14. Agosto

Tal como prometió, sin recurrir a engaño,

Filtróse el sol temprano esta mañana

Hasta el diván, atravesando el visillo

En una oblicua franja azafranada.

De un color acre cálido, el vecino

Bosque cubrió las casas de la aldea,

Mi lecho, la humedecida almohada

Y el borde de la pared tras el estante.

Y recordé yo entonces el porqué

De estar húmeda la almohada.

Vi en sueños que caminando por el bosque

Acompañabais todos mi fúnebre cortejo.

Ibais en fila, solos o en parejas,

Y alguien, de pronto, recordó que hoy era

El seis de agosto, la Transfiguración

De Cristo, según el viejo calendario.

Habitualmente, una luz sin llama

En la cima del Tabor surge este día,

Y el otoño, claro como un estandarte,

Atrae hacia sí mismo las miradas.

Y atravesando el alisar menudo, pobre,

Desnudo y tembloroso, alcanzasteis del cementerio

El bosque, de color rojo jengibre, reluciente

Cual torta de alajú recién tostada.

Y fundíase imponente el cielo

Con las enmudecidas copas de ese bosque,

Y a lo lejos, el canto de los gallos

Resonaba en las inmensidades del espacio.

En el bosque y en pleno cementerio

Se erguía la muerte, cual banal agrimensor,

Contemplando mi rostro ya sin vida

Para abrirme una fosa a la medida.

Todos podían percibir con claridad

Una tranquila voz en torno suyo.

Era mi voz profética de antaño

Que indemne a la descomposición se desgranaba:

«Adiós, azul de la Transfiguración,

Adiós a ti, oro del segundo Salvador,

Alivia con la última caricia de mujer

La amargura de este fatídico minuto.

Adiós, años de angustia y aflicción.

Separémonos, tú, que desafiar osaste

El abismo de la humillación.

Yo soy, mujer, tu campo de batalla.

Adiós, impulso de un ala desplegada,

Vuelo libre de la obstinación,

Imagen de la tierra, en la palabra

Manifiesta, y taumaturgia y creación».