Se extinguían las luces del crepúsculo.
Por la enfangada senda de un perdido bosque
Hacia un lejano caserío uraliano
Se arrastraba un jinete en su caballo.
Resonaba el vientre del animal,
Y el sonido del chapoteo de los cascos
Lo perseguía como un eco el agua
Al salpicar en las charcas del camino.
Pero en cuanto aflojó las riendas
El jinete y puso el caballo al paso
Dejóse oír el rumor de la crecida
Retumbando estrepitosamente su caudal.
Reía alguno, sollozaba otro,
Rompíanse las piedras al chocar
Y caían en los remolinos
Arrancados los tocones de raíz.
Y entre el fuego del anochecer,
En el lejano negrear de la enramada,
Como campana que a rebato toca
Oíase el frenético cantar de un ruiseñor.
Donde el sauce su viudal velo
Inclinaba, perdido en el barranco,
Silbaba el pájaro sobre las Siete Encinas
Como si fuera el Bandolero Ruiseñor[101].
¿A qué infortunio, a qué pasión
Tan vivo ardor estaba destinado?
¿Contra quién descargaba en la espesura
Las gruesas postas de su mosquetón?
Al parecer, oculto en la guarida
De fugitivos presidiarios, iba a salir
Silvano a recibir a las patrullas
De montados o pedestres partisanos.
Y tierra y cielo, campo y bosque
Percibían tan extraño son,
Esos fragmentos cadenciosos
De locura, tormento, ventura y dolor.