Tal como prometió, sin recurrir a engaño,
Filtróse el sol temprano esta mañana
Hasta el diván, atravesando el visillo
En una oblicua franja azafranada.
De un color acre cálido, el vecino
Bosque cubrió las casas de la aldea,
Mi lecho, la humedecida almohada
Y el borde de la pared tras el estante.
Y recordé yo entonces el porqué
De estar húmeda la almohada.
Vi en sueños que caminando por el bosque
Acompañabais todos mi fúnebre cortejo.
Ibais en fila, solos o en parejas,
Y alguien, de pronto, recordó que hoy era
El seis de agosto, la Transfiguración
De Cristo, según el viejo calendario.
Habitualmente, una luz sin llama
En la cima del Tabor surge este día,
Y el otoño, claro como un estandarte,
Atrae hacia sí mismo las miradas.
Y atravesando el alisar menudo, pobre,
Desnudo y tembloroso, alcanzasteis del cementerio
El bosque, de color rojo jengibre, reluciente
Cual torta de alajú recién tostada.
Y fundíase imponente el cielo
Con las enmudecidas copas de ese bosque,
Y a lo lejos, el canto de los gallos
Resonaba en las inmensidades del espacio.
En el bosque y en pleno cementerio
Se erguía la muerte, cual banal agrimensor,
Contemplando mi rostro ya sin vida
Para abrirme una fosa a la medida.
Todos podían percibir con claridad
Una tranquila voz en torno suyo.
Era mi voz profética de antaño
Que indemne a la descomposición se desgranaba:
«Adiós, azul de la Transfiguración,
Adiós a ti, oro del segundo Salvador,
Alivia con la última caricia de mujer
La amargura de este fatídico minuto.
Adiós, años de angustia y aflicción.
Separémonos, tú, que desafiar osaste
El abismo de la humillación.
Yo soy, mujer, tu campo de batalla.
Adiós, impulso de un ala desplegada,
Vuelo libre de la obstinación,
Imagen de la tierra, en la palabra
Manifiesta, y taumaturgia y creación».