Hacía tiempo que las familias de los partisanos seguían en sus carros al grueso del ejército, junto con sus hijos y sus bienes A la cola del convoy hacían avanzar sus rebaños, sobre todo vacas, de las cuales había varios millares de cabezas.
Entre las mujeres de los partisanos figuraba la de un soldado, Zlydarija o Kubarija, curandera a la luz y bruja a la sombra.
Llevaba un bonete en forma de rosca, ladeado sobre una oreja y un capote de color guisante de los tiradores reales escoceses que pertenecía al equipo que los ingleses habían entregado al Regente Supremo. Decía que tales prendas las había cortado y cosido con sus propias manos utilizando su ropa de detenida, y que los rojos la habían libertado de la cárcel de Kiezhma, donde, por desconocidos motivos, la había encerrado Kolchak.
Ahora los partisanos se encontraban en una nueva localidad. Se supuso que sería un alto provisional, hasta que se hubiesen explorado los alrededores y se hallara un lugar mejor y más seguro para establecer el campamento de invierno. Pero las circunstancias obligaron a los partisanos a pasar allí todo el invierno.
El lugar no se parecía en nada a Lisi Otok, abandonado no hacía mucho. Era una espesa e impenetrable selva de taigá que se extendía a lo lejos al otro lado del camino. Los primeros días, mientras las tropas preparaban el nuevo vivaque y disponían las cosas para vivir allí, Yuri Andriéevich dispuso de algún tiempo libre. Exploró el bosque en varias direcciones y comprobó lo fácil que era perderse en él. Dos lugares llamaron su atención y se grabaron en su memoria.
A la salida del campo y del bosque, al que el otoño había desnudado y dejaba espacio libre a los ojos, como si se hubiese abierto una puerta para dar entrada a su vacuidad, crecía un bello y solitario serbal de color de herrumbre, único árbol que había conservado sus hojas. Se erguía sobre un otero surgido de las enfangadas tierras y elevaba hacia el cielo los chatos corimbos de sus duras bayas, que se abrían sobre la plomiza oscuridad de la intemperie que precede al invierno. Los pájaros invernales de plumas claras como las heladas auroras, pinzones y paros, iban a posarse en el serbal, picoteaban lentamente, eligiéndolas, las bayas mayores y, levantando las cabecitas y alargando el cuello, las engullían penosamente.
Entre los pájaros y el árbol se había establecido una especie de viva intimidad. Era como si el serbal comprendiese y, después de haberse resistido mucho, se hubiese rendido, cediendo apiadado y, desabrochada la blusa, ofreciera su pecho como una madre al recién nacido: «No se puede con vosotros. En fin, comed, comed. Alimentaos». Y sonreía.
El otro lugar del bosque era todavía más sorprendente.
Hallábase sobre una especie de altura que por una parte estaba cortada a pico. Parecía como si abajo, en la torrentera, hubiera de encontrarse algo muy distinto de lo que había arriba: un río, o un valle, o un prado perdido, cubierto de altas hierbas. En cambio, había las mismas cosas, pero a una profundidad vertiginosa, a otro nivel: las mismas cosas abajadas, deslizadas junto con las copas de los árboles. Debió de haber sido la consecuencia de un enorme desprendimiento de tierras.
Era como si aquella fabulosa selva sombría que se elevaba hasta las nubes, al ponerse en movimiento con toda su masa, se hubiese derrumbado y, a punto ya de caer en un abismo, en las entrañas de la tierra, en el momento decisivo, como por un milagro, se hubiera detenido sobre la tierra. Y estaba allí abajo, haciendo rumorear sus hojas, incólume, intacta.
Pero no sólo por eso, sino también por otra particularidad, distinguíase de la altura boscosa: la plataforma que formaba la cumbre estaba bordeada por bloques verticales de granito formando un talud, y parecidos a las planas y pulidas lastras de los dólmenes. Cuando Yuri Andriéevich acudió allí por primera vez, hubiese jurado que aquella barrera de piedras no era de origen natural, sino que se debía a la mano del hombre. En muy lejanos tiempos debió de ser un templo pagano, un lugar dedicado por desconocidos idólatras a sus ritos religiosos y sacrificios.
En aquella altura, en una fría y nublada mañana, fueron ejecutados los once partisanos de la conjura y dos enfermeros que habían destilado samogón.
Una veintena de partisanos, escogidos entre los más devotos a la revolución, junto con un pequeño destacamento de la guardia especial del estado mayor, los condujeron a aquel lugar. La escolta formó en semicírculo en torno a los condenados. Con las bayonetas caladas en los fusiles habían de empujarlos a paso de carga hasta el borde rocoso de la plataforma, donde no podrían hacer otra cosa que saltar al abismo.
Los interrogatorios, la larga detención y las humillaciones sufridas habían despojado de toda apariencia humana a aquellos hombres. La barba había ennegrecido sus rostros, demacrados y horribles como de espectros.
Los desarmaron al principio del sumario y a nadie se le ocurrió registrarlos por segunda vez antes de ser ejecutados. Les hubiese parecido una bajeza inútil, una burla hecha a unos hombres condenados a morir.
De pronto, Rzhanitski, el amigo de Vdovichenko, que caminaba al lado de este, un viejo anarquista como él, disparó tres veces sobre la escolta, apuntando a Sivobliúi. Rzhanitski era un tirador excelente, pero a causa de la emoción le tembló la mano y no dio en el blanco. Por un sentido de humanidad y compasión por aquellos que habían sido sus camaradas, a los partisanos les faltó valor para lanzarse sobre Rzhanitski, o responder al atentado con una inmediata descarga, sin aguardar órdenes. A Rzhanitski le quedaban todavía tres tiros, pero, olvidándolo acaso en la excitación, irritado por el fracaso, arrojó el revólver contra las piedras. Al chocar con estas, la pistola se disparó por cuarta vez e hirió en una pierna al condenado Pachkolia, uno de los enfermeros.
El herido lanzó un gritó, se agarró la pierna y cayó gimiendo de dolor. Pafnutkin y Gorázdyj, que estaban cerca de él, lo levantaron y, sosteniéndolo por las axilas, lo sacaron de allí para que, en la confusión, sus compañeros no lo pisotearan. Efectivamente, todos habían perdido la cabeza. Pachkolia, saltando y cojeando, porque no podía valerse de la pierna herida, sin dejar de gritar avanzó hacia el borde rocoso por donde debían ser arrojados los condenados. Sus gritos inhumanos fueron contagiosos. Como obedeciendo a una señal, todos perdieron el dominio de sí mismos. Fue el comienzo de algo inimaginable. Llovieron los juramentos, las súplicas, los lamentos y las maldiciones.
El joven Galuzin se quitó de la cabeza el gorro con los galones amarillos de la escuela real, que todavía llevaba puestos, se puso de rodillas y así, sin levantarse, en medio de los condenados, comenzó a recular hacia el espantoso roquedal. A cada instante se inclinaba ante el pelotón, sollozaba y, sin saber lo que decía, suplicaba como loco a los soldados:
—Soy culpable, hermanos, pero tened piedad. No lo haré nunca más. No me matéis, no me hagáis morir. Todavía no he vivido bastante, soy joven aún. Dejadme vivir un poco, para ver, aunque sea una sola vez, a mi madre, a mi madrecita. Perdonadme, hermanos. Perdonadme. Os besaré los pies. Seré vuestro esclavo. ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! ¡Estoy perdido! ¡Mamá! ¡Mamá!
En el centro del grupo, otro, que no se veía quién era, se lamentaba también.
—Compañeros queridos, buenos camaradas. ¿Qué vais a hacer? Recobrad el juicio. Juntos hemos vertido nuestra sangre en dos guerras. Juntos hemos luchado por la misma causa. Tened piedad, soltadnos. No olvidaremos nunca vuestra bondad. Nos la mereceremos y os lo demostraremos con hechos. ¿Os habéis vuelto sordos, que no respondéis? ¡Vosotros no sois cristianos!
Alguien le gritaba a Sivobliúi:
—¡Judas, traidor de Cristo, que eso es lo que eres! ¿Qué traidores somos nosotros comparados contigo? Tú eres un perro tres veces traidor. A ti debieran degollarte. Prestaste juramento a tu zar, y tú mataste a tu zar legítimo, nos juraste fidelidad a nosotros y nos vendiste. Besa a tu demonio de Lesnyj antes de traicionarlo. Porque es seguro que lo traicionarás también.
Incluso al borde de su tumba Vdovichenko permaneció fiel a sí mismo. Alta la cabeza con los cabellos alborotados por el viento, en voz alta, para que todos pudieran oírlo, se dirigió a Rzhanitski, como de comunardo[82] a comunardo:
—¡No te humilles, Bonifatsi! Tus protestas no les llegarán. Estos nuevos oprichniki[83], estos verdugos de nuevo cuño no te comprenderán. Pero no pierdas el ánimo. La historia lo aclarará todo. La posteridad clavará en el poste del deshonor a los mandones de este imperio de comisarios y su innoble mentira. Morimos como mártires por nuestras ideas en la aurora de la revolución mundial. ¡Viva la revolución del espíritu! ¡Viva la anarquía mundial!
Una descarga de veinte fusiles dispuesta por una orden silenciosa, oída sólo por los que dispararon, derribó a la mitad de los condenados. Los demás fueron abatidos por otra descarga. El que se debatió más tiempo fue Teriochka Galuzin. Pero también él quedó, al fin, inmóvil.
Los partisanos no renunciaron enseguida a la idea de acampar, para pasar el invierno en otra localidad más hacia oriente. Los reconocimientos y la exploración de la zona situada al otro lado de la gran carretera y a lo largo de la línea que separa las aguas del Vytka y del Kiezhma duraron bastante tiempo. Frecuentemente Liveri se alejaba del campamento para dirigirse a la taigá, dejando solo al doctor. Pero era ya demasiado tarde para trasladarse a otro lugar en el supuesto de que se encontrase fácilmente. Era la época en que los partisanos experimentaron los mayores fracasos. Antes de su aplastamiento definitivo, los blancos decidieron acabar de una vez para siempre, de un solo golpe, con las unidades irregulares de los bosques y, poniendo en acción todos sus efectivos, los rodearon. Los partisanos se vieron atacados por todas partes Si el diámetro del cerco hubiese sido menor, la situación habría resultado catastrófica. Los salvó la amplitud del cerco enemigo. En efecto, ante la inminencia del invierno, el enemigo no se hallaba en condiciones de hacer converger sus alas a través de la impracticable e ilimitada extensión de la taigá, para rodear cada vez más de cerca a las tropas campesinas. De todos modos, se había hecho imposible llevar a cabo cualquier movimiento. Ciertamente, si hubiese existido un plan de traslado de tropas que garantizase seguras ventajas militares, hubiera sido posible profundizar el cerco y establecer nuevas posiciones.
Pero no había sido previsto un plan semejante. Los comandantes más jóvenes estaban desanimados y perdían la influencia sobre sus subalternos. Los más viejos se reunían en consejo cada noche y proponían soluciones contradictorias.
Había que dejar de buscar una nueva localidad para invernar, y fortificarse en la profundidad del bosque, donde ya se encontraban. En invierno, con la nieve alta, el bosque se hacía impenetrable al enemigo, que carecía de esquíes. Había que cavar trincheras y hacer una buena provisión de víveres.
El partisano Bisiurin, que pertenecía a intendencia, anunció la gran escasez de harina y patatas. En compensación había doble cantidad de ganado y Bisiurin preveía que en invierno el alimento principal sería la carne y la leche.
Además faltaban prendas de abrigo. Muchos partisanos iban casi desnudos. Por este motivo se dio muerte a todos los perros del campo y los expertos confeccionaron chaquetas de piel de perro, con el pelo por fuera.
Al doctor se le negaron medios de transporte, porque los carros se utilizaban para necesidades más importantes. Durante la última etapa los enfermos graves hubieron de ser transportados a pie, en angarillas, a lo largo de cuarenta verstas.
Por lo que se refiere a las medicinas, quedaba solamente quinina, yodo y sal de Glauber. El yodo, indispensable para las operaciones y la medicación, estaba en cristales, que había que disolver en alcohol. Lamentáronse entonces haber destruido la producción de samogón y se dirigieron a los destiladores menos culpables, rehabilitados en su tiempo, para que reparasen los antiguos aparatos de destilación o fabricaran otros nuevos. De este modo, para usos médicos, fue reorganizada la producción de samogón, abolida antes. En el campamento la gente guiñaba el ojo y sacudía la cabeza. A causa de la creciente desmoralización, volvió a extenderse la embriaguez.
En la destilación alcohólica se llegó casi a los cien grados. El líquido de tal graduación disolvía bien los preparados cristalinos. Más tarde, a principio del invierno, con quinina disuelta en aquel samogón, Yurí Andriéevich curó los casos de tifus exantemático que se manifestaron de nuevo con los grandes fríos.
En aquellos días el doctor volvió a ver a Pamfil Palyj, ahora con su familia. Su mujer y sus hijos habían pasado todo el verano huyendo por los polvorientos caminos, viviendo a la intemperie. Estaban aterrorizados por los horrores vividos y seguros de que vivirían otros nuevos. Su peregrinación los había marcado con huellas indelebles. La mujer y sus tres hijos, un varón y dos niñas, tenían los cabellos del color del lino, luminosos, quemados por el sol, y blancas y severas cejas en sus rostros bronceados y curtidos por el viento. Los niños eran todavía demasiado pequeños para que los sufrimientos hubieran dejado huellas en ellos, pero los numerosos peligros e impresiones vividas habían borrado del rostro de la madre todo signo de vitalidad, dejando sólo en él la fría regularidad de los rasgos, los labios apretados y sutiles como un hilo y esa tirante inmovilidad del sufrimiento siempre a la defensiva.
Pamfil amaba a los cuatro ciegamente, sobre todo a los niños, y con la punta de un hacha bien afilada tallaba para ellos juguetes de madera, liebres, osos y gallos, con una habilidad que sorprendía al doctor.
Cuando llegaron, Pamfil recobró la alegría y comenzó a reponerse. Pero pronto se supo que a causa de la nociva influencia que las familias ejercían sobre la moral de los hombres, los partisanos serían separados de sus familiares, el campamento se libraría de esta carga y el convoy de mujeres acamparía, bajo la protección de una guardia armada, a cierta distancia del campamento general, para pasar el invierno. La verdad era que había más rumores que disposiciones concretas en este sentido. El doctor no creía que pudiera llevarse a cabo esta medida. Pero Pamfil se ensombreció y se repitieron las apariciones.
En el umbral del invierno varias causas provocaron en el campamento un largo período de inquietud e incertidumbre sobre el porvenir, de interrogantes angustiosos y confusos, de extrañas incongruencias.
Los blancos habían logrado su propósito de cercar a los rebeldes. Al frente de las operaciones ya realizadas figuraban los generales Vitsyn, Kvadri y Basalygo, que tenían fama de hombres firmes y decididos. Sus solos nombres bastaban para aterrorizar a las mujeres de los partisanos y a la población civil que, no habiendo abandonado sus hogares, se había quedado en los pueblos al otro lado del cerco enemigo.
Como se ha dicho, era difícil que el cerco pudiera estrecharse. Sobre este particular se podía estar tranquilo. Sin embargo, no era posible permanecer inactivos. Aceptar tranquilamente la situación significaba fortalecer moralmente al enemigo. Aunque aquella trampa no era demasiado peligrosa, era necesario esforzarse en salir de ella, aun cuando sólo fuera por hacer una demostración de fuerza.
Con este objeto se hizo una ingente selección de fuerzas partisanas que fueron concentradas amenazando la parte occidental de la bolsa. Los combates se sucedieron durante muchos días. Los partisanos batieron al enemigo, rompieron la línea en aquel punto y penetraron en la retaguardia.
A través de la brecha establecida se abría a los rebeldes el acceso a la taigá. Una multitud de fugitivos afluyó por aquella parte para reunirse con las unidades partisanas, un torrente de pacífica gente campesina, que no estaba constituido solamente por las familias de los partisanos. Todos los campesinos de la zona se habían puesto en movimiento, aterrorizados por las represiones de los blancos. Abandonaron sus hogares y se dirigieron instintivamente hacia el ejército campesino de los bosques, en el cual veían su salvación.
En el campamento había ya cierta tendencia a librarse de los propios parásitos. Los partisanos no tenían intención de acoger otros nuevos, sobre todo extraños. Por este motivo salieron al encuentro de los fugitivos, los pararon en mitad del camino e hicieron que se desviaran hacia un molino que se hallaba junto al riachuelo Chilimka. El lugar —un claro cultivado, en el cual, junto al molino, habían surgido en otro tiempo pequeñas masadas— se llamaba Dvory. Allí pensaban establecer un campamento donde pudieran invernar los fugitivos y prepararse un depósito de víveres.
Pero, en la espera, los acontecimientos siguieron su curso y el mando del campamento se vio desbordado.
La victoria lograda sobre el enemigo no había sido decisiva. Los blancos dejaron que los partisanos penetraran en su territorio y les cortaron la comunicación y contacto con su campamento, cerrando el cerco nuevamente. El destacamento que penetró en la retaguardia se vio completamente aislado, cortado el camino de regreso a la taigá.
También las mujeres fugitivas tuvieron dificultades. En el bosque espeso era complicado encontrarse y los partisanos enviados en su busca perdieron sus huellas y retrocedieron sin noticia alguna sobre ellas. Las mujeres habían penetrado por su cuenta en la taigá, como un instintivo torrente, llevando a cabo durante su marcha verdaderos prodigios de ingenio, talando el bosque, construyendo puentes y pasadizos de ramas, abriendo auténticos caminos.
Las cosas se resolvieron contrariamente a las intenciones del estado mayor de los bosques y trastornaron de abajo arriba los planes de Liveri y sus previsiones.
Por este motivo Liveri discutía acaloradamente con Svirid. La discusión tenía efecto junto a la gran carretera que, en aquel lugar, cruzaba una pequeña parte de la taigá. Allí sus ayudantes discutían si debían o no cortar los hilos del telégrafo, que seguían el trazado de la carretera. Livieri debía decidir, pero estaba ocupado hablando con un cazador vagabundo y, con la mano, hacía señas a los demás indicándoles que se reuniría enseguida con ellos, que lo aguardaran y no se fuesen.
Durante mucho tiempo Svirid no había podido soportar la condena y fusilamiento de Vdovichenko, que no fue culpable de nada, excepto de que su influencia, al rivalizar con la autoridad de Liveri, determinaba una escisión en el campo. Svirid quiso abandonar a los partisanos para vivir de nuevo a su manera, en libertad, como en otros tiempos. Pero ya no era posible. No podía disponer de sí y si abandonaba ahora a los Hermanos del Bosque, le esperaría la misma suerte que a los fusilados.
Hacía el peor tiempo que pudiera imaginarse. Violentas ráfagas de viento arrastraban a ras de tierra jirones de nubes negras como la pez. De pronto comenzó a nevar con la impaciencia febril de una especie de locura blanca.
En un momento, el aire quedó envuelto en una sábana blanca y la tierra se extendió, blanca también, a lo lejos. Pero con la misma rapidez, esta blancura se consumió, desapareció y de nuevo surgió la tierra negra como el carbón, el cielo negro se vio cruzado por las hinchadas nubes de los aguaceros que caían a lo lejos. La tierra no podía absorber ya más agua. En los momentos en que amainaba, abríanse las nubes como si en lo alto, para ventilar el cielo, abriesen ventanas a través de las cuales se transparentaba un frío y vítreo blancor. En la tierra, el agua inmóvil, no absorbida por el suelo, replicaba con las ventanas abiertas de las charcas y aguazales, que resplandecían con la misma fría luminosidad.
La borrasca flotaba como una humareda sobre el bosque de coníferas perfumado de resina, y no penetraba en él, como el agua no pasa a través de un hule. Las gotas de lluvia colgaban una junto a otra, sin desprenderse, de los cables del telégrafo y hacía que estos pareciesen hilos de perlas ensartadas.
Svirid figuraba entre los que habían penetrado a través de la taigá al encuentro de los fugitivos. Volvía para dar cuenta al jefe de lo que había visto, la confusión provocada por las órdenes contradictorias, todas igualmente irrealizables. Deseaba contarle las atrocidades que habían cometido las mujeres más débiles, perdida ya toda huella de humanidad.
A las jóvenes madres, que avanzaban a pie con bultos, sacos y niños de pecho, se les retiraba la leche. Aniquiladas por el cansancio y poseídas por una especie de locura, abandonaban a los lactantes por el camino, vaciaban los sacos de harina y se volvían atrás. Era mejor acabar de una vez que esperar una larga muerte por hambre, entregarse al enemigo que ser presa de los lobos.
Otras, las más fuertes, habían demostrado una resistencia y un valor desconocidos por los hombres. Svirid tenía muchas más noticias. Quería dar cuenta al jefe del peligro de una nueva revuelta en el campamento, más grave que la ya sofocada, pero a causa de la impaciencia de Liveri que lo apremiaba rabiosamente, impidiéndole dar fin a su conversación, no encontraba las palabras. Por otra parte, Liveri lo interrumpía continuamente, no sólo porque lo esperaban en la carretera y le hacían señas y lo llamaban, sino también porque en las dos últimas semanas no habían hecho otra cosa que contarle aquellos hechos y se los sabía al dedillo.
—No me des prisa, camarada jefe. Yo no soy hombre de palabra fácil. A mí las palabras se me quedan entre los dientes, se me atraviesan en la boca. ¿Qué te estaba diciendo? Debes ir a ver a las siberianas del convoy y decirles a esas mujeres algo que se convierta en ley. ¡Si vieras la confusión que hay entre ellas! Te pregunto qué significa todo esto: «Todos contra Kolchak», o bien una pandilla de mujeres que nos tienen a mal traer.
—Sé breve, Svirid. Ya ves que me están llamando. Ve al avío.
—No nos dejemos atrás a esa bruja curandera, la Zlydarija. ¡A saber qué diantre de mujer es esa! Quiere que la consideremos como vetrinaria de los animales.
—Se dice veterinaria, Svirid.
—¿Y qué te estoy diciendo? Digo vetrinaria, mujer que cura a los animales. Pero lo que hace esa mujer no es curar a los animales. Le ha dado por contar historias, y no hace otra cosa que corromper a las fugitivas. Les dice que cada palo aguante su vela, que a eso conduce haberse arremangado las sayas para correr detrás de la bandera roja. Y que así aprenderán a tener cabeza.
—No sé de que fugitivas me estás hablando. ¿De las nuestras, las partisanas, o las otras?
—De las otras, se comprende. De las nuevas, las que no tienen nada que ver con nosotros.
—Se ha dispuesto que se unieran con las de Dvory, en el molino de Chilimka. ¿Cómo es que están aquí?
—¿Conque Dvory, eh? De tu Dvory no quedan ni las cenizas. El molino y todo el campo cultivado ha ardido por los cuatro costados. Cuando llegaron a Chilimka, las mujeres vieron que aquello era un desierto pelado. Muchas se volvieron locas, se pusieron a gritar y retrocedieron hasta las posiciones de los blancos. Las otras han dado media vuelta y se han venido al convoy con todos los trastos.
—¿A través del bosque y los pantanos?
—¿Y para qué sirven las hachas? Se ha enviado a nuestros hombres para protegerlas, y les han ayudado. Dicen que con el hacha se han abierto hasta aquí un camino de treinta verstas. ¡Y hasta han construido puentes! ¡Cosa de locos! Dime si eso es propio de mujeres. En tres días han hecho cosas que si no se ven no se creen.
—¡Animal! ¡Tenemos motivos para estar contentos, pedazo de bestia! Esto les irá a Vitsyn y Kvadri como anillo al dedo. ¡Han abierto treinta verstas de camino por la taigá! Los otros no tienen más que empujar la artillería.
—No has pensado en los flancos. Protege las alas y no hay que preocuparse.
—¿Crees que no había pensado en ello antes que tú?
Los días se acortaban. A las cinco era ya oscuro. Al crepúsculo, Yuri Andriéevich se dirigió hacia el campamento atravesando la carretera, donde pocos días antes Liveri y Svirid habían estado discutiendo. Al lado del claro y del otero donde crecía el serbal, en el límite del campo, oyó la voz procaz e insolente de Kubarija, su rival como llamaban en broma a la veterinaria. La mujer cantaba con voz estridente y quejumbrosa una canción alegre y movida, acaso una chastushka. Algunas personas la escuchaban. Voces de hombres y mujeres la interrumpían de vez en cuando con explosiones de risa aprobadora. Luego todo calló. Probablemente se habían alejado los oyentes.
Entonces Kubarija cantó de otra manera, para ella y a media voz, creyendo estar sola. Temiendo hundirse en un fangal, Yuri Andriéevich avanzaba lentamente, en la oscuridad, a lo largo de un sendero que rodeaba la llanura pantanosa ante el serbal, pero de pronto se detuvo impresionado. Kubarija había empezado a cantar una antigua canción rusa que él desconocía. ¿O acaso improvisaba?
La canción rusa es como el agua entre diques. Parece quieta, inmóvil, pero en lo hondo brota sin pausa de los manantiales y la calma de su superficie es engañosa.
Por todos los medios posibles, con reiteraciones y paralelismos, la canción demora el desarrollo del tema, que se da gradualmente. Luego, de pronto, se pone de manifiesto y nos llena de estupor. Es una profunda nostalgia, contenida, dominada, que al final irrumpe en el canto. Es un insensato intento de encerrar el tiempo en las palabras.
Kubarija cantaba y recitaba alternativamente:
Huía un gazapo por el blanco mundo,
por el blanco mundo, por la blanca nieve.
Huía el gazapo debajo del serbo,
huía, y debajo del serbo lloraba:
«¡Ay, que tengo, tengo el corazón cuitado,
corazón cuitado que se asusta mucho!
Soy gazapo y tengo miedo de las fieras,
de las fieras crueles y del vientre del lobo.
Ten, hermoso serbo, piedad del gazapo,
ampárame, serbo, con tus bellas ramas.
No des tu belleza al mal enemigo,
al mal enemigo, al malvado cuervo.
Esparce a puñados tus bayas al viento,
en el blanco mundo y en la nieve blanca,
haz que rueden lejos, a mi amada tierra,
a la última casa que está junto al bosque,
la última ventana y la alcoba aquella.
Una prisionera allí está escondida,
es el amor mío, la que yo más quiero.
Y di tú al oído de la pobrecilla
cálidas palabras, palabras ardientes.
Soldado de guerra, en prisiones vivo.
Soldado, estoy triste en tierras lejanas.
Pero huiré muy pronto de mi amarga cárcel,
huiré hasta ese serbo que es la amada mía.»
La partisana Kubarija exorcizaba a la vaca enferma de la mujer de Pamfil, Agafia Fotievna Palyja, a quien llamaban familiarmente Fatievna. La vaca había sido alejada de la vacada, llevada junto a un matorral y atada por un cuerno a un árbol. Junto a las patas delanteras su dueña estaba sentada en un tocón, y detrás, en un escabel que se utilizaba para el ordeño, la maga.
El resto de la vacada se hallaba diseminado por el pequeño claro, rodeado por todas partes, como si fuera un muro, por los copudos abetos, altos como montañas, que parecían haberse sentado en tierra con las grandes patas de sus largas ramas inferiores.
En Siberia se criaba una raza muy apreciada de vacas suizas, casi todas del mismo color, negras con manchas blancas. Los animales no estaban menos expuestos a las privaciones que los hombres, a causa de los largos recorridos y el insoportable apretujamiento. Este era el principal motivo de sus enfermedades. Pegadas una a otra, olvidaban, en su estupidez, cuál era su sexo y, mugiendo, montaban como toros una encima de otra, levantando fatigosamente las grandes y pesadas ubres. Las terneras así cubiertas levantaban la cola y, destrozando ramas y arbustos, se refugiaban en el bosque, donde las perseguían, dando gritos, los viejos pastores y jóvenes vaqueros.
Confinadas en el estrecho cercado que las copas de los abetos trazaban en el cielo invernal, las nubes blanquinegras se acumulaban sobre el claro tempestuosa y desordenadamente y por eso los animales se empinaban y amontonaban unos sobre otros.
Algunos curiosos, formando grupo aparte, molestaban a la hechicera. Ella los miraba de pies a cabeza con una mirada hostil, pero se habría menoscabado su dignidad si admitía que la fastidiaban. Lo impedía su amor propio de artista y fingía no darse cuenta. El doctor la miraba desde el grupo, ocultándose a su vista. Era la primera vez que podía observarla bien. Kubarija vestía su acostumbrado gorro inglés y el capote color guisante de las tropas aliadas, ligeramente suelto. Por lo demás, al ver la sombría pasión que animaba los rasgos orgullosos de esta mujer de edad madura y que daba a sus ojos y sus pestañas la llama de una extraña juventud, se comprendía hasta qué punto le tenía sin cuidado todo, lo que poseía y lo que no poseía.
Pero lo que sorprendió a Yuri Andriéevich fue el aspecto de la mujer de Pamfil. En pocos días había envejecido espantosamente. Sus ojos desmesuradamente abiertos parecían estar a punto de salirse de sus órbitas. En su cuello, largo como un palo, latía una vena hinchada. A tal estado la había reducido el terror.
—No da leche, querida —decía Agafia—. Creía que tendría otra subida de la leche, pero no. Hace tiempo que hubiese debido darla, y nada.
—No tiene nada que ver la subida de la leche. ¿No has visto el forúnculo que tiene en el pezón? Te daré una hierba con manteca para que se lo untes. ¿Qué más te pasa?
—La otra desgracia mía es mi marido.
—Le haré un hechizo para que no te engañe. Si puedo. Se pegará a ti y no podrás quitártelo de encima. Dime la tercera desgracia.
—No me engaña. Pero lo preferiría. La desgracia es precisamente que hace lo contrario, se ha pegado a mí y a los niños, y se consume por nuestra causa. Yo sé lo que piensa. Piensa que dividirán el campamento y nos mandarán a otra parte, que iremos a parar a manos de quién sabe quién y él no estará con nosotros, y nadie nos defenderá. Piensa que nos torturarán, que se divertirán con nuestros tormentos. Conozco bien sus pensamientos. Con tal de que no haga ningún disparate…
—Lo pensaremos. Le quitaremos la melancolía. Dime la tercera desgracia.
—¡No tengo tercera desgracia! Las únicas que tengo son la vaca y mi marido.
—¡Eres pobre en desgracias, madrecita! Ya puedes estar contenta de lo mucho que te quiere Dios. Hoy día hay que buscar con una candela a las mujeres como tú. Dos penas para un pobre cabecita, y una de las dos es un marido demasiado bueno. ¿Cuánto me das por curarte la vaca? Hablemos de esto.
—¿Qué quieres?
—Una barra de pan blanco y tu marido.
En torno a ellas todos se echaron a reír.
—¿Te estás burlando de mí?
—Bueno, si te resulta tan caro, renuncio al pan. Me basta con tu marido.
Las risas se multiplicaron.
—¿Cómo se llama? No tu marido, la vaca.
—«Krasava.»
—Por lo menos la mitad de la vacada se llama «Krasava»[84]. De todos modos, no importa. Voy a bendecirla.
Y comenzó a exorcizar a la vaca. Al principio su sortilegio se refirió exclusivamente al animal. Luego se dejó llevar por su impulso y recitó a Agafia una verdadera lección sobre la magia y sus aplicaciones. Yuri Andriéevich escuchaba como hechizado las delirantes afirmaciones de la mujer, como cuando, llegado a Siberia desde la Rusia europea, escuchó cautivado la florida conversación de Vakj el cochero.
La mujer soldado decía:
—Tía Morgosia, ven a vernos. Martes, miércoles, quítale el hechizo al forúnculo. Quítate, emplasto, del pezón de la vaca. Estate quieta, «Krasava», que me vas a tirar la banqueta. Como un monte eres, darás un río de leche. Demonio, al orco irás, y la postilla le quitarás y a las ortigas la echarás. Palabra de curadora es palabra de emperadora. Hay que saberlo todo, Agafiushka: mandar y desmandar, palabras que ofenden y palabras que defienden. Tú miras y crees que es el bosque. Y no lo es. Es la fuerza impura que lucha con el ejército de los ángeles, y combate como vosotros contra vuestro enemigo. O mira donde yo, por ejemplo, te señalo. No a esa parte, querida. Mira con los ojos y no con el cogote, allí donde te señalo con el dedo. ¡Ahí, ahí! ¿Qué crees que es eso? ¿Te imaginas que es el viento que ha torcido y retorcido juntas las ramas del abedul? ¿Crees que es un pájaro que quiere hacer su nido? Pues no lo es. Es una verdadera diablura. Es una rusalka que trenza una guirnalda para su hija. Ha oído llegar a la gente y se ha marchado. La han asustado. Pero por la noche vendrá a terminarla, ya verás. O también vuestra bandera roja. ¿Qué crees? ¿Crees que es una bandera? No, ¿sabes?, no es una bandera: es el pañuelo rojo encantado de la Muchacha Dadora de la Muerte, que atrae con él. ¿Por qué atrae? Con el pañuelo atrae a los mozos, y les guiña el ojo, los atrae a la muerte para hundirlos en la desgracia. ¡Y vosotros creíais que era una bandera! Ya podéis reíros de mí, pobres y proletarios de todos los países. Pero ahora hay que saberlo todo, madrecita Agafia, todo, todo como es. Qué pájaro, qué hierba, qué piedra. Ahora, por ejemplo, ese pájaro será un estornino. El animal será el tejón. Ahora, por ejemplo, piensa con quién quieres divertirte y bastará que me lo digas. Haré que venga el que tú quieras. Si quieres, vendrá el jefe de todos vosotros, el jefe de los bosques, o Kolchak, si quieres. O el zariévich Iván[85], si quieres. ¿Crees que lo digo por decir, que miento? No, yo no miento. Mira, escucha. Vendrá el invierno y vendrá la tormenta, y lanzará sobre el campo torbellinos de nieve y remolinos de aire. Y en esos torbellinos de nieve, en esos remolinos de nieve, clavaré mi cuchillo, hasta el mango clavaré mi cuchillo en la nieve, y lo sacaré rojo. ¿Qué? ¿Viste? ¿Eh? Y te creías que estaba mintiendo. Pero ¿a que no sabes de dónde viene la sangre de un torbellino de tormenta? Esto es viento, aire, polvo de nieve. Pero el caso es, madrecita, que no es viento ni tormenta, es la bruja sin marido que se ha transformado y ha perdido a su hijo. Y lo busca por los campos y llora y no puede encontrarlo. En él es donde se clava mi cuchillo. Por eso lo rojo es sangre. Y con este cuchillo te corto y recorto la figura de quien quieras y con hilo de seda te la coseré a la falda. Que quieres que sea Kolchak, que quieres que sea Striélnikov, que quieres un nuevo zar, aquel que tú quieras lo tendrás a los talones, y adonde vayas, él irá. Y tú creías que te estaba mintiendo, lo creías. Proletarios y pobres de todos los países, ya podéis acudir a mí.
»O bien, por ejemplo: ahora caen piedras del cielo, como la lluvia caen. El hombre sale a la puerta de su casa y le llueven piedras encima. U otros han visto jinetes pasar por el cielo, y los cascos de los caballos tocaban los tejados. O algunos hechiceros decían antiguamente: esta mujer tiene metido en el cuerpo trigo, o miel o pieles de marta. Y los guerreros vestidos con corazas le abrían un hombro como se abre un cofrecito y con la espada le quitaban de la paletilla a este una medida de trigo, al otro una ardilla y al de más allá una colmena.»
A veces en este mundo nos invade un fuerte y poderoso sentimiento. Con él se mezcla siempre la piedad. El objeto de nuestra adoración nos parece más víctima cuanto más lo amamos. En algunos la compasión por la mujer supera todo límite imaginable. Con el pensamiento colocan a la mujer en situaciones imposibles, que no se dan en el mundo, que existen sólo en la imaginación, y están celosos del aire que la rodea, de las leyes de la naturaleza, de los milenios transcurridos antes de que existiese ella.
Yuri Andriéevich sabía lo bastante para alimentar la sospecha de que las últimas palabras de la hechicera constituían el principio de una crónica, de Nóvgorod o de Ipátiev[86], con correcciones y añadidos apócrifos. Durante siglos los hechiceros y los narradores de cuentos han deformado las crónicas al trasmitirlas oralmente de generación en generación. Ya antes las habían deformado y alterado los copistas.
¿Por qué se había dejado arrastrar de este modo por la fascinación de las tradiciones? ¿Por qué escuchaba aquel incomprensible disparatar, aquella fantasía carente de sentido, como si se tratara de conceptos reales?
A Lara le habían abierto el hombro izquierdo. Con un golpe de espada le habían dejado al descubierto el omóplato, como se introduce la llave en la puerta disimulada de un cofrecillo secreto en un armario. De aquella profunda y abierta cavidad de su alma surgían los secretos que contenía: ciudades, calles, casas que le eran extrañas, espacios extraños que se alargaban como cintas, en marañas de cintas, en ovillos de cintas que se devanaban y salían afuera.
¡Cuánto la quería! ¡Qué hermosa era! Tal como lo había pensado siempre, tal como lo había soñado, tal como necesitaba que lo fuese. Pero ¿cómo? ¿Con qué aspecto? ¿Había algo que podía ser identificado y resultar distinto en una selección? ¡Oh, no, no! Con esa línea inimitablemente sencilla y neta, con la que en un único rasgo, de arriba abajo, la había trazado el Creador, y ese mismo diseño contenía su alma del mismo modo con que se envuelve apretadamente con una toalla a un niño que acaba de salir del baño.
¿Dónde estaba ahora él y qué ocurría? El bosque, Siberia, los partisanos. Estaban rodeados y él compartía su suerte. ¡Qué absurda jugarreta! Y de nuevo se dio cuenta de que sus ojos y su mente se confundían. Todo vacilaba ante él. En aquel momento, en lugar de la nieve esperada, empezó a llover. La forma de una amada cabeza, obra divina, se movía en el aire de un extremo a otro del claro, fluctuante, de un tamaño mucho mayor que el natural, como una enorme bandera tendida de una casa a otra a lo ancho de una calle campesina. La cabeza lloraba y la lluvia, cada vez más densa, la besaba inundándola.
—Vete —dijo la hechicera a Agafia—. Exorcicé a tu vaca y sanará. Rézale a la Virgen. En verdad ella es la casa de luz y el libro de la palabra viva.
Había combates en los confines occidentales de la taigá. Pero esta era tan vasta que parecía como si tuviesen efecto en las lejanas fronteras del Estado, y estaba tan poblado el campamento perdido en el bosque que, por muchos que fuesen a combatir, no se quedaba desierto nunca.
El estruendo de la batalla lejana casi no llegaba a la remota esquina del campamento. Pero de pronto, en el bosque, resonaron algunos disparos, que se sucedieron a cortos intervalos y que al cabo convirtiéronse en un nutrido tiroteo. La gente, sorprendida por aquellos disparos donde se encontraba, se dispersó desordenadamente. Los hombres de las brigadas auxiliares se precipitaron a los carros. Todos corrieron a armarse.
Pero la calma volvió pronto. Había sido una falsa alarma y la gente comenzó a afluir tumultuosa hacia el lugar donde habían sonado los disparos. La multitud de curiosos, llegados desde todas partes, se acrecentó.
Rodeaban una piltrafa humana que yacía ensangrentada en tierra. El hombre, espantosamente mutilado, apenas respiraba. Le habían sido amputados el brazo derecho y la pierna izquierda. Era incomprensible cómo había podido arrastrarse hasta el campamento con una sola pierna y un solo brazo. Las extremidades amputadas estaban atadas a su espalda como una horrible y sangrienta carga, junto con un cartel, en el cual, entre los peores insultos, se decía que aquello había sido hecho como represalia por las atrocidades cometidas por un destacamento rojo con el que nada tenían que ver los Hermanos del Bosque. Añadíase además que los partisanos serían tratados de la misma forma si no se rendían y entregaban sus armas a los representantes de las tropas de Vitsyn, dentro del plazo señalado en el cartel.
Desangrándose, interrumpiéndose, con la voz apagada y la lengua estropajosa, desvaneciéndose constantemente, aquel infeliz contó las atrocidades y torturas infligidas por la policía militar y de represión del general Vitsyn. La horca, a la que al principio había sido condenado, le fue conmutada, como una especie de gracia, por la mutilación de un brazo y una pierna, para que regresase mutilado así al campamento y fuese una advertencia para los partisanos. Había sido llevado en brazos hasta la primera línea, luego lo depositaron en tierra y le ordenaron que continuase él solo su camino, incitándolo desde lejos con disparos al aire.
El mutilado apenas podía mover los labios. Para entender su incomprensible balbuceo, la gente que lo rodeaba se inclinaba y acercaba a él la cabeza. El infeliz decía:
—Cuidado, hermanos… Han abierto una brecha… —Están los flancos de refuerzo. Hay una gran batalla. Resistiremos.
—La brecha… La brecha… Quieren llegar por sorpresa. Yo lo sé. No puedo más, hermanos. Estoy perdiendo toda la sangre. Escupo sangre. Me muero.
—Estate tendido y descansa. No hables. ¡No le obliguéis a hablar, bestias! ¿No veis que le hace daño?
—Ese perro chupador de sangre no me ha dejado nada sano. Voy a hacer que te laves con tu propia sangre, me decía. Dime quién eres. Pero ¿cómo podía decírselo, hermanos si soy uno de sus desertores? Sí, me pasé de sus tropas a vosotros.
—¿Por qué dices siempre «sus»? —¿Quién es? ¿Quién te ha hecho eso?
—¡Oh, hermanos, siento que se me desgarran las vísceras! Por favor, dejadme cobrar aliento. Ahora os lo diré. Es el atamán Bekieshin, el coronel Streese, la gente de Vitsyn. Aquí en el bosque no sabéis nada de nada. Pero en las ciudades todos se lamentan. Queman vivos a los hombres. Les arrancan la piel para hacer correas. Los arrastran quién sabe dónde, nadie lo sabe y los meten en un sitio oscuro. Tanteas las cosas y estás en una caja, en un vagón… Dentro hay más de cuarenta personas. Luego alguien abre la caja, mete la zarpa dentro y, al primero que agarra, fuera. Los degüellan como gallinas. Es así. A uno lo ahorcan. A otro lo fusilan, a otro se lo llevan para interrogarlo. Los despellejan vivos, les echan sal en las llagas, agua caliente… Cuando uno vomita o se le suelta el vientre, lo echan encima de la porquería. Y con los niños y las mujeres… ¡Dios mío!
El infeliz agonizaba. No terminó de hablar. Lanzó un grito y exhaló el último suspiro. Todos los que le rodeaban se dieron cuenta enseguida de que estaba muerto y se quitaron los gorros y se santiguaron. Por la noche llegó otra noticia más horrible aún, que circuló por todo el campamento.
Pamfil Palyj estaba entre la multitud que rodeaba al agonizante. También él lo había visto, y oído su relato y leído el cartel lleno de amenazas.
Con violencia desesperada se apoderó de él su continuo terror por la suerte de sus familiares si por casualidad él moría. Con la imaginación los veía ya sometidos a lentas torturas, veía sus rostros contraídos por el sufrimiento, oía sus gemidos, sus imploraciones de socorro. Para salvarlos de futuros sufrimientos y poner fin a los suyos propios, en la locura de su desesperación, los mató con sus propias manos. Degolló a su mujer y los tres hijos, con la misma hacha, afilada como una navaja de afeitar, la misma con que había tallado los juguetes de madera para las niñas y para Flenushka, aquel chiquillo a quien quería más que a nada en el mundo.
Lo raro era que él no se hubiese matado inmediatamente después. ¿Qué pensaba? ¿A qué esperaba? ¿Cuáles eran sus intenciones? Evidentemente era un desequilibrado, una existencia truncada para siempre.
Mientras Liveri, el doctor y los miembros del soviet del ejército se reunían para discutir lo que debían hacer, él vagaba en libertad por el campo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, sin ver nada, mirando de través con sus ojos turbios y amarillentos. En su rostro tenía impresa una obtusa y vaga sonrisa, un sufrimiento inhumano que nada hubiese podido consolar.
Nadie lo compadecía. Todos huían de él. Alguna voz pidió que fuese linchado, pero no encontró eco.
Ya no tenía nada que hacer en este mundo. Al alba desapareció del campamento, como huye de sí mismo un animal enloquecido atacado por la hidrofobia.
Había llegado ya el invierno. Helaba. En la gélida niebla, sin aparente relación entre sí, surgían sonidos y formas desgarradas que se quedaban inmóviles, se movían y desaparecían. No brillaba el sol que se había acostumbrado a brillar sobre la tierra, sino otro sol distinto, como artificial, aparecido sobre el bosque como un globo escarlata, del que brotaban lentos y cansados, como en un sueño o en un cuento de hadas, rayos de luz rojiza, de color de cobre, que se coagulaban en el aire y se adherían helados a los árboles.
Rozando la tierra y haciendo crujir la nieve a cada paso, movíanse en todas direcciones piernas invisibles con los pies calzados con botas de fieltro, mientras los cuerpos, encima, cubiertos con pellizas y gorros caucasianos, sobrenadaban en el aire, independientes de las piernas, como astros girando en la bóveda celeste.
Los que se conocían se paraban y ponían a hablar. Acercaban uno a otro los amoratados rostros, como en los baños turcos, con carámbanos en las barbas y los bigotes, y de sus bocas salían nubes de vapor denso y viscoso, tan enormes que parecían desproporcionadas con las palabras, heladas también, de la lacónica conversación.
En el sendero se encontraron Liveri y el doctor.
—¡Ah! ¿Es usted? Hacía muchísimo tiempo que no lo veía. Le ruego que venga esta noche a mi refugio. Venga a pasar allí la noche. Recordaremos los buenos tiempos y hablaremos un poco. Tengo noticias.
—¿Ha vuelto ya el mensajero? ¿Hay noticias de Varykino?
—Ni una palabra de mi familia ni de la suya. Pero eso me parece precisamente una buena señal. Significa que tuvieron tiempo de ponerse a salvo. De otro modo se hubiese hablado de ellos. Por lo demás, ya hablaremos esta noche. Le espero, ¿eh?
En el refugio, el doctor repitió la pregunta.
—Dígame sólo una cosa: ¿qué sabe de nuestras familias?
—Tampoco esta vez quiere usted ver más allá de sus narices. Según parece viven y están seguros. Pero no se trata de ellos. Hay excelentes noticias. ¿Quiere un poco de carne? Asado de ternera frío.
—No, gracias. No divague. Concrete.
—Hace mal. Yo comeré. En el campamento hay casos de escorbuto. La gente ha olvidado incluso lo que es el pan y la verdura. En otoño, cuando estuvieron aquí los fugitivos, debimos hacer una cosecha más organizada de bayas y de nueces. Le decía que nuestras cosas marchan muy bien. Que lo que preveía ha sucedido. Ha comenzado el derrumbamiento. Kolchak se ha retirado en todos los frentes. Es una derrota completa e incontrolable. ¿Lo ve? ¿Qué le decía yo? Y usted se lamentaba.
—¿Cuándo me lamentaba?
—Continuamente. Sobre todo cuando Vitsyn se nos venía encima.
El doctor recordó el otoño anterior, el fusilamiento de los conjurados, la tragedia de Palyj, aquellas matanzas que parecían no tener fin. Blancos y rojos competían en ser implacables, multiplicando continuamente las atrocidades como reacción recíproca. La sangre daba náuseas, se subía a la garganta y a la cabeza, incluso los ojos no veían más que sangre. Lo suyo no había sido una lamentación, sino algo muy distinto. Pero ¿cómo explicárselo a Liveri?
El refugio trascendía acres emanaciones de óxido de carbono que se pegaban al paladar e irritaban la nariz y la garganta. La cabaña estaba iluminada por delgadas varillas de madera que ardían sobre un trípode de hierro. Cuando se consumía una, su extremo carbonizado caía en un recipiente lleno de agua y Liveri la sustituía por otra.
—Ya ve lo que quemo. El aceite se ha terminado. Pero estas ramitas se consumen enseguida. Sí, como, le decía, en el campamento hay escorbuto. ¿De veras no quiere un poco de ternera? El escorbuto. ¿Qué le parece a usted, doctor? Hemos de reunir los mandos, dar cuenta de la situación, celebrar con los dirigentes una conferencia sobre el escorbuto y hablarles de las medidas preventivas.
—No me torture, por amor de Dios. ¿Qué sabe concretamente de nuestros familiares?
—Le he dicho que no tengo ninguna noticia concreta. Pero no he terminado de decirle todavía lo que cuentan los últimos partes de guerra. La guerra civil ha terminado. Kolchak ha sido derrotado en toda la línea. El ejército rojo lo persigue a lo largo de la línea del ferrocarril hacia el este, para rechazarlo hasta el mar. Otra unidad del ejército rojo está en camino para reunirse con nosotros y aniquilar conjuntamente las distintas bolsas enemigas que hay por todas partes. El sur de Rusia está ya completamente limpio. ¿No está contento? ¿Le parece demasiado poco?
—No. Estoy contento. Pero ¿dónde están nuestras familias?
—No están en Varykino, y es una suerte. Aunque, como suponíamos, los rumores que circulaban este verano no hayan tenido confirmación (¿recuerda lo que se decía de una invasión de no se sabe qué pueblo misterioso?), el lugar fue completamente abandonado. Algo tuvo que haber sucedido y es una suerte que nuestras familias hubiesen huido a tiempo. Hemos de pensar que se han salvado. Esa es la opinión de los pocos que se quedaron, según el informe obtenido en el reconocimiento.
—¿Y Yuriatin? ¿Qué sucedió a Yuriatin? ¿En manos de quién está?
—También allí parece que ocurrió algo extraño. Pero debe de tratarse de un error.
—¿Qué es?
—Parece que están allí los blancos todavía. Pero eso es imposible, es un absurdo. Ahora se lo demostraré con hechos.
Liveri colocó en las trébedes una nueva ramita y desenrolló un manoseado mapa militar. Luego lo dobló y dejó al descubierto solamente la zona que le interesaba, que comenzó a señalar con el lápiz que tenía en la mano.
—Mire: en todos estos sectores los blancos han sido rechazados. Aquí, aquí y aquí, a lo largo de todo este arco. ¿Me sigue?
—Sí.
—Por eso no pueden encontrarse en el radio de Yuriatin. De no ser así, con las comunicaciones cortadas, caerían inevitablemente en una bolsa. Y sus generales, aunque sean torpes, tienen que darse cuenta. ¿Por qué se ha puesto la pelliza? ¿Adónde va?
—Perdóneme, sólo un momento. Volveré enseguida. Aquí se ahoga uno con el humo y el olor a quemado. No me encuentro bien. Voy a tomar un poco de aire.
De nuevo al aire libre, el doctor sacudió con el guante la nieve que se había acumulado sobre un grueso tronco dispuesto como banco ante el refugio. Se sentó en él y se quedó absorto, encorvado, con la cabeza entre las manos. Ya no existía la taigá invernal, el campamento en el bosque, los dieciocho meses pasados entre los partisanos. Lo había olvidado todo. En su mente sólo existían sus familiares, y hacía cábalas y más cábalas.
Veía a Tonia caminando bajo la tormenta, en medio del campo, con Shúrochka en brazos, envuelto en una manta. Sus piernas se hundían en la nieve, caminaba con gran fatiga, la tempestad la acosaba con furia y el viento la zarandeaba. Caía y volvía a levantarse, incapaz ya de sostenerse sobre sus débiles piernas que comenzaban a ceder. Pero ¿por qué volvía a olvidarlo? No tenían un hijo, sino dos, y Tonia estaría lactando todavía al más pequeño. Tendría ambos brazos ocupados, como las refugiadas de Chlimka, enloquecidas por el dolor y el cansancio.
Tendría ocupados ambos brazos y nadie a su lado que pudiera ayudarla. Nadie sabría dónde estaba el padre de Shúrochka. Estaría lejos, cada vez más lejos, toda la vida lejos de ellos. ¿Y qué papá era aquel? ¿Acaso son así los verdaderos papás? ¿Dónde estaba el padre de ella, dónde estaba Alexandr Alexándrovich? ¿Dónde estaría Niusha? ¿Dónde estaban los demás? Era mejor no hacerse tales preguntas, era mejor no pensar, no imaginar nada.
Se levantó del tronco para volver a entrar en el refugio. Pero de pronto sus pensamientos tomaron otra dirección y decidió no volver a ver a Liveri.
Hacía tiempo que tenía preparados los esquíes, un saco con galletas y todo lo necesario para su fuga. Lo había enterrado todo en la nieve, al otro lado de los límites del campamento al pie de una gran picea, en cuyo tronco, para mayor seguridad, había grabado una señal especial. Comenzó a andar por el sendero abierto entre montones de nieve. Era una noche límpida y lucía la luna llena. El doctor sabía dónde estaban apostados los centinelas nocturnos y logró evitarlos. Pero cerca del otero donde surgía el serbal, un centinela le gritó desde lejos el «¿quién vive?» y se acercó a él de un salto, deslizándose sobre los esquíes.
—¡Alto o disparo! ¿Quién eres? ¡Contesta inmediatamente!
—¿Estás loco, hermano? Pertenezco al campamento. ¿No me reconocías? Soy el doctor Zhivago.
—Perdona. No te enfades, camarada Zhelvak. No te había reconocido. Pero aunque seas Zhelvak, tampoco te dejaré pasar. Todos debemos respetar el reglamento.
—Sí, tienes razón. El santo y seña es «Siberia roja», y la respuesta: «Abajo los intervencionistas».
—Eso ya es otra cosa. Ve donde quieras. Pero ¿por qué diablos quieres dar una vuelta? ¿Enfermos?
—No puedo dormir y tengo sed. He pensado tomar un poco de nieve. Vi el serbal con las bayas heladas. Comeré algunas.
—Esos son los caprichos de los señores. ¡Ir a comer bayas en invierno! Hace tres años que te están cascando y no hay modo de sacar nada en limpio de ti. No tienes conciencia de clase. Anda, vete a tu serbal, insensato. ¿Crees que me importa?
Y así, deslizándose cada vez con mayor rapidez a causa del impulso adquirido, el centinela, erguido sobre sus esquíes, se apartó de Zhivago y se alejó sobre la nieve intacta, empequeñeciéndose cada vez más tras las desnudas ramas invernales, exiguas como los cabellos cuando empiezan a clarear en la cabeza. Siguiendo el sendero, el doctor llegó al pie del serbal.
El árbol se hundía en la nieve: emergían solamente las ramas con las hojas y las heladas bayas e inclinaba hacia él dos ramas cargadas de nieve. Imaginó que eran los largos y blancos brazos de Lara, redondos y generosos y, agarrando las ramas, atrajo hacia sí el árbol. Como un ya sabido movimiento de respuesta, el serbo lo cubrió de nieve desde la cabeza a los pies. Sin saber lo que decía, murmuró inconsciente:
—Volveré a verte, mi indescriptible belleza, mi señora, mi pequeño y querido serbal.
La noche era transparente y resplandecía la luna. Penetró en la taigá hacia la picea, desenterró sus cosas y abandonó el campamento.