Era pleno invierno. La nieve caía en gruesos copos. Yuri Andriéevich volvió a casa desde el hospital.
—Ha llegado Komarovski —le dijo Lara con voz sofocada, acudiendo a su encuentro.
Se detuvieron en el recibidor. Ella tenía un aire extraviado, como si la hubieran golpeado.
—¿Desde dónde? ¿Dónde está? ¿Está aquí?
—Claro que no. Estuvo aquí esta mañana y ha dicho que volverá por la tarde. Quiere hablar contigo.
—¿Por qué ha venido?
—No he comprendido bien lo que me ha dicho. Dice que está de paso para el Extremo Oriente, y ha dado un rodeo para venir aquí, a Yuriatin, para vernos. Sobre todo por ti y por Pasha. Habló mucho de vosotros dos. Dice que los tres, tú, Patulia y yo, estamos en peligro de muerte y que sólo él puede salvarnos, si hacemos lo que nos diga.
—Yo me voy, no quiero verlo.
Lara comenzó a llorar, se arrodilló ante él y trató de abrazarle las piernas y ocultar en ellas su cabeza, pero él se lo impidió sujetándola a la fuerza.
—Quédate por mí, te lo suplico. No me asusta quedarme a solas con él. Únicamente sería desagradable para mí. Evítame un encuentro con él a solas. Por lo demás es un hombre práctico, experimentado. Es posible que nos dé de verdad un buen consejo. Tu aversión hacia él es natural. Pero te ruego que hagas un esfuerzo y te quedes.
—¿Qué tienes, ángel mío? Cálmate. ¿Qué haces? No te pongas de rodillas. Levántate. No estés triste. Líbrate de esta Pero yo estoy contigo. Si es necesario, si tú me lo pides, lo mataré.
Poco después era ya de noche. Hacía tiempo que los agujeros del suelo habían sido tapados. Yuri Andriéevich estaba siempre atento a ello y en cuanto se formaba alguno nuevo lo tapaba enseguida. Además tenían un grueso gato de largo pelo, que pasaba el tiempo inmóvil, en enigmática contemplación. La verdad es que los ratones no abandonaron la casa, pero se hicieron más prudentes.
En espera de Komarovski, Larisa Fiódorovna cortó unas rebanadas de pan negro de su ración y puso en la mesa un plato con algunas patatas hervidas. Preparábanse a recibir a su invitado en el comedor de los antiguos dueños de la casa, rehabilitado para su función. Había una gran mesa de roble y un pesado aparador de la misma oscura madera. Sobre la mesa ardía una lámpara de aceite, la lámpara portátil del doctor.
Surgiendo de las tinieblas de diciembre, llegó Komarovski cubierto de nieve, que caía en abundancia, y que se destacaba en grandes placas sobre su pelliza, su sombrero y los chanclos y, al fundirse, formaba pequeños charcos en el suelo. La nieve sobre los bigotes y la barba que se había dejado crecer, le daban un aspecto diabólicamente grotesco. Vestía una chaqueta en buen estado y sus pantalones conservaban la raya. Antes de saludar y decir nada, con un peine de bolsillo se arregló cuidadosamente sus largos cabellos lisos y con el pañuelo se secó los bigotes y las pestañas húmedas. Luego, con expresión de tácita complicidad, tendió ambas manos, la izquierda a Larisa Fiódorovna y la derecha a Yuri Andriéevich.
—Considerémonos como conocidos —dijo al doctor—. Yo estuve en muy buenas relaciones con su padre. Tal vez ya lo sepa usted. Murió en mis brazos. Le estoy mirando tratando de hallarle algún parecido con él. Pero no, no tiene usted nada suyo. Era un carácter generoso. Impetuoso, instintivo. A juzgar por su aspecto, se parece usted más bien a su madre. Era una mujer muy dulce, soñadora.
—Larisa Fiódorovna me ha rogado que le escuchase. Según parece tiene algo que decirme. Por esto cedí a su insistencia. Es una conversación a la que me siento forzado. Por mi gusto no hubiese intentado encontrarme con usted y considero que no nos conocemos. Por eso le ruego que sea más concreto. ¿Qué desea?
—Muy bien, amigos míos. Lo comprendo todo, realmente todo, y me doy cuenta de todo absolutamente. Perdóneme mi audacia, pero me parecen ustedes hechos uno para el otro. Forman ustedes una pareja realmente ideal.
—Perdóneme que le interrumpa. Quisiera rogarle que no se mezcle en cosas que no le incumben. No se le pide su simpatía. Está usted divagando.
—No se ponga usted así, joven. No, realmente se parece más a su padre. Como él, es usted un polvorilla. Bien, con su permiso, les felicito, hijos míos. Pero desgraciadamente, y no es porque yo lo diga, son ustedes realmente unos niños que no saben nada de nada, que no piensan en nada. Hace sólo dos días que estoy aquí y ya he sabido sobre ustedes mucho más de cuanto puedan sospechar. Sin darse cuenta están caminando por el borde de un abismo. Si de un modo u otro no se previene el peligro, están contados los días de su libertad y acaso de su vida.
»Hay una cierta mentalidad comunista. Pocos se adaptan perfectamente a ella, pero nadie viola tan abiertamente esta manera de vivir y pensar como está haciendo usted, Yuri Andriéevich. No comprendo por qué hay que azuzar a los tigres. Usted es una burla para este mundo, una ofensa. Y si al menos fuera un secreto. Pero aquí hay influyentes personas de Moscú que conocen detalladamente lo que usted piensa y siente. Ninguno de ustedes tiene las simpatías de los sacerdotes locales de Temis. Los camaradas Antípov y Tivierzin están aguzando sus dientes contra Larisa Fiódorovna y contra usted.
»Usted es un hombre, libre como un cosaco, y hace lo que se le antoja. Tiene perfecto derecho a hacer el extravagante y jugar con su vida. Pero Larisa Fiódorovna no es libre. Es madre. Tiene la responsabilidad de la vida, de la suerte de una niña. No puede entregarse a fantasías ni andarse por las nubes.
»He perdido toda la mañana tratando de convencerla, intentando hacer que considere más seriamente la situación, pero no quiere escucharme. Ejerza su autoridad, su influencia para con ella. No tiene derecho a bromear con la seguridad de Kátienka y no debe despreciar mis consejos.
—Nunca en mi vida he tratado de influir en la voluntad de nadie, sobre todo cuando se trata de un ser querido. Larisa Fiódorovna es libre de escucharle o no. Eso es cosa suya. Además, ni siquiera sé de qué se trata. Sus consejos, como usted los llama, me son desconocidos.
—Realmente me recuerda usted cada vez más a su padre. Es tan intratable como él. Por lo tanto, pasemos a lo esencial. Pero como es un asunto bastante complicado, ármese de paciencia. Le ruego que me escuche sin interrumpirme.
»Se preparan grandes cambios en las alturas. No, no, lo sé de muy buena tinta y puede estar seguro de ello. Se trata de tomar una dirección más democrática, hacer una concesión a la normal legalidad, y esto se producirá muy pronto.
»Pero precisamente por eso, los organismos de represión, que están a punto de ser abolidos, redoblarán su furor y querrán saldar rápidamente sus cuentas locales. La eliminación de ustedes está en la orden del día. Su nombre, Yuri Andriéevich, figura en la lista. No se lo digo con ánimo de bromear, lo he visto yo mismo. Puede creerme. Piense ahora en su salvación, o será demasiado tarde.
»Pero esto es sólo la introducción. Ahora voy al grano. En el litoral del océano Pacífico se está procediendo a la concentración de las fuerzas políticas que han permanecido fieles al Gobierno provisional derribado y a la disuelta Asamblea Constituyente. De ella forman parte los diputados de la Duma, hombres políticos, los ex dirigentes más destacados de las capitales y de la provincia, hombres de negocios, industriales. Los generales de las antiguas milicias voluntarias están concentrando allí sus tropas.
»Las autoridades soviéticas cierran los ojos sobre la constitución de la República del Extremo Oriente. Les resulta cómoda su existencia en la frontera, porque pueden utilizarla como trampolín entre la Siberia Roja y el mundo exterior. Efectivamente, el gobierno de la república será mixto. Más de la mitad de los puestos han sido reservados por Moscú a los comunistas, de manera que con su ayuda, cuando sea conveniente, puede llevarse a cabo un golpe de mano y apoderarse de la república. La intención es clarísima. Se trata sólo de saber aprovecharse del tiempo que queda.
»En otro tiempo, antes de la revolución, yo me cuidaba de los negocios de los hermanos Arjárov, Merkúlov y de otras firmas comerciales y bancarias de Vladivostok. Allí soy muy conocido. Un emisario secreto del gobierno en formación, mitad secretamente y mitad con la connivencia oficial soviética, me invitó a formar parte del gobierno del Extremo Oriente, como ministro de Justicia. Acepté y me voy ahora. Todo esto, como les he dicho, lo hago con el tácito consentimiento del poder soviético, pero no abiertamente, se entiende. Por lo tanto, no hay por qué proclamarlo a los cuatro vientos.
»Puedo llevarles conmigo, a usted y a Larisa Fiódorovna. Desde allí podrá usted tomar fácilmente un barco para reunirse con sus familiares. Supongo que ya sabrá usted que han sido expulsados. Es una historia que hizo mucho ruido. Todo Moscú habla de eso. A Larisa Fiódorovna le prometí apartar la amenaza que pesa sobre Pável Pávlovich. Como miembro de un gobierno autónomo y reconocido buscaré a Striélnikov en la Siberia oriental y le ayudaré a pasar a nuestra región. Si no consigue huir, lo propondré como canje de cualquier persona que los aliados tengan en su poder y que sea de interés para el poder central de Moscú.
Larisa Fiódorovna seguía penosamente la conversación cuyo significado se le escapaba con frecuencia. Pero, al oír las últimas palabras de Komarovski referentes a la salvación del doctor y Striélnikov, salió de su indiferencia soñadora, prestó atención y, enrojeciendo, tomó parte en la conversación:
—¿Te das cuenta, Yúrochka, de la importancia de estos proyectos para salvarte a ti y a Pasha?
—Eres demasiado confiada, querida. Una cosa son los proyectos y otra la realidad. Yo no digo que Víktor Ippolítovich intente engañarnos. Pero todo está en el aire. Y ahora, Víktor Ippolítovich, le contestaré con pocas palabras. Le doy las gracias por su interés, pero ¿cómo se le ha ocurrido pensar que pueda yo soportar que sea usted quien disponga de mí? Por lo que se refiere a su ofrecimiento en cuanto a Striélnikov, es Lara quien tiene que decidir.
—¿En qué consiste el problema? En si debemos o no partir con él como nos propone. Sabes perfectamente que yo no me iré sin ti.
Komarovski servíase con frecuencia alcohol de la botella que Yuri Andriéevich se había llevado consigo del hospital, abierta y colocada sobre la mesa, comía patatas y poco a poco se estaba embriagando.
Era ya tarde. De vez en cuando la lámpara dejaba caer la mecha quemada y entonces ardía crepitando iluminando vivamente la estancia. Después todo volvía a sumirse en la sombra. Los huéspedes tenían sueño, deseaban hablar a solas y Komarovski no se iba. Su presencia resultaba opresiva, como oprimía la presencia del pesado aparador de roble, como angustiaba la helada oscuridad decembrina de la calle.
Él no miraba a Lara ni a Zhivago. Fijaba sus ojos muy abiertos por la embriaguez en un punto lejano por encima de sus cabezas, y con la lengua torpe y pastosa mascaba y mascaba tediosamente las palabras siempre sobre el mismo tema.
Su idea fija era el Extremo Oriente y no dejaba de fantasear, exponiendo a Lara y al doctor sus consideraciones sobre la importancia política de la Mongolia.
Yuri Andriéevich y Larisa Fiódorovna ni siquiera sabían en qué punto de su conversación había empezado a hablar de Mongolia, y eso aumentaba el aburrimiento de un tema tan extraño y lejano para ellos.
Komarovski decía:
—Siberia es realmente una nueva América, como precisamente la llaman, y es una región de inmensas posibilidades. Es la cuna del gran porvenir ruso, la garantía de nuestra democratización, de nuestro desarrollo, de nuestro saneamiento político. Todavía más rico en cuanto a posibilidades es el porvenir de Mongolia, de la Mongolia exterior, nuestra gran vecina del Extremo Oriente. ¿Qué saben ustedes de esto? Bostezan y cierran los ojos de aburrimiento, pero se trata de una superficie de medio millón de verstas cuadradas, con minerales no explotados todavía, un país que se encuentra en un estado de virginidad prehistórica, hacia el que se tienden las manos codiciosas de China, el Japón y América, a costa de los intereses rusos, reconocidos, no obstante, por todos los contendientes, siempre que se ha hecho una división de zonas de influencia.
»China se aprovecha del atraso feudal y teocrático de Mongolia, influyendo sobre sus lamas, sus sacerdotes y dignatarios. El Japón se apoya sobre los príncipes propietarios de siervos, que allí se llaman joshunes. Rusia comunista encuentra un aliado en el jamdzhíls, o, dicho con otras palabras, la Asociación revolucionaria de los pastores rebeldes. Por lo que a mí se refiere, yo veo la prosperidad de Mongolia bajo la administración de un parlamento mongol libremente elegido. Personalmente eso es lo que nos interesa: un paso al otro lado de la frontera mongola y el mundo se pone a sus pies, y serán libres como el pájaro en el bosque.
Estas interminables y aburridas elucubraciones sobre una materia que no tenía ninguna relación con ellos, irritaba a Larisa Fiódorovna. Extenuada por el fastidio de aquella visita demasiado prolongada, tendió decididamente la mano a Komarovski para despedirlo y dijo sin reticencia, con mal disimulada hostilidad:
—Es tarde. Ya es hora de que se vaya. Tengo sueño.
—Espero que no serán ustedes tan poco hospitalarios como para ponerme en la calle en una hora tan tardía. No estaría muy seguro de encontrar mi calle de noche en una ciudad desconocida y sin iluminación.
—Debió usted haber pensado antes en esto y no entretenerse tanto tiempo. Nadie le obligó a quedarse.
—¡Oh! ¿Por qué me habla con ese tono? Ni siquiera me ha preguntado si dispongo de un alojamiento.
—La verdad es que no me interesa. Estoy segura de que no se perderá. No es usted de los que se pierden. No le sucederá nada. Antes de que me pida usted permiso para pasar la noche en casa le diré que no puedo meterlo en la habitación común donde dormimos con Kátienka. Y en las otras es imposible a causa de las ratas.
—No me dan miedo.
—Haga lo que le parezca.
—¿Qué tienes, ángel mío? ¡Cuántas noches llevas sin dormir! No pruebas bocado en la mesa. Te pasas el día dando vueltas como una noria. No paras un instante de pensar y pensar. ¿Qué te tortura? No debes dar tanta importancia a los pensamientos que nos atormentan.
—Ha venido otra vez Izot, el guardián del hospital. Tiene un lío con la lavandera de esta casa. Entró al llegar y me dio una noticia. Me dijo que tenía un terrible secreto. «Tu amigo no se escapará de que lo metan en chirona. Más tarde o más temprano lo pondrán a la sombra. Y también a ti, pobrecilla». «¿Cómo sabes esto, Izot?», le pregunté. «Ya puedes estar segura de lo que te digo. Me lo dijo uno del polkan», me repuso. Por polkan, como habrás comprendido, quería decir ispolkom[88].
Larisa Fiódorovna y el doctor se echaron a reír.
—Tienes razón. El peligro ha aumentado. Está, como quien dice, llamando a la puerta. Hay que irse inmediatamente. El problema es saber dónde. No podemos ni pensar en irnos a Moscú. Los preparativos son demasiado complicados y llamaríamos la atención. Además debemos hacerlo todo a escondidas, de manera que nadie sepa nada. ¿Sabes, querida? En realidad deberíamos de poner en práctica tu idea. Durante un tiempo hay que desaparecer de la tierra. El lugar más apropiado es Varykino. Vayámonos por un par de semanas o un mes.
—Gracias, querido, gracias. ¡Qué contenta estoy! Comprendo hasta qué punto debes resistirte a esta solución. Pero no hay ni que pensar en vuestra casa. Allí te sería imposible vivir. La vista de las habitaciones vacías, remordimientos, comparaciones… ¿Crees que no lo comprendo? Construir la propia felicidad sobre el dolor ajeno, profanar las cosas más queridas y sagradas: nunca aceptaría de ti un sacrificio semejante. Pero no es eso solo. Tu casa está en tal estado de abandono que sería difícil adaptar las habitaciones para vivir en ellas. Pensaba más bien en la casa de Mikulitsyn.
—Precisamente. Gracias por haberlo comprendido. Pero dime: quise pedírtelo antes y se me olvidó. ¿Dónde está Komarovski? ¿Está aquí o se ha marchado ya? Desde que disputé con él y lo eché a la calle, no tengo la menor noticia de su paradero.
—Tampoco yo sé nada. No te preocupes. ¿De qué te sirve?
—Me estoy convenciendo cada vez más de que hemos de considerar por separado su proposición. La situación no es la misma para todos nosotros. Tú tienes la responsabilidad de la niña. Aunque quisieras compartir mi suerte, no tendrías derecho a hacerlo.
»Hablemos de Varykino. La verdad es que refugiarse en ese rincón perdido, en pleno invierno, sin provisiones, sin fuerzas, sin esperanzas, es una locura, pero tú y yo estamos locos, amor mío, y no podemos hacer más que una locura. Humillémonos una vez más. Mendiguémosle un caballo a Anfim. Pidámosle a él o a los especuladores que están a sus órdenes que nos presten harina y patatas sin ninguna garantía. Tratemos de convencerle de que no nos obligue a pagar demasiado pronto la caridad que nos haga, que sólo venga al final, cuando necesite el caballo. Quedémonos solos un tiempo. Vámonos, corazón mío. En una semana cortaremos y quemaremos un trozo de bosque que en tiempos tranquilos, de concienzudo ahorro, bastaría para un año.
»Perdóname una vez más el desorden de mis palabras. ¡Cómo me gustaría hablar contigo sin este énfasis! Pero, la verdad, no podemos elegir. Di lo que quieras, pero la muerte está llamando realmente a nuestra puerta. Tenemos los días contados. Aprovechémoslos como podamos. Los gastaremos para acompañar la vida como se acompaña a quien tiene que partir, como el último encuentro antes de la separación. Nos despediremos de todo lo que queremos, de nuestros pensamientos de siempre, del modo en que soñábamos vivir y de lo que nos ha enseñado la conciencia. Nos despediremos de las esperanzas, nos despediremos mutuamente. Volveremos a decirnos uno a otro nuestras palabras secretas de por la noche, grandes y pacíficas como el nombre del océano de Asia. No por nada estás aquí, al final de mi vida, mi escondido amor, mi secreto amor, bajo el cielo de la guerra y las insurrecciones, tú que te me apareciste al principio bajo el plácido cielo de la infancia.
»Aquella noche, chiquilla de las últimas clases del colegio, con el uniforme de color pardo, en la penumbra de la estancia del hotel, eras exactamente la misma de hoy y, como hoy, bella hasta quitar el aliento.
»Luego, a menudo, he intentado dar un nombre a esa luz de hechizo que dejaste entonces en mi alma, ese rayo que gradualmente se apagaba, esa música que moría, que me acompañaron durante toda la existencia y que se han convertido en la llave de mi conocimiento de todo el resto del mundo, gracias a ti.
»Cuando tú, sombra vestida con un uniforme de colegio, saliste de la oscuridad de la habitación del hotel, yo, un chiquillo, sin saber quién eras, comprendí cuánta fuerza había en el dolor que trascendías. “Esta muchacha delgada y frágil posee toda la femineidad del mundo, como si se tratase de una corriente eléctrica. Si te acercases a ella o la tocaras con un dedo, una chispa iluminaría la estancia fulminándote o tomaría posesión de ti, para toda la vida, con el poder magnético de su tristeza”. Me trastornó la emoción, me sentí como fulminado y comencé a llorar. Sentí una infinita piedad por el niño que yo era y por la niña que eras tú. Todo mi ser estaba lleno de asombro y se preguntaba: si se hace mal queriendo, absorbiendo toda esta electricidad, ¡qué doloroso es ser una mujer, ser esta electricidad y suscitar amor!
»Y ahora ya he dicho lo que quería. Es algo como para enloquecer. Y estoy enteramente en ese algo.
Larisa Fiódorovna estaba tendida sobre el lecho, vestida y extenuada. Se acurrucó y se envolvió con un chal. Yuri Andriéevich estaba sentado a su lado en una silla y hablaba en voz baja, con largas pausas. A veces ella se incorporaba sobre un codo, apoyaba la barbilla en la palma de la mano y, con la boca abierta, miraba a Yuri Andriéevich. A veces se estrechaba contra él y lloraba silenciosa y feliz, sin advertir sus propias lágrimas. Por último se levantó del lecho y murmuró, arrebatada:
—¡Yúrochka! ¡Yúrochka! ¡Qué inteligente eres! Lo sabes todo y lo comprendes todo. Yúrochka, tú eres mi fortaleza, mi refugio, mi vida. Que el Señor me perdone este sacrilegio. ¡Qué feliz soy! Vámonos, vámonos, querido, allí te diré lo que me atormenta.
Él pensó que aludía a un embarazo, acaso imaginario, y le dijo:
—Ya lo sé.
Salieron de la ciudad una gris mañana de invierno. Era día de trabajo. La gente caminaba por las calles, ocupada en sus quehaceres. A menudo encontraban conocidos. En los callejones llenos de nieve, cerca de las antiguas fuentes públicas, formaban largas colas las mujeres que no disponían de un pozo, con los cubos y las perchas dejados a un lado, en espera de que les llegase su turno para recoger agua. El doctor trataba de evitarlas mientras guiaba a la impaciente «Savraska» de Samdeviátov, una yegua de pelo rizoso y amarillento. El trineo, a causa del impulso, resbalaba de lado sobre la calzada húmeda y helada, subiéndose a las aceras, chocando con los faroles y los guardacantones.
Al galope alcanzaron a Samdeviátov, que caminaba por la calle, y, sin volverse, lo dejaron atrás, sin volverse para ver si los había reconocido a ellos y la yegua y si les decía algo al pasar. Más adelante, dejaron atrás, del mismo modo y sin saludarlo, a Komarovski, y supieron así, por azar, que continuaba todavía en Yuriatin.
Glafira Tuntsova, les gritó desde la acera, al otro lado de la calle:
—Me dijeron que se habían ido ayer. ¡Cualquiera cree lo que diga la gente! ¿Van a buscar patatas?
Hizo con la mano un ademán que indicaba que no había oído la respuesta, y con otro ademán les deseó buen viaje.
Para despedirse de Sima se detuvieron en una prominencia del terreno, un lugar a propósito para sujetar de las riendas a la yegua. Ya era difícil de por sí contenerla, aunque se tirase de las riendas con toda la fuerza. Sima se había envuelto de pies a cabeza con dos o tres chales que daban a su figura el aspecto de un tronco. Con largos y rígidos pasos se acercó al trineo y les dijo adiós deseándoles buen viaje.
—Cuando vuelva tenemos que hablar, Yuri Andriéevich.
Por último salieron de la ciudad. Aunque ya había recorrido en invierno y a caballo aquella ruta, Yuri Andriéevich la recordaba sobre todo bajo el aspecto que tenía en verano y ahora no la reconocía.
Había colocado debajo del heno, hacia la parte delantera del trineo, bajo el asiento, los sacos con las provisiones y el equipaje. Yuri Andriéevich guiaba arrodillado en el fondo del vehículo o sentado de lado en el borde de la caja, dejando colgar afuera los pies calzados con las botas de fieltro de Samdeviátov.
Por la tarde, cuando la luz engañosa del invierno, mucho antes de que se ponga el sol, hace creer que el día ha llegado a su fin, Yuri Andriéevich comenzó a fustigar despiadadamente a «Savraska», que se puso a correr como una flecha. El trineo se levantaba y caía como si fuese una barca, hundiéndose en las rodadas del camino surcado por los patines de los trineos. Lara y Katia llevaban pellizas que impedían todos sus movimientos. Cuando el trineo se inclinaba sobre un costado o caía bruscamente en un bache, gritaban y reían rodando de un lado a otro y cayendo blandamente en el heno como si fueran sacos. A veces él hacía saltar adrede el trineo sobre un montón de nieve para que se inclinase y Lara y Katia cayeran sobre la nieve. Luego continuaba avanzando unos metros, detenía a «Savraska», y enderezaba el trineo sobre los patines, mientras Lara y Katia lo cubrían de reproches, se sacudían la nieve de sus ropas y volvían a subir al trineo protestando y riendo.
—Ahora os enseñaré el lugar donde me detuvieron los partisanos —prometió cuando se hubieron alejado un poco de la ciudad.
Pero no pudo cumplir su promesa porque la desnudez invernal de los bosques, la muerta quietud y el vacío de los alrededores habían hecho irreconocible el lugar.
—¡Aquí está! —exclamó de pronto, confundiendo el primer cartel «Moro y Vietchinkin», que estaba en medio del campo, con el segundo, el del bosque, ante el cual lo detuvieron.
Y cuando pasaron velozmente ante el segundo cartel, que continuaba en el mismo sitio, en el bosquecillo cerca del cruce con el camino de Sakma, las palabras no podían distinguirse a través de la densa cortina de niebla que quemaba los ojos y, como una filigrana, dividía el bosque en dos matices: negro y plata. Y así no lo advirtieron. Todavía era de día cuando llegaron a galope a Varykino y se detuvieron ante la vieja casa de los Zhivago. Era la primera al llegar. La de los Mikulitsyn estaba un poco más lejos. Entraron en ella apresuradamente, como ladrones, porque la noche era ya inminente. Efectivamente, dentro de la casa señoreaban ya las sombras. Con las prisas, Yuri Andriéevich no advirtió todos los destrozos causados en ella. Una parte del mobiliario, tan familiar, estaba intacta. En la abandonada Varykino no había ya nadie que pudiera llevar a término aquella devastación. No encontró ni uno solo de los objetos familiares, pero él no estaba allí cuando los suyos se fueron y no sabía lo que se llevaron ni lo que dejaron en la casa. Lara decía:
—Tenemos que darnos prisa. Dentro de unos instantes será de noche. No hay tiempo que perder. Si nos quedamos aquí hemos de llevar el caballo a la cochera, guardar las provisiones y quedarnos en esta habitación. Pero esta solución no me parece bien. Ya hemos hablado de ello. Tanto para ti como para mí sería penoso. ¿Esta era vuestra alcoba? No, el cuarto de los niños. La cama de tu hijo. Será pequeña para Kátienka. Por otra parte, las ventanas están en buen estado y ni el suelo ni las paredes tienen agujeros. Además, hay una magnífica estufa. Tuve ocasión de admirarla la primera vez que vine a esta casa. Si tú insistes en quedarte aquí, a pesar de que yo sea contraria a ello, me quito la pelliza y me pongo inmediatamente a trabajar. Lo primero que debes hacer es encender la estufa. Calentar esto, calentarlo, calentarlo. Las primeras veinticuatro horas, día y noche, sin parar. ¿Cómo, querido? No dices nada.
—Sí, enseguida, no es nada. Perdóname, te lo ruego. No, espera. Es mejor que echemos una ojeada a la casa de los Mikulitsyn.
Y se dirigieron a ella.
La casa de los Mikulitsyn se hallaba cerrada con un candado cuyos cáncamos estaban fijados a la cerradura. Yuri Andriéevich intentó varias veces abrirlo y por último lo arrancó junto con fragmentos de madera y unos tornillos. Como en la otra casa, se precipitaron en el interior de esta, sin quitarse las pellizas ni los gorros. Les sorprendió inmediatamente la impresión de orden que reinaba en algunos lugares de la casa, por ejemplo, en el estudio de Avierki Stepánovich. Alguien tenía que haber vivido allí en época muy reciente. Pero ¿quién? Si habían sido los dueños o algún pariente, ¿dónde estaban escondidos y por qué cerraron el portón con el candado y no con la cerradura «normal»? Además, si los dueños hubieran estado allí y vivido habitualmente mucho tiempo, toda la casa hubiese estado en orden, no sólo una parte. No, no debía tratarse de los Mikulitsyn. Entonces, ¿quiénes eran? No se preocuparon de ello, ni trataron de adivinarlo. En aquellos momentos eran muchas las viviendas abandonadas y saqueadas en parte y muchos los perseguidos que se escondían en ellas.
—Tal vez sea algún oficial blanco perseguido —convinieron—. Ya veremos si podemos ponernos de acuerdo y estar incluso juntos.
Y, como ya otra vez, Yuri Andriéevich se quedó sorprendido, como clavado en el suelo, en el umbral del estudio, admirando sus proporciones y la comodidad de la mesa junto a la ventana. De nuevo pensó que aquel severo refugio predisponía e invitaba a un trabajo paciente y fecundo.
Entre las dependencias, en el patio de los Mikulitsyn, había un establo construido contra la pared del almacén. Pero estaba cerrado con llave y Yuri Andriéevich no sabía en qué estado se encontraba. Para no perder tiempo decidió instalar a la yegua, por aquella noche, en la cochera, que se podía abrir fácilmente. Desenganchó a «Savraska» y, cuando hubo reposado un poco, la abrevó con agua sacada del pozo. Quiso darle heno del que había en el fondo del trineo, pero bajo el peso de los viajeros se había desmenuzado y ya no era útil como alimento para el animal. Afortunadamente, en el amplio henil que se encontraba encima de la cochera y el establo, había quedado un poco en los rincones y a lo largo de las paredes.
Aquella noche durmieron con las pellizas puestas, sin desnudarse. Su sueño fue agradable, profundo y dulce. Durmieron como los niños después de una jornada de correr y hacer travesuras.
Levantados ya muy temprano, Yuri Andriéevich comenzó a dirigir miradas codiciosas a la mesa escritorio que había junto a la ventana. Sentía en las manos el afán de encontrarse ante unas blancas cuartillas. Pero se reservó este placer para la noche, cuando Lara y Kátienka se hubiesen ido a dormir. Hasta que llegase ese momento estaría agobiado de trabajo para poner en orden, por lo menos, dos habitaciones.
Soñando en el trabajo de la noche, no se proponía grandes cosas: era simple amor a la tinta, atracción por la pluma.
Tenía deseos de escribir, de escribir palabras sobre el papel. Al principio se contentaría con escribir de memoria algo ya viejo, que todavía no llegó a escribir, sólo por poner en juego sus propias facultades acartonadas por la inactividad, emperezadas por el largo intervalo sin escribir. Esperaba que allí se detendrían más tiempo y que entonces podría dedicarse holgada y libremente a emprender cualquier trabajo nuevo e importante.
—¿Estás ocupado? ¿Qué haces?
—Me ocupo del fuego. ¿Por qué?
—Necesito un cubo.
—A este paso no tendremos leña más que para tres días. Habrá que ir a ver qué hay en la leñera de nuestra antigua casa. ¡A saber lo que encontraremos allí! Si ha quedado suficiente, haré unos viajes y me la traeré. Mañana me ocuparé de eso. Me has pedido el cubo. Sí, creo haberlo visto en alguna parte, pero no sé dónde, no consigo recordarlo.
—A mí me sucede lo mismo. Lo he visto no sé dónde y ya no me acuerdo. Evidentemente no debía de estar en su sitio y por eso lo he olvidado. Paciencia. Quiero calentar mucha agua para lavarnos. Con la que quede lavaré algo para mí y para Katia. Hagamos una colada general de toda nuestra ropa sucia. Esta noche, antes de acostarnos, después de haberlo instalado todo y tomado nuestras decisiones, nos lavaremos los tres.
—Enseguida prepararé mi muda. Gracias. He arrinconado los armarios y los muebles pesados, como me habías dicho.
—Está bien. En lugar de lavar en el cubo, lavaré en el barreño. Pero está muy sucio. Habrá que quitarle la grasa.
—Apenas funcione la estufa, ajustaré el tiro y me dedicaré a arreglar otros cajones. Constantemente descubro nuevas cosas en la mesa y en la cómoda: jabón, fósforos, lápices, papel, objetos de escritorio. Y cosas no menos inesperadas, que tenemos ante los ojos: por ejemplo, la lámpara sobre la mesa, llena de petróleo. Nada de esto pertenece a los Mikulitsyn, lo sé. Procede de otra parte.
—¡Qué suerte tan grande! Siempre el inquilino misterioso. Como en Julio Verne. ¡Ah! ¡Qué atolondrados somos! Charla que te charla y el agua está hirviendo.
Azacanábanse corriendo de un lado a otro por las habitaciones, con los brazos llenos de cosas, chocando uno contra otro, o tropezando con Kátienka que se quedaba plantada en medio de su camino, o se les metía por entre las piernas, entorpeciendo su trabajo al ir de un lado a otro. Cuando la regañaban, se enfurruñaba. Estaba cansada y se quejaba de frío.
«¡Pobres chiquillos de hoy en día, víctimas de nuestra vida errante, compañeros resignados de nuestras peregrinaciones!», pensaba el doctor, y dijo:
—Perdona, pequeña, pero no tienes motivos para ponerte así. Todo eso son invenciones y caprichos. La estufa está al rojo.
—La estufa estará caliente, pero yo tengo frío.
—Entonces ten paciencia, Katiusha. Esta noche haré que caliente mucho y además mamá te dará un baño, ¿oyes? Mientras tanto, toma.
Y amontonó en el suelo los antiguos juguetes de Liveri, recogidos en el almacén, algunos de los cuales estaban todavía intactos, otros rotos, piezas para construcciones, vagones y locomotoras, hojas de cartón divididas en cuadraditos numerados para jugar con fichas o a la lotería.
—¿Qué haces, Yuri Andriéevich? —exclamó Kátienka, ofendida como una persona mayor—. Esto no es mío. Y además es cosa de niños. Yo ya soy mayor.
Pero un instante después estaba cómodamente sentada sobre la alfombra y en sus manos aquellos juguetes de toda clase se convertían en material de construcción con el que fabricaba para Ninka, la muñeca que se había traído de la ciudad, una vivienda bastante más racional y estable que los refugios ajenos y siempre distintos a los que la arrastraban los mayores.
—¡Qué instinto casero, qué natural atracción por un hogar y un orden! —dijo Larisa Fiódorovna, observando desde la cocina los juegos de su hija—. Los niños son sinceros, no tienen prejuicios y no se avergüenzan de la verdad, mientras nosotros, por miedo de parecer atrasados, estamos siempre dispuestos a traicionar lo que nos es más querido, a elogiar cosas que nos repugnan y aceptar otras que no comprendemos.
—Encontré el cubo —la interrumpió el doctor, saliendo del oscuro trastero con el cubo en la mano—. Realmente no estaba en su sitio. Por lo visto en el otoño pasado lo utilizaron para recoger el agua de alguna gotera.
Para el almuerzo, preparado ya para tres días con provisiones frescas, Larisa Fiódorovna sirvió cosas inauditas: una sopa de patatas y carnero asado también con patatas. Kátienka no conseguía tragar bocado, reía y bromeaba, pero luego comió hasta hartarse y, entontecida por el calor, se cubrió con la manta de viaje de su madre y se durmió profundamente en el diván.
Larisa Fiódorovna, que estaba muy cansada y sofocada por la cocina, medio amodorrada como su hija y satisfecha por el éxito de su comida, no se dio prisa en quitar la mesa y se sentó para descansar. Luego de haberse asegurado de que su hija dormía, apoyándose sobre la mesa y sosteniéndose la cabeza sobre un brazo, comenzó a decir:
—Trabajaré más y en eso encontraré la felicidad, con tal de que sepa que no lo hago en vano, que sirve para algo. Tienes que recordarme constantemente que estamos aquí para estar juntos. Dame ánimos y no me dejes pensar en nuestra situación. Porque, a decir verdad, si analizamos las cosas que estamos haciendo, ¿qué significado tiene que estemos aquí? Hemos invadido una casa forzando la puerta, disponemos de todo para nuestra comodidad y nos aturdimos con una prisa constante para no darnos cuenta de que esto no es vida, sino una representación teatral, no una cosa seria, sino «de mentirijillas», como dicen los niños, una comedia para hacer reír a la chiquillería.
—Pero, ángel mío, fuiste tú quien insistió en venir aquí. Recuerda cuánto me opuse, que no estaba de acuerdo.
—Es cierto. No lo discuto. He faltado yo precisamente. Tú puedes vacilar, tener dudas. Yo debo hacerlo todo de modo lógico y coherente. Apenas entraste en casa viste la camita de tu hijo y te sentiste mal. Faltó poco para que te desmayaras de sufrimiento. Tú tienes derecho a esto, pero a mí no me está permitido. Mi temor por Kátienka y mi idea del porvenir tienen que quedarse en un segundo plano ante mi amor por ti.
—Larusha, querida, no digas eso. Nunca es tarde para volver a pensar las cosas, para cambiar la decisión. Yo te aconsejé que considerases más seriamente las palabras de Komarovski. Tenemos un caballo. Si quieres, mañana volvemos a Yuriatin, Komarovski no se habrá ido aún. Le vimos por la calle desde el trineo, aunque creo que él no nos vio. Probablemente lo encontraremos.
—Apenas he hablado y ya se advierte el descontento en tu voz. Pero dime: ¿acaso no tengo razón? Ocultarnos de una manera tan poco segura, por las buenas, es cosa que pudimos hacer también en Yuriatin. Si hemos de buscar la salvación, hay que hacerlo en serio, con un plan seguro, como, a fin de cuentas, nos proponía él, que aunque sea odioso, hay que reconocer que es hombre práctico y experto. No sé, pero me parece que aquí estamos más cerca del peligro que en cualquier otro sitio. Nos encontramos en medio de una llanura sin fin, expuesta a los cuatro vientos, solos, como en una casa en pleno desierto. En una noche la nieve puede sepultarnos y por la mañana ya no podríamos liberarnos. O que nuestro misterioso bienhechor, si por casualidad vive, irrumpa aquí, se descubra que es un bandido y nos degüelle a todos. ¿Tenemos, por lo menos, un arma? No, ya lo ves. Me da miedo tu despreocupación, que tanto se me contagia y me confunde las ideas.
—¿Qué quieres hacer entonces? ¿Qué me ordenas que haga?
—No sé qué responderte. Me tienes constantemente sometida. Recuérdame en todo momento que soy tu esclava, que te amo ciegamente y que no razono. ¡Oh, tengo que decírtelo! Nuestras familias, la tuya y la mía, son mil veces mejores que nosotros. Pero ¿acaso se trata de eso? El don del amor es como cualquier otro don. Puede ser tan grande como quieras, pero nunca se revelará sin iluminación. Es como si nos hubieran enseñado a amarnos en el cielo y luego, todavía niños, nos hubiesen enviado a vivir en la tierra durante algún tiempo para que pusiéramos a prueba, uno para con otro, esta capacidad. Es una identidad total, sin nada superfluo, sin ninguna gradación, ni altibajos, una equivalencia de toda la esencia, todo proporciona alegría, todo se ha hecho alma. Pero en esta ternura salvaje, que está siempre al acecho, hay algo infantilmente indómito, no permitido. Es una fuerza arbitraria, destructiva, contraria a la paz de la casa. Es mi deber tener miedo y desconfiar.
Le rodeó el cuello con sus brazos y, luchando contra sus lágrimas, concluyó:
—Compréndelo: nuestra situación es distinta. Tú tienes alas para volar por encima de las nubes, mientras yo, mujer, las tengo para posarme en la tierra y proteger del peligro a mi pajarillo.
Las palabras de ella lo turbaban profundamente, pero no lo demostró para no enternecerse, y con un esfuerzo dijo:
—Nuestra vida de vagabundos es realmente artificiosa y equívoca, tienes razón. Pero nosotros no la hemos inventado. Esta insensata zozobra es la suerte de todos, se halla en el espíritu de nuestro tiempo. También ya, desde esta mañana, he pensado casi las mismas cosas. Quisiera hacer cualquier esfuerzo para permanecer aquí más tiempo. No podría explicarte la gran nostalgia que tengo del trabajo, no del trabajo agrícola. Una vez, aquí, todos nos dedicamos a él y todo salió bien. Pero no me considero con fuerzas para volver a empezar. No aludía a eso. Poco a poco la vida reanuda su curso. Acaso un día empiece a publicar libros. Eso es lo que había pensado. ¿No podríamos llegar a un acuerdo con Samdeviátov para que, en condiciones ventajosas para él, nos mantuviera durante seis meses? Como garantía, le ofrecería la obra que podría escribir mientras tanto, un manual de medicina, por ejemplo, o una obra literaria, un volumen de versos… Incluso podría traducir de un idioma extranjero alguna obra famosa, de carácter universal. Conozco bien las lenguas y no hace mucho tiempo leí un anuncio de una casa editora de Petersburgo, que sólo publica traducciones. Son trabajos que probablemente tendrán un valor en el intercambio, traducible en moneda. Yo me consideraría feliz con una ocupación semejante.
—Gracias por habérmelo recordado. También yo tengo pensado algo parecido. Pero no creo que podamos detenernos aquí. Es más: tengo el presentimiento de que pronto el azar nos llevará más lejos. Pero mientras tengamos a nuestra disposición este refugio, sólo te pido una cosa. Dedícame alguna hora de las próximas noches, y te ruego que escribas todo lo que tantas veces me has recitado de memoria. Una parte de esas cosas está dispersa y la otra no la has escrito. Temo que la olvides y así se perderá todo, como, según me has dicho, te ha sucedido con frecuencia.
Al anochecer, se lavaron con agua caliente, que quedó en abundancia después de la colada. Mientras Lara lavaba a Kátienka, Yuri Andriéevich, con una sensación de limpieza, se sentaba al escritorio frente a la ventana, volviendo la espalda a la habitación. Lara, fragante, envuelta en un peinador, con los cabellos húmedos ceñidos por una toalla, acostaba a Kátienka y preparaba las camas. Saboreando ya la próxima soledad en que podría concentrarse, Yuri Andriéevich percibía todo lo que sucedía en torno a él y a través del velo de una atención enternecida que prolongaba muy lejos todas sus sensaciones.
Era la una de la madrugada cuando Lara, que hasta aquel momento había fingido dormir, se durmió realmente. La ropa blanca, fresca y bordada, resplandecía limpia y planchada sobre ella, sobre Kátienka y en el lecho. También en aquellos años había encontrado la forma de almidonarla.
Un silencio profundo, colmado de felicidad, en el que reverberaba dulcemente la vida, rodeaba a Yuri Andriéevich. La luz de la lámpara incidía con un amarillo tranquilo sobre la blancura del papel y con un reflejo dorado nadaba sobre la superficie de la tinta, dentro del tintero. Al otro lado de la ventana estaba la azul noche invernal, de hielo. Yuri Andriéevich pasó a la habitación de al lado, fría y no iluminada, desde la que se veía mejor el exterior, y miró por la ventana. La luz de la luna llena estriaba la llanura nevosa con la viscosidad tangible de la clara de huevo o del albayalde. Ante la indescriptible suntuosidad de la noche de hielo, sintió su alma invadida por todas las cosas. Volvió a la habitación iluminada y caliente y se puso a escribir.
Con una caligrafía revoloteante, procurando que la escritura reflejase el vivo movimiento de la mano y no se desfigurase perdiendo su alma y su fuerza expresiva y se hiciera anónima y muda, escribió con sus anchos caracteres, de una forma que cambiaba poco a poco y mejoraba sucesivamente, aquellos versos que recordaba con mayor claridad: La estrella de Navidad, Noche de invierno y otros poemas líricos análogos, olvidados luego, que anduvieron dispersos y nadie encontró.
Luego, de esas cosas ya depositadas y maduras en su interior, pasó a otras que había comenzado y abandonado después, trató de volver a aprehender su tono y sacarlas adelante, pero sin la menor esperanza de poder terminarlas enseguida. Luego se distrajo, volvió a sumirse en el trabajo y pasó a otras cosas.
Después de dos o tres estrofas compuestas con toda facilidad y de algunas comparaciones que lo sorprendieron, el don del trabajo se apoderó de él y advirtió la proximidad de lo que se llama la inspiración. La correlación de las fuerzas que presiden la creación parecen tomar entonces la iniciativa. La prioridad ya no corresponde al autor ni a su estado de ánimo, al que trata de dar expresión, sino al lenguaje con que quiere expresarlo. El lenguaje, del cual nace el significado y la belleza adquiere su ropaje, comienza de por sí a pensar y hablar y todo se convierte en música, no en el sentido de pura resonancia fonética, sino como la consecuencia y duración de su flujo interno. Entonces, lo mismo que la masa corriente de un río, que con su fluir limpia las piedras del fondo y hace girar las ruedas de los molinos, el lenguaje que fluye va creando él mismo en su carrera, casi inadvertidamente, con la fuerza de sus leyes, el metro y la rima y mil otras formas y relaciones más secretas, desconocidas hasta ese momento, no singularizadas y sin nombre.
En aquellos momentos, Yuri Andriéevich se daba cuenta de que no era él quien llevaba a cabo el trabajo esencial, sino algo más grande que él, que por encima de él lo guiaba: la situación del pensamiento y de la poesía en el mundo, lo que a la poesía le estaba reservado en el porvenir, el camino que ella tenía que recorrer en su desarrollo histórico. Él era solamente una ocasión y un punto de apoyo para que ella pudiera ponerse en movimiento.
Liberábase así de sus arrepentimientos. Y el descontento de sí mismo, la sensación de la propia nulidad, lo abandonaban por un instante. Volvía la cabeza y miraba a su alrededor.
Veía las cabezas de Lara y de Kátienka dormidas sobre las almohadas blancas como la nieve. El candor de la ropa blanca, la limpieza de las habitaciones, la pureza de sus rostros, fundiéndose todo con la claridad de la noche, de la nieve, de las estrellas y de la luna en una onda de igual fuerza que le llegaba al alma, lo llenaba de alegría y le hacía llorar con la sensación de triunfante pureza de la vida.
«¡Señor! ¡Señor! —murmuraba—. ¿Todo esto es mío? ¿Por qué me has dado tanto? ¿Cómo me dejaste venir a ti, permitiéndome caminar sobre esta tierra tuya incomparable, bajo estas estrellas tuyas, junto a esta criatura sin temores ni arrepentimientos, desgraciada y nunca amada lo bastante?»
Eran las tres de la madrugada cuando levantó los ojos de la mesa y del papel. De la abstracta concentración en que se había sumido completamente volvía ahora en sí, a la realidad, feliz, fuerte y tranquilo. De pronto, en el silencio de los espacios lejanos que se extendían más allá de la ventana, oyó una nota triste y lúgubre.
Pasó a la habitación de al lado para mirar afuera. Durante las horas que había estado escribiendo, los cristales se cubrieron de una espesa capa de escarcha y no dejaban ver nada. Apartó la alfombra arrollada puesta bajo la puerta para evitar las corrientes de aire, se echó la pelliza sobre los hombros y salió al umbral.
Lo cegó el blanco fulgor que cubría y hacía resplandecer la nieve, sin una sombra, bajo la luz de la luna. Al principio no pudo fijar la mirada ni ver nada. Pero al cabo de un instante oyó un prolongado aullido que la distancia debilitaba, una especie de lamento sombrío, y advirtió en el borde de la llanura, más allá de la torrentera, cuatro sombras alargadas, no mayores que pequeños trazos negros.
Los lobos estaban alineados uno junto a otro, con los hocicos vueltos hacia la casa y levantados, aullando a la luna o a las ventanas de la casa de Mikulitsyn, que reflejaban aquella luz de plata. Durante algunos instantes permanecieron inmóviles, pero, en el momento en que Yuri Andriéevich comprendió que eran lobos, como si su pensamiento hubiese llegado hasta ellos, retrocedieron aullando cobardemente. No logró saber en qué dirección habían huido.
«Desagradable sorpresa —pensó—. Lo único que nos faltaba. ¿Será posible que tengan la guarida aquí cerca? Tal vez esté en la torrentera. ¡Es terrible! Y el caballo de Samdeviátov en el establo. A lo mejor han olido a la yegua.»
Decidió, por el momento, no decir nada a Lara, para no asustarla. Volvió a entrar en la casa, cerró bien el portón y todas las puertas entre la parte caliente de la casa y la no habitada, tapó las grietas y los agujeros y volvió al escritorio.
La lámpara ardía luminosa y acogedora, como antes. Pero él ya no tenía ganas de escribir. No conseguía serenarse y no podía pensar en nada, excepto en los lobos y las otras dificultades que lo preocupaban. Además estaba cansado. En aquel momento Lara se despertó.
—Ardes siempre como una luz encendida en la noche, mi querida llamita —dijo con un susurro cálido y lleno de sueño—. Siéntate un momento aquí, a mi lado. Te contaré el sueño que he tenido.
Él apagó la lámpara.
De nuevo la jornada transcurrió en una suave locura. Habían encontrado un trineo para niños, y Kátienka, caliente bajo su pelliza, riendo feliz, se deslizaba de un lado a otro por los senderos del jardín desde un montecillo de hielo que el doctor le había hecho, y, con el rostro enrojecido, no paraba de encaramarse al montecillo llevando a rastras el trineo sujeto por una cuerda.
Helaba, y el frío aumentaba sensiblemente. El sol resplandecía. La nieve amarilleaba bajo los rayos del mediodía y su amarillo de miel se fundía como un dulce ingrediente con el cielo de color naranja de un crepúsculo precoz.
Con la colada y los baños de la noche anterior Lara había llenado la casa de humedad. Las ventanas estaban cubiertas de una blanda escarcha, mientras el empapelado, húmedo de vapor, se llenaba, desde el techo al suelo, con grandes manchas oscuras de las que goteaba el agua. Las estancias se habían hecho oscuras e inhóspitas. Yuri Andriéevich llevaba la leña y el agua, y continuaba el examen de la casa, que no había logrado terminar el día antes, haciendo continuos descubrimientos, y ayudaba a Lara, atareada desde la mañana en los quehaceres domésticos.
Si durante cualquier trabajo se encontraban sus manos, se las estrechaban, dejando en el suelo el objeto que llevaban, dominados por un impulso de ciega ternura. Otra vez lo olvidaban todo y sus manos no podían hacer nada. De nuevo transcurrían los minutos, pasaban las horas y se hacía tarde, y los dos, llenos de espanto, volvían en sí y se acordaban de Kátienka dejada sin vigilancia, o de la yegua a la que no habían dado de comer ni beber, y entonces se precipitaban ciegamente a recuperar el tiempo perdido y a reparar sus olvidos, atormentados de pronto por el remordimiento.
El doctor se caía de sueño. En su cabeza se estancaba una niebla dulce, como después de una embriaguez y experimentaba en todo su cuerpo una deliciosa debilidad. Pero esperaba con impaciencia la noche para reanudar su interrumpido trabajo.
Aquella soñolienta niebla de la que estaba lleno, que le velaba y envolvía los pensamientos, había ejecutado por él la primera mitad del trabajo. La vaga impresión que confería a cada cosa allanaba el camino para la maduración definitiva de la creación. Con la indeterminación de los primeros esbozos, la depresiva vacuidad de toda la jornada era la mejor preparación para el trabajo de la noche.
Pero la inactividad derivada del cansancio transformaba la forma primitiva de las cosas. Todo cambiaba y adquiría un nuevo aspecto.
Yuri Andriéevich se daba cuenta de que su sueño de establecerse en Varykino para un largo tiempo no había de realizarse y que estaba próxima la hora de su separación de Lara. La perdería y con ella perdería la razón de su vida, acaso incluso la vida misma. La angustia lo consumía. Pero todavía lo oprimía más la espera de la noche y el deseo de llorar aquella angustia de una manera que también en los demás provocara el llanto.
Los lobos, en los cuales había pensado todo el día, no eran ya los lobos sobre la nieve, a la luz de la luna: se habían convertido en el tema de los lobos, una representación de la fuerza adversa que se había propuesto perderlos a él y a Lara, o expulsarlos de Varykino. Al desarrollarse, la idea de esta hostilidad llegó a la noche con una fuerza extrema, como si en Shutma apareciesen las huellas de un monstruo antediluviano y en el barranco se hubiese guarecido un dragón fabuloso, de colosal tamaño, sediento de sangre y de deseo de Lara.
Llegó la noche. Como la víspera, encendió la lámpara sobre la mesa. Lara y Kátienka se acostaron antes que la noche anterior.
Lo que él había escrito durante la pasada noche se dividía en dos grupos. Las cosas ya familiares, copiadas en la nueva redacción, habían sido escritas ordenadamente, con una bella caligrafía. Las nuevas, en cambio, estaban escritas a toda prisa, con abreviaciones, señales y trazos ininteligibles.
Al descifrarlas experimentó la desilusión de siempre. La noche anterior aquellos esbozos le habían hecho llorar e incluso algunos fragmentos lo llenaron de sorpresa. Ahora, precisamente esos eran los que le desilusionaban y amargaban porque los encontraba con toda evidencia demasiado artificiosos.
Durante toda su vida soñó en una originalidad sobria, atenuada, irreconocible externamente, oculta bajo el velo de una forma obvia y familiar. Durante toda la vida había cuidado la elaboración de ese lenguaje simple y mesurado, en virtud del cual el lector y el oyente señorearan el contenido sin darse cuenta de la forma como lo asimilaban. Toda la vida había buscado un estilo inadvertido, que no llamase la atención, y se asustó al comprender cuán lejos estaba todavía de su ideal.
En los esbozos de la noche anterior había querido expresar, con medios que por su carácter elemental lindaban con el balbuceo, y la sugestión de una nana, el propio estado de ánimo hecho de amor y de miedo, de angustia y de coraje, de manera que se comunicase por sí, casi independientemente de las palabras.
Ahora, al examinar aquellos intentos, encontró que estaban privados de contenido orgánico capaz de fundir entre sí los versos, que cada uno tenía una vida propia. Poco a poco, corrigiendo lo que había escrito, se puso a versificar con el mismo tono lírico la leyenda de Yegori Jrabry[89]. Comenzó con el amplio pentámetro que permite una mayor libertad. Pero la sonoridad, independientemente del contenido, propia de semejante metro, lo irritó con su falsa eufonía retórica. Abandonó este metro enfático con la cesura, obligando a las palabras a ceñirse a las limitaciones del tetrámetro, como quien escribe en prosa luchando contra la verbosidad. El hecho de escribir se le hizo a la vez más difícil y atractivo. El trabajo se animó. Sin embargo, seguía deslizándose en él una excesiva facundia. Se impuso entonces un verso más corto. Las palabras entraban penosamente en un verso de tres pies.
Desaparecieron los últimos restos de sueño, se reanimó, se llenó de entusiasmo y lo angosto del metro le sugirió ya de por sí las palabras. Los objetos apenas nombrados comenzaron a delinearse plenamente en su memoria. Percibía el paso del caballo, que caminaba por la superficie de la poesía, tal como se oye en una de las baladas de Chopin. Georgui Pobiedonósetz[90] galopaba por las interminables extensiones de la estepa. Lo veía alejarse, empequeñecerse. Escribía con prisa febril, consiguiendo apenas transcribir las palabras y los versos que le nacían justamente y en su puesto.
No se dio cuenta de que Lara se había levantado y acercado al escritorio. En su largo camisón que le llegaba hasta los pies parecía muy delgada y más alta de lo que era en realidad. Yuri Andriéevich se sobresaltó de sorpresa cuando la vio a su lado pálida y asustada, diciéndole en voz baja, con la mano tendida:
—¿Oyes? Es un perro que aúlla. Acaso dos. ¡Ah, qué terrible, qué mala señal! Quedémonos hasta la mañana, pero vayámonos de aquí, vayámonos. No permaneceré aquí ni un minuto más.
Una hora después, tranquilizada y convencida a duras penas, volvió a dormirse. Yuri Andriéevich salió al umbral. Los lobos estaban más cerca que la noche anterior y se escondieron esta vez con mayor prisa aún. Tampoco consiguió ahora ver en qué dirección habían huido. Estaban reunidos en manada y no pudo contarlos. Pero le pareció que eran mucho más numerosos.
Era el decimotercer día de su estancia de Varykino, un día nada distinto de los anteriores. Como siempre, por la noche habían aullado los lobos, pero mediada la semana pareció que se habían eclipsado. Creyendo todavía que se trataba de perros, Larisa Fiódorovna, temiendo un mal agüero, decidió de nuevo partir al día siguiente. De este modo alternaban en ella estados de calma y momentos de angustiosa inquietud, cosa natural en una mujer activa, no acostumbrada a perder el día en ternuras, ni a permitirse el lujo de ociosas y excesivas efusiones.
Todo se repetía con exactitud, de modo que cuando aquella mañana, como otras veces, comenzó a prepararse para el viaje de regreso, habría podido pensarse que los trece días transcurridos en aquel lugar no habían existido siquiera.
De nuevo las habitaciones estaban húmedas y oscuras a causa de la lobreguez de un día gris y nublado. La temperatura se había dulcificado un poco. Del cielo encapotado, lleno de nubes bajas, no tardaría en caer nieve. Un cansancio físico y moral, debido al prolongado insomnio, hacía flaquear las piernas de Yuri Andriéevich. Sus pensamientos se confundían. Estaba cansado y, a causa de la debilidad, experimentaba una sensación de frío. Estremeciéndose y frotándose las manos heladas, paseaba por la habitación no caldeada, sin saber qué había decidido Lara y, en consecuencia, qué tenía que hacer.
Las intenciones de ella eran muy confusas. Ahora daría la mitad de su vida porque no fueran tan desordenadamente libres, sino que tuvieran que someterse a un orden establecido, incluso severo, fijado de una vez para siempre, que les obligase a un trabajo, que les impusiera deberes y les forzara a vivir de un modo razonable y regular.
Lara había comenzado el día como de costumbre, haciendo las camas, ordenando y barriendo las habitaciones, preparando la comida para el doctor y Katia. Luego empezó a hacer las maletas y rogó al doctor que enganchara la yegua. Su decisión de partir era firme e irrevocable. Yuri Andriéevich no trató de disuadirla. Volver a la ciudad, en plena oleada de detenciones, después de su reciente desaparición, era una verdadera locura. Pero realmente no era mucho más sensato quedarse allí solos y sin armas en medio de aquel terrible desierto invernal, lleno de otros peligros.
Por otra parte, estaban a punto de acabarse las últimas brazadas de heno que había podido recoger en los heniles cercanos y no había ni que pensar en encontrar más. Evidentemente, si hubieran tenido la posibilidad de instalarse allí de una manera estable, el doctor habría recorrido los alrededores para proveerse de forraje y de víveres. Pero, tratándose de una estada provisional y sólo probable, no valía la pena aventurarse en semejantes exploraciones. Así, haciendo un vago ademán con las manos, fue en busca de la yegua.
La enganchaba torpemente. Samdeviátov le había enseñado a hacerlo, pero olvidó sus instrucciones. Sin embargo, con inexpertas manos hizo lo necesario. Anudó a una de las varas, después de haberlo retorcido varias veces, el extremo de la correa con que había fijado el yugo y luego, apoyando la rodilla en un costado de la yegua, apretó fuertemente las pinzas del collar. Llevó luego a la yegua ante la puerta de entrada, la ató y fue a decirle a Lara que ya estaba listo.
La encontró poseída por una violenta agitación. Ella y Kátienka estaban ya vestidas para la marcha, todo embalado ya, pero Larisa Fiódorovna se retorcía las manos y, conteniendo las lágrimas, le rogó que se sentara un momento. Se dejaba caer en la butaca, se levantaba luego e, interrumpiéndose a menudo con un «¿verdad?» dicho con una nota aguda, cantarina y quejumbrosa, dijo rápidamente pisándose las palabras, de una forma inconexa:
—Yo no tengo la culpa. Ni siquiera sé como ha sucedido. Pero ¿podemos partir ahora? Pronto será oscuro. La noche nos sorprenderá por el camino. Y precisamente en tu terrible bosque. ¿Verdad? Haré lo que quieras. Por mí misma, por iniciativa mía no puedo decidir. Algo me lo impide. No me siento tranquila. Haremos lo que tú quieras. ¿Verdad? ¿Por qué te callas y no dices nada? Hemos estado mano sobre mano toda la mañana, perdiendo tontamente la mitad de la jornada. Mañana esto no se repetirá. Mañana tendremos más cuidado, ¿verdad? Mañana nos levantaremos más temprano, partiremos al alba, a las siete o a las seis. ¿Qué te parece? Puedes encender la estufa y quedarte aquí otra noche escribiendo. Quedémonos aquí otra noche. ¡Ah, todo aquí era tan distinto, tan bello! Pero ¿por qué no respondes? Otra vez tengo la culpa de algo. ¡Qué desgraciada soy!
—Exageras. El crepúsculo todavía tardará en llegar. Es temprano aún. Pero hagamos lo que quieras. Bueno, quedémonos. Pero cálmate. Estás muy agitada. Bien, vamos a quedarnos. Quitémonos las pellizas. Mira: Kátienka dice que tiene hambre. Comeremos cualquier cosa. Tienes razón: partir sería algo demasiado repentino, no preparado como se debe. Pero no te agites y no llores, por amor de Dios. Ahora encenderé la estufa. Pero antes, puesto que la yegua está ya enjaezada y el trineo a la puerta, iré a buscar la última leña que nos queda en nuestro antiguo almacén, porque aquí no tenemos ni un mal tronco. No llores. Vuelvo enseguida.
En torno al almacén la nieve estaba llena de las huellas circulares que había dejado el trineo de Yuri Andriéevich en anteriores visitas: ante el umbral estaba pisoteada y sucia por la leña transportada el día anterior.
El cielo estaba limpio de las nubes que lo habían cubierto desde por la mañana. Helaba. El parque de Varykino, que rodeaba el claro a distancias desiguales, en aquel lugar se acercaba al almacén como para mirar al doctor a la cara y recordarle algo. La nieve, cuya altura había crecido mucho durante el invierno, sobrepasaba el umbral del almacén. El dintel de la puerta parecía haber bajado y el almacén encorvándose. La capa de nieve que cubría el tejado, como el casquete de una enorme seta, tocaba casi la cabeza del doctor. Precisamente sobre lo alto del tejado, como clavada con un cuerno en la nieve, una joven media luna, apenas aparecida, permanecía inmóvil en el cielo y resplandecía con su hoz de luz plateada.
Aunque todavía era claro, el doctor experimentaba la sensación de que se encontraba, ya muy avanzada la noche, en el oscuro y viejo bosque de su vida: tal era la oscuridad que había en su alma, tan profunda era su tristeza. Y la joven luna resplandecía ante él, casi al nivel de su rostro, como un presagio de adiós, como una imagen de soledad.
El cansancio le pesaba en las rodillas. Desde el otro lado del umbral arrojaba la leña en el trineo, pero cada vez podía abarcar con las manos menos troncos que de costumbre. El frío, que penetraba a través de sus guantes, le impedía manejar bien los troncos que, helados y cubiertos de nieve, despertaban un vivo dolor en sus dedos. Ni siquiera el movimiento conseguía hacerle entrar en calor. Algo dentro de él se había detenido o roto. Maldecía su amargo destino y rogaba a Dios que conservara y protegiera la vida de su mujer, tan bella, triste, dulce y de alma tan sencilla. Y la luna continuaba sobre el almacén, ardía sin calentar y su luz no iluminaba.
Al cabo de un rato la yegua, volviéndose hacia el camino que habían dejado atrás, levantó la cabeza y relinchó, primero de un modo tímido y suave, luego más fuerte y segura.
«¿Qué le pasa? —pensó el doctor—. ¿Por qué relincha? Seguro que no es por miedo. Los caballos no relinchan cuando tienen miedo. ¡Estúpido de mí! Estará loca, para ponerse a señalar su presencia a los lobos, si es que los ha olfateado. ¡Y qué alegre parece su relincho! Tal vez tenga ganas de volver a casa y ha comprendido que vamos a regresar. Espera, espera, ahora nos vamos.»
Además de los troncos ya recogidos, tomó del almacén unas cuantas ramas y un trozo de corteza de abedul que había sido desprendida entera del árbol y tenía la forma de una bota. Le serviría para encender el fuego. Ató luego con una cuerda el haz de leña, cubrió el montón con una estera y, caminando al lado del trineo, lo llevó hasta el almacén de los Mikulitsyn.
De nuevo relinchó la yegua, respondiendo a un claro relincho que llegaba de lejos, de la parte opuesta.
«¿De quién será ese caballo? —pensó estremeciéndose—. Creía que en Varykino no habría nadie, y, por lo visto, nos hemos equivocado.»
No se le podía ocurrir que fueran a recibir una visita y que el relincho de la yegua procediera de la entrada a la casa de los Mikulitsyn, del jardín. Llevaba a «Savraska» por la parte posterior de la construcción, donde se hallaban las dependencias de la servidumbre, de modo que no podía ver la parte delantera de la casa, oculta por las irregularidades del terreno.
Sin apresurarse (¿por qué tenía que hacerlo?), descargó la leña, desenganchó la yegua y condujo al animal al establo vacío que se hallaba al lado. Instaló a «Savraska» ante el pesebre del rincón, donde era menos perceptible la corriente de aire y, habiendo sacado del henil unas brazadas de heno, las echó en el pesebre.
Luego, inquieto, se dirigió a la casa. Ante la puerta había un caballo negro, bien alimentado, enganchado a uno de esos anchos trineos campesinos, de caja cómoda. Un muchacho desconocido, que vestía una buena pelliza enguatada, paseábase en torno al animal, dándole golpecitos en los flancos y examinándole las patas. También él estaba bien nutrido, lo mismo que el caballo.
Hasta el doctor llegó un rumor procedente del interior de la casa. No teniendo deseos de escuchar, ni de ver a nadie, Yuri Andriéevich fue demorando el paso a pesar suyo. Pero se detuvo de pronto, como si algo lo hubiese dejado clavado en el sitio. Sin distinguir las palabras, reconoció las voces de Komarovski, de Lara y de Kátienka. Debían de estar en la primera habitación, cerca de la entrada. Komarovski discutía con Lara y, a juzgar por el tono de su voz, ella estaba muy agitada, lloraba y a veces le respondía con aspereza y a veces parecía estar de acuerdo con él. Confusamente intuyó que Komarovski estaba hablando precisamente de él, diciéndole, con toda probabilidad, que no era un hombre como para infundir confianza («un siervo de dos amos», le pareció oír que decía), que no había modo de saber quién le era más querido, si la familia o Lara, y que Lara no podía contar con él, porque, confiándose a él, «perseguía dos liebres y se encontraría entre dos sillas». Yuri Andriéevich entró en la casa.
Efectivamente, Komarovski, con una pelliza que le llegaba hasta el suelo y que no había querido quitarse, estaba en la primera habitación. Lara trataba de abrochar a Kátienka el cuello de su pelliza y no conseguía encontrar el corchete. Regañaba a la niña, gritándole que se estuviera quieta, que no se moviese. Y Kátienka se lamentaba:
—Mamita, ten cuidado, que me ahogas.
Todos estaban vestidos, dispuestos a partir. Cuando entró Yuri Andriéevich, Lara y Víktor Ippolítovich corrieron a su encuentro.
—¿Dónde te habías metido? Te necesitábamos.
—Hola, Yuri Andriéevich. A pesar de las groserías que nos dedicamos la última vez, he vuelto, como puede usted ver, sin ser invitado.
—Buenas tardes, Víktor Ippolítovich.
¿Dónde has estado metido tanto rato? Escucha con atención lo que él te diga y decide inmediatamente por ti y por mí. No hay tiempo que perder. Hay que obrar con toda rapidez.
—¿Por qué estamos de pie? Siéntese, Víktor Ippolítovich. ¿A dónde quieres que haya ido, Lárochka? Sabes perfectamente que fui a buscar leña y que luego me ocupé de la yegua. Por favor, siéntese, Víktor Ippolítovich.
—¿No estás sorprendido? ¿Por qué no manifiestas ninguna sorpresa? Nos lamentábamos de haber dejado marchar a este hombre sin haber aceptado sus proposiciones, y ahora lo tienes ante los ojos y no te sorprendes. Pero las últimas novedades son todavía más asombrosas. Cuénteselas, Víktor Ippolítovich.
—No sé lo que quiere usted decir, Larisa Fiódorovna, pero esto es lo que tengo que decirles. Hice circular el rumor de que me había ido, y me quedé unos días para darles a usted y a Larisa Fiódorovna el tiempo suficiente para volver a reflexionar sobre mis proposiciones y que pudieran tomar, después de haberla madurado bien, una decisión menos apresurada.
—Ya no es posible aplazar nuestra decisión. Este es el mejor momento para marcharnos: mañana por la mañana. Pero será mejor que Víktor Ippolítovich acabe de explicarse.
—Un momento, Lárochka. Perdone, Víktor Ippolítovich, pero ¿por qué estamos todos con las pellizas puestas? Quitémonoslas y sentémonos. Todo esto es muy serio. No podemos decidirnos a la buena de Dios. Perdone, Víktor Ippolítovich, pero todo esto son sutilezas psicológicas y me parece ridículo y molesto discutirlas. A mí no se me ha ocurrido nunca seguirle a usted en su viaje, pero este no es el caso por lo que respecta a Larisa Fiódorovna. En esos raros casos en que nuestras penas tenían dos aspectos y nos recordaban que no éramos una sola persona, sino dos, con dos destinos distintos, siempre fui del parecer de que, sobre todo en cuanto a Kátienka, Lara debía examinar con mayor atención sus proposiciones. Por lo demás, ella no deja de hacerlo un solo instante hablando continuamente de esa posibilidad.
—Pero sólo a condición de que tú también te vayas.
—Para nosotros es igualmente penoso pensar en una separación, pero tal vez no haya más remedio que pasar por todo y sacrificarse. Porque por lo que se refiere a mi viaje, no hay ni que hablar.
—Todavía no sabes nada. Primero escucha. Mañana por la mañana… Víktor Ippolítovich.
—Larisa Fiódorovna alude a las informaciones que he traído y que acabo de comunicarle. En la estación de Yuriatin está esperando, con las calderas encendidas, un tren especial del gobierno del Extremo Oriente. Llegó ayer de Moscú y mañana continuará su camino. Es el tren de nuestro Ministerio de Comunicaciones y la mitad del convoy está formada por coches cama internacionales. Yo he de irme en ese tren. He reservado billetes para las personas que forman parte de mi gabinete ministerial. Viajaríamos con toda clase de comodidades. Una ocasión semejante no se presentaría nunca más. Sé perfectamente que usted no habla por hablar y que no se volverá atrás de su decisión de no partir con nosotros. Es un hombre de carácter, lo sé. Y sin embargo, vuelva usted a pensar en ello, por el amor de Larisa Fiódorovna. Ya ha oído que ella no se marchará sola. Venga, pues, con nosotros, si no hasta Vladivostok, por lo menos hasta Yuriatin. Allí, ya veremos. Pero hay que darse prisa. No podemos perder ni un minuto. Me he traído conmigo a un hombre porque yo guío mal. Los cuatro, más el conductor, no cabemos en mi trineo, pero si no me equivoco, tienen ustedes la yegua de Samdeviátov. Decía usted que acaba de traer leña. ¿Está enganchado todavía el trineo?
—No, lo desenganché.
—Entonces vuelva a engancharlo enseguida. Mi cochero le ayudará. Acaso sepa hacerlo. De todos modos, que el trineo se vaya al diablo. Llegaremos como sea, aunque sólo sea con el mío. Pero, por el amor de Dios, démonos prisa. Tome lo indispensable, lo que pueda llevar a mano. No importa que la casa se quede tal como está. Hay que salvar la vida de una criatura y no es cosa de preocuparse por las llaves.
—No le comprendo, Víktor Ippolítovich. Habla usted como si yo me hubiese decidido a partir con ustedes. Váyanse, si Lara lo ha decidido. Y no se preocupe por la casa. Yo me quedo. Cuando usted se haya ido, yo lo ordenaré y dejaré las cosas como es debido.
—Pero ¡qué cosas dices, Yuri! ¿A qué vienen estos absurdos que estás diciendo? ¿Cómo puedes decir: «si Lara lo ha decidido», cuando sabes perfectamente que si no se puede contar contigo no hay que hablar de mi marcha ni de mis decisiones? ¿Por qué, pues, dices: «Yo ordenaré la casa y me preocuparé de todo»?
—Es usted inflexible. En tal caso, quiero pedirle un favor: con permiso de Larisa Fiódorovna, quisiera hablar con usted a ser posible a solas.
—De acuerdo. Si le parece bien, vayamos a la cocina. ¿Te parece bien Larusha?
—Striélnikov ha sido detenido y condenado a muerte. La sentencia se ha ejecutado ya.
—¡Qué horror! ¿Es posible?
—Así lo oí decir y estoy seguro de ello.
—No se lo diga a Lara. Se volvería loca.
—Claro que no se lo diré. Por eso he querido hablarle a solas. Después de este fusilamiento, ella y su hija corren peligro de muerte. Ayúdeme a salvarlas. ¿Se va usted a negar ahora a acompañarnos?
—Ya se lo he dicho.
—Pero sin usted, ella no se marchará. Ya no sé qué hacer. Bueno, le pediré a usted que me ayude de otra manera. Aparente que está dispuesto a ceder, finja que se ha dejado convencer esta vez. No puedo imaginarme su separación. Ni aquí, en este lugar, ni en la estación, en Yuriatin, si efectivamente nos acompaña. Hay que hacer las cosas de manera que ella crea que se va con usted. Si no ahora, con nosotros, al menos en una segunda ocasión, cuando le dé una nueva posibilidad, pero deberá prometerme que la aprovechará. En esta ocasión usted habrá de ser capaz hasta de jurar en falso. Pero, por mi parte, no le hago esta promesa en vano. Le doy mi palabra de honor de que apenas me manifieste usted su deseo, le proporcionaré el medio de salir de aquí en cualquier circunstancia y de llevarle adonde usted quiera. Larisa Fiódorovna ha de estar convencida de que usted nos acompañará. Convénzala con todo su poder de persuasión. Por ejemplo, finja que va usted a enganchar la yegua y trate de inducirnos a partir enseguida, sin esperar a que haya enganchado el trineo, diciendo que se reunirá usted con nosotros por el camino.
—Estoy trastornado con la noticia del fusilamiento de Pável Pávlovich y no consigo quitármelo de la cabeza. Apenas me doy cuenta de lo que usted me dice. Pero estoy de acuerdo con usted. Después de la ejecución de Striélnikov, según la lógica de hoy, las vidas de Larisa Fiódorovna y de Katia están en peligro. Bien es verdad que uno de nosotros se verá privado de la libertad y, en consecuencia, de una forma u otra, nos veremos separados. Entonces, la verdad, será mejor que sea usted quien se separe y se las lleve consigo lejos de aquí, y las ponga a salvo. Ahora, mientras le digo esto, las cosas ya han tomado el cariz que usted deseaba. Probablemente no me resistiré y, dominando mi orgullo y mi amor propio, me arrastraré a sus pies para obtener de sus manos a Lara, la vida y la manera de poder reunirme, cruzando el mar, con los míos. Pero déjeme orientarme en todo esto. La noticia que me ha dado me ha aturdido, el sufrimiento me anula la posibilidad de pensar y de razonar. Tal vez, aceptando sus proposiciones, cometa un error fatal, irremediable, que tenga que lamentar durante toda mi vida. Pero, en la ofuscación del dolor que me quita las fuerzas, lo único que puedo hacer es seguirle maquinalmente y ponerme ciegamente en sus manos, sin voluntad. Y así, por su bien, le anunciaré que voy a enganchar el trineo y que le alcanzaré al poco rato. Ahora un detalle: ¿cómo se las arreglará para partir, ahora que se está haciendo de noche? El camino pasa por el bosque. Hay lobos. Debe estar prevenido.
—Lo sé. Llevo un fusil y un revólver. No se preocupe. A propósito, he traído un poco de alcohol, para combatir el frío. Tengo una buena provisión. Puedo compartirla con usted ¿quiere?
«¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? Se la he dado, he renunciado a ella, he cedido. Correr tras ella, alcanzarla, hacerla volver. ¡Lara! ¡Lara!
»No me oyen. El viento sopla en otra dirección, y acaso estén hablando en voz alta. Ella tiene motivos para estar contenta y tranquila. Se ha dejado engañar y no lo sospecha.
»Me imagino sus pensamientos. Cree que todo marcha bien, a medida de sus deseos. Su Yúrochka, soñador empecinado, se convenció finalmente, gracias a Dios, partirá con ella hacia un lugar seguro, donde haya gente más razonable, bajo la protección de la legalidad y el orden. Y si incluso luego, para defender su punto de vista y demostrar que tiene carácter, le da por poner obstáculos y no tomar el mismo tren que ellos, Víktor Ippolítovich le enviará otro y no tardará en reunirse con nosotras.
»Ahora estará ya en el establo. Le temblarán las manos por la agitación y la prisa, que se le volverán torpes y no le obedecerán, enganchará el trineo y se lanzará como un loco tras nosotras y acaso nos alcance antes de que lleguemos al bosque.
»Eso es lo que probablemente estará pensando. Y ni siquiera se han despedido. Yuri Andriéevich les ha hecho sólo un ademán con la mano y se ha vuelto porque tenía un nudo en la garganta, como si algo se le hubiese atravesado.»
Se quedó en el umbral, con la pelliza echada sobre un hombro. Con la mano libre apretaba con toda su fuerza la frágil columnita de la jamba, como si quisiera estrangularla. Toda su alma estaba en un lejano punto del espacio donde se veía un trozo del camino que se encaramaba por el montículo que surgía a los ojos en medio de algunos abedules solitarios. Caía allí la luz del sol bajo, próximo al crepúsculo. Allí, en aquella franja de luz, aparecería de un momento a otro el trineo lanzado al galope del caballo, saliendo del pequeño y poco profundo valle en el que había desaparecido.
«Adiós, adiós —repetía el doctor, en espera de ese instante, olvidado de sí, con voz átona, como si se arrancara del alma aquellas palabras que apenas se dejaban oír en el aire helado—. Adiós, adiós, único amor mío, perdido para siempre.»
«¡Ahí están, ahí están!», murmuró con ansia febril y los labios exangües, cuando el trineo remontó el montículo como una flecha, dejando atrás uno tras otro los abedules. Luego comenzó a moderar la marcha y, ¡oh, felicidad!, se detuvo junto al último abedul.
Su corazón latió apresuradamente, las piernas le temblaron y sintió que la emoción lo dejaba inerte, muelle como la pelliza que resbaló de su hombro.
«¡Oh, Dios mío! ¿Acaso has decidido restituírmela? ¿Qué habrá sucedido? ¿Qué sucede en esta lejana franja iluminada? ¿Por qué se han detenido? No. Se acabó todo. Se ponen en marcha. Se van. Habrá sido ella, que ha querido detenerse un momento para mirar una vez más la casa, para decirle adiós con la mirada. O acaso ha querido cerciorarse de que yo, su Yura, estoy en camino, que me he lanzado tras ellos. Se han ido. Se han ido.
»Si llegan a tiempo, si el sol no se pone antes (en la oscuridad no podría descubrirlos), los veré otra vez, la última, al otro lado de la torrentera, en la llanura, donde hace dos noches estaban los lobos.»
También llegó y pasó aquel instante. Un sol sombrío y purpúreo estaba detenido ahora en la línea azul turquí de los montones de nieve y esta absorbía ávidamente aquella dulzura de ananaes que la colmaba. Así aparecieron, volaron por el camino y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
«Adiós, Lara, hasta que nos veamos en el más allá, amor mío, adiós, eterna alegría mía, infinita, inextinguible —ya había desaparecido—. No te veré más, nunca más, nunca más en la vida, no te veré nunca más.»
Oscurecía. Las manchas de color bronce y púrpura del crepúsculo se decoloraban y apagaban súbitamente. La cenicienta transparencia del aire penetraba rápidamente el tono violeta del crepúsculo, que velozmente se iba ensombreciendo. En el vapor gris se fundían las sutiles líneas de los abedules del camino, caligráficas, como una puntilla suavemente dibujada en el cielo color lila y rosado, que de pronto pareció haberse fundido con el de la tierra.
El dolor hizo más aguda su sensibilidad y le hacía percibir las cosas con una intensidad mayor. Lo que le rodeaba, incluso el aire, adquiría un carácter de rara excepción. El viento invernal, casi como un testigo compasivo, trascendía una infinita solidaridad. Era como si hasta ese momento jamás se hubiese presentado la noche de aquella manera, para consolar a un hombre que se había quedado huérfano y se hallaba sumido en la soledad, como si los bosques que lo rodeaban, sobre los oteros, no constituyeran sólo un límite del paisaje, cerrando el último horizonte, sino que se hubiesen colocado así, surgidos de la tierra, para participar de su sufrimiento.
Se sustrajo a esa tangible belleza de la hora, como se hubiera apartado de un grupo de personas cuya piedad le importunara, a punto casi de murmurar a los rayos del ocaso que todavía lo rozaban:
—Gracias, tenía que ser.
Continuaba de pie en el umbral, mirando la puerta cerrada y volviendo la espalda al mundo.
«Se ha puesto mi sol radiante», repetía, y algo en su interior se lo confirmaba. Pero no tenía fuerzas para pronunciar en alta voz estas palabras, sin que las entrecortaran febriles sollozos.
Entró en la casa. Un doble monólogo comenzó entonces en su interior. El primero, seco y que pretendía ser práctico, dirigíase a sí mismo, y el segundo transcurría como un río sin riberas y se dirigía a Lara. Pensaba:
«Y ahora a Moscú. Lo primero que hay que hacer es sobrevivir. No abandonarme al insomnio. No acostarme. Trabajar por la noche. Trabajar por la noche hasta el atontamiento, hasta que me rinda el cansancio. Y otra cosa: encender inmediatamente la estufa en la alcoba para no helarme.»
Pero también pensaba algo muy distinto:
«Mi gracia inolvidable, mientras te recuerden mis abrazos, mientras te sienta todavía apoyada en mi hombro y en mis labios, estaré contigo. Lloraré mis lágrimas en algo que sea digno de ti, algo que quede, celebrando tu recuerdo en una composición que sea toda ternura, tan triste que oprima el corazón. Y me quedaré aquí hasta que no haya encontrado la paz. Luego me iré solo. Verás cómo voy a representarte. Voy a llevar tus rasgos sobre el papel, del mismo modo que después de una terrible tempestad que ha sacudido el mar hasta sus entrañas, quedan sobre la arena las huellas de la ola más poderosa, la que sobrepasó a todas en su afán de lanzarse sobre la playa. Con una línea sinuosa y truncada el mar deposita su trozo de piedra pómez, de corcho, conchas y algas, cuanto de más ligero e imponderable ha podido levantar de sus profundidades. Es la línea extrema de la resaca, que se prolonga lejos, sin fin sobre la costa. Así te trajo a mí la tempestad de la vida, orgullo mío, y así te representaré.»
Cerró la puerta y se quitó la pelliza. Cuando pasó a la habitación que Lara había arreglado con tanto cuidado aquella mañana y en la cual todo se había revuelto con la repentina partida, cuando vio el lecho en desorden y los objetos esparcidos por todas partes, sobre las sillas y en el suelo, cayó como un niño de rodillas junto al lecho, se apoyó con el pecho en el borde y, hundiendo la cabeza en la almohada, prorrumpió en un llanto silencioso y amargo, como el de un chiquillo. Pero no estuvo así mucho rato. Se levantó, se enjugó apresuradamente las lágrimas y, mirando en torno suyo con una mirada estúpida y distraída, cansadamente ausente, tomó la botella dejada por Komarovski, la destapó, llenó medio vaso, añadió agua y nieve y con un placer casi semejante a la desesperación de poco antes, comenzó a beber a lentos sorbos.
Le estaba sucediendo algo extraño. Yuri Andriéevich se volvía lentamente loco. Jamás había llevado una vida tan anormal. Tenía descuidada la casa, había dejado de preocuparse de sí, convertía la noche en día y perdía la noción del tiempo transcurrido después de la partida de Lara.
Bebía y escribía cosas dedicadas a ella, pero la mujer de sus versos y de sus apuntes, a medida que los revisaba y corregía, se alejaba cada vez más de su verdadera imagen de un principio, de la verdadera madre de Kátienka, ida con su hijita.
Hacía esas modificaciones partiendo de una necesidad de precisión y vigor expresivo, pero también para obedecer a una exigencia interior que no le permitía poner demasiado en evidencia lo que personalmente había experimentado, lo que había sucedido, sin nada inventado, para no herir ni rozar directamente a los protagonistas de los acontecimientos. Así todo lo que en él era todavía herida viva y quemante mezclábase con la poesía y, en lugar de ese sufrimiento que sangraba y dolía, surgía ahora una tímida serenidad, que resaltaba el caso particular y universal, del que todos pueden participar.
No se había fijado de antemano esa intención. Esa serenidad venía de por sí como un consuelo ofrecido por aquella que se hallaba en camino, como su despedida desde lejos, como una aparición en sueños o el contacto de su mano sobre su frente. Amaba esa huella luminosa sobre sus versos. Así, llorando por Lara, prescindió completamente de los esbozos anteriores, sobre los más variados temas, sobre la naturaleza y la vida de cada día. Como también le había sucedido antes, mientras trabajaba, lo asaltaba un sinfín de pensamientos sobre la existencia individual y la sociedad.
Una vez más se dio cuenta de que no sabía concebir la historia, lo que se llamaba en general curso de la historia, y que esta se presentaba a su pensamiento como el desarrollo de la vida en el reino vegetal. En invierno, bajo la nieve, las ramas desnudas de un bosque son flacas y misérrimas como los pelos de una verruga senil. En primavera, en pocos días se transforma el bosque, se eleva hasta el cielo, y en los recovecos de su follaje es fácil perderse, puede esconderse uno. En esta transformación, el bosque se mueve con una rapidez que supera la de los animales, porque el animal no crece tan de prisa como una planta. Y, sin embargo, nadie logra descubrir este movimiento del crecimiento. El bosque no se mueve, no podemos sorprenderlo en trance de movimiento. Siempre lo encontramos inmóvil. Y en esta misma inmovilidad volvemos a encontrar la vida de la sociedad, la historia, que también se mueve eternamente, eternamente muda, aunque sus transformaciones no pueden advertirse de inmediato.
Tólstoi no llevó su pensamiento hasta el final, cuando negaba las condiciones de iniciadores a Napoleón, a los estadistas y a los jefes militares. Pensaba eso precisamente, pero no lo expresó con claridad. Nadie hace la historia, la historia no se ve, como no se ve crecer la hierba. La guerra, la revolución, el rey, Robespierre, son sus estimulantes orgánicos, su levadura. La revolución la hacen los hombres activos, fanáticos sectarios, genios de la autolimitación. En pocas horas o en pocos días trastornan el viejo orden. Estas alteraciones duran semanas, o algunos años. Luego, durante decenios, durante siglos, los hombres veneran como una reliquia el espíritu de limitación que ha conducido a este trastorno.
Llorando por Lara, lloraba también por el lejano verano en Meliuziéev, cuando la revolución era un dios que había descendido a la tierra, el dios de aquel verano, y cada uno enloquecía a su modo, y la vida de cada uno se desarrollaba libremente, no como una ilustración en apoyo de la política suprema.
Escribiendo así sobre toda clase de cosas, comprobó y anotó una vez más que el arte está siempre al servicio de la belleza y que la belleza es la felicidad de dominar la forma. La forma es el presupuesto orgánico de la existencia. Todo lo que está vivo debe, para existir, tener forma, y por esto el arte, incluso el arte trágico, es el relato de la felicidad de existir. Tales reflexiones y anotaciones le producían también felicidad, una felicidad tan trágica y tan llena de lágrimas, que a consecuencia de ello la cabeza se le cansaba y le dolía.
Un día le visitó Anfim Yefímovich. Le llevó vodka y le habló de la llegada de Antípova con su hija y Komarovski. Anfim Yefímovich había venido por la vía férrea en una vagoneta de motor. Le censuró haber descuidado a la yegua y se la llevó a pesar de que Yuri Andriéevich le rogó que tuviera paciencia tres o cuatro días. En compensación él le prometió que volvería pronto y que lo sacaría definitivamente de Varykino.
A veces, después de haber escrito y trabajado mucho, Yuri Andriéevich recordaba de pronto a Lara en toda su magnífica presencia y se torturaba en la opresiva ternura de la lejanía.
Igual que una vez en su infancia, en medio del esplendor de la naturaleza estival, en el canto de los pájaros, le había parecido oír la voz de su madre muerta, así ahora, su oído acostumbrado a Lara, recuerdo de la voz de ella, lo engañaba a veces. «Yúrochka», le parecía oír entonces en la habitación de al lado, en una alucinación del oído.
En aquellos días creyó ser víctima de otra alucinación. Hacia el final de la semana, por la noche, se despertó de pronto a causa de un sueño absurdo, en el que había visto bajo la casa la guarida de un dragón. Abrió los ojos. En aquel momento el fondo de la torrentera se inundó de luz y resonó con el fragor de un tiro. Lo extraño fue que inmediatamente después se durmió y que al día siguiente se convenció de que todo había sido un sueño.
Algo ocurrió más tarde, durante uno de esos días. Había prestado oído por fin a la voz de la razón, y se dijo que si quería dejarse morir a toda costa, podría encontrar un medio más eficaz y menos doloroso. Se propuso partir inmediatamente, apenas Anfim Yefímovich hubiese ido a buscarlo.
Antes del ocaso, cuando todavía había luz, oyó un rumor de pasos sobre la nieve. Alguien se dirigía tranquilamente hacia la casa, con paso decidido y seguro.
¿Quién podría ser? Anfim Yefímovich hubiese venido a caballo y nadie más tenía por qué ir a la desierta Varykino.
«Me buscan —pensó—, me reclaman en la ciudad para detenerme. Pero ¿cómo me llevarán? Además, si fuera así, tendrían que ser dos. No, es Mikulitsyn, Avierki Stepánovich», concluyó tranquilizado, creyendo reconocer los pasos.
El desconocido permaneció durante un momento ante la puerta con el candado roto, sin encontrar la cerradura que evidentemente esperaba hallar. Luego procedió con paso seguro, con movimientos habituales y abrió el portal y volvió a cerrarlo tras de sí.
Llegó así a la habitación donde Yuri Andriéevich estaba sentado en la mesa del escritorio, dando la espalda a la puerta de entrada. Antes de que él se levantara de la silla y se volviera hacia la puerta para recibir al desconocido, este se hallaba ya en el umbral, donde se detuvo, de una pieza.
—¿Qué desea? —le preguntó el doctor mecánicamente, y no le sorprendió no recibir respuesta alguna.
El desconocido era un hombre vigoroso, de buena presencia y bello rostro, vestido con una chaqueta corta y pantalones de piel, calientes botas de piel de cabra y la escopeta a la bandolera. Sólo el instante de su aparición fue para el doctor una verdadera sorpresa, no su llegada. Lo que había descubierto en casa y otros indicios lo prepararon para este encuentro. Evidentemente se trataba del hombre a quien pertenecían las provisiones que había en la casa. Le pareció que lo conocía, que ya lo había visto otra vez. Probablemente también el visitante sabía que la casa no estaba vacía, ya que no se sorprendió demasiado de verlo. Acaso supiera también que lo encontraría y acaso lo conocía.
«¿Quién es? ¿Quién es? —preguntaba Yuri Andriéevich a su memoria—. Dios mío, ¿dónde lo he visto? ¿Será posible? Aquella cálida mañana de mayo de un año inolvidable. La estación de Razvilie. El vagón del comisario, que nada bueno prometía. Ideas claras, razonamientos precisos, rigor de principios, convicción sobre las propias ideas, lo justo, lo justo, lo justo: Striélnikov.»
Hacía ya mucho rato que estaban hablando, muchas horas, como sólo hablan los hombres en Rusia, y sobre todo los hombres poseídos por el terror y la angustia, agitados y frenéticos, como todos estaban entonces. Oscurecía. Casi ya era de noche.
Además de la febril locuacidad común a todos, Striélnikov hablaba sin tregua por una razón propia.
No conseguía decir todo lo que quería y desesperadamente se agarraba a la conversación, para huir de la soledad. ¿Acaso temía los remordimientos de la conciencia o lo perseguían tristes recuerdos, o lo atormentaba ese descontento de uno mismo en virtud del cual un hombre está dispuesto a morir para escapar de la vergüenza y el odio hacia sí mismo? ¿Había tomado acaso una desesperada e irrevocable decisión con la que no quería enfrentarse y, en la medida de lo posible, demoraba su ejecución, charlando con el doctor y permaneciendo a su lado?
Era evidente que Striélnikov ocultaba algún pensamiento que lo asaltaba secretamente, y no hacía otra cosa que entregarse a las más generosas efusiones.
Era la enfermedad del siglo, la fiebre revolucionaria de la época. En sus propios pensamientos, los hombres eran distintos con respecto a sus palabras y manifestaciones exteriores; cada uno tenía manchada la conciencia y podía, con razón, considerarse culpable de todo, sentirse un ignorado malhechor, un bandido enmascarado. Con el mínimo pretexto, su imaginación se encarnizaba con ellos mismos y su desencadenamiento no conocía límites. Los hombres fantaseaban, se atribuían culpas, no sólo bajo la presión del terror, sino a causa de un morboso deseo de destruirse a sí mismos, en un estado de trance metafísico y poseídos por esa pasión de condenarse a sí mismos que, una vez perdido el freno, no puede ya contenerse.
¡Cuántas de esas declaraciones tomadas antes de morir, escritas y de palabra, había leído y escuchado en su tiempo la alta personalidad militar y acaso también juez de guerra que era Striélnikov! Ahora era él quien estaba poseído por semejante furor de autodenuncia: se examinaba a sí mismo, sacaba conclusiones de todo, todo lo veía a través de una deformación violenta, monstruosa y delirante.
Contaba con desorden, saltando de una confesión a otra.
—Era junto a Chitá. ¿Verdad que le han sorprendido a usted todas las cosas curiosas de que llené los armarios y cajones de la casa? Pertenecían a las requisas militares que efectuamos cuando el Ejército Rojo ocupó Siberia Oriental. Naturalmente, no acarreé con todo eso yo solo. La vida me ha mimado siempre poniendo a mi lado hombres fieles y devotos. Estas velas, estos fósforos, el café, el té, los objetos de escritorio y todo lo demás, proviene en parte de los depósitos militares de las chekas, y en parte son japoneses e ingleses. Sorprendente, ¿verdad? «¿Verdad?» era la expresión favorita de mi mujer, cosa que ya habrá observado sin duda. No sabía si decírselo o no, pero ahora se lo confieso: vine a verla a ella y a la niña. Demasiado tarde me dijeron que estaban aquí, y no he llegado a tiempo. Cuando, por rumores y denuncias, tuve conocimiento de su intimidad con ella y cuando me nombraron al «doctor Zhivago» por primera vez, me pregunté cómo pude, entre mil caras que en estos años pasaron fugazmente ante mí, recordar precisamente al doctor con este apellido que fue llevado una vez a mi presencia para un interrogatorio.
—¿Lamenta no haberme fusilado?
Striélnikov no respondió. Quizá ni pensó que su monólogo había sido interrumpido. Continuó absorto, sumido en sus pensamientos:
—Evidentemente he estado celoso de usted y lo estoy todavía. ¿Podía ser de otro modo? Hace algunos meses que me escondo en estos lugares, desde que fueron descubiertos mis refugios más lejanos, en Oriente. A causa de una falsa acusación tenía que comparecer ante el tribunal militar. Era fácil prever el resultado. Por lo que sabía, ninguna acusación pesaba sobre mí. Tuve la esperanza de poder justificarme y defender mi honor, en otras circunstancias. Decidí, pues, desaparecer algún tiempo, antes de que me detuvieran, esconderme, vagabundear, hacer vida de ermitaño. Y acaso al final me hubiese salvado. Pero me traicionó un joven aventurero que se había ganado mi confianza.
»En pleno invierno atravesé Siberia dirigiéndome hacia Occidente, escondiéndome y pasando hambre. Me excavaba una madriguera en los montes de nieve, pernoctaba en los trenes que la nieve había sepultado, inmovilizados en una interminable cadena a lo largo de la vía transiberiana.
»En mis vagabundeos encontré un muchacho, también fugitivo, que me dijo que se había salvado de un fusilamiento en masa, del que quedó vivo por casualidad. Me contó que se había deslizado del montón de cadáveres y que pudo curar sus heridas, que comenzó a vagabundear y, como yo, se refugiaba en toda clase de cubiles y madrigueras. Eso, por lo menos, fue lo que me dijo. Un pequeño delincuente, corrompido, primitivo, alumno de la escuela real, que había repetido el curso y de la que había sido expulsado por inepto.
Cuantos más datos le daba Striélnikov tanto más el doctor identificaba al muchacho.
—¿Se llamaba Terienti de nombre y Galuzin de apellido?
—Sí.
—Entonces, todo lo que contó de los partisanos y del fusilamiento es verdad. No inventó nada.
—Tenía solamente una buena cualidad: adoraba a su madre hasta la locura. El padre había sido muerto junto con otros rehenes. Él sabía que su madre estaba en la cárcel y que iba a compartir la suerte de su marido. Entonces decidió hacer cualquier cosa por salvarla. En la cheka del distrito, en la que se presentó reconociendo sus propias culpas y ofreciendo sus servicios, consintieron en perdonarle a condición de que entregase a una persona importante. Por eso descubrió mi escondite. Sin embargo, conseguí prevenirme de su traición y desaparecer a tiempo. A costa de sobrehumanos esfuerzos, después de mil aventuras, recorrí toda Siberia y llegué hasta aquí, donde todo el mundo sabe quién soy y donde menos que en ninguna parte nadie se atrevería ni a imaginar que he vuelto, porque nadie podría creer que me atreviese a tanto. Efectivamente, seguían buscándome por Chitá, mientras yo me escondía ya en esta casita o en cualquier refugio de los alrededores. Pero ahora se acabó todo: también aquí me han descubierto. Escuche. Ya casi es de noche. Se acerca la hora que detesto, porque ya hace mucho tiempo que no puedo dormir. Ya debe usted conocer ese tormento. Si no ha consumado todavía toda mi provisión de velas (magníficas, de estearina, ¿verdad?), hablemos un poco. Hablemos mientras resista, con toda comodidad, con toda la noche por delante, con las velas encendidas.
—Las velas están intactas. No he abierto ni un solo paquete. Utilicé el petróleo que encontré por aquí.
—¿Tiene pan?
—No.
—¿De qué se alimenta, entonces? Pero ¡qué estúpida pregunta! De patatas.
—Sí. Aquí tiene las que quiera. Los dueños de esta casa eran gentes expertas y ahorradoras. Sabían cómo enterrarlas. Todas están muy bien conservadas en el sótano. Ni se han podrido ni se helaron.
De pronto Striélnikov comenzó a hablar de la revolución.
—Nada de esto es para usted. No podría comprenderlo. Usted se ha educado en otro mundo. El mío era el mundo de la periferia, el mundo del ferrocarril, de las barriadas obreras. Suciedad, falta de espacio, miseria, el desprecio para los trabajadores, las mujeres ultrajadas. Era la desgarradora y provocativa insolencia de la corrupción, de los hijos de papá, de los estudiantes bien vestidos y también de los comerciantes. Con una burla, con una irritación despreciativa, respondían a las lágrimas y a las lamentaciones de los despojados, de los ofendidos, de las mujeres seducidas. La beatífica serenidad de los parásitos, que se distinguían solamente por no haberse preocupado nunca por nada, por no haber buscado nada jamás y no haber dado ni dejado nada al mundo. Y nosotros, en cambio, tomábamos la vida como una campaña militar y removíamos las montañas para aquellos a quienes amábamos. Y si no conseguimos otra cosa que hacerles sufrir, no tocábamos ni uno solo de sus cabellos, porque nuestro sufrimiento era todavía mayor que el suyo. Pero antes de seguir adelante considero mi deber decirle esto: debe marcharse inmediatamente de aquí, si en algo estima su vida. En torno a mí se va estrechando la red, y acabe todo como acabe, a usted lo mezclarán también con esto, aunque sólo sea por haber hablado conmigo. Además hay muchos lobos por aquí. El otro día tuve que disparar contra ellos.
—¡Ah! ¿Fue usted quien disparó?
—Sí. Me oyó, ¿verdad? Me dirigía a otro refugio, pero antes de llegar a él, advertí por varios indicios que le habían prendido fuego y que probablemente estaban muertos aquellos que debían hospedarme. No me quedaré aquí mucho tiempo. Solamente quiero pasar la noche, y mañana por la mañana me iré. Así, con su permiso continúo.
»¿Cree usted que las calles Tvierskaia y Iámskaia[91] y los vagos de pantalón ceñido que se paseaban por ellas con muchachas con los más absurdos peinados existían solamente en Moscú, solamente en Rusia? No, la calle de la tarde, la crepuscular calle del siglo, las aceras, los caballos de raza podía usted encontrarlos por todas partes. Pero algo caracterizaba esa época y daba a todo el siglo diecinueve una categoría histórica: el nacimiento del pensamiento socialista. Estallaban las revoluciones y muchachos llenos de abnegación se subían a las barricadas. Los escritores trataban por todos los medios de censurar el bestial apetito de dinero y elevar y defender la dignidad humana de los pobres. Y llegó el marxismo, que vio dónde se hallaba la raíz del mal y dónde estaba el medio de curarlo, y se convirtió en la fuerza motriz del siglo. Eso constituyó la época de las calles Tvierskaia y Iámskaia, la suciedad y el fulgor de santidad, la corrupción y las barriadas obreras, las proclamas y las barricadas.
»¡Qué hermosa estaba ella entonces en el colegio! No puede usted imaginárselo. A menudo iba a ver a una compañera suya de clase a la casa de los empleados del ferrocarril de Brest. Así se llamaba en aquel tiempo ese ferrocarril, antes de que le dieran luego diversos nombres. Mi padre, que ahora es miembro del tribunal de Yuriatin, trabajaba como obrero cerca de la estación. También yo iba a aquella casa y la veía. Era una chiquilla, una niña, pero en su rostro, en sus ojos se leía ya una ansiedad, la inquietud del siglo. Todo el sentido de la época, sus lágrimas y sus ofensas, sus impulsos, su sed de venganza acumulada por el tiempo y su orgullo estaban escritos en su rostro y en su actitud, en esa mezcla suya de timidez pueril y de gracia temeraria. La acusación del mundo podía hacerse en nombre de ella, con sus labios. Créame, no estoy diciendo tonterías. Es una especie de predestinación, una señal que una persona puede tener, que posee por naturaleza, que tiene casi ese derecho.
—Habla usted con una gran exactitud. También yo la vi entonces, precisamente como usted me la ha descrito. La alumna del colegio se identificaba en ella con la detentadora de un secreto de persona adulta. Su sombra se dibujaba en la pared, vigilante y desamparada, siempre a la defensiva. Así la vi yo, así la recuerdo. Y usted ha expresado esto de una manera extraordinaria.
—¿La vio y la recuerda? Pero ¿qué hizo usted por ella?
—Esa es otra cuestión.
—Así es que, como verá, todo este siglo diecinueve con sus revoluciones en París, con sus distintas generaciones de emigrados rusos, comenzando desde Herzen, con proyectos de regicidios, algunos no llevados a cabo, otros puestos en ejecución, todo el movimiento obrero del mundo, todo el marxismo en los parlamentos y universidades de Europa, todo el nuevo sistema de ideas, la novedad y la rapidez de las deducciones, la ironía, toda la consiguiente impiedad elaborada en nombre de la piedad, todo esto lo absorbió en sí Lenin y lo expresó por todos. Como la personificación de la venganza se lanzó contra el viejo sistema. Junto a él se levantó el alma inmensa de Rusia, que de pronto, a los ojos de todo el mundo, se encendió como una lámpara votiva por toda la miseria y los sufrimientos de la humanidad. Pero ¿por qué estoy diciendo esto? Para usted son sólo palabras inútiles. Por esa muchacha yo fui a la universidad, por ella me hice profesor y ocupé un cargo en Yuriatin, un lugar que no conocía.
Devoré montañas de libros y adquirí una infinidad de conocimientos, todo para serle útil a ella, para estar preparado si ella tenía necesidad de mi ayuda. Fui a la guerra para conquistarla de nuevo, después de tres años de matrimonio, y luego, después de la guerra, al volver de mis prisiones, aproveché la circunstancia de que me creían muerto y, con un nombre falso, intervine en la revolución para hacer pagar todo lo que ella había sufrido, para cancelar toda huella de sus tristes recuerdos, para que ya no fuera posible volver al pasado, para que ya no existiesen calles como la Tvierskaia y la Iámskaia. Y ellas, ella y mi hija, estaban cerca, ¡estaban aquí! ¡Qué sobrehumano esfuerzo me costó sofocar el deseo de precipitarme a ellas y verlas! Pero antes debía llevar a término la empresa de mi vida. ¡Qué no daría yo por poder verlas aunque sólo fuera una vez! Cuando ella entraba en una habitación parecía que esta se llenaba de aire y de luz.
—Sé cuánto la quiere usted. Pero, excúseme, ¿tiene usted una idea de lo que ella sentía por usted?
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Digo si puede imaginarse hasta qué punto ella le quiere, le quiere más que a nada en el mundo.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella me lo dijo.
—¿Ella? ¿A usted?
—Sí.
—Discúlpeme. Quiero pedirle algo que puede usted no concederme, pero, si le está permitido dentro de los límites de la discreción, si puede usted hacerlo, repítame, se lo ruego, lo más exactamente posible, todo cuanto ella le haya dicho.
—Con mucho gusto. Le definió a usted como un hombre extraordinario, un hombre sin igual, único por su absoluta honestidad, y dijo que si en el extremo del mundo se le apareciese de nuevo la visión de su casa, se arrastraría hasta el umbral, iría de rodillas, desde cualquier sitio, incluso a los confines de la tierra.
—Discúlpeme otra vez. Si no ha de lesionar algo sagrado para usted, ¿podría recordar cuándo y en qué circunstancias le dijo todo esto?
—Estaba arreglando esta habitación. Y salió para sacudir la alfombra.
—¿Cuál? Dígame cuál de las dos.
—La más grande.
—Es demasiado pesada para ella. ¿La ayudó usted? —Sí.
—Usted sujetaría un extremo y ella, echada hacia atrás, levantaría los brazos como si estuviera en un columpio, y para evitar el polvo cerraría los ojos, y se echaría a reír, ¿verdad? ¡Qué bien conozco todos sus ademanes! Luego se acercaría doblando en dos la pesada alfombra, luego en cuatro y continuaría bromeando y divirtiéndose, ¿verdad?
Se levantaron y acercáronse cada uno a una ventana para mirar en direcciones distintas. Al cabo de un rato, Striélnikov se acercó a Yuri Andriéevich, le cogió las manos, se las llevó al pecho, y volvió a hablar con la misma excitación:
—Perdóneme, comprendo que estoy tocando algo muy querido e íntimo. Pero, si usted me lo permite, le interrogaré aún. No se vaya. No me deje solo. Pronto me iré. Piense que son seis años, seis años que llevo ejerciendo una inimaginable violencia sobre mí mismo. Pero me parece que no toda la libertad ha sido conquistada todavía. Pensaba: primero la conquistaré y luego perteneceré íntegramente a ella, seré libre. Y, en cambio, todos mis proyectos se han desbaratado. Mañana me detendrán. Usted la quiere y le es querido. Acaso vuelva a verla un día. Pero no, ¿qué estoy pidiéndole? Es una locura. Me detendrán y no me darán ni tiempo para justificarme. Se precipitarán sobre mí, me taparán la boca con aullidos e insultos. ¿Es que yo precisamente he de ignorar cómo van estas cosas?
Por último pudo dormir de verdad. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Yuri Andriéevich no se dio cuenta de que se dormía. Se durmió apenas se hubo acostado. Striélnikov se quedó para pasar la noche, y Yuri Andriéevich lo instaló en la habitación contigua.
En los breves instantes en que se despertaba para volverse de lado o para echarse por encima la sábana que resbalaba, sentía la fuerza saludable de un sueño reparador y con placer volvía a dormirse. En la última parte de la noche empezó a tener pequeños sueños, que rápidamente se alternaban y lo llevaban a los tiempos de su infancia, sueños lúcidos y ricos en detalles, que podían confundirse con la realidad.
Así, por ejemplo, una acuarela de su madre que, en sueños, había colgado en la pared y representaba un paisaje italiano, de pronto se rompió y cayó al suelo y lo despertó con el ruido de un cristal roto. Abrió los ojos. No, debía de ser otra cosa. Acaso Antípov, el marido de Lara, Pável Pávlovich, llamado Striélnikov, tal como contaba Vakj, asustaba a los lobos de Shutma. Pero no, ¡qué absurdo! El cuadro, precisamente, había caído de la pared. Estaba allí hecho pedazos, sobre el suelo, se dijo, ya poseído de nuevo por el sueño que prolongaba.
Se despertó con dolor de cabeza, porque había dormido demasiado. No se dio cuenta de quién era ni dónde se encontraba.
Luego recordó:
«Striélnikov ha pasado la noche aquí conmigo. Es tarde. Tengo que vestirme. Probablemente se habrá levantado ya y, si no lo ha hecho, le despertaré. Prepararé café y tomaremos café.»
—¡Pável Pávlovich!
No tuvo respuesta.
«Todavía está durmiendo. Tiene el sueño pesado.»
Sin apresurarse se vistió y pasó luego a la habitación contigua. Sobre la mesa estaba la gorra militar de Striélnikov, pero él había desaparecido.
«Habrá salido a dar un paseo —pensó—, y sin nada en la cabeza. Es un hombre fuerte. Pero hoy debía despedirse de Varykino y partir. Es tarde. Dormí demasiado. Cada mañana me sucede lo mismo.»
Encendió el fuego de la cocina, cogió el cubo y fue al pozo en busca de agua. A pocos pasos del pozo, atravesado en el vial, con la cabeza hundida en un montón de nieve, yacía Pável Pávlovich. Bajo su sien izquierda la nieve, empapada en sangre, formaba un grueso grumo rojo. Minúsculas gotas que habían saltado en todas direcciones formaban sobre la nieve pequeñas bolas rojas, como las heladas bayas del serbal.