Capítulo IV - La política de represalias: la CEDA, el PSOE y la insurrección de 1934

CAPITULO IV

LA POLÍTICA DE REPRESALIAS: LA CEDA, EL PSOE

Y LA INSURRECCIÓN DE 1934

Entre 1931 y 1933 la coalición republicano-socialista se había esforzado en crear una república socialmente progresista. En un contexto de depresión mundial es inconcebible que su programa experimental de reformas pudiese haber resuelto los problemas económicos y sociales altamente conflictivos heredados de la monarquía. Sin embargo, los republicanos de izquierda y los socialistas creyeron que habían hecho lo suficiente para distinguir el nuevo régimen del antiguo y para encauzar los primeros pasos vacilantes de España hacia la modernidad. Estaban de acuerdo en que cualquier retroceso del mínimo conseguido sería desastroso para la mayoría de la población. Los socialistas, sin embargo, estaban preocupados por la vehemencia de la oposición a lo que ellos consideraban como una legislación humanitaria básica. A la luz de esto, un sector creciente del movimiento sindical y de la Juventud Socialista, fomentado por el apoyo bastante temerario de Largo Caballero, estaba perdiendo la fe en la posibilidad de que una democracia burguesa permitiese el establecimiento de una justicia social mínima, por no hablar de un socialismo acabado.

Diversas razones habían llevado a muchos socialistas de la base a esta conclusión. La inmensa campaña de propaganda de las derechas contra la República y sus proyectos reformistas había tenido el suficiente éxito como para convencerles de que el proceso democrático podía ser fácilmente manipulado. La incapacidad de una amplia mayoría para superar los obstáculos a la reforma de una minoría determinada había creado una desilusión considerable. La facilidad con que los patronos evadían las provisiones de la legislación que había sido aprobada minó aún más la fe en la equidad de un régimen burgués. Incluso más importancia tuvo el saber cuál había sido el sino de los regímenes similares en el extranjero. La derecha española no escondía sus simpatías por las realizaciones de Hitler y Mussolini. La CEDA tenía muchos de los signos exteriores de una organización fascista con sus manifestaciones, su movimiento de juventudes uniformado y sus técnicas de propaganda masiva. Durante la campaña para las elecciones de noviembre, Gil Robles había confirmado los peores temores de los socialistas al declarar su decisión de establecer un Estado corporativo en España. Había afirmado su preferencia por hacerlo legalmente, lo mismo que habían hecho Hitler y Mussolini, pero también había declarado que estaba dispuesto a lograrlo por otros medios si era necesario. Entre los socialistas europeos crecía la convicción de que la única forma de tratar la amenaza del fascismo era destruir el sistema capitalista, que en un momento de crisis lo había engendrado. No es sorprendente, pues, que un sector significativo del movimiento socialista español empezase a pensar de forma similar[1].

La desilusión socialista con la República era una consecuencia directa del éxito de la táctica legalista de Gil Robles para frustrar el celo reformista del nuevo régimen. De hecho, la política de la República era cada vez más una batalla entre el PSOE y la CEDA para decidir cuál de los dos iba a imprimir su marca en el régimen. Desde luego, era así como ambos grupos percibían la situación. A pesar de que los extremistas violentos de la derecha y de la izquierda desempeñaron un papel considerable en la polarización de la política republicana, nunca fueron el principal objeto de denuncia de la prensa socialista ni de la católica. La propaganda socialista destacaba al partido católico, más que a los carlistas o a los monárquicos alfonsinos, como el enemigo más peligroso, en la derecha. Igualmente, la máquina propagandística de la ACNP, a pesar del insurreccionismo revolucionario de los anarquistas, señalaba consistentemente al socialismo como el enemigo a destruir. Esto no es de extrañar. Tanto el PSOE como la CEDA tenían confianza en que el aparato represivo del Estado podía ocuparse adecuadamente de la conspiración monárquica o de la subversión anarquista. Lo que realmente temía cada uno era que el otro llegase al poder legalmente y le diese al régimen un contenido legal y constitucional que dañase los intereses materiales de sus seguidores. En un régimen democrático, la ventaja numérica hubiera jugado normalmente a favor de un partido de la clase trabajadora. En consecuencia, en 1931 los socialistas participaron en el gobierno con optimismo. Sin embargo, para finales de 1933 Acción Popular había demostrado que unos amplios recursos financieros y una propaganda hábil también podían conseguir un apoyo popular.

Lo que especialmente preocupaba a muchos socialistas y republicanos en el invierno de 1933 era la probabilidad de que la victoria de las derechas en las elecciones se utilizase para revocar las reformas conseguidas hasta el momento. El restablecimiento de las relaciones sociales represivas existentes bajo la monarquía sería para ellos un asalto a todo lo que había defendido la República. Sin embargo, la hostilidad de la CEDA al programa legislativo republicano-socialista se había manifestado lo suficiente como para dejar clara su decisión de anularlo a la primera oportunidad. Ahora, la victoria en las elecciones hacía posible que la CEDA diese sanción legal al resentimiento de sus patrocinadores financieros por la amenaza de los dos primeros años de régimen.

Este cambio iba a producirse en el momento de mayor intensidad en la crisis de desempleo. En diciembre de 1933 había 619 000 parados, el 12 por 100 del total de la población activa. Esta cifra era considerablemente inferior a las de Alemania e Italia, cuya economía era tan admirada por El Debate, pero, a pesar de esto, suponía una carga inmensa, dada la falta de sistema de seguridad social en España. Sin la ayuda de Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo para disminuir los efectos, el impacto en la fuerza laboral fue aún mayor. El empeoramiento de las condiciones era el fundamento principal de la presión de la base sobre los funcionarios sindicales para la acción militante. Los sectores más afectados eran la agricultura, la industria del metal y la construcción, todos ellos agrupaciones importantes dentro de la UGT. En el sur agrario, el número de parados era mucho mayor que en el resto de España. Las provincias más afectadas eran Jaén, Badajoz y Córdoba, donde el porcentaje de desempleo era un 50 por 100 más alto que la media nacional. En cuanto los terratenientes comenzaron a ignorar totalmente la legislación social y a tomar represalias por las incomodidades de los dos años anteriores, el paro aumentó aún más. Para abril de 1934 había llegado a 703 000[2]. El crecimiento subsiguiente de la militancia dentro de la FNTT iba a llevar pronto a la sustitución de su presidente, el besteirista Lucio Martínez Gil, por un seguidor de Largo Caballero, Ricardo Zabalza. Los otros dos sindicatos afectados seriamente por la crisis estaban ya dirigidos por caballeristas fieles. El líder de los metalúrgicos era Pascual Tomás, y los trabajadores de la construcción estaban dirigidos por Anastasio de Gracia. Estos tres sindicatos representaban más de la mitad de la fuerza total de la UGT, que ascendía a 1 041 539 miembros, de los que la FNTT totalizaba 445 414; los metalúrgicos, 33 287, y los trabajadores de la construcción, 83 861. De los tres sindicatos que les seguían en fuerza, el de los ferroviarios con 49 117 miembros, el de los mineros con 40 635 y el de los transportes urbanos con 34 435, dos estaban adoptando una línea cada vez más militante. Los ferroviarios continuaban bajo la dirección del besteirista Trifón Gómez, pero los trabajadores del transporte estaban dirigidos por el seguidor de Largo más extremista, Carlos Hernández Zancajo, y el de los mineros, sin un cambio de dirección, estaba adoptando una línea más dura[3].

La militancia de la base era así un elemento crucial en la adopción por Largo Caballero de una retórica revolucionaria. Había, sin embargo, otros factores. El más urgente era, paradójicamente, el deseo de corregir el error, cometido antes de las elecciones, de rechazar la alianza con las fuerzas republicanas de izquierdas. Los socialistas tenían toda la culpa de no haber aprovechado el sistema electoral. Esto no mitigó su amargura por los resultados. Por encima de todo querían persuadir a Alcalá Zamora de que convocase nuevas elecciones porque, en su opinión, las recientes no habían tenido auténtica validez como voto popular. Los socialistas habían obtenido 1 627 472 votos, seguramente más de los que podía haber obtenido cualquier otro partido solo de los que se presentaban. Estos votos les habían dado 58 diputados, mientras los radicales, con 806 340, habían conseguido 104 escaños. Según los cálculos, realizados por el secretariado del PSOE, la derecha unida había conseguido un total de 3 345 504 votos frente a 3 375 432 de la izquierda desunida, consiguiendo 212 escaños frente a los 99 de la izquierda[4]. Los resultados se prestaban a varias interpretaciones. Incluso si los resultados, algo sospechosos, del PSOE fueran correctos, esto no alteraba el hecho de que el principal factor determinante de los resultados había sido el error táctico del partido.

Sin embargo, los socialistas tenían otras razones para rechazar la validez de las elecciones. Estaban convencidos de que en el sur los manejos electorales les habían arrebatado escaños. En los pueblos donde la única fuente de empleo eran uno o dos hombres era relativamente fácil conseguir votos por una promesa de trabajo o una amenaza de despido. Para muchos trabajadores en los límites del hambre, el ofrecimiento de alimentos o de una manta bien valía un voto. En Almendralejo (Badajoz), el marqués de la Encomienda distribuyó pan, aceite y chorizo. En Granada, matones armados impidieron que hablara Fernando de los Ríos[5]. Las urnas de cristal y la presencia de los hombres de los caciques convirtieron en una burla el voto secreto. Las autoridades pasaron por alto los abusos que favorecían a los radicales, que en gran parte del sur iban en coalición con la CEDA. Tras las elecciones, el ministro de Justicia, Juan Botella Asensi, dimitió como protesta por el nivel de falsificación electoral. Los socialistas estaban también convencidos de que el cinismo con que la derecha y los republicanos de centro formaban coaliciones electorales constituía una burla del sistema democrático. En ningún sitio quedó esto tan bien ilustrado como en Asturias, donde parecía que iba a haber lucha en tres frentes entre los socialistas, Acción Popular y los liberales demócratas de Melquíades Álvarez. La campaña comenzó con la prensa liberal, reservando sus ataques más feroces para los «trogloditas» de Acción Popular. Después, a finales de octubre, los liberales demócratas, que habían sido monárquicos reformistas, hicieron un pacto con Acción Popular y volvieron sus esfuerzos contra los socialistas. Una contienda en la que los socialistas podían haber esperado ganar razonablemente, terminó con la victoria de la coalición centro-derecha, que consiguió 13 escaños contra cuatro del PSOE. Si los anarquistas no se hubiesen abstenido, los socialistas, casi con seguridad, hubieran obtenido la mayoría[6].

Así, a finales de 1933 los líderes socialistas se encontraron con un crecimiento de la militancia de la base que era consecuencia, por una parte, de la ofensiva de los patronos y, por otra, del resentimiento por haber perdido injustamente las elecciones. Largo Caballero no era un hombre que rehuyese a los militantes de base. En consecuencia, sus declaraciones de finales de 1933 y posteriores reanudan el tono revolucionario que había adoptado antes en el cine Pardiñas y en la Escuela de Verano de Torrelodones. Su retórica no iba, sin embargo, acompañada de intenciones revolucionarias serias. No se hicieron planes concretos para un levantamiento y, en diciembre de 1933, los socialistas permanecieron ostentosamente fuera de un intento de insurrección de la CNT. Además, los socialistas proclamaban sus aspiraciones revolucionarias en la forma más opuesta a la eficacia subversiva. Es más que posible que el revolucionarismo verbal del PSOE intentase simplemente satisfacer las aspiraciones de la base y, al mismo tiempo, inculcar a Alcalá Zamora la necesidad de convocar nuevas elecciones. Se trataba de un juego peligroso, puesto que, si el presidente no sucumbía a tales presiones, a los socialistas no les quedaría más opción que aumentar sus amenazas o perder credibilidad entre sus propios militantes. La situación subsiguiente sólo podía beneficiar a la CEDA.

Gil Robles también se enfrentaba a la necesidad de hacer un juego sutil. Los resultados electorales habían justificado su táctica, pero estaban lejos de constituir una victoria global que le permitiese instalar su «nuevo Estado» y un sistema corporativo. Además, se daba cuenta de que su victoria era mucho más precaria de lo que parecía. Incluso si el presidente le pedía que formara gobierno, no podía hacerlo. Tratar de gobernar con una coalición de derechas estaba fuera de cuestión, puesto que todos los elementos de derechas de la cámara no constituían una mayoría. Además, un gobierno que comprendiese a todos los enemigos declarados de la República sólo podía despertar el fervor republicano de la izquierda, llegando incluso hasta los radicales. Con las divisiones de la izquierda selladas, el gobierno sería derrotado. Tendría que constituirse entonces un gobierno de izquierdas y republicanos del centro o, si esto no era posible, convocar nuevas elecciones. Era inconcebible que los socialistas cometieran el mismo error táctico dos veces. Inquieto, por tanto, para no arriesgar su frágil victoria en otras elecciones, Gil Robles buscó otra solución, decidiéndose por un gobierno del centro apoyado por los votos de la CEDA, puesto que no tenía fuerza para hacerse con el poder por la violencia.

El 19 de diciembre, Gil Robles se levantó en las Cortes para expresar la posición de la CEDA y explicar detalladamente el tipo de política para la que el gobierno radical podía esperar su apoyo. Aunque el tono del discurso fue moderado, sólo podía causar gran preocupación en la izquierda. Si no pedía el poder inmediatamente, dijo Gil Robles, era porque la cólera era todavía demasiado alta en la derecha después de las tensiones y las fricciones de los dos últimos años de República. Este altruismo sólo reflejaba que era consciente de la debilidad básica de su posición. Afirmó que la victoria de las derechas en las elecciones mostraba la reacción nacional contra la política del primer bienio, y pidió que el nuevo gobierno realizase una política de acuerdo con lo que él veía como los deseos del electorado. La relación detallada de la política deseada revelaba los intereses estrechos defendidos por la CEDA. Gil Robles pedía la amnistía para los condenados a prisión por el levantamiento militar de agosto de 1932. Pedía también una revisión de la legislación religiosa de las Cortes constituyentes. Sin embargo, era respecto a las reformas sociales donde sus exigencias eran más radicales. Todos los decretos que habían sido mejor acogidos por los campesinos sin tierras —la ley de términos municipales, la de laboreo forzoso y los jurados mixtos— se vieron sujetos a un ataque abrumador. A continuación, Gil Robles pidió una reducción de la superficie de tierra sujeta a expropiación por la ley de reforma agraria, justificando sus peticiones con una condena del concepto socializante de asentar a los braceros en la tierra. Después de haber desmantelado así, sucintamente, toda la legislación social de la República, tal y como se aplicaba en las áreas rurales, el líder de la CEDA pasó, con bastante cinismo, a afirmar el compromiso de su partido con la justicia social. La CEDA, dijo, «antes renunciaría a sus puestos y rasgaría sus actas que consentir que sus votos en el Congreso sirvieran para perpetuar injusticias sociales». Pidió también que se actuase contra el paro, sugiriendo la realización de proyectos de obras públicas y prometiendo el apoyo de la CEDA a la reforma fiscal necesaria para financiarlos[7]. De hecho, los votos de la CEDA se dieron sin dificultad para la aprobación de la legislación social, pero cuando el partido apoyó una tenue reforma fiscal en 1935, hubo una revuelta interna.

Respondiendo a Gil Robles, Prieto afirmó que la colaboración de Lerroux con la CEDA para desmantelar la obra de las Cortes constituyentes era una traición al Pacto de San Sebastián. A continuación declaró que los socialistas defenderían la República contra las ambiciones dictatoriales de la derecha desencadenando la revolución. Para los socialistas, esa legislación que Gil Robles estaba decidido a echar abajo, era lo que justificaba la defensa de la República[8]. Convencidos de que la CEDA, con la complicidad de Lerroux, iba a destruir el contenido progresista de la República, los socialistas jugaban la única carta que les quedaba. La amenaza de revolución tenía la doble pretensión de hacer que Lerroux y Gil Robles lo pensasen dos veces antes de llevar a cabo sus planes y de inculcar a Alcalá Zamora la necesidad de convocar nuevas elecciones.

En el contexto de este tipo de oposición a los planes de la CEDA, la táctica de apoyar al gobierno radical desde fuera era la mejor de las que disponía Gil Robles. Un gobierno de este tipo podía ser controlado sin compromisos morales y sin riesgos de provocar la formación de una coalición de izquierdas. Sin ningún remordimiento de conciencia, Gil Robles abandonó a sus aliados electorales monárquicos. La amargura de éstos puede imaginarse. El 27 de septiembre había jurado no aceptar pactos ni tratos con nadie hasta que no se revocase el artículo 26 de la Constitución. En su discurso del 15 de octubre había asegurado que no aceptaría compromisos políticos con nadie. Sus antiguos aliados, tal vez más que sus enemigos de la izquierda, veían en su conducta el mayor de los cinismos[9]. Los defensores de Gil Robles han estimado que su decisión de cooperar con los radicales fue el gesto supremo de sacrificio que permitió que la República continuara existiendo y que, por tanto, fue la mayor prueba posible de su lealtad a la República. Desde luego, se ha afirmado que la benevolencia de la CEDA y los agrarios posibilitó el gobierno y tal vez salvó al país de una guerra civil inmediata[10]. Es difícil, sin embargo, no ver más interés que idealismo en una decisión que derivaba de saber que si se celebraban nuevas elecciones la CEDA sólo podía perder lo que había conseguido y que la derecha no estaba aún preparada para una confrontación violenta con la izquierda. En otras palabras, era la única táctica evidente e inevitable.

En cualquier caso, una asociación con los radicales era inútil como gesto de fe republicana. La carencia por parte de los radicales de una postura política consistente había perjudicado ya considerablemente a la República. Apoyando al grupo que tenía más posibilidades de ganar, Lerroux había exagerado peligrosamente el efecto pendular incorporado en el sistema electoral y, en consecuencia, fomentado la política de represalias. La izquierda veía en el brusco giro de los radicales a la derecha en busca de votos la primera causa del éxito de la CEDA. Se pensaba que, a pesar de su reputación como el partido republicano «histórico», el partido radical estaba infiltrado por elementos monárquicos. En agosto de 1931 Lerroux había declarado que el partido radical era básicamente conservador y había abierto sus brazos a los exmonárquicos. En muchos lugares del sur, ante el horror de la prensa de derechas, muchos monárquicos decidieron que podían defender mejor sus intereses dentro de un partido republicano[11]. Esto simplemente confirmaba la convicción de la izquierda de que Lerroux carecía de principios y siempre vendería sus servicios al mejor postor. El Socialista regularmente destacaba casos de corrupción radical, de los que había una larga historia. Largo Caballero creía que en el partido radical había elementos que «si no han estado en presidio merecerían estarlo»[12]. Un diputado de la CEDA comentaba: «Esta minoría radical me hace el efecto del pasaje de un buque: gentes de todas las edades, de todas las condiciones, de las más diversas ideologías; unidos sólo para viajar»[13]. La izquierda, además, conocía las siniestras conexiones de los radicales con Juan March, el contrabandista millonario y enemigo declarado de la República, que había financiado en parte la campaña electoral de la derecha[14].

El partido radical era, por tanto, un partido sin ideas ni ideales, unido por una cierta lealtad a Lerroux, unos recuerdos nostálgicos de su lucha contra la monarquía, especialmente en sus secciones de Valencia, y, sobre todo, la perspectiva del disfrute del poder. El mismo Lerroux le admitía a Santiago Alba que no tenía un conocimiento profundo de ninguno de los problemas de España[15]. A los radicales les interesaba el poder como un fin en sí mismo, como un medio de acceso a un sistema de prebendas. Una vez en el gobierno, establecieron una oficina para organizar la distribución y venta de recompensas ministeriales en forma de monopolios, comisiones, concesiones, pedidos del gobierno, licencias y cartas de recomendación[16]. Lógicamente, los socialistas temían que no fuera éste el partido más indicado para defender los preceptos básicos de la República contra los ataques de la derecha. De hecho, el apoyo de la CEDA a los radicales, manteniéndoles en el poder con sus votos, dependía de que éstos realizaran una política satisfactoria para el partido católico. Gil Robles no ocultaba que en un primer momento facilitaría la formación de gobiernos del centro; después, cuando llegara el momento, exigiría el poder y llevaría a cabo la reforma de la Constitución; si no obtenía el poder, advertía, y si los acontecimientos mostraban que no era posible una evolución política hacia la derecha, la República pagaría las consecuencias[17].

Cuando Prieto se refería a las mal encubiertas ambiciones dictatoriales de Gil Robles, era en respuesta a observaciones de este tipo. Los socialistas estaban francamente preocupados por el uso que la derecha pudiera hacer de su nuevo poder. Estaban convencidos de que no sólo la legislación de la República, sino también su propia seguridad personal corría un grave riesgo ante la posibilidad de un golpe de Estado fascista. De los Ríos facilitó información a la comisión ejecutiva del PSOE que parecía indicar que estaban en marcha planes para la toma del poder por las derechas y la detención de los líderes socialistas[18]. Posiblemente no fuera más que un rumor, pero los socialistas lo temían realmente. Desde que la coalición republicano-socialista había dejado el poder en septiembre, llegaban continuos informes de que en las zonas rurales la derecha adoptaba posturas cada vez más violentas y provocativas con la aquiescencia de la Guardia Civil[19]. Con un gobierno radical dependiente de los votos de la CEDA, la situación sólo podía deteriorarse. A lo largo de noviembre y diciembre, la prensa socialista aireó su certeza de que Lerroux estaba sirviendo al fascismo de Gil Robles como puente hacia el poder. Se publicaron documentos que mostraban que Acción Popular estaba intentando crear unas fuerzas civiles que se enfrentasen a cualquier actividad revolucionaria de la clase obrera. Otros documentos mostraban que Acción Popular, en connivencia con la policía, trataba de organizar un fichero masivo de todos los trabajadores políticamente activos que había en España. Las actividades de las milicias uniformadas de la Juventud de Acción Popular se consideraban como una confirmación de que pronto se intentaría establecer el fascismo en España[20].

Acción Popular no estaba en condiciones de hacerse con el poder, pero tampoco lo necesitaba mientras estuviese en el gobierno un partido tan acomodaticio como el radical. Los temores socialistas eran exagerados, pero a la luz de lo que estaba ocurriendo en Alemania eran comprensibles. Especialmente en la juventud socialista había una profunda convicción de que la única respuesta efectiva al fascismo era la revolución social, convicción reforzada durante la campaña electoral por un discurso de Luis Araquistáin el 29 de octubre, que tuvo una influencia extraordinaria. La Federación de Juventudes Socialistas publicó y distribuyó el discurso en forma de folleto[21]. Araquistáin había sido embajador de España en Berlín durante los primeros meses de gobierno de Hitler y había desplegado gran actividad intentando organizar la huida de judíos e izquierdistas del terror nazi[22]. Para él, la pasividad del SPD había facilitado la victoria del nazismo. Si necesitaba algún estímulo, la juventud socialista se valió en seguida de la teoría de Araquistáin de que sólo la revolución podía hacer frente a la amenaza fascista.

La combinación de una clase patronal que había recobrado la confianza aprovechando el cambio de la situación política y el miedo al fascismo tuvo efectos inmediatos en la base socialista. Según Largo Caballero, venían a Madrid delegaciones en representación de los trabajadores de provincias pidiendo a la comisión ejecutiva que organizase una contraofensiva. En consecuencia, la ejecutiva caballerista del partido pidió a la ejecutiva besteirista de la UGT que asistiese a una reunión conjunta el 25 de noviembre en la sede del partido. De los Ríos, que acababa de volver de una gira por la provincia de Granada, se dirigió a los presentes. Pintó un cuadro sombrío de los sufrimientos del proletariado rural a manos de los vengativos caciques que habían recobrado la confianza. La ejecutiva del PSOE, convencida de que esto sólo era el principio de una ofensiva de la derecha a escala nacional, deseaba emprender alguna acción positiva. La ejecutiva de la UGT era hostil a cualquier tipo de aventurerismo. Besteiro, Saborit y Trifón Gómez sostuvieron que lo más prudente sería esperar los acontecimientos y mantener unida la organización hasta que mejoraran las circunstancias. Largo estaba furioso por su inmovilismo, que para él era incomprensible. Mostrando su sentido de las prioridades, se opuso a la ejecutiva de la UGT porque «los mismos trabajadores reclaman una acción rápida y enérgica». Como de costumbre, temía que la base se dirigiese a organizaciones revolucionarias más decididas. Prieto, finalmente, se mostró de acuerdo con Largo Caballero en la necesidad de «una acción defensiva». De la reunión salió una declaración pidiendo a los trabajadores que estuvieran preparados para alzarse «ante el peligro de que el adueñamiento del poder por los elementos raccionarios les sirva para rebasar los cauces constitucionales en su público designio de anular toda la obra de la República». El 26 de noviembre la ejecutiva del PSOE sometió su análisis de la situación al comité nacional del partido. Se aprobó la línea de la ejecutiva y se hizo pública una declaración advirtiendo que, con los derechos de la clase trabajadora amenazados por el fascismo, había una «necesidad absoluta de que las organizaciones del partido estén preparadas para oponerse con el máximo empeño, llegado el caso, al logro siniestro de los propósitos acariciados por las derechas españolas». Se trataba de una referencia a la intención declarada de Gil Robles de implantar el Estado corporativo en España[23].

Puede que la CEDA no fuese una organización fascista en el sentido de la definición académica posterior a 1945. En 1933 no se conocía totalmente la extensión de los horrores nazis[24]. A la luz de lo que se sabía de la persecución nazi y fascista de los elementos de izquierdas, las intenciones aireadas por la CEDA de aplastar el socialismo, las ambiciones corporativas de Gil Robles y los ataques de los patronos, fomentados por la CEDA, contra los trabajadores sindicados no se distinguían del fascismo coetáneo para la mayoría de la izquierda española. Con cierto grado de exageración nerviosa, los socialistas en particular estaban obsesionados por la necesidad de evitar los errores tácticos cometidos por sus camaradas alemanes e italianos. Sin embargo, tras las consiguientes posturas revolucionarias, se mantenía una larga tradición de reformismo. Apenas hay duda de que incluso los dirigentes socialistas más radicales en sus declaraciones veían con considerable preocupación la posibilidad de organizar realmente una revolución. Más bien esperaban que sus amenazas de revolución sirvieran para lo mismo que ésta: para satisfacer las demandas de la base y para hacer vacilar a la derecha. Era una táctica sujeta a la ley de los rendimientos decrecientes, pero a la que, lógicamente, se aferraban unos políticos atrapados entre sus propias masas militantes y una derecha agresiva.

Los límites del revolucionarismo retórico de los socialistas se vieron dos semanas después de la firma de la declaración conjunta de las ejecutivas del PSOE y de la UGT. Los anarquistas, como corolario a su campaña electoral abstencionista, habían organizado un levantamiento para el 8 de diciembre. La finalidad del abstencionismo era asegurar la vuelta de un gobierno burgués puro para que así, pensaban los anarquistas, la clase obrera viese sin lugar a dudas que 1.a República era tan opresora como lo había sido la monarquía y ayudar a que los socialistas se olvidaran de sus ilusiones reformistas. Era una estrategia irresponsablemente ingenua. Sólo las zonas tradicionalmente anarquistas respondieron a la convocatoria para el levantamiento —Aragón, la Rioja, Cataluña, Levante, partes de Andalucía y Galicia—. Hubo una oleada de huelgas violentas, se volaron trenes y se asaltaron puestos de la Guardia Civil. En pocos días se acabó con el levantamiento[25]. En ningún sitio tomaron parte los militantes socialistas. Además, un manifiesto conjunto del PSOE y la UGT anunciaba terminantemente que «los organismos nacionales a quienes estas comisiones ejecutivas representan no han tenido ni tienen participación alguna en el movimiento». Sin embargo, el manifiesto culpaba del levantamiento al gobierno, «que, por su menosprecio de las reivindicaciones sociales, ha desviado la República de aquellos cauces en que la voluntad del pueblo la situó». En las Cortes, Prieto condenó este «movimiento perturbador». Sin embargo, cuando Goicoechea y Gil Robles ofrecieron su apoyo entusiasta al gobierno para aplastar la subversión, Prieto reaccionó airado. Le molestaba que «los enemigos de la República» sólo apoyasen al régimen en aquellas empresas que suponían la represión de la clase trabajadora. Con la resolución de silenciar a las organizaciones obreras, declaró Prieto, «nos cerráis todas las salidas y nos invitáis a la contienda sangrienta». La postura revolucionaria de los socialistas pretendía evitar que la derecha fuera demasiado lejos. En el manifiesto citado, las dos ejecutivas lo habían subrayado reafirmando «su firme decisión, cuando la hora sea llegada, de ampliar los deberes que nuestros representantes y nuestros ideales nos imponen»[26]. En otras palabras, las amenazas revolucionarias se aplicarían si se producía algún intento de establecer el fascismo.

La naturaleza premonitoria de las declaraciones revolucionarias de líderes como Prieto y Largo Caballero no puede subestimarse. Sin embargo, entre los miembros más jóvenes del sindicato se produjo un entusiasmo irresponsable a favor del revolucionarismo, que empezó a hacer insostenible la posición de la comisión ejecutiva de la UGT. El 31 de diciembre de 1933 el comité nacional de la UGT se reunió para discutir la situación política y para examinar la política propuesta por la ejecutiva del PSOE. Amaro del Rosal, el joven caballerista presidente de la Federación de Trabajadores de Banca y Bolsa, propuso una moción para «la inmediata y urgente organización de acuerdo con el partido socialista de un movimiento de carácter nacional revolucionario para conquistar el poder político íntegramente para la clase obrera». La propuesta fue rechazada por 28 votos contra 17. Aparte de los votos esperados de la ejecutiva en contra de la moción, excepto el de Besteiro, que estaba enfermo, además del de la FNTT y el de los gráficos de Saborit, dos de los votos «conservadores» más inesperados fueron los de Anastasio de Gracia, el líder de los obreros de la construcción, y el de Ramón González Peña, del SMA. Esto confirma que eran los elementos más jóvenes los que presionaban a favor de la táctica revolucionaria. El voto fue revocado por la otra moción del día, presentada por la comisión ejecutiva, que simplemente reiteraba la total identificación de la UGT con la declaración conjunta de las ejecutivas de 25 de noviembre, que había amenazado con la acción revolucionaria sólo en el caso en que la derecha fuese más allá de los límites de la Constitución[27].

La estridente retórica revolucionaria de la Juventud Socialista aumentaba las presiones para que la dirección socialista adoptase una línea insurreccional. El dilema que esto les creaba lo reveló De los Ríos en una visita a Azaña el 2 de enero de 1934 para buscar su consejo. El relato de Azaña de la reunión es revelador en extremo: «Me hizo relación de las increíbles y crueles persecuciones que las organizaciones políticas y sindicatos padecían por obra de las autoridades y de los patronos. La Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontenible. Les desbordaban. El gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas. ¿En qué pararía todo? En una gran desgracia, probablemente. Le argüí en el terreno político y en el personal. No desconocía la bárbara política que seguía el gobierno ni la conducta de los propietarios con los braceros del campo, reduciéndolos al hambre. Ni los desquites y venganzas que, en otros ramos del trabajo, estaban haciéndose. Ya sé la consigna: “comed República” o “que os dé de comer la República”. Pero todo eso, y mucho más que me contara, y las disposiciones del gobierno, y la política de la mayoría de las Cortes, que al parecer no venía animada de otro deseo que el de deshacer la obra de las Constituyentes, no aconsejaba, ni menos bastaba a justificar, que el partido socialista y la UGT se lanzasen a un movimiento de fuerza»[28]. Azaña replicó a De los Ríos, en términos que no dejaban lugar a duda, que era el deber de los líderes hacer que las masas entraran en razón, aun a riesgo de perder su propia popularidad. Sin embargo, a pesar de la intemperancia de su lenguaje, es difícil ver, dada la intransigencia de los patronos, cómo podía la dirección socialista pedir a sus seguidores que fueran pacientes.

De toda Andalucía y Extremadura llegaban informes de provocaciones considerables, tanto por parte de los patronos como de la Guardia Civil. Se burlaba la ley en todas las ocasiones. En Real de la Jara (Sevilla) unos trabajadores que habían robado bellotas fueron golpeados salvajemente por la Guardia Civil. En Venta de Baúl (Granada) los guardas armados del cacique, un cedista, vapulearon a los líderes sindicales locales. En Fuente del Maestre (Badajoz) fue la Guardia Civil la que dio las palizas. Se negaba sistemáticamente el trabajo a los miembros de la FNTT y los salarios habían descendido en un 60 por 100. La ejecutiva de la FNTT había enviado varias peticiones al ministro de Trabajo, Ricardo Samper, para que se aplicase la legislación social existente. Una delegación fue a visitar a Samper el 8 de enero. No sirvió para nada[29].

Difícilmente podía sorprender esto dada la composición del gobierno y la naturaleza de su apoyo parlamentario. Al formar su gobierno, Lerroux había buscado la colaboración del partido agrario de José Martínez de Velasco, que representaba a la oligarquía triguera de Valladolid y Burgos. La inclusión de José María Cid, un monárquico agrario, como ministro de Comunicaciones, le causó una crisis de conciencia a Diego Martínez Barrio, el republicano más auténtico de los radicales. La lealtad republicana de los agrarios inspiraba poca confianza más que la de la CEDA. Cuando Martínez de Velasco anunció la decisión de su grupo de adherirse a la República, ocho de sus 31 diputados lo abandonaron en señal de protesta. La izquierda estaba convencida de que los votos de la CEDA en las Cortes daban a los radicales patente de corrupción a cambio de la protección de los intereses materiales de la oligarquía agraria. En diciembre se presentó a las Cortes un proyecto de ley para la expulsión de los campesinos que habían ocupado tierras en Extremadura el año anterior. En enero, la ley de términos municipales fue revocada provisionalmente. La CEDA introdujo también proyectos para mutilar la reforma agraria de 1932, reduciendo la superficie de tierra sujeta a expropiación, y para que se devolviesen las tierras confiscadas tras el levantamiento militar de 10 de agosto de 1932[30].

El aumento de la «brutalidad preventiva» de la Guardia Civil fue consecuencia de los nombramientos por el gobierno de gobernadores civiles conservadores. De hecho, el mantenimiento de la autoridad se convirtió en una de las mayores preocupaciones de la CEDA en las Cortes. El 26 de enero, Gil Robles y una representación de diputados de la CEDA visitaron a Lerroux para quejarse del desorden. Aunque reconocían que el origen estaba en el desempleo, pedían medidas más severas por parte de las fuerzas de orden. El Debate dedicó un editorial favorable a la ley de Hitler de regimentación del trabajo. Se hablaba de que el Ministerio de Justicia iba a establecer campos de concentración para los vagabundos sin trabajo. A los socialistas les preocupaban las pruebas crecientes de que la CEDA estaba elaborando unos ficheros de los trabajadores de todos los pueblos con información detallada de su «grado de subversión», lo que equivalía a su pertenencia a un sindicato. Mientras los choques entre la Guardia Civil y los braceros aumentaban a diario, El Socialista comentaba que «nunca, ni en los tiempos de la monarquía, se han sentido los campesinos más profundamente esclavos y miserables que ahora». El presidente del Tribunal Supremo pidió que se aplicasen los principios de justicia social en el funcionamiento de los jurados mixtos, que ahora habían caído bajo el control derechista. Gil Robles, sin embargo, se alineó abiertamente con los propietarios y la CEDA presentó una propuesta de que se aumentasen los créditos destinados a la Guardia Civil[31].

En este contexto era difícil para la dirección socialista retener a sus seguidores. Largo Caballero tendía a ceder ante la impaciencia revolucionaria de las masas, aunque su retórica, que éstas aplaudían, era vaga y estaba plagada de tópicos marxistas. Para hacer la revolución, decía, es necesario controlar el aparato del Estado. Si la clase obrera conquistaba el poder, había que armar al pueblo. Para conquistar el poder, había que derrotar a la burguesía. En los discursos de Largo Caballero de principios de 1934 no había ninguna referencia concreta a los acontecimientos políticos del momento ni se daba ninguna fecha para la futura revolución. Sin embargo, insistía en una cosa: en que la lección que se desprendía de la derrota del socialismo europeo, como había mostrado Otto Bauer, era que sólo la destrucción del capitalismo podía terminar para siempre con la amenaza fascista. Sin embargo, es probable que Largo intentase conjurar esa amenaza con su propia amenaza revolucionaria. En un discurso se preguntaba retóricamente si los republicanos del gobierno no veían que con su política estaban dando la idea a la clase obrera de que la lucha legal era inútil. Sólo podían hacer semejante cosa, dijo, si no se daban cuenta de que estaban provocando un movimiento revolucionario[32].

Puesto que las amenazas y las llamadas de atención de los discursos de Largo Caballero no servían para mitigar las agresiones de los patronos rurales y de la Guardia Civil, las presiones de la base a favor de la radicalización del movimiento socialista continuaron a lo largo de enero y febrero. Reuniones constantes entre las ejecutivas del partido y del sindicato les llevaron casi a un acuerdo. Besteiro siguió varias tácticas para frenar el proceso de bolchevización. Primero afirmó que un cambio de táctica semejante no podía decidirse por el comité nacional, sino que debía plantearse ante el congreso en pleno de la UGT. Los seguidores de Largo querían no ya que un congreso aprobase su línea, sino que, al hacerse públicas las diferencias tácticas, se produjese un cisma del grupo besteirista. Largo superó los obstáculos amenazando con que el PSOE actuaría unilateralmente. El PSOE llegó incluso a nombrar una comisión especial, presidida por Largo y con Enrique de Francisco como secretario, para examinar los aspectos prácticos de la organización de un movimiento revolucionario[33]. Entonces, Largo insistió en que la política del PSOE se sometiese al comité nacional de la UGT, que iba a reunirse a finales de enero.

Mientras tanto, Besteiro insistía en que no se avanzara más hacia el radicalismo hasta que no se estableciese un programa revolucionario. Probablemente se trataba de una táctica dilatoria. Prieto y Besteiro se reunieron varias veces para elaborar un programa de este tipo, pero nunca llegaron a un acuerdo. Finalmente, cada uno elaboró un programa separado. Prieto redactó un proyecto en 10 puntos en el que proponía: 1) La nacionalización de «todas las tierras de España». 2) La dedicación del mayor porcentaje posible del ahorro nacional a proyectos de regadío. 3) Reforma radical de la enseñanza pública. 4) Disolución de todas las órdenes religiosas, incautación de sus bienes y expulsión de las que se considerasen peligrosas. 5) Disolución del ejército y reorganización inmediata del mismo sobre una base democrática. 6) Disolución de la Guardia Civil y creación de una milicia popular. 7) Reforma de la burocracia y separación de los elementos desafectos al régimen. 8) Medidas encaminadas al mejoramiento moral y material de los trabajadores industriales, excluyendo por el momento la nacionalización de la industria dada su debilidad incipiente. 9) Reforma del sistema tributario partiendo de la modificación de las cuotas en el impuesto sobre la renta y en las transmisiones hereditarias. 10) Implantación rápida mediante decreto de las medidas anteriores, ratificadas por los órganos legislativos «que libremente se diera el pueblo», y cesación en sus funciones del presidente de la República. Este programa no se publicó hasta quince meses más tarde. Además, se establecían cinco puntos concretos de acción a desarrollar, redactados, según parece, por el propio Largo Caballero: 1) Organización de un movimiento francamente revolucionario. 2) Declaración de ese movimiento en el instante en que se juzgue adecuado, incluso antes de que el enemigo tome precauciones definitivas o ventajosas. 3) Ponerse el partido y la UGT en relación con los elementos que se comprometan a cooperar en el movimiento. 4) Si la revolución triunfase, hacerse cargo del poder político el partido socialista y la UGT, con la participación en el gobierno de representaciones de elementos que hubiesen cooperado de modo directo a la revolución. 5) Desarrollar desde el poder el programa redactado por Prieto. El proyecto de Besteiro era bastante inadecuado. Proponía que se convocase una gran asamblea corporativa que asesorara sobre un programa masivo de regeneración económica nacional y de nacionalizaciones a lo largo de varios años[34].

El comité nacional de la UGT se reunió el 27 de enero para discutir los diversos proyectos. La ejecutiva se opuso a la línea revolucionaria del PSOE. Besteiro utilizó algunos argumentos curiosos contra el proyecto de Prieto. Afirmó que supondría que los socialistas tendrían que declarar la guerra a la CNT. Llegó a decir que la conquista violenta del poder era contraria al espíritu del marxismo cuyas armas eran la ciencia y la técnica económica. Cuando se sometió a votación, la línea del PSOE fue aprobada por 33 miembros del comité. Sólo el Sindicato Ferroviario Nacional y la FNTT votaron a favor de la ejecutiva, que inmediatamente dimitió en masa. Se eligió una nueva ejecutiva con Anastasio de Gracia de presidente y Largo Caballero de secretario general. Al día siguiente se reunió el comité nacional de la FNTT para examinar la línea revolucionaria. La situación que se planteó fue idéntica. La ejecutiva, todos besteiristas, dimitió en su totalidad y se eligió una nueva comisión de jóvenes caballeristas. Las organizaciones del movimiento socialista iban cayendo en rápida sucesión en manos de la juventud extremista. Una reunión de la Agrupación Socialista Madrileña se llenó de jóvenes socialistas, que aprobaron una moción de censura contra su presidente, Trifón Gómez, obligándole a dimitir. Fue sustituido por un grupo de los bolchevizantes más fervientes, Carlos Hernández Zancajo, Santiago Carrillo y Rafael Henche[35].

El primer, objetivo de cualquier movimiento revolucionario organizado por los socialistas sería impedir que la CEDA entrase en el gobierno. Sin embargo, mientras los jóvenes revolucionarios voceaban sus amenazas, Gil Robles iba consiguiendo su fin de llegar al poder gradualmente. Los votos de la CEDA en las Cortes aseguraban que los radicales llevaban a cabo una política aceptable para la derecha, y Gil Robles apoyaba sus exigencias a los radicales con amenazas apenas veladas. Dirigiéndose a los diputados radicales en las Cortes, anunció que si la derecha no podía realizar su programa completo dentro del Parlamento, se vería obligada a trasladar su campo de acción a otra parte. Estas observaciones las hizo en un debate que se había centrado en gran medida en la adopción de una línea revolucionaria por parte de los socialistas. Prieto había afirmado que la postura del PSOE era una consecuencia directa de la violencia diaria llevada a cabo contra la clase trabajadora por los seguidores de Gil Robles. Gil Robles negó que ése fuese el caso, apoyándose en el argumento bastante engañoso de que la CEDA estaba completando sus ambiciones legalmente. Esto era verdad, pero era precisamente la protección de la ley la que hacía posible la violencia a la que se refería Prieto. El debate había comenzado porque cierto número de diputados de derechas había pedido que el ministro del Interior, el liberal radical Martínez Barrio, emprendiese una acción firme contra los «actos de indisciplina» que venían registrándose en las zonas rurales. Tales «actos» incluían el robo de bellotas y aceitunas por los jornaleros hambrientos. Gil Robles, que consideraba a Martínez Barrio demasiado liberal, pidió seguridades de que el gobierno tomaría medidas contra tal «criminalidad» y se opondría también a las aspiraciones revolucionarias de los socialistas. Ante la indignación de Gil Robles, Martínez Barrio replicó que era su obligación atajar la violencia tanto si partía de la derecha, de la izquierda o del centro. En respuesta a esto, Gil Robles lanzó su amenaza de ir más allá del Parlamento si no conseguía lo que se proponía dentro de éste[36].

Lo que podían significar sus amenazas se veía ilustrado por los sucesos que en aquellos momentos tenían lugar en otros países. A finales de la segunda semana de febrero el gobierno austríaco comenzó su represión del movimiento socialista. Al informar sobre las luchas en Linz y en Viena, El Socialista sacaba las lógicas analogías al afirmar que «el gobierno clérico-fascista inició la ofensiva contra el proletariado». La reacción de la prensa de ACNP al bombardeo de Dollfus sobre el Karl Marx Hof fue entusiástica. Había sido «una lección para todos». Se exhortaba al gobierno español para que siguiese los ejemplos de Italia, Alemania y ahora Austria frente al «desorden». Esta alabanza extravagante de Dollfus provocó una respuesta rápida de los socialistas: «Como siempre, los clericales españoles extienden su certificado de estadista al canciller austríaco después de una represión feroz e inhumana que no tiene que envidiar nada a la crueldad del fascismo italiano ni a los horrores del hitlerismo… Para nosotros, el mejor gobernante no es aquel que fusila a niños y mujeres, como Dollfus». Los socialistas tenían en cuenta las advertencias de Otto Bauer y Julius Deutsch, que empezaron a llenar sus publicaciones. Estaban decididos a no compartir el sino de sus camaradas austríacos. La lectura de la prensa de la CEDA les confirmaba que para evitar el aniquilamiento tendrían que luchar[37].

La actitud de Gil Robles no servía precisamente para calmar a los jóvenes socialistas. Para ellos, cualquier ataque a la República, tal y como había salido de las Cortes constituyentes, era fascismo y un preludio de ataque al movimiento socialista. El líder de la CEDA mostraba una consistente aversión a declarar su lealtad a la República. El 4 de enero, en las Cortes, evitó un reto directo para que gritase: «¡Viva la República!». En estos casos recurría normalmente a expresiones como «disposición a trabajar dentro de…», «acatamiento a…», «deferencia a» la República, e incluso entonces lo menos posible, en los momentos en que se encontraba ante presiones directas y presumiblemente con reservas mentales. Miguel Maura, al que le había escandalizado la aprobación total de El Debate de los acontecimientos de Austria, observó que, a pesar de la aceptación de Gil Robles de la existencia de la República, continuaba evidentemente en contacto con Alfonso XIII[38]. Al líder de la CEDA, sin embargo, no le preocupaba por el momento la restauración de la monarquía. Le interesaba el poder estatal, republicano si era necesario, para llevar a cabo objetivos concretos. Hablando en Pamplona, el 18 de febrero, llegó a admitir: «¿Cuál es nuestra posición? ¿Gobernar con el régimen actual? ¿Por qué no? Un partido político tiene un programa, y ese programa se realiza desde el poder». Los objetivos a seguir cuando consiguiera el poder estatal eran, como había mostrado la conducta de su partido desde su fundación, opuestos a la obra de las Cortes constituyentes. El Debate lo subrayaba tres días más tarde al pedir la formación de un frente patronal que se movilizase contra el socialismo[39].

El compromiso de la CEDA para la promoción de esos intereses de clase quedó demostrado a lo largo del mes de marzo. El hecho más preocupante, desde el punto de vista republicano, fue la calculada eliminación de los miembros más moderados del gobierno a principios del mes. Martínez Barrio expresó la incomodidad que le producía verse forzado a realizar la política de la CEDA. Aunque el ministro del Interior había permitido que la Guardia Civil endureciese su actitud y había nombrado gobernadores civiles de derechas, todo esto no era suficiente para Gil Robles. A los terratenientes no les agradaba la idea de tener a un liberal en un puesto clave para el control social. Los intentos de imparcialidad de Martínez Barrio fueron denunciados como laxitud. Gil Robles retiró su apoyo al gobierno, declarándolo totalmente gastado, y pidió un gobierno que respondiera más de cerca a las fuerzas representadas en las Cortes. Martínez Barrio y otros dos ministros radicales moderados, Antonio de Lara y Zárate (Hacienda) y José Pareja Yébenes (Educación), se vieron obligados a dimitir. El reaccionario y volátil Rafael Salazar Alonso fue nombrado ministro del Interior. Todo ello produjo un cisma del ala izquierda del partido radical, que se convirtió en la Unión Republicana. El resto del partido se encontró aún más prisionero de la CEDA. Éste fue el primer paso de Gil Robles en un hábil proceso de eliminación progresiva de los radicales del camino de la CEDA hacia el poder[40].

El 11 de febrero, Azaña, en un discurso monumental, había analizado cómo la CEDA estaba consiguiendo subvertir la naturaleza progresista de la República. Gil Robles, dijo el líder republicano, estaba utilizando el deseo de poder de Lerroux para imponer una política estrecha de clase. La revocación contrarrevolucionaria de los modestos intentos de la coalición republicano-socialista de mejorar el nivel de vida de las clases bajas estaba provocando ahora una guerra social. Era trágico que por el desprecio del gobierno hacia la justicia social los socialistas se vieran obligados a adoptar una postura revolucionaria. Azaña consideraba que a la derecha le interesaba provocar a los socialistas a un levantamiento. Una vez que los radicales hubieran utilizado el aparato represivo del Estado para aplastar al proletariado, Gil Robles exigiría que se le dejase gobernar para implantar su Estado corporativo[41]. Esto fue en gran medida lo que iba a ocurrir entre octubre de 1934 y noviembre de 1935, aunque al llegar el momento Gil Robles iba a calcular mal su puja final por el poder. En una gran medida, los socialistas le estaban haciendo el juego. Muchos de ellos, desde luego, esperaban que nunca fuera necesario poner en práctica el levantamiento con que amenazaban. Hablando en el cine Pardiñas una semana antes que Azaña, Prieto había dejado claro que, al menos para él, el fin de la revolución sería defender la obra de las Cortes constituyentes. Su programa, el mismo que había redactado y presentado a la UGT, no era incompatible con la Constitución[42]. La evolución de la política en general y el nombramiento de Salazar Alonso en particular mostraron, sin embargo, que no era probable que se cumpliesen las esperanzas de Prieto de que el gobierno modificase su política derechista agresiva.

Además, Prieto, dadas sus reservas en la aceptación de una línea revolucionaria, estaba lejos de ser el más extremista de los socialistas. La juventud, que había conseguido conquistar sindicato tras sindicato, incluso la fortaleza besteirista de los gráficos, se había decidido por la revolución no para revivir la república burguesa, sino para establecer el socialismo[43]. En la práctica, sin embargo, su revolucionarismo no iba más allá de un izquierdismo verbal infantil. Su propaganda extremista, que no se apoyaba en ninguna preparación revolucionaria seria, se estaba utilizando para justificar una postura cada vez más autoritaria del gobierno. A principios de marzo mordieron el cebo ofrecido por la intransigencia de los patronos y lanzaron una serie de huelgas. Las de la industria del metal y de la construcción terminaron en punto muerto, pero la más importante, la de artes gráficas, terminó con la derrota absoluta de los partidarios de la línea dura.

De hecho fue la disputa de artes gráficas la que reveló hasta qué punto el reciente reajuste en el gobierno marcaba un giro abrupto a la derecha. El 7 de marzo Salazar Alonso declaró el estado de alarma, clausurando las sedes de la Juventud Socialista, de los comunistas y de la CNT. La huelga de artes gráficas había sido provocada por la utilización de mano de obra no sindicada por parte del diario monárquico ABC. El propietario de ABC, Juan Ignacio Lúea de Tena, consiguió que Salazar Alonso le diera seguridades de que el gobierno apoyaría su intento de romper la huelga. Así, cuando los trabajadores expresaron sus deseos de volver al trabajo, Lúea de Tena se negó a readmitir a los huelguistas. Salazar Alonso no hizo ningún intento de conciliación entre ambas partes. Estaba decidido a terminar con una huelga que, dijo, hubiera supuesto «el yugo del despotismo rojo». Los periódicos de derechas se aprovecharon del apoyo del ministro y de la crisis de desempleo para despedir a los trabajadores sindicados y crear una fuerza laboral más dócil. La huelga terminó con la derrota de los gráficos socialistas[44].

La derecha estaba encantada con Salazar Alonso. El día siguiente a la declaración del estado de alarma, su energía fue aplaudida por Gil Robles, que declaró que, mientras defendiera de ese modo el orden social y fortaleciera el principio de autoridad, el gobierno tenía asegurado el apoyo de la CEDA. Sus intenciones quedaron claras en una serie de artículos publicados en El Debate, pidiendo medidas severas contra lo que llamaba «la subversión» de los trabajadores que protestaban por las disminuciones salariales. La prensa de la CEDA pidió la abolición del derecho de huelga. El gobierno respondió anunciando que serían suprimidas sin contemplaciones las huelgas que tuvieran implicaciones políticas. Para la prensa de derechas y, desde luego, para Salazar Alonso todas las huelgas parecían caer dentro de esta categoría. El 22 de marzo, El Debate se refería a los paros de camareros en Sevilla y de transportistas en Valencia como «huelgas contra España» y recomendaba la adopción de una legislación antihuelga como las de Italia, Alemania, Portugal y Austria. El gobierno intentó extender su aparato represivo aumentando el número de guardias civiles y de guardias de asalto y restableciendo la pena de muerte[45].

Simultáneamente, se iba revocando la legislación religiosa de 1931-1933. Dentro de esta corriente general, la CEDA pidió al gobierno que introdujese la amnistía para los ataques contra la República, lo que había formado parte del programa electoral de la derecha. El proyecto fue redactado por Gil Robles, el alfonsino Goicoechea, el agrario Martínez de Velasco y el carlista Rodezno. Puesto que los principales beneficiarios iban a ser los asociados con la Dictadura y con el levantamiento del 10 de agosto, los socialistas y los republicanos de izquierdas intentaron en vano bloquear la medida. Para ellos era la confirmación, si es que se necesitaba una, de que la República estaba siendo conquistada por sus enemigos. Incluso después de que las Cortes aprobasen la amnistía, el presidente de la República retuvo su promulgación temiendo que el ejército se llenase de oficiales que habían manifestado claramente su decisión de derribar al régimen. Durante el fin de semana del 20 al 23 de abril lo estuvo dudando y, finalmente, firmó, haciendo pública una nota en la que expresaba sus reservas[46].

Mientras el presidente vacilaba, la CEDA tuvo un gesto amenazador bajo la forma de una gran concentración de su movimiento de la juventud, la Juventud de Acción Popular. Se había planeado en poco tiempo, pero en todos sus detalles. Se celebraron cientos de mítines en busca de apoyo y se prepararon trenes especiales con billetes a precios reducidos. En uno de los mítines, Gil Robles hizo algunas observaciones ilustrativas de su estrategia política. El Parlamento era algo repugnante, pero lo aceptaba como un sacrificio necesario para conseguir los fines de la CEDA. La CEDA estaba más a la derecha que ningún otro grupo; sin embargo, podía defender la táctica parlamentaria que hasta entonces había conseguido con éxito revocar la legislación del primer bienio. «Vamos hacia el poder, como sea. ¿Con la República? A mí eso no me importa. Lo contrario sería insensato y suicida»[47]. Tales afirmaciones sólo podían convencer a la izquierda de que Gil Robles estaba explotando la legalidad republicana lo mismo que Hitler había utilizado la de Weimar. El estilo de la concentración debía mucho a la visita a Alemania de Gil Robles.

Puesto que la concentración coincidía con la crisis política motivada por la amnistía, tenía toda la apariencia de un intento de presionar a Alcalá Zamora mediante una demostración de fuerza. La elección del monasterio de El Escorial, de Felipe II, como lugar de reunión era evidentemente un gesto antirrepublicano. En consecuencia, se convocó una huelga general en previsión a la «marcha fascista sobre Madrid». Significativamente, la dirección en la organización de la huelga la llevó la Izquierda Comunista, trotskista, puesto que los socialistas no querían arriesgarse a un conflicto con la nueva legislación sobre la huelga de Salazar Alonso[48]. La concentración hizo poco por aquietar los temores de la izquierda. Una muchedumbre de 20 000 personas se reunió bajo una lluvia torrencial en una réplica próxima a las concentraciones nazis. Juraron lealtad «a nuestro jefe supremo» y gritaron: «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!», el equivalente español a Duce. Se recitó el programa de 19 puntos de la JAP, poniendo especial énfasis en el punto dos: «Los jefes no se equivocan», un préstamo directo de los fascistas italianos. El tono general fue belicoso. Luciano de la Calzada, diputado de la CEDA por Valladolid, afirmó que España tenía que defenderse contra «judíos, heresiarcas, masones, krausistas, liberales y marxistas». Ramón Serrano Súñer, diputado de la CEDA por Zaragoza y más adelante arquitecto del Estado nacional-sindicalista de Franco, fulminó a la «democracia degenerada».

El punto culminante de la concentración fue, naturalmente, un discurso de Gil Robles. Su agresiva arenga fue recibida con aplausos delirantes y gritos prolongados de «¡Jefe!». «Somos un ejército de ciudadanos… dispuestos a dar la vida por nuestro Dios y nuestra España… —gritó—; el poder vendrá a nuestras manos…; nadie podrá impedir que imprimamos nuestro rumbo a la gobernación de España». Estuvo despectivo con los ejemplos extranjeros, pero sólo porque pensaba que las mismas ideas autoritarias y corporativas podían encontrarse en la tradición española[49]. «Yo quisiera que ese sentimiento español se exaltara hasta el paroxismo», declaró. Este tono, junto con los desfiles, los saludos y las aclamaciones, fue interpretado por el corresponsal inglés Henry Buckley como un ensayo para la creación de tropas fascistas de choque. En este sentido, parcialmente fracasó. Se esperaban unas 50 000 personas, pero llegaron menos de la mitad, a pesar de las facilidades de transporte, la campaña gigantesca de publicidad y las grandes sumas invertidas. Además, como Buckley observó, «había demasiados campesinos en El Escorial que contaron alegremente a los periodistas que les había enviado el cacique local, con transporte y gastos pagados»[50].

Lo que hubiera ocurrido si la concentración hubiese tenido más éxito entra en el terreno de la especulación. Puesto que toda la propaganda de la CEDA se dejó en manos de la JAP, no es sorprendente que los socialistas —e incluso los monárquicos— interpretasen las posturas fascistas de la juventud como un indicativo de las predilecciones de sus mayores. Después de todo, estaban teniendo lugar a la sombra de los acontecimientos ampliamente divulgados de Alemania y Austria. Incluso José Antonio Primo de Rivera, jefe de la Falange, describió la concentración de El Escorial como un «espectáculo fascista»[51].

El desenlace inmediato de la crisis fue que Lerroux dimitió como protesta por el retraso de Alcalá Zamora en la firma de la amnistía y fue sustituido por Ricardo Samper, un radical ineficaz, incapaz de realizar una política independiente. Lerroux nunca había pensado en la posibilidad de que el presidente aceptase su dimisión. Sin embargo, le dio permiso a Samper para que formase gobierno, pues temía que, si no, el presidente disolvería las Cortes y llamaría a un socialista para presidir las nuevas elecciones. Cándido Casanueva, el líder de la minoría parlamentaria de la CEDA, propuso otra solución: que la CEDA y los diputados monárquicos se uniesen a los radicales para dar un voto de confianza a Lerroux, provocando así la dimisión de Alcalá Zamora. El plan propuesto por la CEDA se vería completado por la elevación de Lerroux a la presidencia de la República[52]. Se trataba de un intento de Gil Robles para acelerar su avance hacia el poder, puesto que el nuevo presidente le tendría que llamar a él para formar un gobierno. Lerroux era demasiado astuto para caer en la trampa y sabía que era sólo cuestión de tiempo el que volviera a ser primer ministro. En consecuencia, Samper formó un gobierno virtualmente idéntico al de su predecesor y continuó realizando una política grata a la CEDA. Un decreto de 11 de febrero que había desahuciado a miles de yunteros en Extremadura, fue seguido por otro de 4 de mayo que anulaba las expropiaciones que habían seguido al 10 de agosto y por otro de 28 de mayo que dejaba los salarios rurales al capricho de los patronos[53].

La mayor victoria tangible de los terratenientes promotores de la CEDA fue la revocación definitiva de la ley de términos municipales. El asalto definitivo de esta ley en las Cortes había sido dirigido por los más agresivos de los diputados de la CEDA, Dimas de Madariga (Toledo) y Ramón Ruiz Alonso (Granada), ambos representantes de provincias donde la aplicación de la ley había despertado las iras de los grandes terratenientes[54]. Su derogación, el 23 de mayo, poco antes de que empezase la recolección de la cosecha, permitía a los propietarios contratar mano de obra portuguesa y gallega con detrimento de los trabajadores locales. Las defensas del proletariado rural se desmoronaban rápidamente ante la embestida furiosa de la derecha. El último vestigio de protección de su trabajo y de sus salarios que tenían los trabajadores de izquierdas en las zonas rurales era el que les proporcionaba la mayoría socialista en muchos ayuntamientos de pueblos y aldeas. Salazar Alonso había empezado ya a destituir a la mayoría con el menor pretexto. Desde el momento en que se hizo cargo del Ministerio empezó a dar órdenes de destitución «donde no se tuviera confianza en el alcalde para el mantenimiento del orden público». Todo esto dejaba a los trabajadores cada vez más en manos de los matones de los caciques y de la Guardia Civil[55].

La situación en el campo se estaba haciendo crítica a medida que los propietarios aprovechaban la aprobación oficial para rebajar los salarios y discriminar a la mano de obra sindicada. Incluso El Debate comentó la dureza de muchos terratenientes, aunque continuaba abogando porque sólo se diese trabajo a los afiliados a sindicatos católicos. En Badajoz, los jornaleros hambrientos pedían limosna por las calles. El especialista monárquico en cuestiones agrarias, el vizconde de Eza, afirmó que en mayo de 1934 más de 150 000 familias no cubrían ni siquiera las más elementales necesidades de vida. A los trabajadores que se negaban a romper sus carnés sindicales se les negaba trabajo. El boicot de los propietarios a la mano de obra sindical y la célebre campaña de «comed República» iban dirigidos a reafirmar las formas de control social anteriores a 1931 y a asegurar que la amenaza reformista al sistema puesta en marcha por el primer bienio no se repetiría jamás. En muchos pueblos, esta decisión se concretó mediante ataques materiales a la Casa del Pueblo. Un incidente típico tuvo lugar en Puebla de Don Fadrique, cerca de Huéscar, en la provincia de Granada. El alcalde socialista fue sustituido por un oficial retirado del ejército, que estaba dispuesto a terminar con lo que él consideraba la indisciplina de los trabajadores. La Casa del Pueblo fue rodeada por un destacamento de la Guardia Civil y según salían los trabajadores iban siendo golpeados por los guardias y los matones de los propietarios locales[56].

La respuesta de la FNTT a este desafío es un ejemplo revelador de cómo los recién radicalizados socialistas reaccionaban ante la creciente agresión de los propietarios. Tras la separación de la ejecutiva besteirista el 28 de enero, el periódico de la FNTT, El Obrero de la Tierra, había adoptado una línea revolucionaria. La única solución a la miseria de la clase trabajadora rural, mantenía, era la socialización de la tierra. Mientras tanto, sin embargo, la nueva ejecutiva adoptaba una política práctica indistinguible de la de sus predecesores. Envió a los Ministerios de Trabajo, Agricultura e Interior una serie de peticiones para la aplicación de la ley de laboreo forzoso, de los acuerdos laborales, de la rotación estricta del trabajo y de las disposiciones referentes a las oficinas de colocación, así como diversas protestas ante la sistemática clausura de las Casas del Pueblo. Todo esto tuvo lugar durante la tercera semana de marzo. Al no tomarse ninguna medida y al aumentar la persecución de los trabajadores de izquierdas según se aproximaba la recolección de la cosecha, se envió una petición redactada en términos correctos a Alcalá Zamora, también sin ningún resultado. La FNTT declaró que miles de personas morían lentamente de hambre y publicó una lista interminable de pueblos, con pormenores, donde se negaba trabajo y se atacaba físicamente a los miembros de los sindicatos[57].

Finalmente, en un estado de desesperación aguda, la FNTT se decidió por la huelga. La decisión no se tomó a la ligera. El primer anuncio de una posible huelga iba acompañado de una petición a las autoridades para que impusiesen el respeto a las bases de trabajo y al reparto equitativo del trabajo[58].

La comisión ejecutiva de la UGT aconsejó a la FNTT contra la huelga general del campesinado aduciendo varias razones. En primer lugar, la cosecha estaba lista en momentos distintos en cada zona; por tanto, la selección de un día para la huelga iba a plantear problemas de coordinación. En segundo lugar, una huelga general, en lugar de una limitada a las grandes propiedades, causaría dificultades a los arrendatarios y aparceros que necesitaban contratar uno o dos trabajadores. La tercera razón mostraba la persistencia de la tradición reformista de la UGT mucho mejor que las otras dos. Ésta era que las provocaciones de los propietarios y las autoridades serían tales que impulsarían a los campesinos a las confrontaciones violentas. En una serie de reuniones entre las ejecutivas de la UGT y de la FNTT a lo largo de marzo y abril se hicieron esfuerzos para persuadir a los representantes de los campesinos de que adoptaran una estrategia más limitada de huelgas dispersas y parciales. La UGT señalaba que el gobierno declararía que una huelga general era revolucionaria, que se corría el riesgo de una represión terrible que a su vez podría provocar una huelga general a escala nacional que la UGT no estaba en condiciones de convocar. Largo Caballero indicó a los líderes de la FNTT que no esperasen ninguna huelga de solidaridad de los trabajadores industriales. Además, el comité conjunto del PSOE-UGT, nombrado en enero para estudiar los problemas de organización de un movimiento revolucionario, envió mensajes en sus secciones en todas las provincias informándoles de que la huelga de los campesinos no tenía nada que ver con tal movimiento[59].

La ejecutiva de la FNTT comunicó a la UGT que no seguir los deseos de acción de la base sería abandonarles al hambre, a la persecución política y a los despidos patronales. En consecuencia, un manifiesto de huelga anunció el comienzo del movimiento para el 5 de junio. Antes de recurrir a esta medida, que se hizo ajustándose estrictamente a la ley, anunciándola con diez días de anticipación, los líderes de la FNTT intentaron todos los procedimientos posibles para que los Ministerios competentes aplicasen lo que quedaba de legislación social. Sin embargo, cientos de peticiones para que se pagasen los salarios de la cosecha del año anterior se amontonaron en el Ministerio de Trabajo sin que se les prestase la menor atención. En toda España las condiciones laborales acordadas por los jurados mixtos fueron simplemente ignoradas. Se atendía a las protestas intensificando la represión. En la provincia de Badajoz, por ejemplo, había 20 000 parados y 500 trabajadores en prisión. En Fuente del Maestre la Guardia Civil se enfrentó violentamente a una típica manifestación provocada por el hambre. Cuatro trabajadores fueron muertos a tiros y varios más heridos. Otros 40 fueron detenidos. En la provincia de Toledo era prácticamente imposible que los afiliados a la FNTT encontraran trabajo. Los que finalmente lo encontraron tenían que aceptar las condiciones más opresivas. Las bases de trabajo habían establecido un salario de 4,50 pesetas por una jornada de ocho horas. Los propietarios pagaban, de hecho, 2,50 pesetas por la jornada de sol a sol. En algunos lugares de Salamanca se estaban pagando salarios de 75 céntimos[60]. El 28 de abril la FNTT mandó una petición al Ministerio de Trabajo para que remediase la situación, haciendo simplemente que se cumpliera la legislación existente. Como no se hizo nada, el comité nacional de la FNTT se reunió el 11 y el 12 de mayo para decidir la acción huelguística. El manifiesto señalaba que esta medida extrema era la culminación de una serie de negociaciones inútiles y que la preparación de la huelga era legal y abierta[61].

Los 10 objetivos de la huelga difícilmente podían ser considerados como revolucionarios. Tenían dos objetivos básicos: asegurar una mejora de las condiciones brutales que sufrían los trabajadores del campo y proteger a la mano de obra sindicada de la decisión aparente de la clase patronal de destruir los sindicatos rurales. Las 10 peticiones eran: 1) cumplimiento de las bases de trabajo; 2) obligatoriedad del servicio de colocación con turno riguroso, independientemente de la afiliación política; 3) reglamentación del empleo de máquinas y forasteros para asegurar cuarenta días de trabajo a los trabajadores de cada provincia; 4) medidas inmediatas y efectivas contra el paro; 5) apropiación temporal por el Instituto de Reforma Agraria de las tierras cuya expropiación estaba prevista en la ley de reforma agraria y su arrendamiento colectivo a los desempleados; 6) aplicación de la ley de arrendamientos colectivos; 7) reconocimiento del derecho a relevar a todos los beneficiados por la intensificación de cultivos; 8) asentamiento antes del otoño de los campesinos para los que el Instituto de Reforma Agraria tenía tierras disponibles; 9) creación de un fondo crediticio para ayudar a los arrendamientos colectivos, y 10) rescate de bienes comunales. Antes del anuncio de la huelga, el ministro de Trabajo, el radical José Estadella Arnó, había negado que existiesen salarios de hambre en el campo y que se negase trabajo a los socialistas. Ahora reconocía que había que hacer algo. Empezó a hacer gestos simbólicos, pidiendo a los jurados mixtos que elaborasen contratos laborales y a los delegados de trabajo del gobierno que informasen de los abusos ilegales de los patronos. Se empezaron también negociaciones con los representantes de la FNTT[62].

Salazar Alonso, sin embargo, no estaba dispuesto a perder esta oportunidad de asestar un golpe mortal a la sección más amplia de la UGT. Después de todo era el representante político de los terratenientes de Badajoz y colaborador próximo de Gil Robles. En el momento en que las negociaciones en busca de un compromiso entre la FNTT y los ministros de Agricultura y Trabajo empezaban a progresar, publicó un decreto declarando la cosecha un servicio público nacional y la huelga un «conflicto revolucionario». Todas las reuniones, manifestaciones y propaganda conectadas con la huelga fueron declaradas ilegales. Se impuso una censura de prensa draconiana. Se cerró El Obrero de la Tierra, que no volvería a aparecer hasta 1936. En el debate de las Cortes sobre la línea dura de Salazar Alonso, los votos de la CEDA, junto con los de los radicales y los de los monárquicos, aseguraron una mayoría favorable al ministro del Interior. Sin embargo, las cuestiones planteadas en el debate eran ilustrativas de lo que se estaba jugando.

José Prat García, diputado del PSOE por Albacete, abrió el fuego con un discurso señalando la naturaleza anticonstitucional de las medidas de Salazar Alonso. Reiteró que la FNTT había seguido el procedimiento legal establecido para declarar la huelga. La aplicación de la legislación existente con un espíritu de justicia social sería más que suficiente para solucionar el conflicto, afirmaba Prat, apelando razonadamente al sentido de justicia de las Cortes. Salazar Alonso, a pesar de que fuera posible una solución pacífica, se había limitado a dar al gobierno vía libre para la represión. El ministro replicó beligerantemente que era una huelga contra el gobierno, basándose en que su objetivo era obligar a que el gobierno actuase. Dijo que no podía haber duda de la naturaleza revolucionaria de la huelga, puesto que los miembros de la ejecutiva de la FNTT eran seguidores de Largo Caballero. Es bastante interesante que Largo Caballero se levantase inmediatamente para negar que él hubiese rechazado la legalidad, confirmando, tal vez, que su retórica revolucionaria pretendía atemorizar al gobierno y satisfacer las demandas impetuosas de sus propios militantes, sin plantearse nunca seriamente la eventualidad de llevarse a la práctica. Prieto gritó: «¡El hecho concreto es que nos hallamos ante un conato de dictadura!». Cuando Salazar Alonso afirmó, falsamente, como se vio, que el gobierno estaba emprendiendo medidas contra los propietarios que imponían salarios de hambre, Prat replicó que, por el contrario, el ministro había frustrado todos los intentos de conciliación anulando las negociaciones entre la FNTT y los Ministerios de Trabajo y Agricultura. Concluyó afirmando que la huelga iba dirigida solamente a proteger a los trabajadores rurales y a terminar con situaciones como la que existía en Guadix (Granada), donde los trabajadores se habían visto reducidos a comer hierba. José Antonio Trabal Sanz, diputado de la Esquerra por Barcelona, señaló que Salazar Alonso parecía considerar los intereses de la plutocracia y el interés nacional como sinónimos. Cayetano Bolívar, diputado comunista por Málaga, afirmó que la provocación del gobierno estaba cerrando las puertas a la legalidad y empujando a los trabajadores a la revolución. Cuando se refirió al hambre de los trabajadores, un diputado de la mayoría gritó que también ellos tenían hambre y querían comer. Así se terminó el debate[63].

De hecho, Salazar Alonso llevaba bastante tiempo planeando la represión de una posible huelga con el director de la Guardia Civil y con el director general de Seguridad. Por tanto, ni siquiera antes de que la huelga empezase había pensado en la conciliación. Sus medidas fueron rápidas y despiadadas. Liberales e izquierdistas fueron detenidos en los distritos rurales sin hacer distinciones. Incluso cuatro diputados socialistas, junto con numerosos maestros y abogados, fueron detenidos en flagrante violación de los artículos 55 y 56 de la Constitución. Cargaron en camiones a millares de campesinos a punta de fusil y los deportaron a cientos de kilómetros de sus casas, abandonándolos para que volviesen por sus propios medios. Los centros obreros fueron clausurados y muchos concejales y alcaldes, especialmente en Cáceres y Badajoz, fueron sustituidos por delegados del gobierno. El gobierno afirmó que no se había obedecido la convocatoria a la huelga. El número de detenciones y el mantenimiento de la censura durante varias semanas sugieren lo contrario. De hecho, la huelga parece haber sido casi completa en Jaén, Granada, Ciudad Real, Badajoz y Cáceres, y bastante importante en el resto del sur. Sin embargo, los huelguistas no pudieron impedir que los propietarios trajesen mano de obra de fuera, de Portugal, Galicia y otras provincias, con la protección de la Guardia Civil. Se recurrió al ejército para utilizar las máquinas trilladoras, y la cosecha se recogió sin interrupciones serias. Aunque pronto se puso en libertad a la mayoría de los trabajadores detenidos, los tribunales de emergencia sentenciaron a los líderes obreros prominentes a cuatro o más años de prisión. No se volvieron a abrir las Casas del Pueblo y la FNTT quedó realmente paralizada hasta 1936[64]. En una batalla desigual, la FNTT había sufrido una terrible derrota.

Efectivamente, Salazar Alonso había conseguido retrasar el reloj a los años veinte. Ya no había sindicatos rurales, legislación social ni autoridades municipales que desafiasen la dominación de los caciques. La CEDA no podía estar más satisfecha de esta última demostración práctica de las ventajas del legalismo. Hablando en Badajoz, Gil Robles dijo: «Mientras los radicales desarrollen el programa de la CEDA, ésta no tiene por que cambiar de actitud. ¿Qué más podemos pedir nosotros?». Dos días después, el 2 de junio, dijo que el gobierno había comprendido perfectamente la política de la CEDA. No podía haber otra razón para la actitud beligerante de Salazar Alonso que las presiones de la CEDA y sus propias predilecciones autoritarias, puesto que, evidentemente, la huelga no había sido un intento revolucionario de hacerse con el poder. Si se hubiera planeado como tal, en lugar de limitarse a objetivos materiales, hubiera sido más ambiciosa y hubiera contado con el apoyo de los trabajadores industriales de la UGT. Eligiendo considerar la huelga revolucionaria, Salazar Alonso pudo continuar su ataque a los ayuntamientos socialistas: al finalizar el conflicto había cesado a 193[65]. Con su acción decidida y agresiva, el ministro del Interior había infligido un golpe terrible al sindicato más numeroso de la UGT. Había hecho frente a las amenazas revolucionarias de Largo Caballero y, por tanto, había alterado significativamente el equilibrio de poderes a favor de la derecha.

De hecho, las derrotas sufridas, tanto en la huelga de artes gráficas como en la de campesinos, plantearon a los socialistas un grave dilema. La postura beligerante del ministro y el apoyo entusiasta que recibía de Gil Robles confirmaban a la izquierda su convicción de que los radicales estaban realizando las ambiciones autoritarias de la CEDA. Era la misma convicción que había alimentado en gran medida las amenazas revolucionarias de finales de 1933 y principios de 1934. De hecho, cuando para la primavera se vio claramente que esas amenazas, lejos de inhibir a la CEDA y precipitar nuevas elecciones, estaban justificando simplemente el giro a la derecha del gobierno, el ardor revolucionario de Prieto, e incluso el de Largo Caballero, empezaron a enfriarse. El único paso significativo que había dado la izquierda socialista en la dirección de una estrategia revolucionaria había sido el de adoptar la noción de Alianza Obrera. La Alianza había sido una creación de Joaquín Maurín, líder del semitrotskista Bloc Obrer i Camperol. Frustrado en sus intentos de infiltrarse en la CNT y convertirla en una vanguardia bolchevique[66], Maurín había empezado a abogar por la Alianza Obrera a lo largo de 1933 como la única respuesta válida de la clase obrera a los grandes avances de la derecha autoritaria en España y en otros países. Tras la derrota electoral de noviembre, los socialistas empezaron a mostrar un interés lógico en la noción.

Sin embargo, desde el principio parecía que los socialistas veían la Alianza Obrera como un posible medio de dominar el movimiento obrero en las zonas donde el PSOE y la UGT eran relativamente débiles. Más que un instrumento de base para la unidad de la clase obrera, los socialistas veían la Alianza Obrera como un comité de coordinación de las organizaciones existentes[67]. En Madrid, la Alianza estaba dominada por los socialistas que imponían su propia política. A lo largo de la primavera y a principios del verano de 1934 bloquearon todas las iniciativas revolucionarias propuestas por el representante de la Izquierda Comunista, Manuel Fernández Grandizo, sobre la base de que la UGT tenía que evitar las acciones parciales y reservarse para la lucha final contra el fascismo. Los debates sobre la huelga de los campesinos lo iban a poner aún más de manifiesto. Una vez que Salazar Alonso había dejado claro que no habría conciliación y que su objetivo era romper la FNTT, la única posibilidad de éxito para ésta era una acción masiva de solidaridad de los trabajadores industriales. Si tal acción hubiera tenido lugar, o hubiese derribado al gobierno o hubiese provocado una confrontación sangrienta entre los sindicatos y las fuerzas de orden. Sin embargo, no declarar la solidaridad industrial iba a ser condenar a los campesinos a la derrota. Enfrentado a la cruda realidad de llevar a la práctica sus amenazas, Largo Caballero se negó a tomar una iniciativa tan peligrosa. Asqueado por una política que sólo podía fortalecer a la derecha, el representante de la izquierda comunista se retiró ostentosamente de la Alianza de Madrid[68].

Las razones de la precaución de Largo Caballero quedaron claras cuando el comité nacional de la UGT se reunió el 31 de julio para realizar una investigación del fracaso de la huelga de campesinos. Ramón Ramírez, el representante de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza, el pequeño sindicato de maestros y profesores de instituto, atacó a la ejecutiva de la UGT por no acudir en ayuda de los campesinos, acusando virtualmente a Largo Caballero de ser un reformista. Largo señaló que había advertido a Ricardo Zabalza, el secretario general de la FNTT, antes de la huelga de que no se emprendería ninguna acción de solidaridad. Zabalza replicó que sus militantes no le habían dado otra alternativa que seguir adelante con la huelga. Cuando la huelga comenzó y se encontró con dificultades, importaba poco que la UGT hubiera predicho su derrota. Una vez que Salazar Alonso había forzado la confrontación, la UGT tenía que elegir entre asistir al desmembramiento de su sección más importante o arriesgarse a una prueba de fuerza con el gobierno y la derecha. El dilema era terrible. Cuando se planteó, prevalecieron los antecedentes reformistas de Largo Caballero. No estaba dispuesto, dijo, a ver una repetición de la derrota de 1917. Atacó el extremismo frívolo de Ramón Ramírez y, con palabras aplicables a su propia conducta de hacía cuatro meses, declaró que el movimiento socialista debía abandonar su peligroso revolucionarismo verbal. Cuando Ramírez leyó a los asistentes algunos textos de Lenin, Largo replicó que la UGT no iba a actuar en cada ocasión según Lenin o cualquier otro teórico. Con un realismo incontrovertible, el secretario de la UGT le recordó a su joven camarada que la España de 1934 no era la Rusia de 1917. No había un proletariado armado; la burguesía era fuerte. En tales circunstancias, Lenin no recomendaría aventuras revolucionarias. Otras intervenciones en la reunión revelaron la fuerza del pragmatismo reformista dentro de la UGT. La única sección del movimiento socialista que mantuvo el torrente de su ruidosa retórica revolucionaria fue la Juventud Socialista. Aunque los elementos más jóvenes reconocían en Largo su líder espiritual, parece que a él cada vez le molestaba más su extremismo fácil y se quejaba de que «actuaban como les venía en gana, sin consultar a nadie»[69].

A los revolucionarios más genuinos no les sorprendió en absoluto que el tono beligerante con que los socialistas habían acogido su salida del poder no hubiera provocado ningún cambio fundamental en la táctica de la UGT. Largo Caballero había ido a Barcelona en febrero de 1934 para negociar la formación de la Alianza Obrera con la Izquierda Comunista y el Bloc Obrer i Camperol, trotskistas, con los disidentes anarcosindicalistas, los «treintistas» y con varios grupos catalanistas que incluían a la Unió Socialista y a la Unió de Rabassaires. La CNT se negó a unirse basándose en que «toda la campaña socialista por la insurrección es una plataforma demagógica». Los anarquistas desconfiaban del revolucionarismo del PSOE, especialmente tras la falta de solidaridad mostrada durante su levantamiento de diciembre de 1933. Estaban convencidos de que lo único que pretendían los socialistas era provocar nuevas elecciones y volver al gobierno en coalición con los republicanos. Un llamamiento público de la CNT a la UGT, a mediados de febrero, para que probase su sinceridad revolucionaria había quedado sin respuesta. Incluso los partidos que sí se unieron a la Alianza se encontraron en seguida con la atadura del cauteloso dominio de la UGT. Dentro del mes siguiente a la creación de la Alianza, la Unió Socialista de Catalunya la abandonó en protesta por la tutela de Largo Caballero[70].

La Izquierda Comunista consideraba también fraudulento el revolucionarismo de los socialistas y rompería con Trotsky en parte por esa creencia. Les parecía que Largo Caballero solamente estaba haciendo el juego de la revolución para mantener su influencia entre los militantes de base y lo único que pretendía era controlarlos, el pecado clásico del «seguidismo»: la táctica social demócrata de flanquear a la vanguardia verbalmente para neutralizar su militancia[71]. Cuando Manuel Fernández Grandizo se separó temporalmente de la Alianza durante la huelga de campesinos, afirmó ante los demás delegados que la falta de solidaridad de la UGT con la FNTT revelaba «una vez más que la Alianza Obrera no es para los socialistas un organismo de frente único revolucionario, sino algo con que amagar a la burguesía sin llegar a pegarle». La Izquierda Comunista tenía pocos seguidores, pero contaba con un equipo muy competente de teóricos marxistas dirigido por Andrés Nin[72]. Trotsky les recomendaba que siguiesen la táctica del «entrismo», es decir, que se unieran al PSOE con la esperanza de acentuar su línea revolucionaria. Excepto unos cuantos, el resto de la Izquierda Comunista rechazó las recomendaciones de Trotsky porque estaban convencidos de que no se podía terminar con el control reformista de Largo Caballero. En su lugar optaron por una alternativa marxista válida, esperando que la base socialista terminara por advertir cómo habían sido traicionados y se apartasen de Largo Caballero[73].

Sin embargo, los trotskistas sí estaban suficientemente de acuerdo con Trotsky como para seguir convencidos de la necesidad de un frente unido contra el fascismo. En consecuencia, continuaron en la Alianza Obrera como el único instrumento potencialmente revolucionario que había en España. En Madrid, la Alianza nunca pudo superar la irresolución de la UGT, y en Barcelona se encontró con el obstáculo casi insuperable de la falta de disciplina de la CNT. La zona donde la Alianza fue un éxito, uniendo la disciplina y el apoyo de las masas, fue Asturias. Había muchas razones para ello. La CNT asturiana tenía una larga tradición de apoyo a las iniciativas para la unidad de la clase obrera. Los líderes locales de la CNT, Eleuterio Quintanilla y José María Martínez, veían con simpatía las propuestas de los socialistas. El alto nivel de madurez del proletariado asturiano conseguido en las grandes huelgas mineras aseguraba un amplio apoyo de la base a la unidad. Los mineros, tal vez más que los campesinos, se dieron cuenta de la forma violenta en que el capitalismo en crisis podía reaccionar ante la amenaza del reformismo. Tenían pocas dudas de que existía un peligro fascista. El periódico del SMA, Avance, dirigido por Javier Bueno, lo reiteraba día tras día. Con la vida sometida a condiciones brutales y con un riesgo constante de muerte violenta, los mineros no tenían miedo a luchar para defender lo que habían ganado a lo largo de años de luchas graduales. La Alianza Obrera asturiana quedó formada definitivamente el 28 de marzo de 1934 con la participación de los socialistas, los anarquistas, la Izquierda Comunista y el BOC, sólo los comunistas quedaron fuera. La Alianza mantuvo una fuerte disciplina, evitando las huelgas esporádicas para conservar su fuerza para el esperado asalto fascista[74].

Fascista o no, la fuerza de Gil Robles parecía crecer durante el verano de 1934. Después de haber derrotado a los campesinos, el gobierno ya se sintió lo suficientemente seguro como para extender su ofensiva a otro frente. La nueva zona de operaciones iba a ser Cataluña, la región de España donde, a causa del estatuto de autonomía, el ataque a las conquistas de la República había sido menos efectivo. Durante el verano se provocó una crisis a causa de la agricultura catalana, que se desarrollaba de tal forma que parecía que el último bastión republicano iba a ser atacado ahora. La Generalitat de Cataluña, en manos de la Esquerra republicana, había aprobado la ley de contratos de cultivo, una medida progresista que daba a los arrendatarios cierta seguridad en la posesión y el derecho a comprar las tierras que hubieran trabajado durante dieciocho años. Los terratenientes que arrendaban las parcelas se opusieron implacablemente. El partido conservador catalán, la Lliga, que representaba a los terratenientes catalanes y a los industriales, protestó al gobierno central con el apoyo entusiasta de la CEDA. Como consecuencia, se plantearon una serie de problemas constitucionales complejos sobre la competencia del gobierno central para intervenir en Cataluña. El gobierno, bajo la presión de la CEDA, pasó la cuestión al Tribunal de Garantías Constitucionales, cuyos miembros eran predominantemente de derechas[75].

La izquierda se sintió ultrajada cuando el Tribunal falló a favor de la Lliga y en contra de la Generalitat. En junio, Azaña dijo en el Parlamento que «así como hoy Cataluña es el último bastión que le queda a la República, el poder autónomo de Cataluña es el último poder republicano que queda en pie en España». La Generalitat respondió al reto aprobando de nuevo la ley a mediados de junio, algo que Azaña consideraba su «obligación republicana». El jefe del gobierno, Samper, se inclinaba por la negociación, pero la CEDA presionaba por una línea dura. Gil Robles se oponía incluso a que el asunto se discutiese en las Cortes. Cuando se discutió, pronunció dos discursos pidiendo la aplicación rigurosa de la ley contra la «rebeldía separatista» de la Generalitat. Como Samper vacilaba, el apoyo de Gil Robles al gobierno comenzó a debilitarse. A lo largo de la crisis, El Debate pedía que el gobierno obligara a los catalanes a someterse. Esta actitud reflejaba el centralismo tradicional de la derecha castellana, aunque derivaba también del hecho de que los terratenientes de la CEDA acusaban cualquier amenaza a sus privilegios[76].

Esto se demostró claramente el 8 de septiembre, cuando la federación de terratenientes catalanes, el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro, organizó una asamblea en Madrid. De mala gana, los socialistas convocaron una huelga general[77]. El Bloque Patronal, que acababa de anunciar su decisión de someter a los sindicatos, publicó instrucciones detalladas para la utilización de esquiroles y sobre las represalias que se tomarían contra los huelguistas. A la asamblea acudieron representantes de todos los grupos de presión importantes de la oligarquía rural: la Asociación General de Ganaderos, la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas, la Asociación de Olivareros, la Confederación Española Patronal Agrícola y muchas organizaciones regionales. La policía preparó la reunión cerrando la Casa del Pueblo y las oficinas de la UGT y arrestando a gran número de socialistas y a otros izquierdistas. La asamblea no se distinguía en nada de las celebradas por los terratenientes de la CEDA. Sus objetivos —la limitación de los derechos de los sindicatos, el fortalecimiento de las fuerzas de autoridad y, más específicamente, el aplastamiento de la «rebelión» de la Generalitat— eran los de la CEDA. Gil Robles intervino; el tono de la asamblea podía medirse por las frecuentes ovaciones a los líderes monárquicos agresivos, como Calvo Sotelo y Goicoechea, así como al carlista catalán Joaquín Bau[78].

La asamblea de propietarios catalanes formaba parte de una campaña orquestada por Gil Robles para mostrar al presidente la insatisfacción de la derecha con el gobierno de Samper y su reticencia a adoptar métodos más duros. Ya, a mediados de agosto, Gil Robles había decidido aclarar a Samper que su gobierno no era del agrado de la CEDA. El 5 de septiembre previno a Samper y a Salazar Alonso de que iba a anunciar públicamente su descontento con la forma poco satisfactoria con que el gobierno enfocaba el orden público en una concentración de la JAP que tendría lugar el día 9. Durante todo el verano sus propósitos eran del dominio público. El 21 de agosto, El Socialista había informado de que Gil Robles intentaba retirar su apoyo a Samper y solicitar su participación en el gobierno. El lugar para la concentración de la JAP iba a ser Covadonga, el punto donde comenzó la reconquista, una elección con un carácter simbólico claramente beligerante. La concentración se parecía bastante a la de El Escorial en la organización y tenía una finalidad similar: la de hacer una demostración de fuerza durante una crisis de gobierno.

La Alianza Obrera de Asturias vio en la concentración una provocación fascista por la que la CEDA iba a forzar su acceso al poder. Se convocó una huelga general, se bloquearon las carreteras de acceso a la provincia y se sabotearon las líneas de ferrocarril. Salazar Alonso organizó dos trenes con personal naval y Guardia Civil de escolta[79]. Así, la concentración se celebró, aunque en una escala reducida. El líder local de la CEDA, José María Fernández Ladreda, anunció amenazadoramente que «las masas de Acción Popular, pese a quien pese, conquistarán el poder para preparar la redención de España». Gil Robles también habló en términos belicosos de la necesidad de hacer frente a la «rebeldía separatista» de los catalanes y de los nacionalistas vascos, con quienes también había conflictos a causa de la torpeza del gobierno. El jefe supremo de la JAP llegó a alcanzar un éxtasis de retórica patriótica y pidió que se exaltase el sentimiento nacionalista «con locura, con paroxismo, con lo que sea; prefiero un pueblo de locos a un pueblo de miserables». A continuación dijo que la CEDA iba avanzando hacia el poder a pasos de gigante[80].

En lo que estaba sucediendo había no poco de provocación a la izquierda. Gil Robles sabía que la izquierda le consideraba fascista. También sabía que intentaba evitar su acceso al poder, porque para ella era sinónimo del establecimiento del fascismo. Tenía confianza en que la izquierda no se encontraba en condiciones de triunfar en un intento revolucionario. La actividad constante de la policía había mostrado que los preparativos para un levantamiento eran de lo más irregular. Las compras de armas de la izquierda habían sido pocas y las autoridades parecían estar bien informadas de ellas. La adquisición más famosa, hecha por Prieto y transportada en el barco «Turquesa», había caído en parte en manos de la policía. El resto no tenía importancia. Las excursiones dominicales de los jóvenes socialistas para hacer prácticas militares, provistos de más entusiasmo que de armas, no asustaban a nadie. Además, Salazar Alonso no tuvo prácticamente ninguna dificultad para prohibir estas actividades[81]. Sin embargo, la izquierda intentaba impedir que la CEDA accediese al poder. Gil Robles deseaba entrar en el gobierno en cualquier caso, a pesar de que el hecho tendría serias consecuencias. «Más pronto o más tarde habíamos de enfrentarnos con un golpe revolucionario —escribió más tarde—; siempre sería preferible hacerle frente desde el poder, antes de que el adversario se hallara más preparado». Lerroux también conocía este razonamiento, puesto que Salazar Alonso lo había estado pregonando de la forma más descarada durante bastante tiempo. Si la entrada de la CEDA en el gobierno era el pretexto necesario para provocar un intento revolucionario de la izquierda y para justificar un golpe definitivo contra ésta, había que invitar a la CEDA a que entrase en el gobierno. «El problema —dijo Salazar Alonso— era nada menos que iniciar la ofensiva contrarrevolucionaria y proseguir una obra de gobierno decidida, continuada, para acabar con el mal»[82].

Gil Robles llegó a admitir incluso en aquellos momentos que compartía estas provocativas intenciones. Sabía que la izquierda intentaba reaccionar violentamente a lo que veía como un intento de establecer un régimen semejante al de Dollfus. Sabía también que sus posibilidades de éxito eran remotas. En diciembre, hablando en las oficinas de Acción Popular, dijo: «Yo tenía la seguridad de que la llegada nuestra al poder desencadenaría inmediatamente un movimiento revolucionario…, y en aquellos momentos en que veía la sangre que se iba a derramar me hice esta pregunta: Yo puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si no entro en el gobierno. ¡Ah!, ¿pero entrando estalla la revolución? Pues que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos ahogue/ Esto fue lo que hizo Acción Popular: precipitar el movimiento, salir al paso de él; imponer desde el gobierno el aplastamiento implacable de la revolución»[83]. La reunión de Covadonga sugiere que la CEDA estaba ya preparada para saltar.

El momento era el más propicio. Según una fuente informada, «los contactos previos informales con altos elementos militares parecían cubrir cualquier posibilidad de victoria revolucionaria; sin pactos expresos, la CEDA creía poder contar con el ejército como cobertura in extremis…, era conveniente para la derecha que la izquierda acabase de aniquilarse en una algarada otoñal»[84]. Durante el mes de septiembre había un ambiente tremendo de crisis. En la izquierda, muchos, y no sólo los socialistas, creían que había que hacer algo para detener la erosión de la República. El 30 de septiembre, Martínez Barrio cerraba el congreso de la Unión Republicana, el partido que él había formado con los elementos liberales de los radicales, con un discurso sobre «esta República desfigurada que va camino a ser una república envilecida», «todavía en España, de derecho, el régimen es un régimen republicano; pero de hecho, si lo vamos a juzgar por la fisonomía política y administrativa de los pueblos de España, ya no es un régimen republicano: es un régimen monárquico y dictatorial». La izquierda esperaba que la crisis se resolviera convocando elecciones, y los socialistas empezaron a subir el tono de su retórica revolucionaria como parte de su intento de convencer a Alcalá Zamora de los peligros de dejar entrar a la CEDA en el gobierno[85].

El 26 de septiembre la CEDA abrió la crisis anunciando que ya no podía apoyar a un gobierno de la minoría. En vista de la debilidad del actual gobierno respecto a los problemas sociales, decía su comunicado, e independientemente de las consecuencias, tenía que formarse un gobierno fuerte con participación de la CEDA. La dimisión de Samper se precipitó, como estaba previsto, el 1 de octubre. Samper anunció a las Cortes que estaba próxima una solución del problema catalán. Gil Robles respondió con un ataque a la falta de decisión del gobierno, pidiendo que fuera sustituido por otro que reflejase la composición numérica de la cámara. La petición iba apoyada por una amenaza que no dejaba lugar a dudas: «Nosotros tenemos conciencia de nuestra fuerza, aquí y fuera de aquí». Alcalá Zamora celebró las consultas normales para la resolución de la crisis. Los republicanos moderados, como Martínez Barrio y Sánchez Román, le aconsejaron que no permitiese la entrada de la CEDA en el gobierno. Los socialistas consultados, Julián Besteiro y Fernando de los Ríos, abogaron por la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones. Era una decisión difícil. La CEDA era el partido más numeroso de las Cortes, pero, como señaló Besteiro, su programa estaba en franca oposición tanto con el espíritu como con la letra de la Constitución. La decisión de Gil Robles de establecer un Estado corporativo convertía la inclusión de su partido en el gobierno en una amenaza al régimen. Se le dijo a Alcalá Zamora que a causa del poder de presión electoral de la derecha, la fuerza numérica de la CEDA en las Cortes era una exageración considerable de la expresión numérica de su apoyo popular. En consecuencia, había razones para la disolución y la convocatoria de elecciones. Sin embargo, el presidente decidió encargar a Lerroux de la tarea de formar un gobierno con participación de la CEDA, esperando que ésta se limitaría a un ministro. Gil Robles insistió en que fueran tres, a pesar de los esfuerzos para persuadirle de lo provocativo de su actitud, afirmando que la dignidad de su partido y la necesidad de contrarrestar la «debilidad congénita» de los radicales le obligaban a fijar en tres el número mínimo aceptable[86].

La provocación no terminaba ahí. El nuevo gobierno se anunció el 4 de octubre y contenía tres cedistas: José Anguera de Sojo (Trabajo), Rafael Aizpún (Justicia) y Manuel Giménez Fernández (Agricultura). Anguera de Sojo era una elección deliberadamente provocadora[87]. Por una parte, había sido el fiscal responsable de numerosas multas y del secuestro de 100 números de El Socialista. Al mismo tiempo, como uno de los miembros más extremistas del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro, era enemigo acérrimo de la Esquerra, el partido republicano que gobernaba en la Generalitat. La elección fue ofensiva a conciencia, puesto que la Esquerra mandó una delegación a ver a Alcalá Zamora y pedirle su exclusión. Gil Robles se negó totalmente a las sugerencias del presidente. Aizpún, diputado de la CEDA por Pamplona, era cualquier cosa menos republicano convencido y no ocultaba sus fuertes convicciones tradicionalistas. Giménez Fernández resultó ser uno de los cedistas más moderados; sin embargo, esto no se sabía entonces y no servía para mitigar la inquietud de la izquierda ante la perspectiva de un ministro de Agricultura de la CEDA. La política dura propiciada por los terratenientes seguidores de la CEDA era de sobra conocida y se pensaba que un ministro de la CEDA sólo podía intensificar la terrible represión que había seguido a la huelga de la recolección. Además, se suponía inevitablemente que Giménez Fernández, como diputado por Badajoz, sería un fiel representante de los agresivos terratenientes de aquella provincia, lo mismo que lo había sido Salazar Alonso. Las suposiciones sobre este ministro eran erróneas; las referentes a los terratenientes de Badajoz, ciertas. A causa de su política, relativamente liberal, no fue aceptado como candidato por Badajoz en las elecciones de 1936 y se vio obligado a presentarse por Segovia.

A la luz de la política seguida por la CEDA cuando no estaba en el gobierno, los socialistas estaban convencidos de que el nuevo gabinete iba a consolidar la tendencia hacia un gobierno autoritario y reaccionario. El 1 de agosto, el comité nacional de la UGT había publicado una denuncia detallada de la situación política desde que los radicales estaban en el poder. Señalaba que de los trescientos quince días de gobierno radical, durante doscientos veintidós el país había estado sometido al estado de alarma oficial, lo que significaba la suspensión de las garantías constitucionales. De los noventa y tres restantes en los que había habido normalidad constitucional, sesenta habían sido durante el período electoral de finales de 1933. La censura de prensa, las multas y los secuestros de periódicos, las limitaciones de los derechos de reunión y asociación, la declaración de ilegalidad de casi todas las huelgas, la protección para las actividades fascistas y monárquicas, la reducción de los salarios y la destitución de los socialistas libremente elegidos para los ayuntamientos suponían, para la UGT, el establecimiento de «un régimen de terror blanco». Sin embargo, Gil Robles había denunciado la debilidad de esta política e intentaba claramente imponer una más represiva. A finales de septiembre, mientras quedaban ligeras esperanzas de persuadir al presidente de que solucionase la crisis convocando elecciones, la prensa socialista recurrió a las amenazas desesperadas. Hablando como si la revolución estuviese perfectamente preparada, El Socialista anunciaba que sólo quedaban por atar los últimos cabos para movilizar al ejército de los trabajadores. «El mes que viene —exclamaba— podría ser nuestro octubre». Es inconcebible que Zugazagoitia, director del periódico del PSOE, no supiera que el movimiento socialista no estaba, ni mucho menos, preparado para una confrontación revolucionaria con el Estado. Si la línea de su periódico no era de una irresponsabilidad insensata, y Julián Zugazagoitia, fiel seguidor de Prieto, no era ningún extremista, la amenaza sólo puede interpretarse como la quema del último cartucho dirigiéndose al presidente[88].

Tres días antes de que se anunciase el nuevo gobierno, De los Ríos hizo la última llamada en favor de un cambio de dirección en la política republicana. Señalaba que en unos momentos en que un número creciente de trabajadores y de elementos de la clase media se volvían hacia el movimiento socialista, la persecución de sus organizaciones, la detención de sus miembros, la clausura de sus sociedades y la destitución de sus alcaldes y concejales formaban parte de una estrategia deliberada para forzarlo a la ilegalidad. Alegando que la entrada de la CEDA en el gobierno desembocaría en una política que había sido la finalidad de la República evitar, pedía al presidente que llamase a los socialistas al gobierno como preludio de nuevas elecciones[89]. Difícilmente estos objetivos eran revolucionarios. Lejos de dedicarse a los preparativos finales para la conquista del poder, el comité revolucionario de Largo Caballero pasó los tres días siguientes esperando «con ansiedad» la noticia de la composición del gobierno en el apartamento de Prieto. El propio Largo estaba convencido de que Alcalá Zamora nunca entregaría el poder a la CEDA. A las once de la mañana del 3 de octubre llegaron dos periodistas socialistas, Carlos de Baraibar y José María Aguirre, con la noticia de que se había formado un gobierno con participación de la CEDA. Aunque la noticia no era todavía oficial, varios miembros del comité revolucionario declararon que había llegado la hora de empezar el movimiento. Sin embargo, Largo declaró tajantemente que no lo creería hasta que no lo viese en la Gaceta. Sólo la llegada, poco después, de varios soldados anunciando que el nuevo gobierno había proclamado ya la ley marcial le convenció. Incluso entonces, parece que los socialistas se prepararon para la acción de mala gana. Sin embargo, pensaban que no tenían otra alternativa. «La suerte estaba echada», escribió Largo Caballero[90].

La respuesta de todas las fuerzas republicanas de España, con la lógica excepción de los radicales, al nuevo gobierno fue unánime. Todos declararon que la entrada de la CEDA en el gobierno era un asalto directo a la esencia de la República. Los socialistas no estaban solos en sus apreciaciones sobre la CEDA. La izquierda republicana de Azaña declaró: «El hecho monstruoso de entregar el gobierno de la República a sus enemigos es una traición», y rompió con las instituciones del régimen. Una nota similar de la Unión Republicana de Martínez Barrio se refería a la falsificación de la República. Una de las notas más significativas provenía del Partido Republicano Conservador de Miguel Maura, que era cualquier cosa menos izquierdista y que había formado coaliciones electorales con la CEDA en las elecciones de 1933. En su nota se afirmaba que la política «de entrega de la República a sus enemigos declarados y encubiertos estaba engendrando la guerra civil». La hostilidad pública de la CEDA a los postulados esenciales con que el régimen estaba comprometido provocó que Maura declarase su «incompatibilidad con esta República desfigurada». Es imposible exagerar la importancia de este momento. Aunque las diferencias políticas iban a intensificarse entre octubre de 1934 y el estallido de la guerra civil, la polarización básica de fuerzas que existía en aquellos momentos no iba a sufrir cambios sustanciales. Los partidos que se opusieron a la entrada en el gobierno de la CEDA iban a ser los que resistiesen el levantamiento militar de 1936, y viceversa[91]. La división en 1934, cómo lo sería en 1936, era entre los que deseaban que la República reformase las estructuras socio-económicas represivas del régimen anterior y los que defendían esas estructuras.

La decisión de defender el concepto de la República desarrollado entre 1931 y 1933 era la fuerza motriz de los acontecimientos de octubre de 1934. Los resultados inmediatos de la entrada de la CEDA en el gobierno fueron la existencia durante diez horas de una república catalana independiente, una huelga general deshilvanada en Madrid y / el establecimiento de una comuna de trabajadores en Asturias. Con la excepción de la revuelta de Asturias, que se mantuvo durante dos semanas de lucha feroz y que debió su «éxito» al terreno montañoso y a la destreza especial de los mineros, la tónica del octubre español fue su falta de entusiasmo. Ningún acontecimiento de ese mes, incluyendo los de Asturias, sugiere que la izquierda hubiese preparado un levantamiento general bien planeado[92], Las precauciones de los delegados de la UGT habían impedido, en la mayor parte de España, que las bases ideales de los consejos revolucionarios locales de trabajadores se convirtieran en soviets potenciales.

Una vez que comenzaron los acontecimientos de octubre, los socialistas rechazaron la participación de grupos trotskistas y anarquistas que les ofrecieron ayuda para dar un golpe revolucionario en Madrid. Las pocas armas que tenían no se distribuyeron. En Madrid, el 4 de octubre, la UGT comunicó al gobierno con veinticuatro horas de antelación que estaba prevista una huelga general pacífica, posiblemente para dar tiempo al presidente para que cambiase de opinión. Tal y como ocurrieron las cosas, este gesto de compromiso dio al gobierno la oportunidad de detener a los dirigentes obreros y tomar precauciones contra las posibles insubordinaciones en la policía y el ejército. Los socialistas que no fueron detenidos, o se ocultaron, como Largo Caballero, o huyeron al exilio, como Prieto. Las masas fueron abandonadas, malgastando su entusiasmo mientras esperaban en las esquinas que les llegasen instrucciones[93].

En Asturias, las cosas fueron diferentes. Sin embargo, incluso en Asturias, es significativo que el movimiento revolucionario no empezase en Oviedo, bastión de la burocracia del partido, sino que fuese impuesto desde las zonas periféricas de Mieres, Sama de Langreo y Pola de Lena. Durante toda la insurrección, el presidente del SMA, Amador Fernández, estuvo en Madrid, y el 14 de octubre, sin que la base se enterara, trató de negociar una rendición pacífica[94]. Los críticos de izquierdas del PSOE han señalado que la revolución fue más fuerte donde la burocracia del partido era más débil: así, en el País Vasco, por ejemplo, los trabajadores se hicieron con el poder en los pueblos, como Eibar y Mondragón, mientras que Bilbao estuvo relativamente tranquilo[95]. No hay duda de que fue la militancia espontánea de la base la que impulsó a los líderes locales del PSOE a llevar adelante el movimiento revolucionario. Sabían que sin la solidaridad de resto de España estaban condenados a la derrota, pero, al contrario que la dirección de Madrid, se mantuvieron con sus seguidores. Teodomiro Menéndez, lugarteniente de Prieto, se opuso al movimiento, que consideraba suicida, pero se quedó en Oviedo, siendo capturado y torturado horriblemente por las fuerzas del gobierno. Los mineros lucharon sobre todo con dinamita, puesto que tenían poca munición para las armas que habían capturado. En unos pocos días organizaron el transporte, los hospitales, la distribución de alimentos e incluso los teléfonos. Sometidos a ataques de artillería pesada y bombardeos aéreos, lucharon con un valor indomable, pensando que era mejor morir por el ideal de la república de trabajadores que en el fondo de una mina[96]. Cuando convergieron hacia Oviedo cuatro columnas militares, el comité revolucionario decidió que el movimiento había sido derrotado y huyó. Sin embargo, los mineros decidieron continuar la lucha. Sabiendo que no quedaban esperanzas, el comité local de Mieres, bajo la dirección de Manuel Grossi, del BOC, y el comité de Sama, bajo la de Belarmino Tomás, del SMA, permanecieron con sus hombres en la esperanza de negociar una rendición más favorable[97].

La derrota de la comuna asturiana era inevitable desde que se supo que Madrid y Barcelona no se habían levantado. De hecho, en Cataluña, muchos comités de la Alianza Obrera local se apoderaron de sus pueblos y esperaron instrucciones de Barcelona que nunca llegaron[98]. La iniciativa en Cataluña quedó en manos de los políticos burgueses de la Esquerra. Los anarquistas apenas tomaron parte en la revuelta. Por una parte, la CNT se oponía a la Alianza Obrera; por otra, los anarquistas guardaban un profundo resentimiento por la política represiva que había seguido la Generalitat contra ellos en los meses previos. Ésta había sido obra del consejero de orden público de la Generalitat, Josep Dencás, líder del semifascista y ultranacionalista Estat Català. Puesto que el presidente catalán, Llurs Companys, contaba con 3500 guardias de asalto y otros tantos escamots armados, la milicia del Estat Catala, la Alianza Obrera catalana decidió que la iniciativa correspondía a la Generalitat. En consecuencia, Companys declaró la independencia catalana el 6 de octubre en un gesto heroico que daba respuesta a las demandas populares de acción contra el gobierno central y que a la vez impediría la revolución. Joan Lluhí, miembro del gobierno catalán, informó a Azaña de que la Generalitat pretendía utilizar su declaración como una contrapartida para negociar su disputa agraria con Madrid[99]. Como se suponía, siguió una rendición rápida. Aunque la Generalitat tenía muchos más hombres armados que los 500 que reunía la guarnición del ejército de Barcelona, Dencás se negó a movilizarlos. Puesto que la clase obrera tampoco tenía armas, el ejército pudo transportar la artillería a lo largo de calles estrechas y la Generalitat se rindió en las primeras horas del día 7[100].

La falta de decisión mostrada por los líderes de la izquierda contrasta notablemente con la conducta de Gil Robles. Desde luego, su política hizo poco, lo mismo durante la revuelta de octubre como después, para borrar las sospechas de provocación deliberada. Si los socialistas buscaban un compromiso el 5 de octubre, no encontraron espíritu de conciliación en el nuevo gobierno radical-cedista, sino más bien la misma decisión de aplastar su movimiento, que era el tema favorito de la propaganda de la CEDA. Gil Robles comunicó a Lerroux que el jefe del Estado Mayor, general Masquelet, conocido republicano, no le inspiraba confianza. Ante su insistencia, la represión del levantamiento de Asturias fue encomendada a los generales Franco y Goded, los dos hostiles a la República. Con la aprobación de la CEDA, Franco insistió en utilizar tropas africanas. Es difícil exagerar el significado de esto. Los valores nacionales que la derecha afirmaba defender descansaban en el símbolo central de la reconquista de España a los moros. Ahora se embarcaba a los mercenarios moros hacia Asturias, la única zona de la península que nunca había estado dominada por la media luna, para luchar contra los trabajadores españoles[101].

La CEDA insistió en que se aplicase a los rebeldes la política más severa. El 9 de octubre, Gil Robles se levantó en las Cortes para manifestar su apoyo al gobierno y para sugerir que se cerrase el Parlamento hasta que hubiera terminado la represión. De esta forma, la aniquilación de la revolución, que fue particularmente salvaje, tuvo lugar en silencio. No se pudo plantear ninguna cuestión en el Parlamento y la censura de prensa fue total, aunque la prensa de derechas venía llena de historias horribles de la barbarie roja, que nunca fueron demostradas. Más interesantes que las acciones militares fueron para la CEDA las redadas de dirigentes obreros en toda España. Las prisiones se llenaron en zonas donde no había habido movimiento revolucionario, pero donde los terratenientes habían tenido problemas con los braceros. Las Casas del Pueblo fueron cerradas en ciudades y pueblos de todo el país. Los ayuntamientos socialistas fueron eliminados. La prensa socialista, prohibida. En la misma sesión de 9 de octubre la CEDA votó un aumento de fuerzas de orden y el restablecimiento de la pena de muerte[102].

Los apologistas de Gil Robles han afirmado que el hecho de no haberse adueñado del poder tras el éxito de la represión muestra su respeto básico por el sistema parlamentario[103]. Los socialistas, por su parte, sostienen que el éxito relativo del levantamiento de Asturias no le dio oportunidad. Cuatro columnas del ejército con artillería y apoyo aéreo fueron detenidas por mineros mal armados y derrotadas por ellos en dos ocasiones. Las dificultades para pacificar una región no eran buen augurio para un intento de apoderarse de todo el país. El ministro de la Guerra admitió que si hubiera habido levantamientos en otras partes, el ejército no hubiera podido hacerles frente. El ejército se había mostrado suficientemente republicano en espíritu como para que fueran precisos los mercenarios de África. Hay noticias de que al menos un oficial dio orden a sus hombres de que no dispararan contra sus hermanos proletarios[104]. El 1934 había sido un año en que las direcciones del PSOE y de la CEDA habían entablado una guerra de maniobras. Gil Robles había tenido una posición más fuerte y la había explotado con habilidad y paciencia. Por su relativa debilidad, los socialistas se vieron obligados a recurrir a amenazas de revolución, e incluso esto lo hicieron mal. Tal y como ocurrieron las cosas, y aunque el hecho no se hizo patente durante la represión de octubre, los socialistas fueron salvados del inexorable avance de la CEDA hacia un Estado autoritario por la militancia de su propia base.