20. El milagro

Iba a Jerusalén desde Batania,

Abrumado ya por los presentimientos.

Los arbustos habían ardido en la pendiente,

Sobre la choza no se movía el humo,

Quemaba el aire y estaba inmóvil el juncal

Y liso del Mar Muerto el cristal.

En su amargura, que con la del mar competía,

Junto a algunos cúmulos de nubes,

Por la polvorienta senda caminaba hacia un mesón

De la ciudad a sus discípulos a encontrar.

E iba en sus pensamientos tan sumido

Que en su abatimiento el campo a ajenjo le olió.

Todo calló. Sólo allí

Él se encontraba

Y la llanura permanecía en estado de sopor.

Todo se confundió: desierto y calor,

Y los lagartos, los arroyuelos y las fuentes.

No muy lejos erguíase una higuera,

Sin fruto alguno, ramas y hojas solamente.

Y él le dijo: ¿Cuál es tu utilidad?

¿Qué alegría puede ofrecer tu desnudez?

Sediento estoy, y tú sólo flor estéril eres.

Verte ha sido como con granito tropezar.

¡Qué ofensiva y carente de dotes eres!

Sigue hasta el fin de los siglos así.

Tembló el árbol ante tales palabras de reproche,

Igual que tiembla el pararrayos al caer la chispa.

Y la higuera en cenizas convertida quedó.

Si hubiera habido entonces la menor libertad,

En las hojas, las ramas, las raíces y hasta el tronco,

Las leyes de la naturaleza hubieran quizás intervenido.

Pero el milagro es el milagro y el milagro es Dios.

Cuando la revuelta impera, entre tanta confusión.

De improviso el milagro ante nosotros surge.