CAPÍTULO III
DEMOCRACIA SOCIAL Y CONFLICTO SOCIAL: EL PSOE
EN EL PODER, 1931-1933
Sin saber el éxito con que la derecha iba a organizar su oposición a la reforma, la dirección socialista vio la llegada de la República con gran optimismo. Dos semanas antes de las elecciones municipales que revelaron al rey que ya no contaba con «el amor de mi pueblo», Largo Caballero habló en un mitin electoral en Madrid y expresó las esperanzas que él y otros muchos tenían en un cambio de régimen. Declarando que, puesto que él era socialista, era también necesariamente republicano, afirmó que sólo el derrocamiento de la monarquía podía remediar el hambre en Andalucía y cambiar una situación en la que el orden social tenía que ser defendido por la Guardia Civil. En una reunión similar en Granada, Fernando de los Ríos dijo que los socialistas iban a ayudar a las clases medias para que realizaran su revolución democrática[1]. Por poco que analizasen la situación, la mayoría de la dirección socialista estaba convencida de que una revolución burguesa clásica era inminente. Aunque hubiera diferencias respecto a la táctica a seguir —Besteiro aconsejaba que se dejase a la burguesía cumplir su tarea, Prieto estaba convencido de que sin la ayuda socialista la burguesía sería demasiado débil para realizarla y Largo Caballero deseaba participar en la esperanza de obtener beneficios para el partido y para la UGT—, todos estaban unidos en la convicción de que el progreso era inevitable. De hecho, la burguesía no iba a asaltar el feudalismo. La clase media comercial se había integrado desde hacía tiempo en la vieja oligarquía terrateniente y la que fue clase feudal dirigente había adoptado formas de explotación capitalista de la tierra y tenía intereses variados en la industria y el comercio. La adopción de formas democráticas fue aceptada por las clases económicamente dominantes de muy mala gana y sólo ante la evidencia de la bancarrota de la monarquía. Que aceptasen el cambio de forma política no significaba que deseasen cambios en la estructura económica y social del país. Si los socialistas se hubieran dado cuenta, tal vez su amargura hubiera sido menor al tomar conciencia de la fuerte oposición que levantaban sus tímidos intentos de reformas.
En consecuencia, la partida del rey el 14 de abril y el establecimiento de un régimen parlamentario constituyeron un cambio mucho menor de lo que pensaban las alegres muchedumbres de las calles y muchos líderes socialistas. Creyendo que se seguiría un período clásico de democracia burguesa antes de que pudiera establecerse el socialismo, la jerarquía del PSOE supuso que la nueva República permitiría la mejora de las condiciones sociales dentro del orden económico existente. De lo que no se dieron cuenta es de que las brutales condiciones de los jornaleros del sur o de los mineros asturianos difícilmente podrían mejorarse con medias tintas. Los grandes propietarios de las minas y los terratenientes, nada acostumbrados a hacer concesiones, considerarían los intentos de reforma como una agresión al equilibrio existente de poder económico y social. Y tenían razón. Así, la visión idílica de los socialistas de una república social-reformista les iba a dejar aprisionados entre una impaciencia popular que clamaba por más reformas y más rápidas y la decidida resistencia al cambio de las clases poseedoras. Las diferentes respuestas cuando advirtieron que darle un sentido social a la República suponía crear en el partido contradicciones dolorosas provocarían una intensificación en las divisiones que habían aparecido en los años veinte.
Por el momento, sin embargo, el PSOE iba a comprometerse públicamente en la defensa y protección de la República. Cuando las muchedumbres comenzaron las celebraciones callejeras, los comités ejecutivos del PSOE y de la UGT hicieron pública una declaración conjunta que terminaba con la promesa de que «si en cualquier instante fuera preciso hacer uso de nuestra fuerza para salvaguardar el régimen que nace, el partido socialista y la UGT han de cumplir con su deber sin vacilación de ninguna clase»[2]. En otro lugar de Madrid, las juventudes socialistas se cogían del brazo alrededor del Palacio Real para contener a las masas y evitar los incidentes desagradables. También evitaron la quema de la casa del general Mola[3].
Esto simboliza el papel que los socialistas adoptarían en los primeros años de la República, el de contener el entusiasmo de sus seguidores para dar al régimen una imagen aceptable a las clases medias. El primer ministro, Niceto Alcalá Zamora, republicano conservador, lo resaltaba agradecido en un artículo escrito seis semanas después de la proclamación de la República, viendo en el movimiento socialista «un muro de contención frente al asalto y fortaleza tranquilizadora en el nuevo régimen republicano»[4].
Que los socialistas hiciesen sacrificios por un régimen que no era el suyo parecía natural en el ambiente de euforia de la primavera y verano de 1931. Pero el grado en que las masas, políticamente poco preparadas, especialmente en el sur rural, asociaban el advenimiento de la República con la emancipación proletaria iba a ser pronto causa de lamentaciones para algunos socialistas, especialmente entre los seguidores de Besteiro. El sindicalista moderado Manuel Cordero veía el optimismo y las ilusiones de las masas como un impedimento a la necesidad de que los socialistas se aprovechasen de la República poco a poco. Creyendo que al día siguiente a la proclamación de la República todos los problemas del país quedarían solucionados, que los privilegios de clase desaparecerían y que se establecería un régimen de igualdad y de justicia social, pronto las masas se verían decepcionadas por la lentitud del progreso hacia la reforma[5]. Largo Caballero no compartía este punto de vista. De hecho, Largo era lo suficientemente entusiasta de la situación como para pensar que las divisiones de los años anteriores desaparecerían automáticamente. Ofreció al segundo de a bordo de Besteiro, Andrés Saborit, un puesto importante en el Ministerio de Trabajo, y su oferta fue inmediatamente rechazada. El gobierno, del que ahora formaban parte Largo, Prieto y De los Ríos, ofreció también al propio Besteiro un puesto atractivo como delegado estatal en el monopolio nacional de petróleos, CAMPSA, y a continuación el puesto de embajador en Francia. Ambas ofertas fueron rechazadas por el interesado[6].
No era sólo la derecha del partido, tradicionalmente abstencionista, la que tenía sus dudas sobre la conveniencia de comprometerse demasiado con la República. Pronto emergieron otras voces discordantes, sólo que esta vez más radicales. Aunque por el momento en minoría, era significativo que perteneciesen a miembros del partido cuyas opiniones pesaban en sectores militantes claves del movimiento socialista. Javier Bueno, que publicó un libro en junio de 1931, sería más tarde director del periódico de los mineros asturianos, Avance, que se radicalizaría progresivamente después de su fundación en noviembre de 1931. El libro de Bueno incitaba a sus compañeros socialistas a aprovechar la oportunidad que se les presentaba con el nacimiento de una nueva era. Declarando que la sociedad capitalista había terminado, rechazaba el reformismo evolucionista del partido: «Si el futuro es un régimen social que libere al hombre, ninguna razón hay para aplazar el momento de romper las cadenas»[7].
En la atmósfera optimista de 1931, las opiniones de Bueno tuvieron poco impacto. Sin embargo, pronto se convertiría en uno de los portavoces de la sección del PSOE que empezaba a pensar que era precisamente el compromiso del partido con la República lo que estaba aplazando la ruptura de las cadenas. Tal vez de más importancia eran los recelos de Gabriel Morón, el líder rural militante de Córdoba que había sido la punta de lanza en la protesta interna del partido contra la colaboración con Primo de Rivera. Morón y un grupo de sus amigos pensaban que las esperanzas reformistas de una república progresista eran ilusiones. Argumentando que los acontecimientos contemporáneos sugerían que el socialismo era objeto de una ofensiva mundial por parte de la burguesía, creían que la democracia burguesa y las libertades burguesas se habían convertido en conceptos vacíos. En consecuencia, la táctica reformista y revisionista del PSOE no respondía a la realidad. En su lugar, afirmaba Morón, los socialistas debían aprender que se aproximaba una lucha fundamental entre el viejo orden capitalista y las aspiraciones políticas de los trabajadores[8].
Lo que añadía importancia a las opiniones de Morón era que precisamente en el sur agrario había de encontrarse la primera línea para la batalla por una república progresista. Además, era allí donde se estaba produciendo una afiliación masiva a la UGT. El crecimiento vertiginoso de la federación de trabajadores de la tierra, la FNTT, era totalmente desproporcionado al crecimiento general de la UGT. El total de afiliados al sindicato creció de 277 011 miembros en diciembre de 1930 a 958 451 en diciembre de 1931 y a 1 041 539 en junio de 1932. La FNTT creció de 36 639 miembros en junio de 1930 a 392 953 en junio de 1932[9]. El cambio de orientación de la UGT como un todo fue inmenso. A mediados de 1930, mientras aumentaba la crisis agraria, los trabajadores rurales constituían el 13 por 100 de los miembros de la UGT. Dos años más tarde, con el rencor de clase aumentando día a día en los pueblos del sur, la proporción de trabajadores de la tierra en la UGT había crecido al 37 por 100. Largo Caballero estaba encantado de ver a su querido sindicato crecer más deprisa que la CNT: «Nuestro rápido crecimiento no nos puede asustar, no nos debe asustar», declaró[10]. Los miembros más prudentes de la burocracia sindical tenían la preocupación de que los jornaleros analfabetos que inundaban el movimiento, brutalizados por las condiciones de las tierras del sur, empujasen a la UGT a un conflicto violento con los terratenientes y que la organización sindical tuviese que enfrentarse a la tarea de moderar la exaltación descontrolada de los jornaleros[11]. Incluso si el miedo tenía su origen en un paternalismo burocrático, no era por ello menos justificado. El cambio de orientación de la UGT —de un sindicato formado predominantemente por la élite de la aristocracia obrera a un sindicato de masas de obreros y campesinos poco preparados en unos momentos de depresión económica y creciente desempleo— iba a colocarla en el centro del principal conflicto de la República: el que tuvo lugar entre los grandes terratenientes y los jornaleros sin tierra. Cada parte del conflicto estaba representada en la arena política nacional por un partido parlamentario de masas; los terratenientes, por la coalición Acción Popular-Agrarios; los campesinos, por el PSOE. De este modo, la supervivencia del régimen parlamentario dependía en gran medida de la resolución del conflicto.
En los primeros días de la República, pocos socialistas se dieron cuenta de las sombrías implicaciones del auge de afiliación en la UGT. Además, los tres socialistas del gobierno provisional se comprometieron solemnemente a mejorar las condiciones de vida del campesinado español. La promesa tomó la forma del Estatuto Jurídico de la República, una declaración formal en la que el gobierno provisional establecía sus objetivos y circunscribía sus poderes hasta que se pudiese elegir un Parlamento[12]. La cláusula cinco declaraba que la ley garantizaba la propiedad privada, que sólo podría expropiarse por razones de utilidad pública y con compensación. Continuaba reconociendo el abandono de los gobiernos anteriores de grandes masas de campesinos y de la agricultura en general y se comprometía a cambiar la legislación agraria para hacerla corresponder a la función social de la tierra. En una reunión del gobierno, el 21 de abril, se discutió la aplicación específica de este compromiso. Se persuadió a los tres ministros socialistas de que aplazasen los deseos de su partido de una redistribución general de la tierra, al menos hasta que fuese posible su aprobación parlamentaria. A cambio de su tolerancia se les permitía publicar una serie de decretos para ocuparse de las causas más inmediatas de la miseria en el campo[13].
Un informe del Ministerio del Trabajo, encargado en noviembre de 1930 y publicado a principios de 1931, mostraba un cuadro sombrío de la miseria causada en el sur por la sequía del invierno[14]. El hambre de los campesinos sin tierra era tal que se necesitaban paliativos urgentemente. La solución normal de aumentar las obras públicas era inadecuada. El gobierno republicano había llegado al poder con el mayor déficit presupuestario de la historia de España a causa de los grandiosos proyectos del general Primo de Rivera. Se debían 300 millones de pesetas a los contratistas y, en un contexto de incertidumbre financiera internacional, no se conseguían préstamos a largo plazo. La financiación deficitaria era imposible. Por tanto, una mejora de las condiciones de vida en el campo sólo podía lograrse reajustando las desigualdades económicas existentes, es decir, a costa de los agricultores ricos. El sistema latifundista de tenencia de la tierra se apoyaba en gran medida para su viabilidad económica en la existencia de una gran reserva de campesinos sin tierra a los que se pagaba salarios mínimos por el período más corto posible. Los aumentos salariales y la protección contra el despido de esos campesinos amenazaban las bases de todo el sistema. Lo que los socialistas podían pensar que eran simplemente paliativos reformistas limitados iba a tener así implicaciones de amplio alcance.
En una época de prosperidad económica, los aumentos salariales podían haber sido absorbidos por los incrementos en los beneficios. Pero los intentos de los socialistas de mejorar las condiciones económicas coincidieron con los años de la gran depresión. La situación consiguiente de exacerbada lucha de clases sólo podía empujar a los campesinos sin tierra a exigir más reformas, y a los terratenientes, a oponerse a todo tipo de reformas. La depresión afectó principalmente de dos formas al campo español: cerrando la válvula de seguridad de la emigración y forzando a la baja los precios agrícolas. Después de cuarenta años de una alta tasa de emigración, que se situaba en los 32 000 anuales, en 1931 se produjo una vuelta neta de emigrantes cifrada en 39 582. Para finales de 1933, las barreras a la emigración en Francia e Iberoamérica habían provocado la vuelta a España de 100 000 españoles, que se unieron a un número similar que en condiciones normales habría emigrado, pero que no pudieron hacerlo. La depresión industrial impedía aliviar la situación por medio de la migración interna a las ciudades, por lo que los emigrantes que volvían tenían que dirigirse al campo. Durante la época de prosperidad en los años veinte hubo un éxodo rural considerable, provocado en gran parte por los grandes planes de construcción de Primo. Los obreros de la construcción no especializados volvían ahora a sus pueblas. Puesto que la depresión mundial pronto iba a dejar sentir sus efectos en las exportaciones agrícolas españolas de vinos, frutas y aceite de oliva, los grandes terratenientes estaban poco dispuestos a crear puestos de trabajo para las masas rurales. Dado que el 45,5 por 100 de la población activa, 3 900 000 campesinos con tierra o sin ella, trabajaba en el campo y que 2 000 000 de ellos eran jornaleros sin tierra, la resolución del conflicto de intereses entre los terratenientes y los trabajadores del campo era el principal problema con que se enfrentaba el gobierno provisional[15].
Éste era el contexto en el que el ministro de Trabajo, Largo Caballero, y el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, empezaron, a finales de abril de 1931, a publicar decretos referentes a la cuestión rural. Entre el 28 de abril y la apertura del Parlamento, el 14 de julio, publicaron una serie de disposiciones legales de crucial importancia. Los que emanaban del Ministerio de Justicia se referían a los arrendamientos rurales; los del Ministerio de Trabajo se ocupaban de las condiciones laborales de los braceros. Un decreto de 29 de abril congeló todos los arrendamientos, renovó automáticamente todos los que caducaban e impidió el desahucio por causas que no fuesen el impago de la renta o la falta de cultivo. Su objetivo era impedir que los terratenientes absentistas hasta entonces tomaran posesión de su tierra para evitar las consecuencias de la reforma agraria propuesta. A partir del 11 de julio se permitió a los arrendatarios que se dirigiesen a los tribunales pidiendo una reducción de la renta. Los decretos introducidos por Largo Caballero tenían un impacto más dramático. El más importante fue el de términos municipales, publicado el 28 de abril, que prohibía la importación de mano de obra exterior a un municipio mientras quedasen trabajadores locales sin trabajo. El 7 de mayo se introdujeron los jurados mixtos para arbitrar los conflictos laborales rurales. Es significativo que el general Primo de Rivera no se hubiera atrevido nunca a extender sus comités paritarios, en los que se basaban los jurados mixtos, a las áreas rurales por miedo a la reacción de los propietarios. Un nuevo decreto de 1 de julio estableció, en teoría al menos, la jornada de ocho horas para el campo. Puesto que los jornaleros ganaban sus salarios trabajando de sol a sol y las jornadas de dieciséis horas no eran raras, el decreto suponía un incremento de los ingresos de los braceros, bien en la forma de horas extraordinarias, bien en la de más trabajo para más hombres. Para impedir que los propietarios sabotearan estas medidas dejando simplemente de cultivar la tierra, el Ministerio de Economía Nacional aprobó el 7 de mayo un decreto complementario de laboreo forzoso[16].
Los efectos acumulativos de estos decretos iban, sobre el papel, a golpear en el centro de las relaciones económicas represivas que prevalecían en la España rural, especialmente en las zonas de grandes latifundios. Sin embargo, parece que, al promulgarlas, Fernando de los Ríos, y Francisco Largo Caballero no tenían objetivos revolucionarios, sino que intentaban aliviar las condiciones de aguda miseria en que se encontraba Andalucía en la primavera de 1931. Además del informe del Ministerio de Trabajo sobre la crisis agraria, el gobierno tenía también a su disposición un número de advertencias alarmantes. El general Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil, informó al ministro de la Guerra, Manuel Azaña, que la agitación iba en aumento. El 21 de julio, todos los alcaldes de la provincia de Jaén, una de las más afectadas, vinieron a pedir ayuda al gobierno, afirmando que necesitaban subsidios por valor de dos millones de pesetas diarios y al menos durante tres meses para evitar el hambre de numerosas personas e impedir una insurrección[17]. Se planearon proyectos de obras públicas con los escasos fondos disponibles, pero la cantidad inicial atribuida a todo el sur fue sólo de diez millones de pesetas[18]. En tales circunstancias, no es de extrañar que el gobierno pensase que los patronos debían contribuir a aliviar la crisis.
Por muy limitadas que fuesen las intenciones de los ministros, seguía existiendo, sin embargo, la amenaza implícita a las posiciones hasta entonces dominantes. La ley de términos municipales cercenó efectivamente la introducción de esquiroles para romper las huelgas y mantener los salarios bajos. Los jurados mixtos reconocieron que los trabajadores también tenían derechos y no estaban simplemente sujetos a las necesidades económicas de los propietarios. La jornada de ocho horas aumentó los costos en un mercado deprimido. El decreto de laboreo forzoso introdujo una noción de utilidad social que limitaba los derechos del propietario a disponer de su tierra libremente, de tal manera que neutralizaba una de las formas principales de dominación social. Los grandes terratenientes empezaron a movilizarse contra la amenaza. Se fundaron o se revitalizaron varias federaciones de propietarios: la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas, la Confederación Española Patronal Agraria, asociaciones de ganaderos, asociaciones de cultivadores de aceite, etc[19]. Gran parte del éxito de la campaña de afiliación de Acción Nacional durante el verano de 1931 puede atribuirse al resentimiento generado por esos primeros decretos y al miedo a futuras medidas más completas. La red de prensa y propaganda de ACNP iba a ponerse pronto en marcha para atacar los decretos. En este tema, como en otros, obtuvo un éxito considerable creando una aparente identificación de intereses entre los pequeños y los grandes propietarios, lo que era relativamente fácil, puesto que muchas de las consecuencias de los decretos afectaban a todos los que contrataban mano de obra, en pequeña o en gran cantidad.
Algunas de las críticas de la derecha estaban justificadas desde el punto de vista de los propietarios, pero otras formaban parte de una campaña de denigración que distorsionaba hábilmente los auténticos detalles y funciones de los decretos. El decreto de términos municipales, por ejemplo, privaba de trabajo a los obreros emigrantes y alcanzaba también en sus efectos a los habitantes de los pequeños pueblos satélites que estaban cerca, pero fuera de los límites de un pueblo mayor. Sin embargo, que tal fuese el caso no constituía tanto un fallo del decreto como una prueba de la necesidad de cambios fundamentales en la estructura agraria de España. Es también posible que los trabajadores locales utilizaran su nueva seguridad en el empleo para alargar los trabajos y garantizar así sus exiguos salarios unos días más, pero eso no era suficiente para justificar las acusaciones de Gil Robles, en una visita al Ministerio de Trabajo, de que el decreto sólo beneficiaba a los «vagos profesionales». Hay pruebas que sugieren que los concejales socialistas encargados de aplicar el decreto no tuvieron inconveniente en aprovecharse del cambio en el equilibrio legal de poderes. En algunos casos, por ejemplo, utilizaron el decreto de laboreo forzoso para arar los pastos, lo que no debe sorprender, puesto que los propietarios tampoco habían dudado en sacar todo el beneficio posible de la situación anterior. Y en cualquier caso no siempre los alcaldes y concejales socialistas se salieron con la suya. Los mecanismos para hacer cumplir los decretos eran casi inexistentes. Sin embargo, el problema era inmenso. Mientras miles de braceros estaban al borde del hambre, amplias áreas de tierra permanecían sin cultivar. En Andalucía y en Extremadura, entre el 40 y el 60 por 100 de las tierras útiles no se cultivaban[20]. Sin embargo, las multas por infringir el decreto de laboreo forzoso no excedían de 500 pesetas y normalmente eran mucho menos. De hecho, Largo Caballero se quejaba amargamente de la forma en la que funcionarios importantes, como los gobernadores civiles de varias provincias, saboteaban la aplicación de los distintos decretos dando órdenes que contrariaban su espíritu. Además, especialmente en los pueblos remotos, el poder de la Guardia Civil continuaba intacto. Incluso el general Sanjurjo le comentó a Azaña que la Guardia Civil se sentía comprometida con las clases altas rurales y en contra de los alcaldes y concejales anarquistas y comunistas, a los que había estado deteniendo hasta hacía poco. Y, por encima de todo, el poder consiguiente al hecho de ser los únicos proveedores de trabajo continuaba en manos de los propietarios[21].
La campaña de propaganda llevada a cabo por la prensa católica simplemente inflamó la decisión de los terratenientes del sur de no obedecer las provisiones de los decretos. Se fomentó la idea de que una de las consecuencias de la ley de términos municipales era que barberos, zapateros, maestros desempleados y otros trabajadores sin cualificar estaban siendo utilizados para tareas especializadas con detrimento de la agricultura nacional. Por una disposición complementaria del 6 de agosto se autorizó la importación de la necesaria mano de obra especializada. Por otra del 30 de septiembre se estableció que la lista de trabajadores de un término municipal a los que debía darse trabajo antes de permitir la introducción de mano de obra foránea debía estar compuesta exclusivamente de trabajadores agrícolas. La prensa de derechas se quejaba también de que se estaban perdiendo cosechas valiosas por culpa de la rigidez de la ley que impedía obtener la mano de obra extraordinaria necesaria. De hecho, una vez que todos los trabajadores de un pueblo tenían trabajo, nada impedía introducir trabajadores de fuera. Además, la ley se suspendió, el 15 de octubre, mientras durase la recogida de la naranja y, el 29 de octubre, para la cosecha de la aceituna en las provincias productoras. Los diferentes decretos requerían algún tipo de adaptación al ponerlos en práctica. Sin embargo, lo que atrajo la atención de la prensa de derechas era la rigidez teórica y no la flexibilidad práctica[22].
Menos directamente ofensivos para los grandes propietarios, pero igualmente irritantes, eran los decretos publicados por Fernando de los Ríos para mejorar la apurada situación de los arrendatarios. Además de la zona tradicional de minifundio en el norte y en el centro de España, había una cantidad creciente de tierras cultivadas en pequeños arrendamientos en las zonas predominantemente latifundistas. Dada la aguda hambre de tierras y la consiguiente competencia por parcelas, los arrendamientos se aceptaban en términos económicamente ruinosos y por períodos tan cortos como un año. Los decretos de Fernando de los Ríos mitigaron algunos de los peores resultados de la desastrosa cosecha de 1930-1931, haciendo casi imposible la evicción e impidiendo el aumento de la cantidad a pagar por los arrendamientos en unos momentos de caída de los precios. Muchos grandes terratenientes lo consideraron como un intolerable quebrantamiento de sus derechos de propiedad. Sin embargo, la auténtica batalla sobre este problema no surgiría hasta que el ministro de Agricultura liberal de la CEDA emprendió la defensa de los pequeños arrendatarios en 1935. No se sabe si este aplazamiento se debió a que las formaciones políticas que protegían los intereses de los grandes propietarios estaban demasiado preocupadas por ganar el apoyo de los pequeños agricultores como para arriesgarse a hacer frente al problema o si fue simplemente una cuestión de prioridades.
Desde luego, para finales de 1931, era evidente que el resentimiento inicial de los propietarios ante los decretos que regulaban las condiciones de trabajo de los jornaleros iba madurando en un deseo de destruirlas por medio de un auténtico lock-out rural. Sin embargo, a principios del verano, la mayoría de los dirigentes del PSOE no preveían este futuro conflicto. La facción abstencionista de Besteiro tenía sus dudas, pero otros tendían a ver el aumento de las expectativas de los trabajadores rurales y su consiguiente influjo en la UGT como un indicador de las posibilidades de una democracia burguesa reformista. En las elecciones a Cortes constituyentes, celebradas el 28 de junio, el PSOE obtuvo 116 escaños. Este triunfo planteó el problema del papel que iban a desempeñar los socialistas dentro de la República. En consecuencia, se convocó un congreso extraordinario del partido para el 10 de julio, cuatro días antes de la apertura de las Cortes, para debatir la política que iban a seguir los diputados del PSOE. Un indicio del entusiasmo de la base por la colaboración pudo verse en el resultado de las votaciones para delegados en el congreso. El abstencionista Andrés Saborit, sorprendentemente, no fue elegido en la, hasta entonces fuertemente probesteirista, Agrupación Socialista Madrileña[23].
El principal problema debatido en el congreso fue si los tres ministros socialistas del gobierno provisional debían continuar su participación. La comisión delegada para examinar la cuestión estaba dominada por Besteiro, pero incluía al prietista Teodomiro Menéndez y al consejero de Largo, Luis Araquistáin. La recomendación central de su informe era que los tres ministros deberían permanecer en el gobierno mientras se elaborase la Constitución. Prieto propuso una enmienda al texto, redactada en los siguientes términos:
El texto de Prieto implicaba que la participación era un sacrificio necesario por parte del PSOE. Sin embargo, abría el camino a una colaboración total y comprometía claramente al PSOE en el éxito o en el fracaso de la República. Besteiro se opuso alegando que el partido haría la tarea de la burguesía y, en consecuencia, perdería el contacto con sus seguidores. El congreso aceptó el texto de Prieto por 10 607 votos contra 8362. El resto del congreso se dedicó a la elaboración de los objetivos socialistas en las Cortes constituyentes. Objetivos básicamente reformistas, pero no por ello menos ambiciosos, incluyendo, como lo hacían, una declaración de derechos de la persona, la nacionalización de los ferrocarriles, los Bancos, las minas y los bosques, la solución del problema agrario, la introducción del divorcio, la construcción de un sistema educativo laico y la declaración de independencia religiosa del Estado[24].
Las implicaciones generales del compromiso socialista en la defensa de la república burguesa iban a aparecer pronto, tendiendo a justificar los peores miedos de Besteiro. A pesar de la buena disposición de los socialistas para posponer sus reformas más ambiciosas, las clases altas no quedaron satisfechas. Al fugarse del país grandes cantidades de capital, la peseta comenzó a depreciarse, hasta tal punto que el viejo consejero del rey, el conde de Romanones, declaró que si él estuviera en el poder fusilaría a los pesimistas[25]. Al mismo tiempo que las clases altas mostraban así su hostilidad a la República, la clase obrera empezó a revelar la impaciencia de sus expectativas por medio de una serie de huelgas a lo largo de 1931. Para un partido obrero en un gobierno burgués la situación era delicada. Para impedir el descrédito de la República por el malestar industrial y agrario, los ministros socialistas consintieron la supresión, a menudo de forma violenta, de las huelgas organizadas por comunistas y por anarquistas, mientras que la burocracia sindical de la UGT trabajaba en firme para suprimir la militancia de sus propios militantes. Dada la tradicional rivalidad con la CNT, no derramaron muchas lágrimas por la represión de los anarquistas. Sin embargo, la base no siempre compartió esta visión egoísta de los burócratas pagados, sintiendo una solidaridad de clase más básica. Especialmente, éste era el caso en las áreas rurales. Aunque la prensa socialista se refería a los desórdenes anarquistas, no había gran diferencia entre los anarquistas y los miembros de la FNTT. En muchos pueblos, la organización local de braceros se había afiliado ingenuamente a la UGT, la CNT y el Partido Comunista. En otros lugares, el hecho de que los jornaleros analfabetos se hubiesen afiliado a la FNTT no les convertía de un día para otro en marxistas sofisticados, y había poca diferencia en madurez política y en aspiraciones entre ellos y los miembros de la CNT. También en las minas, la dureza sustancial de las condiciones creó una solidaridad por encima de las rivalidades de las diferentes facciones. No es de extrañar, pues, que las críticas agudas de colaboracionismo y reformismo hechas a la dirección socialista tuvieran su efecto en la base militante de la UGT. Precisamente fueron los líderes socialistas que estaban más cerca de los trabajadores los que finalmente rechazaron el reformismo como peor que inútil: Largo Caballero, Luis Araquistáin, subsecretario del Ministerio de Trabajo, y Carlos de Baraibar, director general de Trabajo[26].
La causa principal del malestar de los socialistas era que los anarquistas consideraban la república burguesa semejante a la monarquía y estaban poco dispuestos a escuchar los argumentos del PSOE en favor de la paciencia. A finales de mayo hubo una huelga de obreros portuarios en Pasajes (San Sebastián). El ministro del Interior, Miguel Maura, mandó a la Guardia Civil y hubo ocho muertos y numerosos heridos entre los trabajadores. El incidente de Pasajes tuvo repercusiones inmediatas en Asturias, donde el Sindicato Minero Asturiano, afiliado a la UGT, se veía sometido a la presión creciente del mucho más militante Sindicato Único, controlado conjuntamente por anarquistas y comunistas. Desde la muerte del gran reformista Manuel Llaneza el SMA estaba dirigido por prietistas como Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña, defensores ardientes de la línea que iba a prevalecer en el congreso extraordinario. Así, condenaron la huelga de solidaridad propuesta como una irresponsabilidad reaccionaria dirigida a desacreditar a la República. Sin embargo, la base se mostraba de acuerdo con las afirmaciones de los anarquistas de que la dirección del SMA estaba actuando como aliada a los odiados dueños de las minas, lo que finalmente forzó la participación del SMA en la huelga general que empezó el 1 de junio. Los socialistas utilizaron entonces toda su influencia para terminar la huelga rápidamente y de forma pacífica[27].
En otros sitios, la historia era similar. En Andalucía y en Extremadura los braceros y yunteros hambrientos atacaban las grandes propiedades; la Guardia Civil fue enviada una vez más. La dirección besteirista de la FNTT, que crecía rápidamente, tenía que utilizar todos sus poderes de persuasión para mantener la militancia de sus nuevos miembros dentro de la legalidad republicana. Los principales conflictos del verano tuvieron lugar en Madrid, Barcelona y Sevilla. El primero de ellos, la gran huelga de teléfonos que estalló el 6 de julio, destacó claramente el dilema de los socialistas en el gobierno. El monopolio telefónico en España había sido establecido durante la Dictadura por la corporación americana ITT en medio de un gran escándalo. Desde finales de los años veinte hasta la llegada de la República, los socialistas habían condenado sus irregularidades y habían prometido apoyar las reivindicaciones salariales de sus trabajadores. Sin embargo, cuando estalló la huelga, el gobierno estaba intentando por todos los medios crear confianza en el régimen y se encontraba sometido a fuertes presiones por parte del embajador americano. En consecuencia, Miguel Maura, con el acuerdo de sus colegas socialistas en el gobierno, movilizó fuertes contingentes de policía contra los huelguistas y dio instrucciones de disparar contra cualquier huelguista que intentase sabotear la propiedad de la compañía. La prensa socialista denunció la huelga como una provocación reaccionaria, y la UGT recomendó a sus militantes que no colaborasen con los huelguistas. Sin embargo, se trataba de una huelga popular contra una empresa multinacional y muchas secciones de la UGT enviaron mensajes de solidaridad y dinero a los huelguistas. La huelga fracasó y dejó un legado considerable de acritud entre la República y la CNT[28].
Aún más dramático fue el resultado de un período de agitación anarquista en Sevilla. Como culminación de una serie de huelgas, la CNT convocó a un paro general para el 18 de julio. Ésta fue la señal para una serie de desórdenes y batallas callejeras con disparos entre los anarquistas y la Guardia Civil. En una reunión del gobierno, el 21 de julio, Largo Caballero pidió que Miguel Maura interviniese para terminar con los desórdenes que estaban perjudicando la imagen de la República. Cuando el primer ministro, Niceto Alcalá Zamora, preguntó si todo el mundo estaba de acuerdo en que se necesitaban medidas enérgicas contra la CNT, el gobierno dio su consentimiento unánime y Largo llegó a mostrar un proyecto de decreto en el que se declaraban ilegales las huelgas bajo ciertas circunstancias. Al día siguiente, Maura, que siempre había sido bastante impulsivo, autorizó el bombardeo de artillería de uno de los lugares de reunión de los anarquistas, la Casa Cornelio en Sevilla. Esto terminó la huelga, pero también provocó una oleada de críticas de los socialistas, tanto en la prensa como en las Cortes. Los diputados catalanes, que habían sido elegidos con votos anarquistas, expresaron en las Cortes la opinión de la CNT. Replicando a las acusaciones de que la UGT estaba utilizando la presencia socialista en el gobierno, Largo Caballero y Manuel Cordero adujeron que la CNT preparaba el derrumbamiento de la República para perjudicar a la UGT y que la participación gubernamental sólo suponía sacrificios para los socialistas[29].
Para los socialistas era agotador tener que soportar el peso de la defensa de la República contra la derecha y contra la izquierda; pero, en el verano de 1931, la tarea parecía aún provechosa, como ponía de manifiesto Luis Araquistáin en una serie de artículos que publicó cuando todavía se estaban produciendo las huelgas de Sevilla y la huelga de teléfonos. En «El anti-Cristo sindicalista» intentaba mostrar cómo la conducta de la CNT estaba siendo aprovechada por la derecha, permitiendo que se creara de la República una imagen de caos y desorden. En el segundo artículo de la serie, «¿Por qué hay tantas huelgas?», sugería que los anarquistas estaban motivados por un deseo de venganza por la colaboración socialista con la Dictadura. En contraste con esta irresponsabilidad egoísta, alababa el heroísmo cívico de los miembros de la UGT, a los que la depresión económica perjudicaba exactamente igual que a los anarquistas, pero que ponían la salud de la República por encima de sus propios intereses. En el tercero y último artículo, «Contra el abuso de la huelga», afirmaba que los mecanismos existentes de conciliación y arbitraje podían atender cualquier queja justa sin necesidad de recurrir a la huelga[30]. Esto no era cierto, pero los socialistas deseaban por todos los medios reducir las tensiones y el malestar social.
Mientras transcurría el verano, los ataques por ambos lados del espectro político empezaron a hacer mella en los socialistas. Prieto, que siempre tendió al pesimismo, se desilusionaba progresivamente por su incapacidad para cambiar la estructura financiera del país y empezaba a hablar de dimisión. También opinaba que, al tener un socialista como ministro de Trabajo, el PSOE se estaba atrayendo el descontento popular a causa de la imposibilidad de solucionar todos los problemas sociales a la vez. Largo continuaba convencido de que ocupando el Ministerio ayudaba a mejorar las condiciones, pero también se mostraba preocupado por la hostilidad que estaba provocando entre los anarquistas, y el 7 de agosto habló de dimitir. Dos días antes había manifestado en las Cortes que los labradores de Cádiz, Málaga y Sevilla se negaban a sembrar en un intento de romper los jurados mixtos. Tanto Prieto como Largo fueron convencidos por sus colegas de gobierno de que permaneciesen en sus puestos, aunque probablemente la resistencia a la reforma de la clase alta hubiera sido suficiente para recordarles que las cosas se deteriorarían si el PSOE abandonaba el gobierno. La actitud de Largo se revelaba en el preámbulo a un proyecto de ley sobre contratación laboral, en el que se describía a sí mismo como «un socialista con ideales avanzados que colabora desde hace treinta años con las clases capitalistas para arrancarles gradualmente y por medios legítimos… sus ya imposibles privilegios». Con tal que la política reformista consiguiese hacer avanzar a la clase obrera, y en especial a la UGT, Largo continuaría colaborando. Sin embargo, la experiencia de su reacción ante las frustradas esperanzas en la Dictadura sugería que en el caso de sufrir una desilusión semejante podía esperarse de él un cambio de línea de conducta. A la izquierda del PSOE había ya algunos que estaban totalmente desilusionados con la colaboración. Es bastante significativo que cuando, en 1929. Largo rechazó la colaboración con el dictador, su decisión estuviese precedida de una aguda crítica del colaboracionismo hecha por Gabriel Morón. Ahora, en un libro escrito a finales de 1931, Morón criticaba la participación en el gobierno como carente de sentido, y predecía que si los socialistas no se retiraban del poder y se preparaban para la batalla con la burguesía serían destruidos cuando finalmente sus esfuerzos reformistas provocasen una reacción de las clases dirigentes. Sólo era cuestión de tiempo el que Largo llegase a conclusiones similares[31].
Sin embargo, a causa del fracaso de las diferentes huelgas, se produjo un momento de calma en la agitación anarquista, puesto que, además de haber agotado a los trabajadores anarquistas, las huelgas estaban provocando divisiones internas en la CNT. La crisis se presentó en agosto, cuando 30 moderados firmaron un manifiesto contra la violencia esporádica de los anarquistas puros de la Federación Anarquista Ibérica[32]. Pronto, el descontento iba a volver a surgir, pero este respiro permitió a los socialistas concentrarse durante el otoño en los debates parlamentarios referentes a la elaboración de una nueva Constitución.
Después de que un primer proyecto del político conservador Angel Ossorio y Gallardo hubiese sido rechazado, el 28 de julio se constituyó un nuevo comité constitucional bajo la presidencia del profesor socialista de Derecho Luis Jiménez de Asúa. Apenas tuvo tres semanas para redactar el anteproyecto. En consecuencia, algunos de sus términos poco sutiles dieron lugar a tres meses de ásperos debates. Al presentar el proyecto, el 27 de agosto, Jiménez de Asúa lo describió como un documento liberal y democrático con gran contenido social. Femando de los Ríos, hablando en su favor el 3 de septiembre, declaró su compromiso con la democracia liberal y con la economía planificada. Luis Araquistáin se apuntó la primera victoria socialista cuando persuadió a la Cámara de que votase a favor del artículo primero, redactado en los siguientes términos: «España es una República democrática de trabajadores de toda clase…». Sin embargo, recordó también a sus oyentes que una constitución impresa en un papel no alteraba por sí misma las relaciones existentes entre las fuerzas económicas de un país. No obstante, el proyecto provocó la oposición acerva de los agrarios y otros diputados de derechas, especialmente la cláusula que probablemente significaba más para los socialistas, la número 42 en el proyecto y 44 en el texto final, que afirmaba que toda la riqueza del país estaría subordinada a los intereses de la economía nacional y que la propiedad de toda clase podría ser expropiada por causa de utilidad social. Antes de que fuera aprobada, fue necesario un discurso magistral de Besteiro el 6 de octubre. El discurso de Besteiro, como el de Fernando de los Ríos un mes antes, expresaba un compromiso más o menos fabiano con una economía mixta. Sin embargo, para el monárquico alfonsino Pedro Sainz Rodríguez la noción de utilidad social era «una espada de Damocles suspendida sobre los derechos de la propiedad». No obstante, en conjunto, la Constitución era satisfactoria para los socialistas y cumplía los objetivos que se habían propuesto en el congreso extraordinario. Tal vez sólo hubo un tema en el que no tuvieron éxito, y fue cuando un brillante discurso de Azaña les convenció para que no presionasen para la disolución completa de las órdenes religiosas. Aparte de esto, la Constitución aprobada finalmente el 9 de diciembre de 1931 era tan democrática, laica y reformista como los socialistas habían deseado[33].
Tras la aprobación de la Constitución se planteó el problema de si los socialistas podían continuar en el gobierno y de si el gobierno debía disolver las Cortes y convocar unas nuevas elecciones. De hecho, durante el período en que se debatía la Constitución, hubo cierta controversia sobre el tema tanto en la prensa como dentro del gobierno[34]. De los Ríos y Largo Caballero estaban totalmente dispuestos a continuar; Prieto, como siempre, a dimitir. Hubo un momento en el que Largo llegó a hablar de un gobierno totalmente socialista. Con las cotas de afiliación a la UGT en el punto más alto de su historia y con muchos burócratas sindicales disfrutando de puestos lucrativos en la administración, Largo se sentía satisfecho de los beneficios que la UGT conseguía del acuerdo existente[35]. Además, a pesar de la creciente agresión a su reforma por parte de los terratenientes del sur, tenía que pensar que con los socialistas fuera del gobierno las condiciones hubieran sido peores. También debía saber que, tras la movilización política masiva emprendida por Acción Nacional, si las Cortes fuesen disueltas, era probable que los socialistas perdieran cierto número de escaños en las elecciones subsiguientes. El compromiso de Largo Caballero con la República era tal que tuvo una actuación destacada en la elaboración de la relativamente autoritaria ley de defensa de la República y también, en un vano intento de afianzar la confianza conservadora en el régimen, había apoyado la candidatura de Alcalá Zamora para el puesto de presidente de la República. A pesar de la hostilidad de Alcalá Zamora a la Constitución, que le había llevado a dimitir como primer ministro el 14 de octubre, Largo y Prieto consiguieron imponerse a Besteiro por 53 votos contra 38 en la reunión de la minoría parlamentaria del PSOE que discutió las candidaturas[36].
Hasta qué punto los ministros socialistas estaban dispuestos a sacrificarse para defender la República quedó especialmente de manifiesto a lo largo de noviembre, cuando ayudaron a evitar una importante huelga de ferrocarriles. El líder de los ferroviarios, el besteirista Trifón Gómez, era hostil a la idea de una huelga, pero no podía frenar la militancia de la base. En un momento en que sus hombres habían rechazado una oferta del gobierno, Trifón hizo una observación a Azaña extraordinariamente significativa: «Si en el gobierno no hubiese tres ministros socialistas, estas concesiones serían recibidas por los obreros con aplauso y gratitud; pero habiendo ministros socialistas, creen que han de entregarles el ferrocarril». Aparte de la actitud paternalista de la burocracia sindical que esto revelaba, mostraba el dilema ante el que se encontraban los ministros, en especial Largo Caballero. Azaña ponía de manifiesto la anomalía de su situación cuando se preguntaba en su diario «si la presencia de los tres ministros socialistas no sirve para evitar el conflicto, ¿para qué sirve?». Finalmente, a fuerza de persuasión, Trifón Gómez consiguió imponerse en el congreso de ferroviarios convocado para discutir la huelga propuesta[37].
La controversia de los ferrocarriles tipificó la forma en que los socialistas estaban dispuestos a sacrificar su popularidad restringiendo la militancia de sus seguidores. En ningún sitio fue esto tan cierto como en Asturias, donde la UGT se encontró en medio del fuego cruzado entre los patronos y los militantes del Sindicato Único. El 6 de diciembre el SMA conseguía terminar una huelga de mineros en Mieres, declarando que «los paros que se tratan de hacer por sorpresa y sin un estudio premeditado de las consecuencias que éstos pueden acarrear, han de fracasar». Cuando los anarquistas comenzaron una huelga general en Gijón, durante la cual fueron muertos como mínimo cuatro trabajadores por la Guardia Civil, la UGT asturiana la condenó afirmando que sólo podría acarrear hambre y miseria a los trabajadores. El sindicato de trabajadores del gas y la electricidad, el SMA y la Federación Provincial de Trabajadores de la Construcción dieron instrucciones específicas de que sus miembros no se uniesen a la huelga[38], lo que constituía un riesgo considerable, puesto que en unos momentos de crisis económica aguda, especialmente en el sector minero, la base simpatizaba cada vez más con la acción militante. Además, mientras anarquistas y comunistas multiplicaban las acusaciones de traición a su clase, la moderación de la UGT no consiguió disminuir la hostilidad de la derecha. Bajo tales circunstancias, los sacrificios continuados en favor de la República sólo podían justificarse por un progreso social ininterrumpido.
La prensa socialista empezó a reconocerlo progresivamente hacia finales de 1931. El entusiasmo desinteresado por la República empezó a ceder ante una línea más dura. Se recordó que los socialistas estaban en el gobierno para asegurar las reformas sociales. Si el espíritu de la Constitución no se transmitía a las leyes complementarias que tenían que llevarla a la práctica, los socialistas podrían recurrir a las tácticas revolucionarias. Como advertía El Socialista: «Es necesario que los elementos burgueses comprendan que el pueblo no ha rendido aún las armas revolucionarias, sino que las tiene en suspenso». Sin embargo, quedaba aún una reserva de optimismo de que el gobierno de Azaña, habiendo ayudado a la aprobación de la Constitución en las Cortes, podría llenar su marco de un contenido social progresista[39].
Donde el progreso social tenía que verse inevitablemente puesto a prueba era en el sector más atrasado de la sociedad española, en el sur rural. En él, a pesar de las promesas de reforma agraria y de las mejoras introducidas por los primeros decretos de Largo Caballero, en donde podían hacerse cumplir, las condiciones continuaban siendo brutales. A lo largo de todo el sur, muchos propietarios habían declarado la guerra a la coalición republicano-socialista negándose a sembrar las cosechas. Los diputados socialistas de Badajoz, Jaén, Málaga y Huelva denunciaron casos de éstos en las Cortes. En Jaén, por ejemplo, la Sociedad de Labradores provincial había pedido a sus miembros que combatiesen los diversos decretos que defendían a los braceros, dejando de cultivar las tierras[40]. Con excepción de la recogida de aceituna, durante la cual se había suspendido la aplicación de la ley de términos municipales, había un desempleo agrario masivo en la provincia. En Badajoz, la historia era la misma. El coronel que mandaba la Guardia Civil de la provincia y el gobernador civil estaban en connivencia con los caciques locales contra la legislación social vigente. Finalmente, el 21 de diciembre de 1931 la sección local de la FNTT decidió convocar una huelga general para que se trasladase a los dos. De la forma más dramática imaginable, esta huelga iba a forzar a los socialistas a plantearse la cuestión de si la reforma social era posible sin cambio revolucionario.
La huelga de Badajoz tuvo lugar el 30 y 31 de diciembre. En líneas generales, fue una huelga pacífica, de acuerdo a las instrucciones de sus organizadores. Sin embargo, en un pueblo aislado llamado Castilblanco hubo derramamiento de sangre. Castilblanco está situado en la parte más árida e inhóspita de Extremadura, llamada la Siberia extremeña. Sus habitantes vivían en una situación de miseria absoluta. Las tierras comunales del pueblo les habían sido arrebatadas en el siglo XIX por medio de subterfugios legales. Ahora estaban en manos del latifundista local, y el alcalde del pueblo era incondicional suyo. Castilblanco no se diferenciaba mucho de cientos de pueblos del sur de España. Cuando se convocó la huelga, los trabajadores de Castilblanco habían pasado el invierno sin trabajo. Todos ellos eran miembros de la FNTT. El 30 de diciembre realizaron una manifestación pacífica y disciplinada que intentaban repetir al día siguiente. Lo hicieron así y volvían a sus casas cuando el alcalde, temiendo que su demostración de disciplina anunciase un cambio en la estructura de poder del pueblo, dio instrucciones a la Guardia Civil para que disolviese la concentración. Algunas mujeres recibieron empujones, se oyeron protestas, y un guardia abrió fuego, matando a un hombre e hiriendo a otros dos. En ese momento, los aldeanos, en un frenesí de miedo, rabia y pánico, se lanzaron sobre los cuatro guardias y les golpearon hasta matarles con piedras y cuchillos[41].
El escándalo subsiguiente mostró de forma clara el abismo que existía entre los que defendían el orden social existente y los que querían cambiarlo. La derecha acusó a los socialistas de incitar a los braceros contra la Benemérita. Los socialistas creían que el auténtico criminal de Castilblanco había sido el sistema represivo de tenencia de tierras y pensaban con amargura que una y otra vez la Guardia Civil había causado la muerte de trabajadores sin que la prensa de derechas se interesara lo más mínimo por el tema[42]. La nueva coalición republicano-socialista de Azaña, que se había formado a mediados de diciembre con cierta dificultad, sufrió un duro golpe. Prieto no quería continuar en el gobierno, y sólo se plegó a ello tras una llamada de Largo Caballero a la disciplina del partido. De hecho, aunque el grupo parlamentario socialista estaba a favor de continuar la participación, en la base una corriente de opinión cada vez mayor mostraba su disconformidad[43]. Castilblanco se convirtió así en una inoportuna advertencia de los obstáculos que habría que superar en el camino de la reforma. Incluso antes de que el gobierno tuviese tiempo de asimilarlo ocurrió otra tragedia igualmente inquietante, en la que la hostilidad de la Guardia Civil a la clase obrera iba de nuevo a jugar un papel fundamental.
Arnedo, pueblo en el norte de la provincia de Logroño, tenía como una de sus principales fuentes de empleo una fábrica de calzado, y hacia finales de 1931 varios trabajadores fueron despedidos por pertenecer a la UGT. El caso se planteó ante el jurado mixto local, que falló a favor de los trabajadores, pero el propietario se negó a readmitirlos. En protesta se celebró un mitin público ante el Ayuntamiento. Sin motivo aparente, la Guardia Civil abrió fuego, matando a cuatro mujeres, un niño y un trabajador e hiriendo al menos a 30 personas. El incidente tenía toda la apariencia de un acto de venganza por lo de Castilblanco, especialmente a la luz de los comentarios del general Sanjurjo tras las muertes del pueblo extremeño. Mientras algunos heridos morían, la prensa socialista expresaba su indignación. La acción de la Guardia Civil parecía justificar la acusación de que era una fuerza represiva al servicio de la clase dirigente. Luis Araquistáin declaró que había sido creada por un régimen despótico para atemorizar al pueblo y, aunque el régimen monárquico había desaparecido, los que se habían beneficiado de él continuaban utilizando a la Guardia Civil como un instrumento contra el espíritu reformista de la República. Dos semanas más tarde, en un mitin tradicionalista en Bilbao, dos socialistas y dos republicanos fueron muertos por pistoleros de derechas. La Guardia Civil no apareció en ningún momento[44]. Esta situación hacía mucho más difícil que la UGT justificase sus llamadas a la disciplina sindical, apoyándose en que la República estaba terminando con las injusticias del régimen anterior.
Sin embargo, en la UGT estaba fuertemente arraigada la opinión de que cientos de años de opresión no podían rectificarse en una noche. Defensores del gradualismo desde hacía tiempo, los funcionarios sindicales estaban decididos a que se estableciera el régimen democrático. En consecuencia, cuando la CNT convocó una huelga general para la cuarta semana de enero de 1932, la condena de los líderes de la UGT fue unánime. A nivel nacional, una nota oficial de la UGT se declaraba en contra de cualquier acción de solidaridad. En Asturias, el SMA denunciaba el terrible despilfarro de las energías de los trabajadores. Incluso la FNTT, bajo la dirección del besteirista Lucio Martínez Gil, exigió disciplina. No es de extrañar que la jerarquía reformista no estuviese preparada para abandonar a la República «a merced de los extremistas». El sentimiento general era que las actividades de los anarquistas hacían el juego a los reaccionarios y sólo servían para «elevar recios muros que se oponen a la marcha normal, reflexiva y serena del proletariado hacia su emancipación»[45]. Después de todo, se estaba progresando visiblemente, a pesar de la hostilidad de la derecha y la depresión económica. Esto era particularmente cierto en el campo de la legislación laboral, pero también en el de la educación se avanzaba a grandes pasos. De 1908 a 1930, la monarquía había construido 11 128 escuelas, un término medio de 505 anuales. Sólo en su primer año, la República había construido 7000[46].
Sin embargo, a pesar de la evidencia de que valía la pena defender a la República, había una falta de entusiasmo perceptible por la continuada participación en el gobierno, como se vio en una reunión del comité nacional de la UGT celebrada el 1 de febrero de 1932, sólo una semana después de la severa represión de la huelga anarquista, especialmente en el Bajo Llobregat. La dirección de la UGT no simpatizaba con el aventurerismo de la CNT. Sin embargo, era imposible ignorar la incómoda posición de un gobierno del que formaban parte los socialistas y que aparentemente reservaba sus mayores energías para la represión de huelgas. La base no siempre tomaba en cuenta las perspectivas a largo plazo. Antonio Muñoz, uno de los dirigentes de la Federación de Artes Gráficas, mostró su preocupación porque la presencia de los socialistas en el gobierno estaba dañando las relaciones entre el PSOE y las masas de la UGT, lo cual era comprensible, puesto que el gobierno era responsable, al menos en teoría, de la actuación de la Guardia Civil. Muñoz también dijo que, puesto que las esperanzas surgidas con el advenimiento de la República habían sido tan grandes, la desilusión por la lentitud de las reformas era más aguda. Alegando que gran parte de esta desilusión surgía del hecho de que los ministros socialistas estuviesen ayudando a consolidar la economía burguesa, pedía que se retirasen. Sin embargo, cuando se debatió el tema, los discursos persuasivos de Largo Caballero y De los Ríos consiguieron que se apoyase una resolución de solidaridad con los ministros[47].
Por el momento, la burocracia sindical seguía comprometida a continuar su política de restringir la militancia. Aparte de otras ventajas de la República, había una consecuencia positiva en la permanencia de Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo que no podía dejar de influir en los funcionarios sindicales: el auge de la afiliación a la UGT. En los primeros meses de 1932, los nuevos miembros acudían en tropel a una media de 4000 o 5000 por semana. Sin embargo, de 2000 a 3000 lo hacían a la FNTT[48]. Para mantener la disciplina era necesario hacer progresos en la cuestión agraria. Sin embargo, la depresión empezaba a hacer mella en todos los sectores de la economía y la base de los trabajadores se veía empujada a la militancia por las acciones de los patronos. La devaluación de la libra esterlina disminuyó los ingresos por las exportaciones agrícolas españolas e hizo más competitivo el carbón británico, lo que proporcionó la excusa para una ofensiva de los terratenientes y los propietarios de las minas contra los sindicatos. Tal vez el dato más destacable de la primavera de 1932 fuese la moderación mostrada por la FNTT y el SMA frente a una intensa hostilidad patronal.
El tema principal del manifiesto de la UGT para el 1 de mayo de 1932 difícilmente hubiese podido ser más reformista: «Por la democracia y la semana de cuarenta horas», lo que tipificaba el estado de ánimo de todo el movimiento. La FNTT, por ejemplo, se veía sometida a intensas presiones, pero no vaciló en recomendar la moderación. A principios de año, una vez terminada la recogida de aceituna, había un desempleo masivo en Andalucía. Además, los terratenientes ignoraban de forma sistemática la ley de laboreo forzoso y no se ocupaban de las tareas agrícolas fundamentales. En algunos lugares, donde las autoridades mandaron trabajadores a las propiedades para que se encargasen ellos de realizar los trabajos, los propietarios se negaron a pagarles[49]. En La Mancha se negó el trabajo a miembros de la FNTT por estar afiliados a un sindicato. El sindicato se mantuvo firme y ordenó a sus miembros que resistiesen a las provocaciones. La segunda semana de febrero, 200 delegados, que representaban a 80 000 miembros del sindicato de Andalucía y Extremadura, se reunieron en Montilla (Córdoba) para un congreso. Decidieron evitar todo tipo de extremismos y hacer frente a los ataques siguiendo las tácticas recomendadas a nivel nacional por la UGT. Además, en unos momentos en que sus miembros se impacientaban por el fracaso del gobierno en materializar la reforma agraria, el periódico de la FNTT reiteraba que la reforma tardaría años y aconsejaba a sus miembros que no esperasen demasiado[50].
Considerando las provocaciones a las que se veían sujetos los jornaleros, es de destacar que durante ese verano no hubiese más conflictos que el que a continuación veremos. El 1 de abril, en Miguel Esteban (Toledo), el terrateniente local organizó una manifestación de sus trabajadores fijos durante la cual un obrero fue muerto y la Casa del Pueblo asaltada; también se arrojaron piedras a un pozo en el que se creía que estaba trabajando el presidente de la UGT local[51]. Este incidente y otros similares hicieron que se pidiese en las Cortes el desarme de los caciques. Los gritos de protesta de la prensa de derechas mostraron la actitud general de los terratenientes. Si se les quitaban las armas de fuego, se afirmó, se verían obligados a utilizar medios menos dignos, como porras y cuchillos, y con mayor frecuencia[52]. En este contexto, la FNTT continuaba abogando por la moderación, a pesar de las presiones a favor de la acción por parte de las organizaciones de base. Se condenó la violencia y los extremismos, especialmente en el caso de un levantamiento inspirado por los comunistas en Villa de Don Fadrique (Toledo) el 8 de julio, en que fueron muertos tres trabajadores[53]. Sin embargo, la campaña de los propietarios contra la legislación social de la República desesperaba cada vez más a las masas rurales, impacientes por la reforma agraria. A pesar de lo cual, lo más parecido que hizo la dirección de la FNTT a una acción militante fue protestar al gobierno por la negativa de los propietarios a obedecer las leyes laborales y por la lentitud del estatuto agrario. De hecho, según las estadísticas del Ministerio de Trabajo, el 83 por 100 de todas las infracciones de normas laborales en 1932 fue cometido por los patronos[54]. Mientras la prensa de derechas lanzaba invectivas contra la reforma agraria y alababa el sistema agrario existente, los diputados agrarios en las Cortes organizaban una obstrucción sistemática de la aprobación de la ley. Dado el tono conservador del proyecto de ley, la FNTT no podía por menos que poner en tela de juicio la intransigencia de las clases poseedoras[55]. La base empezó a tomar los asuntos por su mano uniéndose a los trabajadores anarquistas en los destrozos de máquinas y las acciones huelguísticas a lo largo del verano.
Una situación conflictiva semejante se estaba produciendo en Asturias. La República había abierto a los mineros la posibilidad de reformas esenciales en la aplicación de normas de seguridad, regulación de accidentes, condiciones de trabajo y pensiones. Sin embargo, los propietarios de las minas no querían aceptar el aumento de costos que estas reformas suponían. Los beneficios disminuían a medida que la depresión industrial afectaba a la demanda. El carbón inglés importado resultaba 12 pesetas más barato por tonelada que el asturiano, de peor calidad. Por tanto, reformas tan tenues, como la introducción de la jornada de siete horas, se convertían en una amenaza al sistema existente. Los propietarios estaban decididos a reducir los salarios, aumentar las horas de trabajo y despedir a trabajadores. Inicialmente, el SMA respondió a la crisis condenando las huelgas, temiendo que provocaran importaciones temporales de carbón, mientras tanto los propietarios almacenarían existencias y, cuando la huelga terminase, empezarían los despidos. En su manifiesto del 1 de mayo, el SMA declaraba que la prioridad la había tenido siempre la obtención de concesiones sociales de los propietarios, sin conflictos violentos ni sacrificios innecesarios de los trabajadores. Sin embargo, la moderación cada vez era más difícil. Después de que el jurado mixto de las minas mejorase las condiciones de trabajo, los mineros empezaron a sufrir retrasos en la percepción de sus salarios. A pesar de que los mineros estuviesen dispuestos, como declararon, a redistribuir el trabajo para evitar el desempleo, los propietarios empezaron a cerrar algunos pozos. El SMA declaró que las minas podían ser rentables si se dirigían adecuadamente y pidieron su nacionalización. Los funcionarios sindicales estaban convencidos de que las acciones de los propietarios perseguían como único objetivo romper el nuevo acuerdo laboral. De mala gana convocaron un paro general para el día 15 de mayo, apelando al gobierno para que evitase que los propietarios monárquicos del carbón saboteasen la República. Por el momento al menos, la huelga consiguió detener la mayoría de los cierres[56].
La difícil posición de los socialistas puede imaginarse fácilmente. Para justificar las llamadas a la paciencia de la base y contrarrestar las acusaciones de «socialfascismo» de los comunistas eran esenciales algunas reformas visibles. Pero la situación económica y la hostilidad de los patronos hacían imposible llevar a la práctica las reformas que estaban sobre el papel. A pesar de todo, el movimiento socialista seguía apegado a la tarea de guardián de la República que se había propuesto, aunque con crecientes dudas internas. El 24 de junio la UGT publicó un manifiesto subrayando lo absurdo de las huelgas en unos momentos de alto desempleo: «Aun desarrollándose con tranquilidad, el balance final de una huelga que tenga como origen la crisis del trabajo, no puede causar, generalmente no causa, otro resultado que la pérdida de jornales de aquellos que por tener donde trabajar hayan sido en realidad los únicos huelguistas. Vean, si no, nuestros compañeros cómo todas las huelgas promovidas a título de protesta contra la crisis del trabajo fracasaron…, y en muchos casos el número de parados aumentó en vez de disminuir». En lugar de hacer huelgas, instaba el manifiesto, los trabajadores deben dedicar sus energías a obligar a los patronos a que cumplan los contratos de trabajo y a que apliquen la legislación existente. No se especificaba cómo podía conseguirse esto sin recurrir a la huelga, sino que, una vez más, se condenaban las huelgas, afirmando que hacían el juego a los extremistas de derechas y de izquierdas[57].
Como mucho, la oposición a las intenciones reformistas del gobierno tendía a confirmar a los ministros socialistas que su participación era esencial. Ahora era menos firme la convicción de que colaborando con la República ayudarían a la burguesía a realizar su papel histórico de destruir el feudalismo. El auge del fascismo en el extranjero y la decidida resistencia a la reforma de la burguesía rural y urbana en el interior indicaban la naturaleza errónea del análisis del partido sobre el desarrollo de España. Sin embargo, la conclusión que se sacaba era que si el progreso de la reforma era menor y más lento de lo que se había esperado, sin los socialistas en el gobierno hubiera sido virtualmente nulo. La reacción de los socialistas a un discurso de Lerroux, pronunciado en Zaragoza en julio, en el que abogaba por su salida del gobierno, ilustró este particular. De hecho crecía la animosidad entre Lerroux y los socialistas, quienes, no sin razón, le consideraban corrompido y sediento de poder[58]. También estaban preocupados porque, en su intento de conseguir el poder, se inclinaba considerablemente hacia la derecha, aceptando en su partido a muchos terratenientes monárquicos del Sur[59]. Lerroux, por su parte, veía en los socialistas un obstáculo para el poder que él, como republicano más antiguo, sentía que le correspondía.
Lerroux estaba en contacto con Sanjurjo y con otros generales que estaban preparando un levantamiento. Por tanto, en su discurso dijo que el país estaba bajo la amenaza de una dictadura militar por los agravios causados por la República a la Iglesia y al ejército. Si los socialistas se retiraban del gobierno, todo iría bien. En el mejor de los casos fue un intento torpe de intimidación. Largo Caballero montó en cólera e inspiró un manifiesto conjunto del PSOE y la UGT el 16 de julio. El manifiesto no sólo declaraba la decisión del movimiento socialista de hacer frente con resolución a cualquier amenaza de golpe, sino que rechazaba el intento de chantaje de Lerroux en términos inequívocos. El 20 de julio, Prieto se levantó en las Cortes para aclarar el manifiesto en unos términos más políticos y mesurados. Reiterando la decisión socialista de permanecer en el gobierno hasta que se aprobasen las leyes complementarias de la Constitución, expuso la fatuidad de los argumentos de Lerroux. Señaló que las medidas que habían provocado la enemistad de los generales no habían sido obra de los socialistas. Si los enemigos de la República atacaban la presencia de los socialistas en el gobierno, quedaba probado, según Prieto, cómo ésta fortalecía al régimen. No dejaba de ser significativo que El Debate hubiese publicado un editorial alabando el discurso de Lerroux como prueba del éxito de la gran campaña de propaganda de la derecha contra la Constitución. Lerroux se vio obligado a retractarse[60].
El levantamiento del general Sanjurjo tuvo lugar, según estaba planeado, el 10 de agosto. Fue un fracaso. Confiada en que el gobierno podía hacerle frente, la UGT ordenó a sus militantes que no abandonasen el trabajo. En cierto modo, este ataque a la República por uno de los héroes del régimen anterior, un general monárquico, benefició al gobierno, generando una ola de fervor republicano. Fue esto lo que hizo posible, el 9 de septiembre, la aprobación de la ley de reforma agraria, que había estado detenida tanto tiempo en el Parlamento. Moderada y contradictoria, como era la reforma, los anarquistas la denunciaron como una farsa. Aunque la FNTT ya había prevenido a sus miembros de que no esperasen demasiado, la decepción que se sintió en sus filas no podía esconderse. El segundo congreso de la Federación se celebró casi inmediatamente después de la aprobación de la ley de la reforma. Besteiro, dirigiéndose al congreso, condenó el lenguaje excesivamente legalista en que la ley estaba redactada. El 1 de octubre la FNTT publicó un manifiesto expresando su decepción por la estructura burocrática y pesada del Instituto de la Reforma Agraria. El hecho de que ingenieros agrónomos, técnicos agrícolas e incluso un representante del Banco Hipotecario superaran a la representación de los trabajadores en el Instituto se veía como una confirmación de que el alcance de la reforma sería limitado[61].
Aunque la reforma fuese limitada, provocó una declaración general de guerra de los terratenientes a la República. La decisión de oponerse a la legislación reformista aprobada por la coalición republicano-socialista no era ninguna novedad, pero nunca la derecha se había manifestado antes de una forma tan abierta. El Bloque Agrario de Salamanca encabezó una campaña para que los propietarios no cultivasen las tierras. Afirmando que los salarios decretados por el jurado mixto provincial eran ruinosamente altos, el Bloque envió circulares a los propietarios de tierras, grandes y pequeños, de la provincia pidiéndoles que firmasen un compromiso de no cultivar la tierra. El gobernador civil mandó detener a la junta directiva del Bloque[62]. Inmediatamente los representantes políticos del Bloque, Gil Robles, Cándido Casanueva y Lamamié de Clairac, entraron en acción para extender el conflicto más allá de los estrechos confines de la provincia. Según Gil Robles, los salarios absurdamente altos que se pagaban a los braceros no hacían económicamente viable la siembra de las cosechas. Aunque afirmaba representar en esto los intereses de los pequeños propietarios, a los que de hecho les afectaba gravemente el aumento de salarios, no reconocía que la táctica del Bloque sólo podían seguirla los grandes propietarios, que podían convertir sus tierras en pastizales. En un discurso vehemente en las Cortes, en el que defendió la convocatoria de un lock-out rural, adujo una serie de cifras discutibles, intentando mostrar que los jornaleros ganaban 15 pesetas diarias. En realidad, el salario establecido en las bases de trabajo del jurado mixto era de cinco pesetas[63].
Estas cifras son más significativas cuando se examinan en su contexto. Para empezar, las cifras de Gil Robles pueden desecharse, porque es inconcebible que algunos de los terratenientes más antirrepublicanos de España pagasen unos salarios tres veces más altos que los establecidos oficialmente. También debe recordarse que ésos eran los salarios de la recolección, de los que los braceros tenían que ahorrar para los seis u ocho meses de paro que les aguardaban. Además, ni siquiera todos los braceros podían encontrar trabajo en la época de la recolección[64]. Sin embargo, Gil Robles había afirmado en las Cortes que «antes existía en el campo un régimen de opresión, pero se ha pasado radicalmente de un extremo a otro».
¿Qué significaban cinco pesetas diarias en 1932? Sin tener en cuenta la necesidad de ahorrar para los meses sin trabajo o de devolver los créditos adelantados por el tendero del pueblo, una familia con un promedio de tres hijos necesitaba más de 35 pesetas semanales para poder pagarse la mínima dieta de subsistencia. Esta dieta nunca contenía más que fuentes secundarias de proteínas, ya que la carne, el pescado y los huevos estaban por encima de los medios de un bracero[65]. No deja de ser significativo que en aquellos tiempos se produjesen de forma creciente en las grandes propiedades los robos de bellotas y de otros alimentos destinados al ganado. La derecha no dudaba en calificar a los miembros de la FNTT como ladrones comunes, sin pararse a pensar que es el hambre más que la perversión lo que lleva a un hombre a robar bellotas. Si, como Gil Robles afirmaba, los labradores no podían sembrar las cosechas a menos que se redujeran drásticamente los salarios, estaba admitiendo que el sistema económico existente dependía para su supervivencia de que los trabajadores rurales aceptasen salarios de hambre[66].
Las mejoras en las condiciones de trabajo introducidas por la República constituían una amenaza económica para todos los terratenientes. Los que más sufrieron las consecuencias fueron, naturalmente, los pequeños propietarios. Sin embargo, la campaña de la derecha contra los salarios rurales excesivos, según afirmaban, ignoraba hasta qué punto gran parte de las dificultades sufridas por los arrendatarios y aparceros era consecuencia de los términos desfavorables de arrendamiento que les imponían los propietarios. Los límites del interés de Acción Popular por los pequeños arrendatarios se iba a revelar inequívocamente por la infatigable oposición del grupo a cualquier intento de introducir reformas en los arrendamientos. En la protesta de 1932 por los salarios agrícolas hay pocas dudas de que el impacto propagandístico entre los pequeños propietarios fue enorme, pero sus intereses fueron marginales. La convocatoria para que se abandonasen los cultivos respondía más a finalidades directamente políticas que a un deseo de mejorar los ingresos de los pequeños arrendatarios. El motivo principal del lock-out del otoño de 1932 fue la existencia de la legislación agraria introducida por la República.
Incluso teniendo en cuenta la disminución de los beneficios provocada por los decretos de Largo Caballero, muchos latifundios estaban lejos de la ruina económica descrita por Gil Robles. En las áreas productoras de trigo, por ejemplo, los beneficios de los mayores propietarios eran bastante sustanciosos[67]. En otras zonas en las que se cultivaban productos de exportación, desde luego, no era ése el caso. Sin embargo, la negativa de los propietarios a sembrar las cosechas no estaba totalmente motivada por los problemas económicos del momento. La respuesta de la FNTT al lock-out mostró que lo que estaba en juego era algo más que la autodefensa económica. Si los propietarios consideran que no vale la pena el esfuerzo de cultivar la tierra, declaraba El Obrero de la Tierra el 8 de octubre, que se la entreguen a nuestros afiliados, que la cultivarán colectivamente y conseguirán un nivel de vida muy superior al que tienen bajo el actual sistema. Sin embargo, guardas armados impedían a los campesinos que entrasen en las propiedades, y durante el año siguiente los choques fueron cada vez más frecuentes.
La decisión de los grandes propietarios de terminar con la legislación republicana parecía justificarse por el hecho de que había muchos propietarios que se situaban entre las categorías de latifundistas y campesinos que subsistían. No es de sorprender que sus simpatías estuviesen con los grandes terratenientes. Eran católicos, leían la prensa local de derechas y eran «labradores», como sus vecinos más poderosos. Después de todo, el intento de terminar con los salarios de hambre de los jornaleros les estaba costando dinero. En un período de prosperidad, el conflicto de intereses casi irreconciliables respecto a la tierra se hubiera visto suavizado por una reducción de los excedentes de mano de obra, absorbidos por las ciudades industriales, y por un aumento de la productividad estimulado por la irrigación y los fertilizantes. Sin embargo, la depresión económica se limitó a exagerar la dicotomía básica que Gil Robles había destacado inconscientemente: o se mantenía hambrienta a la población campesina o había que transferir la riqueza de los grandes propietarios, causando perjuicios en el proceso a muchos agricultores medianos y pequeños. Una solución colectivista que incorporase a los pequeños agricultores tal vez hubiese sido una respuesta viable. Pero el propósito del lock-out no era acelerar una futura solución agraria que beneficiase a la mayoría, sino forzar una vuelta a la situación anterior a 1931.
Por todo esto, cada vez era más difícil para la dirección besteirista de la FNTT contener la militancia de sus seguidores. Las mejoras visibles, que hasta entonces habían sido la mejor justificación de la disciplina, se estaban desgastando por la ofensiva de los patronos. Otro sector de la UGT que se veía empujado hacia posiciones más militantes y que, sin embargo, mantenía su fe en el gobierno era el SMA. Se estaban cerrando más minas y se pedía a los mineros que aceptasen menos horas de trabajo, salarios reducidos e incluso pago en especie. En el contexto de esta crisis, tanto los propietarios como los mineros estaban furiosos porque el consumo nacional era inferior en 2 000 000 de toneladas al total de la producción de las minas españolas. El SMA convocó un congreso extraordinario para debatir la acción huelguística. Celebrado el 11 de septiembre, el congreso pidió al gobierno que solucionara la crisis del carbón y aprobó una huelga general que empezaría el día 19 si sus peticiones no hallaban respuesta. De hecho, el gobierno trataba de buscar una solución por todos los medios. El ministro de Marina estaba estudiando la posibilidad de que se utilizase el carbón asturiano en los barcos de guerra. Se presionó también a los responsables de los ferrocarriles para que utilizasen carbón español. Se prometió hacer más restrictiva la legislación referente a las importaciones de carbón. Ante esto, el SMA canceló la huelga. «Jamás gobierno alguno se ha tomado con tanto interés la solución de un problema», decía su declaración. Se pensaba que continuar con la huelga sería simplemente una intransigencia contraproducente[68].
En este sentido, la cuestión de si la República representaba un beneficio positivo para los trabajadores se convirtió en la primordial para los delegados en los congresos del PSOE y de la UGT que se celebraron en Madrid en octubre de 1932. El XIII Congreso del PSOE se inauguró el 6 de octubre. Desde el congreso extraordinario del año anterior, la facción besteirista, tan hostil como siempre a la participación socialista en el gobierno, se había vuelto a hacer con el control de la Agrupación Socialista Madrileña. El propio Besteiro, sin embargo, había modificado considerablemente su posición. Prieto presentó una moción a favor de continuar la participación ministerial. Hablando efectivamente en su defensa, Besteiro dijo: «Si se separan los ministros socialistas del gobierno, el equilibrio político de la República se rompe, la vida de las Cortes se acorta extraordinariamente y unas elecciones prematuras pueden ser una aventura demasiado peligrosa». La propuesta de Prieto fue aprobada por 23 718 votos a favor y 6356 en contra. El tema principal debatido en el congreso fue la fracasada huelga de 1930. Largo Caballero consideraba que el partido había sido traicionado por las maquinaciones de los besteiristas Saborit y Muiño. Aparte del deseo de arreglar viejas cuentas, el tema, al referirse al papel representado por el partido en el advenimiento de la República, tenía cierta relevancia para la cuestión de continuar la colaboración en el gobierno. Después de una lucha vitriólica entre Largo y Saborit, el debate tuvo que cortarse de raíz para que no condujese a un cisma en el partido. Se aprobaron las actividades de los que habían estado a favor de la huelga, es decir, de Largo, Prieto, De los Ríos y gran parte de la base. Se votó a Largo Caballero como presidente del PSOE por 15 817 votos contra 14 261 de Besteiro, que no se había presentado para el puesto. Sin embargo, es difícil determinar si el gran número de votos que recibió reflejaba algo más que veneración por un miembro del partido antiguo y respetado. Su aparente aprobación de la participación ministerial también debió influir en los votos[69]. Cualquiera que fuera el caso, el XIII Congreso del PSOE representó el último voto de confianza importante de los socialistas a favor de la eficacia de la colaboración gubernamental.
El congreso del PSOE terminó el 13 de octubre. Al día siguiente, empezó el XVII Congreso de la UGT. El contraste entre las dos asambleas fue notable. El congreso de la UGT constituyó un gran triunfo para Besteiro, lo cual no es extraño dada la forma en la que se organizaban los congresos de la UGT. Cada sección nacional de la UGT, ferroviarios, impresores, panaderos, trabajadores de la construcción, mineros, trabajadores de la tierra, etc., estaba representada por sus propios funcionarios sindicales y tenía un número de votos en función al total de sus miembros. Esto significaba que los votos de una federación dada representaban en el congreso la opinión de la burocracia sindical de la Federación y no necesariamente la de la base[70]. Esto supuso una considerable desventaja para Largo Caballero, ya que, aunque tenía una inmensa popularidad entre los trabajadores en general, no controlaba los votos de ningún sindicato específico. Los besteiristas, en cambio, sí tenían este control: Saborit, de artes gráficas; Trifón Gómez, de los ferroviarios; Lucio Martínez Gil, de la FNTT.
Una enfermedad, que posiblemente sólo fue diplomática, apartó a Largo del congreso. Una vez más se discutió la huelga de diciembre de 1930, y esta vez se aprobó la conducta del comité ejecutivo de la UGT, que había sido hostil a la huelga. Se eligió una nueva ejecutiva con Besteiro como presidente y todos sus principales seguidores en los puestos claves. A Largo Caballero se le eligió secretario de la UGT. Sin embargo, inmediatamente mandó una carta de dimisión afirmando que la reivindicación del congreso de la ejecutiva de 1930 constituía una desaprobación de sus actividades en diciembre de aquel año. Los otros caballeristas elegidos, Rafael Henche y Pascual Tomás, también dimitieron, dejando la ejecutiva de la UGT exclusivamente en manos besteiristas. Largo se quejó de que los votos en bloque de Lucio Martínez Gil, por la FNTT, y de Trifón Gómez, por el Sindicato Nacional Ferroviario, iban en contra del espíritu del congreso[71]. Posiblemente fuera así, pero es difícil de demostrar tanto entonces como ahora.
De hecho, la oposición derechista a la reforma y el crecimiento del fascismo en el extranjero iban pronto a minar la fe de Largo Caballero en la eficacia de la colaboración gubernamental con la izquierda republicana. Sin embargo, este cambio, cuando se produjo, no iba a salvar las diferencias entre él y los besteiristas. Puede que todos fueran reformistas, pero lo eran de una clase radicalmente diferente. Los funcionarios sindicales que seguían a Besteiro creían que su deber era mantenerse al margen y dejar a la burguesía que cumpliera su tarea histórica. Mientras tanto, ellos continuarían defendiendo a la clase obrera dentro del sistema económico existente como lo habían hecho bajo la monarquía. Las opiniones de Largo Caballero eran más pragmáticas. Sabía que su participación en el gobierno había supuesto grandes avances en las condiciones de vida de la clase obrera y un aumento masivo en la afiliación de la UGT, y, puesto que había ambicionado las dos cosas durante toda su vida, haría todo lo posible para impedir una vuelta a las condiciones anteriores a 1931. Ahora, a finales de 1932, la derecha estaba amenazando sus reformas y las expectativas de las masas de la UGT de que éstas continuaran. Si para los besteiristas esto era una prueba de que la colaboración era peligrosa para la clase trabajadora, para Largo Caballero sólo podía ser un estímulo para defender el trabajo que llevaba realizado.
Así, en 1932 empezó el proceso de radicalización de Largo Caballero. Por encima de todo fue una respuesta al estado de ánimo de la base, impaciente por la lentitud de la reforma y por el éxito de la derecha en la obstrucción de su aplicación. Sin embargo, también le influyó en gran medida la progresiva toma de conciencia de la proliferación del fascismo. Sus consejeros más directos, Carlos de Baraibar, Luis de Araquistáin y Antonio Ramos Oliveira, le tenían informado del fracaso del reformismo social-demócrata en Europa[72]. Dentro del PSOE surgía la creencia de que Gil Robles podía jugar en España el papel fascista. En consecuencia, la resistencia de la derecha a la reforma era para Largo Caballero una prueba de que, lejos de retirarse a un reformismo clásico que siguiese las líneas besteiristas, los socialistas tal vez debiesen avanzar hacia una forma más radical de organización social. Sin embargo, esta convicción estuvo gestándose mucho tiempo. Largo sólo empezó el proceso de radicalización pública cuando se vio forzado a salir del gobierno en el verano de 1933. Incluso entonces, dada su moderación fundamental en la práctica, nunca fue más allá de la retórica.
Durante el invierno de 1932-1933, dos factores le hicieron empezar a reflexionar sobre la inadecuación del reformismo como medio de cambiar las estructuras sociales en un tiempo de depresión. El primero fue la ofensiva de los patronos, que causó grandes tensiones en la disciplina de los militantes de la UGT. El segundo fue la obstrucción de toda la legislación del gobierno por el partido radical. En ambos casos, la sección de la UGT más directamente afectada fue la FNTT. A nivel nacional, con los besteiristas controlando la ejecutiva, la FNTT continuaba defendiendo la moderación y el reformismo gradual. Los informes que había enviado a los congresos del PSOE y de la UGT habían insistido especialmente en la necesidad de un cumplimiento más estricto de la legislación existente[73]. A nivel local, sin embargo, la base se impacientaba por la ineficacia de esa legislación. En Salamanca, por ejemplo, el éxito de los patronos en evadir las decisiones del jurado mixto estaba creando un rencor intenso en la federación local de trabajadores de la tierra. Miles de trabajadores no habían recibido los salarios de la recolección y ni un solo terrateniente había sido multado. I^os dirigentes locales pensaban que, obedeciendo la disciplina de la UGT y sometiéndose al jurado mixto, las condiciones de los trabajadores habían empeorado. Se acusaba a Largo Caballero de ser «el único responsable moral y material»[74]. Ya no era posible frenar la militancia de los trabajadores locales, que habían acudido a todos los medios legales para proteger sus derechos. Se habló de escisiones en la UGT. Seguro que todo esto influyó considerablemente en Largo Caballero. Después de todo, en la toma de posesión del presidente había mostrado su preocupación por algo menos importante: «¡Qué dirían los obreros si me viesen de frac!»[75]. Su cambio de táctica repentino al final de la Dictadura fue el resultado de ver que los trabajadores estaban abandonando la UGT en protesta por la política de colaboración. Ahora era difícil que reaccionara de otro modo.
En protesta porque los terratenientes no pagaban los salarios que debían y por el funcionamiento inadecuado de la legislación social rural, la Federación de Trabajadores Socialistas de Salamanca convocó una huelga general para el 10 de diciembre. La huelga fue casi general y paralizó la provincia durante diez días. Se produjo cierta violencia, pero fue pronto reprimida por las fuerzas de orden. Desde Madrid, la ejecutiva de la UGT exigió el fin rápido de una huelga insensata. No sólo se ignoraron sus exigencias, sino que se interpretaron como la prueba de la traición de la burocracia a la base. Dada la decidida intransigencia de los propietarios salmantinos, es difícil ver lo que podía ganarse con la huelga. Del mismo modo, con los parados llevados a la desesperación por el lock-out, los llamamientos a la paciencia y a la disciplina, tenían que caer en oídos sordos y además provocar el rencor contra los socialistas del gobierno. La huelga terminó finalmente en punto muerto, los detenidos fueron puestos en libertad, las Casas del Pueblo volvieron a abrirse y se prometió, sin cumplirlo, solucionar los problemas del desempleo[76].
La militancia creciente de la base estaba creando divisiones en la jerarquía central de la UGT, en el gobierno y en la dirección sindical local. Para que sus miembros no desertaran a grupos más extremistas, los líderes locales se veían cada vez más obligados a dar su consentimiento a las huelgas. En Asturias, por ejemplo, después de haberse estado cociendo desde septiembre, se convocó una huelga general para mediados de noviembre. Los líderes del SMA, Amador Fernández, Ramón González Peña y Teodomiro Menéndez, no tenían otra elección. Por una parte, los propietarios estaban cerrando los pozos, despidiendo mineros e ignorando las normas de seguridad. Por otra, el Sindicato Único de Obreros Mineros, patrocinado por comunistas y anarquistas conjuntamente, veía aumentar sus miembros y su militancia. Si los dirigentes no seguían las exigencias de acción de los mineros, el SMA corría el riesgo de perder miembros, como había ocurrido en los años veinte. Sus peticiones no eran extremadas, simplemente que el gobierno tomase medidas para remediar la crisis de la industria. Una acción de este tipo suponía limitar las importaciones de chatarra, que estaban disminuyendo la demanda de carbón para las funciones; obligar a las entidades estatales a utilizar carbón español y persuadir a los consumidores de que almacenasen carbón para reducir los excedentes inmediatos. Los anarquistas de la región convocaron amplias huelgas de solidaridad, especialmente en Gijón, donde tenían el control sindical total. El SMA condenó estas huelgas como irresponsables. Sin embargo, a nivel de base, representaban una solidaridad creciente que, poco a poco, obligaría a la dirección moderada de la UGT a competir en militancia con anarquistas y comunistas. Las huelgas terminaron con las seguridades dadas por el gobierno de que se tomarían medidas a favor de las minas y con la derrota de la CNT en Gijón[77].
En la segunda mitad de diciembre volvió a evidenciarse la escisión entre la burocracia sindical y la base militante, cuando la huelga de ferrocarriles, que había sido evitada por poco a finales de 1931, amenazó finalmente con producirse. Algunos disidentes del Sindicato Nacional Ferroviario, que se oponían a la dirección reformista de Trifón Gómez, habían fundado un sindicato rival, la Federación de la Industria Ferroviaria, y presionaban para que se atendiesen las peticiones que habían quedado en suspenso el año anterior. El 10 de diciembre la UGT publicó una nota, firmada por Besteiro y Trifón Gómez, indicando a las federaciones afiliadas que no convocasen huelgas sin consultar previamente con la ejecutiva. Esto aumentaba el riesgo de perder miembros, pero era típico de la moderación responsable mostrada por los líderes reformistas. Para los socialistas fue especialmente mortificante cuando los radicales, siempre dispuestos a ponerle las cosas difíciles al gobierno, afirmaron demagógicamente que debían atenderse las peticiones de los ferroviarios. Prieto expuso en las Cortes la maniobra de los radicales. Adoptó una línea patriótica y declaró que, si estallaba la huelga, no dudaría en sacrificar los intereses de su partido para defender la República. Sin duda, era una amenaza a los ferroviarios de someterles al mismo trato severo que hasta entonces se había reservado, en general, a los anarquistas y comunistas. La huelga no tuvo lugar, pero se produjo una escisión importante en la que miles de miembros abandonaron el Sindicato Nacional Ferroviario[78].
El golpe peor lo sufrió Largo Caballero, y todo el gobierno, a mediados de enero. Los anarquistas habían organizado un levantamiento para el 8 de enero. En Cataluña, Zaragoza, Sevilla y Madrid fue reprimido sin grandes dificultades. Sin embargo, el pueblo de Casas Viejas (Cádiz) fue escenario de los acontecimientos más violentos de la revuelta y de su represión. Casas Viejas formaba parte de una zona de hambre endémica y de desempleo, exacerbados por el boicot de los patronos a la República. Si acaso, era aún más pobre que Castilblanco. Las viviendas de los braceros consistían en una cueva excavada, unas paredes de barro de un metro y un techo de ramas. El hecho de que parte de la mejor tierra del pueblo estuviera dedicada a la cría de reses bravas empeoraba una situación que un observador describía en los siguientes términos: «Los pobres, enloquecidos del hambre, y los ricos, enloquecidos de miedo». Cuando la declaración de la FAI, de comunismo libertario, llegó al líder local de los braceros, el septuagenario Curro Cruz, apodado «Seisdedos», decidió apoyarla. De una forma ingenua y milenaria, él y sus seguidores supusieron que automáticamente toda la tierra se había convertido en comunal. No esperando ningún derramamiento de sangre, decidieron olvidar el pasado y ofrecer a los terratenientes locales y a la Guardia Civil la oportunidad de unirse a la nueva empresa colectiva en plano de igualdad. Ante su sorpresa, la Guardia Civil respondió con disparos a la oferta. Se enviaron refuerzos y, tras una noche de sitio, la Guardia Civil y los guardias de Asalto prendieron fuego a la casa de «Seisdedos». Dentro estaban «Seisdedos», su yerno, sus dos hijos, su primo, su hija, su nuera y sus dos nietos. Los que intentaron escapar fueron recibidos a tiros. Otras 12 personas fueron también muertas a tiros a sangre fría[79].
La reacción inmediata de la prensa de derechas fue relativamente favorable, puesto que llevaba mucho tiempo pidiendo medidas severas de ley y orden en el campo[80]. Sin embargo, cuando los enemigos del gobierno se dieron cuenta del caudal político que podía sacarse del incidente, se levantó un grito de indignación. Los anarquistas, lógicamente, montaron en cólera, pero los grupos de derechas que normalmente aplaudían las acciones de este tipo de la Guardia Civil añadieron también sus voces a la campaña. Antes de que se conociesen todos los detalles, los tres ministros socialistas expresaron a Azaña su satisfacción por la represión del levantamiento anarquista, especialmente Prieto. Fernando de los Ríos dijo que lo que había ocurrido en Casas Viejas era necesario dados los antecedentes anarquistas de la provincia de Cádiz. Largo Caballero aconsejó medidas rigurosas mientras continuase la agitación[81]. Sin embargo, a pesar de su hostilidad a los anarquistas, los socialistas no podían aprobar el alarde gratuito de brutalidad llevado a cabo por las fuerzas de orden público. Además, su indignación aumentó por los intentos de la derecha y los radicales, especialmente, de demostrar que las salvajes represalias de Casas Viejas eran el resultado de órdenes específicas del gobierno[82], lo que no parece probable vistos los esfuerzos del gobierno por investigar el asunto. Sin embargo, la campaña de calumnias cobró su parte del tiempo y de la moral del gobierno. Los esfuerzos para probar la inocencia del gobierno absorbieron virtualmente todos sus esfuerzos durante los tres primeros meses de 1933. Como la campaña iba unida a una obstrucción sistemática de los intentos de aprobar leyes en las Cortes, todo ello desmoralizó considerablemente al gobierno[83].
Casas Viejas y sus repercusiones mostraron gráficamente a los socialistas el precio de la colaboración en el gobierno. Mostró más que nunca que para defender una república burguesa estaban sacrificando su credibilidad ante las masas socialistas. Ese sacrificio parecía haber valido la pena en 1931, cuando las mejoras del nuevo régimen suponían un beneficio real para la clase obrera. En 1933, sin embargo, con la legislación paralizada en las Cortes por los radicales y los agrarios y en las zonas rurales por el boicot de los patronos, sólo la convicción de que las cosas empeorarían si lo abandonaban persuadía a los socialistas de continuar en el gobierno. El 3 de marzo fue convocada una reunión de la ejecutiva del PSOE por su vicepresidente, Remigio Cabello, quien propuso la retirada socialista del gobierno. Largo Caballero no se opuso, pero un discurso enérgico de Prieto convenció a los reunidos de que sería un error que sólo beneficiaría a Lerroux. El gabinete estaba convencido de que un gobierno de Lerroux sería desastroso para la reforma, además de corrompido e ineficaz[84]. Paradójicamente, fue la oposición radical la que convenció a los diputados en Cortes del PSOE para que continuaran apoyando la participación socialista en el gobierno[85].
Durante la primavera y el verano de 1933, la presencia socialista en el gobierno asumió de forma creciente una postura defensiva, destinada, sobre todo, a excluir a los radicales. Esto no sólo significó que se hiciera poco en el campo de la nueva legislación, sino también que los grupos que componían la coalición republicano-socialista se viesen sometidos a una presión creciente a medida que aumentaba la oposición. Los radicales, sedientos de poder, iban aproximándose a los grupos derechistas; mientras tanto, los radical-socialistas se dividían en dos facciones: una, que se oponía al gobierno desde posiciones derechistas, y otra, desde la izquierda. Los dos motivos utilizados para justificar la oposición eran Casas Viejas y las elecciones municipales de 1933. Aproximadamente, el 10 por 100 de los votantes españoles iba a elegir nuevos concejales y alcaldes para sustituir a los que habían sido nombrados al no presentarse ningún otro candidato en abril de 1931. Cataluña no tomaba parte, y las elecciones tuvieron lugar en su mayoría en las provincias conservadoras del norte y en Castilla la Vieja. De 16 000 concejales elegidos, aproximadamente 10 000 eran republicanos de un tipo o de otro. De ellos, 1826 eran socialistas, 3222 eran republicanos de izquierdas que apoyaban a los grupos que formaban el gobierno, 2479 eran radicales y el resto de otros grupos republicanos. Eran derechistas declarados 4954. Puesto que las zonas en las que se realizaron las votaciones eran tradicionalmente derechistas, y en las elecciones previas muchos caciques habían nombrado a sus propios candidatos, los partidos del gobierno habían quedado razonablemente bien, especialmente tras el asunto de Casas Viejas y sus consecuencias. Sin embargo, quedó por debajo de las expectativas de socialistas y republicanos y fue saludado por la derecha y por los radicales como un plebiscito nacional contra el gobierno y los socialistas[86].
Besteiro vio en la obstrucción parlamentaria que siguió a las elecciones un buen pretexto para que los socialistas se retiraran del gobierno[87]. Largo no estaba de acuerdo, sobre todo porque el conflicto social creciente, visible en las zonas rurales, le convenció de que su presencia era esencial para proteger los intereses de la clase trabajadora. La lentitud con que funcionaba el Instituto de Reforma Agraria estaba creando un resentimiento considerable, sobre todo porque gran parte de los retrasos se debían al estudio de las demandas de los grandes de España para que no les fuese aplicada la confiscación de septiembre de 1932 de las tierras de la aristocracia[88]. El decreto de laboreo forzoso de Marcelino Domingo, aparte de enfurecer a los terratenientes, había hecho poco para mitigar la crisis creciente de desempleo en las áreas rurales. Si no se respetaba el decreto, se podía llamar a un inspector. Éste tenía una semana para informar a la Comisión Técnica Central de la Provincia, que a su vez tenía ocho días para dictar sentencia. Si la sentencia fallaba en contra del propietario y éste no emprendía las tareas prescritas en el decreto, el sindicato local estaba facultado para comenzar los trabajos una vez que hubieran pasado doce días. Incluso entonces no había ningún mecanismo para obligar a que el propietario pagase el trabajo realizado[89]. En consecuencia, en el sur, pueblo tras pueblo, los lugares de contratación se veían atestados de parados todos los días. La violencia se iba acumulando. Algunas propiedades fueron invadidas. Los braceros hambrientos robaban bellotas y aceitunas. Los incidentes sangrientos no eran raros, al abrir fuego los propietarios contra los trabajadores que entraban en sus tierras y robaban las cosechas o al atacar los trabajadores a los propietarios que les denegaban trabajo[90]. La violencia latente a nivel local se iba transmitiendo a la política nacional, en la que la hostilidad mutua del PSOE y la CEDA crecía con rapidez.
Esta hostilidad se veía acentuada por la convicción del PSOE de que la CEDA iba a jugar un papel fascista en España, acusación que el partido católico apenas negaba, si es que alguna vez lo hizo[91]. De aquí se sacaron dos conclusiones totalmente diferentes. Largo Caballero empezó a proclamar que si la democracia burguesa era incapaz de impedir la ascensión del fascismo, la clase trabajadora buscaría formas políticas diferentes con las que defenderse. Besteiro, por otra parte, sacó una conclusión mucho más defensiva. A lo largo de la primavera y el verano de 1933 dio una serie de discursos condenando la línea colaboracionista y abogando porque el movimiento socialista se retirase totalmente a la esfera sindical. Besteiro tenía fama de ser el marxista más consumado del PSOE. Sin embargo, aunque sus discursos tenían un barniz de retórica marxista, nunca consiguió llegar a unas conclusiones respecto al fenómeno del fascismo. La línea seguida por Largo, aunque tampoco fuese la última palabra en sofisticación teórica, iba a estar más cerca de parte del pensamiento marxista más avanzado sobre el tema. Las diferencias entre los dos iban a profundizar las divisiones existentes en el PSOE.
Puesto que Besteiro mantenía la opinión marxista rígidamente ortodoxa de que España debía pasar por una revolución burguesa clásica y sacaba la consecuencia de que la clase obrera no debía mezclarse en la tarea histórica de la burguesía, consideraba que su postura era más revolucionaria que la de Largo Caballero. Así, el 26 de marzo, en la conmemoración del cincuenta aniversario de la muerte de Marx, organizada por la Agrupación Socialista Madrileña, condenó el reformismo de los colaboracionistas. Denunciando la insuficiencia del reformismo en unos momentos de crisis económica, se pronunció también contra el radicalismo. En otras palabras, aconsejaba la inacción. Su aparente pureza revolucionaria no era más que un reformismo extremadamente puritano. Esto quedó confirmado el 2 de julio cuando habló en la Casa del Pueblo de Mieres en un homenaje a Manuel Llaneza, el gran líder sindical asturiano. Se reafirmó en la opinión de que había que dejar a la burguesía que llevara a cabo sus propias tareas y avanzó la singular teoría de que los socialistas italianos y alemanes estaban sufriendo el fascismo como consecuencia de haber participado en los gobiernos burgueses. La conclusión era que si los socialistas no hubieran tratado de defender a la clase trabajadora con el apoyo del Estado, no hubieran provocado a la burguesía para que se volviese hacia el fascismo. La noción fue ampliada el 26 de julio en el discurso de clausura del congreso del Sindicato Nacional Ferroviario. Haciéndose eco de las ideas expresadas por Turati en el período en que los socialistas italianos se veían sujetos a los ataques de los squadristi, Besteiro afirmó que los socialistas no debían arriesgarse a provocar la venganza de sus enemigos. En otra ocasión, Besteiro declaró, en una reunión del comité nacional de la UGT, que el fascismo «era el ruido de ratones en una vieja casa que asusta a los pusilánimes»[92].
La posición de Largo Caballero era muy diferente. Creyendo que la República estaba amenazada por el fascismo y totalmente consciente del fracaso de los socialistas alemanes e italianos para oponerse al fascismo a tiempo, abogaba no por la retirada, sino por tomar la iniciativa. Durante la primera mitad de 1933, la prensa socialista había mostrado claramente tanto su interés por los acontecimientos de Alemania como por su creencia de que Gil Robles y sus seguidores intentaban seguir los pasos de Hitler y Mussolini. En el verano, Largo y sus consejeros se dieron cuenta del asalto unido de los patronos industriales y agrícolas contra la legislación social de la República[93]. Era evidente que los días de presencia socialista en el gobierno estaban contados, puesto que Alcalá Zamora ya había tratado de persuadir a Azaña de que formase gobierno sin participación del PSOE. Así, Largo Caballero empezó a intentar recuperar el contacto con la base, que había perdido mientras ocupaba el Ministerio.
La revelación pública de las opiniones radicales recién adquiridas de Largo Caballero comenzó en un discurso, en el cine Pardiñas, de Madrid, el 23 de julio, dirigido al sector más militante del partido socialista, la Juventud Socialista. Una de las razones principales por las que rompía su silencio, dijo, era por la creciente hostilidad contra el movimiento socialista. Su discurso fue esencialmente moderado y dirigido especialmente a defender la colaboración ministerial contra las críticas de Besteiro. Sin embargo, se vio cómo endurecía sus posiciones. Sacó el tema de las afirmaciones de Besteiro de que la participación gubernamental había llevado el fascismo sobre las cabezas de los socialistas alemanes e italianos y señaló que el fascismo era el último recurso de la burguesía en una época de crisis del capitalismo. Por esto continuó haciendo hincapié en que el PSOE y la UGT tenían la obligación de evitar el establecimiento del fascismo en España. Si esto significaba tomar el poder, los socialistas, aunque muy de mala gana, estaban preparados para hacerlo. Es posible que el principal motivo del discurso fuese advertir al presidente y a los radicales de las consecuencias de obligar al PSOE a salir del gobierno. Sin embargo, las aclamaciones entusiastas que saludaron las partes más extremistas de su discurso sólo podían confirmarle la validez de su nueva línea[94].
El PSOE se estaba dividiendo claramente al provocar la ofensiva de los patronos diversas respuestas en el movimiento socialista. Esto se vio claramente en la Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas, en Torrelodones, cerca de Madrid, durante la primera mitad de agosto. Besteiro fue el primer líder de facción que se dirigió a los jóvenes socialistas. Su discurso iba dedicado principalmente a refutar la línea adoptada por Largo Caballero en el cine Pardiñas. Para él, la agresión de los capitalistas no era una razón para pasar al ataque, sino más bien una prueba de disciplina: «Si un estado mayor lleva a un ejército a una batalla en condiciones desfavorables y viene la derrota, y viene la desmoralización, la responsabilidad es del estado mayor, no tiene duda». Sin llegar a nombrarle, Besteiro acusó a Largo Caballero de adoptar una línea radical para ganar una popularidad fácil entre las masas y, al hacerlo así, correr el riesgo de una derrota del proletariado. Condenó cualquier alusión a la dictadura socialista para derrotar al fascismo como «un absurdo y una vana ilusión infantil». Añadió que «muchas veces se es más revolucionario resistiendo una de estas locuras colectivas que dejándose arrastrar por ellas». Su discurso revelaba que o no conocía las corrientes marxistas de pensamiento poshitleriano o no simpatizaba con ellas. Fue acogido con cierta hostilidad y El Socialista se negó a publicarlo[95].
Al día siguiente, 6 de agosto, habló Prieto. Sus palabras fueron más moderadas que las de Besteiro, aunque también previno contra los peligros de un radicalismo demasiado fácil. Defendió, lo mismo que Largo Caballero, lo que la República había conseguido hasta entonces. Sólo el que hubiese esperado que la República cambiase la estructura económica de España de la noche al día, declaró, podía estar insatisfecho, especialmente a la vista de la desastrosa depresión económica. Reconocía que el salvajismo de los ataques de la clase dirigente a la legislación de la República y a los socialistas era irritante. De hecho, en la parte más radical, e inevitablemente la más aplaudida, de su discurso llegó a decir que hubiese sido mejor tomar algunas represalias en 1931 por los años de opresión anteriores. Sin embargo, pidió a su público que considerase que la fuerza del ataque de la derecha hacía dudar de la capacidad de los socialistas para hacer frente al inmenso poder económico, que aún estaba en manos de las clases altas. El realismo, dijo Prieto, mostraba que «nuestro reino no es de este instante». Los que abogaban por el radicalismo habían comparado a la España de 1933 con la Rusia de 1917 para justificar, como habían hecho los bolcheviques, un salto por encima de la fase democrática burguesa de la revolución. Prieto señalaba que no era una comparación válida, puesto que la debilidad de las clases dirigentes rusas y sus instituciones estatales y militares en 1917 difícilmente podían aplicarse a España. También advertía de que, incluso si la toma del poder por los socialistas fuera posible, los restantes capitalistas de Europa no iban a quedarse cruzados de brazos. Fue un discurso muy hábil, en el que aceptaba la justificación moral del radicalismo, pero rechazaba la noción de que debía haber un cambio dramático en la política del partido. Realista como era, el discurso no fue lo que su joven público quería oír. Fue recibido fríamente, aunque no tanto como el de Besteiro, y no se publicó en El Socialista[96].
No estaba programado que Largo Caballero hablase en la Escuela de Verano. Sin embargo, algunos dirigentes de la Juventud Socialista le informaron de la decepción creada por los discursos de Besteiro y Prieto. Largo, siempre orgulloso de sus relaciones con las masas, no era un hombre como para ignorar los sentimientos de la base. Durante la Dictadura había dado pruebas suficientes de lo que los trotskistas llamaban «seguidismo», dirigir desde atrás. Entonces el entusiasmo de los militantes de base le había convertido en republicano; ahora le estaba convirtiendo en revolucionario. Su discurso trataba de la imposibilidad de una legislación auténticamente socialista dentro de los confines de una democracia burguesa. Fue un discurso bastante amargo, que reflejaba su consternación ante la virulencia de los ataques de la derecha. Afirmó que se había radicalizado por la intransigencia de la burguesía: «Creíamos antes que el capitalismo era un poco más noble, que sería más transigente, más comprensivo. No; el capitalismo en España es cerril, no le convence nadie ni nada». Sin embargo, Largo afirmaba que continuaba defendiendo la legalidad, a pesar de hablar de una futura transición al socialismo[97]. El discurso encantó a los jóvenes socialistas por sus implicaciones de que el partido adoptaría pronto una política revolucionaria en toda línea.
Hasta cierto punto, la retórica revolucionaria de Largo Caballero no era enteramente lo que les parecía a los jóvenes radicales. No era el resultado de una luz marxista. No puede descartarse un elemento de rivalidad personal con Besteiro, e incluso tal vez con Prieto. También es posible que con su nueva postura Largo estuviese intentando disuadir al presidente de que sustituyera a la coalición republicano-socialista por los radicales. Sin embargo, el nuevo revolucionarismo de Largo respondía, sobre todo, a un sentido de atropello ante la creciente agresión de los patronos contra la legislación social y los efectos que esto estaba teniendo en la UGT. A lo largo del verano aumentaron las pruebas de que los jurados mixtos y las diferentes leyes sociales no estaban siendo obedecidos. Se ignoraban las oficinas de empleo oficiales y se ofrecía trabajo sólo a los que renunciaban a pertenecer a la UGT y se afiliaban a los sindicatos de la patronal. No se cultivaba la tierra. Aumentaban los casos de terratenientes que disparaban sobre grupos de trabajadores. Una larga reunión del comité nacional de la UGT, celebrada el 16, 17 y 18 de junio, discutió hasta qué punto los intentos socialistas de mantener la disciplina de los trabajadores frente a la provocación no estaba sirviendo más que para perder miembros en el sindicato[98]. Largo estaba decidido a mantener la lealtad a la base.
En cierto sentido, era un dilema terrible. Puesto que los trabajadores se veían forzados a una militancia creciente por la negativa de los patronos a plegarse a la legislación social, Largo se veía obligado a un radicalismo verbal que cada vez iba a más. De no hacerlo así, los trabajadores acudirían a la CNT y a los comunistas y recurrirían a huelgas contraproducentes. De hacerlo, sólo podía exacerbar la polarización política de la República y, al mismo tiempo, proporcionar una justificación al extremismo de derechas[99]. Además, si Largo optaba por la línea dura que cada vez exigían más militantes, no iba a solucionar el problema de la intransigencia de los patronos sin un avance paralelo hacia una praxis revolucionaria activa. Prieto lo había reconocido en su discurso, pero había límites claros al punto en que se podía imponer una política de moderación a la base que, después de todo, estaba en la primera línea de una lucha de clases cada vez más cruenta. Era un dilema que iba a someter a fuertes tensiones la unidad socialista y que finalmente llevaría a Largo Caballero a su poco entusiasta participación en la insurrección de octubre de 1934.
Mientras los socialistas permanecieron en el gobierno fue posible apelar a la disciplina sindical y a la paciencia mientras se llevaban a cabo las reformas sociales. Sin embargo, esa situación no podía durar. En junio, Alcalá Zamora había utilizado como excusa para retirar su confianza al gobierno el que Azaña tuviese que cambiar por enfermedad al ministro de Hacienda, Jaime Carner. Alcalá Zamora invitó primero a Besteiro y luego a Prieto a formar gobierno, cosa imposible, ya que insistía en la inclusión de los radicales, que tanto habían obstaculizado la obra gubernamental de los socialistas. Puesto que ningún otro podía obtener la mayoría en las Cortes, el presidente se vio obligado a dejar que el gobierno continuase durante el verano. Consciente de la creciente oposición al gobierno, y siempre a la expectativa de un primer ministro más flexible que Azaña, Alcalá Zamora deseaba un cambio, incluso si esto significaba elecciones. Las dificultades de permanecer en el poder bajo tales circunstancias se manifestaron en agosto, cuando los diputados de derechas, con la complicidad de los radicales, consiguieron mutilar el proyecto de ley de Marcelino Domingo sobre los arrendamientos rústicos, traicionando así su cacareada preocupación por los pequeños arrendatarios[100]. A principios de septiembre, a pesar de un voto de confianza del Parlamento a Azaña, el presidente decidió que la victoria conservadora en las elecciones para el Tribunal de Garantías Constitucionales justificaba su petición a Lerroux de que formase gobierno. Éste lo hizo el 11 de septiembre, pero no podía enfrentarse a las Cortes sin una derrota cierta. Gobernó con las Cortes cerradas. Para gran satisfacción de los terratenientes, la legislación social de Largo Caballero fue virtualmente abandonada. La ley de términos municipales quedó sin aplicación en provincias enteras y las infracciones de la ley no se castigaban[101].
En el movimiento socialista había desde hacía tiempo un sentimiento de rabia y frustración de que la ligera reforma social conseguida hasta entonces hubiese provocado una oposición tan feroz. Ahora la velocidad con la que un gobierno republicano sin socialistas permitía la evasión de la legislación social empezó a minar seriamente la fe socialista en la democracia burguesa. Entrevistado el 23 de septiembre en el periódico de la juventud socialista Renovación, Largo Caballero declaraba que el nuevo gobierno había creado graves dudas sobre la posibilidad de que los trabajadores pudiesen conseguir sus aspiraciones mínimas dentro de la República. Para muchos izquierdistas, el asalto de las derechas a los resultados del socialismo reformista era el primer paso hacia el desastre fascista. La asociación de ideas no era difícil. Los terratenientes habían lanzado los ataques más violentos contra las reformas sociales de la República. Hitler y Mussolini no habían tardado en desmantelar la legislación social en cuanto llegaron al poder. La prensa y los representantes políticos de los terratenientes españoles no se cansaban de alabar los éxitos nazis y fascistas. En agosto, El Debate había comentado la necesidad que se hacía sentir en España de una organización como las que regían en Alemania e Italia y apuntaba que Acción Popular era esa «organización necesaria»[102]. Puede que Gil Robles no fuese un fascista, pero la izquierda española le veía como si lo fuese.
La clase obrera pronto sintió los efectos de la ausencia de Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo. Los funcionarios de la UGT se quejaron al comité nacional de que perderían miembros si la ejecutiva no se manifestaba contra el abandono del gobierno de la legislación social[103]. En un discurso a los tranviarios, el 1 de octubre, se vio que Largo ya se había dado cuenta de ello. Declaró que la primera tarea del movimiento socialista era proteger lo que hasta entonces habían conseguido. Para Largo, para la mayoría de los socialistas y para muchos republicanos, la República era consustancial con sus reformas; si no, no se diferenciaba de la monarquía. Por tanto, razonaba Largo, puesto que se asaltaban sus reformas, la República estaba en peligro. Los acontecimientos del mes anterior habían mostrado que Lerroux era un saboteador del régimen. Ya había colaborado con los monárquicos y con los agrarios para bloquear la reforma. Largo continuó afirmando que la vehemencia de la oposición a una legislación que simplemente ayudaba a los trabajadores a defenderse no presagiaba nada bueno para las ambiciones a largo plazo de los socialistas. Así, mientras afirmaba que respetaría la legalidad, recordaba el compromiso revolucionario del PSOE de una completa transformación de la estructura económica de la sociedad. Si, concluía, el gobierno cae en las manos de los que van a utilizar la legalidad y la Constitución contra la clase trabajadora y sus aspiraciones, los socialistas tendrán que pensar en dejar a un lado la legalidad[104].
Es posible que en esos momentos Largo adoptase en parte posturas radicales como una advertencia al presidente. Sin embargo, pronto iban a cambiar las cosas. Al día siguiente, hablando en las Cortes, Prieto declaraba que todos los compromisos de los socialistas con los republicanos habían terminado. Un día más tarde caía el gobierno[105]. Alcalá Zamora pidió al radical Diego Martínez Barrio que formase un gobierno para celebrar elecciones. Marcelino Domingo persuadió a Martínez Barrio de que un gobierno de ese tipo debería incluir a todas las fuerzas republicanas, incluso a los socialistas. Largo Caballero, después de consultar al resto de la minoría parlamentaria, dio su acuerdo, lo que confirma bastante el elemento premonitorio de su radicalismo. Sin embargo, al mismo tiempo que se veía que no era posible la participación socialista a causa de un tecnicismo constitucional, llegaban noticias de la oposición dentro del partido a una acción de este tipo[106]. Martínez Barrio formó un gobierno exclusivamente republicano el 8 de octubre. Las elecciones se anunciaron para el 19 de noviembre.
Largo Caballero, la Juventud Socialista y gran parte de la UGT se lanzaron a la campaña electoral con entusiasmo y optimismo. Otros dirigentes del PSOE no compartían la euforia de Caballero y estaban preocupados por la imprudencia de ir solos a las urnas en un sistema electoral que favorecía a las coaliciones amplias. De los Ríos confió sus dudas al embajador americano[107]. Prieto se aseguró de que en Bilbao no hubiera divisiones del voto de la izquierda, incluyendo a Azaña y a Domingo en la lista socialista[108]. Los socialistas no podían competir con la campaña masiva de propaganda montada por la derecha y empezaron su campaña dos semanas después que sus oponentes. Largo Caballero dominó la campaña, lo mismo que Gil Robles en el «frente antimarxista». Hizo una gira por el país durante la primera mitad de noviembre, y su lenguaje se hacía más revolucionario a medida que viajaba. Esto era una respuesta, primero, a la campaña de las derechas, cuyo tema principal era la necesidad de aplastar al socialismo, y segundo, al entusiasmo sin límites de las masas, que aclamaban sus discursos mucho antes de que hubieran terminado[109].
El 15 de octubre, Gil Robles había expresado su determinación de establecer el Estado corporativo. Los discursos de Largo anunciaban la determinación socialista de impedir que lo hiciese. El 5 de noviembre, en la plaza de toros de Jaén, el presidente del PSOE dijo ante 12 000 trabajadores que debían prepararse para defender las conquistas de la República y llevarlas más adelante en la vía hacia el socialismo. En Albacete, el 12 de noviembre, Largo fue más explícito. Afirmó que la oposición a sus débiles reformas mostraba que las tácticas legales reformistas eran fútiles. Si el progreso social iba a ser imposible, como seguramente lo sería en un régimen corporativo derechista, los socialistas tendrían que abandonar la democracia burguesa y proceder a la conquista revolucionaria del poder. El 14 de noviembre, hablando en Murcia, Largo declaró que nunca podría haber auténtica democracia en España mientras la feroz opresión económica fuese cosa corriente. Reconoció que sólo la dictadura del proletariado podía llevar adelante el desarme económico necesario de la burguesía[110]. Tales observaciones, por mucho que le gustasen a su público, sólo podían servir para provocar el encono de la derecha y justificar su postura agresiva. Dada la fuerza, tanto económica como política, de la derecha española, la línea adoptada por Prieto en Torrelodones parecía mucho más realista que los objetivos de Largo, comprensibles pero irrealizables.
Los resultados de las elecciones supusieron una amarga decepción para los socialistas, que sólo obtuvieron 58 escaños. Diversos factores contribuyeron a la derrota. No puede subestimarse la eficacia de la campaña de propaganda de las derechas. La izquierda afirmó también que se produjeron presiones considerables de la derecha sobre votantes potenciales de la izquierda en forma de soborno y de intimidación. Parece que en el sur, la Guardia Civil y algunos matones a sueldo de los terratenientes locales hostigaron bastante a los campesinos[111]. Muchos observadores creen que la introducción del voto femenino perjudicó a la izquierda. Las mujeres de clase obrera, se ha sostenido, votaron como sus maridos, mientras que las de clase media, cuyos maridos votaban republicano, siguieron el consejo del confesor[112]. Sin embargo, las dos razones principales de los pobres resultados obtenidos por la izquierda fueron la fragmentación electoral y la oposición de los anarquistas. Puesto que los socialistas se negaron a aliarse con los republicanos, fue necesario el doble de votos socialistas para conseguir un diputado que de votos de derechas. Los oradores de izquierdas eran recibidos con gritos de «¡Asesinos!» y «¡Casas Viejas!» por los anarquistas del público. En 1931, a pesar del apoliticismo de la CNT, muchos anarquistas habían votado por los candidatos republicanos. Ahora, o votaron por los radicales o se abstuvieron. El porcentaje nacional de abstenciones fue del 32 por 100; en las zonas de influencia anarquista fue mucho más alto. En Barcelona, Zaragoza, Huesca y Tarragona fue alrededor del 40 por 100, y en Sevilla, Cádiz y Málaga, más del 45 por 100. La victoria de las derechas no fue tan grande como parecía. Incluso con los radicales en las coaliciones más amplias, no consiguieron más del 40 por 100 de los votos en ningún sitio[113]. Todos estos factores sólo podían aumentar la desilusión de los socialistas con la democracia burguesa y facilitar el camino para una mayor radicalización.