La Bolshaia Kupiécheskaia descendía en zigzag hacia las calles Málaia Spáskaia y Novosválochny. Allí la dominaban las casas y las iglesias de la parte alta de la ciudad.
En la esquina se alzaba la casa gris oscura de las estatuas. Sobre las enormes piedras cuadrangulares de su basamento oblicuo negreaban los bandos gubernativos fijados en él recientemente. Pequeños grupos de personas leían en silencio, permaneciendo largo rato sobre la acera.
Después del deshielo, el tiempo volvió a ser seco. Pero heló de nuevo y el frío iba aumentando sensiblemente. A la hora en que, aún no hacía mucho tiempo, era ya de noche, ahora no había oscurecido todavía. Aquel intervalo libre del crepúsculo estaba lleno de luz que no cedía y duraba aún por la noche, le agitaba a uno, le llevaba muy lejos y le despertaba una sensación de pánico.
Hacía poco que los blancos se habían ido, abandonando la ciudad a los rojos. El tiroteo, el derramamiento de sangre y la angustia de la guerra había terminado ya. También eso producía una sensación de pánico, como el final del invierno y la prolongación primaveral del día.
Los bandos que, todavía a plena luz, leían los transeúntes, decían:
«Comunicado a la población: Las cartillas de trabajo para los ciudadanos acomodados pueden retirarse al precio de cincuenta rublos cada una en la estación de aprovisionamiento del soviet de Yuriatin, calle Oktiábrskaia, antigua Generalgubernátorskaia, 5, oficina número 137.
»La falta de cartilla de trabajo, así como toda irregularidad cometida en ella, será castigada con todo el rigor de los tiempos de guerra. Las instrucciones para el uso de las cartillas de trabajo se publicaron en el Boletín del Comité Ejecutivo de Yuriatin, número 86/1.013 del año en curso y pueden examinarse en el tablero de anuncios de la sección de aprovisionamiento del soviet de Yuriatin, oficina n.º 137.»
Otro bando informaba que las reservas alimenticias de la ciudad eran suficientes para cubrir todas las necesidades, pero que los burgueses las ocultaban para obstaculizar su distribución y sembrar el desorden en la organización del aprovisionamiento, y terminaba con las siguientes palabras:
«Todo aquel a quien se sorprenda reteniendo u ocultando reservas alimenticias será fusilado en el acto.»
Un tercer bando proponía las siguientes medidas:
«Con objeto de no perturbar el funcionamiento regular del aprovisionamiento, todos aquellos que no pertenezcan a la clase explotadora deberán agruparse en sindicatos de consumo. Para informaciones dirigirse a la sección de aprovisionamientos del soviet de Yuriatin, Oktiábrskaia, antigua Gueneralgubernátorskaia, 5, oficina n.º 137.»
A los militares se les hace saber:
«Quien no haya hecho entrega de las armas y las retenga sin la correspondiente autorización de nuevo modelo será perseguido con el máximo rigor de la ley. Los permisos de armas se renuevan en el Comité revolucionario de Yuriatin, Oktiábrskaia, 6, oficina n.º 63.»
Al grupo de gente que leía los bandos se acercó un hombre flaco, que hacía tiempo que no se lavaba y por eso parecía cetrino, de aspecto salvaje, con un hatillo al hombro y un bastón. En sus cabellos no se descubría aún cana alguna, pero su barba de color castaño oscuro había comenzado a encanecer. Era Yuri Andriéevich Zhivago. Su pelliza había desaparecido hacía ya mucho tiempo, quizá por el camino o cambiada por algún alimento. Llevaba prendas viejas, con las mangas demasiado cortas para él, que no lograban calentarlo.
En el hatillo no tenía más que una hogaza de pan que le fue dada en el último pueblo que atravesó antes de llegar a la ciudad, y un trozo de tocino. Había llegado a Yuriatin una hora antes, por la parte de la línea férrea, y tardó una hora en alcanzar aquella esquina, tan débil y extenuado se encontraba por el largo camino recorrido en aquellos últimos días. Deteníase con frecuencia y, haciendo un verdadero esfuerzo, esforzábase en no caer y besar las piedras de aquella ciudad que no creyó volver a ver nunca jamás y cuya vista lo enternecía como si se tratase de una criatura viva.
Mucho tiempo, durante una buena mitad de su camino, siguió la línea del ferrocarril, ya en estado de abandono y fuera de uso, sepultada toda por la nieve. Había dejado atrás convoyes enteros del ejército de los blancos, con sus vagones de pasajeros y mercancías detenidos en el camino a causa de las abundantes nevadas, la derrota de Kolchak y la falta de combustible. Aquellos trenes bloqueados en la vía férrea, inmovilizados para siempre y sepultados bajo la nieve, extendíanse como una cinta, casi ininterrumpidamente, durante muchas verstas. Servían de fortines a bandas armadas que asaltaban las carreteras, eran refugio de criminales y fugitivos políticos, los involuntarios vagabundos de aquellos tiempos, pero sobre todo de tumbas comunes para quienes morían de frío o de tifus, enfermedades que hacían estragos a lo largo de la línea y habían devastado pueblos enteros.
Los tiempos daban la razón al viejo adagio: el hombre es un lobo para el hombre. Un caminante, cuando encontraba a otro, daba siempre un rodeo, porque el caminante mataba a quien encontraba para que este no lo matase a él. Incluso hubo algún caso de canibalismo. Las leyes de la civilización humana se vinieron abajo. Se vivía según la ley de la selva. El hombre tenía los sueños prehistóricos de los trogloditas.
Las sombras solitarias que a veces se escondían en los recodos del camino, que atravesaban temerosas los senderos a lo lejos y a las que Yuri Andriéevich, siempre que podía, evitaba cuidadosamente, le parecían a menudo figuras conocidas, personas conocidas en otro tiempo. Tenía para sí que todos eran gentes del campamento de partisanos. La mayor parte de las veces se equivocaba, pero en cierta ocasión sus ojos no le engañaron. El adolescente que salió de detrás de un montón de nieve tras el que se ocultaban los restos de un coche cama internacional y que después de haber hecho sus necesidades se deslizó de nuevo a su escondite, era realmente uno de los Hermanos del Bosque. Era Terienti Galuzin, a quien se supuso muerto. Creyeron haberlo matado, pero después de haber permanecido mucho rato sin conocimiento, volvió en sí y se alejó del lugar de la ejecución, para refugiarse en los bosques. Había curado de sus heridas y ahora, con otro nombre, trataba de reunirse con los suyos en la ciudad de Krestovozdvízhensk, escondiéndose, por el camino, en los trenes sepultados por la nieve.
Tales escenas, semejantes espectáculos daban la impresión de algo trascendental, de algo que pertenecía al más allá. Parecían fragmentos de existencias desconocidas, de otros planetas, transportados por error a la tierra. Sólo la naturaleza permanecía fiel a la historia y se mostraba a los ojos tal como la han representado los artistas de la edad moderna.
Eran apacibles tardes invernales de color gris claro y rosa oscuro. En el crepúsculo luminoso se delineaban las negras copas de los abetos, como dibujadas a pluma. Bajo la trama gris de la ligera corteza de hielo, negros arroyos discurrían entre orillas formadas por blancos montones de nieve, corroídos en su base por la oscura agua corriente. Una noche semejante, de hielo, de un gris transparente, como para hacer que duela el corazón, que hacía pensar en la fronda del sauce, iba precisamente a descender sobre Yuriatin, ante la «Casa de las estatuas».
El doctor se había acercado al tablero de noticias de la Oficina central de Prensa, colocado sobre la pared de la casa, para echar una ojeada a los comunicados oficiales. Pero su mirada continuaba fija en la dirección opuesta, hacia arriba, hacia una de las ventanas del segundo piso de la casa de enfrente. Los cristales de la ventana que daba a la calle habían sido blanqueados con yeso en otro tiempo. Dentro se habían amontonado los muebles de los dueños de la casa. Aunque el hielo hubiese velado con una leve cortina de cristal la parte interior, velase ahora que los cristales estaban transparentes y que de ellos se había quitado el yeso. ¿Qué significaba este cambio? ¿Habían vuelto los dueños del inmueble? ¿O Lara había partido, lo habitaban otros inquilinos y ya todo era diferente?
La incertidumbre lo atormentaba y no conseguía dominarse. Atravesó la calle, entró en el zaguán y comenzó a subir aquellas escaleras tan conocidas y tan queridas por su corazón. ¡Cuántas veces, en el campamento del bosque, había recordado los mínimos detalles de las volutas de aquellos escalones de hierro fundido! En una determinada curva de la escalera, quien mirase a sus pies, a través de los agujeros, podía ver amontonados abajo cubos y sillas rotas. Así era todavía. Nada había cambiado, todo estaba como antes. El doctor agradeció a la escalera su fidelidad al pasado.
Antiguamente, en la puerta, hubo una campanilla. Pero se estropeó y ya no funcionaba antes de que él fuese hecho prisionero en los bosques. Quiso llamar a la puerta, pero observó que estaba cerrada con un pesado candado pasado a través de dos cáncamos fijados toscamente en el marco y la vieja puerta de madera, cuya pintura estaba llena de desconchones. Antes no habría concebido semejante barbarie. En otros tiempos se ponían cerraduras a las puertas, y si se estropeaban, siempre se hallaba algún cerrajero que las arreglase. Este insignificante detalle era ya un índice de la situación general, cada vez más grave.
Estaba seguro de que Lara y Kátienka no estaban en la casa. Acaso ni siquiera en la ciudad, tal vez ni en el mundo. Estaba preparado por las más terribles desilusiones. Sólo por escrúpulo decidió mirar en el agujero al que él y Kátienka tenían tanto miedo. Con el pie dio un golpe a la pared para que si metía la mano en el agujero no encontrase ninguna rata. No tenía ninguna esperanza de encontrar nada en el lugar convenido. El agujero estaba tapado con un ladrillo. Lo quitó y metió la mano en la cavidad. ¡Oh, milagro! Estaba la llave y una carta más bien larga escrita en una hoja grande de papel. Acercóse a la ventana del entresuelo. Y milagro todavía más grande, más increíble: la carta estaba dirigida a él. Leyó rápidamente:
«¡Señor! ¡Qué felicidad! Dicen que estás vivo y has vuelto. Te han visto por los alrededores y han corrido a decírmelo. Imagino que irás inmediatamente a Varykino y hacia allí voy a buscarte con Kátienka. De todos modos, la llave sigue en el mismo sitio. Espera mi regreso y no te muevas. Todavía no lo sabes, pero vivo en la parte delantera de la casa, en las habitaciones que dan a la calle. Todo lo demás lo habrás comprendido enseguida. En casa hay demasiado espacio vacío, y he tenido que vender una parte de los muebles de los dueños. Te dejo algo para comer, patatas hervidas. Pon la plancha o alguna cosa pesada sobre la tapadera, como he hecho yo, para que no puedan entrar las ratas. Estoy loca de alegría.»
Aquí terminaba la primera cara de la carta. Él no se dio cuenta de que estaba también escrita por la otra cara. Se la llevó a los labios, abierta sobre la mano, luego, sin mirarla, la dobló y se la metió en el bolsillo junto con la llave. Un dolor terrible, lacerante, mezclábase con su loca alegría. Si ella se había ido a Varykino, así, sin más, sin ningún disimulo, significaba que su familia ya no estaba allí. Además de la ansiedad que le causaba este detalle, ya de suyo experimentaba una tristeza y una angustia intolerables. Algo debía de haber ocurrido para que Lara no hablase de ellos, ni dijera dónde estaban, como si ya no existieran.
Pero no había tiempo para reflexiones. En la calle comenzaba a oscurecer. Tenía que hacer muchas cosas antes de que se hiciera de noche. Y una de las no menos importantes era conocer los bandos fijados en las calles. No eran tiempos para bromear. Por una simple ignorancia se podía pagar con la vida la transgresión de alguna orden. Y, sin abrir la puerta de la casa, sin quitarse el hatillo del hombro, salió a la calle y se acercó a la pared cubierta en una gran extensión por carteles de toda clase.
Eran artículos de periódico, resúmenes de discursos y decretos. Recorrió rápidamente sus titulares. «Sobre las órdenes de requisa y tasación dictadas contra las clases propietarias. Sobre el control obrero. Sobre los comités de fábrica y oficina». Eran las disposiciones dictadas por las nuevas fuerzas que señoreaban la ciudad, sustituyendo las precedentes. Las nuevas autoridades recordaban a los ciudadanos la solidez del régimen, que acaso habrían olvidado sus habitantes bajo la fugaz administración blanca. Pero Yuri Andriéevich se sintió mareado ante aquellas prolijas y monótonas repeticiones. ¿A qué época se remontaban aquellas órdenes? ¿A los tiempos de las primeras algaradas o a periodos sucesivos, después de las numerosas revueltas blancas dominadas entre tanto? ¿Qué escritos eran aquellos? ¿Del año anterior? ¿De dos años antes? Una vez en su vida aquel lenguaje incontrovertible y aquella clara línea de pensamiento lo entusiasmaron. ¿Era posible que tuviese que pagar ahora su incauto entusiasmo renunciando a no oír más que aquellos gritos de loco y aquellas exigencias inmutables, que no cambiaban con el curso de los años, sino que, al contrario, con el transcurso del tiempo se hacían cada vez menos vitales, más incomprensibles y abstractas? ¿Era posible que un momento de apasionada generosidad lo hubiera esclavizado para siempre?
Un fragmento de información se le quedó grabado en los ojos y leyó:
«Las noticias a propósito del hambre demuestran la increíble pasividad de las organizaciones locales. Los casos de abuso son evidentes; las especulaciones, monstruosas. ¿Qué ha hecho la oficina de los sindicatos locales, qué han hecho los comités de fábrica y oficinas en la ciudad y en el territorio? Hasta que no se efectúen registros en masa en los almacenes del depósito de mercancías de Yuriatin, en los sectores de Yuriatin-Razvilie y Razvilie-Rybalka, hasta que no se apliquen severas medidas de represión, comprendido el fusilamiento de los especuladores, no tendremos salvación contra el hambre.»
«¡Qué ceguera tan espantosa! —pensó el doctor—. ¿De qué pan se puede hablar si hace tiempo que no se cosecha trigo? ¿De qué clases propietarias, de qué especuladores, si hace tiempo fueron aniquilados por los decretos anteriores? ¿De qué campesinos, de qué pueblos, si no existen? ¿Olvidan sus mismas medidas y programas, que desde hace tiempo no han dejado piedra sobre piedra? ¿Cómo se las arreglan para divagar año tras año, con un furor tan encarnizado e incansable, sobre temas que no existen, que se agotaron hace tiempo, y no querer saber nada, y no ver nada a su alrededor?»
Tuvo un vahído, perdió el conocimiento y cayó desvanecido en la acera. Cuando recobró el sentido y lo ayudaron a levantarse, se ofreció la gente para acompañarlo adonde quisiera. Dio las gracias y no quiso aceptar ayuda de nadie, diciendo que solamente tenía que cruzar la calle y entrar en la casa de enfrente.
Subió de nuevo la escalera y se dispuso a abrir la puerta del piso de Lara. En el rellano había la misma luz que momentos antes. Con alegría y gratitud advirtió que el sol no le apremiaba.
El ruido de la puerta al abrirse provocó en él una conmoción. El piso, desierto por la ausencia de sus inquilinos, lo acogió con un estruendo de latas derribadas. Con todo su peso las ratas se lanzaban al suelo y huían precipitadamente. Se sintió incómodo, impotente contra aquel repugnante alboroto que la oscuridad parecía haber parido.
Antes de tomar cualquier iniciativa para instalarse en el departamento y pasar en él la noche, decidió levantar una barrera contra aquel asalto, encerrarse en una habitación que pudiera aislarle del resto del piso, tapados con trozos de cristal y hierros los agujeros de las ratas.
Desde el recibimiento pasó a la izquierda, hacia la parte del piso que no conocía aún. Dejó atrás una pieza oscura que servía de paso y se encontró en una habitación luminosa cuyas ventanas daban a la calle. Precisamente ante ellas, al otro lado de la calle, se dibujaba la «Casa de las estatuas». La parte inferior de la fachada estaba cubierta de manifiestos, que los transeúntes leían, volviendo la espalda a la ventana.
La luz, dentro y fuera de la casa, era la misma, la joven e inestable luz crepuscular de la primavera precoz. La afinidad entre ambas luces era tal que la habitación parecía fundirse con la calle. Había una única diferencia: en la alcoba de Lara, donde él se encontraba, hacía más frío que en el exterior, en la calle Kupiécheskaia.
Cuando se acercaba a la ciudad en la última etapa de su viaje y cuando, una o dos horas antes, la atravesó, la debilidad que aumentaba constantemente en él le pareció un síntoma de enfermedad y lo asustó.
Así, sin motivo, ahora, la uniformidad de la luz en la calle y en la casa lo llenaba de alegría. El frío, idéntico en la calle y en la habitación, lo equiparaba a los peatones de la tarde en la calle, a los estados de ánimo de la ciudad, a la vida del mundo. Sus temores se habían disipado. No pensaba ya en estar enfermo. La transparencia vespertina de aquella luz primaveral que penetraba por todas las partes le parecía una garantía de lejanas y generosas esperanzas. Lo inducía a pensar que todo iba por el mejor camino, que lo alcanzaría todo en la vida, que lo descubriría y conciliaría todo, que lograría pensarlo y expresarlo todo. Y esperaba su inminente demostración en la alegría del encuentro con Lara.
Una loca excitación, una agitación desenfrenada, habían ocupado el lugar de su primitivo cansancio. Pero esta animación era una señal de enfermedad, ahora más cierta que su debilidad anterior. No podía estar quieto. De nuevo se sentía atraído por la calle, impelido ahora por una razón precisa.
Antes de instalarse en la casa debía ir a cortarse los cabellos. Por eso, mientras cruzaba antes la ciudad, se había estado fijando en las tiendas, deteniéndose ante los locales de las antiguas barberías. Pero una parte de los locales estaban desiertos o bien reservados para otros usos. Los que respondían aún a su antigua muestra estaban cerrados con llave. No había manera de encontrar un lugar donde afeitarse y cortarse el pelo, y él no tenía navaja. Hubiera podido utilizar unas tijeras si las hubiese encontrado en la casa. Buscó en el tocador de Lara con una prisa impaciente y acaso precisamente por eso no consiguió hallarlas.
Recordó que en la calle Málaia Spáskaia hubo en otro tiempo un taller de modistas. Pensó que si funcionaba todavía el obrador y llegaba antes de que cerrasen, podía pedirle las tijeras a una oficiala. Por eso salió de nuevo a la calle.
La memoria no le había engañado. El obrador continuaba en su sitio y en actividad. Ocupaba un local al nivel de la calle, con una ventana que daba a la acera y servía de escaparate, y desde la cual se veía el interior hasta la pared opuesta. Las costureras trabajaban bajo las miradas de quienes pasaban por la calle.
El local estaba abarrotado. A las modistas se les habían agregado algunas voluntarias, mujeres de edad madura de la buena sociedad de Yuriatin, que lo hacían para conseguir las cartillas de trabajo, de que se hablaba en los bandos pegados en la pared de la «Casa de las estatuas». Distinguíanse enseguida de las modistas verdaderas por la lentitud de sus movimientos.
En el obrador se confeccionaban solamente trajes militares, pantalones y pellizas cortas, y además, como Yuri Andriéevich lo había visto en el campamento de los partisanos, grotescas chaquetas de multicolores pieles de perro que se cosían juntas. Las modistas voluntarias metían con dedos torpes las piezas de aquellas pieles bajo las agujas de las máquinas, adaptándose penosamente a este trabajo de peleteras al que no estaban acostumbradas.
Llamó a la ventana e indicó que quería entrar. Siempre por señas le respondieron que no aceptaban encargos particulares. No desistió, y con los mismos ademanes insistió en que lo dejasen entrar y le escucharan. Con nuevos signos de negativa le hicieron comprender que tenían un trabajo urgente, que les dejase en paz, que no las molestara y que siguiera su camino. Una de las obreras, con aire contrariado, extendió la palma de la mano y con los ojos le preguntó qué deseaba. Con los dedos índice y medio él indicó el movimiento de las tijeras. Pero no lo comprendieron. Creyeron que se trataba de alguna grosería, que les tomaba el pelo y que se divertía a su costa. Con su aspecto y su extraña conducta podía parecer un enfermo o un loco. Se echaron a reír y le hicieron ademanes con las manos para que se alejase de la ventana. Por último, se le ocurrió buscar la puerta de entrada a través del patio de la asa, la encontró y, descubriendo la puerta del taller, llamó.
Abrió la puerta una costurera de edad, de rostro moreno, vestida de oscuro, muy severa, acaso la directora del obrador.
—¿Por qué no se larga de aquí? ¡Qué calamidad! Vamos, diga enseguida lo que quiere. No tenemos tiempo que perder.
—Necesito unas tijeras. No se sorprenda. Quisiera pedirle que me las prestara un momento. Me cortaría la barba aquí, delante de ustedes, y se lo agradeceré mucho.
En los ojos de la modista se pintó el asombro y la desconfianza. Era evidente que dudaba del sano juicio de su interlocutor.
—Vengo de muy lejos. Acabo de llegar a la ciudad. Quería cortarme el pelo, pero no hay abierta ninguna barbería. Pensé hacerlo por mi cuenta, pero no tengo tijeras. Préstemelas, por favor.
—Bueno. Yo le cortaré el pelo. Pero le advierto que si tiene otra cosa metida en la mollera, cualquier idea torcida, si quiere cambiar de aspecto para que no le reconozcan, si es por causa de algún motivo político, no insista. No queremos jugarnos el pellejo por usted. Le denunciaremos a quien corresponda. No son momentos para estas cosas.
—Lo comprendo.
La modista lo hizo entrar y lo condujo a una pequeña habitación contigua no mayor que un trastero y momentos después estaba sentado como en una peluquería, envuelto todo él en un lienzo blanco ceñido al cuello, que le tapaba los hombros.
La mujer se alejó para ir en busca de sus instrumentos y al poco rato volvió provista de unas tijeras, un peine, unas maquinillas de diferentes medidas para cortar el pelo, un suavizador y una navaja de afeitar.
—Yo he hecho de todo en la vida —le dijo al doctor maravillado—. Incluso de peluquera. Durante la guerra, cuando era enfermera, aprendí a cortar el pelo y a afeitar. Empecemos por cortar la barba con las tijeras, luego le pasaremos la navaja.
—Por favor, recórteme también el pelo.
—Lo intentaremos. Por su aspecto parece usted un intelectual, y, sin embargo, finge usted no saber. Ahora no se cuenta ya por semanas, sino por décadas. Hoy es diecisiete y los barberos hacen fiesta las décadas terminadas en siete. Cualquiera diría que no lo sabe.
—No, le doy mi palabra. ¿Por qué habría de fingir? He dicho que vengo de muy lejos. No soy de aquí.
—Estése quieto. No se mueva. Podría cortarle. De manera que es usted forastero. ¿Cómo se las ha arreglado para llegar?
—Con las piernas.
—¿Por la gran carretera?
—En parte por la carretera y en parte siguiendo la línea del ferrocarril. ¡Si hubiese visto los trenes! Hay muchísimos bajo la nieve. De toda clase, de lujo, especiales…
—Perfecto. Ya falta poco. Ahora cortaremos por aquí y habremos terminado. ¿Motivos de familia?
—¡Qué va! Por asuntos de la antigua asociación de las Compañías de Crédito. Soy inspector. Me han enviado de viaje de inspección al quinto infierno. Me quedé bloqueado en la Siberia oriental. No era posible retroceder: ningún tren. No había nada que hacer y tuve que decidirme a venir a pie. He estado caminando durante mes y medio. He visto tantas cosas que necesitaría toda una vida para contarlas.
—No tiene por qué contarlas. Yo le diré lo que debe hacer. Pero ahora espere. Aquí tiene el espejo. Saque una mano y cójalo. Mírese. ¿Va bien? ¿Qué le parece?
—Tal vez haya cortado usted demasiado poco. Podría haber recortado un poco más.
—No quedaría bien. Le decía que no hay que contar nada. Lo mejor que hoy se puede hacer es estar callado sobre lo que sea. Compañías de Crédito, trenes de lujo bajo la nieve, inspectores y revisores… Será mejor que olvide todas estas palabras. Podría ocurrirle una desgracia. Todo eso ya ha pasado de moda, ya no se usa. Invente más bien que es un médico o un maestro de escuela. Bien, ya hemos cortado la barba. Ahora hay que afeitarla bien. Vamos a enjabonarla y chic-chic, ya está usted rejuvenecido diez años. Voy a calentar un poco de agua.
«¿Quién será esta mujer? —pensaba mientras tanto el doctor Zhivago—. Tengo la impresión de que entre nosotros existen varios puntos de contacto. Además, creo conocerla. Hay algo en ella que me parece haber ya visto u oído antes. Acaso me recuerda a alguien. Pero ¿a quién?»
Regresó la modista.
—Y ahora vayamos con el afeitado. Le decía que lo mejor es no decir nada más que lo necesario. Hay un viejo refrán que dice: la palabra es plata y el silencio oro. Nada de trenes especiales ni Compañías de Crédito. Ya le digo que es mejor que invente algo, que es usted un médico o un maestro de escuela. Y eso de que haya visto muchas cosas, resérvelo para usted. No tiene que maravillar a nadie contando eso. ¿Le hace daño la navaja?
—Sí, un poco.
—Araña un poco, ya lo sé. Pero ha de tener paciencia, amigo mío. El pelo está endurecido y la piel se ha desacostumbrado a la navaja. De acuerdo, no tiene que maravillar a nadie contando sus aventuras. La gente ya está harta. Hemos tenido que tragarnos las lágrimas. ¡Qué no habrá sucedido aquí bajo los blancos! Robos, asesinatos, deportaciones. Cazaban a la gente como si fueran conejos. Por ejemplo, había un pequeño sátrapa, un tal Sapunov, que no tenía mucha simpatía a cierto teniente, y envió a los soldados a apostarse ante el bosque de Zagoródnaia, frente a la casa de Krapulski. Lo desarmaron y se lo llevaron escoltado a Razvilie. En Razvilie estaba entonces lo que hoy es la cheka provincial. Un lugar para las ejecuciones. ¿Por qué sacude la cabeza? Araña. Ya lo sé, amigo mío. Pero no puedo hacer nada. Aquí he de afeitar a contrapelo y la barba es dura como cerdas. Decía que lo llevaron a ese lugar. Su mujer, naturalmente, tuvo un ataque histérico. Me refiero a la mujer del teniente. ¡Kolia! ¡Kolia mío! Y se fue a ver al jefe. Bueno, decir que fue es una manera de hablar. ¿Cree usted que la dejaron pasar? Estaba la guardia. Pero aquí, en la calle, había una persona que sabía lo que había que hacer para llegar al jefe y que defendía a todo el mundo. El jefe era un hombre extraordinario, no como los demás, sino humano y lleno de comprensión. El general Galiullin. Pero por todas partes no había más que linchamientos, atrocidades, tragedias de celos. Justo como en algunas novelas españolas.
«Habla de Lara —intuyó el doctor, pero por precaución calló y no aventuró ninguna pregunta concreta—. Cuando ha dicho “como en las novelas españolas”, me ha recordado algo. Precisamente con esta comparación fuera de lugar, que no viene a cuento.»
—Ahora, naturalmente, todo ha cambiado. Por lo que se refiere a investigaciones, denuncias y fusilamientos, todo lo que quiera. Pero la idea es distinta. En primer lugar, hay un poder nuevo. Hace poco que gobierna y la gente no se ha acostumbrado todavía. En segundo lugar, ¿qué quiere que le diga?, se inclinan por el pueblo, esa es su fuerza. Nosotras éramos cuatro hermanas, incluida yo, y todas trabajábamos. Es lógico que simpatizáramos con los bolcheviques. Una de mis hermanas murió. Estaba casada con un político. Su marido estaba aquí, al frente de una fábrica. Su hijo, mi sobrino, es el jefe de los insurrectos en el campo. Un hombre famoso, digámoslo así.
«¡Ah! —exclamó Yuri Andriéevich para sí—. Es la tía de Liveri, de quien hablan todos, la cuñada de Mikulitsyn, peluquera, modista, guardavías, conocedora de toda clase de oficios. Pero será mejor que continúe callado.»
—Mi sobrino tenía, desde niño, simpatía por el pueblo. Creció al lado de su padre entre los obreros, en la Sviatogor-Bogatir. Son las fábricas de Varykino. ¿No ha oído hablar de ellas? Pero ¿qué estoy haciendo? ¡Estúpida de mí! He afeitado media barbilla y me falta todavía la otra mitad. Eso es por ponerme a charlar. ¿Y por qué usted no dice nada? Ahora el jabón se le ha secado en la cara. Iré a calentar más agua. Esta ya está fría.
Cuando volvió Tuntsova, Yuri Andriéevich le preguntó:
—¿Varykino no es acaso un lugar perdido en el bosque, donde nunca sucede nada?
—Sí, más o menos es eso. Pero le diré a usted que ese rincón perdido en el bosque se ha visto en peor situación que nosotros. Por Varykino pasaron ciertas bandas que ni siquiera sabemos quiénes eran. No hablaban como nosotros. Casa por casa sacaron a sus habitantes y los fusilaron. Y todo sin decir ni pío. Los cadáveres quedaron sobre la nieve. Ocurrió en invierno, ¿sabe? Pero ¿por qué se mueve de esta manera? ¿No ve que le voy a cortar el pescuezo con la navaja?
—Dijo usted que su cuñado vivía en Varykino. ¿Tampoco él pudo escapar de estos horrores?
—Sí, ¿por qué? ¡Dios es misericordioso! Él y su mujer se fueron a tiempo. Su nueva mujer, la segunda. No sé dónde paran, pero estoy segura de que se han salvado. Además, allí, en los últimos tiempos se establecieron otras personas, una familia de Moscú, forasteros. Ellos ya se habían ido antes. El más joven de los hombres era un médico, el cabeza de familia, que después desapareció sin dejar rastro. Pero ¡qué digo sin dejar rastro! Se decía por decir, para que la familia no sufriera. Pero la realidad es que debe de haber muerto, o lo matarían. Lo han buscado por todas partes y no han podido dar con él. El otro hombre, el de más edad, fue llamado a Moscú. Era profesor. De agronomía. Tengo entendido que lo llamó el Gobierno. Pasaron por Yuriatin. Eso fue antes de que vinieran por segunda vez los blancos. No mueva la cabeza, amigo mío. Si uno se mueve tanto cuando lo afeitan se le puede rebanar la nuez. Exige usted demasiado al barbero.
«¡De modo que están en Moscú!»
«¡En Moscú! ¡En Moscú!». A cada paso, a medida que subía por tercera vez los escalones de hierro fundido, oía resonar en su corazón estas palabras. El piso vacío lo acogió de nuevo con el barullo de las ratas que caían, saltaban y huían por todas partes. Comprendió que aunque estaba cansadísimo, no podría pegar ojo en medio de aquel repugnante alboroto. Así, pues, comenzó los preparativos para pasar la noche, tapando los agujeros por donde salían las ratas. Afortunadamente, en el dormitorio no había muchos, bastante menos que en el resto de la casa, donde el pavimento y los zócalos de las paredes estaban destrozados. Convenía obrar con toda rapidez porque se acercaba la noche. Cierto es que sobre la mesa de la cocina, acaso en previsión de su llegada, había una lámpara que fue descolgada de la pared y cargada hasta su mitad. Al lado había una cajita con unas cerillas: contó diez. Pero era mejor escatimar en lo posible el petróleo y las cerillas. Además, en la alcoba había encontrado una lamparilla y huellas de aceite que las ratas debieron de beberse.
En algunos lugares las esquinas de los plintos no tocaban el suelo. Metió entre las hendiduras algunos trozos de cristal con las puntas hacia dentro. La puerta de la habitación se ajustaba bien al marco. Podía quedar cerrada herméticamente y aislar así la habitación del resto de la vivienda. Al cabo de una hora lo dejó todo arreglado.
Un ángulo de la estancia estaba ocupado por una estufa de cerámica cuya cornisa no llegaba hasta el techo. En la cocina había leña, unos diez haces. Decidió despojar a Lara de dos haces y, apoyando en el suelo una rodilla, comenzó a recoger leña en el brazo izquierdo. La llevó a la alcoba, la colocó junto a la estufa y examinó el funcionamiento de esta, para asegurarse de su eficacia. Quería cerrar la habitación con llave, pero la cerradura estaba rota. Para que no se abriese, le metió un taco de papel mojado y, sin prisa, se dispuso a encender la estufa.
Mientras colocaba en el hornillo los tacos de madera, descubrió en uno de ellos una marca que reconoció con estupor: las iniciales K y D, marcas que indicaban generalmente a qué depósito pertenecían los árboles todavía no aserrados. Con estas letras, en los tiempos de Krueger, se marcaban los extremos de los troncos en los aserraderos de Kulabyshevsk en Varykino, cuando las fábricas vendían la madera sobrante.
La presencia de esta leña en la casa de Lara demostraba que la joven conocía a Samdeviátov y que él trataba de ayudarla, como en otro tiempo le había ayudado a él y a su familia. Este descubrimiento fue como una puñalada en el corazón. Ya antes le molestaba la ayuda de Anfim Yefímovich, y ahora el disgusto de tener que estarle agradecido se complicaba con una sensación muy distinta.
Era muy difícil que Anfim ayudase a Lara solamente por su cara bonita. Yuri Andriéevich conocía la desenvoltura de Anfim Yefímovich y la femenina impetuosidad de Lara. No era posible que entre ellos no hubiese existido nada.
En la estufa la madera seca de Kulabyshevsk ardía sonoramente, con alegres chasquidos, y a medida que los troncos comenzaron a llamear, unos ciegos celos, fundados en débiles suposiciones iban adquiriendo certidumbre absoluta.
Pero en su alma desgarrada un sufrimiento se imponía a otro. Podía incluso no rechazar esas sospechas. Sin esfuerzo alguno por su parte, sus pensamientos saltaban de un tema a otro. La ansiedad por los suyos, que lo atormentaba con renovada violencia, atenuó momentáneamente la angustia de los celos. «¿De manera que estáis en Moscú, queridos todos? —le parecía ya que Tuntsova le había asegurado que llegaron con toda felicidad—. ¿Volvisteis a hacer, y esta vez sin mí, el largo viaje? ¿Cómo viajasteis? ¿Qué misión es la de Alexandr Alexándrovich? ¿Acaso una invitación de la Academia para reanudar la enseñanza? ¿Qué habéis encontrado en casa? ¿Existirá todavía nuestra casa? ¡Oh, Señor, qué sufrimiento y qué ansiedad! ¡Oh, no pensar, no pensar! Mis pensamientos se confunden. ¿Qué me pasa, Tonia? Tengo miedo de ponerme enfermo. ¿Qué será de mí, de todos vosotros, Tonia, Tónechka, Shúrochka, Alexandr Alexándrovich?…» «¿Por qué me alejaste de tu faz, oh Luz eterna?» ¿Por qué la vida os lleva siempre lejos de mí? ¿Por qué hemos de estar siempre separados? Pronto nos reuniremos y descansaremos, ¿verdad? Iré a reunirme con vosotros a pie, si no puedo ir de otra manera. Nos veremos. Todo se arreglará, ¿verdad?
»Pero ¿cómo la tierra puede soportarme, a mí, que olvido siempre que Tonia tenía que dar a luz? Ya lo habrá hecho. No es la primera vez que lo olvido. ¿Cómo habrá ido el parto? ¿Habrá ido bien? Al ir a Moscú pasarían por Yuriatin. Bien es verdad que Lara no los conoce. Y, sin embargo, la modista peluquera, que es una extraña para mí, ha podido decirme algo sobre su suerte. Mientras que Lara no me dice nada en la nota que me ha dejado. ¡Extraña desatención que es indiferencia! No menos inexplicable que su silencio sobre Samdeviátov.»
Con mirada más atenta, Yuri Andriéevich examinó las paredes de la alcoba. Sabía que de todas aquellas cosas ninguna pertenecía a Lara y que los muebles de los desconocidos dueños de la casa habían desaparecido ya y no podían en modo alguno expresar sus gustos.
A pesar de todo, se sintió de pronto a disgusto entre aquellos hombres y mujeres que lo miraban desde las grandes fotografías colgadas de las paredes. De aquellos muebles de mal gusto parecía trascender una corriente de hostilidad. Se sintió extraño, intruso en aquella estancia.
Y él, imbécil, ¡cuántas veces había recordado aquella casa, cuántas la había echado de menos! Había entrado en aquella alcoba, no como si entrara en una habitación, sino como si entrase en su nostalgia de Lara. Vista con otros ojos, tenía que ser ridícula, ciertamente, aquella manera de sentir. ¿Acaso viven, se comportan y expresan de este modo los hombres fuertes y seguros de sí, como Samdeviátov, los verdaderos hombres? ¿Por qué Lara había tenido que preferir su falta de carácter y el absurdo y oscuro lenguaje de su adoración? ¿Le era realmente necesaria la inseguridad de él? ¿Tenía ella realmente la necesidad de ser lo que era para él?
Pero ¿qué era Lara para él? Para esta pregunta siempre tenía preparada la respuesta.
La tarde otoñal en el patio. El aire era un contrapunto de sonidos. Las voces de los niños que jugaban derramábanse un poco por todas partes como para demostrar que el espacio palpitaba de vida. Aquel espacio era Rusia, su incomparable y gloriosa madre, cuyo nombre resonaba más allá de los mares, mártir, terca y extravagante, exaltada, creada por Dios, con sus hallazgos siempre grandiosos y fatales y siempre imprevisibles. ¡Qué dulce era existir! ¡Qué dulce era estar en el mundo y amar la vida! Uno quisiera darle las gracias a la vida, a la existencia, decírselo a la cara.
Eso era Lara. No es posible comunicar con estas cosas, pero ella era su símbolo, su expresión, el don del oído y de la palabra dados a los elementos mudos de la existencia.
No era verdad, no era verdad mil veces todo aquello que había pensado de ella en un momento de duda. Al contrario, ¡qué perfecto e irreprochable era en ella todo!
Lágrimas de exaltación y arrepentimiento le nublaron la vista. Abrió la portezuela de la estufa y hurgó con el atizador. Rechazó hacia el fondo las brasas y reunió delante, allí donde el tiro era más fuerte, los tizones que no habían acabado de arder, y dejó la portezuela abierta un instante. Le causaba un vivo placer sentir en la cara y las manos el juego del calor y la luz. El móvil reflejo de las llamas le devolvió definitivamente el dominio de sí mismo. ¡De qué modo le faltaba ahora Lara, de qué modo deseaba algo que tangiblemente le llegase de ella!
Sacó del bolsillo la sobada nota. La sacó doblada por el lado opuesto al que había leído y sólo entonces se dio cuenta de que el papel estaba escrito también por el dorso. Lo acercó a la luz danzante de las llamas y leyó:
«Supongo que tendrás noticias de tu familia. Está en Moscú. Tonia ha tenido una niña». Seguían algunas líneas tachadas y más adelante continuaba: «He tachado lo anterior porque había escrito una tontería. Ya hablaremos de todo eso. Tengo prisa y voy a buscar un caballo. No sé cómo me las arreglaré si no lo encuentro. Será una complicación para Kátienka…». El resto de la frase resultaba indescifrable en el papel ajado.
«Habrá ido a pedirle un caballo a Anfim, y si se ha marchado significa que lo consiguió —reflexionó con calma—. Si no hubiese tenido la conciencia tranquila sobre este particular, no me habría hablado.»
Cuando la leña se hubo consumido, cerró el tiro y comió un poco. Después de comer se apoderó de él una terrible somnolencia. Se acostó en el diván, sin desnudarse, y se durmió profundamente. No oía el repugnante y ruidoso alboroto de las ratas detrás de la puerta y en las habitaciones contiguas. Tuvo dos pesadillas, una tras otra.
Hallábase en Moscú, en una habitación, ante una puerta de cristales cerrada con llave, de la que, para estar más seguro de que no se abriría, tiraba hacia sí, agarrando con fuerza el tirador. Detrás de la puerta se debatía Shúrochka, llorando y pidiendo que lo dejara entrar. Estaba muy hermoso con su capote, sus pantaloncitos y su gorra de marinero. Detrás del niño, salpicando a él y la puerta, caía fragorosamente una cascada que acaso procedía de una enorme cañería rota, cosa frecuente en aquella época, o quizá, precisamente al pie de la puerta, abríase una salvaje gorga, con un torrente que se precipitaba locamente en el vacío y la oscuridad.
El ímpetu y el estruendo de la cascada aterrorizaban al niño. No se podía entender lo que gritaba, porque el ruido ahogaba sus palabras, pero el doctor veía que sus labios formaban las palabras: «¡Papá!» «¡Papá!».
Sentía destrozado su corazón. Con toda su alma deseaba tomar al niño en brazos, estrecharlo contra su pecho y huir con él sin mirar atrás, al infinito.
Pero con todo y con derramar amargas lágrimas, tiraba hacia sí del tirador de la puerta cerrada y no dejaba entrar al niño, sacrificándolo a un equívoco sentimiento del honor y del deber para con una mujer que no era la madre del niño y que de un momento a otro podía entrar en la habitación por la parte opuesta.
Se despertó empapado de sudor y llorando.
«Tengo fiebre. Me estoy poniendo enfermo —pensó enseguida—. No es tifus. Es una especie de grave y moral postración que ha tomado el aspecto de enfermedad: una especie de enfermedad con crisis, como todas las enfermedades graves, y se trata de saber qué se impondrá, la vida o la muerte. ¡Qué afán de dormir!»
Y se durmió de nuevo.
Soñó en una oscura mañana de invierno. Estaba en Moscú en una calle todavía iluminada y llena de gente. Todo parecía indicar que era antes de la revolución: la precoz animación de la mañana, el campanilleo de los tranvías, las luces de los faroles nocturnos, que rayaban de amarillo la nieve gris del alba sobre la calzada.
Veía un piso con muchas ventanas, todas en el mismo lado, no a mucha altura sobre la calle, sino tal vez a la del primer piso, con las cortinas que llegaban hasta el suelo. En la casa dormían en diversas posiciones numerosas personas que no se habían desnudado, como si estuvieran de viaje, y todo estaba desordenado como en un tren. Veíanse restos de comida envueltos en papeles grasientos, huesos de pollo no mondados del todo, y por el suelo, colocados en pares, los zapatos que los parientes y conocidos, los amigos de paso y los que no encontraron dónde guarecerse, huéspedes temporales de aquel lugar, se habían quitado para pasar la noche. De un extremo a otro del piso, atareada, presurosa y en silencio, se movía Lara, con una bata mañanera puesta de cualquier forma, y él iba detrás de ella, explicándole algo de una manera confusa e intempestiva. Ella no disponía ya de un momento libre para él, y le contestaba sin detenerse, volviendo sólo la cabeza hacia él con ojos tranquilos y maravillados e inocentes estallidos de su inconfundible risa argentina, única forma de intimidad que subsistía entre ellos. Y así de lejana, fría y atractiva era aquella a quien él se lo había dado todo, la había preferido a todo y había despreciado lo demás.
No él, sino algo más universal sollozaba y lloraba en su interior, con palabras tiernas y luminosas que brillaban en la oscuridad como el fósforo. Junto con su alma, también lloraba él, lleno de compasión, por sí mismo.
«Estoy enfermando. Estoy enfermo —pensaba en los momentos de lucidez, entre un sueño y otro, en los intervalos de la inconsciencia y el delirio de la fiebre—. Debe de ser una especie de tifus no descrito en la patología, que no hemos estudiado en los cursos de medicina. Debería prepararme algo, debería comer, si no quiero morirme de hambre.»
Pero a la primera tentativa de incorporarse sobre un codo se convenció de que no tenía fuerzas ni para moverse. Perdió el conocimiento o se durmió.
«¿Desde cuándo estoy aquí vestido? —pensó en otro momento de lucidez—. ¿Cuántas horas hace? ¿Cuántos días? Cuando me acosté, comenzaba la primavera. Y ahora la escarcha cubre la ventana, tan blanda y sucia que oscurece la habitación.»
En la cocina las ratas hacían tintinear los platos, se encaramaban por las paredes, caían pesadamente sobre el suelo y chillaban desagradablemente con agudas voces de contralto.
Volvió a dormirse. Cuando despertó observó que las ventanas, en la rejilla de la escarcha, estaban coloreadas por la luz rosada de una aurora que lo enrojecía todo como el vino tinto en las copas de cristal. Preguntábase si sería la aurora o el crepúsculo.
Hubo un momento en que le pareció oír voces muy cercanas y tuvo miedo de que fueran los primeros síntomas de la locura. Llorando de lástima por sí mismo, con un murmullo sin sonido, se lamentó a los cielos de haberle vuelto la espalda y abandonado.
«¿Por qué me rechazaste de Tu faz, oh, Luz eterna, y me entregaste a las tinieblas del maligno?»
De pronto se dio cuenta de que no desvariaba y de que todo era absolutamente real. Estaba desnudo y lavado y yacía con ropa limpia no sobre el diván, sino sobre una cama recién hecha, y mezclando sus cabellos con los suyos, y sus lágrimas con las de él, Lara lloraba a su lado, sentada en el lecho, inclinada sobre su rostro. Entonces se sintió feliz y perdió el conocimiento.
Poco antes, en su reciente delirio, se había lamentado al cielo de que no lo escuchaba, y el cielo, con toda su grandeza, se inclinó sobre su lecho: dos largos brazos femeninos, blancos hasta los hombros, se tendían a él. Se le nublaron los ojos de alegría y, como si volviera a desvanecerse, se sintió sumido en un abismo de felicidad.
Nunca en su vida dejó de hacer algo: había estado ocupado constantemente, trabajando en su casa, curando, pensando, estudiando, produciendo. ¡Qué hermoso era dejarlo todo, dejar de cansarse, de pensar, y abandonar por un rato todo eso a la naturaleza, convertirse uno mismo en una cosa, un designio, una obra entre sus manos clementes, encantadoras manos que prodigan belleza!
Yuri Andriéevich se restablecía rápidamente. Lara lo alimentaba y cuidaba solícitamente, con su gracia de cisne blanco, con el murmullo tierno y cálido de sus palabras.
Sus conversaciones en voz baja, hasta las más inconscientes, estaban llenas de significado, como los diálogos de Platón.
Más aún que la comunidad de sus almas los unía el abismo que los separaba del resto del mundo. Para los dos era hostil del mismo modo todo lo que resultaba fatalmente típico del hombre de hoy, su afán de mandar, sus histéricas veleidades y la inercia de la fantasía, que numerosos trabajadores del arte y la ciencia se preocupaban de alimentar porque la genialidad continúa siendo una excepción.
Su amor era muy grande. Todos aman sin darse cuenta de lo que hay de extraordinario en su sentimiento. En cambio, para ellos, y en eso residía lo extraordinario, los instantes en que, como un ramalazo de eternidad, sobrevenía en su condenada existencia humana el estremecimiento de la pasión, constituían momentos de revelación y de nueva profundidad de sí mismos y de la vida.
—Debes volver junto a los tuyos. Yo no te entretendré ni un día más. Pero tú ya ves claramente lo que ocurre. Apenas nos hemos reunido en la Rusia Soviética, su propio caos nos ha arrastrado. Siberia y Extremo Oriente sirven para tapar los huecos. Tú no sabes nada todavía. Mientras estabas enfermo han cambiado muchas cosas en la ciudad. Las reservas de nuestros almacenes han sido llevadas a Moscú. Para Moscú son como una gota de agua en el mar, desaparecen como en un barril sin fondo, y nosotros nos quedamos sin aprovisionamiento. El correo no funciona. Han dejado de circular los trenes de viajeros, sólo funciona el transporte de cereales. Vuelve a murmurarse en la ciudad, como antes de la insurrección de Gajda[87], y para reprimir el descontento entra en acción la cheka. ¿Adónde podrías ir en estas circunstancias, piel y huesos solamente, alma apenas sin cuerpo? ¿A pie? Es imposible. Nunca llegarías. Reponte, recobra tus fuerzas, y entonces será otra cosa. No quiero darte consejos, pero en tu lugar, antes de irme, trabajaría algún tiempo como médico, naturalmente, que es una profesión muy apreciada. Yo que tú me presentaría por ejemplo a nuestro comité de sanidad. Está instalado en la antigua Dirección de sanidad. Considéralo si no: eres el hijo de un millonario siberiano que se mató, tu mujer es sobrina de un industrial y terrateniente de esta comarca. Estabas con los partisanos y huiste. La expliques como la expliques, la huida de las milicias revolucionarias será siempre una deserción. En ningún caso puedes permanecer sin hacer nada, privado de todo derecho. Tampoco mi posición es muy segura. Yo trabajaré también, ingresaré en la comisión regional de Instrucción pública. Yo también estoy sobre un volcán.
—¿Tú en un volcán? ¿Y Striélnikov?
—Precisamente por causa de Striélnikov. Ya sabes cuántos enemigos tiene. El Ejército Rojo ha triunfado. Y ahora los militares sin partido, los que habían subido demasiado, y saben demasiadas cosas, han sido dejados de lado. Ya es una suerte que prescindan de ellos: podrían suprimirlos a todos y no dejar ni los rastros. Entre todos ellos Pasha ocupa el primer lugar y está en peligro. Estaba en Extremo Oriente. Oí decir que había huido y se hallaba escondido porque lo estaban buscando. Pero no hablemos más de esto. No me gusta llorar y si dijera otra palabra sobre él estallaría en sollozos.
—Tú lo quisiste. ¿Lo quieres mucho todavía?
—Me casé con él y es mi marido, Yúrochka. Es un alma noble y elevada y yo me siento muy culpable ante él. No le hice ningún daño, sería una injusticia decirlo. Pero él es un hombre extraordinario, de gran valor, y yo soy una nulidad a su lado. La culpa es mía. Pero, por favor, no hablemos más. En otra ocasión, te lo aseguro, yo misma volveré a hablar de esto. Tonia, tu mujer, es maravillosa. Es una pintura de Botticelli. Estuve con ella cuando se fue. Nos sentimos las dos mutuamente atraídas de una manera irresistible. Pero también de esto hablaremos en otra ocasión. Sí, será mejor que busquemos trabajo. Iremos a trabajar los dos. Recibiremos cada mes un buen sueldo. Antes de la última insurrección, el papel moneda siberiano era de curso legal. Lo han abolido y durante mucho tiempo, mientras estuviste enfermo, hemos vivido sin dinero. Sí, ya puedes figurártelo. Es difícil de creer, pero en cierto modo nos arreglamos. Ahora acaba de llegar al antiguo tesoro público un tren entero de papel moneda, por lo menos cuarenta vagones. Se ha impreso en grandes hojas perforadas y a dos colores, rojo y azul, como las hojas de los sellos. Cada hoja azul vale cinco millones, y las rojas valen diez. Pero destiñen, la impresión es mala y el color no aguanta.
—Ya los conozco. Los pusieron en circulación en Moscú poco antes de nuestra partida.
—¿Qué hiciste tanto tiempo en Varykino? Porque allí no debe de haber nadie, ¿verdad? ¡Es un desierto! ¿Qué te retuvo allí?
—Arreglé con Kátienka vuestra casa. Supuse que irías directamente allí. No quería que lo encontrases todo en el estado en que estaba.
—¿En qué estado? ¿Confusión, desorden?
—Desorden y suciedad. Lo arreglé todo.
—¿Por qué eres tan evasivamente lacónica? Hay algo que no quieres decirme y que me escondes. Pero, bueno, no trataré de saber nada. Háblame de Tonia. ¿Qué nombre le pusieron a la niña?
—Masha. En memoria de tu madre.
—Háblame de ella.
—Ya lo haré en otra ocasión, si te parece bien. Ya te he dicho que he de hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.
—Samdeviátov, el que te dio el caballo, es un tipo interesante. ¿A ti qué te parece?
—Interesantísimo.
—Conozco muy bien a Anfim Yefímovich. Para nosotros fue un verdadero amigo. Nos ayudó mucho.
—Ya lo sé. Me lo dijo él.
—Probablemente sois amigos. ¿También a ti ha querido ayudarte?
—No hace más que colmarme de amabilidades. No sé qué haría sin él.
—Lo supongo. Entre vosotros habrá habido ciertas relaciones cordiales como entre buenos camaradas. Estoy seguro de que no ha dejado de hacerte la corte.
—Ya puedes imaginártelo. No se cansaba.
—¿Y tú? Pero perdóname. Traspaso los límites de lo que puedo permitirme. ¿Qué derecho tengo yo para hacerte estas preguntas? Perdóname, he sido un indiscreto.
—¡Oh, no! Acaso quieres preguntarme de qué tipo son nuestras relaciones, saber si en nuestra amistad no se ha introducido un sentimiento más personal. Realmente no. Debo muchísimo a Anfim Yefímovich, pero aunque me cubriese de oro, aunque diera la vida por mí, eso no me acercaría a él un solo paso. Siempre he experimentado aversión por las personas que no tienen nada de común conmigo. En las cosas prácticas, esos hombres emprendedores, seguros de sí mismos y autoritarios son insustituibles. Pero, en las cosas del corazón, su vana suficiencia de gallitos resulta insoportable. Yo concibo de otro modo la afinidad, la manera de entenderse en la vida. Pero no es esto solo. Desde el punto de vista moral, Anfim me recuerda a otro hombre mucho más repugnante, a quien hay que culpar de que yo sea como soy.
—No comprendo. ¿Cómo eres? ¿Qué quieres decir? Explícate. Eres la persona mejor del mundo.
—¡Ay, Yúrochka! ¿Por qué dices eso? Yo hablo seriamente y tú me haces cumplidos, como si estuviéramos en un salón. Me preguntas cómo soy. Estoy tarada y lo estaré toda mi vida. Fui mujer antes de tiempo. Criminalmente temprano, me hicieron entrar en la vida por el lado peor, de un modo torpe y vulgar. Fue un presuntuoso, un antiguo parásito de los viejos tiempos, que creía poder permitírselo todo, aprovecharse de todo.
—Comprendo. Había supuesto algo. Pero espera. Imagino lo que debió de ser tu sufrimiento, demasiado grande para una niña, tu terror de muchacha sin experiencia, la primera vergüenza de jovencita que todavía no se hizo mayor. Pero todo eso pertenece al pasado. Quiero decir que nada de eso tiene que atormentarte hoy, que no debes preocuparte más que de las personas que te quieren, como yo. Soy yo quien debo torturarme y desesperarme por haberte conocido tan tarde, por no haber estado entonces a tu lado, para prevenirte contra lo que sucedió, si para ti constituye un dolor auténtico. Es extraño. Me parece que sólo puedo sentirme mortalmente celoso de una persona innoble y extraña. La rivalidad con un ser superior me suscita otra clase de sentimientos. Si un hombre espiritualmente cercano a mí, por el cual sintiera afecto, amase a la misma mujer a quien yo amara, experimentaría por él un sentimiento de dolorosa solidaridad, no de contraste ni aversión. Evidentemente, con él no podría conversar ni siquiera un instante sobre la persona amada, pero sería un sufrimiento distinto totalmente de los celos, no tan violento ni tan sanguinario. Lo mismo me sucedería con respecto a un artista que con la superioridad de su ingenio llegase más lejos que yo en obras afines a las mías. Probablemente renunciaría a mis intentos, ya superados por sus hallazgos. Pero divago. Creo que no te querría tanto, si no tuvieras algo que te hiciese sufrir, algo que lamentar. No suelo querer a los que siempre han tenido razón, que no han caído jamás, que nunca se torcieron. La suya es una virtud apagada, de poco valor. A ellos no se les revela la belleza de la vida.
—Pero yo me refiero precisamente a esa belleza. Me parece que para verla es preciso una imaginación intacta, un modo elemental de sentir. Y todo eso me ha sido quitado. Acaso hubiese podido tener una concepción propia de la vida, si desde mis primeros pasos no la hubiese visto bajo la influencia de alguien que me la hizo vulgar. Pero no basta, la intromisión en mi vida, apenas en sus comienzos, de ese hombre complacido en su propia trivialidad e inmoralidad fue también la causa del fracaso de mi matrimonio con un hombre que vale mucho, que me amaba profundamente y a quien correspondía de la misma forma.
—Espera. De tu marido me hablarás luego. Ya te he dicho que no siento celos de una persona a quien considero igual que yo, sino de quien es inferior a mí. No estoy celoso de tu marido. Pero ¿y ese otro?
—¿Qué otro?
—El que destrozó tu vida. ¿Quién fue?
—Un abogado de Moscú muy conocido. Fue colega de mi padre y cuando este murió ayudó a mi madre porque nos quedamos en la miseria. Soltero, muy rico. Acaso exagero su importancia, precisamente porque lo denigro. Es natural. Si quieres te diré cómo se llama.
—No importa. Ya lo sé. Lo vi una vez.
—¿De veras?
—Una vez, en un hotel. Tu madre intentó envenenarse. Era ya muy tarde. Todavía éramos niños e íbamos al colegio.
—Ya me acuerdo. Tú estabas en el pasillo del hotel, en la oscuridad. Probablemente nunca me hubiese acordado de esta escena, pero tú me la hiciste recordar otra vez. Me parece que fue en Meliuziéev.
—Allí estaba Komarovski.
—¿Sí? Es posible. Era fácil que me vieran con él. Frecuentemente estábamos juntos.
—¿Por qué te has ruborizado?
—Al oírte a ti el nombre de Komarovski. No estaba acostumbrada. Ha sido tan inesperado…
—Estaba conmigo un compañero. Los dos íbamos a la misma clase. En el hotel me dijo que había reconocido en Komarovski a un hombre a quien vio una vez por casualidad y en circunstancias excepcionales. Un día, durante un viaje, él, Mijail Gordón, fue testigo del suicidio de mi padre, un rico industrial. Misha viajaba en el mismo tren. Mi padre se arrojó del tren en marcha para matarse y murió así. Viajaba en compañía de Komarovski, que era su abogado. Komarovski estafaba a mi padre, embrollaba sus negocios y lo condujo a la bancarrota. Eso lo llevó al suicidio. Él es el responsable de su muerte y de que yo me quedase huérfano.
—No puede ser. ¡Qué coincidencia más llena de significado! ¿Es posible que sea verdad? ¿De manera que fue también tu genio malo? Esto nos une todavía más. Parece una predestinación.
—De ese hombre sí que estoy celoso, ciegamente, irremediablemente.
—¿Qué estás diciendo? No sólo no lo quiero, sino que lo detesto.
—¿Crees conocerte bien? La naturaleza humana y especialmente la femenina es tan complicada y contradictoria… Tal vez con la menor partícula de tu repulsión estés más profundamente sometida a él que a cualquiera a quien hayas amado libremente y de modo natural.
—Es terrible lo que has dicho. Y, como de costumbre, lo has dicho con tanta precisión que este absurdo contra natura me parece verdadero. Pero entonces es horrible…
—Cálmate. No me hagas caso. Quería decir que con respecto a ti estoy celoso de lo que es oscuro e inconsciente, de lo que no se puede explicar ni comprender. Estoy celoso de los objetos de tu tocador, de las gotas de sudor de tu piel, de las enfermedades que están en el aire y pueden atacarte a ti y envenenar tu sangre. Y como si fuera de una infección de esta clase, estoy celoso de Komarovski, que un día te me quitará, del mismo modo que un día tu muerte o la mía habrá de separarnos. Ya sé que todo esto debe parecerte muy complicado. Pero no sé decirlo de una manera más comprensible y clara. Te quiero inconscientemente, hasta enloquecer, sin límites.
—Dime más cosas de tu marido. «En el libro del destino estamos en la misma línea», como dice Shakespeare.
—¿En dónde?
—En Romeo y Julieta.
—Te hablé mucho de él en Meliuziéev, cuando lo buscaba. Luego aquí, en Yuriatin, durante nuestros primeros encuentros, cuando me dijiste que quiso detenerte en su tren especial. Creo que te conté, o acaso no fue así, y sólo es una impresión mía, que lo vi una vez de lejos, en el momento de subir a un coche. No puedes imaginar la escolta que llevaba. No me pareció muy cambiado. Siempre su mismo hermoso rostro de hombre honrado, decidido, el más honrado de todos los rostros que he visto en mi vida. Ni una sombra de afectación, un carácter viril, absolutamente privado de todo fingimiento. Así fue siempre y así siguió siendo. Sin embargo, advertí en él un cambio que me alarmó. Como si algo abstracto hubiese llegado a formar parte de su fisonomía y la hubiera descolorido. Su rostro humano, vivo, se había convertido en la personificación de un principio, la representación de una idea. Al observarlo se me encogió el corazón. Comprendí que todo eso era la consecuencia de esas fuerzas a las que se había entregado, fuerzas grandiosas, pero fatales y despiadadas, que un día tampoco tendrán piedad de él. Me pareció que estaba como marcado, como si llevase la señal de una condena. Pero acaso me engaño, acaso me he dejado influir por tus palabras cuando me contaste vuestro encuentro. ¡Además del amor, tomo de ti tantas cosas!
—Háblame de vosotros antes de la revolución.
—Muy pronto, en mi vida, comencé a soñar en la pureza. Él era su personificación. Vivíamos casi en el mismo patio, él, Galiullin y yo. Yo fui su pasión infantil. Cuando me veía se le paraba el corazón. Ya sé que no está bien que te cuente esto. Pero sería peor que fingiese no saberlo. Fui su pasión de muchacho, esa pasión que nos hace esclavos y que, por lo general, suele ocultarse porque el orgullo infantil no permite confesarla y, sin embargo, está pintada en la cara y es evidente para todo el mundo. Nos hicimos amigos. Pero él y yo éramos tan distintos como tú y yo somos iguales. En esa época lo elegí con el corazón. Decidí unir mi vida a la de ese maravilloso muchacho en cuanto hubiésemos entrado en el mundo y desde entonces me prometí mentalmente a él. Piensa cuántas cualidades posee. ¡Extraordinarias! Hijo de un simple guardavías o vigilante de la vía férrea, con sólo su inteligencia y su tenacidad alcanzó (iba a decirte el nivel, pero es más justo decir la cumbre) la cumbre de la ciencia universitaria en dos especialidades: las matemáticas y la filología. ¡No es una insignificancia!
—¿Qué fue lo que turbó vuestra armonía, si os queríais tanto?
—Es difícil decirlo. Pero intentaré explicarme. Es extraño que haya de ser yo, una mujer como tantas, quien te explique a ti, tan inteligente, lo que sucede en la vida en general, en la vida rusa y por qué se vienen abajo las familias, la tuya como la mía. No se trata de las personas, de la afinidad mayor o menos de los caracteres, de amores o desamores, sino que todo lo que se ha construido y organizado, todo lo que se refiere a las costumbres, a las relaciones y al orden humano, todo se ha hecho trizas con el desbarajuste de la sociedad y su reconstrucción. Todo lo que pertenecía a la vida cotidiana se ha conmocionado y destruido. Queda tan sólo la fuerza primitiva, no vinculada a la vida de hoy, de una desnuda existencia espiritual ya completamente despojada, para la que nada ha cambiado, porque en todos los tiempos sintió frío, tembló y tendió hacia otra existencia, la que estaba más cerca, tan desnuda y tan sola como ella. Tú y yo somos como dos seres primitivos, Adán y Eva, que están en el principio del mundo y no tienen nada con que taparse. Ahora, a su fin, estamos igualmente despojados de todo y sin techo. Los dos somos el último recuerdo de lo que fue creado en el mundo como inconmensurablemente grande en muchos años transcurridos entre ellos y nosotros. En virtud de tales prodigios desaparecidos nosotros respiramos y amamos, y lloramos, y nos aferramos uno a otro, y nos estrechamos uno a otro.
Luego de una pausa continuó, más tranquila:
—Te lo diré. Si Striélnikov volviera a ser Páshenka Antípov, si dejara de hacerse el loco y el rebelde, si el tiempo retrocediera, si en algún lugar lejano, en los confines del mundo, por un verdadero milagro, se iluminase la ventana de nuestra casa con la lámpara y los libros sobre el escritorio de Pasha, yo me arrastraría de rodillas hasta él. Todo se estremecería en mí. No podría resistirme a la llamada del pasado, al llamamiento de la fidelidad. Lo sacrificaría todo. Incluso lo que quiero más, tú. Y mi intimidad contigo, tan viva, espontánea y natural. ¡Oh, perdóname! No quería decir esto. No es verdad.
Le echo los brazos al cuello y prorrumpió en sollozos. Se recobró pronto y, secándose las lágrimas, exclamó:
—Es la misma voz del deber que te llama a Tonia. ¡Señor, qué míseros somos! ¿Qué será de nosotros? ¿Qué debemos hacer?
Cuando estuvo completamente tranquila, continuó:
—Pero todavía no te he contado cómo terminó nuestra felicidad. Luego lo comprendí claramente. Te lo contaré y no se tratará sólo de nosotros. Ha sido el destino de muchos.
—Habla, sabia pequeña.
—Nos casamos poco antes de la guerra. Dos años antes. Apenas habíamos empezado a vivir a nuestro modo, en nuestra casa, cuando estalló la guerra. Yo estoy convencida de que ella fue la culpable de todo, de todas las desventuras que todavía hoy pesan sobre nuestra generación. Recuerdo bien mi infancia. En aquella época estaban todavía en vigor las concepciones del pacífico siglo pasado. Una estaba acostumbrada a confiarse en la voz de la razón. Se consideraba natural y necesario lo que sugería la conciencia. La muerte de un hombre en manos de otro era un caso raro, extraordinario, un fenómeno que se salía de lo normal. Se creía que los homicidios existían solamente en las tragedias, en las novelas de criminales y en la sección de sucesos de los periódicos, no en la vida normal y diaria. Y de pronto se produce este salto desde una regularidad apacible e inocente a la sangre y a los gemidos, a la locura general, a la incivilidad de cada día y de cada hora, al homicidio legalizado y exaltado. Probablemente, eso no puede suceder sin consecuencias. Acaso recuerdes mejor que yo cómo todo, en un momento, comenzó a destruirse: el funcionamiento de los trenes, el abastecimiento de las poblaciones, los fundamentos de la armonía familiar, las bases morales de la conciencia.
—Continúa. Sé lo que vas a decir ahora. Todo lo has comprendido muy bien. Da gusto escucharte.
—Entonces sobre la tierra rusa vino la mentira. El mal peor, la raíz del mal futuro fue la pérdida de la confianza en el valor de la propia opinión. Se creyó que el tiempo en el que se seguían las sugerencias del sentido moral había ya pasado, que era preciso ajustar el paso al de los demás y vivir de conceptos absolutos, impuestos por los de arriba. Comenzó el dominio de la frase, primero monárquica y luego revolucionaria. Este error social se apoderó de todos, contagió a todos. Cada cosa sufrió su influencia. Ni siquiera nuestra casa quedó inmune. Algo se rompió. En lugar de la naturalidad que había reinado siempre entre nosotros, también en nuestras conversaciones penetró algo de esa estupidez declamatoria, un algo falso, la absoluta necesidad de juzgar de una manera inteligente los grandes temas que se consideraban obligatorios para todos. Un hombre de espíritu tan elevado y exigente como Pasha, que trataba de distinguir la sustancia de la apariencia, ¿podía pasar junto a esta falsedad en acecho, y no darse cuenta? Aquí cometió un error fatal que lo comprometió todo. Consideró el signo de los tiempos, el mal social, como si fuera un fenómeno de orden familiar. Atribuyóse a sí mismo la falta de naturalidad del tono, la artificiosidad oficial de nuestros razonamientos, y se consideró un pedante, un mediocre, un hombre impersonal. A ti probablemente te parecerá inverosímil que tales tonterías pudieran pesar de tal modo en nuestra vida. Pero no puedes imaginarte la importancia que tuvieron y cuántas locuras cometió Pasha por esto. Se fue a la guerra, cosa que nadie le pidió que hiciera. Y lo hizo por librarnos de su presencia, de su imaginaria opresión. Aquí empezó su locura. Con un orgullo juvenil, falsamente llevado, se sintió ofendido por algo de la vida que no suele ofender a nadie. Comenzó a emprenderla con el curso de los acontecimientos, con la historia. Comenzó a sentirse a disgusto con ella. Todavía hoy está ajustando cuentas con la historia. De ahí sus insensateces provocadoras. Por esta estúpida ambición se precipita a su segura ruina. ¡Si pudiera salvarlo!
—¡Qué puro y fuerte es tu amor por él! Ámalo, ámalo. No estoy celoso de él. No quiero ser un obstáculo entre vosotros.
Llegó el verano y pasó inadvertido. El doctor se curó. Provisionalmente en espera de una posible partida a Moscú, prestó servicio en tres lugares. La rápida desvalorización del dinero le obligó a procurarse varios empleos.
Se levantaba al amanecer, salía a la calle Kupiécheskaia y descendía por ella pasando ante el cine Guigant hasta la antigua tipografía del ejército cosaco de los Urales, cuyo nombre había cambiado por el de «Tipografía Roja». En la esquina de la calle Gorodskaia, en la puerta de la Dirección de Negocios vio el cartel de la Oficina de Reclamaciones. Atravesaba oblicuamente la plaza y desembocaba en la Málaia Buiánovka. Dejando atrás la fábrica Stengop, cruzado el patio posterior del hospital, entraba en el dispensario militar, su lugar principal de trabajo.
La mitad del camino que recorría estaba protegido por las sombras de los árboles que asomaban por encima de las vallas de los jardines, con curiosas casitas, por lo general de madera, con los tejados puntiagudos, las empalizadas, las puertas decoradas y los postigos labrados.
En las proximidades del dispensario, en el antiguo jardín de la comercianta Goregliádova, surgía una casa baja y extraña de antiguo estilo ruso. Estaba construida con unas piezas piramidales de mayólica con las puntas hacia fuera, como los antiguos palacios de los boyardos en Moscú.
Desde el dispensario, tres o cuatro veces cada diez días, se dirigía a la calle Stáraia Miásskaia, donde se hallaba la sede del comité regional de sanidad de Yuriatin, en la que fue casa de Lighetti.
En otro barrio muy apartado se encontraba la casa que el padre de Anfim había regalado a la ciudad, regalo que hizo Yefim Samdeviátov en recuerdo de su mujer, muerta cuando dio a luz a Anfim. Allí se hallaba la sede del Instituto de ginecología y obstetricia fundado por Samdeviátov. Ahora tenían efecto allí los cursos llamados de Rosa Luxemburgo, que enseñaban de una forma acelerada la medicina y cirugía. Yuri Andriéevich daba clases de patología general y de otras disciplinas facultativas.
De todas estas ocupaciones regresaba muy tarde por la noche, cansado y hambriento, y encontraba entonces a Larisa Fiódorovna atareada en sus quehaceres domésticos, ante el hornillo o el fregadero. Bajo este aspecto prosaico y cotidiano, despeinada, arremangada, recogido el borde de la falda sobre los costados, intimidaba casi con su soberana belleza, tan evidente como si la hubiera sorprendido vestida para asistir a un baile, como si hubiese crecido sobre los tacones altos, con un rico y crujiente traje descotado.
Larisa cocinaba o lavaba. Luego, con el agua de la colada, fregaba los suelos o, tranquila y menos atareada, planchaba o repasaba la ropa suya, la del doctor y la de Kátienka. O bien, después de haber puesto en orden la cocina, y haber terminado la colada y la limpieza, daba clases a Kátienka. O incluso, quemándose las pestañas en sus manuales, dedicábase a su reeducación política, antes de reanudar la enseñanza en la nueva escuela reformada.
Cuanto más cerca de él sentía a Lara y a la niña, menos familiarmente lograba tratarlas, y tanto más rigurosa era la prohibición que le imponía el sentido del deber para con los suyos y el remordimiento por la fidelidad violada. En esta reserva no había nada ofensivo para Lara ni para Kátienka. Al contrario, tal falta de familiaridad implicaba un profundo respeto por ellas que excluía cualquier desenvoltura o desparpajo.
Pero este desdoblamiento hería y atormentaba a Yuri Andriéevich. Habituábase a él como podría habituarse a una herida incurable que se abriera continuamente.
Así transcurrieron dos o tres meses. Un día, en octubre, Yuri Andriéevich dijo a Larisa Fiódorovna:
—Parece que tendré que dejar mi colocación. Vuelve a repetirse la historia de siempre. Todo empieza siempre muy bien: «Estamos muy contentos con su honrado trabajo. Y sus ideas, sobre todo sus ideas nuevas. ¿Cómo no tenerlas en cuenta? Enhorabuena. Trabaje, luche e investigue».
»A la hora de la verdad, por ideas sólo se entiende su aspecto externo, la exaltación verbal de la revolución y de las autoridades constituidas. Eso desanima y deprime. Yo no me siento capaz. Acaso, en la realidad, tengan razón. Pero yo no puedo estar a su lado. Me es difícil conciliarme con la idea de que son héroes, almas elegidas y yo un alma mezquina e insignificante partidaria del oscurantismo y la servidumbre del hombre. ¿Has oído hablar de Nikolái Vedeniapin?
—Sí. Incluso antes de conocerte a ti. Y tú también has oído hablar de él muchas veces. Símochka Tuntsova, que es una de sus discípulas, lo cita con frecuencia. Mas, para vergüenza mía, debo confesar que no he leído ninguno de sus libros. No me gustan las obras exclusivamente de filosofía. A mi entender la filosofía debe ser un sobrio condimento del arte y de la vida. Ocuparse solamente de filosofía es tan extraño como alimentarse solamente de rábanos. Pero perdóname. Te he interrumpido con mis tonterías.
—No, al contrario. Estoy de acuerdo contigo. Es un juicio que comparto. Tal vez la influencia de mi tío me haya corrompido realmente. Es de los que hubiesen gritado que era un diagnóstico genial. Y es verdad. Es raro que yo me equivoque al hacer un diagnóstico. Pero esto, debes comprenderlo, es intuición, que ellos odian y de la que yo, al parecer, peco en exceso, y que es el conocimiento integral que abarca de un golpe todo el cuadro. Me preocupa el problema del mimetismo, de la adaptación externa de los organismos al color del ambiente que los rodea. Y aquí, en esta adaptación cromática, se esconde la sorprendente transición del interior al exterior. Me he atrevido a señalarlo en mis lecciones y el comentario ha sido: «Idealismo, misticismo. Filosofía goethiana de la naturaleza, neoschellingianismo». Es conveniente que me vaya. Yo mismo presentaré mi dimisión a la comisión de sanidad y trataré de quedarme en el hospital hasta que me echen. No quiero asustarte, pero a veces tengo la sensación de que van a detenerme cualquier día.
—Dios no lo quiera, Yúrochka. Afortunadamente todavía estamos lejos de que ocurra eso. Pero tienes razón, hay que ser más prudentes. Por lo que he podido observar, la instauración de todo poder nuevo pasa por varias etapas. La primera es el triunfo de la razón, el espíritu crítico; la lucha contra los prejuicios. Luego viene el segundo periodo. La preponderancia de las fuerzas oscuras de «los que se adhieren», los simpatizantes por conveniencia. Y entonces comienzan las denuncias, las sospechas, las intrigas, los odios. Y tienes razón, nos encontramos en el principio de la segunda fase. No hay que ir muy lejos para encontrar los ejemplos. Han trasladado aquí, desde Jodátskoie, como jueces del tribunal revolucionario a dos prisioneros, políticos liberados y antiguos obreros, Antipov y un tal Tivierzin. Los dos me conocen muy bien. Uno de ellos es, además, el padre de mi marido. Y solamente desde que han sido trasladados aquí he empezado a temblar por la vida de Kátienka y por la mía. De ellos se puede esperar todo. Antípov me tiene antipatía y con gente de esta clase puede ocurrir que un buen día me quiten de en medio junto con Pasha y en nombre de la suprema justicia revolucionaria.
Poco después esta conversación tuvo una continuación. En aquella época se hizo un registro nocturno en la casa número 48 de Málaia Buiánovka, junto al dispensario, la casa de la viuda Goregliadova. Se encontró en ella un depósito de armas y los datos de una organización contrarrevolucionaria. Fueron detenidas muchas personas y en la ciudad continuaron haciéndose registros y detenciones. La gente murmuraba que algunos sospechosos habían cruzado el río, y se oían comentarios como estos: «¿De qué les vale? El río no basta. Hay ríos y ríos. En Blagoviéschenskoie sobre el Amur, por ejemplo: a un lado está el gobierno soviético y al otro China. Te echas al agua, nadas y adiós a todos. Si te he visto no me acuerdo. Eso sí que puede llamarse un río. Lo demás son tonterías».
—Las cosas se ponen feas —dijo Lara—. Pasó ya el tiempo en que podíamos considerarnos seguros. Acabarán deteniéndonos a ti y a mí. ¿Qué será entonces de Kátienka? Yo soy su madre y debo prevenir la desgracia y buscarle una salida. Tengo que tomar inmediatamente una decisión. Cuando pienso en esto tengo miedo de volverme loca.
—Tratemos de pensar los dos. ¿Dónde podríamos encontrar ayuda? ¿Tenemos la posibilidad de aguantar este golpe? Es la fatalidad.
—No es posible huir. Tampoco sabríamos adónde. Pero podríamos retirarnos a algún lugar apartado. Por ejemplo, irnos a Varkino. Está bastante lejos y todo ha sido abandonado. Allí no estaríamos a la vista de la gente. Se acerca ya el invierno. Yo lo arreglaría todo para pasarlo allí. Antes de que fuesen a buscarnos habría pasado un año y ya es algo. Samdeviátov nos ayudará a mantener el contacto con la ciudad. Quizá también esté dispuesto a escondernos. ¿Qué te parece? La verdad es que allí no hay un alma, es un verdadero desierto, un lugar como para dar miedo. Al menos tal era en marzo, cuando estuve allí. Dicen que hay lobos. Es terrible. Pero los hombres, sobre todo los hombres como Antípov y Tivierzin, son hoy mucho más terribles que los lobos.
—No sé qué decirte. Por otra parte, eres la primera en apremiarme para que me vaya a Moscú, en insistir en que no demore el viaje. Ahora es más fácil. Me he informado en la estación. A los vendedores clandestinos ya no les hacen caso y, según parece, no detienen a los que encuentran en los vagones de mercancías. Están ya cansados de fusilar o fusilan a muchos menos. Me preocupa que todas las cartas que he enviado a Moscú hayan quedado sin respuesta. Debería irme y saber qué ha sido de los míos. Tú eres la primera en decírmelo. ¿Cómo, pues, debo entender tu referencia a Varykino? ¿Es posible que pienses en aventurarte sin mí en un lugar tan espantoso?
—No, sin ti sería imposible, se comprende.
—Pero, por otra parte, quieres que vaya a Moscú.
—Sí, es indispensable.
—Mira: tengo un magnífico plan. Nos vamos todos a Moscú. Tú y Kátienka os vais conmigo.
—¿A Moscú? Estás loco. ¿Por qué razón? No, yo debo quedarme. Yo debo estar esperando aquí, por lo menos no lejos de aquí. Hasta ver cómo se decide la suerte de Pasha. Debo esperar a ver qué giro toman las cosas, y que me encuentre cerca, si me necesita.
—Entonces pensemos en Kátienka.
—Símushka, Sima Tuntsova, viene a verme de vez en cuando. Ya hablamos tú y yo de ella hace unos días. —Ya lo sé. La veo con frecuencia en casa.
—No puedo comprenderte bien. ¿Dónde tienen los hombres los ojos? En tu lugar ya me habría enamorado de ella. ¿No has observado la gracia y distinción que tiene? Alta, guapa, inteligente, instruida, buena y tan exacta en sus juicios.
—El día que llegué de mi cautiverio, Glafira, su hermana, la modista, me afeitó y cortó el pelo.
—También la conozco. Viven juntas con la mayor, Avdotia, la bibliotecaria. Es una honrada familia de trabajadores. En caso extremo le pediría que, si tú y yo fuésemos detenidos, se quedara con Kátienka. Pero no lo he decidido aún.
—Sólo en un caso extremo. Antes de que eso suceda tendremos tiempo de pensar bien las cosas.
—Dicen que Sima está un poco loca. Y la verdad es que no se puede considerarla una mujer completamente normal. Pero es la consecuencia de su profundidad y originalidad. Es extraordinariamente culta, pero no a la manera de los intelectuales, sino a la de la gente del pueblo. Sus ideas son muy afines a las nuestras. Tranquilamente le confiaría la educación de Kátienka.
De nuevo el doctor se dirigió a la estación y regresó sin haber decidido nada. Todo quedó en suspenso. Ante él y Lara surgía lo desconocido. El día era frío y oscuro como en vísperas de las primeras nevadas. En las encrucijadas a las que el firmamento se asomaba con mayor amplitud que en las largas y estrechas calles, el cielo mostraba un aspecto invernal.
Cuando llegó a casa encontró en ella a Símushka con Lara. Su conversación parecía casi una conferencia dada por la visitante a la dueña de la casa. No quiso molestadas y además deseaba estar sólo un rato. Las mujeres se hallaban en la habitación de al lado, y a través de la puerta entornada, tapada con una cortina, se oían claramente sus palabras.
—No haga caso de que esté cosiendo, Símushka. Le sigo atentamente. En otro tiempo, en la universidad, frecuenté las clases de historia y filosofía. Sus ideas me interesan mucho. Y para mí es un placer escucharla. Estas últimas noches no hemos podido dormir, desasosegados por toda clase de pensamientos. Mi deber de madre es preocuparme de la seguridad de Kátienka, en el caso de que nos ocurra una desgracia. Hay que pensarlo muy bien, y yo, la verdad, no me siento en condiciones de hacerlo. Siento tener que reconocerlo. Estoy destrozada de cansancio y sueño atrasado y su conversación es un sedante para mí. Además, dentro de poco empezará a nevar y cuando nieva es siempre muy agradable oír largas conversaciones inteligentes. Si se mira a la ventana mientras cae la nieve, parece siempre que hay alguien que atraviesa el patio y va a entrar en casa, ¿verdad? Hable, Símushka, la escucho.
—¿Dónde quedamos la última vez?
Yuri Andriéevich no pudo oír la respuesta de Lara. Oyó lo que dijo Sima:
—Se pueden utilizar también las palabras cultura y época. Pero pueden entenderse de distinto modo. Por eso, a causa de su imprecisión, no las utilizaremos: las sustituiremos por otras expresiones. Yo diría que el hombre está constituido por dos partes: Dios y el trabajo. El desarrollo del espíritu humano se efectúa en distintos trabajos de enorme duración en el tiempo. Tales trabajos han sido realizados por generaciones y se han ido sucediendo uno a otro. Un trabajo de este género fue Egipto; otro, Grecia. Un trabajo semejante fue el conocimiento de Dios por parte de los profetas. Otro, el último en el tiempo, que por ahora no ha encontrado nada que lo sustituya, y que es obra de la inspiración moderna, es el cristianismo. Para que pueda comprender lo que este trabajo sin precedentes ha aportado como novedad, para que pueda darse cuenta inmediatamente y de un modo rápido, no como ya lo conoce y está acostumbrada a considerarlo, sino de forma más simple, más directa, examinaré con usted algunos fragmentos de textos religiosos, sólo una mínima parte y, además muy reducida. Casi todos los cánticos de alabanza son una combinación de conceptos del Viejo y Nuevo Testamentos, colocados uno al lado del otro. Los episodios del mundo antiguo: la zarza ardiente, el éxodo de Israel a Egipto, los adolescentes en el horno encendido, la permanencia de Jonás en el vientre de la ballena y tantos más, entroncan con los episodios del Nuevo, las ideas sobre la concepción de María, por ejemplo, y sobre la resurrección de Cristo. En esta frecuente, casi constante combinación, la antigüedad del Viejo, la novedad del Nuevo y su diferencia, se destacan de una manera muy particular. En muchos versículos la maternidad inmaculada de María se parangona con el paso del mar Rojo por el pueblo de Israel. Tomemos por ejemplo: «En el mar Muerto delineábase algunas veces la imagen de la Virgen pura», y «El mar, después del paso de los hebreos, se hizo de nuevo infranqueable, y después del nacimiento de Emmanuel, la Inmaculada permaneció incorruptible». Es decir: después del paso de los hebreos, el mar se hizo de nuevo impracticable, como la Virgen, después de haber alumbrado a Cristo, siguió siendo inmaculada. ¿Entre qué clase de acontecimientos existe la relación? Los dos son acontecimientos sobrenaturales, los dos son considerados prodigios. Pero ¿en qué veían el prodigio dos épocas distintas, la antiquísima, primitiva, y la moderna, postromana, prolongándose en el tiempo? En el primer caso, por orden de un jefe popular, el patriarca Moisés, y por la señal de su vara, el mar se abrió, dejó pasar a todo un pueblo, una masa humana compuesta de centenares de millares de seres, y cuando el último hubo pasado, volvió a cerrarse y cubrió con sus aguas y anegó a los perseguidores egipcios. Un acontecimiento espectacular según el espíritu de la antigüedad: el elemento natural dócil a la voz mágica, una multitud reunida, como las tropas romanas en sus expediciones, un pueblo y un jefe, cosas visibles y audibles, que conmueven la imaginación. En el otro caso, una muchacha, un hecho usual al que el mundo antiguo no habría prestado atención, da en silencio y en secreto la vida a un niño, y da al mundo la vida, el milagro de la vida, «la vida de la vida», como se dirá luego. Su parto es ilegítimo no sólo desde el punto de vista de los fariseos, porque no ha sido sancionado por el matrimonio, sino porque es contrario a las leyes de la naturaleza. Esa muchacha da a luz no por causas fisiológicas, sino en virtud de un prodigio, de una inspiración. Es la misma inspiración por medio de la cual el Evangelio, que contrapone a la normalidad la excepcionalidad y a los días de cutio las fiestas, quiere construir la vida sea como sea. ¡Qué profundo significado tiene este cambio! ¿De qué modo para el cielo (porque todo esto hay que valorarlo con los ojos del cielo, porque todo esto se cumple por voluntad del cielo en el sagrado marco de la unicidad), de qué modo, pues, una particular circunstancia humana, insignificante desde el punto de vista de la antigüedad, se hace, en cambio, para el cielo, equivalente a la emigración de todo un pueblo? Algo ha cambiado en el mundo. Desaparecida Roma, cesaba el poder del número, la obligación, impuesta a cada uno con las armas, de vivir como todos los demás, como la masa. Los jefes y los pueblos desaparecen en el pasado, surge el respeto hacia la personalidad, la afirmación de la libertad. Cada vida humana se convirtió en la historia de un dios, llenó con su contenido todo el espacio del universo. Como se dice en un cántico de la Anunciación, Adán quería ser dios y se equivocó, no lo fue. Pero luego Dios se hizo hombre para hacer de Adán un Dios («Dios es hombre y hace dios a Adán»).
Sima continuó:
—Ahora le diré otra cosa sobre el mismo tema. Pero voy a hacer una pequeña digresión. Por lo que se refiere a la preocupación por los trabajadores, la protección de la madre, la lucha contra el poder del lucro, nuestra época revolucionaria no tiene precedentes, es inolvidable, rica en conquistas que durarán mucho tiempo, siempre. Pero, en cambio, por lo que se refiere a la concepción de la vida, la teoría de la felicidad instaurada hoy no logra hacer creer que se habla en serio de ello, de tal manera parece una ridícula supervivencia. Estas declamaciones sobre jefes y pueblos podrían hacernos volver a los tiempos bíblicos de los pueblos pastores y de los patriarcas, admitiendo que tuviesen la fuerza necesaria para hacer retroceder la vida y rechazar hacia atrás la historia de milenios. Afortunadamente, es imposible. Ahora le diré algo sobre Cristo y la Magdalena, pero no refiriéndome al Evangelio, sino a las oraciones de Semana Santa, creo que del martes o del miércoles. Pero usted ya conoce todo esto, Larisa Fiódorovna. Quiero sólo recordarle algo, sin la pretensión de darle una lección. Como usted sabe, en eslavo, strast (pasión) significa en primer lugar sufrimiento, el sufrimiento del Señor. «El Señor que se adelanta libremente al sufrimiento». Además, la palabra, en su acepción rusa más reciente, tiene también el significado de vicio, de concupiscencia. «Habiendo sometido la dignidad de mi alma a las pasiones, yo me he convertido en una bestia», «expulsados del Paraíso nos esforzaremos en entrar en él por la continencia de nuestras pasiones». Probablemente es una impiedad, pero no me gusta esta clase de lecturas prepascuales destinadas a sofocar la sensualidad y mortificar la carne. Me parecen plegarias vulgares, triviales, privadas de la poesía que alienta en los otros textos religiosos, plegarias compuestas por monjes gordos con la piel grasienta. Por lo demás, es posible que esos monjes hayan vivido estando a bien con la conciencia. No se trata de ellos, sino del contenido de tales fragmentos. En estas lamentaciones se da una importancia exagerada a las distintas debilidades del cuerpo, por bien alimentado o desnutrido que esté. Es repugnante. Cosas secundarias, bajas, insustanciales, adquieren un relieve exagerado, que no merecen. Perdóneme que me haya extendido tanto, antes de llegar a lo principal. Ya está. Siempre me ha interesado saber por qué la mención de la Magdalena se colocaba precisamente en la vigilia de Pascua, en la víspera de la muerte de Cristo y de su resurrección. No puedo explicármelo, pero la admonición sobre la esencia de la vida es oportunísima en el momento de su despedida de la vida y del presentimiento del retorno. Escuche ahora con qué viva pasión, con qué absoluta rectitud se menciona. Se discute sobre si se trata de María Magdalena o de María Egipciaca, o de cualquier otra María. Sea quien sea, ruega así al Señor: «Suéltame de mi culpa como yo suelto mis cabellos». ¡Qué admirablemente expresados la sed de perdón y el arrepentimiento! Se podrían tocar con las manos. Hay otra exclamación semejante en otro himno del mismo día, más concreto, donde con mayor seguridad se trata de Magdalena. Con terrible evidencia se arrepiente de su pasado y lamenta que cada noche vuelvan a encenderse en ella los antiguos impulsos. «La noche reaviva en mí irrefrenables deseos, oscura guerra sin luna del pecado». Ruega a Cristo que acepte las lágrimas de su arrepentimiento y se incline a los suspiros de su corazón, para que ella pueda enjugarle los cándidos pies con sus propios cabellos, a cuyo susurro Eva se esconde en el paraíso, confundida y vergonzosa. «Ungiré tus santísimos pies y los enjugaré con los cabellos de mi cabeza, como Eva en el Paraíso se ocultó de terror entre los suyos, asordados los oídos por el rumor». Luego, de pronto, después del versículo sobre los cabellos, surge esta exclamación: «¿Quién sondeará la multitud de mis pecados, la profundidad de tus designios?». ¡Qué esencialidad, qué igualdad entre Dios y la vida, entre Dios y el individuo, entre Dios y la mujer!
Yuri Andriéevich había vuelto cansado de la estación. Era su día libre de cada década. Frecuentemente, en sus días de libertad, se desquitaba del sueño atrasado de la semana. Estaba tendido en el diván, apoyado sobre el codo. Aunque oía a Sima como en sueños, la escuchaba con gusto.
«Seguro que ha sacado todo esto de mi tío Kolia —pensaba—. Pero ¡qué dotada e inteligente es!»
Se levantó del diván y se acercó a la ventana que daba al patio, como la de la estancia contigua desde la cual las palabras de Lara y Símushka llegaban ahora como un susurro imperceptible.
Comenzaba a anochecer. Dos picazas llegaron volando al patio y lo sobrevolaron buscando dónde posarse. El viento alborotaba e hinchaba ligeramente su plumaje. Se posaron sobre la tapa del cubo de la basura, pasaron sobre la cerca, descendieron al suelo y comenzaron a caminar por el patio.
«Las picazas anuncian la nieve», pensó.
En el mismo instante, tras la cortina, oyó a Sima que decía:
—Las picazas anuncian noticias. Visitas o cartas.
Poco después sonó la campanilla de la puerta, que Yuri Andriéevich había arreglado. Por detrás de la cortina salió Larisa Fiódorovna y con pasos rápidos se dirigió al recibidor, para abrir. Por sus palabras Yuri Andriéevich supo que se trataba de la hermana de Sima, Glafira Severínovna.
—¿Viene a buscar a su hermana? —preguntó Larisa Fiódorovna—. Símushka está con nosotros.
—No, no vengo a buscarla. De todos modos, ¿por qué no? Iremos juntas si ella se va enseguida a casa. Pero no venía a eso. Hay una carta para su amigo. Ya puede darme las gracias por haber trabajado antes en correos. ¡Por cuántas manos no habrá pasado! Me la entregó un conocido. Viene de Moscú. Ha tardado cinco meses en llegar. No conseguíamos encontrar al destinatario. Pero yo sé quién es. Una vez hasta le arreglé la barba.
La carta, compuesta de muchas páginas, sobada y sucia, en un sobre timbrado muchas veces y casi destrozado, era de Tonia. No recordó nunca cómo fue a parar a sus manos: Lara se la entregó sin que él se diese cuenta. Cuando comenzó a leerla sabía aún en qué ciudad y casa se encontraba, pero a medida que iba leyendo perdió la noción de las cosas. Sima se fue, despidiéndose también de él, y él la saludó sin advertirlo, como un autómata. Estaba olvidando dónde se encontraba y quién tenía a su alrededor.
«Yura —escribía Antonina Alexándrovna—, ¿sabes que tenemos una hija? Le hemos puesto el nombre de Masha en recuerdo de tu madre, María Nikoláievna…
»Otra cosa: algunos conocidos hombres políticos, miembros del partido de los cadetes y socialistas de derechas, Miliukov, Kiesewetter, Kuskova y otros, entre ellos el tío Nikolái Alexándrovich Gromeko, han sido expulsados de Rusia, así como todos nosotros por pertenecer a su familia.
»Es una desgracia, sobre todo en tu ausencia, pero hay que resignarse y dar gracias a Dios, por una forma tan benigna de expulsión en un periodo tan terrible. Pero ¿dónde estarás en estos momentos? Envío esta carta a la dirección de Antípova. Ella, si te encuentra, te la entregará. Me atormenta la incertidumbre. No sé si la autorización para partir, que hemos obtenido todos nosotros, se extenderá también a ti, como miembro de nuestra familia, cuando se conozca tu paradero. Creo que estás vivo y que regresarás. Me lo dice el corazón y tengo confianza en su voz. Tal vez a tu regreso las condiciones de vida en Rusia sean menos rígidas y tú mismo puedas pedir una autorización personal para dirigirte al extranjero, y de nuevo nos encontraremos reunidos en alguna parte. Pero, mientras escribo esto, me cuesta creer que alcancemos un día tanta felicidad.
»Todo el mal reside en el hecho de que yo te quiero y tú no me quieres. Me esfuerzo por encontrar el significado de esta condena, de interpretarla y justificarla. Hurgo, araño en mí misma, examino otra vez toda nuestra vida y cuanto sé de mí y no veo el principio y no puedo recordar nada que haya hecho yo como para atraer sobre mí esta infelicidad. Parece como si tú me vieras con engañosos ojos, con ojos no buenos, como bajo una luz falsa, como en un espejo deformante.
»Pero yo te quiero. ¡Si pudieras sólo imaginar cómo te amo! Amo todo lo que hay en ti de particular, lo positivo y lo que no lo es, todos los aspectos comunes de tu persona, tan queridos en su extraordinaria combinación, tu rostro ennoblecido por una luz interior, un rostro que, sin esto, acaso no resultara bello, tu talento y tu inteligencia, que parecen haber ocupado el puesto de toda la voluntad que te falta. Todo lo tuyo es querido para mí y no conozco hombre mejor que tú.
»Pero escucha. Aunque no te quisiera, aunque no me gustaras tanto, quisiera esconder a mí misma esta indiferencia y pensar igualmente en quererte. Sólo por temor a ese humillante y destructivo castigo que es no amar, me guardaría inconscientemente de darme cuenta de que no te amaba. Ni tú ni yo lo sabríamos nunca. Mi corazón me lo escondería porque no amar es casi un homicidio y no tendría fuerzas para inferir tal golpe a nadie.
»Aunque todavía no haya decidido nada, acaso vayamos a París. Veré esos lugares lejanos donde te llevaron de niño y donde se educaron mi padre y mi tío. Mi padre te envía recuerdos. Shura está muy crecido, no es guapo, pero es un muchacho fuerte y robusto y cuando hablamos de ti, llora amarga y desconsoladamente. No puedo continuar. Se me destroza el corazón. Adiós. Deja que te haga la señal de la cruz por toda nuestra interminable separación, los peligros, lo desconocido, por todo tu largo, largo y oscuro camino. No te acuso de nada, no te hago ningún reproche. Haz de tu vida lo que quieras, con tal de que sea para bien tuyo.
»Antes de partir de esos terribles Urales tan fatales para nosotros, conocí, pero no a fondo, a Larisa Fiódorovna. Le debo mucha gratitud. Estuvo siempre cerca de mí cuando me hallaba en alguna dificultad, y me ayudó durante el parto. He de reconocer sinceramente que es una gran persona, pero no quiero fingir: es precisamente mi polo opuesto. Yo vine al mundo para simplificar la vida y buscar el justo camino. Ella, para complicarse la vida y apartarse del camino recto.
»Adiós, he de terminar. Han venido a buscar la carta y es hora de prepararse. ¡Oh Yura, amor mío querido, marido mío, padre de mis hijos!, ¿qué ha sucedido? No volveremos a vernos nunca, nunca más. Ahora acabo de escribir estas palabras, pero ¿te das cuenta de su significado? ¿Comprendes, comprendes? Me dan prisa y es como si me dijeran que han venido para conducirme al patíbulo. ¡Yura! ¡Yura!»
Yuri Andriéevich levantó de la carta los ojos ausentes y sin lágrimas, ciegos y secos por el sufrimiento. No veía nada a su alrededor, no se daba cuenta de nada.
Afuera nevaba. A causa del viento la nieve descendía oblicuamente, cada vez más rápida y espesa, como para ganar el tiempo perdido. Yuri Andriéevich miró ante sí, fuera de la ventana, como si no la viese caer y continuara la lectura de la carta de Tonia, como si en lugar de estrellitas de nieve cayeran trocitos blancos de papel entre pequeñas letras negras, sin fin, sin fin.
Gimió sin darse cuenta y se llevó la mano al corazón. Tuvo la sensación de que iba a desmayarse, dio algunos pasos inseguros hacia el diván y se derrumbó sin sentido sobre él.