En el verano de 1943, después de la rotura del cerco de Kursk y la liberación de Oriol, el comandante Dúdorov, y Gordón ascendido a alférez poco antes, regresaban separadamente a su común unidad. El primero iba con un permiso de tres días y el segundo volvía de Moscú, donde había estado en comisión de servicio.
Se encontraron en el camino de regreso y pernoctaron en Chern, una ciudad devastada, pero no del todo destruida, cosa que le había ocurrido a la mayor parte de las localidades de esa «zona desierta» a la que el enemigo en retirada había arrasado por completo.
Entre las ruinas de la localidad, formadas por montones de ladrillos destrozados y piedras reducidas a polvo, hallaron un henil intacto en el que se acostaron para pasar la noche.
No llegaron a dormirse y charlaron durante toda la noche. Al alba, Dúdorov, que hacia las tres había comenzado a adormecerse, fue despertado por el ruido que hacía Gordón. Con torpes ademanes, como si se encontrase en el agua, ahogándose y jadeando en el mullido heno, recogía en un envoltorio sus cosas. Luego, con la misma torpeza, se dejó resbalar por el montón de heno hacia la salida del henil.
—¿Dónde vas? Todavía es temprano.
—Voy al río. Quisiera lavarme unas cosas.
—¿Estás loco? Esta noche estaremos en nuestra unidad y Tania, la lavandera, te dará ropa limpia. ¿Por qué tienes tanta prisa?
—No quiero esperar. He sudado y me siento sucio. Hace calor. Voy a aclarar la ropa un poco y, al sol, se secará enseguida. Mientras tanto podré bañarme y luego me cambiaré.
—De todos modos, no está bien que lo hagas. A fin de cuentas eres un oficial.
—Es temprano. Todos están durmiendo. Me pondré detrás de un matorral y no me verá nadie. Pero tú duerme, no hables porque te despabilarás.
—De todos modos, tampoco puedo dormir. Iré contigo.
Se dirigieron al río pasando junto a las blancas ruinas de piedra calientes aún a pesar de que todavía no había salido el sol. En medio de las que en otro tiempo habían sido las calles, por el suelo, bajo la canícula, dormía gente sudorosa y sofocada, que roncaba. Eran, por lo general, habitantes de la localidad, que se habían quedado sin techo bajo el cual guarecerse: ancianos, niños y mujeres, y algún soldado rojo aislado, que se había rezagado y se dirigía a incorporarse a su unidad. Gordón y Dúdorov caminaban cautelosamente entre los durmientes, mirando dónde ponían los pies, para no pisarlos.
—Habla más bajo, o despertarás a todo el pueblo y, entonces, adiós colada.
Y continuaron en voz baja su conversación nocturna.
—¿Qué río es este?
—No lo sé. No lo he preguntado. Probablemente es el Zusha.
—No, no es el Zusha. Debe de ser otro.
—Entonces no sé cuál puede ser.
—Ocurrió en el Zusha, ¿verdad? Me refiero a Jristina.
—Sí, pero en otro sitio. Más abajo. Dicen que la Iglesia la ha canonizado.
»Había un edificio de piedra que llamaban “La cuadra”. Efectivamente, se trataba de la cuadra de un sovjoz[96] para cría de caballos. Es un nombre profético que se ha hecho histórico. Una vieja construcción de espesos muros. Los alemanes la fortificaron e hicieron de ella una fortaleza inexpugnable. Desde ella dominaban con su artillería toda la zona, y detenían nuestro avance. Había que tomar la cuadra. Con un prodigio de valor y de astucia, Jristina consiguió penetrar en las líneas alemanas y logró volar la cuadra. Los alemanes la detuvieron y ahorcaron.
—¿Por qué se llama Jristina Orlietsova y no Dúdorova?
—Todavía no estábamos casados. En el verano del cuarenta y uno prometimos casarnos cuando terminara la guerra. Después yo anduve de un lado a otro con el ejército. Mi unidad cambiaba constantemente de posiciones, y a causa de todos esos traslados no volví a tener noticias de ella. No la he visto más. Su hazaña y su heroica muerte las supe más tarde, como todos, por los periódicos y la orden del día del ejército. Parece que tienen la intención de levantarle aquí un monumento y he oído decir que el hermano de Yuri, el general Zhivago, está de inspección por estos lugares para recoger datos sobre ella.
—Perdóname que te haya hecho hablar de estas cosas. Para ti debe de ser muy doloroso.
—No se trata de eso. Pero hemos hablado demasiado. No quiero molestarte. Desnúdate, échate al agua y ocúpate de tu ropa. Yo me tenderé en la orilla con una brizna de hierba entre los dientes, iré masticando y pensando, y acaso me quede dormido.
Minutos después volvieron a charlar:
—¿Dónde aprendiste a lavar?
—La necesidad enseña. No tuvimos suerte. Fuimos a parar al peor de los campos de castigo. Pocos sobrevivieron ya en los primeros días. Hicieron salir al grupo del vagón. Un desierto de nieve y un bosque a lo lejos. La escolta con los fusiles al brazo, y perros policías. Hacia la misma hora llegaron nuevos grupos. Nos formaron en triángulo en medio del campo, vueltos de espaldas para que no nos viésemos uno a otro. Nos ordenaron que nos arrodillásemos y, bajo la amenaza de ser fusilados, que no mirásemos a nuestro alrededor. Comenzó entonces el humillante e interminable procedimiento de pasar lista, que duró muchas horas. Siempre de rodillas. Luego nos levantamos. Se llevaron a los demás grupos, y a nosotros nos dijeron: «Ahí tenéis vuestro campo. Arreglaos como podáis». Era un campo de nieve bajo el cielo raso, en medio había un poste, y en el poste un cartel: «Gulag[97] 92, Ia. N. 90». Y esto es todo.
—A nosotros nos fue mejor. Fuimos afortunados. Yo cumplía mi segunda condena, consecuencia de la primera. Pero era otro artículo del código y las condiciones no eran las mismas. Cuando me pusieron en libertad, me rehabilitaron como la primera vez, y volvieron a autorizarme a dar clases en la universidad. En la guerra me incorporaron al ejército con el grado de comandante, y no a una unidad de castigo como a ti.
—Sí, un poste con el letrero «Gulag 92, la. N. 90», y nada más. En los primeros tiempos, cuando helaba, nos partíamos las manos arrancando ramas para hacer chozas. Pues bien, no me creerás, pero poco a poco nos arreglamos sin ayuda de nadie. Nos construimos las celdas, empalizadas, cárceles y torres de vigía nosotros solos. Trabajando en el bosque. Se abatían los árboles. Ocho de nosotros tiraban del trineo, otros llevaban los troncos al hombro, hundiéndonos hasta el pecho en la nieve. Durante mucho tiempo no supimos que había estallado la guerra. Nos lo ocultaban. De pronto nos hicieron una proposición: quien quisiera podía ir al frente en un batallón de castigo, y si salía con vida, recobraba la libertad. Después vinieron los ataques continuos, los kilómetros de alambradas con corriente eléctrica, las minas, los lanzagranadas, meses y meses de fuego infernal. La verdad es que no porque sí nos llamaban los condenados a muerte. La muerte nos diezmaba. ¿Cómo sobreviví? Y, sin embargo, piensa que aquel infierno era una dicha en comparación con los horrores del campo de concentración y no por sus espantosas condiciones de vida, sino por otra cosa.
—Sí. La verdad es que pasaste lo tuyo.
—Además de lavar, allí se aprende de todo.
—Es extraordinario. No sólo en relación con tu suerte de deportado, sino con respecto a tu vida anterior de los años treinta, incluso en libertad, incluso en el bienestar de la actividad universitaria, de los libros, de las comodidades, la guerra ha sido una tormenta purificadora, una corriente de aire fresco, un presagio de salvación. Yo creo que la colectivización ha sido una medida falsa, fracasada, y que el error no podía reconocerse. Para esconder el fracaso era necesario usar de todos los medios del terror para que la gente perdiera la costumbre de juzgar y pensar, para obligarla a ver lo que no existía y demostrarle lo contrario de lo que era evidente. De ahí la crueldad sin precedentes del periodo de Yezhov[98], la promulgación de una Constitución que ya se sabía que no habría de aplicarse, la implantación de elecciones que no se regirían en los principios electivos. Y cuando estalló la guerra, sus horrores reales, el peligro real y la amenaza de una muerte real fueron un bien en comparación con el dominio inhumano de la abstracción, y proporcionaron un alivio, estableciendo un límite a la diabólica fuerza de la letra muerta. No sólo los que se hallaban en tu situación, los deportados, sino todos, en la retaguardia y en el frente, respiraron con mayor libertad, a pleno pulmón, lanzándose como ebrios, con un sentido de verdadera felicidad, en el crisol de la tremenda lucha mortal y salvadora.
—La guerra es un eslabón particular en la cadena de los años de la revolución. Terminó la acción de las causas expresadas por la naturaleza misma de la revolución. Ya han empezado a verse los resultados indirectos, los frutos de sus frutos, las consecuencias de sus consecuencias: el temple de caracteres experimentado en las adversidades, la sencillez de las costumbres, el heroísmo, la disposición a realizar grandes cosas, desesperada y sin igual. Son cualidades míticas que llenan de maravilla y representan el florecimiento moral de la generación. Pensar en esto despierta en mí un sentido de felicidad, a pesar del martirio y la muerte de Jristina, mi herida, nuestras pérdidas, a pesar del caro y sangriento precio a que se paga la guerra. Me ayuda a soportar el peso de la muerte de Jristina, es la aureola del sacrificio que ilumina su fin y la vida de cada uno de nosotros.
»Precisamente, mientras tú, pobre, soportabas tus infinitas torturas, yo recobraba la libertad. En aquella época Orlietsova se inscribió en la facultad de historia. El tipo de su interés científico la acercó a mí. Hacía ya mucho tiempo, después de mi primera detención en un campo de concentración, cuando ella era todavía una niña, se me destacó por sus cualidades excepcionales. Recordarás que te hablé de ello, cuando todavía vivía Yura. Y allí precisamente figuró entre mis alumnas. Entonces acababa de establecerse la moda de que los alumnos reeducaran a los profesores. Orlietsova se lanzó a ello con verdadera pasión. Sólo Dios sabe qué justificaba sus violentas críticas. Sus ataques eran tan tenaces, combativos e injustos, que los demás estudiantes de la facultad a veces se sublevaban y tomaban mi defensa. Orlietsova estaba también dotada de un vivísimo sentido del humor. Designándome con un nombre inventado, pero bajo el cual todos me reconocían, me ponía en ridículo en el periódico mural, como no se hubiese podido hacer mejor. De pronto, de la manera más casual, resultó que aquella aversión tan implacable no era más que una forma de disimular un joven amor, profundo, escondido y antiguo. Yo siempre la había amado. En mil novecientos cuarenta y uno tuvimos un verano magnífico. Era el primer año de la guerra. Recuerdo la víspera y el verano después. Algunos jóvenes estudiantes, entre los cuales estaba ella, hallábanse en una localidad de veraneo cerca de Moscú, adonde luego fue destacada mi unidad. Nuestra amistad comenzó y se desarrolló durante su instrucción militar, mientras se formaban las unidades voluntarias. Jristina se alistó como paracaidista y, por las noches, rechazábamos las primeras incursiones de los aviones alemanes sobre Moscú. Como te he dicho, allí nos prometimos. Pero entonces comenzaron los traslados de mi unidad y nos separamos. No la he visto más. Cuando la guerra se inclinó a nuestro favor y los alemanes se rendían a millares, después de haber sido herido dos veces y luego de dos permanencias en el hospital, fui trasladado a la artillería antiaérea, a la séptima sección del estado mayor. Allí eran necesarias personas que conocieran idiomas e insistí para que también a ti te admitieran, cuando conseguí sacarte a la luz.
—Tania, la lavandera, conocía mucho a Orlietsova. Se habían encontrado en el frente, eran amigas, y habla de ella con frecuencia. ¿Te has dado cuenta de que Tania tiene una manera de sonreír con toda la cara, como sonreía Yuri? Por un instante olvida uno su nariz respingona y sus pómulos angulosos. Su rostro se llena de atractivo. Es un tipo muy corriente en Rusia.
—Sé lo que quieres decir. Es posible. No he prestado atención.
—¡Qué bárbaro e increíble apodo! Tania Bezócheredeva[99]. De todos modos no es un apellido, sino una palabra inventada, deformada. ¿No te parece?
—Así lo ha dicho ella. Es hija de padres desconocidos, y ha estado entre los biezprizornie. Acaso en el corazón de Rusia, en algún lugar donde el idioma conserva toda su pureza, la han llamado bezótchaia[100], sin padre. La calle, que repite de oídas lo que no comprende más que a medias, y que no entiende su apellido, lo ha transformado a su capricho traduciéndolo al gusto del día en la jerga callejera.
Esto sucedió en la localidad de Karáchevo, destruida hasta los cimientos, poco después de haber pernoctado y de la conversación nocturna de Gordón y Dúdorov en Chern. Dirigiéndose a su unidad, se encontraron en Karáchevo en la retaguardia, siguiendo al grueso ejército.
Hacía más de un mes que el tiempo era ininterrumpidamente sereno y apacible, de tibio otoño. La negra y fértil tierra de Brynschina, una bendita zona entre Oriol y Briansk, bajo el esplendor de un cielo azul sin nubes, destacábase al sol con reflejos del color del café y el chocolate.
La localidad estaba cortada en dos por una calle central, rectilínea, que se fundía con el trazado de la gran carretera. A un lado de ella estaban las casas destruidas, que las bombas habían transformado en montones de piedras, y los árboles frutales arrancados de raíz, rodeados de tierra, destrozados y quemados. Al otro lado de la carretera extendíanse grandes zonas desiertas, acaso poco edificadas antes de la destrucción de la ciudad, y por eso menos afectadas por los incendios y las explosiones.
En la zona habitada en otro tiempo, los habitantes de las casas destruidas hurgaban entre los montones de cenizas todavía calientes, desenterraban algo y lo amontonaban lejos de la zona de los incendios. Otros excavaban apresuradamente refugios subterráneos y los cubrían con tierra.
En el lado opuesto, desierto, blanqueaban algunas barracas y se amontonaban camiones y furgonetas de servicio del segundo escuadrón. Eran hospitales de campaña que habían perdido el contacto con el estado mayor de sus divisiones, secciones de parques, intendencia y almacenes de víveres de toda clase que se habían extraviado y se buscaban. Allí, además, veíase adolescentes flacos y débiles de los regimientos de infantería de reserva, con sus caras demacradas y terrosas, consumidos por la disentería, con sus gorros grises y sus pesados capotes militares. Habíanse detenido allí para comer cualquier cosa y descansar, de modo que pudieran luego reemprender el fatigoso camino hacia occidente.
La ciudad, la mitad convertida en cenizas y destruida por las explosiones, continuaba ardiendo y estremeciéndose con el estallido de las minas de acción retardada. Los que buscaban entre los escombros tenían que interrumpir de vez en cuando su trabajo. Al advertir que la tierra se estremecía bajo sus pies, se erguían, apoyándose en la empuñadura del palo que llevaban y, volviendo la cabeza en dirección de la explosión, descansaban mirando largamente el horizonte.
Veían elevarse a los cielos, primero en columnas y haces, y luego en masas perezosas y pesadas, nubes de polvo, grises, negras, de color rojo ladrillo, del color de las llamas y del humo, que se dilataban y formaban penachos, se dispersaban y caían luego lentamente. Y la gente continuaba buscando entre las ruinas.
Uno de los claros de aquella zona privada de construcciones estaba rodeado por matorrales y cubierto por la espesa sombra de viejos árboles. Parecía separada del resto del mundo, como un patio cerrado, aislado y sumergido en una fresca penumbra.
Sí, Tania, la lavandera, junto con dos o tres soldados y otras personas que deseaban partir con ellos, Gordón y Dúdorov, esperaban desde por la mañana el camión que debía venir a recoger a Tania y los bienes del regimiento confiados a ella, colocados en unos cajones amontonados allí al lado. Tatiana montaba la guardia junto a ellos y no se alejaba ni un paso, pero tampoco los otros se apartaban de allí para no perder la ocasión de partir en cuanto esta se presentase.
La espera duraba ya mucho rato, más de cinco horas. Los que esperaban no tenían nada que hacer y escuchaban la incansable cháchara de aquella joven locuaz que las había visto de todos los colores. Estaba contando su entrevista con el general Zhivago:
—¡Cómo no! Estuve ayer. Me llevaron ante el general en persona. Nada menos que Zhivago, el general de brigada. Está aquí de paso. Se interesaba por Jristina e interrogaba a los testigos oculares, a los que la conocían personalmente. Y le hablaron de mí. Es amiga suya, le dijeron. Inmediatamente ordenó que me llamaran. Bueno, me llamaron y me llevaron ante él. Realmente no es un hombre como para dar miedo. No tiene nada de particular, es como todos. Bizco y moreno. Le solté todo lo que sabía. Me escuchó y me dio las gracias. Entonces me dijo: «Y tú, ¿de dónde eres y quién eres?». Entonces, naturalmente, me escabullí, no quería hablarle de esas cosas. ¿De qué puedo vanagloriarme? ¿De qué? Soy bezprizórnaia. Poco más o menos, ya lo sabéis vosotros también: correccionales, vagabundeo. Pero él va y me dice: «No me escondas nada, no tengas miedo, no te dé vergüenza». Bueno, yo, por timidez, antes le había dicho sólo dos palabras. Luego, como estaba pendiente de mí, me armé de valor y dije algo más. No tengo nada que contar. Si me oyerais diríais que estoy inventando cosas, no me creeríais. Bueno, a él también le pasó lo mismo. Cuando terminé, se levantó y empezó a pasear de un lado a otro de la isbá. Me dijo: «Oye: realmente es extraordinario». Después me dijo: «Vamos a hacer una cosa. Ahora no tengo tiempo, pero volveré a buscarte, estate tranquila. Volveré a buscarte. Te mandaré llamar. Nunca hubiese creído oír una cosa semejante. No te dejaré así», me dijo. «Hay que poner en claro algunas cosas, ciertos detalles. Pero si todo va bien», me dijo, «me daré a conocer como tu tío. Y haré que estés entre los sobrinos de los generales. Y te mandaré a estudiar a la universidad, donde tú quieras». Es la pura verdad. Menudo bromista está hecho.
Mientras tanto, había llegado un carro vacío muy grande, con altos bordes, como los usados en Polonia y en Rusia occidental. Guiaba los dos caballos un soldado, un furleit, según la vieja terminología, o furriel. Apenas llegó al claro, saltó del pescante y se puso a desenganchar los caballos. Todos, excepto Tatiana y algunos soldados, lo rodearon, rogándole que no desenganchara el carro y que los llevase donde deseaban, pagando lo que fuera. El soldado se negó, porque no podía disponer de los caballos ni del carro y tenía que cumplir las órdenes recibidas. Se llevó los caballos y no volvió. Todos los que estaban esperando se levantaron y se instalaron en el carro vacío. Tania continuó el relato interrumpido por la llegada del carro y la discusión con el soldado.
—Cuéntanos —dijo Gordón— lo que le dijiste al general.
—Pues claro que os lo contaré.
Y contó su terrible historia.
—La verdad es que tengo un montón de cosas que contar. Parece que no soy del pueblo. No sé si me lo han dicho o es que conservo en el corazón este recuerdo, pero me parece haber oído decir que mi madre, Raísa Komarova, fue mujer de un ministro ruso que estaba escondido en la Mongolia blanca, el camarada Komarov. Pero parece que este Komarov no era mi padre, ni siquiera pariente mío. Bueno, se comprende que soy una chica ignorante, que creció huérfana, sin padre ni madre. A vosotros quizá os parezca ridículo lo que os digo, pero hay que ponerse en mi caso.
»Todo esto que os contaré sucedió al otro lado de los Krushitsy, en el otro extremo de Siberia, en la parte opuesta a la región de los cosacos, cerca de la frontera china. Cuando nosotros, es decir nuestros rojos, comenzaron a acercarse a su capital, la de los blancos, el mismo Komarov, que era ministro, metió a mi madre y toda la familia en un tren especial reservado y ordenó que se la llevaran lejos, porque mamá estaba asustada y sin él no se atrevía a dar ni un paso.
»Pero Komarov no sabía ni siquiera que yo existía. Mamá me había tenido siempre muy lejos y se moría de miedo de que alguien le dijera cualquier cosa. Él no podía sufrir a los niños y gritaba y pateaba diciendo que los niños sólo ensucian la casa y hacen ruido. “Yo no puedo soportarlos”, decía.
»Y así, cuando comenzaron a acercarse los rojos, mamá mandó llamar a Marfa, la mujer del guardabarrera de Nagornaia, que estaba a tres estaciones de aquella ciudad. Ahora os lo explicaré. Primero está la estación Nizovaia, luego el empalme de Nagórnaia y después el puerto de Samsónovski. Ahora me pregunto yo cómo es que mamá conocía a la guardabarrera. Creo que Marfa iba a la ciudad a vender verduras y leche. Sí.
»Y ahora viene lo bueno. Claro está que hay cosas que yo no sé. Pienso que engañaron a mamá, que algo no le dijeron. Debieron de mandarla no sé a dónde, diciéndole que era cosa de dos días, provisionalmente, mientras se arreglaban las cosas. No es verdad que quisiera dejarme para siempre en manos extrañas. Que otros me educaran. Mamá no habría podido abandonar nunca a su hija.
»Bueno, ya sabemos que es el truco que se gasta con los niños: ahora irás a casa de tu tía, te dará pasteles, tu tía es buena, no tienes que tener miedo de tu tía. Pero ¡lo que pude llorar! ¡Qué tristeza tan grande tenía mi corazón de niña! ¡Es mejor que no hablemos de eso! Quise ahorcarme, y estuve a punto de volverme loca, tan pequeña. Y la verdad es que era muy pequeña. Ni que decir tiene que le habían dado dinero a la tía Marfa para que me mantuviera, mucho dinero.
»La casa en la línea del ferrocarril, donde nosotras vivíamos, era una casa rica: tenía una vaca y un caballo y, claro está, gallinas y patos. Tierra, la que quisierais, toda huerta. Además, vivienda gratis porque ella era la guardabarrera. Los trenes que venían de allá abajo, de mi tierra, tenían que subir cansadamente, porque la vía hacía cuesta, pero los que venían de vuestra parte, de Rusia, corrían muy bien, muy alegres y tenían que frenar. En otoño, cuando el bosque se quedaba sin hojas, se veía allá abajo la estación de Nagórnaia, como encima de un platito.
»Al tío Vasili le llamaba tito, como se dice allí. Era un buen hombre que estaba siempre alegre, pero demasiado confiado y cuando estaba borracho no sabía sujetarse la lengua. Armaba tal barullo que lo oían en todo el pueblo. Decía lo primero que se le ocurría, todo lo que tenía metido dentro.
»Pero la verdad es que nunca pude llamar mamá a la guardabarrera. No podía olvidar a mi verdadera madre. Tal vez fuera por eso, o porque la tía Marfa era terrible. Sí. Por eso la llamaba siempre tía.
»Bueno, pasó el tiempo. Pasaron los años. No recuerdo cuántos. Yo había aprendido ya a correr por la vía con la banderita en la mano. Otra cosa que hacía muy bien era desenganchar el caballo y atender a la vaca. La tía Marfa me había enseñado también a hilar. Y en cuanto a las cosas de la isbá, ni que hablar. Aljofifar los suelos, fregar los platos, cocinar, amasar, todo eso era para mí una tontería. Todo lo sabía hacer. Sí, y he olvidado decir que también me cuidaba de Piétenka. Piétenka tenía unas piernas que no lo sostenían. Había cumplido tres años y no sabía caminar. Y el caso es que a medida que pasaba el tiempo, me daba escalofríos ver cómo la tía Marfa miraba mis piernas sanas, como si se dijera que no las tenía como Piétenka, como si se le hubiese metido en la cabeza que yo tenía la culpa de que Piétenka las tuviese mal. Ya veis cómo es la gente y la maldad que hay por el mundo.
»Escuchad ahora, porque todo esto, como se dice, es nada entre dos platos. Lo que vais a oír ahora os va a dejar de piedra.
»Entonces funcionaba la NEP. Mil rublos valían un copec. Vasili Afanásievich vendió la vaca y consiguió dos sacos de dinero. Entonces al dinero se le llamaba kerienki, no, perdonad, “limones”, se llamaban limones. Había bebido mucho y se puso a contar por toda Nagórnaia que era rico.
»Recuerdo que era un día de otoño y hacía mucho viento. El viento sacudía el tejado y la tiraba a una por el suelo, y las locomotoras no podían subir la cuesta porque el viento soplaba en contra. De pronto vi a una viejecita vagabunda a la que el viento revolvía la falda y el pañuelo.
»Llegó a nuestra casa lamentándose y agarrándose la barriga. Pidió que la dejásemos entrar. La sentamos en un banco. Empezó a quejarse: “¡Oh, no puedo más! ¡Me arde la barriga, me voy a morir!”. Pidió que por amor a Cristo la llevásemos al hospital, que pagaría lo que fuera, que no nos preocupáramos del dinero. El tío Vasili enganchó a “Udaloi”, el caballo, metió a la vieja en el carro y se la llevó al hospital, que está a quince verstas de la línea del ferrocarril.
»Tía Marfa y yo nos habíamos acostado ya cuando oímos a “Udaloi” relinchar bajo la ventana. El carro entraba en el patio. Nos pareció que volvía demasiado pronto. Bueno. La tía Marfa atizó el fuego, se echó encima una blusa, y sin esperar que tío Vasili llamase a la puerta, descorrió el cerrojo.
»Abrió la puerta y en lugar del tío Vasili vio un desconocido, negro y terrible que decía:
»—Dime dónde están los dineros de la vaca. He matado a tu marido en el bosque. Tendré compasión de ti, que eres mujer, si me dices dónde guardáis el dinero. Si no me lo dices, no tendré misericordia. Es mejor que te dejes de tonterías. No tengo tiempo que perder.
»¡Amigos míos, poneos en nuestro lugar! Estábamos temblando, más muertas que vivas. El miedo nos quitó el resuello. ¡Qué horror! En primer lugar aquel hombre había matado a Vasili Afanásievich. Él mismo nos dijo que lo había degollado con el hacha. Y la segunda desgracia fue que nos encontrábamos solas con el bandido en la casa. Teníamos un bandido en la casa. Ni más ni menos era un bandido.
»Aquí se ve que tía Marfa perdió de pronto el oremus. Se le destrozó el corazón por la muerte de su marido. Pero había que demostrar valor. No podíamos dejar que viera que teníamos miedo.
»Primero se le echó a los pies.
»—Ten piedad —le dijo—, no nos mates. Yo no sé nada. Nunca oí hablar del dinero que dices. Es la primera vez.
»Pero ¿era tan ingenuo aquel maldito para contentarse con estas palabras? De pronto a ella se le ocurrió una idea para engañarlo. Le dijo:
»—Bueno. Lo tendrás. El dinero está abajo, en el sótano de la casa. Yo te abriré el agujero y tú bajas.
»Pero él se dio cuenta enseguida de que quería engañarle. —No —dijo—, para ti será más fácil. Baja tú. Ve donde quieras, al suelo o al techo, pero me traes el dinero. Pero —le dijo—, no me hagas ninguna jugarreta. No me gustan las bromas. Y ella le dijo:
»—El Señor te ampare, ¿por qué desconfías? Yo misma iría, pero no puedo. Será mejor que yo te alumbre desde arriba. No tengas miedo. Como garantía, haré que la chica baje contigo. Es como si bajara yo.
»¡Amigos míos, ya os podréis imaginar lo que sentí! Bueno, pensé, esto se acabó. Se me nubló la vista. Las piernas no me sostenían y estaba a punto de caerme al suelo.
»Pero aquel criminal no era tonto. Nos miró con un ojo sólo y se echó a reír mostrando todos los dientes, como si dijese: “Te quieres burlar de mí y te va a salir mal”. Había visto que ella no tenía piedad de mí, porque no era parienta suya, era sangre extraña, y así agarró a Piétenka de un brazo, y con la otra mano tiró de la anilla de la trampa del suelo. Abrió el sótano y dijo:
»—Alúmbrame.
»Y bajó con Piétenka por la escalerilla.
»Yo creo que tía Marfa había ya perdido el juicio, porque no comprendía nada, como si estuviera completamente loca. Apenas el bandido hubo desaparecido con Piétenka bajo el suelo, ella colocó la trampa en su sitio, la cerró con llave y colocó encima un pesado baúl, haciéndome señas para que la ayudase porque era demasiado pesado para ella. En cuanto hubo colocado encima el baúl, aquella estúpida se sentó muy contenta encima de él. Pero apenas se hubo sentado, el ladrón desde abajo comenzó a gritar diciendo que lo dejara salir por las buenas o mataría a Piétenka. Las palabras no podían atravesar bien las gruesas tablas del suelo, pero el sentido era ese. Él aullaba peor que un lobo, como para dar miedo.
»Sí —gritaba—, ya he matado a tu Piétenka.
»Y ella no comprendía nada. Estaba allí sentada, riéndose y guiñándome el ojo. Parecía como si dijera: “Haz lo que te parezca, pero yo estoy sentada en el baúl y las llaves las tengo yo”. Y yo intentando convencer a la tía Marfa. Gritándole al oído, tratando de apartarla del baúl y llevarla fuera de allí. Había que abrir la trampa y salvar a Piétenka. Pero ¿qué podía hacer? ¿Podía entendérmelas con ella que era más fuerte que yo?
»Y él continuaba golpeando el suelo. Golpeaba y pasaba el tiempo, y ella continuaba sentada en el baúl, moviendo los ojos y sin oír nada.
»¡Oh, amigos míos, camaradas míos, aunque he pasado muchas cosas en mi vida, no recuerdo una tan terrible como esta! Aunque viviera un siglo no dejaría de oír la vocecita de Piétenka que gritaba y se lamentaba bajo tierra, el pobrecillo, porque aquel miserable lo atormentaba.
»¿Qué debo hacer, qué debo hacer ahora, pensaba, qué debo hacer con esta vieja loca y este ladrón asesino? Y pasaba el tiempo. Apenas había pensado en esto cuando oí relinchar a “Udaloi” bajo la ventana. Continuaba todavía enganchado al carro. Sí, “Udaloi” continuaba relinchando, como si me dijera “Vamos, Tania, corramos a buscar buena gente y pidamos ayuda”. Miré a mi alrededor y vi que era cerca ya del alba. Hagámoslo así, pensé, buen “Udaloi”, que me has hecho pensar en esto. Tienes razón, corramos. Y de pronto me pareció que alguien, desde el bosque me decía: “Espera, no te precipites, Tania, yo arreglaré las cosas de otra manera”. Y de nuevo no estaba sola en el bosque. Como si un gallo hubiese cantado con su voz familiar, aquella locomotora que conocía bien, dejó oír su pitido. Conocía bien aquel pitido porque la locomotora estaba siempre con las calderas a presión en Nagórnaia. La llamaban locomotora de arrastre, porque arrastraba los trenes de mercancías por la cuesta y entonces estaba de maniobras. Cada noche, a aquella hora, pasaba ante nuestra casa. Así, pues, oí la locomotora que me llamaba. La oí y el corazón me dio un vuelco. ¿Será posible, pensé, que yo me haya vuelto loca como la tía Marfa, para que cualquier criatura, cualquier máquina que no puede hablar me hable ahora en ruso?
»Pero tenía otras cosas en que pensar, porque el tren estaba ya cerca. No era momento para andar pensando en esas cosas. Agarré la linterna, porque entonces era oscuro todavía, y eché a correr como una loca a la vía y de pie entre los raíles me puse a agitar la linterna.
»Bueno, ¿qué más? Paré el tren. Menos mal que hacía viento e iba despacio, casi al paso de un hombre. Paré el tren, y el maquinista, a quien conocía, se asomó a la ventanilla, me preguntó algo, pero yo no entendí lo que me preguntaba, porque hacía viento. Yo le gritaba al maquinista que habían asaltado nuestra casa, que teníamos un ladrón en la casa: “Ven a defendernos, camarada. Date prisa”. Y en tanto decía esto los soldados rojos saltaron del vagón. Era un tren militar. Sí, los soldados saltaron y me preguntaron:
»—¿Qué pasa?
»Se quedaron asombrados. ¿Qué historia era aquella para detener un tren en medio del bosque y en plena subida?
»Se lo conté todo y ellos sacaron del sótano al ladrón. Y el ladrón gemía con una vocecita delgada, tan débil como la de Piétenka:
»—Perdonadme —decía—, buena gente. No me matéis. No lo haré más.
»Lo llevaron a rastras hasta las vías, lo ataron allí de pies y manos y pasaron el tren por encima. Así hicieron justicia.
»Yo no volví ya a casa, ni siquiera para coger la ropa. Le tenía horror. Pedí:
»—Llevadme en vuestro tren, camaradas.
»Y ellos me aceptaron en el tren y se me llevaron de allí. Después, lo digo de verdad, he recorrido medio mundo: del extranjero y nuestro. Junto con los besprizórnie. ¡Dónde no habré estado! Y así he conocido la libertad, la felicidad, después de las tristezas de mi infancia. También he conocido toda clase de desgracias y de males, es cierto. Pero todo esto vino después y ya lo contaré en otra ocasión. Un empleado de ferrocarriles bajó del tren para hacer el inventario deja casa del guardabarrera y para ocuparse de tía Marfa y asegurar su existencia. Dicen que luego murió en un manicomio. Otros, en cambio, han dicho que se curó y salió de allí.
Terminado el relato, Gordón y Dúdorov pasearon largo rato en silencio por el claro. Luego llegó el camión, y torpe y lentamente, se acercó desde la carretera. Empezaron a cargar los cajones. Gordón dijo:
—¿Has comprendido quién es Tania, la lavandera?
—Sí.
—Yevgraf se cuidará de ella —y después de una pausa, añadió—: así ha ocurrido muchas veces en la historia. Lo que fue concebido de un modo noble y con altura de miras, se convirtió después en tosca materia. Así Grecia se transformó en Roma, así el iluminismo ruso se convirtió en la revolución rusa. Recordemos lo que dice Blok: «Nosotros, los hijos de los años terribles de Rusia», y enseguida verás lo que separa su época de la nuestra. Cuando Blok decía esto había que entenderlo en sentido metafórico, figurado. Los hijos no eran hijos, sino criaturas, productos, intelectuales, y los terrores no eran terribles, sino providenciales, apocalípticos, lo que es muy distinto. Pero ahora todo lo que era metafórico se ha hecho literal: los hijos son realmente hijos, y los terrores son terribles. Esta es la diferencia.
Cinco o diez años después, en una quieta tarde de verano, Gordón y Dúdorov estaban sentados ante una ventana abierta que dominaba desde arriba la inmensa Moscú nocturna. Hojeaban el cuaderno de los escritos de Yuri, recogidos por Yevgraf, un cuaderno que habían ya leído más de una vez, y gran parte del cual sabían de memoria. Releyéndolo, cambiaban opiniones y reflexionaban. Mientras tanto se hizo de noche y acabaron no distinguiendo las letras. Tuvieron que encender la luz.
Moscú abajo y a lo lejos, la ciudad donde Yuri había nacido y vivido la mitad de estos acontecimientos, Moscú parecía no el lugar de estos sucesos, sino la principal heroína de una larga novela a cuyo final se habían acercado ellos aquella noche, hojeando el cuaderno de Yuri Andriéevich. La victoria no había traído consigo ni la luz ni la libertad que esperaban para después de la guerra, como habían pensado. Pero esto no tenía importancia: el presagio de la libertad estaba en el aire, en los años de la postguerra y constituía su único contenido histórico.
A los dos amigos, envejecidos ya, junto a la ventana, les parecía que había llegado ya aquella libertad del alma, que precisamente aquella noche el futuro se había colocado, tangiblemente, en las calles que se extendían a sus pies, que ellos mismos habían entrado en el futuro y que desde aquel momento se encontraban en él. Una feliz y serena quietud para aquella sagrada ciudad y para toda la tierra, para los personajes de esta historia llegados hasta esa noche y para sus hijos, pareció penetrar en ellos y sujetarlos con una suave música de felicidad que se extendía a lo lejos, por todas partes. En sus manos el pequeño cuaderno parecía saber todo esto y confirmaba y daba certidumbre a sus sentimientos.