Ya queda poco que contar de la vida de Yuri Andriéevich, de los últimos ocho o nueve años que precedieron a su muerte, en el curso de los cuales fue decayendo cada vez más, olvidó los conocimientos y la práctica de la medicina, perdió sus dotes de escritor, y sólo a veces, sustrayéndose al estado de torpor y anonadamiento, reanimándose, volvía a la actividad, por poco tiempo, cosa de un relámpago, para caer de nuevo en una absoluta indiferencia para consigo mismo y para todas las cosas del mundo. En esos años se agravó su antigua enfermedad del corazón, que él mismo había diagnosticado hacía tiempo, pero no advirtió su importancia.
Llegó a Moscú en los comienzos de la NEP[92], el más ambiguo y falso de los periodos soviéticos. Estaba demacrado, con la barba y los cabellos largos, y todavía con mayor apariencia salvaje que en los tiempos de Yuriatin, después de su cautividad entre los partisanos. También ahora, a lo largo del camino, se había ido privando de todo lo que tenía algún valor, cambiándolo por cualquier andrajo con que cubrirse. Así, durante el viaje, cedió una pelliza y un par de chaquetas, y compareció en las calles de Moscú con un gorro gris de cosaco, bandas en las piernas y un deshilachado capote militar que, sin botones, le daba la apariencia de un uniforme de forzado. Vestido de esta manera, en nada se distinguía de los innumerables soldados rojos que inundaban las plazas, los paseos y las estaciones de la capital.
No llegó solo a Moscú. Lo seguía a todas partes un bello muchachito campesino, vestido con análogas prendas militares. Con este atuendo se mostraron en lo que subsistía de los salones de Moscú donde Yuri Andriéevich había pasado su infancia. Todos lo recordaban y lo acogieron con su compañero de vagabundeo, no sin haberle preguntado antes con toda delicadeza si después de su viaje habían pasado por los baños públicos, porque todavía el tifus causaba estragos. Por ellos Yuri Andriéevich tuvo conocimiento de las circunstancias en que sus familiares habían partido para el extranjero.
El y el chico rehuían cualquier encuentro, y a causa de una desesperada timidez, evitaban las ocasiones de ir solos de visita, donde no hubiesen podido callar ni eludir la obligación de hablar. Con sus flacas siluetas solían aparecer en los salones de sus conocidos cuando en ellos se reunía mucha gente, y se mantenían aparte, en un rincón, pasando la velada en silencio, sin tomar parte en la conversación general.
En compañía de su joven amigo, el doctor, alto y delgado, vestido de aquella manera extraña, parecía uno de esos hombres del pueblo buscadores de la verdad, y su acompañante un discípulo o un seguidor leal que sentía por él una ciega devoción. ¿Quién era su joven compañero?
La última parte del viaje, cuando se hallaba cerca ya de Moscú, Yuri Andriéevich la había recorrido en tren, mientras la primera, muchísimo más larga, la efectuó a pie.
El espectáculo de las poblaciones a través de las cuales pasaba no era más confortador que el que había visto ya en Siberia y los Urales, cuando huyó de los bosques. Sólo que entonces viajó en invierno. Y ahora, en cambio, finalizado el verano, el otoño era cálido y seco y el viaje resultaba más cómodo.
La mitad de los pueblos estaban desiertos como después de una incursión enemiga, los campos abandonados e incultos, y esa era una real consecuencia de la guerra, de la guerra civil.
Durante dos o tres días, a fines de septiembre, había caminado a lo largo de la escarpada orilla de un río. Este, que discurría en dirección opuesta, encontrábase a su derecha. A la izquierda extendíanse hasta perderse de vista, desde el camino hasta la línea del horizonte lleno de nubes, campos sin roturar, interrumpidos aquí y allá por bosques en los que predominaban los robles, olmos y arces. Los bosques descendían hacia el río en profundos barrancos y cortaban el camino con cantiles y empinadas pendientes.
En los campos abríanse las espigas demasiado maduras, dejando caer los granos de centeno. Yuri Andriéevich los cogía a puñados, se llenaba la boca, los masticaba penosamente y se alimentaba con ellos cuando no tenía posibilidad de hacerse unas gachas con trigo. El estómago digería mal aquel alimento crudo, apenas masticado.
Yuri Andriéevich jamás había visto en su vida un centeno tan oscuro, de color castaño, como el oro viejo oscurecido. En general, cosechado a su tiempo, el centeno es mucho más claro.
Aquellos campos de color de llama, que ardían sin fuego, aquellos campos que sin sonido clamaban su invocación de ayuda, estaban coronados por la apacible indiferencia de un cielo sin fin que ya se inclinaba hacia el invierno y sobre el cual, como una sombra en la cara, flotaban, incansables, largas y estriadas nubes de nieve, negras en el centro y orladas de blanco.
Todo se movía lenta y regularmente. Discurría el río, hacia él acudía el camino, por el camino avanzaba el doctor, las nubes seguían la misma dirección. Ni siquiera los campos permanecían inmóviles: algo se movía en ellos. Estaban poseídos por un continuo e inquieto hormigueo que daba náuseas.
Las ratas se habían multiplicado de una manera fabulosa, nunca vista hasta entonces. Corrían sobre el rostro y las manos, se encaramaban por el cuerpo, cuando la noche le sorprendía a uno en medio del campo y tenía que tumbarse a dormir en un surco. De día, las bandadas de ratas, multiplicadas hasta el infinito y bien alimentadas, cruzaban los caminos y se metían por entre los pies y cuando se las aplastaba se convertían en una viscosa masa móvil y gimiente.
A una respetuosa distancia seguía al doctor una jauría de terribles mastines de pastor, pilosos y salvajes, que se miraban entre sí como para consultarse el momento en que debían lanzarse sobre él y destrozarlo. Alimentábanse de carroña, pero no desdeñaban las ratas de que bullía el campo, y observaban de lejos al doctor, moviéndose seguros sobre sus huellas, siempre en espera de algo. Pero no penetraban en los bosques. Cuando surgía alguno, poco a poco retrocedían, volvían grupas y desaparecían.
Los campos y los bosques ofrecían entonces dos paisajes completamente distintos. Los campos, sin el hombre, se habían convertido en huérfanos, como si en su ausencia hubiese caído sobre ellos una maldición. En cambio, los bosques, libres del hombre, a salvo, se habían embellecido como prisioneros vueltos a la vida.
Por lo general, los hombres, sobre todo los chiquillos campesinos, no dejaban que madurasen las avellanas, y las cogían todavía verdes. Ahora los declives boscosos de las colinas y torrenteras estaban cubiertos totalmente de un follaje intacto, de un color de oro empolvado y oxidado por el sol de otoño. Brotaban alegres corimbos de tres o cuatro avellanas, como atadas juntas, anudadas por cintas, maduras, a punto de soltarse de las ramas, pero todavía suspendidas de ellas. A lo largo del camino Yuri Andriéevich las arrancaba y comía hasta saciarse. Se había llenado los bolsillos y el macuto. Durante toda una semana fueron su único alimento.
Le parecía ver los campos como bajo el delirio de la fiebre, durante una grave enfermedad, y los bosques, en cambio, en el estado de lucidez del hombre curado, y le parecía que el bosque lo habitaba Dios, y que en los campos serpenteaba la burlona sonrisa del diablo.
En aquella primera parte de su camino llegó a un pueblo enteramente quemado y abandonado por sus habitantes. Antes de la destrucción, las casas estaban alineadas en una sola hilera, al mismo lado del camino, frente al río. En la parte del río no se había construido aún.
Sólo pocas casas, ennegrecidas y quemadas, habían quedado en pie, y también estaban vacías y deshabitadas. Las otras isbás no eran más que un montón de tizones, de los que apuntaban al cielo los negros esqueletos de los ahumados cañones de las chimeneas.
Las abruptas orillas del río estaban llenas de grandes oquedades, de las cuales, en otros tiempos, los habitantes de la aldea, que vivían de ese trabajo, extraían piedras para hacer muelas.
Tres de estas muelas, todavía sin desbastar, yacían en tierra frente a la última isbá de la aldea, una de las pocas que subsistían, pero vacía también como todas las demás.
Yuri Andriéevich entró en ella. Era una tarde apacible, pero apenas hubo pisado el umbral fue como si el viento se hubiera desencadenado en el interior de la isbá. Sobre el suelo volaron de todas partes hebras de paja y estopa, sobre las paredes se agitaron jirones de papel. Todo se movió y rumoreó. Las ratas huyeron lanzando chillidos, porque, como todos los alrededores, la isba estaba cuajada de ratas.
El doctor salió inmediatamente. Tras él, más allá de los campos, se ponía el sol que iluminaba con luz dorada la otra orilla, donde los matorrales y los pequeños salientes lanzaban hasta el centro del río el parpadeo de sus movientes reflejos. Atravesó el camino y se sentó a descansar sobre una de las muelas que yacían en tierra.
Abajo, por la escarpadura, asomó una rubia cabeza, luego los hombros y después las manos. Luego una figura humana avanzó por el río a lo largo del sendero, llevando un cubo de agua. Cuando vio al doctor se detuvo, oculto hasta la cintura por la escarpa.
—¿Quieres beber, buen hombre? No me hagas daño. Yo no te haré nada.
—Gracias. Sí, dame de beber. Pero ven y no tengas miedo. ¿Por qué habría de hacerte daño?
Al salir de la escarpadura, el hombre del agua demostró ser un adolescente, descalzo, vestido de harapos y greñudo.
A pesar de sus amistosas palabras, miraba al doctor con una mirada desasosegada y penetrante. Por un incomprensible motivo, el muchacho parecía extrañamente emocionado. Poseído por la agitación, dejó el cubo en tierra, y de pronto, después de haber hecho ademán de lanzarse hacia el doctor se detuvo y murmuró:
—Pero… No puede ser. No es posible. Estoy viendo visiones. Perdóneme, camarada. Permítame hacerle una pregunta. Me parece que le conozco a usted. ¡Sí! ¡Ya sé! Usted es el señor doctor.
—Y tú ¿quién eres?
—¿No me reconoce?
—No.
—Viajamos juntos desde Moscú en el tren. Me mandaban a formar parte del ejército de trabajadores, escoltado.
Era Vasia Brykin. Se echó a los pies del doctor, le besó las manos y se puso a llorar.
La aldea quemada era el lugar natal de Vasia, Veretiénniki. Su madre había muerto. Durante la represalia y el incendio, él se escondió en una caverna subterránea, levantando una de las piedras del suelo de la isbá, y su madre creyó que se lo habían llevado. Enloquecida de dolor, se ahogó en el Pielga, ese mismo río a cuya orilla estaban sentados y charlando. Las dos hermanas de Vasia, Alienka y Arishka, por lo que había sabido, debían encontrarse en otro distrito, en un asilo para niños. El doctor tomó consigo a Vasia y se lo llevó a Moscú. Durante el viaje le contó a Yuri Andriéevich toda clase de horrores.
—Ahí tiene usted el trigo de este otoño, que se está malogrando. Apenas acabábamos de sembrar cuando vino la represión. Fue cuando se marchó la tía Palasha. ¿Se acuerda usted de la tía Palasha?
—No. No la conocí jamás. ¿Quién es?
—¡Cómo que no la conoció! ¿Y Pelaguieia Nílovna? Viajaba con nosotros. Era la Tiagunova. Una cara ancha, llena, pálida.
—¿Aquella que no paraba de hacerse y deshacerse las trenzas?
—¡Las trenzas, las trenzas! ¡Pues claro que sí! ¡Las trenzas!
—¡Ah, ya me acuerdo! Espera. Me la encontré después en Siberia, en una ciudad, por la carretera.
—¿De veras? ¿A la tía Polia?
—Pero ¿qué diablos te pasa, Vasia? ¿Por qué me sacudes los brazos como un loco? ¿No ves que me los vas a arrancar? Además, te has ruborizado como una jovencita.
—¿Qué fue de ella? Anda, dímelo enseguida.
—Estaba muy bien cuando yo la vi. Me habló de ti. Me parece que me dijo que estaba con vosotros y era vuestro huésped. Pero tal vez no lo recuerdo bien y me confundo.
—¡Cómo vas a confundirte! Justamente estaba con nosotros. Mamá la quería como si fuese una hermana. Era una mujer tranquila y trabajadora, y cosía muy bien. Mientras estuvo en casa no nos faltó nada. Luego la obligaron a huir de Veretiénniki, no la dejaban en paz con las murmuraciones. En la aldea había un campesino que se llamaba Jarlam Gnilói. Le dio por meterse con Polia. Era un calumniador terrible y ella ni siquiera lo miraba. Por eso también a mí me tenía ojeriza. Se pasaba el día contando chismes de nosotros, de mí y de Polia. Por eso ella tuvo que irse. Ya no podía más. Entonces empezó todo.
»No muy lejos de aquí hubo un terrible asesinato. Mataron a una viuda en una granja del bosque, allí por Buískoie. Vivía sola en la linde del bosque. Se paseaba con botas de hombre, con orejas y tirantes de goma. Delante de la casa había siempre un perro que corría de un lado para otro. Era un perro feroz y estaba atado a una larga cadena. Se llamaba “Gorlán”. Ella se bandeaba sola con la casa y las tierras y no quería ayuda de nadie. Pero de repente llegó el invierno, cuando nadie lo esperaba. La nieve se presentó muy pronto aquel año. Y la viuda no había recogido aún las patatas. De modo que un día se presentó en Veretiénniki.
»—Ayudadme —dijo—, y os pagaré u os daré una parte.
»Yo me ofrecí para recoger patatas. Me voy con ella a la granja y allí me encuentro con Jarlam. Se había ofrecido antes que yo, pero ella no me dijo nada. Bueno, no teníamos por qué matarnos por eso. Nos pusimos a trabajar juntos. Tiempo de perros: lluvia y nieve, agua y barro. Cava que te cava, luego quemamos las plantas y con el humo caliente secamos lo que se dice bien las patatas. Al final, ella nos pagó lo nuestro. Despidió a Jarlam, y a mí, en cambio, me guiñó el ojo, como si me dijera: “Tengo un trabajo para ti. Ven luego o quédate”. Y volví a su casa otra vez.
»—No me da la gana —me dijo— de declarar al Estado mi sobrante de patatas. Tú eres un buen chico —dijo—, y sé que no me traicionarás. Ya ves que no tengo secretos para ti. Yo misma hubiese hecho un hoyo y enterraría las patatas, pero fíjate qué tiempo hace. No me he dado prisa y se me ha venido encima el invierno. Yo sola no podré valerme. Hazme el hoyo y no te arrepentirás. Lo secaremos bien y enterraremos las patatas.
»De modo que cavé el hoyo tal como hay que hacerlo cuando la cosa es secreta: en forma de embudo, la parte ancha abajo y la estrecha arriba. Lo secamos con humo y lo calentamos bien. Y todo esto en medio de una tormenta. Escondimos las patatas como es debido, las cubrimos con tierra. Ni siquiera las moscas las hubiesen olido. Y yo, claro está, no dije ni pío a nadie. Lo que se dice a nadie. Ni siquiera a mi madre ni a mis hermanas. ¡A nadie! Y así fue. Al cabo de un mes vino lo gordo. La gente de Buískoie, que había pasado por allí, dijo que había encontrado la casa abierta, todo en su sitio y ni rastro de la viuda ni de “Gorlán”, que rompió la cadena y se había escapado. Pasó el tiempo. Al primer deshielo de aquel invierno, era casi el año nuevo, hacia la noche de San Basilio, vinieron los aguaceros que lavaron de nieve los montes, la nieve se deshizo y surgió otra vez la tierra. El perro volvió a la casa y comenzó a arañar en el lugar donde estaba el agujero de las patatas. Araña que te araña lo sacó todo afuera, empezando por las piernas del ama con las botas de tirantes. ¡Imagínate! En Veretiénniki todos compadecieron a la viuda porque tenían buen recuerdo de ella. Ninguno pensó en Jarlam. Además, ¿por qué tenían que pensar en él? ¿Acaso había que pensar? Si hubiera sido él se habría largado muy lejos, quién sabe dónde. Pero los cabecillas de los kuláks se aprovecharon del crimen de la granja. Comenzaron a excitar al pueblo.
»—Ya veis —decían— cómo las gasta la gente de la ciudad. Que os sirva de lección y de ejemplo. No escondáis el trigo, no enterréis las patatas.
»Pero los estúpidos tenían otra cosa metida en la cabeza: hablaban de los bandidos del bosque, fantaseaban sobre no sé qué bandoleros que habían devastado la casa.
»—Cuidado que sois imbéciles —decían—. Haced caso de lo que diga la gente de la ciudad. Os moriréis de hambre. Si el pueblo quiere estar bien, que venga con nosotros. Ya os enseñaremos lo que hay que hacer. Esos vendrán a llevarse vuestro sudor, y para vosotros nada. Tendréis que darles el centeno y también el trigo. Si se ponen las cosas así, hay que echar mano de los horcones. Y el que esté contra la aldea, que vaya con cuidado.
»Entonces los viejos comenzaron a murmurar, a hacerse los fanfarrones y a reunirse. El malvado Jarlam no esperaba otra cosa. Agarró el sombrero y se fue a la ciudad. Allí empezó a murmurar:
»—De modo que en el pueblo pasa lo que pasa y vosotros aquí papando moscas. Hay que formar el comité de pobres. Autorizadme a mí y lo arreglaré todo en un momento.
»Dicho esto, se largó y nadie le ha visto el pelo nunca más.
»Lo demás vino por sus pasos contados. Nadie lo provocó, nadie tuvo la culpa. Mandaron soldados rojos de la ciudad, y un tribunal militar. Y enseguida la emprendieron conmigo Jarlam les habría dicho yo qué sé. Conmigo porque era un fugitivo, porque me había escapado del ejército de trabajo, porque sin duda era yo el que había soliviantado al pueblo y asesinado a la viuda. Y por eso quisieron echarme mano. Menos mal que se me ocurrió levantar una losa del suelo y desaparecer en el sótano. Me escondí en una caverna subterránea. Sobre mi cabeza el pueblo ardía y yo no veía nada. Por encima de mí mi madre se arrojaba al río, y yo no lo sabía. Todo sucedió por sus pasos contados. A los soldados rojos les dieron una isbá, vino y se embriagaron hasta morir. Durante la noche, a causa de una imprudencia, ardió una casa y luego las de al lado. Los soldados que estaban donde comenzó el incendio salieron fuera, pero los otros, como nadie les había avisado, se quemaron hasta el último, claro está. Además, nadie sacó de las casas quemadas a la gente que se había quedado dentro. Todos se habían largado con el miedo de que sucediera lo peor. De nuevo fueron los ricos ganaderos los que hicieron correr la voz de que todos los supervivientes serían fusilados. Por eso, cuando volví, no encontré a nadie. Todos se habían dispersado para arrastrar su miseria por otros lugares.
Cuando el doctor y Vasia llegaron a Moscú, era la primavera del año 1922, en los comienzos de la NEP. Los días eran tibios y luminosos. Los rayos del sol reflejados por las cúpulas doradas del templo del Salvador, caían sobre la plaza de grandes losas de piedra cuadrangulares, entre los intersticios de las cuales crecía ya la hierba.
La iniciativa privada no estaba ya prohibida, y dentro de unos severos límites se permitía el comercio libre. Los negocios se limitaban a intercambios de mercancías con los chamarileros en el mercado y eran tan reducidos que favorecían la especulación y los abusos. La agitación mezquina de los hombres de negocios no aportaba nada nuevo, ni reanimaba en modo alguno la desolación de la ciudad. Pero algunas personas lograban acumular fortunas con la continua reventa de artículos vendidos ya diez veces.
Los que poseían modestísimas bibliotecas familiares vacían las estanterías y acumulaban los libros en un puesto cualquiera. Luego solicitaban del soviet municipal una autorización para abrir una cooperativa de venta de libros. Con esta intención buscaban un local, y conseguían una zapatería abandonada desde los primeros meses de la revolución, o un invernadero, porque los floricultores habían cesado desde entonces toda actividad. Y bajo las amplias bóvedas de esos locales, vendían hasta agotarlas sus pobres colecciones reunidas al azar.
Las mujeres de los profesores, que ya antes, en los tiempos difíciles, cosían y vendían a escondidas prendas blancas, ahora habían abierto una tienda en algún antiguo taller de bicicletas, que había estado clausurado durante todos aquellos años. Habían cambiado sus costumbres, aceptando ya la revolución, y decían: «vale», en lugar de decir «sí», o «bien».
En Moscú, Yuri Andriéevich dijo:
—Habrá que buscar ocupación, Vasia.
—Ya me lo imagino: quisiera estudiar.
—Ni que decir tiene.
—Además, otra cosa: quisiera pintar el retrato de mi madre.
—Muy bien. Mas para hacer eso hay que saber dibujar. ¿Lo has probado alguna vez?
—En Apraksin, cuando mi tío no me veía, hacía algo al carbón.
—Bien. Entonces habrá que intentarlo.
Vasia no reveló grandes aptitudes para el dibujo, pero, sin embargo, consiguió ingresar en la sección de artes aplicadas. Por medio de un amigo de Yuri Andriéevich se le admitió en los cursos preparatorios de la antigua escuela de Straganovski, de los cuales pasó a la facultad de artes gráficas, donde aprendió la técnica de la litografía, el oficio de tipógrafo y encuadernador y decorador de libros.
El y el doctor unieron sus esfuerzos. El doctor escribía breves trabajos sobre los más diversos temas y Vasia los imprimía en la escuela, presentándolos como prácticas para el examen. Luego, los pocos ejemplares impresos se ponían a la venta en las librerías que habían abierto los amigos.
Esos folletos contenían el pensamiento de Yuri Andriéevich: la exposición de sus teorías médicas, de su concepto de la salud y la enfermedad, reflexiones sobre el transformismo y la evolución, sobre la individualidad como fundamento biológico del organismo, o bien consideraciones sobre la historia y la religión, semejantes a las de su tío y las de Símushka y también descripciones de los lugares donde Pugachov se había sublevado, cuentos y poesías. Todas estas obritas estaban escritas en un lenguaje sencillo, de manera discursiva, pero su forma no resultaba divulgadora, porque las opiniones contenidas eran con frecuencia discutibles, arbitrarias, no lo suficientemente experimentadas, con todo y ser vivas y originales. Se agotaban enseguida y eran muy apreciadas.
En aquella época todo asumía un carácter de especialización: la poesía, el arte de traducir. Se teorizaba sobre todo, para cada cosa se creaba un instituto. Por todas partes surgían Palacios del Pensamiento y Academias de Estética. Y Yuri Andriéevich era doctor en propiedad de gran número de estas presuntuosas instituciones.
Durante mucho tiempo él y Vasia fueron amigos y vivieron juntos. Cambiando constantemente de habitación, abandonando uno tras otro sus refugios destruidos a medias, inhabitables o poco confortables por diversas causas.
Apenas llegado a Moscú, Yuri Andriéevich se presentó en la vieja casa de la calle Sívtsev. Le dijeron que su familia no había vuelto por allí a su paso por Moscú. Después de su expulsión de Rusia aquellas habitaciones habían sido cedidas a otros, y no quedaba nada de sus cosas. Todo el mundo se apartaba de él, como quien evita a un conocido peligroso.
Márkel, el portero, había subido de categoría y ya no vivía en la calle Sívtsev. Lo trasladaron, en calidad de comandante, al Muchnói Gorodok, donde, por su grado, le correspondían las habitaciones del director. Sin embargo, habría preferido continuar viviendo en aquella vieja portería con suelo de tierra apisonada, agua corriente y una enorme estufa que ocupaba gran parte de la estancia. En invierno, en todos los edificios del barrio se abrían las cañerías del agua y la calefacción: sólo en la portería se estaba caliente y el agua no se helaba.
Luego se produjo cierto enfriamiento en las relaciones entre el doctor y Vasia. Este había evolucionado extraordinariamente, y comenzó a hablar y pensar de un modo muy distinto de como lo hizo en otro tiempo aquel chicuelo descalzo y greñudo del río Pielga en Veretiénniki. La absoluta evidencia de las verdades proclamadas por la revolución lo atraían cada vez más. El lenguaje figurado y no siempre comprensible del doctor le parecía, en cambio, la voz de la culpa, condenada a la ambigüedad de la propia y reconocida debilidad.
El doctor iba de una oficina a otra, para resolver dos cuestiones: obtener la rehabilitación política de su familia, de modo que se le autorizase el retorno a su patria, y tratar de conseguir un pasaporte para el extranjero y el permiso necesario para reunirse en París con su mujer y sus hijos.
A Vasia le sorprendía la frialdad y el desinterés de estas tentativas. Efectivamente, Yuri Andriéevich estaba siempre dispuesto a reconocer la inutilidad de sus esfuerzos y con demasiada convicción, casi con satisfacción, declaraba que cualquier otra tentativa sería inútil.
Vasia desaprobaba, cada vez con mayor frecuencia, al doctor, quien, por otra parte, aceptaba sus justas críticas. Pero sus relaciones fueron empeorando rápidamente hasta que acabó su amistad y se separaron. El doctor dejó a Vasia la habitación que ocupaban y se fue al Muchnói Gorodok, donde el omnipotente Márkel le proporcionó una parte de lo que en otro tiempo fue el piso de los Svientitski, consistente en un viejo cuarto de baño fuera de uso, una habitación contigua con una sola ventana, y una cocina de suelo irregular que daba a una ruinosa escalera de servicio a punto de derrumbarse. Yuri Andriéevich se trasladó a ese lugar y desde entonces abandonó la medicina, dejó todo cuidado de su persona, cesó de relacionarse con los amigos y fue sumiéndose cada vez más en una vida de miseria.
Era un gris domingo de invierno. El humo de las estufas no se elevaba en volutas sobre los tejados, sino que se filtraba en sutiles hilos negros por las ventanas, a través de las cuales a pesar de la prohibición, todos continuaban haciendo pasar los tubos de las chimeneas. La vida ciudadana no había recobrado aún la normalidad. Los inquilinos del Muchnói Gorodok estaban sucios y mal vestidos, enfermos de forunculosis, constantemente ateridos de frío.
Con motivo del domingo, toda la familia de Márkel Schápov se había reunido en casa.
Los Schápov comían en la misma mesa, sobre la cual, en otro tiempo, cuando el pan estaba racionado, cada mañana, al amanecer, cortaban con las tijeras los cupones del pan de los inquilinos, los distribuían, los contaban, hacían varios montoncitos de acuerdo con las categorías y los llevaban a la tahona, y luego, a la vuelta, cortaban, pesaban y distribuían el pan según las raciones que correspondían a cada uno. Ahora todo eso se había convertido en una leyenda. Otros tipos de control habían sustituido al de los cupones. Ante aquella ancha mesa comían con apetito, masticando y haciendo ruido con la boca.
La mitad de la portería estaba ocupada por una gran estufa rusa colocada en el centro, cubierta con una manta acolchada que caía por los lados.
En la pared anterior, junto a la puerta de entrada, el grifo del agua sobre la pila funcionaba perfectamente. A los lados alinéabanse los bancos sobre los cuales estaban las provisiones, conservadas en cartuchos y cajas. La parte izquierda la ocupaba una mesa de cocina y una alacena.
La estufa ardía y en la habitación hacía calor. Ante la estufa, con las mangas arremangadas hasta el codo, estaba la mujer de Márkel, Agafia Tíjonovna. Con un ademán lento y amplio de su brazo manipulaba las cacerolas acercándolas y apartándolas según convenía. Su rostro sudoroso lo iluminaba el reverbero de la estufa, velándole a veces el vapor del caldo. Apartó las cazuelas y sacó de las profundidades del horno una torta colocada sobre una plancha de hierro. Con un solo movimiento le dio la vuelta y volvió a meterla en el horno unos instantes para que se dorase. Yuri Andriéevich entró con dos cubos.
—Que aproveche.
—Bienvenido. Siéntate y come con nosotros.
—Gracias. He comido ya.
—Ya sabemos cómo son tus comidas. Siéntate y toma algo caliente. No te hagas el remilgado. Son patatas asadas. —No, de veras, gracias. Discúlpame, Márkel, si entro continuamente y enfrío la habitación. Quiero hacer provisión de agua. He limpiado la bañera de cinc de los Svientitski y ahora quiero llenarla de agua. Todavía vendré cinco o diez veces más. Luego, durante mucho tiempo, ya no te molestaré. Perdóname, por favor, si continúo entrando. Si no fuese por ti, no sabría dónde ir a buscar agua.
—Toma la que quieras. No vale nada. Jarabe no tenemos, pero agua te podemos dar la que quieras. No la vendemos. Todos se echaron a reír.
Cuando Yuri Andriéevich entró por tercera vez en busca de su quinto y sexto cubo de agua, el tono había cambiado y las palabras fueron distintas.
—Mis yernos me preguntan quién eres. Se lo he dicho y no lo creen. Pero toma el agua que quieras y no te preocupes. No la derrames por el suelo, torpe. Ya has salpicado el umbral. Se helará y no serás tú quien arranque el hielo con el martillo. Además, pasmón, cierra bien la puerta, que está entrando el aire del patio. Sí, les estaba diciendo quién eres y no se lo creen. ¡Cuánto dinero se han gastado contigo! Estudiaste, estudiaste y todo eso no ha servido para nada.
Cuando Yuri Andriéevich apareció por quinta o sexta vez, Márkel frunció el ceño.
—Bueno, esta vez y basta. No hay que exagerar las cosas, amigo. Aquí está Marina, mi hija menor, que te defiende. De no ser por ella, no habría tenido en cuenta que eres un noble, un masón y habría cerrado la puerta con llave. ¿Te acuerdas de Marina? Ahí la tienes, al extremo de la mesa, la morena. Mira como se pone. «Déjale en paz, papá», dice. ¡Como si a ella le importase algo! Marina trabaja en el telégrafo central, sabe idiomas. «Es un infeliz», me dice. Por ti se echaría al fuego, tanta pena le das. Pero ¿tengo yo la culpa de que te veas como te ves? No tenías por qué huir a Siberia y dejar la casa en un momento grave. La culpa es tuya. Míranos a nosotros: pasamos mucha hambre, durante el asedio de los blancos. No nos movimos y todos hemos conservado la piel. Date de bofetadas. Además nos mandaste a Tonia, que anda por ahí en el extranjero. No es que me importe. Es cosa tuya. ¿Para qué quieres tanta agua? ¿No se te habrá metido en la cabeza la idea de inundar el patio para hacer una pista de patinaje? Pero ¡pobrecillo!, no podemos meternos contigo.
De nuevo todos se echaron a reír. Marina dirigió a sus familiares una mirada de desaprobación. Enrojeció y les dijo algo en voz baja. Yuri Andriéevich oyó su voz y le conmovió, aunque todavía no pudo comprender el secreto.
—Hay mucho que lavar en la casa, Márkel. Tengo que fregar los suelos. Además quisiera lavar un poco la ropa. Sus palabras dejaron estupefactos a todos.
—¿No te da vergüenza? No eres tú quien debe hacerlo. ¡Menuda lavandera!
—Yuri Andriéevich, permíteme que te envíe a mi hija. Irá a tu casa, te hará la colada y limpiará un poco. Si algo se te ha roto, te lo remendará. Y tú no tengas miedo de él, hija mía. Es muy delicado, no es como los demás. No es capaz de hacer daño a una mosca.
—No vale la pena, Agafia Tíjonovna. No permitiré que Marina se ensucie con estas cosas. No es mi criada. Ya me arreglaré yo solo con todo.
—¿Acaso no se ensucia usted? ¡Qué modesto es, Yuri Andriéevich! ¿Por qué no quiere? Si yo me ofreciese a hacerlo, ¿me rechazaría usted?
Marina hubiese podido llegar a ser una cantante, tan pura, sonora, melodiosa y profunda era su voz. No hablaba fuerte, pero sí con una voz más alta que la exigida por la conversación y que no formaba un todo con su persona, sino que parecía vivir independientemente de ella, como si procediera de otra habitación y resonase a sus espaldas. Era su defensa, su ángel custodio. Nadie hubiese querido ofender o entristecer a una mujer con semejante voz.
Desde aquel domingo del transporte de agua comenzó la amistad entre Marina y el doctor. Ella iba a menudo a ayudarlo. Por último se quedó en su casa definitivamente y ya no bajó a la portería. Se convirtió así, sin pasar por el registro civil, en la tercera mujer de Yuri Andriéevich, aun cuando él no estuviese divorciado de la primera. Tuvieron hijos. El padre y la madre de Marina comenzaron a llamarla, no sin orgullo, «doctora». Márkel reprochaba a Yuri Andriéevich que su matrimonio no hubiera pasado por la iglesia ni estuviese registrado.
—Pero ¿estás loco? —le objetaba su mujer—. ¿Cómo quieres que lo haga si Antonina vive? ¿Quieres que sea bígamo?
—Eres una estúpida —replicaba Márkel—. Tonia no cuenta. Es como si no existiese. Ninguna ley la ampara. A veces, bromeando, Yuri Andriéevich decía que su unión era una novela en veinte cubos, como hay novelas en veinte capítulos o en veinte cartas.
Marina le perdonaba sus extravagancias, a las que ya comenzaba a acostumbrarse, y sus caprichos de hombre ya cansado que se daba cuenta de su propia decadencia, de la suciedad y el desorden en que vivía. Soportaba sus gruñidos, sus salidas de tono y la irritabilidad de su carácter.
El espíritu de sacrificio de Marina iba todavía más lejos. Cuando por su culpa caían en una miseria de la cual sólo ellos eran los responsables, para no dejarlo solo en aquellos momentos, abandonaba el trabajo, donde la consideraban mucho y, a pesar de estas forzadas interrupciones, volvían a admitirla con gusto. Dócil a las extravagancias de Yuri Andriéevich, lo acompañaba en sus vueltas por la ciudad y las casas pidiendo trabajo. Cortaban juntos leña para varios inquilinos. Algunos, entonces, sobre todo los especuladores enriquecidos al principio de la NEP y personalidades de las ciencias y las artes gratas al gobierno, habían comenzado a cambiar su tenor de vida y a rodearse de ciertas comodidades. Una vez Marina y Yuri Andriéevich caminando cuidadosamente con sus botas de fieltro, para no manchar las alfombras, llevaron una partida de leña al estudio del dueño de la casa, que se hallaba sumido en la lectura. Él ni se dignó mirarles. Su mujer fue quien había tratado con ellos y quien debía pagarles su trabajo.
«¿Qué estará leyendo ese imbécil? —se preguntó el doctor con curiosidad—. ¿Qué diablos estará anotando con el lápiz tan celosamente?»
Con la carga de leña dio la vuelta al escritorio y miró por encima. Sobre la mesa tenía los folletos de Yuri Andriéevich, en la primera edición impresa por Vasia en el Vjutemás[93].
Vivían en la calle Spiridónovka y Gordón había alquilado una vivienda muy cerca de ellos, en la Málaia Brónnaia. Tenían dos niñas: Kapka y Klashka. Kapitolina, Kapka, había cumplido ya seis años, y la pequeña Klavdia, Klava, tenía seis meses.
A principios del verano de 1929 hizo mucho calor. La gente se visitaba atravesando, sin sombrero ni chaqueta, dos o tres calles que los separaban.
La vivienda de Gordón estaba curiosamente dispuesta en un local donde en otro tiempo tuvo su obrador un sastre de moda. La componían dos piezas, una debajo de otra, con un solo escaparate que daba a la calle. Sobre el cristal leíase todavía con letras doradas el nombre del sastre y su profesión. En el interior, detrás del escaparate, se veía una escalera que ponía en comunicación ambas estancias.
Pero estas dos habitaciones se habían convertido en tres.
Mediante planchas suplementarias, se había conseguido un entresuelo entre ambos pisos, con una ventana, rara para una habitación, de un metro de altura, que nacía a ras del suelo. Los restos de las letras doradas ocultaban la ventana. Entre una letra y otra podían verse hasta las rodillas las piernas de los que estaban en el interior. Era la habitación de Gordón. En aquel momento estaban también allí Zhivago, Dúdorov y Marina con las niñas. A diferencia de los adultos, estas últimas distinguíanse enteramente en el marco de la ventana. Al poco rato, Marina y las niñas se fueron y los tres hombres se quedaron solos.
Los tres mantenían una de esas conversaciones de verano, perezosas y lentas, que se entablan entre los antiguos compañeros de colegio, cuyos años de amistad han dejado ya de contarse. Cada uno puede imaginarse cómo se desarrollan tales conversaciones.
Siempre hay alguien que sabe expresarse con propiedad, que piensa y habla con naturalidad y desenvoltura: en este caso era Yuri Andriéevich. Sus amigos carecían de instrumento expresivo. Privados del don de la elocuencia, para compensar la escasez de su vocabulario, mientras hablaban paseaban por la habitación, aspiraban de sus cigarrillos bocanadas de humo, agitaban los brazos y repetían muchas veces la misma cosa: «Eso, amigo mío, no es honrado, no, no es honrado, no es honrado, la verdad». No se daban cuenta de que el excesivo dramatismo de su modo de expresarse no denotaba precisamente ardor o firmeza de carácter, sino más bien una imperfección, una deficiencia.
Gordón y Dúdorov pertenecían al círculo selecto de los profesores. Pasaban la vida entre buenos libros, buenos pensadores, buenos músicos, escuchando música siempre buena, buena ayer y buena hoy, pero sólo buena, y no se daban cuenta de que la desgracia de un gusto mediocre es peor que carecer de él.
Ni sabían que incluso los reproches con que colmaban a Zhivago no los sugería un sentimiento de afecto para con su amigo o el deseo de influir sobre él, sino sólo la incapacidad de pensar libremente y de dirigir la conversación. El coche sin freno de la conversación los llevaba donde no deseaban ir. No conseguían guiarlo y, por último, o habían de encontrar un obstáculo o chocar contra algo. Entonces, con todo el impulso adquirido, sus prédicas y sus sermones se precipitaban sobre Yuri Andriéevich.
Él conocía perfectamente los resortes de su énfasis, su inconstante participación en sus propios casos, el mecanismo de sus razonamientos. Y, sin embargo, no podía decir: «Queridos amigos, ¡qué irremediablemente triviales sois vosotros y el ambiente que representáis, con el brillo de vuestras preferencias artísticas y vuestros nombres! Lo único vivo y luminoso que hay en vosotros es que en otro tiempo vivisteis conmigo, a mi lado». Pero ¿qué sucedería si se pudieran hacer semejantes confesiones a los amigos? Y, para no amargarlos, los escuchaba pacientemente.
Dúdorov hacía poco que había regresado de su primer destierro. Habían sido restablecidos todos sus derechos, de los que temporalmente había sido privado, y obtenido la autorización de reanudar las clases y el trabajo en la universidad.
Confiaba a sus amigos las sensaciones y los estados de ánimo experimentados en el destierro, y lo hacía con sinceridad, sin sombra de hipocresía. Sus palabras no eran dictadas por la vileza ni por ninguna consideración oportunista.
Decía que las conclusiones de la acusación, el trato que había recibido en la cárcel y cuando salió de ella, pero sobre todo la declaración cara a cara con el juez instructor, le aclararon las ideas y lo habían reeducado políticamente. Había abierto los ojos sobre muchas cosas y encontrado su verdadera madurez.
Por su trivialidad, los razonamientos de Dúdorov hallaban la aprobación de Gordón, que convencido, asentía a las palabras de su amigo y se mostraba particularmente conmovido por lo estereotipado de lo que él sentía y decía. Imitar esos tópicos lo consideraba un rasgo de su universalidad.
Las palabras bien intencionadas de Dúdorov figuraban en el espíritu de la época. Pero el carácter, la evidencia de su hipocresía era precisamente lo que sacaba de quicio a Yuri Andriéevich. El hombre que no es libre idealiza siempre su propia esclavitud. Así ocurrió en la Edad Media y sobre esto han continuado especulando los jesuitas. Yuri Andriéevich no podía soportar el misticismo político de los intelectuales soviéticos, lo que para ellos significaba la suprema conquista o, como decían entonces, la «techumbre espiritual de la época», pero ocultaba estos pensamientos a sus amigos para no discutir con ellos.
En cambio, le interesó otra cosa, lo que Dúdorov contaba de Bonifatsi Orliétsov, su compañero de celda, un sacerdote secuaz de Tíjonovo. Este tenía una hija de seis años, llamada Jristina. La detención y la suerte de su padre, a quien adoraba, habían trastornado profundamente a la criatura. Los términos «servidores del culto», «desposeimiento de derechos civiles» y otros semejantes le parecían manchas deshonrosas para su apasionado corazón infantil, y se juró lavar un día esas manchas. Una finalidad tan lejana, establecida tan precozmente, que la inflamaba como una decisión irrevocable, había hecho, desde entonces, de aquella niña, una partidaria infantilmente apasionada de lo que le parecía más indiscutible en el comunismo.
—Me voy —dijo Yuri Andriéevich—. Perdóname, Misha. Me ahogo aquí. Hace demasiado calor. Me falta aire.
—Ya ves que he abierto el ventano de abajo. Quizás es que hemos fumado demasiado. Nunca nos acordamos de dejar de fumar cuando estás tú. Pero yo no tengo la culpa de que haga tanto calor en esta habitación. Búscame otra.
—Tengo que irme, Gordón. Hemos hablado suficiente. Os agradezco vuestro interés por mí, amigos míos. Pero lo mío no es un capricho. Es una enfermedad: esclerosis de los vasos cardíacos. Las paredes del corazón se gastan, se adelgazan, y un día pueden quebrarse, hacerse pedazos. Sin embargo, todavía no tengo cuarenta años. No soy un bebedor ni derrocho mi vida.
—Te haces los funerales a destiempo. Tonterías. Tienes mucho que vivir aún.
—Hoy son muy frecuentes las formas microscópicas de hemorragias cardíacas. No todas son mortales. En determinados casos es posible sobrevivir. Es una enfermedad de estos últimos tiempos. Creo que las causas son de orden moral. La inmensa mayoría de nosotros se ve obligada a una hipocresía constante, convertida en sistema. Pero uno no puede, impunemente, mostrarse cada día distinto de como es, sacrificarse por lo que no se ama, alegrarse de lo que nos hace infelices. El sistema nervioso no es una palabra vana o una invención. Está formado de tejidos. Nuestra alma ocupa su puesto en el espacio y está dentro de nosotros como los dientes en la boca. No es posible violentarla impunemente hasta el infinito. Es desagradable para mí oír lo que cuentas de tu destierro, Innokienti, de qué forma has madurado y cómo te ha educado la prisión. Es como si un caballo contase cómo se ha educado él solo en un picadero.
—Tomo la defensa de Dúdorov. La realidad es que has perdido el hábito de las palabras humanas. Han dejado de llegar hasta ti.
—También es posible, Misha. De todos modos, perdonadme y dejadme marchar. No puedo respirar. No exagero. Os digo la verdad.
—Espera. Intentas escabullirte. No te dejaremos marchar hasta que nos des una respuesta franca y sincera. ¿Estás de acuerdo en que es necesario cambiar, corregirse? ¿Cuál es tu intención sobre esto? Debes solucionar tus relaciones con Tonia y con Marina. Son seres humanos, mujeres que sienten y sufren, no ideas abstractas que vagan por tu cabeza en arbitrarias asociaciones. Además, es vergonzoso que un hombre como tú se hunda de esta manera. Debes sacudirte esa apatía y esa pereza, abrir las alas, orientarte en la vida, librándote de tu desmedida presunción. Sí, sí, de tu orgullosa soberbia. Tienes que orientarte en lo que te rodea, trabajar, ocuparte en algo práctico.
—Bien, os contestaré. También yo en los últimos tiempos pensé con frecuencia en estas cosas y por eso puedo haceros unas promesas sin enrojecer de vergüenza. Creo que todo se arreglará. Y bastante pronto. Veréis. Todo va por buen camino. Tengo un afán extraordinario, apasionado, de vivir, y vivir significa siempre avanzar, hacia arriba, hacia la perfección y alcanzarla. Estoy contento, Gordón, de que defiendas a Marina, como en otros tiempos defendiste a Tonia. Pero, compréndelo, no hay ninguna disensión entre nosotros, no estoy en pugna con ellas, como no lo estoy con nadie. Antes me reprochaste que le permitiera que me hablase de usted mientras yo la tuteaba y que me llamase «Yuri Andriéevich», como si eso no fuese desagradable también para mí. Pero el desacuerdo profundo en que se basaba este artificio ha sido liquidado hace ya mucho tiempo. Todo se ha nivelado, se ha establecido la igualdad.
»Puedo anunciarte otra buena noticia. He recibido nuevas cartas de París. Los niños se han hecho mayores, se sienten perfectamente bien entre sus compañeros franceses. Shura está a punto de terminar sus estudios de la escuela primaria, lo que allí llaman l’école primaire. Mania la empieza ahora. Yo ni siquiera conozco a mi hija. No sé por qué, pero me parece que, a pesar de que hayan adoptado la ciudadanía francesa, volverán pronto y sea como sea todo se arreglará. Por ciertos indicios he comprendido que mi suegro y Tonia se han enterado de la existencia de Marina y las niñas. Yo nunca les escribí sobre ellas, pero probablemente lo han sabido por otro conducto. Naturalmente, Alexandr Alexándrovich se siente ofendido en sus sentimientos de padre y está dolido por Tonia. Esto explica que nuestra correspondencia se haya interrumpido durante cinco años. Efectivamente, después de mi regreso a Moscú, durante algún tiempo nos escribimos. Luego, de pronto, dejaron de contestar a mis cartas. Todo se acabó. Hace poco he vuelto a recibir su correspondencia. De todos, incluso de los niños. Cartas cálidas y afectuosas. Algo se ha dulcificado. Acaso se ha producido un cambio en la vida de Tonia: un hombre tal vez. Lo supongo, porque no lo sé. También yo, a veces, escribo. Pero, de verdad, no puedo resistir más. Me voy. Si no, acabaré teniendo un ataque de asma. Hasta la vista.
Al día siguiente por la mañana, más muerta que viva, Marina llegó corriendo a casa de Gordón. No tenía a nadie a quien dejar las niñas y llevaba en brazos, apretándola contra su pecho con una sola mano, a la pequeña Klasha, muy envuelta en una manta, mientras con la otra tiraba de Kapka, que se quedaba atrás y no quería caminar.
—¿Está Yura en su casa, Misha? —preguntó con voz que no parecía la suya.
—¿No ha aparecido esta noche?
—No.
—Estará en casa de Innokienti.
—Vengo de allí. Innokienti ha ido a la universidad a dar clase. Pero los vecinos conocen a Yura y me han dicho que no lo han visto.
—¿Dónde puede haberse metido?
Marina dejó a Klasha en el diván y tuvo un ataque de nervios.
Durante dos días Gordón y Dúdorov no se apartaron de su lado. Alternándose, permanecían junto a ella para no dejarla sola. En los momentos libres iban a buscar al médico. Recorrieron todos los lugares a los cuales pudo haberse dirigido: fueron al Muchnói Godorok y a la casa de la calle Sívtsev, visitaron todos los Palacios del Pensamiento y los Hogares de las Ideas, donde en otros tiempos estuvo trabajando, se dirigieron a todos sus antiguos conocidos cuyos nombres y dirección pudieron encontrar. Pero sin ningún resultado.
No denunciaron el hecho a la milicia[94] para no recordar a las autoridades la presencia de un hombre que, aunque tenía los papeles en regla y estaba depurado, hallábase muy lejos, no obstante, de ser un ciudadano ejemplar, según el concepto del momento. Decidieron acudir a ella solamente en último extremo.
Al tercer día Marina, Gordón y Dúdorov, en horas distintas, recibieron cada uno una carta de Yuri Andriéevich. Les expresaba su pesar por las preocupaciones y el susto que les habría causado y les suplicaba que lo perdonasen y lo dejaran en paz, pidiéndoles por lo que de más sagrado pudiera haber para ellos que dejaran de buscarle porque, además, no conseguirían nada.
Para cambiar lo más rápidamente su vida de una forma total, quería estar algún tiempo solo, aclarar sus ideas. Cuando se hubiese afirmado en sus convicciones y persuadido de que, después de la crisis que se había producido, no era ya posible un retorno al pasado, saldría de su refugio para volver al lado de Marina y de las niñas.
Advertía a Gordón que había depositado a su nombre una cantidad destinada a Marina y le rogaba que tomase una nodriza para las niñas, de manera que Marina pudiese volver a su trabajo. No enviaba directamente el dinero a la dirección de ella por temor a exponerla al peligro de un robo.
Casi inmediatamente llegó el dinero, una suma superior a las posibilidades del doctor y de sus amigos. Se tomó a una nodriza para las niñas y Marina volvió a ocupar su puesto en la oficina de Telégrafos. Durante mucho tiempo no pudo estar tranquila, pero, acostumbrada ya a las rarezas de Yuri Andriéevich, también acabó por resignarse a su última extravagancia. A pesar de los ruegos y las advertencias de Yuri Andriéevich, ella y sus amigos continuaron buscándolo, pero tuvieron que convencerse de que él tenía razón. No consiguieron encontrarlo.
Sin embargo, él vivía a pocos pasos de ellos, casi ante sus ojos, precisamente donde habían estado buscando.
El día de su desaparición, al salir de la casa de Gordón —era todavía claro, antes del crepúsculo—, se había encaminado por la calle Brónnaia hacia su casa. En la calle Spiridónovka, y a menos de cien pasos se encontró con Yevgraf Zhivago, su hermanastro, que caminaba en dirección opuesta. Hacía tres años que no lo veía ni sabía nada de él. Yevgraf se encontraba casualmente en Moscú, donde había llegado hacía pocos días. Según su costumbre, parecía llovido del cielo y era inaccesible a cualquier pregunta, de las que se defendía con silenciosas sonrisas. En compensación, allí mismo, de pie, sin necesidad de entrar en detalles, se dio cuenta de todas las amarguras y adversidades de Yuri Andriéevich, y allí mismo, en la angosta esquina de aquel callejón torcido, en medio de la gente que pasaba, concibió un plan práctico para ayudarlo y salvarlo. La desaparición y aislamiento de Yuri Andriéevich habían sido idea suya, un hallazgo.
Alquiló para él una habitación en la calle que todavía se llamaba de Kamerguierski, junto al Teatro de Arte. Le proporcionó dinero, se preocupó de encontrarle en un hospital un trabajo decoroso que le diese una perspectiva de actividades científicas. Ayudó, en suma, a su hermano en todas las cuestiones prácticas y le prometió incluso resolver, de un modo u otro, el problema de su familia en París: Yuri Andriéevich se reuniría con ellos o ellos con él. Se empeñó en ocuparse personalmente de todo y arreglarlo todo. La ayuda de su hermano reanimó a Yuri Andriéevich. Como siempre, el misterio de su poder resultaba inexplicable. Yuri Andriéevich ni siquiera intentó aclarar el enigma.
La habitación estaba orientada al mediodía. Dos de sus ventanas daban al tejado del teatro, tras el cual, por encima del Ojotny Riad el sol de verano dejaba en sombras el pavimento de la calleja.
Para Yuri Andriéevich era más que una habitación de trabajo, más que un despacho. En aquel periodo de intensa actividad, en que sus propósitos y proyectos no cabían en las notas amontonadas sobre su mesa, y las imágenes de lo que había pensado y elaborado fantásticamente llenaban todos los lados de la estancia, como los esbozos de otros tantos cuadros, vueltos contra la pared, llenan el estudio de un pintor, su habitación era al mismo tiempo un salón del espíritu, una caja de sueños y un depósito de revelaciones.
Afortunadamente, los tratos con la dirección del hospital iban para largo y el momento de entrar a prestar servicio demorábase en un tiempo indeterminado. Aprovechándose de aquella fortuita libertad, se había puesto a trabajar.
Comenzó por poner en orden lo que ya había escrito, de lo que recordaba algunos fragmentos, o lo que Yevgraf se procuraba y le proporcionaba no sabía cómo, ya fuesen manuscritos originales como transcripciones de otros antiguos. El desorden de este material hacía que se dispersaran sus pensamientos mucho más de lo que ya por tendencia natural se dispersaban. Muy pronto abandonó aquel trabajo y del arreglo de los viejos escritos, pasó a componer otros nuevos, llevado por inspiraciones más recientes.
Redactaba esbozos de artículos en forma de rápidos apuntes sobre su primera estancia en Varykino, y copiaba fragmentos de poesías que recordaba, el principio, el final, o la parte central, al azar, sin un criterio concreto. A veces le costaba seguir el ritmo de los numerosos pensamientos que lo asaltaban: a pesar de las abreviaciones de palabras y los rápidos signos con que los anotaba, le costaba abarcar todas sus impresiones.
Apresurábase. Cuando su imaginación se cansaba, en los momentos en que su trabajo se entorpecía, la estimulaba haciendo dibujos en el margen de las hojas. Representaban caminos que atravesaban un bosque y calles urbanas, en las que se levantaba un cartelón que decía: «Moro y Vietchinkin. Sembradoras. Trilladoras».
Los artículos y las poesías tenían un solo tema: la ciudad.
Luego, entre sus papeles, se encontró esta anotación:
«En 1922, cuando volví a Moscú, encontré la ciudad semi-destruida y desierta. Así había salido de las pruebas de los primeros años de la revolución, así está todavía hoy. La población ha disminuido, no se construyen nuevas casas y no se reparan las viejas.
»Pero también en este aspecto, continúa siendo una gran ciudad moderna, la única inspiradora de un nuevo arte verdaderamente actual.
»La enumeración desordenada de cosas y conceptos, en apariencia incompatibles, reunidos de un modo que parece arbitrario, tal como en los simbolistas, en Blok, Verhaeren y Whitman, no es precisamente un capricho estilístico. Es un nuevo orden de impresiones, calcado sobre la vida y la naturaleza.
»Lo mismo que en sus versos desfilan largas series de imágenes, así la ciudad corre y lanza hacia adelante a sus muchedumbres, sus coches, sus landós, atareada calle del siglo diecinueve, y luego, al principio del siguiente, los coches de sus tranvías eléctricos, de sus metros.
»La sencillez pastoril no tiene ninguna relación con el estado actual. Su falsa naturaleza es una superchería literaria, un manierismo artificial, un fenómeno libresco: no nace del campo, sino de las estanterías de las bibliotecas académicas. El lenguaje vivo, nacido de lo vivo, que corresponde al espíritu de hoy, es el lenguaje del urbanismo.
»Yo vivo en una populosa encrucijada de la ciudad. Moscú en verano, cegadora de sol, ardiendo en los asfaltos de sus patios, que lanza reflejos desde las ventanas de los pisos superiores y respira la floración de las nubes y de las calles, me rodea por todas partes y hace dar vueltas a mi cabeza, y quiere que para su gloria yo haga dar vueltas a las cabezas de los demás. Con esta intención me he educado y entregado a manos del arte.
»La calle que rumorea sin tregua día y noche, se halla estrechamente vinculada al alma contemporánea, como las primeras notas de una obertura cuando el telón del teatro, lleno de misterio y tinieblas, no se ha levantado aún, pero ya inciden sobre él las luces de los focos. La ciudad que rumorea y resuena incesantemente, sin tregua, al otro lado de las puertas y las ventanas, es para cada uno de nosotros la gran obertura de la vida. Me gustaría escribir sobre la ciudad según estos conceptos.»
Entre las poesías de Zhivago no se encontró ninguna de este género. ¿Acaso el poema Hamlet puede figurar en este grupo?
Una mañana, hacia finales de agosto, en la esquina de la calle Gazietny, Yuri Andriéevich tomó un tranvía que subía por la calle Nikítskaia, desde la Universidad a la calle Kúdrinskaia. Era la primera vez que iba a trabajar al hospital Botkin, que entonces se llamaba Soldatiónkovski. Para él era como su primera visita de servicio.
No tuvo suerte. Había tomado un tranvía en mal estado al que a cada instante le sucedían cosas. Tan pronto lo paraba un carro, impidiéndole seguir adelante, porque las ruedas se habían empotrado en las vías, como bajo el piso del vehículo o en el techo se desprendía un aislador y se provocaba un cortocircuito y algo se quemaba chisporroteando.
El conductor tenía que apearse con frecuencia con la llave inglesa en la mano y, después de haber dado la vuelta en torno al tranvía, desaparecía entre la plataforma posterior y las ruedas, para efectuar la reparación.
El desdichado vehículo interrumpía la circulación de toda la línea. La vía estaba llena de tranvías que habían tenido que detenerse y poco a poco iban sumándose a estos otros nuevos. La fila llegaba ya al Maniezh[95] e incluso se perdía más allá. Los pasajeros de los últimos tranvías, creyendo que así iban a ganar tiempo, se pasaban al de cabeza, que era el causante de lo que sucedía. En aquella calurosa mañana, en el tranvía lleno hasta los topes no se podía respirar. Por encima de la multitud de pasajeros que corrían de un tranvía a otro a lo largo de la calle, una nube negroviolácea levantábase de la Puerta Nikítskaia cada vez más alta hacia el cielo. Acercábase la tormenta.
Yuri Andriéevich ocupaba un asiento de la izquierda, completamente pegado a la ventanilla. Tenía constantemente a los ojos la acera de la izquierda de la Nikítskaia, donde se encuentra el Conservatorio. Sin querer, con la distraída atención de quien piensa en otra cosa, miraba a los transeúntes, que caminaban en las dos direcciones y ninguno se escapaba a sus miradas.
Una vieja dama de cabellos blancos con un sombrero claro de paja, en el que apuntaban unas margaritas y unas flores de lis de tela, que vestía un traje de color de lila ya pasado de moda, muy pegado al cuerpo, avanzaba en la misma dirección del tranvía, jadeando y abanicándose con un envoltorio plano que tenía en la mano. Embutida en el corsé, la atormentaba el calor y con un pañuelo bordado se secaba el sudor de la frente y los labios.
Su camino seguía paralelamente el del tranvía. Yuri Andriéevich la había perdido de vista varias veces, cuando el tranvía volvía a ponerse en marcha y la dejaba atrás, y varias veces aparecía de nuevo en su campo visual alcanzando nuevamente al tranvía en otra de sus averías.
Yuri Andriéevich se acordó de los problemas escolares en los que había que calcular las distancias y el tiempo empleado por dos trenes que habían partido en horas distintas y que viajan con diferentes velocidades. Hubiese querido recordar la forma en que se resolvían, pero no lo consiguió y, renunciando a ello, se perdió en otras reflexiones más complicadas.
Pensó en varias existencias que se desarrollan paralelamente, moviéndose con distinta velocidad una junto a otra, hasta que la vida de una alcanza la de la otra o la supera. En el campo de la existencia humana se le dibujaba algo análogo al principio de la relatividad. Pero acabó por confundir las cosas y dejó también de hacer estos parangones.
Brilló un relámpago al que siguió un trueno. El tranvía se había detenido por enésima vez en la bajada que va de la calle Kúdrinskaia al Jardín Zoológico. La señora vestida de color de lila reapareció tras el marco de la ventanilla, dejó atrás el tranvía y comenzó a alejarse. Sobre la acera, sobre la calzada y sobre la mujer cayeron las primeras gotas de lluvia. Entre los árboles pasó una ráfaga de viento cargado de polvo, que alborotó las hojas, intentó arrebatarle el sombrero a la mujer, se metió bajo su falda y cesó de repente.
El doctor sintió de pronto una náusea que le privaba de sus fuerzas. Venciendo su debilidad, se levantó de su asiento, y dando violentos tirones de la correa de la ventanilla trató de abrirla. Pero no cedía.
Le gritaron que estaba atornillada al marco, pero, luchando contra la crisis y poseído por la angustia, no creyó que estas palabras estaban dirigidas a él y no captó su sentido. Continuó con sus tentativas y con tres tirones hacia arriba, hacia abajo y hacia sí, consiguió arrancar el marco, pero de pronto sintió un violento e insoportable dolor, y comprendió que algo se había roto dentro de él, que había efectuado una acción fatal y que todo había terminado. En aquel momento el tranvía reanudó la marcha, pero al cabo de un rato se detuvo nuevamente, esta vez en la Priesnia.
Con un esfuerzo sobrehumano, vacilando y abriéndose paso penosamente entre los pasajeros que estaban de pie en el pasillo y no lo dejaban pasar y lo injuriaban, Yuri Andriéevich llegó a la plataforma posterior. Le pareció que el aire fresco lo reanimaba, que todo no se había perdido aún, y tuvo la sensación de encontrarse mejor.
Entonces trató de abrirse paso entre la multitud que estaba en la plataforma, con lo que provocó nuevas imprecaciones, empujones y desplantes. Sin prestar atención a los gritos, consiguió apearse del tranvía detenido en la calle. Dio un paso, dos, tres y cayó sobre el empedrado. No se levantó más.
La gente comenzó a vocear, discutir y dar consejos. Algunas personas descendieron de la plataforma y rodearon al caído. Poco después alguien dijo que no respiraba y que su corazón había dejado de latir. Los transeúntes que pasaban por allí se acercaron al grupo que rodeaba el cuerpo, algunos tranquilizados, otros decepcionados por el hecho de que no se tratase de un atropello y que el tranvía no tuviera nada que ver con el accidente. La multitud aumentó. La señora del traje color lila se abrió paso, se detuvo, contempló al muerto y escuchó lo que decía la gente. Luego prosiguió su camino. Era una extranjera, pero comprendió que alguien aconsejaba que trasladaran el cuerpo al tranvía y lo llevasen al hospital. Otros que se llamara a la policía. Siguió su camino sin esperar la decisión última.
Era mademoiselle Fleury, de Meliuziéev, ciudadana suiza, ya muy vieja. Hacía veinte años que había pedido autorización para abandonar Rusia y regresar a su país, pero su petición no fue atendida hasta pocos días antes. Había ido a Moscú para obtener el visado de salida y aquel día se disponía a retirarlo de su consulado, y se abanicaba con su documentación envuelta en un papel y atada con una cinta. Continuó su camino y por enésima vez dejó atrás el tranvía, sin imaginarse ni remotamente que allí quedaba el doctor Zhivago y que lo había sobrevivido.
Desde el pasillo se veía al otro lado de la puerta un rincón de la estancia con la mesa puesta de través. Desde la mesa miraba hacia la puerta, con sus cantos toscamente tallados, la parte inferior y más estrecha del ataúd, el lugar que correspondía a los pies. Aquella era la mesa en la cual Yuri Andriéevich solía trabajar. En la habitación no había nadie. Los manuscritos habían sido metidos en un cajón y el ataúd fue colocado sobre la mesa. La almohadilla era muy gruesa y el cadáver yacía en el ataúd de tal manera que parecía querer incorporarse.
Lo rodeaban muchísimas flores, matas enteras de lilas, muy raras en aquellos tiempos, ciclaminos y cinerarias en jarrones y cestos. Las flores impedían el paso a la luz de las ventanas, que, filtrándose a través de aquellas, iluminaba débilmente el rostro céreo y las manos del muerto, la madera y el forro de la caja. Sobre la mesa se dibujaba un encaje de sombras que parecía como si entonces hubiese dejado de ondear.
En aquella época se había extendido el uso de incinerar a los muertos. Con la esperanza de obtener una pensión para las niñas, preocupados por su porvenir escolar y deseosos de no perjudicar la posición de Marina en la oficina de Telégrafos, los amigos renunciaron al entierro religioso y decidieron limitarse a la ceremonia civil. Habíanse dirigido ya a los organismos competentes y estaban aguardando a los funcionarios.
En espera de estos, la estancia estaba vacía, como una habitación despejada, en el intervalo entre la partida de los antiguos inquilinos y la llegada de los nuevos. El silencio era turbado sólo por temerosos pasos dados de puntillas y por el taconeo poco delicado de quienes salían de ver al muerto. Los visitantes no eran muchos, pero sí más numerosos que lo que se hubiese podido esperar. La noticia de la muerte de aquel hombre casi ignorado había llegado con prodigiosa rapidez a conocimiento de todas sus relaciones. Había acudido un discreto número de personas que conocieron a Zhivago en algunas épocas de su vida, y en otras lo perdieron de vista y lo olvidaron. Mucho más numerosos eran aún los admiradores de sus ideas científicas y su poesía. Jamás habían visto a aquel hombre que ejerció sobre ellos tal fascinación y por primera vez iban a verle y despedirse de él para siempre.
En aquellas horas en que el silencio general, no acompañado de ninguna ceremonia, pesaba como una privación casi tangible, sólo las flores compensaban la falta de ritual y de cánticos fúnebres.
No sólo florecían y perfumaban, sino que acaso, acelerando así la descomposición, difundían como en coro su perfume e impregnándolo todo con su intenso aroma, parecían desempeñar una función.
Era fácil atribuir al reino de las plantas un estrecho parentesco con el de la muerte. En esto, en el verde de la tierra, entre los árboles del cementerio, entre los retoños que apuntaban en los arriates, acaso estén concentrados los misterios de la transformación y los enigmas de la vida, sobre los cuales tanto nos atormentamos. María Magdalena tampoco reconoció a Jesús en el primer momento cuando salió de su sepulcro, y creyó que era el jardinero que caminaba por el cementerio. «Y ella pensó que era el jardinero…».
Cuando el muerto fue trasladado a la casa que habitó últimamente, en el Kamerguierski, los amigos, trastornados por la noticia, acudieron al piso abierto de par en par, junto con Marina, que al tener conocimiento de lo ocurrido estuvo a punto de enloquecer. Durante mucho tiempo pareció haber perdido la razón, se arrastraba por los suelos y daba cabezazos contra el arcón que había en el recibimiento, sobre el cual se había colocado el cuerpo en espera del ataúd y de que se arreglase la estancia. Marina lloraba a lágrima viva, gemía y gritaba con palabras entrecortadas que pronunciaba contra su voluntad entre sus gritos de desesperación. Dirigíase en voz alta al muerto, como es costumbre entre el pueblo, sin tener en cuenta la presencia de nadie ni sentir la menor vergüenza. Abrazábase al cadáver y no había manera de apartarla de él para trasladar el cuerpo a la habitación ya arreglada y despejada de muebles superfluos, para lavarlo y colocarlo en el ataúd que ya había llegado. Todo esto sucedió el primer día. Ahora la intensidad de su dolor se había aplacado, dando paso a una obtusa depresión: continuaba como loca, sin decir nada, ignorando lo que sucedía a su alrededor.
En la habitación había pasado la última parte del día anterior y toda la noche, sin apartarse del muerto. Allí le llevaron a Klasha para que le diera de mamar, y a Kapka con la joven nodriza, a quienes luego sacaron de la habitación.
Rodeábanla los íntimos, Dúdorov y Gordón, que sufrían con ella. A su lado estaba sentado Márkel, su padre, que sollozaba silencioso y estornudaba ruidosamente. Su madre y sus hermanas acudieron también y lloraron con ella.
Entre la gente había dos personas, un hombre y una mujer, que se distinguían de los demás. No se vanagloriaban de poseer mayor intimidad con el muerto, ni se mostraban tan aniquilados por el dolor como Marina, las hijas y los amigos del difunto. Manteníanse aparte. No exponían ninguna pretensión, pero parecían poseer derechos muy particulares sobre el muerto. Nadie replicaba, nadie discutía estos derechos, incomprensibles y admitidos sin más, de los que ambos, de un modo u otro, parecían investidos. Eran ellos, evidentemente, quienes habían tomado a su cargo el cuidado y la organización del entierro y se ocupaban de ello con una serenidad tan apacible que parecía como si experimentaran un placer haciéndolo. Saltaba a la vista la nobleza de su condición espiritual y a todos les producía una extraña impresión. Parecía que participaban no sólo del entierro, sino también de esa muerte, no como responsables o causa directa de ella, sino como si aceptaran este acontecimiento y se resignasen a él, no atribuyéndole excesiva importancia. Unos los conocían, otros adivinaban quiénes eran, otros, y eran la mayoría, no tenían la más mínima idea sobre su personalidad.
Pero cuando el hombre de rasgados ojos kirguises, interrogadores y sorprendentes, y la mujer, de una belleza nada rebuscada, entraron en la habitación en la que se hallaba el ataúd, todos los que se encontraban allí, incluso Marina, sin ninguna objeción, como de tácito acuerdo, se apartaron, se levantaron de sus sillas y de las banquetas adosadas a la pared y, en grupo, salieron al patio y al recibidor. El hombre y la mujer se quedaron solos tras la puerta cerrada, como dos iniciados llamados a cumplir en silencio, sin impedimento de ninguna clase, algo muy importante, directamente relacionado con el enterramiento. Una vez solos, se sentaron en dos banquetas junto a la pared y comenzaron hablar.
—¿Qué ha sabido, Yevgraf Andriéevich?
—La incineración tendrá efecto esta tarde. Dentro de media hora vendrán del sindicato de médicos a recoger el cadáver y lo llevaran al club del sindicato. El servicio civil está fijado para las cuatro. No tenía ni un solo papel en orden. La cartilla de trabajo había caducado, la del sindicato no estaba renovada y hacía muchos años que no cotizaba. Ha habido que arreglarlo todo. De ahí el retraso y que todo haya ido con tanta lentitud. Antes de que se lo lleven (falta poco y hay que apresurarse), la dejaré sola aquí como me ha pedido. Perdón. ¿Oye usted? Es el teléfono. Un momento.
Yevgraf Zhivago salió al pasillo que estaba lleno de desconocidos y vecinos del doctor, compañeros de estudios, empleados del hospital y obreros impresores. También estaban allí Marina y las niñas. Rodeándolas con los brazos y cubriéndolas con los faldones de su abrigo —era un día muy frío y por la puerta de la calle entraba un aire helado— estaba sentada en el borde de una banqueta, esperando que volvieran a abrir la puerta, como una mujer que espera hablar con un recluso y aguarda que el oficial de prisiones la acompañe al locutorio. En el pasillo había tanta gente que parte de los visitantes no habían encontrado un lugar donde acomodarse. La puerta que daba a la escalera estaba abierta y había mucha gente de pie, paseando y fumando en el recibidor y el rellano. En la escalera hablaban en voz alta y libremente, tanto más cuanto más cerca se hallaban de la calle. Aguzando el oído a causa del sordo murmullo de la gente, con voz ahogada, como exigían las conveniencias y cubriendo con la palma de la mano el receptor, Yevgraf respondía al teléfono, dando sin duda los detalles sobre el entierro y las circunstancias de la muerte del médico. Luego volvió a la habitación.
—No se vaya después de la incineración, se lo suplico, Larisa Fiódorovna. He de pedirle un gran favor. Ni siquiera sé dónde vive. No me deje en la imposibilidad de dar con su paradero. Lo antes posible, mañana o pasado mañana, quisiera examinar los papeles de mi hermano. Tendré necesidad de su ayuda. Usted sabe muchas cosas, quizá más que nadie. Ha dicho incidentalmente que hacía dos días que había llegado de Irkutsk y que estaría poco tiempo en Moscú, que había venido a esta casa por otro motivo, por casualidad, sin saber que mi hermano vivía en ella en los últimos meses e ignorando lo que le había sucedido. No he comprendido una parte de sus palabras y no le pido explicaciones. Pero no desaparezca, porque ignoro su dirección. Lo mejor sería que pasáramos juntos estos pocos días que dedicaremos al examen de los manuscritos, o cerca uno de otro, incluso en dos habitaciones de la misma casa. Podemos hacerlo porque conozco al administrador.
—Dice usted que no me ha comprendido. ¿Qué es lo que no comprende? He llegado a Moscú, he dejado el equipaje en consigna, y me he puesto a caminar por la parte vieja de la ciudad, sin reconocerla casi. La he olvidado. Bajaba por el puente Kuznietsk en dirección a esta calle y de pronto me encuentro con algo extraordinario y terriblemente familiar: el Kamerguierski. Aquí, Antípov, mi pobre marido que ha sido fusilado, cuando era estudiante, ocupaba precisamente esta vivienda. Quise verla. Era posible que viviesen aún los viejos dueños de la casa. Que de ellos no se ha sabido nada más y que todo había cambiado, lo supe luego, al día siguiente, y hoy, haciendo algunas preguntas. Pero ¿por qué contárselo, si también usted estaba presente? Me quedé paralizada: la puerta de entrada abierta de par en par, la habitación llena de gente, un ataúd y en el ataúd un cadáver. ¿Quién era? Entré, me acerqué y creí que me había vuelto loca, que soñaba. Pero usted ha sido testigo de todo esto ¿verdad? ¿Por qué se lo cuento?
—Espere, Larisa Fiódorovna. He de interrumpirla. Ya le he dicho que ni yo ni mi hermano sospechábamos ni remotamente la extraña historia de esta casa, que, por ejemplo, vivió en ella Antípov en otra época. Pero más que nada me extrañó una palabra que pronunció usted inadvertidamente. Le diré cuál y discúlpeme. De Antípov, de Striélnikov, de la actividad militar y revolucionaria, durante mucho tiempo, al principio de la guerra civil, oí hablar y con mucha frecuencia, casi cada día, y dos o tres veces lo vi personalmente, sin prever cuán cerca estaba el día en que, por motivos militares, había de interesarme tanto. Discúlpeme. Puedo haber oído mal, pero me ha parecido que usted había dicho «mi marido que ha sido fusilado». Es un error. ¿No sabe usted que se mató? —Lo oí decir, pero no lo creo. Pável Pávlovich no era hombre para matarse.
—Pues es la verdad. Antípov se mató en la misma casa de la que, según lo que me contó mi hermano, partió usted para Yuriatin en dirección a Vladivostok. Sucedió poco después de su partida. Mi hermano recogió su cadáver y lo sepultó. ¿Es posible que no tenga usted conocimiento de esto?
—No. Tenía otras informaciones. Entonces, ¿es verdad? Muchos me lo dijeron, pero no quería creerlo. ¡Precisamente en aquella casa! ¡Es increíble! ¡Qué extraordinario es lo que usted me ha dicho! Perdóneme, ¿sabe usted si él y Zhivago se encontraron? ¿Sabe si se hablaron?
—Según lo que me dijo el pobre Yuri, tuvieron una larga conversación.
—¿De veras? Gracias, Dios mío. Es mejor así —lentamente se santiguó—. ¡Qué sorprendente coincidencia! Permítame insistir una vez más sobre este tema y pedirle toda clase de detalles. El más insignificante es muy querido para mí. Pero ahora no puedo, ¿verdad? Estoy demasiado impresionada. Me quedaré un rato en silencio, descansaré y pondré en orden mis pensamientos. ¿Verdad?
—Sí, sí. Se lo ruego.
—¿Verdad?
—Naturalmente.
—¡Ah! Lo olvidaba. Me ha pedido que no me vaya después de la cremación. Bien, se lo prometo. No desapareceré. Volveré aquí con usted. Me quedaré donde me indique y el tiempo que considere necesario. Examinaremos juntos los manuscritos de Yuri. Yo le ayudaré. Tal vez realmente pueda serle útil. Para mí será un gran consuelo. Con toda la sangre de mi corazón, con cada vena siento el menor rasgo de su escritura. Además tengo algo que pedirle. Le necesito a usted, ¿verdad? Me parece que es usted un hombre de leyes o que, de todos modos, conoce bien las leyes, tanto las de ayer como las de hoy. Además tengo que saber a qué autoridades hay que dirigirse. No todos lo saben, ¿verdad? Necesito su consejo para una terrible cuestión que me angustia. Se trata de una niña. Pero de esto hablaremos luego, después de la cremación. Siempre en mi vida he de buscar a alguien, ¿verdad? Dígame: si, supongamos, hay que buscar las huellas de un niño, las huellas de un niño dado a educar a unos extraños, ¿hay algún archivo general, para toda la Unión Soviética, de los asilos? ¿Acaso ha hecho el Estado un censo nacional de todos los niños abandonados? Pero no me diga nada ahora, por favor. Luego, luego. ¡Qué terrible, qué terrible! ¡Qué cosa tan terrible es la vida! No sé qué haré luego, cuando me haya reunido con mi hija, pero por ahora puedo quedarme aquí. Kátienka ha revelado extraordinarias disposiciones dramáticas y musicales, imita a todo el mundo maravillosamente y recita enteras escenas de su invención, y canta de oído fragmentos enteros de óperas. Es una niña extraordinaria, ¿verdad? Quisiera inscribirla en los cursos preparatorios de una escuela de arte dramático o del conservatorio, si la aceptaran. La inscribiría como interna. He venido a Moscú sin ella, para arreglar unas cosas. Luego regresaré. Ya se lo contaré todo, ¿verdad? Pero luego. Ahora intentaré calmarme, me estaré callada, pondré un poco de orden en mis pensamientos, tratando de no pensar en las cosas que me asustan. Estamos haciendo esperar mucho rato en el pasillo a los amigos de Yuri Andriéevich. Ya me ha parecido dos veces que llamaban a la puerta. Se oye movimiento, rumores. Acaso han llegado ya los de las pompas fúnebres. Mientras yo me quedo aquí y reflexiono, abra usted la puerta y deje entrar a la gente. Ya es hora, ¿verdad? No, espere, espere. Hay que poner una banqueta junto al ataúd o no podrán ver a Yura. He intentado ponerme de puntillas, pero está demasiado alto para mí y no llego. Marina Markiélovna y las niñas lo necesitarán. Además, lo exige el rito. «Y besadme con el beso postrero». ¡Oh, no puedo, no puedo más! Qué doloroso es, ¿verdad?
—Ahora haré que entre la gente. Pero antes tengo que decirle una cosa. Ha dicho tantas cosas extrañas y señalado tantas cuestiones que evidentemente la atormentan, que me es difícil responderle. Pero quiero que sepa una cosa. Gustosamente, de todo corazón, le ofrezco mi ayuda para todo lo que le preocupa. Y recuerde: nunca, en ningún caso tiene que desesperarse. Esperar y actuar: tal es nuestro deber en la desgracia. Ahora dejaré que entren los demás. En cuanto a la banqueta, tiene usted razón. Voy a buscar una y la pondré aquí.
Pero Lara ya no lo escuchaba. No oyó a Yevgraf Zhivago abrir la puerta de la habitación ni a la multitud que se precipitaba desde el pasillo a la estancia. No oyó tampoco sus tratos con el personal de pompas fúnebres ni con los íntimos del muerto. Tampoco oyó el rumor de la gente, los sollozos de Marina ni las toses de los hombres, ni el llanto y los gritos de las mujeres.
Mecíase en un torbellino de sueños indistintos que le provocaba náuseas. Tenía que hacer un esfuerzo para no desvanecerse. Su corazón se desgarraba y sentía vacía la cabeza. Cabizbaja, se sumió en sus pensamientos, suposiciones y recuerdos. Se extravió y abismó en ellos como si, por un instante, se transfiriese al futuro de otra persona, en una edad a la que no sabía si llegaría, que la envejecía en decenas de años y la convertía en una anciana. Sumida en sus reflexiones, como si hubiese llegado al fondo de la desdicha, pensaba:
«No me ha quedado ninguno. Uno ha muerto y el otro se ha matado. Sólo vive aquel a quien era necesario matar, el que ella intentó matar pero le falló el tiro, ese ser extraño e inútil que hizo de su vida una cadena de culpas incomprensibles para ella misma. Ese monstruo de mediocridad vaga todavía por los rincones míticos de Asia, conocidos solamente de los coleccionistas de sellos. Y a ella no le queda ninguno de sus seres queridos y necesarios.
»¡Y fue en Navidad precisamente! ¡Antes de que intentara matar a ese monstruo de vulgaridad, tuvo una conversación con Pasha adolescente, precisamente en esta misma habitación, y Yura, a quien todos despiden ahora, no había entrado aún en su vida!»
Comenzó a forzar la memoria para reconstruir aquella conversación que había tenido con Páshenka, pero no conseguía recordar nada, excepto la pequeña vela que ardía en el alféizar y el círculo que la llama había formado al fundir la corteza de hielo del cristal de la ventana.
—¿Podía saber que el muerto yacente allí en el ataúd había visto aquel círculo al pasar por la calle y se había fijado en la vela? ¿Que aquella pequeña llama vista desde el exterior. —«Una candela ardía sobre la mesa, una candela ardía» —había iniciado la predestinación de su vida?
Sus pensamientos se dispersaron. Pensó:
«¡Qué lástima que el entierro no se haga por la Iglesia! ¡El oficio fúnebre es tan grandioso y solemne! La mayor parte de los muertos no es digna de él. Pero Yúrochka, en cambio, ¡habría sido un pretexto tan noble! Él es muy digno de todo esto. Habría justificado sobradamente este sollozo sobre el ataúd, que se convierte en canto de aleluya.»
Sintió una oleada de orgullo y de alivio, como siempre le sucedía cuando pensaba en Yuri y en los breves episodios de la vida que había vivido a su lado. El sentido de la libertad y la naturaleza que trascendía continuamente de él lo experimentó también en esta ocasión. Se levantó impetuosamente de su banqueta. Le sucedía algo que no acababa de comprender. Hubiese querido, aunque fuera un momento, salir acompañada por él a la libertad, al aire fresco, sustrayéndose a esa cadena de sufrimientos que la oprimía, para volver a experimentar, como en otro tiempo, la felicidad de ser libre. Pensaba y soñaba que una análoga felicidad podía consistir en decirle el último adiós, en la ocasión y el derecho de llorarlo a solas, libremente, sin testigos. Con la ansiedad apasionada, propia de quien sufre, miró en torno suyo con los ojos nublados por el dolor, ojos que no veían nada, hinchados por las lágrimas, como cuando un oculista le instila a uno unas gotas que escuecen: todos se apartaron y se apresuraron a salir de la habitación y dejarla sola, tras la puerta cerrada. Santiguándose rápidamente mientras caminaba, Lara se acercó al ataúd, se subió al banco colocado por Yevgraf, santiguó lentamente el cadáver por tres veces con un amplio ademán y besó la fría frente y las manos. No pensó en la sensación de que la frente helada parecía haberse empequeñecido, como una mano que se cerrase. Permaneció inmóvil y muda durante unos instantes, sin pensar ni llorar, cubriendo con flores parte del ataúd, y el cadáver con toda ella, con la cabeza el alma, con sus brazos grandes como su alma.
La estremecieron sollozos incontenibles. Resistió mientras le fue posible, pero de pronto ya no pudo más, se echó a llorar, y las lágrimas cubrieron sus mejillas, su traje, las manos y el ataúd al que estaba abrazada.
No decía ni pensaba nada. Una serie de imágenes, de ideas y certidumbres desfilaban caóticamente ante ella, atravesándola como las nubes en el cielo, como en el tiempo de sus conversaciones nocturnas. Esto le había hecho sentirse libre y feliz. Era un modo de entender sin mediaciones, apasionado, recíprocamente sugerido, instintivo, directo.
También ahora estaba plenamente poseída por ese mismo modo de entender: por el oscuro e indistinto conocimiento de la muerte y de su preparación, sin experimentar el más pequeño extravío. Como si hubiese vivido ya muchas veces y otras tantas hubiera perdido a Yuri Zhivago y acumulado en su corazón toda una experiencia sobre ello, todo lo que experimentaba y hacía ante el ataúd era ya antiguo y oportuno.
¡Qué amor había sido el suyo, libre, extraordinario, que a ninguno podía compararse! Habían pensado y comprendídose como otros cantan. Se habían amado no porque fuera inevitable, no porque habían sido «arrastrados por la pasión», como suele decirse. Se amaron porque así lo quiso todo cuanto les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. Su amor placía a todo lo que les rodeaba, acaso más que a ellos mismos: a los desconocidos por la calle, a los espacios que se abrían ante ellos durante sus paseos a las habitaciones en que se encontraban y vivían.
Esto, esto había sido lo que les acercó y unió tanto. Nunca, ni en los momentos de más libre y olvidada felicidad les había abandonado lo más alto y apasionante: la satisfacción por la armonía del mundo, la sensación de estar en relación con él, de participar de la belleza de todo el espectáculo, del universo.
Vivían de esta participación. Y por eso el dominio del hombre sobre la naturaleza, el culto y la idolatría del hombre no los atrajeron jamás. Los principios de un falso culto social transformado en política les parecieron una cosa bien miserable y ninguno los comprendió.
De este modo, se dispuso a despedirse de él con las sencillas y comunes palabras de una conversación práctica y sin ceremonia, que superaba los límites de la realidad y no tenía sentido, como no tienen sentido los coros y los monólogos de las tragedias, los soliloquios poéticos y la música y otros convencionalismos, justificados sólo por una razón emotiva. La razón que justificaba aquel hablar improvisado y sencillo eran las lágrimas en que se sumían, empapaban y nadaban sus usuales y comunes palabras. Parecía que, bañadas en lágrimas, se fundieran en su tierno y confuso murmullo, como sedosas hojas empapadas por la lluvia en el rumor del viento.
«Otra vez estoy a tu lado, Yúrochka. De qué modo el destino ha querido que volviéramos a vernos. ¡Ya ves qué terrible es! ¡Oh, no puedo! ¡Señor! ¡Llorar, llorar sin fin! Ya lo ves. Esta es también una de las cosas que tenían que sucedemos, que teníamos reservada. Tu muerte, mi fin. Otra vez algo demasiado grande e inevitable. El misterio de la vida, el misterio de la muerte, la fascinación del descubrimiento, esto, sí, esto habíamos llegado a comprenderlo. Y las pequeñas cosas que suceden en el mundo, como la renovación de toda la tierra. No, no, perdona, esto no tenía nada que ver con nosotros.
»Adiós, mi gran amor, adiós, mi orgullo, adiós, mi rápido, profundo y pequeño río, ¡cuánto amaba tu incesante rumor, cuánto amaba lanzarme sobre tus frías ondas!
»¿Recuerdas cuando te dije adiós, allí, entre la nieve? ¡Cómo me engañaste! ¿Acaso me habría ido sin ti? Lo sé, lo sé, lo hiciste por necesidad, creyendo que lo hacías por mi bien. Y todo se vino abajo. ¡Dios mío, cuánto sufrí allí! ¡Qué de cosas tuve que soportar! Tú no sabes nada. ¡Qué hice, Yura, qué hice! Soy tan culpable como no puedes imaginar. Pero no fue culpa mía. Estuve tres meses en el hospital y uno sin conocimiento. Desde entonces ya no puedo vivir, Yura. Mi alma ya no tiene paz en el tormento y la piedad. Pero, mira, no te digo, no te revelo lo esencial. No puedo decirlo, no tengo valor. Cuando pienso en este trastorno de mi vida, el terror me pone la carne de gallina. Y, ¿sabes?, ni siquiera creo que sea perfectamente normal. Sin embargo, mira, no bebo, como hacen muchas, no tomo este camino porque para una mujer beber significa el fin, y es algo espantoso, ¿verdad?
Habló todavía mucho rato, sollozando y atormentándose. De pronto levantó, asombrada, la cabeza y miró a su alrededor. Hacía rato que había gente en la habitación, que se movían, que hacían algo. Descendió del banco y, vacilante, se separó del ataúd, pasándose las manos por los ojos, como para quitarse unas lágrimas que todavía no habían acabado de caer.
Unos hombres se acercaron a la caja. La levantaron sobre tres sudarios y comenzó el rito.
Larisa Fiódorovna pasó algunos días en el Kamerguierski. Comenzó junto con Yevgraf Andriéevich el examen de los manuscritos de que habían hablado, pero no llegó a terminarlo. Tuvo también la conversación que había deseado tener con Yevgraf Andriéevich y él supo por ella algunas cosas de importancia.
Un día Larisa Fiódorovna salió de su casa para no volver más. Acaso fue detenida en la calle. Murió o desapareció quién sabe dónde, un número más en la lista anónima y perdida en uno de los innumerables campos de concentración, femeninos o comunes, del norte.