Capítulo II - Barricadas contra la reforma: la derecha legalista, 1931-1933

CAPÍTULO II

BARRICADAS CONTRA LA REFORMA: LA DERECHA

LEGALISTA, 1931-1933

La victoria de los candidatos republicanos y socialistas en las grandes ciudades en las elecciones municipales de 12 de abril de 1931 preocupó considerablemente a muchos miembros de las clases media y alta. La decisión subsiguiente de Alfonso XIII de apartarse de España y la proclamación de la República el 14 de abril significó para ellos mucho más que un simple cambio de régimen. La monarquía simbolizaba para ellos un concepto jerárquico de sociedad, con la educación controlada por la Iglesia y el orden social defendido celosamente contra el cambio. Hasta entonces, el creciente resentimiento popular contra unas condiciones industriales duras y una distribución de la tierra manifiestamente injusta había sido contenido por la Guardia Civil y, en momentos de mayor tensión, por el ejército. Hasta 1923, aunque con crecientes dificultades, el sistema de monarquía parlamentaria estaba tan manipulado por la falsificación electoral que el sufragio universal no amenazó nunca seriamente el monopolio de poder de los grandes partidos oligárquicos, el liberal y el conservador. Sin embargo, ese año, los partidos fueron sustituidos por la Dictadura. Los viejos políticos que no se unieron al dictador no perdonaron nunca al rey su brusca destrucción del sistema constitucional. Ahora, el dictador había desaparecido, y tras él, el rey. Ante la nueva situación, las clases altas se vieron momentáneamente sorprendidas sin la formación política necesaria para defenderse de la amenaza implícita en la implantación de una república popular. Incluso, aunque no tuviera lugar la gran revolución burguesa prevista por los socialistas, una república apoyada por el movimiento socialista suponía claramente algún tipo de reforma, aunque fuese tibia, y algunos cambios en los privilegios políticos y sociales.

Las clases privilegiadas no estaban totalmente indefensas. La forma pacífica en que se estableció la República había dejado su poder económico y social intacto. Además, existían organizaciones de derechas que durante los últimos veinte años se habían esforzado en combatir el poder creciente de los trabajadores rurales y urbanos. Entre ellas destacaban la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y la Confederación Nacional Católico-Agraria, ambas capaces de movilizar el apoyo de masas contra la orientación progresista de la nueva república[1]. Su éxito sería tal que acabaría con las esperanzas que los socialistas tenían en la República.

El éxito de la ACNP y de la CNCA tendría lugar en el futuro. Por el momento, fueron los grupos más combativos los que trataron de salir en defensa del viejo orden. En Burgos, un monárquico excéntrico trató, sin éxito de reclutar un ejército de «legionarios» para combatir la revolución. En Madrid, otros, dirigidos por el miembro de la ACNP, Eugenio Vegas Latapié, trataron de fundar un periódico contrarrevolucionario y en seguida empezaron a conspirar para destruir la República violentamente. Antes de las elecciones, los exministros de Primo de Rivera habían fundado la Unión Monárquica Nacional para fortalecer la monarquía con las ideas autoritarias del dictador. La UMN había emprendido una amplia campaña de propaganda en provincias para luchar contra el republicanismo en las elecciones. El tono de su campaña mostraba que sabían bien lo que se jugaban en un posible cambio de régimen. En un mitin en Santander, un joven abogado católico, José María Gil Robles, miembro también de la ACNP, manifestaba: «El régimen monárquico…, al defender la monarquía, defiende los principios básicos de la sociedad». En otro lugar, Antonio Goicoechea, que había sido ministro del rey, insistía en el mismo tema: «La candidatura monárquica no significa sólo la permanencia de las instituciones fundamentales. Significa a la vez el orden, la religión, la familia, la propiedad, el trabajo»[2].

La derrota electoral y el reconocimiento del rey de la inutilidad de defender el trono por la fuerza había cogido desprevenidos a los conservadores. Mientras la izquierda se había preparado para el éxito, la derecha apenas se había imaginado un fracaso tan rotundo. Sin embargo, a pesar de toda la confusión aparente, la derecha daría pronto una respuesta al nuevo régimen bajo dos formas. La primera, adoptada por los seguidores más radicales de Alfonso XIII y por los carlistas, pretendía derribar la República por medios violentos[3]. La otra, la de la ACNP, era menos dramática y más realista a corto plazo. Consistía en aceptar el juego democrático, intentando hacerse con la República y privarla de significado. Surgió de la conciencia de la debilidad política de la derecha y de la percepción táctica de que sus intereses podían defenderse mejor dentro de la ley. Esta táctica legalista, conocida como «accidentalismo», fue, en términos del desarrollo de la República, la más importante de las dos. Es verdad que los «catastrofistas» estuvieron detrás del levantamiento militar de 1936, que terminó por destruir el régimen; sin embargo, hasta ese momento, sus actividades quedaron al margen del centro de la política republicana. Los accidentalistas, por otra parte, construyeron un partido de masas de derechas, lo utilizaron para bloquear la vía reformista de la República y, en consecuencia, alteraron totalmente, la opinión socialista sobre las posibilidades de una democracia burguesa. Esto aceleró la polarización de la política republicana y creó el contexto en el que las actividades de los conspiradores catastrofistas adquirieron una relevancia falsa.

El accidentalismo creía que las formas de gobierno eran accidentales, de importancia secundaria, y lo esencial era el «contenido» u orientación socio-económica del régimen. Ésta era la teoría propugnada por el líder de la ACNP, Angel Herrera, director del diario El Debate, militante católico y, hasta entonces, militante monárquico igualmente. Basándose en las encíclicas de León XIII y en los escritos del pensador tradicionalista Balmes, el accidentalismo no suponía la renuncia a los objetivos fundamentales, sino más bien una táctica prudente de adaptación a las circunstancias desfavorables, sin necesidad de defender causas perdidas. Era mejor luchar por los objetivos propios dentro del sistema establecido, especialmente cuando estaba claro que no había posibilidades de derribarlo. Sin duda, el accidentalismo de El Debate no era más que una adaptación política a unas circunstancias desagradables. La mañana del 14 de abril, el editorial de El Debate decía: «La monarquía española, tras quince siglos de vida, no puede acabar así». El día de las elecciones había proclamado la necesidad de una gran afirmación monárquica para proteger «los principios básicos de la sociedad» contra la «negativa barbarie» representada por la República. Incluso cuando se conocieron los resultados de las elecciones, el consejo de redacción se reunió para buscar una fórmula que permitiese al rey quedarse. Sin embargo, el 15 de abril, El Debate proclamaba la necesidad de respetar el nuevo régimen de facto. Los republicanos de todas las tendencias tenían motivos para pensar que este repentino abandono del ardiente monarquismo del día anterior no era totalmente sincero. Más bien se consideraba como un ejemplo de esa «habilidad de sacristía» que permitía a El Debate estar siempre al lado de los ganadores[4]. El otro editorial, publicado el 15 de abril, se titulaba «Nuestro homenaje al rey Alfonso XIII». Por cierto, que el manual de los accidentalistas daba una indicación retrospectiva de su actitud ante el advenimiento de la República: «Las turbas, siempre irresponsables por razón de su incoherencia, se adueñaron de los resortes de gobierno…; las cloacas abrieron sus esclusas y los detritus sociales inundaron las calles y las plazas»[5]. De hecho, hasta que la resolución del rey de abandonar el país no fue definitiva, no decidieron «intentar la lucha en el único terreno posible entonces: dentro de la legalidad republicana»[6].

Ángel Herrera mantuvo este tono combativo al dirigirse a los miembros de la ACNP el segundo día de existencia de la República, pidiendo que se lanzasen a una batalla defensiva contra «la avalancha que arrollaba las bases de la Iglesia». Sus objetivos debían ser la reorganización de las fuerzas dispersas, dotar de una ideología común a la derecha española y, dentro de la legalidad, «reconquistar todo lo perdido»[7]. Según escribió Gil Robles, colaborador de El Debate, que había participado en la campaña electoral monárquica y que se convertiría en el líder de los accidentalistas, «liquidados los partidos políticos conservadores, imposible la reacción de los elementos monárquicos dispersos, era urgente establecer un fuerte núcleo de resistencia». La «resistencia» se dirigiría contra cualquier amenaza de cambio en el orden religioso, económico o social. Los propagandistas comenzaron en toda España una campaña entusiasta «con el propósito de agrupar a las fuerzas no republicanas, destrozadas y maltrechas»[8].

El desarrollo de la campaña reveló parte de los intereses políticos por los que se emprendía la lucha. El 21 de abril, El Debate se dirigía «a todos los elementos de orden no adheridos ni antes ni ahora a la revolución triunfante» pidiéndoles que se unieran en una organización única. Puesto que la «revolución triunfante» no había hecho nada para cambiar ningún aspecto de la vida española, salvo la forma de gobierno, se veía que el llamamiento iba dirigido a los que abrigaban una hostilidad anterior a la República. La izquierda tenía que sospechar que su objetivo era, si no la vuelta inmediata del rey, al menos la limitación del régimen naciente a una forma indistinguible de la monarquía. El lema bajo el que las fuerzas «antirrevolucionarias» debían unirse era «Religión, patria, orden, familia y propiedad». El republicano consciente no podía dejar de ver el parecido con los utilizados por la Unión Monárquica Nacional hacía menos de dos semanas. En cualquier caso, el propio llamamiento de El Debate resaltaba la analogía: «Acaso alguien eche de menos en ese lema un miembro (una palabra afirmativa de la monarquía). Deliberadamente la omitimos, a pesar de nuestros conocidos y sinceros sentimientos monárquicos».

Tan claras como los lazos con la monarquía eran las conexiones con el Vaticano. La ACNP y El Debate tenían una tradición de sometimiento a los deseos de la jerarquía eclesiástica, y, a lo largo de la República, Angel Herrera siguió escrupulosamente las instrucciones de Roma, que recibía a través del nuncio papal, monseñor Tedeschini[9]. No es de sorprender que la línea editorial de El Debate y las tácticas adoptadas por la ACNP siguieran fielmente las instrucciones cursadas por el cardenal Pacelli, secretario de Estado del Vaticano, al cardenal Vidal i Barraquer. Pacelli recomendó que los católicos españoles siguieran el ejemplo de los bávaros en 1918 y se uniesen contra la amenaza comunista[10]. Vidal respondió inmediatamente con una carta pastoral redactada en términos similares, en la que virtualmente ordenaba la aplicación a la nueva organización fundada por Angel Herrera. Los católicos recibieron instrucciones de votar en las elecciones para Cortes constituyentes a los candidatos que protegieran los derechos de la Iglesia y que defendiesen el orden social[11]. A mediados de mayo, el Papa daba a la luz su encíclica antisocialista y antiliberal Quadragesimo Anno.

Los lazos estrechos con la jerarquía eclesiástica subrayaban hasta qué punto la omisión de cualquier afirmación monárquica en el lema del nuevo grupo era oportunismo manifiesto. Alfonso XIII se había identificado siempre con el clericalismo militante[12]. Además, tomar partido en materia religiosa suponía una posición social clara, ya que era la piedad de las clases media y alta la que se sentía ofendida por el laicismo de la República. Los vínculos estrechos con la Iglesia se habían ido limitando progresivamente a la aristocracia, los grandes terratenientes del sur y los pequeños propietarios conservadores de Castilla, Levante y las provincias vasconavarras. En consecuencia, la recién creada organización accidentalista iba a caracterizarse por una mezcla de religión y reacción: «Todos hemos de defender a España, y a nosotros mismos, y a nuestros bienes materiales y espirituales, convicciones…, conservación de la propiedad; jerarquía en la sociedad y en el trabajo»[13], lo que difícilmente sugería un espíritu amplio en las cuestiones de reforma social y era el corolario de un clericalismo activo. La Iglesia era todavía el símbolo viviente de la vieja España que los republicanos esperaban modernizar y, junto con la monarquía, el eje del mundo conservador. Además, la religión constituía un tema que podía utilizarse para movilizar el apoyo de las masas campesinas tras los intereses de la oligarquía. Habiendo perdido su hegemonía política en abril de 1931, la clase dirigente se aferró con más ahínco a la Iglesia como uno de los reductos claves de su dominio económico y social. Por su parte, la jerarquía eclesiástica, uno de los mayores terratenientes, tenía un punto de vista semejante sobre el valor de una alianza con la nueva formación política, creada para defender los intereses de la oligarquía agraria[14]. No es sorprendente, pues, que, a lo largo de la República, el clero utilizara tanto el púlpito como el confesonario para defender el orden económico-social existente y para hacer propaganda electoral a favor de Acción Nacional.

El 10 de mayo, el crecimiento del accidentalismo recibió un impulso considerable. Los seguidores de Alfonso XIII habían tratado públicamente de reagruparse como Círculo Monárquico Independiente. Su postura provocativa dio lugar a una reacción popular apasionada que fue la base de los célebres incendios de iglesias del 10 al 12 de mayo. Los orígenes de este furor incendiario continúan siendo oscuros, aunque Miguel Maura, el ministro de la Gobernación, estaba convencido de que los inductores fueron agentes provocadores sacados de los «sindicatos libres», sindicatos amarillos, que pretendían desacreditar al nuevo régimen. Los informes de algunos testigos oculares tienden a apoyar esta opinión. Tanto si los incendios se atribuyen a extremistas de izquierdas o a agentes provocadores de derechas, hay algo claro: la respuesta de la muchedumbre mostró hasta qué punto identificaban a la Iglesia con la monarquía[15]. Además, la intensidad de la reacción popular ante una demostración abierta de sentimientos monárquicos destacó las grandes ventajas del accidentalismo, que ya había decidido el 26 de abril formar un grupo que se llamaría Acción Nacional, para unir a todos «los elementos de orden». Mientras los propagandistas comenzaron a trabajar en provincias en los preliminares de la organización, Herrera se reunió con otros dirigentes de derechas para tratar de formar una coalición para la campaña electoral. Especialmente tras la lección del 10 de mayo, los conservadores de todas clases, incluyendo los monárquicos más extremistas, acudieron en tropel a la organización[16].

A los futuros miembros no se les pidió ninguna profesión de fe republicana. En León, Acción Nacional se fundó en las oficinas de las juventudes monárquicas[17]. Incluso los carlistas, fanáticamente antirrepublicanos, deseaban unirse[18]. En Madrid, la gigantesca tarea de enviar circulares y crear un archivo de votantes fue realizada por voluntarios. Uno de ellos escribiría más tarde: «En Acción Nacional se volcaron todas las colaboraciones, las primeras sumas importantes de dinero, casi todas las esperanzas de los que no podían transigir, y mucho menos legitimar, el nuevo orden… Todos los que allí ingresaron eran monárquicos. Ni un solo republicano encontré en los muchos días en que desinteresadamente presté mi trabajo escribiendo fichas o revisando listas electorales»[19]. En consecuencia, Antonio Goicoechea se encargó de la presidencia interina de la organización. Otros alfonsinos destacados, que simultáneamente conspiraban para derribar la República por la fuerza de las armas, ocuparon también puestos importantes en Acción Nacional.

La naturaleza conservadora, por no decir reaccionaria, del nuevo grupo era aún más acusada en provincias. En Cáceres, «todas las fuerzas vivas de la provincia, grandes terratenientes, significados políticos de todos los partidos y personas de influencia social» se reunieron, presididos por un monárquico, para fundar la sección local. En Córdoba, el comité de once personas incluía cuatro terratenientes, dos directores de fábrica y cuatro ingenieros. En Jerez, el predominio de los caciques era aún más marcado[20]. Menos espectacularmente derechista, pero igualmente conservador, y mucho más numeroso, era el apoyo existente en Castilla la Vieja y Salamanca, donde Acción Nacional heredó la influencia de la Confederación Nacional Católico-Agraria. Fundada por el terrateniente palentino Antonio Monedero Martín y ampliamente financiada por donaciones de los grandes terratenientes y suscripciones organizadas por El Debate, la CNCA se preciaba de tener 500 000 miembros en 1919. Es cierto que la organización había conseguido gran número de partidarios facilitándoles una serie de servicios. Cajas rurales de ahorro, entidades de crédito agrario, cooperativas para la venta de cosechas y las compras al por mayor, seguros, alquiler de maquinaria, todo contribuía a mitigar las condiciones sociales de la llanura castellana. Todas estas facilidades estaban sólo a disposición de los campesinos que dejaban claros sus sentimientos religiosos y conservadores. Su principal inspiración era el tradicionalismo; sus principales enemigos, «los principios paganos del liberalismo» y el socialismo. La CNCA afirmaba «los principios de religión, familia y propiedad como fundamentos del orden social en contra de las negaciones del socialismo». La CNCA tenía una orientación marcadamente contrarrevolucionaria y en ocasiones había organizado acciones antihuelguísticas. Antes de abandonar el país, Alfonso XIII había sido presidente de una de sus ramas más importantes[21].

La heredera inmediata de esta organización de campesinos ultraconservadores fue Acción Castellana, con base en Salamanca, una de las principales organizaciones que componían Acción Nacional. El desarrollo de Acción Castellana mostró hasta qué punto las organizaciones católicas estaban dispuestas a lanzar todo el peso de sus masas campesinas tras la oligarquía territorial local. Algunos de los terratenientes locales más reaccionarios, como el carlista Lamamié de Clairac y Cándido Casanueva, eran dirigentes destacados. Las sucursales de Acción Nacional en esta zona defendieron sistemáticamente los intereses de la élite agraria a lo largo de la República. Este compromiso se generalizaba hábilmente en su propaganda presentándolo como una preocupación patriótica por los «intereses agrarios», sobre todo para el consumo de los pequeños agricultores que constituían la base de su apoyo. Sumidos a menudo en la pobreza, consiguiendo de sus posesiones lo justo para vivir y trabajando al mismo tiempo como jornaleros en los latifundios, estos campesinos se consideraban, a pesar de todo, como «propietarios». Puesto que a veces, durante la cosecha, ellos contrataban a su vez mano de obra eventual, la prensa de derechas no tuvo dificultad en persuadirles de que la legislación laboral para el campo y los sindicatos socialistas les perjudicaban lo mismo que a los grandes propietarios. La utilización ambigua de palabras como labrador y agricultor, aplicadas indistintamente a los terratenientes grandes y a los pequeños y haciendo referencia tanto a los que cultivaban la tierra como a los que gozaban de buena posición social, era una de las técnicas más usuales para lograrlo. Así, los pequeños propietarios de Castilla, conservadores y católicos, a los que los párrocos les habían imbuido ya una gran desconfianza por la democracia, se sintieron en seguida identificados con los intereses de la oligarquía local, compartiendo con ella una devoción por la Iglesia y la monarquía como los dos pilares del orden social.

Al unirse a Acción Nacional, Acción Castellana hizo pública una declaración indicando que hubiera preferido dar la batalla a «los enemigos del orden social» a la sombra de la monarquía, pero, puesto que ésta ya no existía, la lucha continuaría sin ella. Su actitud inflexible ante la reforma social se revelaba en la afirmación de que cualquier cambio en la estructura de propiedad de la tierra sería comunismo y convertiría en esclavo al propietario. Durante la República, Salamanca iba a proporcionar a Acción Nacional gran parte de su apoyo más beligerante, pero no sería la única. Los cultivadores de naranjas que constituían la base de su sección en Valencia, la Derecha Regional Valenciana, contaban con unos dirigentes católicos más progresistas, pero también fueron los primeros accidentalistas que se levantaron en armas en 1936. La Unión Castellana Agraria de Palencia se aproximaba posiblemente más a la norma general al considerar su finalidad la defensa de los intereses de las «fuerzas sociales conservadoras»[22].

La aceptación táctica forzada de la República por parte de Acción Castellana era típica del grupo a escala nacional. Ya el 21 de abril, El Debate mostraba por qué aceptaba el accidentalismo: «Sin seguridad de éxito, menos con ciertas probabilidades de fracaso, no hay derecho a destrozar a España con discordias civiles y fratricidas». Por tanto, la derecha «moderada» evitaba la violencia no por convicción, sino por reconocimiento de su debilidad. Herrera sabía que iba a ser más fácil volver inocua la República trabajando dentro de ella que atacándola.

La naturaleza estrictamente limitada hasta de este tipo de aceptación de la República pudo verse en la belicosidad de la campaña de Acción Nacional para las elecciones de junio de 1931. Entre sus candidatos había varios antiguos dirigentes de la UMN, y su manifiesto dio el tono de la hostilidad mal encubierta a la República. La clave era la batalla contra el comunismo soviético, con el que se decía que la República era consustancial, lo que, como mínimo, era una exageración demagógica. El manifiesto describía la República como «la masa que niega a Dios y, por ende, los principios de la moral cristiana, que proclama, frente a la santidad de la familia, las veleidades del amor libre; que sustituye la propiedad individual, base y motor del bienestar de cada uno y la riqueza colectiva, por un universal proletariado a las órdenes del Estado». Puesto que este tipo de propaganda se lanzaba a un público rural semianalfabeto y políticamente inmaduro en unos momentos en que el gobierno se caracterizaba por su timidez en las cuestiones sociales, sólo puede definirse como deliberada o irresponsablemente provocadora. De hecho, el manifiesto se expresaba abiertamente en términos de declaración de guerra social «para decidir el triunfo o el exterminio de esos principios imperecederos. En verdad, ello no se ha de resolver en un solo combate; es una guerra, y larga, la desencadenada en España»[23].

El primer mitin electoral confirmó la impresión dada por el manifiesto. Celebrado en Ávila, lo abrió Bermejo de la Rica con una llamada a la intransigencia: «La falta de masculinidad de la aristocracia y la burguesía española había permitido el surgimiento de las más bajas e ínfimas turbas». Otro orador, Pérez Labor da, que más adelante dirigiría las juventudes de Acción Nacional, igualaba la República con el bolchevismo y apelaba a su público de agricultores locales para que defendiesen los principios de Acción Nacional, si no querían echarse atrás mientras la República asesinaba a dos millones de personas. Otros oradores, entre ellos Angel Herrera, admitieron abiertamente sus convicciones monárquicas, que únicamente silenciaban por oportunismo. Herrera dijo que habían decidido no alzar la bandera de la monarquía, a pesar del monarquismo de la mayoría de los miembros del movimiento. El ejemplo a seguir era el de Hindenburg. Todo esto derivaba de la convicción de que nada podía consolidar más la República que los ataques frontales, la lección del 10 de mayo[24].

Característico de la campaña fue la unión constante de la religión y el conservadurismo social. En el mitin de Ávila se afirmó que el orden social se había basado en dos principios, la monarquía y la Iglesia; al haber desaparecido uno, la defensa del otro tenía que ser más decidida. En otro mitin, en Tamames (Salamanca), Gil Robles afirmó: «La religión es un freno que evita que la sociedad marche en la anarquía… No hacemos promesas irrealizables de reparto de tierras o proyectos de socialización que conducen a catástrofes como la de Rusia en 1920». Se hicieron carteles en los que se decía simplemente: «¡Propietarios! Acción Nacional será la mejor salvaguardia de la propiedad en las Cortes constituyentes»[25]. Sin embargo, los resultados de las elecciones fueron decepcionantes. La campaña consiguió 24 diputados de las dos Castillas y de León, que serían conocidos como la minoría agraria. Acción Nacional se había fundado para organizar la propaganda de las elecciones. Ahora, precisamente porque la victoria de las izquierdas había confirmado la «amenaza revolucionaria», se decidió mantener la organización para defender los intereses de la derecha dentro de la arena política y legal[26].

La primera tarea de la minoría fue la de dejar sus huellas en la redacción de la nueva constitución. El tipo de mandato que poseían se vio en una serie de mítines contra la reforma agraria que las federaciones de agricultores celebraron en todo el país, pero especialmente en el sur. El Debate informó de los mítines, simpatizando con ellos, y se hizo eco de sus quejas en los editoriales[27]. Inevitablemente, las cláusulas de la Constitución que más interesaban a los diputados de la minoría agraria eran las que se referían a la posición de la religión organizada en la sociedad y a la posibilidad de reforma agraria, lo que lógicamente hizo que su oposición se centrase en dos puntos principales: los artículos 26 y 44. El primero de ellos se refería a la supresión de ayuda económica oficial al clero y a las órdenes religiosas, a la disolución de las órdenes con cuarto voto, como los jesuitas, y a la limitación de los derechos económicos de la Iglesia. La actitud republicana hacia la Iglesia se basaba en la creencia de que, si se iba a construir una nueva España, habría que terminar con la fortaleza de la Iglesia en muchos aspectos de la sociedad. No se atacaba a la religión como tal, pero la Constitución tendría que terminar con el apoyo del gobierno a la posición privilegiada de la Iglesia como institución. La minoría agraria en el Parlamento y la cadena de periódicos, de la que El Debate era el centro, lo presentaron como anticlericalismo virulento, permitiendo así que los que se oponían a todo tipo de reforma uniesen su reaccionarismo a la causa de la religión. El artículo 44 establecía en uno de sus apartados que «la propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes».

En alianza con la minoría ultracatólica vasconavarra, los agrarios opusieron una terca resistencia a cada cláusula progresista que suponía un cambio en el orden social existente. Cuando se les acusaba de «trogloditas» antidemocráticos y monárquicos, los agrarios respondían con débiles protestas de accidentalismo, convicciones democráticas y amor a los pobres. Sin embargo, cuando se debatían los artículos referentes a la autonomía regional, a la propiedad privada, a un enfoque más flexible y humano de las relaciones laborales, amontonaban enmienda tras enmienda intentando bloquear la aprobación de la Constitución[28]. Era difícil desterrar la impresión de que, bajo la bandera del catolicismo perseguido, se estaba defendiendo la estructura de la sociedad existente bajo la monarquía. Además, las cordiales relaciones de republicanos prominentes, como Manuel Azaña, Luis de Zulueta, Jaume Carner y Luis Nicolau D’Olwer, con eclesiásticos liberales, como el cardenal Vidal, desmentían los gritos accidentalistas de que la Iglesia estaba siendo perseguida sin merced[29].

A pesar de los esfuerzos de los agrarios, los artículos 26 y 44 se incluyeron en el proyecto aprobado de Constitución, lo que afianzó la oposición de la derecha. El manual de los accidentalistas describía la aprobación del artículo 26 en términos que revelan la extensión de la flexibilidad del grupo: «Cayó la razón, aplastada por la pezuña de la bestia, con todos los horrores del Apocalipsis y con toda la majestad hollada y escarnecida»[30]. La minoría agraria se retiró inmediatamente de las Cortes y anunció el lanzamiento de una campaña para la reforma de la Constitución. El llamamiento para la revisión se convirtió en un grito de unión contra la República. Un tremendo esfuerzo de propaganda en la prensa y en una serie de mítines a escala nacional intentaron formar una reserva de sentimiento conservador antirrepublicano. Gil Robles, que durante la campaña emergió como una de las principales figuras de Acción Nacional, escribió más tarde que la finalidad era dar a la derecha un apoyo de masas que la preparase para luchar con la izquierdista «por la posesión de la calle»[31]. El tono de la campaña fue beligerante e incendiario y tuvo bastante éxito, cambiando la forma en que la población católica, especialmente en las áreas rurales, percibía la República. Se abrió con una convocatoria en El Debate a todos los católicos para que «se defienda y defiendan a la vez, por todos los medios y con todos los recursos, la existencia amenazada de España». Miguel Maura, que había dimitido del gobierno en protesta por su tono marcadamente laico, intentando mantener su propia credibilidad entre las derechas, había comentado que el lenguaje de Gil Robles respecto a la Constitución era una incitación a la guerra religiosa y dañaría irreparablemente a la República[32].

La prensa católica difundió una interpretación de la Constitución presentándola como un anteproyecto para la persecución de la religión y de los ciudadanos respetables. Centenares de oradores fueron enviados a toda España a presentar una visión deliberadamente distorsionada de la situación política. Las aspiraciones reformistas de la República se describían como revolucionarismo violento, y su laicismo, como un satánico asalto a la religión. En el primer mitin de la campaña, celebrado en Ledesma (Salamanca), Gil Robles dijo: «Mientras las fuerzas anárquicas, pistola en mano, siembran el pánico hasta en las alturas gubernamentales, éstas atropellan a seres indefensos, como pobres monjas». Acción Nacional de Toledo redactó un manifiesto en el que se afirmaba: «Cuando no se respeta la religión en un Estado, no se han de guardar mayores consideraciones ni a la propiedad ni a la familia»[33]. Los términos de esta propaganda estaban totalmente fuera de proporción, con los pasos vacilantes hacia la reforma que la República había dado hasta entonces e iban concebidos de forma que los pequeños propietarios rurales, sencillos y conservadores, o los dueños de pequeños negocios, cuyos intereses no estaban amenazados por la República, pensaran que podían temerlo todo del nuevo régimen. De esta forma, los acaudalados promotores de la costosa campaña de prensa y propaganda de Acción Nacional ganaban un apoyo de masas contra las futuras reformas que amenazaban sus intereses. A finales de 1931, Acción Nacional tenía 26 organizaciones afiliadas en provincias, y un año más tarde esta cifra se había elevado a 36.

En Madrid, en un mitin celebrado bajo los auspicios de Acción Nacional, Goicoechea afirmaba ante un público entusiasta que habría una lucha a muerte entre el socialismo y la nación, y que, por tanto, sería necesario defender la propiedad y fortalecer las fuerzas del orden. Gil Robles, dirigiéndose a los acaudalados hombres de negocios del Círculo de la Unión Mercantil, pidió la unidad de todos los hombres de derechas, monárquicos o republicanos. El alboroto de toda esta propaganda no pasó inadvertido en la izquierda, y el ministro socialista del Trabajo, Largo Caballero, protestó por la acritud de los ataques a su partido. La campaña estaba llegando a unos límites en los que el gobierno se vería forzado a prohibirla. El 8 de noviembre hubo un gran mitin revisionista en Palencia organizado por los miembros de la minoría agraria y algunos tradicionalistas. Joaquín Beunza, carlista moderado, tronó ante un público de 22 000 personas: «¿Somos hombres o no? Quien no está dispuesto a darlo todo en estos momentos de persecución descarada, no merece el nombre de católico. Hay que estar dispuesto a defenderse por todos los medios, y no digo por los medios legales, porque a la hora de la defensa todos los medios son buenos». Después de declarar que las Cortes eran un zoo, dijo: «Estamos gobernados por unos cuantos masones. Y yo digo que contra ellos todos los medios, los legales y los ilegales, son lícitos». Cuando la semana siguiente el alfonsista Sainz Rodríguez pronunció una conferencia atacando a las Cortes y al partido socialista, el gobierno puso fin a la campaña antirrepublicana[34].

En diciembre, Acción Nacional celebró una asamblea deliberante que no hizo nada por borrar excesos como los de Beunza. Aunque en ella se confirmó que Gil Robles sucedería en la presidencia a Goicoechea, la asamblea adoptó el programa establecido por éste. Mínimo y circunstancial, reconocía la libertad individual de los miembros para defender sus propias opiniones sobre las formas de gobierno. Redactado de tal forma que permitiese a los alfonsistas radicales continuar en la organización, el programa hizo inevitable que Acción Nacional quedara marcada por la huella de sus extremistas. También tenía afirmaciones políticas que no se referían a las formas de gobierno. La premisa básica era que la nación se veía amenazada por el socialismo internacional y el extremismo separatista. Se reafirmaba el principio de la propiedad privada y se expresaba una hostilidad fundamental a la reforma agraria, definiéndola como un intento de sacrificar los derechos individuales y la salud pública a «la conveniencia malsana» de halagar a las masas obreras con «programas pomposos». Sobre todo había que revisar la Constitución[35]. La izquierda sólo podía ver en esto una declaración de guerra a la esencia de la República.

Mientras tanto, El Debate hablaba de fundar un partido político. El manifiesto publicado con motivo de la fundación de la Juventud de Acción Nacional proporcionaba un indicio inquietante de la intransigencia que esto podía llevar a la política española. Estrechamente vinculado a la organización madre, este movimiento de la juventud declaraba: «Somos hombres de derechas… Acatamos las órdenes legítimas de la autoridad; pero no aguantaremos las imposiciones de la chusma irresponsable. No nos faltará nunca el valor para que se nos respete. Declaramos la guerra al comunismo, así como a la masonería»[36]. Puesto que, a los ojos de la derecha, estos últimos conceptos estaban representados por el partido socialista y la izquierda republicana, tales excesos hacían poco por la credibilidad de la noción tan cacareada de Acción Nacional de oposición constructiva dentro de la legalidad republicana.

Esta belicosidad parece haber sido un reflejo exacto del tono que Gil Robles intentaba dar a su grupo. Abriendo una campaña de reclutamiento masivo, dijo en Molina de Segura (Murcia) el 1 de enero: «En este año de 1932 hemos de imponernos con la fuerza de nuestra razón y con otras fuerzas si no bastara. La cobardía de las derechas ha permitido que los que en las charcas nefandas se agitaban han sabido aprovecharlo para ponerse al frente de los destinos de nuestra patria»… No había duda en nombre de quién se pregonaba esta militancia: «Yo me dirijo a los poderosos, a los que tienen mucho que perder, y yo les diría: si en los momentos oportunos os hubierais desprovisto de una pequeña cantidad, es seguro que habríais perdido mucho menos que ahora, porque lo que se da para la prensa, para la prensa de derechas, que defiende los principios fundamentales de toda sociedad: religión, familia, orden, trabajo, es un verdadero seguro de la personal fortuna». En la misma línea, un periodista de la órbita de Acción Nacional escribía: «El peligro que amenaza a nuestros altares, amenaza también a nuestros bolsillos»[37].

Para defender estos intereses se estaba creando un partido político. Se aceptaba el parlamento como campo de batalla más conveniente. Todo esto quedaba claro mitin tras mitin, mientras Gil Robles trabajaba para crear un gran partido de masas de la derecha. En Málaga, dijo: «El ideal de la derecha española no es otro, hoy por hoy, que formar un frente único contra el peligro que nos amenaza. Ese peligro está en el partido socialista español… Hay que constituir el frente único para acabar y evitar que el socialismo combata. Hay que luchar por la conquista del parlamento»[38]. Gil Robles hizo un esfuerzo sobrehumano de organización y propaganda, viajando sin cesar por toda España, tratando de dar a Acción Nacional el apoyo de masas necesario para la «conquista» legal del poder. Hubo momento en que pronunció discursos en quince pueblos en menos de dos días. Como él mismo ha admitido, lanzaba siempre a su público en una escalada de conflictos con las autoridades. Afirmaba que les estaba preparando para que pudieran defender sus derechos en la calle. Y todo esto, en unos momentos en que la República se había limitado a emprender una marcha vacilante hacia una reforma agraria limitada. En 1937, y en sus memorias, Gil Robles ha afirmado con orgullo que la beligerancia que él creó hizo posible la victoria de la derecha en la guerra civil[39].

El movimiento creció con rapidez, especialmente en las zonas conservadoras que se iban a ver afectadas por la reforma agraria. En Castilla la Nueva y en Extremadura, organizaciones como Acción Popular Agraria de Badajoz, Derecha Regional Agraria de Cáceres, Acción Agraria Manchega y Acción Ciudadana y Agraria de Cuenca se afiliaron a la organización madre. El crecimiento numérico destaca la ambigüedad del programa. Los numerosos monárquicos de Acción Nacional estaban más de acuerdo con la oposición abierta a la República que con el accidentalismo. Bajo la égida de la organización supuestamente legalista se hicieron virulentas afirmaciones en ese sentido. Mientras el reclutamiento era la principal prioridad, la propaganda tendía hacia la demagogia. En abril, el movimiento sobrevivió al cambio de su nombre por el de Acción Popular y continuó creciendo[40].

Un tema provechoso para la oligarquía agraria y sus representantes políticos fue la cuestión de las existencias y los precios del trigo. La situación podía explotarse ventajosamente para fomentar la hostilidad contra la República, haciéndolo de tal manera que se movilizase el apoyo de los numerosos pequeños propietarios productores de trigo. Esto era posible porque el trigo se cultivaba en Castilla, Aragón y partes de Andalucía; es decir, tanto en las zonas de pequeñas propiedades como en las de latifundio, y en los problemas relativos al almacenamiento y a los precios a escala nacional era siempre relativamente fácil crear una identificación aparente entre los intereses de todos los cultivadores de trigo, grandes y pequeños.

Éste fue el caso de la campaña organizada durante el otoño y el invierno de 1931 para asegurar un aumento en el precio mínimo del trigo, la tasa, que entonces era de 46 pesetas el quintal métrico. Organizada por los grandes productores, la campaña, por razones obvias, contó con el apoyo de los pequeños agricultores, los arrendatarios y los aparceros. En realidad, sin embargo, sólo los grandes cultivadores iban a beneficiarse. Sus costes de producción eran menores por las economías de escala y a menudo porque sus tierras obtenían mejores rendimientos. Muchos productores acomodados, incluso en las zonas castellanas de pequeña propiedad, contaban con capital suficiente y con las instalaciones de almacenamiento necesarias para poder conservar el trigo fuera del mercado hasta el momento más favorable para su venta. Un aumento en el precio incrementaría sus ya confortables márgenes de beneficio y lógicamente no perjudicaría los intereses de los pequeños propietarios. Sin embargo, los pequeños cultivadores no iban a mejorar su posición precaria. Siempre escaso de dinero en efectivo, ya fuera para las semillas, los fertilizantes o para alimentar a su familia, el pequeño propietario estaba siempre a merced del acaparador local cuando llegaba el momento de desprenderse de su cosecha. El acaparador, a veces un comerciante, a veces un prestamista o incluso un terrateniente, compraba las cosechas a los pequeños cultivadores, que no tenían ni almacenes ni sistemas de transportes propios. Cualquiera que fuese el precio mínimo oficial, el pequeño agricultor tenía que vender normalmente al precio dictado por el acaparador, bien por necesidad inmediata, bien porque la necesidad de devolver algún préstamo al propio acaparador le obligaba a vender en momentos en que el mercado contaba con excedentes.

A pesar de todo, una campaña para subir los precios podía contar con el apoyo de todos los cultivadores de trigo. Los propietarios querían aumentar el precio de 46 a 53 pesetas. La campaña estaba dirigida por dos diputados de Valladolid, Antonio Royo Villanova y Pedro Martín y Martín, al que los socialistas acusaban de ser un acaparador[41]. En las Cortes, Royo Villanova afirmaba que los aumentos de los salarios agrícolas aprobados por Largo Caballero habían incrementado los costes de producción del trigo en un 30 por 100, 54-55 pesetas el quintal métrico. Pedro Martín insinuaba hábilmente que eran los trabajadores urbanos los que mantenían la pobreza de los pequeños agricultores, afirmando que un aumento en los precios del pan podía ser fácilmente absorbido por las ciudades. La campaña continuó con el apoyo de la cadena de prensa de Acción Popular. Cuando Marcelino Domingo, el nuevo ministro de Agricultura, tomó posesión del cargo en diciembre, ordenó inmediatamente una investigación sobre la necesidad de revisar la tasa. Las informaciones locales mostraron que los costes de producción variaban de 33,25 pesetas el quintal métrico en Salamanca a 41,77 en Badajoz. En consecuencia, como no estaba dispuesto a aumentar el precio del pan en unos momentos de gran desempleo y de disminuciones salariales y como se daba cuenta de que los acaparadores impedirían que los beneficios reales alcanzasen a los pequeños agricultores, Domingo optó contra el aumento de la tasa[42].

El ministro se vio sometido a una virulenta campaña de prensa que culpaba a su acción de todos los males del campo. Los propietarios que contaban con existencias y que habían esperado beneficiarse de la mala cosecha de 1931 empezaron a retener los suministros. En enero de 1932, Marcelino Domingo recibió informes sobre la escasez y replicó con un decreto bastante ineficaz prohibiendo la acumulación clandestina. Algunas existencias tuvieron que salir al mercado, pero no en cantidad suficiente para calmar el miedo a la subida del pan, con los consiguientes problemas de orden público. La prensa empezó a hablar de la necesidad de levantar las restricciones a la importación de trigo, una decisión delicada políticamente, dada la debilidad de la peseta y el hecho de que los altos costos del trigo español sólo le permitieran sobrevivir a la competencia del trigo argentino y norteamericano a través de una rígida protección. El 12 de abril autorizó la importación de 50 000 toneladas para las provincias más necesitadas y a continuación pidió a los almacenistas que revelasen las existencias y a los cultivadores que hicieran un cálculo de la próxima cosecha. Los informes recibidos sugerían que se avecinaba una escasez drástica. Domingo autorizó más importaciones —100 000 toneladas el 27 de abril, 100 000 toneladas el 26 de mayo y 25 000 el 15 de junio[43].

Los precios continuaron subiendo, hasta alcanzar el nivel más alto de todos los tiempos en julio, momento en que milagrosamente aparecen unas 250 000 toneladas en el mercado, coincidiendo con la entrega de los envíos extranjeros. A continuación siguió un período largo de buen tiempo y relaciones laborales estables que produjeron una cosecha abundante. A lo largo del otoño, los precios del trigo cayeron rápidamente, hasta llegar al punto mínimo desde 1924. Aproximadamente dos millones de personas que de una u otra forma estaban relacionadas con la producción de trigo se vieron perjudicadas por la caída, que en gran parte había sido causada por la especulación de los grandes propietarios. Sin embargo, la prensa de derechas comenzó inmediatamente a trabajar para convencer a los pequeños propietarios de que las importaciones de Marcelino Domingo habían provocado el desastre. Los agrarios le acusaron de haberse propuesto deliberadamente destruir la agricultura española. La campaña tuvo considerable éxito y fue uno de los datos decisivos para que los partidos de la derecha consiguieran el apoyo de los pequeños propietarios castellanos en las elecciones de noviembre de 1933.

En la primavera de 1932, la cuestión de cómo oponerse mejor a la reforma agraria propuesta y al estatuto catalán, cuya discusión empezó en mayo, planteó el problema de hasta dónde debía llegar el respeto a la República. Los ultramonárquicos del grupo de Acción Española conspiraban activamente contra la República sin ver ninguna incompatibilidad entre su actuación y su pertenencia a Acción Popular[44]. Gil Robles, por otra parte, creía que no había posibilidad inmediata del triunfo de una solución de fuerza, cuando la derecha podía conseguir mejor los mismos objetivos infiltrándose en la República y apoderándose de ella[45]. Se trataba simplemente de una cuestión táctica. Según el propio Gil Robles, la inmensa mayoría de los miembros de Acción Popular eran monárquicos y sentían una «repugnancia invencible» ante la idea de aceptar la República. Lo mismo podía aplicársele a él: «En un orden teórico fui y soy monárquico… Los mismos motivos que le impedían al noventa por ciento de los afiliados de Acción Popular admitir la declaración de republicanismo, me vedaban, incluso por razones de buen gusto, hacer declaraciones de fervorosa adhesión a un régimen cuyos primeros pasos habían hollado mi conciencia de cristiano»[46].

La eficacia de la táctica legalista quedó demostrada durante la primavera y los comienzos del verano. El Debate publicó comentarios hostiles a los proyectos de reforma agraria y del estatuto catalán, mientras la minoría agraria comenzaba en las Cortes una campaña de obstrucción. Su éxito fue notable. Entre mayo y septiembre de 1932 un tercio del tiempo de debate en las Cortes se ocupó en discusiones de la reforma agraria. Los debates se alargaban mientras los diputados de derechas planteaban cuestiones técnicas complejas. Cada miembro de la minoría agraria tenía una enmienda para cada cláusula del proyecto de ley. Para agosto, sólo se habían aprobado cuatro de los 24 artículos[47].

Sin embargo, este éxito se vio anulado por la primera manifestación de la otra táctica, la «catastrofista», que tomó la forma del levantamiento fracasado de 10 de agosto, que sería conocido como la «sanjurjada». El resultado adverso del levantamiento destacó la relativa eficacia de la táctica parlamentaria para detener la reforma. Según Gil Robles, «la obstrucción tenaz a varios de los proyectos y la fiscalización constante de la obra gubernativa no sólo impidió que se aprobaran muchas leyes, sino que desgastó extraordinariamente a los gobiernos de izquierdas»[48]. La respuesta decidida del gobierno al golpe de estado mostró que la táctica «catastrofista» era contraproducente para los intereses materiales de la derecha. La ola de fervor republicano que se produjo hizo que los dos proyectos se aprobasen sin dificultad en septiembre. Más aún, produjo una represión general de las actividades de la derecha. Quedaba probado que los ataques frontales sólo podían fortalecer a la República. A pesar de que la derecha aplaudiera los motivos del 10 de agosto, y lo hizo descaradamente, en la práctica constituyó un retroceso considerable.

Gil Robles estaba decidido a que esto no volviera a ocurrir. La ambigüedad del programa de Acción Popular, que había sido una ventaja, era ahora un inconveniente. Se convocó para octubre una asamblea de Acción Popular para limpiar el ambiente tras el levantamiento. El Debate había dicho en el primer número tras el intento de golpe de Estado: «hemos sido, y seremos, los paladines de la lucha legal y del acatamiento a los poderes constituidos… No estábamos en el secreto de la conjura», lo cual no era totalmente cierto. Una serie de reuniones de dirigentes de la derecha, entre ellas una en Biarritz el 7 de agosto, habían puesto a Gil Robles al corriente. Claro que, si los miembros alfonsistas estaban claramente implicados, él tenía públicamente las manos limpias. Era lógico que no quisiera que su movimiento sufriese innecesariamente. A los alfonsistas les decepcionó la maniobra dirigida a renegar de ellos, convencidos como estaban de que si el levantamiento no hubiera sido un fracaso, su actitud hubiera sido diferente[49].

La asamblea se inauguró en Madrid el 22 de octubre. El debate ilustró la divergencia de opiniones dentro de Acción Popular. Fernández Ruano, de Málaga, dijo: «¿Declaración de fe republicana? ¡Jamás!», entre aplausos entusiastas. Fernández Ladreda, de Asturias, declaró que en Acción Popular algunos pensaban que una república en España no era un régimen, sino una doctrina revolucionaria. Dimas Leal, director de la Gaceta Regional, de Salamanca, afirmaba que «acatamiento significa aceptación», siendo respondido por gritos de «¡no!, ¡no!, ¡no!». Según se había anunciado, el objeto del congreso sería la solución de los problemas tácticos surgidos a causa de los acontecimientos de agosto. Moreno Dávila dio el argumento final más logrado a favor del accidentalismo cuando, refiriéndose a la rápida aprobación de las leyes republicanas en septiembre, dijo que lo que se había perdido se debía al 10 de agosto: «Nuestra táctica nos trajo la victoria y otra táctica nos hizo perder lo ganado. Es preciso seguir la táctica de ayer, que nos proporcionará la victoria de mañana». La asamblea votó a favor de la táctica legalista[50].

La victoria no se llevó a sus conclusiones lógicas por miedo a alienarse a los grupos fuertemente monárquicos dentro de Acción Popular, como la sección asturiana, con cerca de 30 000 miembros. Sin embargo, los preparativos para la creación de un partido católico federal avanzaron. Se recalcó el accidentalismo, pero, aunque esto excluyese a los conspiradores activos de Acción Española, no suponía una ruptura definitiva con el monarquismo, puesto que la gran mayoría de los miembros de Acción Popular «conservaba íntegro su espíritu antirrepublicano»[51]. Gil Robles no rompió con los alfonsinos porque encontrara ofensivo su monarquismo. Si éste hubiera sido el caso, podría haberse declarado republicano. Era más bien que la táctica «catastrofista» abiertamente antirrepublicana estaba minando la eficacia de su política de «caballo de Troya». La cosa quedó clara cuando Goicoechea dimitió de la junta de gobierno de Acción Popular. La carta de respuesta de Gil Robles declaraba que cualquier incompatibilidad entre su grupo y Goicoechea «no es por razón de ideología o posición política respecto al problema de las formas de gobierno, sino por razones de táctica»[52]. Los miembros de ambos grupos continuaron tratándose, acudiendo unos a los mítines de los otros, leyendo unos la prensa de los otros e incluso perteneciendo a más de una organización. Goicoechea continuó siendo miembro de Acción Popular.

Lógicamente, la izquierda en general y los socialistas en particular no se sintieron impresionados por las credenciales republicanas de los accidentalistas. El tipo de ideales políticos que Acción Popular parecía valorar se publicaban regularmente en El Debate a finales de 1932. Su encomiástico editorial de 28 de octubre mostraba un interés creciente por el fascismo italiano. Titulado «Diez años de fascismo», estaba redactado en términos que sugerían una fuerte identificación con los objetivos fundamentales del fascismo. El gran triunfo de Mussolini consistía en la sustitución del «motín diario» por «la autoridad, la disciplina, el sentido jerárquico, el orden», lo que era significativo, puesto que El Debate, junto con otros periódicos de derechas, insistía cada vez más en el desorden de España[53]. No escatimaban las alabanzas al fascismo: «El Estado fascista puede gloriarse de haber libertado a Italia del parlamentarismo y haber podido de este modo estimular sus actividades, dirigir su economía, resistir a las crisis económicas y fortalecer los resortes morales de la nación». La clave de este éxito había sido la destrucción del socialismo. Los socialistas españoles no tardaron en sacar la conclusión de que a ellos les esperaba un destino similar si la derecha conseguía hacerse con el poder[54]. El tono de los editoriales de El Debate difícilmente admitía otra interpretación. Uno de sus temas habituales era la necesidad de la unión de las derechas para aniquilar el socialismo[55]. La reiteración constante de tal hostilidad provocó naturalmente la aprensión de los socialistas.

Mientras tanto, Gil Robles preparaba el terreno para la formación de su partido político. En una carta abierta a la prensa dejaba bien claro que las exigencias que se hicieran a la conciencia de los miembros no serían excesivas, podrían mantener sus convicciones y defenderlas fuera de la organización[56]. Era el resultado natural de la asamblea de octubre: sólo los que insistiesen en atacar abiertamente a la República serían excluidos. A finales de febrero de 1933 se celebró en Madrid un congreso de los distintos grupos provinciales afiliados a Acción Popular. Quinientos delegados, que representaban a 735 058 miembros de 42 grupos de derechas, dieron su acuerdo para la creación de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Los objetivos generales del nuevo partido eran «la defensa de los principios de la civilización cristiana» y la revisión de la Constitución, especialmente en las cláusulas que se referían a la religión, la educación y la propiedad. En el discurso de clausura, Gil Robles clarificó la terminología ostensiblemente moderada del programa: «Los católicos…, cuando el orden social está en peligro, deben unirse para defenderle y salvar eficazmente los principios de la civilización cristiana… Iremos juntos a la lucha, cueste lo que cueste… Estamos ante una revolución social. En el panorama político de Europa veo sólo la formación de grupos marxistas y antimarxistas. Eso ocurre en Alemania y también en España. Ésa es la gran batalla que tendremos planteada este año». Habiéndose alineado así en la corriente central de la derecha europea, no era de extrañar que un poco más tarde el mismo día, en un mitin en el teatro Fuencarral (Madrid), dijera que no veía inconveniente en pensar en el fascismo como un medio para curar los males de España[57].

En el congreso inaugural de la CEDA se habló mucho de un programa social avanzado. Teniendo en cuenta las fuerzas sociales que la CEDA representaba, la izquierda no se impresionó. El Socialista vio al nuevo partido como una mezcla de todas las tendencias retrógradas de España, como la unificación de todo lo que era viejo, ruinoso y estaba podrido[58]. Además, la subida de Hitler al poder y el incendio del Reichstag eran recuerdos recientes para los socialistas, que estaban dispuestos a que los elementos agrarios y católicos no hiciesen con la II República lo que habían hecho con la de Weimar. La decisión de la CEDA de revisar la Constitución la veían como el principio del fin, como la primera provocación: «¿Cómo fiarnos de un sector político aliado espiritual y material del fascismo italiano, de Hitler y de Horthy?». Conscientes de lo que estaba sucediendo a judíos, comunistas, socialistas y liberales en Alemania, la izquierda española estaba sensibilizada en extremo a la conducta de la derecha. La insistencia en el desorden por parte de la prensa de derechas la veía como la preparación para un aproximamiento al fascismo[59]. Y, por encima de todo, los socialistas españoles estaban decididos a no cometer los mismos errores que sus camaradas del extranjero[60]. Su preocupación era comprensible cuando El Debate afirmaba de la situación alemana que el nazismo tenía ideales dignos de encomio, especialmente en su consolidación de «muchos conceptos indispensables para la sociedad». La actitud de Gil Robles ante el fascismo era ambigua. Le atraían sus formas de organización social y la eliminación implacable de la lucha de clases, pero le desagradaba su recurso a la violencia. Para los socialistas, esta reserva carecía de importancia, más aún cuando en una ocasión, al hablar Gil Robles contra el fascismo, en un mitin público celebrado en Barcelona el 21 de marzo de 1933, sus palabras fueron acogidas por sus seguidores con abucheos. No volvió a repetir la experiencia[61].

A lo largo de 1933, la CEDA propagó el descontento con la República entre los círculos agrarios. No es de extrañar que la izquierda considerase las declaraciones de legalidad como una pura ficción, un instrumento táctico para que la CEDA pudiese trabajar en sus objetivos antirrepublicanos con todas las ventajas de hacerlo legalmente[62]. Las preocupaciones de la CEDA revelaban sus orígenes. En mayo, El Debate dio un cóctel a una delegación de terratenientes y empresarios sevillanos que habían ido a quejarse al gobierno del creciente desorden y de las subidas salariales. Para ellos, el problema no estaba en la necesidad de reforma, sino en la falta de represión gubernamental antes de que se produjera «una ofensiva antisocial, anárquica, monstruosa, contra todas las industrias, contra el comercio entero, contra la agricultura»[63]. Al mismo tiempo, la CEDA suscribía las exigencias de la Asamblea Nacional Cerealista de un aumento en el precio mínimo del trigo y una actuación contra la legislación laboral existente. Esta última se refería a las dos principales reformas introducidas por Largo Caballero como ministro de Trabajo, los jurados mixtos y la ley de términos municipales, que impedía la contratación de mano de obra fuera de un municipio hasta que todos los trabajadores de éste no tuvieran trabajo. La ley había impedido la contratación de mano de obra barata para apoyar las disminuciones salariales y la utilización de esquiroles en tiempos de huelga. Los productores de cereales castellanos pretendían que se reformasen los jurados mixtos para que no favoreciesen los intereses de los trabajadores y que se aboliese el decreto de términos municipales. Era un ataque a gran parte de lo que los socialistas consideraban progresista en la República y un golpe al trabajador urbano, que dependía en gran medida del pan barato[64].

El Socialista comentó con acritud que las peticiones de la delegación sevillana equivalían a exigir los beneficios realizados «cuando en España no había legislación social, se pagaban salarios misérrimos y todos los conflictos se resolvían llamando a la Guardia Civil»[65]. Para los socialistas, el desorden que siempre se aducía para condenar a la República había sido provocado por la clase alta, furiosa por las limitaciones que la ley imponía a su explotación de las clases trabajadoras[66]. La extensión del desorden durante este tiempo es difícil de calcular. El embajador americano se dedicó cuidadosamente a su búsqueda sin encontrar el menor rastro: «Viajamos de un extremo de España al otro en busca de los desórdenes “rayanos en la anarquía” de los que tanto habíamos oído en los salones de Madrid y no encontramos nada semejante». Desde luego, la izquierda no tenía nada que ganar del desorden, mientras que la derecha siempre podía utilizarlo en apoyo de sus demandas en favor de un gobierno más autoritario[67].

Mientras tanto, la CEDA exhibía regularmente sus ideas sociocatólicas tanto en la prensa como en sus frecuentes mítines. Uno de los ejemplos típicos fue el discurso pronunciado en Sevilla en mayo por Federico Salmón, uno de los líderes más liberales de la CEDA, en el que se refirió en términos vagos a la «armonía entre las clases», a la necesidad de caridad cristiana y de trabajar para la supresión de las desigualdades. Todo esto parecía una maraña pía que apenas tenía que ver con los intereses reales servidos por la CEDA. Además, los oyentes que aplaudían ante la decisión de terminar con los abusos de la propiedad nunca podían imaginar que las censuras del orador pudiesen ir dirigidas contra ellos[68]. La única solución práctica sugerida con cierta regularidad para la situación agraria era la de aumentar las fuerzas del orden y adoptar los métodos utilizados en Italia contra la anarquía[69].

La mayoría de las declaraciones de la CEDA tenían doble sentido, pero el aspecto católico social era el que menos parecía corresponderse con sus actos. En agosto volvió a las Cortes la imagen familiar de la minoría agraria obstruyendo la reforma. Esta vez se trataba del proyecto de ley de arrendamientos rústicos, un elemento crucial en la proyectada reforma agraria que podría haber mejorado la suerte de los arrendatarios del norte y el centro de España, que habían votado por los diputados de la minoría. Se propusieron 250 enmiendas como parte de una técnica planeada de obstrucción. Gil Robles, con no demasiada sinceridad, explicaba las enmiendas como resultado de la preocupación de su grupo por los arrendatarios. Una vez que tuvieran la seguridad de la posesión podían perder la tierra ante los prestamistas y contribuir así a crear latifundios o dividirla entre sus herederos y crear minifundios. El nivel de aburrimiento creado por esta hipocresía evidente disminuyó la asistencia a las Cortes de los diputados hasta el punto que cuando llegaba el momento de votar no se obtenía el quorum suficiente[70]. La oposición agraria en el Parlamento a la ley de arrendamientos y la campaña de Acción Popular contra la legislación religiosa de la República condicionaron inevitablemente la respuesta de la izquierda a la CEDA, como se vería durante a preparación de las elecciones de noviembre de 1933, cuando la campaña de la CEDA giró en torno a la oposición a todo lo que la izquierda podía considerar como progresista en la República.

La continua identificación de la CEDA y sus líderes con el antirrepublicanismo se había acentuado durante el verano. Sabiendo que la mayoría de sus seguidores eran monárquicos, Gil Robles temía que Alfonso XIII declarase la afiliación a la CEDA incompatible con los ideales monárquicos. En consecuencia, en junio visitó en Fontainebleau al monarca exiliado, consiguiendo persuadirle sin demasiadas dificultades de que la CEDA era un método útil de desarrollar un sentimiento de derechas sin consolidar en modo alguno la República[71].

Gil Robles estaba estrechamente vinculado a la vieja España por razones familiares. Su padre era el famoso teórico carlista Enrique Gil Robles. En José María hablaba el carlista cuando más adelante se refería a «la repugnancia casi física que me causaba actuar en un medio cuyos defectos se me revelaban tan palpables. Mi formación doctrinal, mis antecedentes familiares, mi sensibilidad, se rebelaban a diario». En diciembre de 1932 había declarado que sólo la falta de abierto monarquismo separaba a su movimiento del tradicionalismo[72]. En estas condiciones era inevitable que la izquierda asumiese que estaba utilizando la táctica legalista como el mejor medio de los disponibles para defender la estructura socioeconómica y los valores culturales religiosos de la España tradicional.

Las sospechas de la hostilidad esencial de Gil Robles hacia la democracia se veían reforzadas por el hecho de que hubiese ocupado un cargo oficial durante la Dictadura y hubiese sido director de El Debate cuando éste era uno de los apologistas más líricos del régimen de Primo de Rivera. Pero había razones más simples de la creciente tendencia de la izquierda a identificar a Gil Robles y a la CEDA como protofascistas. En primer lugar, las semejanzas entre la CEDA y el Partido Católico de Dollfus, en Austria, eran cada vez más acusadas. Ambos grupos eran autoritarios, corporativistas y furiosamente antimarxistas. Las coincidencias eran muchas: ambos manifestaban una hostilidad implacable hacia el socialismo, ambos encontraban su apoyo de masas entre los pequeños propietarios rurales más atrasados, resentidos por el predominio socialista de la capital, y ambos tenían un movimiento semifascista de juventudes.

Durante el verano de 1933 la izquierda española se sensibilizaba progresivamente a los peligros del fascismo. Weimar se citaba insistentemente como una advertencia[73]. No era difícil encontrar paralelismos con la situación española. La prensa católica aplaudía la destrucción nazi de los movimientos socialista y comunista en Alemania. La derecha española admiraba al nazismo por su énfasis en la autoridad, la patria y la jerarquía, todas ellas preocupaciones centrales de la propaganda de la CEDA. Una vez que Von Papen firmó el concordato con el Vaticano, el entusiasmo de El Debate, contenido hasta entonces por la preocupación por el anticatolicismo nazi, no conoció límites. Los nazis lo sabían y lo agradecían. Cuando Angel Herrera visitó Alemania en mayo de 1934, los funcionarios de la Wilhelmstrasse quisieron prepararle una entrevista con Hitler, dada la importancia que atribuían a lo que consideraban la línea pronazi inspirada por Herrera[74].

Justificando la táctica legalista en España, El Debate señalaba que Hitler había llegado al poder legalmente[75]. El paralelo se resaltaba totalmente en el editorial más elogioso de todos, el 4 de agosto, cuando el editorialista, tras haber alabado a Hitler y a Mussolini por la actitud adoptada ante «la nivelación comunista», se congratulaba de que la clase media española tuviese ya su propia organización para encargarse de esta tarea. Al mismo tiempo se hacían constantes llamamientos en favor de la adopción de una organización económica corporativa que situase a España en línea con Italia, Austria, Alemania y Portugal. Mientras la prensa católica incitaba a sus lectores a seguir el ejemplo de Italia y Alemania y a organizarse contra el dragón revolucionario, difícilmente podía preguntarse la CEDA por qué la izquierda veía todo esto con preocupación[76]. Un libro brillante sobre la ascensión de Hitler, escrito por un socialista español y publicado en 1933, mostraba claramente el paralelismo con la táctica accidentalista, señalando cómo «los enemigos de la democracia se apoyan en ella para llegar al poder, y una vez en el poder, enterrarla con todos los deshonores». Y cuando El Debate alababa a Hitler por renovar los valores morales y espirituales de Alemania, El Socialista se preguntaba si la CEDA, que a menudo proclamaba la necesidad de una renovación similar en España, estaba dispuesta a utilizar los mismos procedimientos[77]. La subida de Hitler al poder aumentó la aprensión, especialmente en el ala izquierda del partido socialista, uno de cuyos teóricos más destacados había sido embajador en Berlín. Tampoco podía habérsele escapado a este grupo el hecho de que el corresponsal de El Debate en Berlín, Antonio Bermúdez Cañete, fuese un entusiasta del primer nazismo. Había traducido partes de Mein Kampf y mantenía contactos con el grupo de la Conquista del Estado, uno de los primeros intentos de introducir el fascismo en España[78].

Por tanto, una considerable sospecha rodeaba las intenciones de la CEDA cuando comenzó la campaña para las elecciones de noviembre[79]. La extrema belicosidad del tono de Gil Robles no era tranquilizadora. Acababa de volver del Congreso de Nuremberg y parecía muy influido por lo que había visto. Sus impresiones aparecieron en el boletín interno de la CEDA, describiendo favorablemente su visita oficial a la Casa Parda, a las oficinas de propaganda nazi y a los campos de concentración, y cómo había visto a las milicias nazis adiestrándose. Aunque expresaba vagas reservas sobre los elementos panteístas del fascismo, concretaba los elementos más dignos de emulación en España: su antimarxismo y su odio a la democracia liberal y parlamentaria. El mismo número reimprimía un trabajo llamado «Hacia una nueva concepción del Estado», que había escrito en septiembre y que era un relato elogioso de cómo el totalitarismo hacía frente al «liberalismo corrosivo», en el que Gil Robles se mostraba dispuesto a seguir las nuevas corrientes políticas del mundo[80].

La campaña electoral de la CEDA mostró lo bien que Gil Robles había aprendido la lección. La gira alemana había tenido como finalidad «estudiar detalles de organización y propaganda»[81] y, con el mismo motivo, había visitado Italia en enero. La clave de la campaña sería el antisocialismo. El anuncio de El Debate de la inminencia de las elecciones era combativo en extremo. Apelando a que colaboraran todos los de ideas de derechas, el diario afirmaba: «Saben los avaros que por cada moneda que no quisieron dar, perdieron, después, diez veces su valor»[82]. Quedaba claro que la CEDA estaba dispuesta a ganar a costa de todo. El comité electoral se decidió por un frente único, antimarxista y contrarrevolucionario. En otras palabras, la CEDA no tenía escrúpulos en ir a las elecciones en coalición con otros grupos como Renovación Española y los carlistas que estaban conspirando para destruir la República por la fuerza de las armas. Se reconocía así que los intereses materiales de la derecha podían defenderse mejor dentro del Parlamento, con independencia de como se obtuviera la mayoría. El manifiesto del movimiento de juventudes de la CEDA, JAP, afirmaba que no esperaba nada de un sistema parlamentario obsoleto, pero que por el momento aceptaba las Cortes como un simple campo de batalla[83].

El momento cumbre de la campaña de Gil Robles llegó en un discurso pronunciado el 15 de octubre en el cine Monumental de Madrid. Su tono sólo podía hacer preguntarse a la izquierda qué iba a suponer para ellos una victoria de la CEDA: «Es necesario ir a la reconquista de España… Se quería dar a España una verdadera unidad, un nuevo espíritu, una política totalitaria… Para mí sólo hay una táctica por hoy: formar un frente antimarxista, y cuanto más amplio, mejor». En este momento, Goicoechea, que estaba presente, fue invitado a levantarse y recibió una tumultuosa ovación. Gil Robles continuó con un lenguaje que no se diferenciaba del de la extrema derecha conspiratoria: «Hay que fundar un nuevo Estado, una nación nueva, dejar la patria depurada de masones judaizantes… Hay que ir al Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa si nos cuesta hasta derramar sangre!… Necesitamos el poder íntegro y eso es lo que pedimos… Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer»[84]. Este discurso, descrito por El Socialista como «una auténtica oración fascista», fue considerado por la izquierda como la expresión más cristalina de la ortodoxia de la CEDA[85]. Y, desde luego, cada frase fue recibida con aplausos arrebatados. Había algo ominoso en la forma en que Gil Robles terminó el discurso pidiendo ayuda financiera bajo la amenaza de «una lista negra de los malos patriotas» que no contribuyeran. El tenor del discurso se continuaba en los carteles electorales, que resaltaban la necesidad de salvar a España de «marxistas, masones, separatistas y judíos»[86].

Se gastó una fuerte suma de dinero en una campaña técnicamente reminiscente de los procedimientos nazis. Se imprimieron millones de octavillas que fueron lanzadas a los pueblos desde el aire. Se imprimieron 200 000 carteles en color. Había camiones que recorrían las calles de las principales ciudades con pantallas donde se proyectaban películas del discurso de Gil Robles. Veinte veces al día las cuñas publicitarias de la radio exhortaban a los oyentes: «¡Votad a las derechas!» o «¡Votad contra el marxismo!»[87]. El fondo electoral era gigantesco, basado en las donaciones generosas de los adinerados, especialmente de Juan March, el millonario enemigo de la República, y del conde de Romanones, el exconfidente de Alfonso XIII. Aparte de la radio, se utilizaron todos los medios modernos de transporte y los anuncios de neón para llevar la propaganda de la CEDA a todos los rincones de España. A lo largo de noviembre aparecía de forma clara que si la CEDA conseguía una victoria aplastante procedería al establecimiento de un régimen autoritario de tipo semifascista, según las líneas del austríaco[88].

El programa mínimo básico que mantenía a la CEDA en coalición con sus compañeros de viaje monárquicos difícilmente podía ser más extremo. Sus tres puntos eran: 1) la revisión de la legislación laica y socializante de la República; 2) la defensa de los intereses del campo, especialmente de la agricultura, y 3) una amnistía. De hecho era un desafío abierto a los republicanos. La legislación religiosa era considerada por amplias capas de la izquierda como el único golpe asestado al antiguo régimen. La legislación social, bajo la forma de jurados mixtos y de ley de términos municipales, era la única reforma práctica a favor del campesinado sin tierra. La «defensa de los intereses económicos» significaba, en el lenguaje de la derecha, la protección de la tierra y de la industria contra las reclamaciones de los trabajadores. La amnistía se aplicaría a los colaboradores del general Primo de Rivera y a los que habían estado implicados en el levantamiento del 10 de agosto. Para éstos era una virtual invitación a continuar conspirando, como efectivamente lo hicieron. La alianza con los grupos monárquicos, conocidos por ser violentamente hostiles a la República, asociaba irrevocablemente a la CEDA con ellos a los ojos de la izquierda. Las afirmaciones de que la coalición era puramente circunstancial no podía borrar la impresión de coincidencia de fines y de métodos. Había poca diferencia de tono entre los discursos de Gil Robles y los escritos enviados desde el extranjero por José Calvo Sotelo, el líder extremista exiliado de Renovación Española. En un mitin en Valladolid a principios de noviembre, Gil Robles hizo una referencia amenazadora a «un fuerte movimiento contra la democracia, contra el parlamentarismo y el liberalismo, como sucede en Italia, Alemania y otros países. Las Cortes que se van a elegir pueden ser el ensayo decisivo para la democracia en España»[89].

Además de la coalición nacional de derechas, la CEDA hizo cierto número de alianzas a nivel local antes de la primera vuelta de las elecciones. Estas alianzas locales tuvieron lugar en zonas donde la coalición antimarxista era relativamente débil y donde existían otras fuerzas conservadoras importantes. Así, en Asturias se llegó a un acuerdo con el partido reformista de Melquíades Álvarez; en Alicante, con Joaquín Chapaprieta, un monárquico convertido en republicano conservador; en las islas Baleares, con Juan March; en Guadalajara, con el conde de Romanones. En Badajoz, Cáceres, Ceuta, Granada, Jaén y Zamora, el acuerdo fue con los radicales locales. Las elecciones se celebraron el 19 de noviembre. A pesar de las diversas alianzas y de que, especialmente en las áreas rurales, la derecha dispusiese de considerable fuerza de presión sobre los desempleados, los resultados fueron decepcionantes. De 378 diputados que habían sido elegidos hasta el momento, la CEDA tenía 67 escaños y los radicales 78, lo que suponía un avance apreciable, pero nada excepcional a la vista de las vastas inversiones en propaganda del año anterior. En consecuencia, Gil Robles, intentando aprovechar que la ley electoral favorecía las coaliciones, decidió ampliar sus alianzas aún más y se aferró en el sur a los acuerdos locales con los radicales, los grandes maestros de la falsificación electoral. Esto le supuso retractarse de compromisos previos y provocó considerable resentimiento en la derecha. En Córdoba, por ejemplo, el monárquico José Tomás Valverde había sido convencido con dificultad de que se presentase en la primera vuelta; tras ésta se le abandonó sin ningún tipo de ceremonias para dejar sitio a un radical de la localidad, con gran indignación de los monárquicos locales. Sin embargo, la táctica dio sus frutos. Tras la segunda vuelta, los cedistas obtuvieron 115 escaños y los radicales 104[90]. El hecho de que las alianzas locales se hubieran hecho a expensas de los aliados de la derecha no significaba nada para la izquierda, salvo que Gil Robles estaba dispuesto a todo y a comprometer cualquier principio con tal de conseguir una mayoría parlamentaria y deformar la República desde dentro[91].