Iba a Jerusalén desde Batania,
Abrumado ya por los presentimientos.
Los arbustos habían ardido en la pendiente,
Sobre la choza no se movía el humo,
Quemaba el aire y estaba inmóvil el juncal
Y liso del Mar Muerto el cristal.
En su amargura, que con la del mar competía,
Junto a algunos cúmulos de nubes,
Por la polvorienta senda caminaba hacia un mesón
De la ciudad a sus discípulos a encontrar.
E iba en sus pensamientos tan sumido
Que en su abatimiento el campo a ajenjo le olió.
Todo calló. Sólo allí
Él se encontraba
Y la llanura permanecía en estado de sopor.
Todo se confundió: desierto y calor,
Y los lagartos, los arroyuelos y las fuentes.
No muy lejos erguíase una higuera,
Sin fruto alguno, ramas y hojas solamente.
Y él le dijo: ¿Cuál es tu utilidad?
¿Qué alegría puede ofrecer tu desnudez?
Sediento estoy, y tú sólo flor estéril eres.
Verte ha sido como con granito tropezar.
¡Qué ofensiva y carente de dotes eres!
Sigue hasta el fin de los siglos así.
Tembló el árbol ante tales palabras de reproche,
Igual que tiembla el pararrayos al caer la chispa.
Y la higuera en cenizas convertida quedó.
Si hubiera habido entonces la menor libertad,
En las hojas, las ramas, las raíces y hasta el tronco,
Las leyes de la naturaleza hubieran quizás intervenido.
Pero el milagro es el milagro y el milagro es Dios.
Cuando la revuelta impera, entre tanta confusión.
De improviso el milagro ante nosotros surge.