonsinos y los carlistas eran públicamente hostiles a la democracia parlamentaria. Es posible que un número sustancial de diputados de la CEDA no se hubiera opuesto a la clausura de las Cortes si su declaración pública hubiera tenido algún sentido. Sin embargo, quedaba una considerable mayoría de radicales, republicanos de varios tipos y socialistas, así como algunos diputados demócratas de la CEDA, que no hubieran tolerado la supresión de las Cortes. Sólo se podía derribar al Parlamento por medio de una acción militar. Las consultas con destacados generales mostraron a Gil Robles que esto era imposible.

Los sindicatos recibieron ataques. El periódico de las juventudes de la CEDA, JAP, pedía estridentemente la destrucción de la UGT y del PSOE. Hablando en nombre de las secciones más moderadas del partido, El Debate pedía la prohibición de los sindicatos marxistas, la regulación estricta y el control de otros sindicatos. El 5 de noviembre, Gil Robles manifestaba en las Cortes que el país no podía permitir la existencia de sindicatos con fines sociales revolucionarios. Ya el 19 de octubre, Acción Popular y varios sindicatos no marxistas y patronales se habían unido para formar el Frente Nacional del Trabajo, que se convertiría en la respuesta de la CEDA al sindicalismo de izquierdas y que se transformaría en la Confederación Española de Sindicatos Obreros. Esto coincidía con las instrucciones del Bloque Patronal a sus miembros aconsejándoles el despido de todos los trabajadores que habían tomado parte en la huelga de octubre y que donde fuera posible los sustituyeran por los que en aquellos momentos habían actuado como esquiroles. En Asturias se adoptaron sistemas para que los mineros llevasen una tarjeta de identidad en la que figurase la relación del trabajo efectuado[2].

Si no se suprimieron los sindicatos fue porque Acción Popular tenía que atenerse siempre a lo establecido en la ley. No pudo encontrarse ninguna prueba de la participación de los sindicatos en el levantamiento de octubre y su abolición legal era difícil. Gil Robles, sin embargo, abogó por su disolución y pidió la confiscación de sus bienes para indemnizar por los daños de los acontecimientos revolucionarios de octubre. El 14 de noviembre, en el debate de las Cortes, Dimas de Madariaga afirmaba que el poder del socialismo provenía de la cobardía de los patronos y del gobierno y que debía ser destruido. En la práctica, importaba poco la existencia legal de los sindicatos, puesto que los patronos podían tomar todo tipo de represalias contra los trabajadores, dado que la detención de los líderes sindicales había dejado desamparadas a las organizaciones sindicales. Las represalias adoptaron también otras formas. El Debate pidió la purga de los funcionarios y maestros que no fueran de confianza, refiriéndose a los republicanos que habían sido nombrados los dos años anteriores. La entrañable ley de cultivos de los catalanes fue abolida por decreto militar. Como respuesta a las demandas de la prensa de la CEDA, el 2 de enero de 1935 se nombró un gobernador general que asumiera las funciones de la Generalitat[3].

A lo largo de octubre, Gil Robles manifestó su inquietud por si cualquier interferencia impedía una represión eficaz de la revuelta. El 23 de octubre pidió el castigo adecuado para «los horrores que se han cometido en Asturias». Cuando las Cortes reanudaron sus sesiones, exigió la aplicación inflexible de la ley y algunos ajusticiamientos ejemplares. El 15 de noviembre pidió que la Cámara anunciase su «incompatibilidad moral» con la izquierda, propuesta que la izquierda interpretó como el preludio de la prohibición del partido socialista. La propuesta, junto con una petición que la acompañaba de disolución de los sindicatos implicados en el levantamiento, fue rechazada por los radicales. Un nuevo obstáculo a las exigencias de la CEDA de represión implacable de la izquierda surgió a propósito de las ejecuciones. Alcalá Zamora, deseoso de evitar un empeoramiento innecesario de la situación, se inclinaba por la clemencia, lo mismo que después del 10 de agosto de 1932. Gil Robles se oponía totalmente a cualquier forma de conciliación, pero le preocupaba que si los ministros de la CEDA se mostraban intransigentes, el presidente resolviera la crisis entregando el poder a un gobierno de izquierdas y disolviendo las Cortes[4].

De haber sido así, Gil Robles hubiera querido apelar al ejército, pero, como escribió más tarde, «era dudoso que existiera entonces en el seno de las fuerzas armadas la necesaria unidad interna y la fuerza precisa para acometer la delicada tarea de restaurar el orden social». Era claro que la firmeza de la posición de la CEDA dependería enteramente de que el ejército estuviera en condiciones de respaldarla. Desde el 18 de octubre estaban en contacto con Goded y Fanjul por medio de su amigo íntimo Cándido Casanueva, diputado de la CEDA por Salamanca. De hecho, les pidió a los generales que tomasen la iniciativa de forzar al presidente. Quería que impidiesen que Alcalá Zamora respondiese a la intransigencia de la CEDA disolviendo las Cortes. Sin embargo, había pocas posibilidades de confiar en una acción militar. Después de consultar a las guarniciones de provincias, los generales le pidieron a Gil Robles que transigiera para evitar la llegada al poder de un gobierno de izquierdas, puesto que el ejército no estaba en condiciones de lograrlo por otros medios. El tan alabado legalismo de Gil Robles no fue en esos momentos más que el resultado de la imposibilidad de una línea de acción alternativa[5].

Sin posibilidades de obtener el poder por la fuerza, Gil Robles volvió al proceso gradual de conseguirlo legalmente. El 16 de noviembre, Samper y Diego Hidalgo, ministro de la Guerra, fueron eliminados del gobierno por supuesta «responsabilidad» en la preparación de la revuelta. El proceso de eliminar a los elementos «liberales» y reestructurar el gobierno a gusto de la CEDA avanzó un paso más el 21 de diciembre. El ministro de Instrucción Pública, Villalobos, del grupo de los liberales demócratas de Melquíades Álvarez, había alarmado ya a la CEDA por su celo en la construcción de escuelas. Cometió el error de quejarse por los cortes salvajes en el presupuesto de educación y fue atacado en un debatí por el diputado de la CEDA Jesús Pabón. Villalobos se vio obligado a dimitir —tal y como escribió Gil Robles, «era la segunda crisis parcial que me veía obligado a provocar»— y se quejó amargamente de que la causa de su salida había sido su republicanismo. Junto con el cisma forzado del grupo de Martínez Barrio nueve meses antes, constituía parte de un proceso inexorable por el que se obligaba a los liberales a abandonar la coalición gubernamental, dejando a los que quedaban cada vez más dependientes de la CEDA[6].

En aquellos momentos la CEDA podía llevar a la práctica su tan cacareado objetivo de derrotar a la revolución por medio de un programa de reforma social. Esta tarea recayó sobre Giménez Fernández en el Ministerio de Agricultura. Sin embargo, sus tímidos planes reformistas iban a provocar una oleada de oposición tan virulenta dentro de su propio partido como para confirmar los temores de la izquierda de que no podía esperarse ninguna reforma de las clases conservadoras en España como no fuera a través de una revolución.

Sin atacar el problema agrario en sus raíces, la serie de medidas que Giménez Fernández trató de adoptar entre noviembre de 1934 y marzo de 1935 intentaban mitigar los abusos más flagrantes con un espíritu de justicia social. Sin embargo, no encontró ninguna solidaridad en la CEDA, muchos de cuyos diputados votaron regularmente contra él, y se convirtió en el blanco de ataques personales furiosos. Por ejemplo, en enero presentó un proyecto de ley de arrendamientos que ofrecía a los arrendatarios la posibilidad de comprar la tierra en la que hubieran estado trabajando durante doce años consecutivos. A pesar de su timidez, el proyecto provocó una coalición de diputados ultraderechistas, dirigidos por el tradicionalista Lamamié de Clairac y tres cedistas, Mateo Azpeitia (por la provincia de Zaragoza), Cándido Casanueva (por Salamanca) y Adolfo Rodríguez Jurado (por Madrid, capital)[7]. La maniobra no era de extrañar. Ya El Debate había prevenido a Giménez Fernández, afirmando, en diciembre, que la reforma agraria no debía ser «ni muy rápida en el tiempo ni muy extensa en su área geográfica». Además, este periódico había informado favorablemente de las reuniones de la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas, la aristocrática organización de propietarios rurales, que había expresado su hostilidad virulenta a la concesión del acceso a la tierra de los campesinos. Un dato a tener en cuenta es que Rodríguez Jurado era el presidente de la Agrupación.

Sesión tras sesión, Lamamié y los ultras de la CEDA fueron despojando la obra de Giménez Fernández de sus rasgos progresistas. El plazo mínimo para los arrendamientos se redujo de seis a cuatro años, se suprimió el acceso a la propiedad y los tribunales encargados de supervisar las condiciones de los arrendamientos fueron disueltos. Además, se añadieron una serie de cláusulas que permitían la rescisión de un gran número de contratos. Con otras medidas tuvo todavía menos éxito. Gil Robles afirmaba estar totalmente de acuerdo con el análisis de Giménez Fernández sobre la necesidad de reforma e incluso admitió públicamente que sólo las concesiones hechas dentro de un espíritu cristiano podían contener la revolución. Sin embargo, se mantuvo al margen y vio cómo su ministro era insultado y derrotado por los votos de la CEDA. A Giménez Fernández se le llamó «bolchevique blanco» y «marxista disfrazado». La hostilidad no se limitaba a una pequeña minoría del partido. Gil Robles habla de un «grave quebranto» de la CEDA. La fuerza de la reacción provocada por los intentos de reforma le causó una profunda impresión. Cuando provocó la crisis siguiente, Gil Robles, calladamente, eliminó a Giménez Fernández. El sacrificio que esto suponía para la unidad del partido lo muestra el comentario del líder de la CEDA, «no me atreví a que Giménez Fernández ocupase nuevamente la cartera de Agricultura»[8].

La derrota en aquellos momentos de la pequeña ala católico-social de la CEDA era simplemente uno de los aspectos del desplazamiento general a la derecha de los seguidores más ricos de la CEDA, que justificaban su inflexibilidad basándose en que había que «liquidar la revolución». En la industria, muchos miembros de los sindicatos se encontraron sin trabajo. Pero fue en el campo donde las condiciones empeoraron dramáticamente. Muchos terratenientes continuaron sin cultivar la tierra como venganza y seguían diciéndoles a los trabajadores: «Comed República». Con los líderes sindicales en la cárcel, los jurados mixtos, si no habían sido suspendidos, apenas funcionaban y se inclinaban notoriamente a favor de los propietarios. El 14 de diciembre de 1934 se suspendió indefinidamente el estatuto catalán. Sin embargo, a pesar de la intensificación general de los conflictos, la CEDA pensaba que los radicales no habían mostrado suficiente decisión para explotar la derrota de la revolución de octubre[9].

La insatisfacción de la CEDA por el ritmo de los acontecimientos políticos la expresaba la JAP en su forma más extrema. En noviembre, su periódico pedía una purga de marxistas y masones, y en febrero, una nueva Constitución que declarara ilegales a ambos. En sus páginas, Gil Robles describía su visión del Estado futuro: un poder ejecutivo más fuerte, reducción de los Parlamentos futuros a las funciones específicamente, legislativas y la limitación drástica del derecho a criticar la obra del gobierno. Era claro que el liberalismo fundamental de Lerroux dejaba mucho que desear. Para la JAP, los defectos del Estado liberal y parlamentario sólo podían remediarse siguiendo los ejemplos de Alemania, Italia, Austria y Portugal en la vía hacia el corporativismo. El leitmotiv de la JAP era «todo el poder para el jefe», alternado con «los jefes no se equivocan». En sus memorias, Gil Robles ha hecho patente que no veía nada criticable en la postura de sus jóvenes seguidores. Para él representaban los ideales de la CEDA sin las trabas del compromiso con las realidades políticas. Si él tenía que ser más moderado era simplemente por una cuestión de táctica[10].

Otras secciones de la CEDA, aunque no mostraban sus ambiciones con la vehemencia de la JAP, eran también bastante directas. En diciembre, El Debate pedía una Constitución, de acuerdo con el espíritu de la época, que reforzase la autoridad, disminuyese el poder del Parlamento e introdujese un sistema corporativo de representación. Gil Robles expresaba los mismos sentimientos en una conferencia en la sede de Acción Popular, manifestando su insatisfacción con la democracia y su deseo de algo más «orgánico». Italia y Alemania se citaban como «prototipos»[11].

Estos deseos contrastaban con la realidad del gobierno en coalición con los radicales. Al gabinete le faltaba una dirección vigorosa. De hecho, Lerroux apenas aparecía por las Cortes. Regularmente, Gil Robles llenaba este vacío, pero él quería vigorizar el gobierno de acuerdo con sus ideas sobre una base más oficial, es decir, con mayor representación de la CEDA. Frustrado por la falta de decisión del gobierno en la «liquidación» de la revolución y por la inercia de los radicales, en contraste con el empeño de la CEDA de poner en marcha un Estado autoritario, Gil Robles le escribió a Lerroux, a principios de enero, pidiéndole «un cambio de orientación y de aceleración en el ritmo de la obra de gobierno». A lo largo del mes vio al jefe del gobierno en varias ocasiones para recomendarle «un ritmo más intenso de acción política», y finalmente Lerroux accedió a una mayor participación de la CEDA en el gobierno[12].

Lo que podía entenderse por un «ritmo más intenso de acción política» lo sugería un conferenciante en los locales de Acción Popular al pedir la restricción del derecho de huelga y proclamar la necesidad de agrupar todas las fuerzas sociales en una organización corporativa, como se había hecho en Italia. El Debate se hacía eco en el suplemento dominical de 20 de enero con un artículo sobre los éxitos económicos de dos años de nazismo en el poder. Gil Robles volvía a recoger el tema al dirigirse a los hombres de negocios del Círculo de la Unión Mercantil el 2 de marzo. El problema económico, dijo, era de autoridad. Su solución estaba en la creación de un consejo corporativo de economía nacional[13].

La crisis que iba a dar a la CEDA el aumento de poder con el que impulsar sus ideas surgió por la cuestión de la ejecución de los socialistas implicados en el levantamiento de octubre. Dos de los seguidores de Prieto, Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña, fueron condenados a muerte, pero Lerroux, con gran disgusto de la CEDA, se inclinaba a favor de la clemencia. Gil Robles pedía firmeza y El Debate declaró que el perdón «sería una burla de la ley, un escarnio de las víctimas inocentes de la revolución de octubre». Gil Robles amenazó a Lerroux con romper la coalición gubernamental, pero el líder radical se mostró inflexible. En consecuencia, el 29 de marzo, los tres ministros de la CEDA se retiraron del gobierno porque, como dijo Aizpún, el ministro de Justicia, «ese indulto representa un síntoma revelador de un proceso de lenidad en la represión del movimiento subversivo de octubre»[14]. Mientras la CEDA se quejaba de la falta de celo del gabinete en la represión de la izquierda, el gobierno había tomado una interesante iniciativa en el área del control social. El embajador español en Berlín había recibido instrucciones el 14 de marzo para que intentase la colaboración oficial entre la Gestapo y la policía española en la lucha contra el comunismo[15]. Sin embargo, Gil Robles seguía considerando que el gobierno era «débil».

Alcalá Zamora esperaba poder resolver la crisis con un gobierno de coalición que incluyese fuerzas republicanas a la izquierda de los radicales. Gil Robles se negó, indignado, a que la CEDA participase en este proyecto, puesto que había provocado la crisis para imponer una orientación más derechista, no más republicana. Quería seis Ministerios en el nuevo gobierno, incluidos el del Interior y el de la Guerra, el cual lo ocuparía él personalmente. En este propósito chocó con la hostilidad del presidente, que desconfiaba de la débil lealtad de la CEDA al régimen. La situación se resolvió temporalmente disolviendo durante un mes el Parlamento y formando un gobierno de amigos personales de Lerroux y Alcalá Zamora. Gil Robles no podía permitirse el lujo de esperar. Dada la composición de las Cortes, no se podía formar ningún gobierno sin su consentimiento. Si todavía no había pedido la jefatura del gobierno era porque temía que el presidente respondiese dando un decreto de disolución de las Cortes a un gobierno republicano de izquierdas. Por el momento se contentaba con incrementar su poder lenta pero inexorablemente, con aumentar su control sobre el gobierno en general y con dirigir personalmente el Ministerio de la Guerra. Esto último era vital para su política de fortalecimiento de los poderes represivos del gobierno, cuyo elemento crucial él veía en el ejército. En diciembre de 1934 ya había afirmado públicamente que para él el ejército era el baluarte contra las masas y sus aspiraciones sociales. Sin embargo, le preocupaban las evidentes dificultades militares surgidas en Asturias y la incapacidad de los generales para apoyarle en un golpe de Estado en octubre de 1934. Durante la segunda mitad de abril de 1935 Gil Robles presionó a favor de sus argumentos en una serie de reuniones con Lerroux, que no se oponía a que aumentase el poder ministerial de la CEDA. Gil Robles organizó una serie de mítines ruidosos de la CEDA que culminarían el 28 de abril, cuando se celebraron 197 mítines, con un mínimo de dos en cada provincia. Finalmente, sabiendo que la CEDA terminaría por derribar al gobierno y reacio a convocar elecciones, puesto que sólo lo podía hacer dos veces durante su mandato, Alcalá Zamora cedió y le autorizó a Lerroux para que formase un gobierno, el 6 de mayo, con cinco ministros de la CEDA, entre ellos Gil Robles como ministro de la Guerra[16].

La preocupación de Gil Robles por encargarse de este Ministerio en lugar de cualquier otro estaba en función de lo que había manifestado Fanjul, en octubre de 1934, respecto a la imposibilidad de que el ejército se levantara en aquellos momentos. Según parece, le inquietaba la presencia de elementos republicanos en las fuerzas armadas. Ya en dos ocasiones, el 15 y el 27 de febrero de 1935, había pronunciado dos largos discursos en las Cortes sobre la necesidad de eliminar del ejército a los elementos «masónicos»[17]. Afirmó también que quería convertir el ejército «en instrumento adecuado de una vigorosa política nacional». Cuando la derecha decía «nacional», normalmente quería decir «de derechas». Por tanto, había que fortalecer el ejército para hacer frente a la «revolución», para luchar contra la subversión y para defender a la patria de los enemigos interiores y exteriores. Las implicaciones políticas quedaron pronto claras. En cuanto se hizo con el control, Gil Robles tuvo una reunión con varios destacados generales antirrepublicanos, Fanjul, Goded y Franco, y virtualmente se colocó en sus manos[18]. Franco fue nombrado jefe del Estado Mayor Central y, en consecuencia, se convirtió en la piedra angular para la reorganización de las fuerzas armadas. Gil Robles hizo el nombramiento contra la opinión de Alcalá Zamora, quien dijo que «los generales jóvenes son aspirantes a caudillos fascistas». Otros nombramientos de Gil Robles eran igualmente significativos. Como subsecretario eligió a Fanjul, un monárquico furioso que había abandonado el partido agrario cuando éste se declaró republicano. En una ocasión Fanjul había dicho: «Todos los Parlamentos del mundo no valen lo que un soldado español». Goded fue nombrado inspector general. Como Fanjul, formaba parte de la Unión Militar Española, el grupo conspiratorio antirrepublicano; era un conspirador infatigable y estaba vinculado estrechamente a los monárquicos de Acción Española, que preparaban el derrumbamiento de la República. Todas las actuaciones y los decretos de Gil Robles mientras estuvo en el Ministerio eran examinados por una comisión en la que se encontraban los tres. El embajador americano comentaba que en los círculos de las clases altas «había una gran alegría por el esperado traslado de los generales monárquicos o de tendencia fascista a las posiciones estratégicas»[19].

En estas condiciones no es de sorprender que la principal preocupación en el Ministerio de la Guerra fuera la de depurar a los «elementos claramente indeseables». Socialistas y comunistas fueron sistemáticamente excluidos. Incluso Alcalá Zamora estaba escandalizado por la eliminación progresiva de los oficiales liberales y republicanos y su sustitución por nacionalistas a ultranza y africanistas. Además, Gil Robles no podía ignorar la proliferación de juntas conspiratorias de la antirrepublicana Unión Militar Española en el cuerpo de oficiales[20]. Se llevaron a cabo una serie de reformas materiales con vistas a agradar a las secciones del ejército más conservadoras y militaristas. Se reorganizaron los regimientos, se empezó la motorización, se restableció la Academia General Militar, considerada por los republicanos como la cuna de los oficiales reaccionarios. En el caso de una «conflagración», se militarizarían las fábricas de armamento, una respuesta clara al asalto de los trabajadores asturianos a este tipo de fábricas. Se realizaron maniobras en Asturias para estudiar la forma de combatir una futura rebelión. Cuando Gil Robles se vio obligado a abandonar el Ministerio, había comenzado un rearme de bastante importancia. Sin aceptar las acusaciones más extremas de la izquierda, parece razonable sugerir que, no sólo en la elección de los mandos, Gil Robles había hecho todo lo posible para preparar el ejército para un levantamiento potencial[21]. En este sentido, un apologista reciente de Gil Robles ha afirmado que el líder de la CEDA hizo posible el levantamiento de 1936[22].

Las circunstancias del rearme propuesto, que fue mantenido escrupulosamente en secreto dentro de España, son muy esclarecedoras. Los cinco ministros de la CEDA se reunieron en San Sebastián, en agosto de 1935, para discutir la situación política. Estaban seriamente preocupados por si la reciente adopción por Moscú de una línea de frente popular iba a suponer la colaboración de los comunistas con otras fuerzas de izquierda en España y una amenaza revolucionaria para el gobierno. Sobre la base de que sólo el ejército podría enfrentarse a este supuesto desafío revolucionario, que él debía saber que estaba por encima de las posibilidades de la izquierda derrotada, Gil Robles deseaba por todos los medios aumentar la potencia militar de ataque. El ministro de la Guerra justificaba también su deseo de adquisición de armas afirmando que las islas Baleares habían estado amenazadas por Italia durante la crisis de Abisinia. Efectivamente, Mussolini ambicionaba las islas, y el ministro de Asuntos Exteriores español había apoyado el plan de sanciones de la Sociedad de Naciones. Sin embargo, El Debate, tal vez presionado por el Vaticano, se había opuesto a las sanciones contra Italia, y Gil Robles había puesto tropas en la frontera con Gibraltar mientras el gobierno británico debatía el tema. Cualquiera que fueran sus motivos, el líder de la CEDA se dirigió a Alemania como potencial suministrador. Había razones para importar bienes manufacturados de Alemania, puesto que las exportaciones españolas de frutas y minerales habían producido un saldo favorable para España en su comercio con el Reich, En consecuencia, Cándido Casanueva, segundo de Gil Robles en la CEDA y ministro de Justicia, preparó que un agente del partido, un tal Eduardo Laiglesia, estableciese contactos con la Federación Alemana de Industria. El 14 de septiembre, Laiglesia mandó una carta, que los alemanes creían que había sido escrita por Casanueva, al embajador alemán en Madrid, conde Welczeck. La carta afirmaba que el ejército sólo podría equiparse en la escala necesaria durante un período de tres años. Para asegurar la continuación de la presencia de la CEDA en el gobierno se pedía a los alemanes una contribución sustancial a los fondos electorales del partido. Se hicieron esfuerzos para imponer el tema a otros ministros del gobierno, provocando una huelga en algunas minas vascas de mena. Como parte del mismo acuerdo, los alemanes prohibieron temporalmente las importaciones de mena vasca, permitiendo así que la CEDA presentase la adquisición de armas como una forma esencial de asegurar la continuación de las ventas de mena. A lo largo de toda la operación se hicieron considerables esfuerzos para impedir que los radicales averiguasen lo que estaba ocurriendo. Los mandos militares más importantes, incluyendo al general Franco, estaban totalmente en el secreto. El acuerdo continuó hasta que las empresas alemanas empezaron a juzgar excesivas las comisiones que Laiglesia exigía. Antes de que se pudiera llegar a otros acuerdos alternativos, el gobierno había caído y había nuevas elecciones en el horizonte[23].

Los intentos de fortalecer al ejército como una fuerza de represión doméstica estaban totalmente en la línea del tono reaccionario adoptado por el gobierno constituido el 6 de mayo. Entre los cinco cedistas estaba el tradicionalista Rafael Aizpún Santafé, vicepresidente de la CEDA, como ministro de Industria y Comercio. El relativamente liberal Manuel Giménez Fernández fue eliminado y se incluyó en el gobierno a su principal oponente, el líder parlamentario de la CEDA Cándido Casanueva, como ministro de Justicia. El gabinete incluía a cuatro antiguos miembros del viejo partido liberal, monárquico, con Nicasio Velayos y Velayos, uno de los «agrarios» más reaccionarios, como ministro de Agricultura. La orientación social de Velayos se vio claramente cuando permitió que la Confederación Española Patronal Agrícola, el grupo de presión derechista de los patronos rurales, celebrase una reunión dentro del propio Ministerio. El Debate proclamó triunfalmente que por fin los agricultores habían conquistado el Ministerio. Se aceleró el ritmo de despidos de los trabajadores y de reducción de los salarios[24]. Tras la caída de Giménez Fernández, la ofensiva de los terratenientes tanto contra los jornaleros como contra los arrendatarios alcanzó proporciones descritas por un historiador franquista en los siguientes términos: «No solamente anticristianos (puesto que los terratenientes españoles jamás se comportaron colectivamente como cristianos, ni antes ni después de 1935), sino además de auténtico ensañamiento». Se añadieron cláusulas a las reformas de Giménez Fernández que las convirtieron en un medio de atacar a los pequeños campesinos. Los desahucios alcanzaron un nivel increíble. La persecución de la izquierda en el campo continuó sin cesar. En Don Benito, un pueblo de Badajoz célebre por el encarnizamiento del odio de clases, fueron asesinados dos socialistas. El diputado socialista por Badajoz, Pedro Rubio Heredia, especialmente odiado por los propietarios locales y que había sido detenido ilegalmente durante la huelga de campesinos de 1934, fue asesinado en un restaurante en el mismo Badajoz. El mismo historiador semioficial comenta que «la actuación de las derechas y de los derechistas en el campo, en el segundo semestre de 1935, fue uno de los principales determinantes del odio de la guerra civil y probablemente de la guerra civil misma»[25]. El propio Giménez Fernández afirmaba años más tarde que Velayos puso en marcha una contrarreforma general opuesta al espíritu de todo lo que él había intentado hacer en el campo. La reforma del ministro del proyecto de reforma agraria existente llegó incluso a provocar la hostilidad del líder de Falange, José Antonio Primo de Rivera[26].

El nuevo ministro de Trabajo, Federico Salmón Amorín, era secretario de la CEDA y pertenecía al ala social católica del partido. Intentó promocionar algunos proyectos de viviendas y trató de disminuir los excesos de los patronos. El Debate alabó sus esfuerzos, pero el cuadro que involuntariamente pintaba el órgano de la CEDA era el de un ministro enterrado bajo una montaña de reclamaciones. Incluso estas reclamaciones tenían que proceder de una minoría de trabajadores que conocían los trámites necesarios y no tenían miedo a quejarse. El Debate continuaba escandalizándose de que se siguieran pagando las cuotas sindicales y de que los trabajadores afiliados a la CNT encontraran trabajo ocasionalmente. Los jurados mixtos habían dejado de funcionar virtualmente y eran escasas las sanciones a los propietarios por infracciones de la ley[27]. Cuando Salmón llegó al Ministerio de Trabajo, el desempleo había alcanzado la cifra de 732 034. Aunque disminuyó algo durante la recolección del verano, a finales de noviembre había llegado a 806 221. Ante esta situación, la izquierda veía con bastante desprecio las continuas declaraciones de inquietud social de Gil Robles. Los cacareados planes contra el desempleo a base de obras públicas fueron archivados por razones presupuestarias, aunque las dificultades financieras no impidieran que Gil Robles continuase con sus vastos planes de rearme[28]. Así, la constante propaganda sobre el «sentido profundo cristiano de justicia social» de la CEDA parecía poco menos que hipocresía. Efectivamente, Gil Robles mostró la superficialidad de su postura piadosa al replicar a Juan Antonio Irazusta, un nacionalista vasco que había protestado en las Cortes contra los desahucios, que eran contrarios al espíritu de la ley de arrendamientos rústicos. Aunque el líder de la CEDA condenó en términos generales los desahucios injustos, le quitó toda la carga a sus afirmaciones defendiendo a Nicasio Velayos, el reaccionario ministro de Agricultura. Después de su denuncia retórica de la injusticia rural, Gil Robles previno cualquier sanción contra los desahucios, afirmando que no podía esperarse que el ministro definiera cuándo un caso era «injusto»[29]. La impresión general que dejaba la realidad de la política de la CEDA era la de un egoísmo económico ilimitado oculto tras una fachada de verborrea social católica. La reforma de la reforma agraria que fue aprobada en julio lo destacó claramente. Entre una serie de enmiendas había una que destruía cualquier posibilidad de cambio fundamental: la desaparición del Inventario de la Propiedad Expropiable. Desde ese momento no había nada que impidiese a los propietarios declarar simplemente que sus tierras eran más pequeñas que lo que establecía la ley para la expropiación. De las 900 000 propiedades inventariadas para reforma, 800 000 desaparecieron de la lista[30].

Mientras Gil Robles preparaba al ejército para que «cumpliera su misión» y se desmantelaban en el campo los avances sociales de la República, la CEDA y la JAP miraban al futuro. La gradual desintegración del partido radical y el aparentemente inexorable aumento de poder de la CEDA necesitaban preparativos para el momento en que Gil Robles se hiciera con el gobierno. En una serie impresionante de mítines se anunciaban y se explicaban las particularidades del «nuevo Estado» que se establecería entonces. El vocabulario empleado era tan ambiguo como siempre, aunque lo que a la izquierda le llamaba la atención era el recurso continuo a la terminología fascista. Las referencias más frecuentes eran a la creciente amenaza de la masonería y el judaísmo. En una concentración de la JAP, celebrada en Uclés (Cuenca), organizada con el despliegue usual de mítines preparatorios, trenes y autobuses especiales, Dimas de Madariaga anunció que el «nuevo Estado» sería uno «no basado en el liberalismo decadente en el que no circule el veneno del marxismo y del separatismo, inoculado por masones, judíos y judaizantes». En esta concentración, el líder de la JAP, Pérez Laborda, pidió todo el poder para Gil Robles[31].

La ola de mítines propagandísticos y concentraciones de la CEDA coincidió con los primeros preparativos para la reforma de la Constitución. Mientras los planes de la CEDA se discutían en el gobierno y se preparaban para la discusión parlamentaria, se organizaban concentraciones monstruo de las masas de derechas. El 30 de junio, Gil Robles se dirigía a 50 000 personas en Medina del Campo (Valladolid) por la mañana y volaba a Valencia para hablar a 20 000 más por la tarde[32]. Bajo la superficie del aparente respeto de Gil Robles por las normas democráticas, yacía siempre la amenaza de utilizar su poder si no conseguía lo que quería. En un mitin de la JAP, en Santiago de Compostela, atizó el miedo de los radicales a una disolución, proclamando que «si las Cortes actuales no quieren ir a la revisión constitucional, nosotros haríamos imposible la vida de las Cortes para que fuesen disueltas»[33].

La vehemencia de ciertos oradores de la CEDA era llevada a sus últimas consecuencias por la JAP. Más que reformar la Constitución existente, la JAP, como la mayoría de los grupos de extrema derecha, quería una Constitución totalmente nueva. El «nuevo Estado» previsto por la JAP supondría una reducción drástica en los poderes del Parlamento. El poder ejecutivo quedaría libre del control parlamentario, así como el consejo económico que dirigiría la nueva economía corporativista. El corporativismo tan insistentemente defendido por todas las secciones de la derecha española como modelo para el futuro político del país no era esencialmente diferente del fascismo tal y como se veían ambos fenómenos en aquel tiempo[34]. Para la izquierda, la utilización del término corporativismo no era más que un eufemismo pío de fascismo. Incluso más característico de la JAP que sus ambiciones autoritarias de un «nuevo Estado» era la virulencia con que reaccionaban ante la situación existente. La noción táctica de Gil Robles de explotar el sistema lentamente, pero con seguridad, para alcanzar objetivos concretos provocaba la impaciencia de su movimiento de juventudes. Número tras número de su periódico, en una mezcla confusa de consignas provocadoras, anunciaban la necesidad de preparar a la CEDA para la gran batalla que le esperaba: la guerra para expulsar de España a los marxistas y a los masones. No iba a haber diálogo con la izquierda: «O Acción Popular acaba con el marxismo o el marxismo aplasta a España —con el jefe o contra el jefe—. No cabe diálogo ni convivencia con la anti-España. Nosotros y no ellos. Aplastemos al marxismo, la masonería y el separatismo para que España prosiga su ruta inmortal». Este lenguaje era incluso más violento que el empleado por la Juventud Socialista en 1934. Lógicamente, era el mismo lenguaje que iba a utilizar la Falange durante la guerra civil después de que la mayoría de los miembros de la JAP se hubieran pasado a la organización fascista. Con cinco ministros de la CEDA en el gobierno, sólo podía alarmar a la izquierda y al centro. Gil Robles se dio cuenta de que la JAP estaba minando sus planes a largo plazo y trató de frenar parte de su virulencia. Impidió que el expresidente de la JAP, José María Valiente, que había sido depuesto por sus contactos públicos con Alfonso XIII, hablase en la gran concentración de la JAP en Uclés. Valiente dimitió de la CEDA y se unió a los carlistas. Gil Robles retuvo el número semanal del boletín de la JAP de 15 de junio, pero la semana siguiente volvió a venderse de nuevo, con la misma línea, declarando entusiásticamente que «el jefe no se equivoca»[35].

De hecho, Gil Robles nunca se disoció de los excesos de su movimiento de juventudes. Inevitablemente, la izquierda pensó que las consignas de la JAP indicaban lo que la CEDA era simplemente, demasiado astuta para decir abiertamente. En realidad, cuando la CEDA suspendió el boletín de su partido, se asoció claramente con la JAP. En su último número, CEDA pedía a todos los miembros de Acción Popular que transfiriesen su suscripción a JAP, «en esta vibrante publicación encontrará audacia, fe, entusiasmo, arrojo, austeridad y disciplina». Puesto que Gil Robles afirmaba regularmente en los mítines que la CEDA y la JAP estaban totalmente identificadas, la izquierda suponía que él estaba implicado en las exigencias de la JAP para que asumiese todo el poder en un régimen dictatorial y aplastase a la izquierda[36]. El hecho de que Gil Robles intentase avanzar lenta y legalmente hacia el poder no mitigaba en absoluto lo que la JAP quería que su jefe hiciese una vez que lo hubiera obtenido.

La hora de la verdad para la CEDA estaba más próxima de lo que incluso Gil Robles sospechaba. En junio había concluido con los radicales el pacto de Salamanca, un acto visto, por el grupo de Acción Española en aquellos momentos y por sus apologistas desde entonces, como la prueba de su fe republicana. No hay ninguna duda del cinismo que escondía el acto. En el mitin de Valencia del 30 de junio, Gil Robles dijo ante la multitud que lo mismo que ellos no se planteaban quién metía dinero en sus negocios cuando se trataba de obtener beneficios, tampoco él se planteaba a quién utilizaba para sus fines políticos. José Antonio Primo de Rivera comentó irónicamente: «Es decir, que a los radicales se les soporta como socios poco gratos, pero por ahora indispensables»[37]. Hasta qué punto los radicales eran el vehículo esencial de la CEDA en su aproximación al poder quedó demostrado cuando su eficacia política saltó en pedazos al revelarse su corrupción y la CEDA sola no pudo seguir su táctica legalista.

A mediados de septiembre surgió una crisis que no era obra de Gil Robles. El desenlace mostró la fragilidad de sus planes de utilizar a los radicales para saltar al poder sin correr el riesgo de nuevas elecciones. La crisis se provocó en septiembre por la dimisión de Antonio Royo Villanova, del partido agrario, ministro de Marina, un centralista furioso que no estaba conforme con que se cediese a Cataluña el control de sus carreteras. Su compañero de los agrarios, Velayos, se le unió. La crisis coincidió con un inminente reajuste ministerial impuesto por un plan para disminuir el gasto público, elaborado por el ministro de Hacienda, Joaquín Chapaprieta. Para complicar aún más las cosas, la decisión del presidente respecto a la resolución de la crisis tenía que adoptarse sabiendo que estaba a punto de estallar un escándalo financiero enorme, el asunto del straperlo, con grave detrimento de los radicales. Después de varias consultas, Alcalá Zamora decidió ofrecer la jefatura del gobierno a Chapaprieta, que consiguió la colaboración tanto de Gil Robles como de Lerroux. Ambos estaban dispuestos a aceptar la situación porque sabían que si no lo hacían así, el presidente disolvería las Cortes; Chapaprieta era el mal menor[38].

Al ser Chapaprieta un defensor de la austeridad, se redujo el número de Ministerios de trece a nueve, disminuyendo la participación de la CEDA a tres. Para Gil Robles esto no significaba pérdida de poder. Él conservó el Ministerio de la Guerra; Luis Lucia se encargó del Ministerio conjunto de Obras Públicas y Comunicaciones, y Federico Salmón, del de Trabajo y Justicia. La CEDA tenía el mismo número de ministros que los radicales y, de hecho, controlaba cinco Ministerios. La composición del gobierno representó también para Gil Robles un triunfo menor, puesto que el ministro del Interior, Manuel Portela Valladares, republicano de centro, fue sustituido por el radical Joaquín de Pablo Blanco. Portela había llevado una política de orden público bastante dura, pero neutral, que no había sido lo suficientemente antiizquierdista para Gil Robles, quien había pedido que el mando de la Guardia Civil pasase del Ministerio de la Gobernación al de la Guerra. Este deseo manifiesto de monopolizar el aparato de violencia del Estado había inquietado a los aliados de gabinete de Gil Robles y su petición no fue satisfecha. En cambio, sus presiones para que se sustituyese a Portela habían sido eficaces. El líder de la CEDA continuaba siendo la figura dominante del gobierno en las Cortes. Además, puesto que desde su lugar estratégico en el Ministerio de la Guerra sabía que las condiciones del ejército no le ofrecían otra alternativa viable, salvo continuar con la táctica legalista, debió quedar bastante satisfecho con el resultado de la crisis. En particular, existía la ventaja derivada del hecho de que Chapaprieta era casi un cero a la izquierda y no le importaba que Gil Robles se hiciese virtualmente con el control del gobierno. Como él mismo dijo: «Al señor Gil Robles, hacia el que sentía yo una gran inclinación y con el que siempre procedí de acuerdo, le expresé mi deseo de que siguiéramos compenetrados en absoluto para toda labor de gobierno». De hecho, Gil Robles solía llegar a las reuniones del gobierno media hora antes que los demás ministros para una discusión previa de los asuntos que se iban a plantear. Chapaprieta se pasaba con regularidad por el Ministerio de la Guerra para informar al «jefe» de los últimos acontecimientos. Y lo que es aún más significativo, Chapaprieta, que continuaba siendo ministro de Hacienda a pesar de su preocupación por la austeridad económica, le dio al ministro de la Guerra todas las facilidades presupuestarias para su programa de rearme[39].

La izquierda continuaba inquietándose por las intenciones de Gil Robles. Martínez Barrio y Félix Gordón Ordás, el líder radical socialista, mostraron su preocupación en las Cortes respecto a los rumores de un inminente golpe de Estado de derechas[40]. De hecho, un golpe era poco probable, puesto que en aquellos momentos a Gil Robles le preocupaba más mantener el poder que ya había conseguido. El 9 de octubre, sabiendo que se avecinaba un escándalo, aunque no se dio cuenta de su magnitud, tomó parte en un banquete en honor a Lerroux. En su discurso reafirmó la alianza de la CEDA con los radicales, una alianza que era ahora el baluarte central contra la temida disolución de las Cortes. El «jefe» declaró también que, en su opinión, el presidente sólo podía disolver las Cortes una vez durante su mandato. La precariedad de la situación se reveló pronto. Las acusaciones respecto a la implicación de los radicales en el fraude del straperlo le fueron entregadas al gobierno y, el 22 de octubre, el tema se debatió en las Cortes[41].

Chapaprieta y Gil Robles visitaron a Lerroux y le pidieron que dimitiese como ministro de Asuntos Exteriores, pero él se negó a hacerlo hasta que todo el asunto se discutiese en el Parlamento. Era una situación difícil para Gil Robles. Después de todo, su propio partido mantenía negociaciones con el gobierno alemán para que éste le donase fondos electorales a cambio del monopolio de venta de armas a España. El asunto no sólo era tan ilegal como el de la ruleta trucada del straperlo, sino que además se refería a la seguridad nacional. Gil Robles hizo frente a la crisis con bastante brío. Decidido a que no le afectase la caída de los radicales, jugó un papel destacado pidiendo que todo el asunto fuese examinado en profundidad. Cuando pidió que se aplicasen las sanciones más enérgicas, la izquierda en general y Gordón Ordás en particular fueron de la opinión de que Gil Robles, habiendo visto que los radicales ya no le servían, intentaba sacar el mayor provecho de su destrucción. En cualquier caso estaban heridos de muerte. José Antonio Primo de Rivera declaró que habían quedado descalificados para la vida pública y afirmó que todo el partido radical debería sufrir como la CEDA había hecho sufrir a todo el movimiento socialista después de lo de Asturias. El 29 de octubre, Lerroux y su compinche, Juan José Rocha, ministro de Educación, dimitieron. Fueron sustituidos por dos hombres de paja radicales, Luis Bardají López, en Educación, y Juan Usabiaga Lasquivar, en Agricultura. El agrario Martínez de Velasco pasó del Ministerio de Agricultura al de Asuntos Exteriores. Ahora, más que nunca, Gil Robles era el jefe efectivo del gobierno. En su agonía, los radicales no se preocupaban siquiera de acudir a los debates[42].

Teniendo en cuenta todo esto, el líder de la CEDA había salido muy bien de la crisis y se encontraba en una posición de fuerza para continuar su escalada gradual al poder supremo. Por el momento, sin embargo, el principal interés político del día se centraba en el programa de Chapaprieta de reforma fiscal. Éste quería aumentar la incidencia de los derechos de sucesión, que eran los más bajos de Europa, y someter a impuesto los fondos de las compañías. Inevitablemente, esto provocó la hostilidad de las clases que constituían gran parte del apoyo financiero de la CEDA y también de los radicales.

Según admitió el propio Gil Robles, los oponentes más tenaces en el Parlamento a la reforma de Chapaprieta se encontraban en la CEDA. De hecho, Chapaprieta se vio sometido a los violentos ataques de los cedistas Casanueva y Azpeitia, que se habían opuesto con tanto éxito a Giménez Fernández. Igual que antes, utilizaron la táctica de sobercargar el proyecto con enmiendas. En su táctica dilatoria fueron secundados por otros diputados de la CEDA que dejaron de acudir a las Cortes, impidiendo así la aprobación de cualquier cláusula. El 2 de noviembre, Chapaprieta anunció a la prensa que dimitiría si no podía realizar completamente sus planes. Gil Robles le aseguró los votos de la CEDA, pero éstos no llegaban a materializarse. Cuando, finalmente, Chapaprieta planteó el problema en un consejo de ministros, Gil Robles le informó de que se veía impotente para obligar a sus diputados a que votasen a favor de las reformas, lo cual no parece muy probable dada la adulación a que sometían al «jefe» todas las secciones de la CEDA. Además, Casanueva era el segundo de a bordo de Gil Robles, un colaborador leal, que en una ocasión había dicho públicamente que «con un jefe como Gil Robles resulta agradable hasta la tarea de limpiar letrinas». Lo que parece más probable, y ésta fue la opinión de Chapaprieta, es que Gil Robles estaba utilizando la sincera oposición de la CEDA a la reforma fiscal para preparar la próxima crisis de gobierno. Sabía que se avecinaba otro escándalo de la magnitud del straperlo. Conocido como el escándalo Nombela, se refería a unos pagos ilegales hechos por los radicales con fondos del gobierno. La continuación de los radicales en el poder sería imposible, y Gil Robles confiaba en que, tras esa crisis, se le encargase de formar gobierno. Sugirió a Chapaprieta que retirase sus reformas del presupuesto, sabiendo que esto provocaría su dimisión. Como efectivamente ocurrió. Chapaprieta dimitió el 9 de diciembre[43].

En estas circunstancias, Alcalá Zamora no tenía más elección que ofrecer el gobierno a Gil Robles o disolver las Cortes. El líder de la CEDA no dudaba de que elegiría la primera solución y le aconsejó en este sentido. Sin embargo, Alcalá Zamora no estaba dispuesto a hacerlo, porque no tenía fe en las convicciones democráticas de Gil Robles. Después de todo, sólo pocas semanas antes, la JAP había revelado con toda crudeza el objetivo de la táctica legalista en unos términos que recordaban la actitud de Goebbels ante las elecciones de 1933 en Alemania: «Con las armas del sufragio y de la democracia, España debe disponerse a enterrar para siempre el cadáver putrefacto del liberalismo. La JAP no cree en el sufragio universal ni en el parlamentarismo, ni en la democracia». La democracia, «tanta palabra vacua», iba a ser explotada para su destrucción. Poco después, Gil Robles les decía a unos japistas entusiastas que aceptaba su programa en su totalidad[44]. Los temores de Alcalá Zamora sobre el tibio republicanismo y las ambiciones dictatoriales de Gil Robles se vieron intensificados por las actividades del «jefe» como ministro de la Guerra. Chapaprieta sacó la impresión clara de que el presidente temía que Gil Robles se encontrase bajo la influencia de las secciones extremistas monárquicas del cuerpo de oficiales, que estaban decididas a destruir la República. Cada nombramiento que hacía el ministro le parecía al presidente parte de «un designio de entregar el ejército a los enemigos de la República». A Alcalá Zamora le parecía que el Ministerio de la Guerra se estaba convirtiendo en una fortaleza, que los puestos claves iban a parar a los oficiales que estaban preparando un golpe de Estado y que su propia seguridad personal estaba amenazada. Cuando se quejó a Gil Robles por las actividades conspiratorias del general Fanjul, el ministro defendió a éste sin reservas. El presidente llegó a ser amenazado por el inspector general de Gil Robles, Goded, quien le dijo que el ejército no toleraría que la izquierda volviese a ser llamada al gobierno[45].

Aunque en aquella crisis de gobierno se ejerció una presión considerable sobre el presidente para que le diera el poder a la CEDA, había también razones de peso para no hacerlo. En aquellos momentos, Gil Robles y la prensa de la CEDA pedían la reforma constitucional. Hasta el 9 de diciembre de 1935, cuatro años después de su ratificación, la Constitución sólo podía enmendarse por una mayoría de dos tercios de las Cortes, algo que Gil Robles nunca podría reunir. Después de esa fecha bastaba con el voto de la mayoría simple, de ahí el interés del «jefe» por evitar unas elecciones y estar al frente del gobierno cuando llegara el momento crucial. De hecho, parece que Alcalá Zamora había ya decidido que, por el bien de la República, cualquier solución de la crisis tenía que incluir la salida de Gil Robles del Ministerio de la Guerra. Si esto no era posible, disolvería las Cortes, aunque esto suponía que se agotaba su prerrogativa para hacerlo. No hay que insistir en que no fue una decisión adoptada a la ligera. La descalificación política de los radicales era motivo suficiente para la disolución. Además, la derrota de Chapaprieta había convencido a Alcalá Zamora de que aquellas Cortes eran incapaces de conseguir ningún progreso legislativo. Sin embargo, por el momento, estaba dispuesto a ensayar cualquier solución que no fuese lo que él consideraba el paso peligroso de entregar el poder a Gil Robles. En primer lugar, le pidió al líder agrario Martínez de Velasco que formara gobierno. Aunque éste no se atrevió a decirle a Gil Robles que la condición previa era su exclusión del Ministerio de la Guerra, el líder de la CEDA, que quería para sí el poder supremo, se negó a apoyar a este gobierno. Gil Robles estaba tan confiado en que tenía el poder al alcance de la mano que no veía ninguna razón para colaborar en el gobierno de otros.

Es revelador de la profundidad de las sospechas de Alcalá Zamora respecto a Gil Robles el hecho de que durante toda crisis estuviera el Ministerio de la Guerra rodeado de guardias civiles y las principales guarniciones y aeropuertos colocados bajo vigilancia especial. Cuando, el 11 de diciembre, habló con el presidente, Gil Robles se enteró, enfurecido, de que no se le ofrecía el gobierno. No podía creer que no hubiese jugado bien sus cartas. Alcalá Zamora le indicó que las Cortes eran incapaces de sostener gobiernos estables. Gil Robles no replicó, como podía haberlo hecho, que la inestabilidad la había creado él artificialmente para acelerar su aproximación al poder, y que si se le daba el poder esto no tenía por qué volver a ocurrir. En cambio, lanzó una vehemente protesta contra la posibilidad de que se convocasen elecciones en unos momentos de penuria económica, en que las masas eran capaces de «todo tipo de excesos», como, presumiblemente, votar por los candidatos de izquierdas.

Gil Robles sólo podía elegir entre dar un golpe de Estado o buscar una solución que permitiese a la CEDA seguir en el gobierno. Intentó las dos soluciones al mismo tiempo. Esa misma tarde mandó un enviado a Cambó, jefe de la Lliga catalana, pidiéndole que se uniese a la CEDA y a los radicales en un gobierno que evitaría que el presidente disolviese las Cortes. Mientras tanto, en el Ministerio de la Guerra, Gil Robles discutía la situación con Fanjul, que dijo que él y el general Varela estaban dispuestos a levantarse con la guarnición de Madrid para impedir que el presidente llevara a cabo sus planes de disolución. Gil Robles trató de justificar su inclinación a una propuesta de este tipo indicando que la acción de Alcalá Zamora constituía en sí misma un golpe de Estado[46]. Sin embargo, le preocupaba que el levantamiento fracasase, puesto que tendría que enfrentarse a la decidida resistencia de las masas socialistas y anarquistas. En cualquier caso, le dijo a Fanjul que si el ejército creía que su deber estaba en dar un golpe, él no se interferiría y, desde luego, haría todo lo posible para mantener la continuidad de la administración mientras tuviese lugar. Sólo le preocupaban algunas dudas concretas, y así le sugirió a Fanjul que pulsase la opinión de Franco antes de tomar una decisión definitiva. Mientras Fanjul estudiaba las posibilidades de éxito con Goded, Varela y Franco, Gil Robles pasó la noche sin dormir. La conclusión fue que el ejército no estaba preparado para dar un golpe. Por tanto, el 12 de diciembre, Gil Robles tuvo que abandonar el Ministerio de la Guerra con «amargura infinita». Había ido demasiado lejos. Incapaz de hacerse con el poder por la fuerza, había perdido también el control de una situación en la que podía ir avanzando poco a poco hacia el poder legalmente[47].

Ahora, la táctica legalista tenía que volver a pasar la prueba de las elecciones. Tras los intentos fallidos de Chapaprieta y de Miguel Maura de formar un amplio gobierno de coalición, el 13 de diciembre el presidente le dio el poder a Portela Valladares, el gran maestro en los manejos electorales, que formó un gobierno con las fuerzas de la antigua coalición, excepto la CEDA, e intentó utilizar las elecciones para crear un nuevo partido del centro que sería el árbitro de las Cortes. Esto sólo podía hacerse a expensas de la CEDA, y Gil Robles estaba dispuesto a evitarlo. La prensa monárquica anunciaba ya jubilosamente que la táctica legalista había fracasado. Había bastantes posibilidades de que la importante ala derecha de la CEDA, que había aceptado el legalismo mientras el partido podía hacerla participar en los beneficios materiales del poder, se pasase ahora a los que proponían tácticas menos dilatorias para sus problemas. En consecuencia, Gil Robles intentó derribar el gobierno Portela. El 16 de noviembre anunció que estaba decidido a impedir que los partidos del antiguo bloque gubernamental se desplazasen hacia Portela por la tentación del éxito electoral que podía conseguirse a través de la manipulación oficial de las elecciones. Al día siguiente le escribió a Alcalá Zamora para insistirle en que el gobierno no extendiese la validez del presupuesto en curso sin la aprobación del Parlamento. O Portela aparecía ante las Cortes, donde sería derribado por la CEDA, o habría que acelerar la convocatoria de elecciones. Mientras dudaba, la CEDA publicó una nota, el 28 de diciembre, diciendo que no haría alianzas electorales con ningún grupo que estuviera en el gobierno. Esto provocó una desintegración del gobierno, puesto que todos los grupos componentes sabían que ir a las urnas en oposición a la CEDA suponía entregar la victoria electoral a la izquierda. El gobierno dimitió el 30 de diciembre y fue sustituido por otro compuesto por amigos de Portela, sin apoyo parlamentario y cuyo único objetivo era organizar las elecciones[48].

En la cuestión de las alianzas electorales, la CEDA tenía todos los triunfos en lo que se refería a las derechas. Las coaliciones eran mutuamente beneficiosas, pero la CEDA, al ser el partido más numeroso, era el que más tenía que ofrecer. Desde el principio, Gil Robles dejó claro que su objetivo era ganar, sin importarle con quién tuviera que aliarse. Ya el 14 de diciembre había abogado por la formación de un frente nacional contrarrevolucionario lo más amplio posible. Para conseguir la victoria estaba dispuesto a incluir tanto a los radicales como a los monárquicos extremistas. El frente tendría que atraerse «a las clases patronales, mercantiles e industriales». No se permitiría que los ideales políticos se interfirieran con la protección de estos intereses sociales, como lo demostró el hecho de que Gil Robles ignorase las presiones de los liberales de la CEDA, Lucia y Giménez Fernández, para que se evitasen las alianzas con la extrema derecha conspiratoria y se formara un bloque sólo con los republicanos conservadores[49].

A lo largo de diciembre y enero se negoció con todos los grupos. Para ello, Gil Robles contó con el apoyo activo de la Iglesia. Una delegación de dirigentes del Partido Nacionalista Vasco fue a Roma para discutir en el Vaticano las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el País Vasco. El arzobispo Pizzardo, secretario del cardenal Pacelli, les dijo que debían unirse a la coalición de Gil Robles, puesto que una victoria de la CEDA sería una victoria de la Iglesia sobre Lenin. Cuando los vascos replicaron que la Iglesia no debía comprometer su futuro en unos resultados electorales transitorios, Pizzardo contestó que, si no firmaban un compromiso de aliarse con Gil Robles, no serían recibidos ni por Pacelli ni por el Papa. José Antonio Aguirre, el líder del PNV, confiaba en que los católicos del PNV conseguirían todos los escaños de la región vasca en las Cortes y, en consecuencia, se negó a unirse innecesariamente con una coalición como la de Gil Robles, que, en su opinión, estaba formada por extremistas de derechas. Cuando los vascos fueron condenados al ostracismo por el Papa, presumiblemente aconsejado por Pacelli, la red de prensa de la ACNP trató de capitalizarlo políticamente[50]. Aunque coincidían con el frente popular en la necesidad de una amnistía política, los vascos no querían contribuir a la elección de un comunista y fueron a las elecciones solos.

Con la excepción de los vascos, sólo los monárquicos planteaban algún problema, puesto que pedían la elaboración de un vasto programa maximalista que sería obligatorio tras las elecciones y una representación numerosa en las candidaturas conjuntas. Gil Robles se mantuvo firme. Se dio cuenta de que, en caso de victoria, un grupo amplio de Renovación Española podría hacer con la CEDA lo que la CEDA había hecho con los radicales. Además, sabía que un acuerdo nacional sobre la base de una alianza sería contraproducente, puesto que en muchas zonas una candidatura conjunta les repugnaría o a los republicanos de derechas o a los ultramonárquicos. Por tanto, insistió en que las alianzas fueran locales. En las zonas donde la izquierda tenía una fuerza considerable, como Badajoz, Jaén, Córdoba y Asturias, donde la victoria había sido por un escaso margen en 1933, la CEDA estaba dispuesta a aliarse con cualquiera que no perteneciese al frente popular. Por otra parte, en Salamanca, Navarra y la mayoría de Castilla, las zonas donde los sentimientos reaccionarios eran más fuertes, Gil Robles sabía que los contactos con grupos que no fueran de extrema derecha le harían perder votos. De este modo, las alianzas dependieron de las circunstancias locales, y la CEDA defendió los ideales que proclamaba sólo donde podía permitírselo. En Salamanca, la alianza fue únicamente con los carlistas y con los agrarios; en Asturias, con los liberales demócratas de Melquíades Álvarez; en Pontevedra, con los radicales; en Navarra, con los carlistas; en las Baleares, con Juan March. En los bastiones republicanos de Cataluña surgió una coalición inverosímil de la CEDA, los radicales, los carlistas y la Lliga unidos en un frente de «ley y orden»[51].

El enorme cinismo del enfoque de la CEDA respecto a las elecciones se vio ilustrado por los contactos de Gil Robles con Portela Valladares, al que despreciaba y al que había tratado por todos los medios de derribar como ministro de la Gobernación durante el otoño anterior. Ante la imposibilidad manifiesta de crear un partido de centro sin apoyo popular, Portela había propuesto una alianza electoral con la izquierda. Su oferta fue tajantemente rechazada en la mayoría de las provincias, excepto Lugo y Alicante. En Lugo, la organización personal de Portela de falsificación electoral hacía virtualmente imposible que nadie se le impusiera. A las especiales circunstancias de Alicante nos referiremos más adelante. La oferta de Portela tenía un valor inmenso; el gobierno tenía a su disposición un aparato masivo de influencia electoral, el control de los Ayuntamientos, de las fuerzas de orden público, de los mecanismos de escrutinio electoral. La negativa de la izquierda evidenciaba de modo inconfundible su actitud ante el proceso democrático como modo de expresar la voluntad popular. Ante la negativa, Portela anunció, el 7 de febrero, que los candidatos que él patrocinaba se aliarían con la derecha en las zonas donde no se llegase a un acuerdo con la izquierda. La oferta fue aceptada y la derecha fue a las elecciones en coalición con los candidatos de Portela en muchas provincias[52].

En sus memorias, Gil Robles describe a los hombres de Portela como chaqueteros y parásitos. Afirma que le asqueaba la idea de utilizar los mecanismos de corrupción: «Mi repugnancia a admitir una inteligencia con los medios gubernamentales era infinita. Pero ¿cómo impedir nuestra derrota en las circunscripciones de más elevado censo?». Un comentario ilustrativo de la sinceridad de las convicciones democráticas de Gil Robles. Lo que le interesaba era el poder que una victoria electoral le podía dar, sin que le preocupase la expresión de la voluntad del electorado[53]. Él ya había mostrado públicamente su acuerdo con la aseveración de la JAP de que había que utilizar la democracia para provocar su propia destrucción. En consecuencia, podía permitirse condescender a la manipulación electoral para conseguir los resultados necesarios. Gracias al acuerdo de su partido con Portela, la CEDA contaba con el apoyo del gobierno en la mayor parte de Extremadura y Andalucía, zonas donde la izquierda rural era fuerte y donde el comportamiento de la Guardia Civil sería crucial para decidir los resultados. Un ejemplo esclarecedor de la moralidad electoral de la derecha tuvo lugar en Alicante. Portela había entablado negociaciones con la derecha local; como no le ofrecieron un número satisfactorio de escaños en la coalición, le hizo una propuesta a la izquierda. A continuación entregó el control de la provincia y la mayoría de los Ayuntamientos a republicanos y socialistas. Chapaprieta ha mostrado en sus memorias la justa indignación y la repugnancia con que los derechistas de la provincia contemplaron este abuso. Sin embargo, las negociaciones de la derecha con Portela continuaron, y cuando Gil Robles le ofreció un número aceptable de escaños en la candidatura, los recién nombrados izquierdistas fueron separados de sus cargos sin contemplaciones y sustituidos por derechistas. Ni Gil Robles ni Chapaprieta parecen hallar esta situación, moralmente idéntica a la anterior, censurable en absoluto[54].

Nada muestra más claramente la decisión de la CEDA de ganar las elecciones a cualquier precio que la naturaleza de su campaña. Para la propaganda dispusieron de fondos considerables, facilitados por seguidores acaudalados, como Juan March[55]. Ya a finales de octubre, Gil Robles le había pedido al embajador alemán, conde Welczeck, un muestrario completo de propaganda nazi antimarxista de carteles y folletos para utilizarlos como modelo del material publicitario de la CEDA[56]. En términos reales, la derecha tenía una enorme ventaja sobre la izquierda. Se imprimieron 10 000 carteles y 50 millones de folletos, que presentaban las elecciones en términos apocalípticos de lucha entre el bien y el mal, entre la supervivencia y la destrucción. A menudo, en la propaganda de la CEDA aparecían impresos la hoz y el martillo o las letras CNT para atraer la atención de los votantes de la clase obrera[57]. En la mayoría de los casos, el contenido era tan virulento como falso. En Sevilla, por ejemplo, se distribuyeron folletos a las mujeres, afirmando que la República pretendía quitarles los hijos y destruir sus familias. Otro folleto pretendía que si la izquierda ganaba las elecciones, las consecuencias serían: «Armamento de la canalla, incendio de Bancos y casas particulares, reparto de bienes y tierras, saqueos en forma, reparto de vuestras mujeres». La derrota de la derecha se presentaba como una catástrofe terrible. Se decía que la República significaba el aumento de los delitos, con robos, incendios y asesinatos encabezando la lista[58]. Este tipo de propaganda se distribuía a toneladas. Los camiones la llevaban hasta los pueblos pequeños y los aviones la dejaban caer en las granjas. Esta saturación de propaganda fue decisiva en los distritos rurales del norte, ya que de esta forma llegaba a una población rural sin cultura que miraba con gran respeto la palabra impresa. En Madrid se envió por correo ordinario medio millón de folletos, un índice de que la derecha tenía dinero fresco. Un retrato de Gil Robles de tres pisos de altura dominaba la Puerta del Sol. Aunque se prohibieron las transmisiones de radio, Acción Popular pudo pagar la retransmisión privada, el 9 de febrero, de un discurso de Gil Robles a 26 ciudades, y la víspera de las elecciones, otro a 400 lugares diferentes. También en febrero se alquilaron 10 teatros en Madrid, y a todos ellos se retransmitió un discurso del «jefe»[59].

La intensidad y la malevolencia de la campaña de la CEDA alcanzaron el punto culminante en los mítines y en la prensa. Especialmente en provincias, la prensa de la CEDA era, como mínimo, tan truculenta como la de los monárquicos y los carlistas, enemigos declarados de la República. El Debate veía las elecciones como un conflicto irreconciliable entre la España y la anti-España, entre la civilización y la barbarie. La JAP, que controlaba la campaña de la CEDA, era más explícita y declaraba que la batalla era entre Gil Robles y el triángulo (la masonería, símbolo de republicanismo), la hoz y la estrella solitaria (de David). La JAP condujo la campaña en una atmósfera de adulación frenética a Gil Robles[60]. Los gritos de ¡jefe!, ¡jefe!, ¡jefe!, resonaban a lo largo de los mítines, mezclados a menudo con vivas al ejército. Hubo un momento en que Pérez Laborda fue detenido después de un mitin de la JAP, en Soria, por la virulencia de sus ataques al presidente de la República. Gil Robles apenas era menos vehemente. En una gira por Galicia criticó repetidas veces una Constitución que, según él, reunía los peores aspectos del parlamentarismo y del sistema presidencial. En Toledo atacó la moderación del presidente respecto a la represión de Asturias. Y al finalizar un mitin en Madrid, en las palabras de Pérez Laborda resonaba el eco de un discurso anterior de Gil Robles: «Exaltación de España; pensar en España, trabajar por España, ¡morir por España! Exaltación de la patria con locura, con frenesí»[61].

En todo el país, la prensa de la CEDA se caracterizaba por un odio implacable a la izquierda, que, en consecuencia, estaba profundamente preocupada por lo que supondría para ella una victoria de las derechas. La beligerancia de El Debate desmentía sus pretensiones del legalismo: «Entre la ruina o la salvación de España no cabe término medio ninguno. España está amenazada en su propio ser por las hordas marxistas, deseosos de poder cumplir la promesa del octubre rojo de 1934». La amnistía política sería «poner en la calle a los asesinos, ladrones e incendiarios afectos al socialismo, sindicalismo y comunismo». Se imprimieron gráficos detallados para demostrar que el socialismo era equivalente al gangsterismo[62]. La prensa de provincias era, si acaso, más belicosa. En Almería, La Independencia pedía a los votantes que rescataran a España de judíos y masones. La elección era entre Dios o la anarquía. A los propietarios de tierras se les hacían llamamientos elementales«Tu propiedad desaparecerá si ellos triunfan». El tono de la propaganda de la CEDA contrasta con la moderación del periódico rival, republicano, El Diario de Almería. Un contraste aún más profundo lo tenemos en Granada entre el estridente Ideal, de Acción Popular, y el bastante más controlado El Defensor[63].

Inevitablemente, la izquierda apoyaba sus acusaciones de fascismo en las declaraciones de los propagandistas de la CEDA y de sus periódicos. La preocupación de la izquierda es comprensible. La JAP resumía el programa de la CEDA en caso de victoria: deposición del presidente, plenos poderes para el gobierno, disolución del partido socialista, aniquilación de la revolución, reducir al silencio a «la prensa canalla», una nueva Constitución. No se trataba simplemente de excesos verbales de la juventud. El propio Gil Robles acariciaba la idea de la dictadura. Sabía que incluso si la CEDA, que tenía 178 candidatos, conseguía una victoria aplastante, sólo podría contar como máximo con 140 escaños en las Cortes. Esto supondría nuevos gobiernos de coalición. El 5 de febrero anunció amenazadoramente: «España no puede aguantar por más tiempo unas Cortes estériles. Ya es bastante». Muchos de sus seguidores le incitaban hacia la dictadura civil. Él, lógicamente, recordaba sus consultas con los generales en diciembre. Araquistáin, el teórico socialista, sugiere, y tal vez fuera así, que Gil Robles no estaba hecho de la madera de los dictadores. Pero el hecho es que a muchos cedistas les atraía la idea[64]. Las afirmaciones más extremistas sobre esta posibilidad provenían de la JAP en un grito de combate tan fascista como nunca había emanado de la derecha española. Después del triunfo habría energía, repudio del liberalismo, una política joven y viril. Se aducían 27 razones por las que había que dar plenos poderes a Gil Robles, entre las cuales estaban la necesidad de aplastar el espíritu revolucionario, limitar las libertades «criminales», prohibir las organizaciones que predican la lucha de clases, terminar con el laicismo, terminar con los vicios del parlamentarismo, fortalecer el poder ejecutivo, llevar a cabo una política enérgica de orden público, crear un ejército fuerte, una marina y una fuerza aérea[65].

Hasta qué extremos estaba decidida la CEDA a conseguir el poder que hiciera posible todo esto se vio por la forma en que, junto con la propaganda y las alianzas electorales, ejerció durante la campaña todo tipo de presiones, incluido el uso de la fuerza. Las pruebas son necesariamente anecdóticas, pero, en cualquier caso, abrumadoras. Las presiones electorales en las ciudades fueron diversas, pero en su mayoría variaciones sobre el tema de la compra de votos. En las zonas rurales y urbanas de desempleo, Acción Popular empezó a abrir comedores benéficos y a repartir mantas a los pobres. El Socialista hizo acusaciones de compra directa de votos. La penuria económica era suficiente como para poder hacerlo a bajo precio. El embajador americano cuenta que «un agente electoral, haciendo propaganda en el piso donde vivía Constancia de la Mora…, creyó que había comprado a su criada andaluza por 25 pesetas, pero inmediatamente ella se lo contó a su señora». El periodista inglés Henry Buckley da más detalles: «Conocí a un casero, propietario de siete casas, que avisó a los porteros que pasaría a recogerles en coche a ellos y a sus familiares que tuvieran voto para llevarles al colegio electoral. Claro que esto significaba que en la puerta de la cabina les daría las papeletas con el voto por la derecha y miraría desde la puerta hasta que las introdujeran en la urna. Y varias mujeres de derechas a las que yo conocía habían preparado todo para llevar a sus criadas con ellas al colegio electoral, lo mismo que la última vez». En las oficinas de Madrid, los empleados sufrieron presiones para que votaran por las derechas. A los que querían actuar como interventores de la izquierda se les advirtió que tendrían problemas si lo hacían. Al mismo tiempo, los empleados de derechas tuvieron todas las facilidades, tiempo libre y tren pagado a sus provincias de origen para que pudieran depositar sus votos[66].

La situación en las zonas rurales era mucho más violenta y la derecha tenía muchas más facilidades para influir en los resultados. Un caso extremo de la conducta de la derecha se dio en Granada, donde una clase terrateniente especialmente reaccionaria veía la victoria de la CEDA como la única posibilidad de proteger sus privilegios. Las Casas del Pueblo permanecían cerradas tras la revolución de octubre. La prensa republicana desaparecía misteriosamente al llevarla de Granada a los pueblos remotos. El periódico de la CEDA, Ideal, que siempre llegaba a su destino, daba el tono al decir que unos cuantos palos bastarían para que la izquierda no se moviera, puesto que todos los izquierdistas eran unos cobardes. Los caciques locales parecen haberlo tomado al pie de la letra, porque alquilaron grupos de matones que, a menudo con ayuda de la Guardia Civil, impedían la propaganda de la izquierda. Los carteles se arrancaban a punta de pistola, se bloqueaban las carreteras para que los oradores republicanos no pudieran llegar a los pueblos, se hacían correr rumores de que los campesinos no podrían votar si no tenían una documentación especial. Los republicanos destacados eran detenidos ilegalmente y se impidió a los interventores de izquierdas que ejercieran sus funciones. Durante las votaciones, las presiones se hicieron más variadas. En algunos pueblos se repartieron comestibles a los parados antes de que votaran; en otros se utilizaron urnas de cristal sin que hubiese más que interventores de derechas armados. En Loja, el Ayuntamiento requisó todos los coches, taxis, autobuses y camiones durante el día de las elecciones para que los trabajadores no pudiesen acudir a votar. En Chite se detuvo durante todo el día a los republicanos. En Fonelas, los campesinos que llegaban a votar se encontraron con que el alcalde había adelantado el reloj y había cerrado el colegio electoral una hora y media antes de tiempo. A pesar de todo esto, los caciques tuvieron que alterar los resultados, sin siquiera preocuparse de guardar las apariencias. En 20 pueblos, los candidatos del frente popular no recibieron ni un solo voto, en una zona donde la izquierda era muy fuerte[67].

Puede que Granada fuese un caso extremo, pero de ningún modo atípico. En Badajoz, por ejemplo, las autoridades mantuvieron cerradas las Casas del Pueblo, contraviniendo directamente las órdenes del gobierno. Al mismo tiempo, la Guardia Civil colaboró con los derechistas locales para impedir los preparativos electorales de socialistas y republicanos. En Huelva, los alcaldes derechistas prohibieron todos los mítines del frente popular. Los pocos relatos de testigos presenciales que se han publicado cuentan la misma historia. En Mijas (Málaga), el cacique movilizó a sus matones y a la Guardia Civil para evitar cualquier propaganda de izquierdas. También intentaron impedir que la izquierda votase. En Novés (Toledo), el cacique, un cedista que había intentado dominar al campesinado local negándose a cultivar la tierra, recibió toda la ayuda de la Guardia Civil en sus esfuerzos para detener la campaña electoral del frente popular. Después de las elecciones, la izquierda acusó a la derecha de haber utilizado procedimientos ilegales en varias provincias. Parece que hubo pruebas de compras de votos en Salamanca, pero era difícil demostrarlo. La derecha también tenía sus contraacusaciones. Sin embargo, si la izquierda hubiera estado dispuesta a alterar la voluntad popular a cualquier precio, no tenía más que haber aceptado la oferta de Portela de coalición con los candidatos del gobierno. Pero no lo hizo; fue la CEDA la que se valió de los mecanismos de falsificación[68].

Las elecciones celebradas el 16 de febrero dieron la victoria al frente popular. De hecho, los partidos de derechas aumentaron sus votos en más de 750 000, en parte como resultado de la desaparición del partido radical y la probable transferencia de la mayoría de sus votos a la CEDA[69]. En ese sentido, la carísima campaña electoral de Gil Robles había sido un éxito. Sin embargo, los partidos de la izquierda aumentaron sus votos aproximadamente en un millón. La política de la derecha durante el bienio negro había hecho posible que no se repitieran las dos condiciones claves de los resultados de la elección de 1933: la división de la izquierda y la abstención de los anarquistas. Las consecuentes recriminaciones de los monárquicos y de los miembros de la CEDA más extremistas se dirigieron contra Gil Robles por haber derrochado el dinero y un tiempo muy valioso en una táctica legalista que al final había fracasado. De hecho, hasta las últimas fases de la guerra civil, como una idea tardía, no se impugnó la validez de los resultados de las elecciones como parte de un intento de legitimar el levantamiento militar de julio de 1936[70].

Sin embargo, precisamente porque los resultados electorales mostraban la voluntad popular, la derecha cambió gustosa a tácticas más violentas. Ya la campaña propagandística del frente antimarxista había descrito la derrota como el principio del holocausto. En gran medida, Gil Robles había apoyado la existencia de su legalismo en la obtención de una victoria en las elecciones. Inevitablemente, tras el tono apocalíptico de la campaña electoral, los resultados produjeron un sentimiento de desesperación dentro de la CEDA. El movimiento de juventudes y muchos de los ricos mecenas del movimiento se convencieron inmediatamente de la necesidad de asegurar por la violencia lo que era inalcanzable por la persuasión. A fuerza de gastos enormes y ayudada por la locura táctica de la izquierda, la derecha había conseguido la victoria en las elecciones de 1933. La utilización revanchista de ese triunfo volvió a unir a la izquierda. En 1936 se había gastado más aún en propaganda; miles de cuadros socialistas, comunistas y anarquistas estaban en la cárcel; los mecanismos de falsificación electoral habían estado a disposición de la derecha; se había utilizado con los votantes desde el engatusamiento económico hasta las amenazas. Y, sin embargo, la izquierda había ganado. La insurrección de octubre había impedido el establecimiento pacífico del Estado corporativo, y las elecciones del frente popular posponían la posibilidad indefinidamente. Las elecciones marcaban la culminación del intento de la CEDA de utilizar la democracia contra sí misma. Esto significaba que desde entonces la derecha se preocuparía más de destruir la República que de apoderarse de ella. En el transcurso de la labor de zapa que la CEDA había realizado contra el régimen, se había generalizado la suficiente insatisfacción como para que el movimiento socialista no estuviese dispuesto a sacrificarse por la República, como lo había hecho entre 1931 y 1933. En ese sentido, a pesar de su aparente fracaso, la CEDA había facilitado considerablemente la tarea de sus aliados más violentos.