Hacía más de un año que Yuri Andriéevich era prisionero de los partisanos. Los límites de su prisión eran muy imprecisos, sin rejas ni recinto, sin vigilancia ni control. El ejército partisano estaba siempre en movimiento y él se trasladaba con ellos. Los soldados no eran distintos, ni se diferenciaban de la gente de las aldeas o de las regiones que atravesaban: mezclábanse más bien con el pueblo y se confundían con él.
Incluso parecía como si no existiera esta subordinación y prisión, como si el doctor se encontrase en libertad y no supiera cómo hacer uso de ella. Su subordinación, su prisión, no diferían de cualquier otro género de obligaciones impuestas por la vida, tan visibles e imperceptibles, como para parecer también, en cierto modo, inexistentes, quiméricas o ficticias. Sin embargo, a pesar de la ausencia de grillos, cadenas y guardias, se veía obligado a someterse a su propia falta de libertad, que sólo parecía aparente.
Tres veces había intentado huir, pero fracasó. Salió con bien de estas intentonas, pero era tanto como jugar con fuego. No insistió más.
El jefe de los partisanos, Liveri Mikulitsyn, lo apreciaba, gustaba de su compañía y le hacía dormir en su propia tienda. Yuri Andriéevich consideraba un peso esta intimidad impuesta.
Era la época en que los partisanos se retiraban casi constantemente hacia el este. A veces esta retirada parecía como un aspecto de la ofensiva general lanzada contra los ejércitos de Kolchak para desalojarlo de la Siberia occidental, y otras veces, en cambio, cuando los blancos penetraban en la retaguardia de los partisanos e intentaban rodearlos, su movimiento siempre en la misma dirección se convertía en retirada. Durante mucho tiempo el doctor no consiguió comprender nada de aquella táctica.
Las poblaciones que se hallaban a lo largo de la gran carretera eran blancas o rojas según la alternativa de los acontecimientos militares. Sólo algunas veces la retirada se efectuaba a lo largo de la carretera. Por lo general se llevaba a cabo en una línea paralela a ella y era difícil determinar por su aspecto exterior qué color dominaba en las poblaciones.
Cuando el ejército campesino las atravesaba, eso constituía el acontecimiento principal de aquellos pueblos y aldeas. A ambos lados de la carretera, las casas parecían haber sido absorbidas por la tierra, y los jinetes manchados de barro, los caballos, los cañones y los impresionantes y numerosos tiradores con sus capotes arrollados a la espalda, se destacaban más altos que las casas.
Una vez, en uno de aquellos pueblos, el doctor tomó posesión de una reserva de medicamentos ingleses, abandonados por una formación de oficiales de Káppel y capturados por los partisanos como botín de guerra.
Era una oscura noche de lluvia, a dos tintas: todo lo que estaba iluminado parecía blanco, y lo que carecía de luz completamente negro. Sobre el alma pesaba la misma tiniebla simple, sin tránsitos ni medias tintas que la atenuasen.
La carretera, en malísimo estado por el continuo paso de tropas, semejaba un torrente de barro negro, no siempre transitable, o sólo en algunos puntos muy distantes entre sí, a los que había que llegar dando un largo rodeo. En uno de estos el doctor encontró en Pazhinsk a una antigua compañera de viaje, Pelaguieia Tiagunova.
Ella le reconoció primero. Yuri Andriéevich tardó en identificar aquel rostro conocido que al otro lado de la carretera, como en la orilla opuesta de un canal, le había lanzado miradas significativas y que unas veces parecía decidida a saludarlo si era reconocida, y otras no.
Pero recordó poco después: las imágenes del vagón de mercancías lleno hasta los topes, entre la multitud movilizada para trabajar, sus guardianes, las viajeras con las trenzas sobre el pecho y, entre todos estos personajes, los rostros de los suyos. Los detalles del gran éxodo familiar de dos años antes surgieron ante él con una extraordinaria claridad. Aquellos rostros queridos, de los que ya sentía una angustiosa nostalgia, se mostraron vivamente a él.
Con un movimiento de cabeza dio a entender a Tiagunova que tenía que avanzar un poco por la carretera para poder atravesarla sobre una alineación de piedras que sobresalían del barro. También él llegó a este lugar y pasó a la parte opuesta. Se saludaron. Tiagunova le habló de su vida en el pueblo de Vierietiénniki, en casa de la madre de Vasia, aquel muchachito que fue enrolado ilegalmente en el servicio de trabajo obligatorio, aquel noble Vasia que viajaba en su mismo vagón. Estaba muy bien con ellos. Pero el pueblo la miraba con malos ojos porque la consideraban una recién llegada, una extraña a la comunidad. Le reprochaban una equívoca intimidad con Vasia. Por esto se había visto obligada a marcharse, para evitar ser víctima de cualquier venganza, y se estableció en la ciudad de Krestovozdvizhensk, con su hermana, Olga Galúzina. Había oído rumores de que Pritúliev estaba en Pazhinsk. Pero estas informaciones resultaron sin fundamento. Sin embargo, se estableció allí definitivamente y encontró trabajo.
Mientras tanto, la desgracia se había cebado en personas queridas. De Vierietiénniki le llegó la noticia de que el pueblo había sido objeto de una represalia militar por haber desobedecido la ley de requisa de víveres impuesta. Decíase que la casa de los Brykin fue pasto de un incendio y que alguien de la familia de Vasia había muerto. En Krestovozdvízhensk a los Galuzin les confiscaron la casa y los bienes, su cuñado había muerto en la cárcel o sido fusilado y el sobrino desapareció sin dejar rastro. Al principio, su hermana Olga pasó incluso hambre, pero ahora estaba ayudando a unos parientes en el pueblo de Zvonárskaia, quienes, en compensación, la mantenían.
Casualmente Tiagunova trabajaba como criada en la farmacia de Pazhinsk, a la que el doctor había confiscado todos los medicamentos. La requisa significaba la miseria para todos ellos, incluida Tiagunova, que vivían de lo que se ganaba en la farmacia, pero él carecía de autoridad para devolver lo confiscado. Tiagunova estuvo presente en la operación de entrega de medicinas.
El carro de Yuri Andriéevich entró en el patio posterior de la farmacia, a la entrada del almacén, de donde sacaron gran cantidad de productos, frascos y cajas.
Al lado de la gente, desde la cuadra, el flaco y tiñoso jamelgo del farmacéutico contemplaba con ojos tristes la carga de la mercancía. La jornada lluviosa tocaba a su fin y el cielo se había aclarado un poco. De vez en cuando se mostraba el sol ceñido por las nubes y ya camino del ocaso. Sus rayos inundaban el patio con una luz dorada, deteniéndose placenteramente en las charcas de estiércol, tan espesas que ni el viento movía su superficie. En cambio, en la carretera se rizaba el agua y tenía reflejos de bermellón en las orillas.
Las tropas partisanas continuaron su camino por los bordes de la carretera, rodeando las grandes charcas y los hoyos más profundos. Entre los medicamentos requisados se encontró una caja entera de cocaína, droga que en los últimos tiempos había comenzado a tomar el jefe de los partisanos.
El doctor estaba agobiado de trabajo: en invierno tifus, en verano disentería y, por si fuera poco, en los días de combate, una extraordinaria afluencia de heridos procedentes de los lugares de operaciones.
A pesar de sus fracasos y continuos repliegues, las filas partisanas eran incrementadas constantemente con nuevos insurrectos que se sumaban a ellas en las zonas atravesadas por el ejército campesino, y por desertores del campo enemigo. En el año y medio que el doctor había transcurrido con los partisanos, su número se hizo diez veces mayor. Cuando en la reunión del estado mayor clandestino en Krestovozdvízhensk, Liveri Mikulitsyn anunció el gran aumento de sus fuerzas, multiplicó por diez sus efectivos verdaderos. Ahora había alcanzado por fin esa cifra.
Yuri Andriéevich tenía algunos ayudantes, sanitarios recién terminados sus estudios, pero con una buena experiencia. Sus mejores ayudantes en cuanto a la terapéutica eran un comunista húngaro, el médico militar Kerenyi Lajos, ex prisionero de guerra, a quien en el campo llamaban camarada Laiuschi, y Angueliar, un enfermero croata, prisionero también. Con el primero Yuri Andriéevich hablaba alemán. El segundo, nacido en los balcanes eslavos, bien que mal, comprendía el ruso.
De acuerdo con el convenio internacional de la Cruz Roja, los médicos militares y el personal de los servicios sanitarios están eximidos de tomar las armas en las acciones de guerra. Pero una vez, el doctor, contra su voluntad, se vio obligado a violar la regla. En pleno campo se vio sorprendido por una escaramuza y tuvo que compartir la suerte de los combatientes y disparar también él.
Los partisanos con quienes fue sorprendido se encontraban en un claro del bosque. A sus espaldas estaba la taiga, y ante ellos una meseta abierta, un espacio desnudo e indefenso por el cual avanzaban los blancos. Echó cuerpo a tierra al lado del telefonista.
Los blancos se acercaban, estaban ya a muy corta distancia. Los veía perfectamente y distinguía sus rostros. Eran muchachos y jóvenes de la burguesía de las ciudades y hombres de más edad pertenecientes a la reserva. Pero la mayoría de las fuerzas estaba formada por los primeros, jóvenes, estudiantes del primer año de la universidad y de la octava clase de los liceos, que recientemente se enrolaron como voluntarios.
El doctor no conocía a ninguno, pero muchos rostros le parecían conocidos, familiares, vistos en otra ocasión. Algunos le recordaban antiguos compañeros de clase: hubiesen podido ser sus hermanos menores. Le parecía que a otros los había encontrado años antes entre el público de un teatro o por la calle. Sus rostros expresivos y cordiales tenían un aire común, de familia.
El deber, tal como ellos concebían que debían cumplirlo, los animaba de un arrojo entusiasta, inútilmente provocador. Avanzaban en filas dispersas, bien erguidos, superando en su comportamiento a los militares de carrera, e, ignorantes del peligro, se negaban a detenerse para echar cuerpo a tierra, a pesar de que los accidentes del terreno, los montículos y colinas les dieran la posibilidad de protegerse. Las balas de los partisanos los derribaban en masa.
En medio del vasto campo desnudo, por el que los blancos avanzaban, había un árbol abrasado, muerto. Había sido alcanzado por un rayo o las llamas de una hoguera, destrozado y quemado en anteriores combates. Cada uno de los muchachos que avanzaba le echaba una ojeada poseído por la tentación de ampararse detrás de su tronco, para apuntar de forma segura e infalible, pero vencía la tentación y pasaba de largo.
Los partisanos tenían una limitada provisión de municiones. Debían ahorrarla. Por común acuerdo se había dado la orden de disparar de cerca y sólo contra blancos bien visibles.
El doctor yacía desarmado sobre la hierba y observaba el desarrollo del combate. Toda su simpatía estaba del lado de aquellos muchachos que morían heroicamente, y con todo su corazón deseaba que vencieran. Eran retoños de familias próximas a él por espíritu, educación, mundo moral y conceptos.
Le asaltaba la idea de correr hacia ellos a través del claro, rendirse y recobrar así su libertad. Pero era un paso arriesgado y erizado de peligros.
Antes de llegar al centro del claro y levantar las manos podía ser derribado por ambas partes, con un tiro en el pecho o en la espalda. Por los suyos a traición; por los demás porque no pudieran haber comprendido sus intenciones. Más de una vez se encontró en circunstancias análogas y sopesó todas las posibilidades, pero consideraba ya inaceptable tal proyecto de fuga. Resignado a semejantes sentimientos contradictorios, continuó cuerpo a tierra, mirando hacia el claro, sin armas, sobre la hierba, el desarrollo de la batalla.
Sin embargo, era imposible, superior a las fuerzas humanas, permanecer pasivo en medio de la lucha que se desarrollaba a su alrededor, limitándose a contemplarla. No se trataba de fidelidad al bando al que lo había encadenado la cautividad, ni de su propia defensa, sino de adaptarse al orden de las cosas, de aceptar la situación en todo lo que sucedía ante él y a su alrededor. Era contrario a toda ley permanecer inactivo. Había que hacer lo que hacían los demás. Tenía lugar una batalla. Disparaban contra él y contra sus compañeros. Había que responder y disparar.
Y cuando el telefonista que estaba a su lado se contrajo en una convulsión, y se inmovilizó inerte sobre el suelo, Yuri Andriéevich se arrastró hacia él, le quitó el macuto y el fusil, volvió a su puesto y comenzó a disparar.
La piedad no le permitía apuntar a los jóvenes a quienes admiraba y por quienes sentía compasión. Por otra parte, hubiese sido una tarea estúpida e inútil, contraria a sus intenciones, disparar al aire. Eligiendo un momento en que entre él y su blanco no había ningún atacante, comenzó a disparar sobre el árbol quemado. Y, al hacerlo, empleaba un sistema preciso.
Apuntando y aumentando imperceptiblemente y nunca de un modo definitivo la presión sobre el gatillo, a medida que precisaba la puntería como si disparase sin querer, dejaba que el disparo se produjera solo, de una forma inesperada. Así comenzó a hacer caer, con su habitual precisión, las ramas secas que rodeaban el tronco del árbol.
Pero, aunque procurase no herir a nadie, uno u otro de los atacantes, precisamente en el momento decisivo, se interponía entre él y el árbol, atravesando la línea de mira justamente en el instante en que partía el tiro. Acertó e hirió a dos, y un tercero se abatió sin vida no lejos del árbol.
Por último, el mando de los blancos, convencido de la inutilidad del ataque, dio la orden de retirada.
Los partisanos eran pocos. Parte del grueso de las fuerzas estaba en marcha y otra parte se había desviado para dar batalla a tropas más numerosas. Por eso no persiguieron a los blancos en su retirada, para no revelar su escaso número de combatientes.
Angueliar el enfermero avanzó por el claro junto con dos camilleros. El doctor les ordenó que se ocuparan de los heridos y se dirigió al telefonista, que continuaba inmóvil. Esperaba confusamente que respirase aún y poder hacer algo por él. Pero estaba muerto. Para mayor seguridad le desabotonó la chaqueta y examinó su corazón: no latía.
Con un cordoncito llevaba prendido del cuello, como un amuleto, un trozo de tela en el que había cosido un pequeño papel muy gastado en los pliegues. Los desdobló y se le fueron quedando en la mano los pedazos. En ellos había copiados algunos versículos del salmo XC, con esas modificaciones y correcciones llevadas a cabo por el pueblo en las oraciones que, al pasar de boca en boca, se alejan paulatinamente de la literalidad del original. Los fragmentos del texto en eslavo eclesiástico estaban transcritos con la ortografía rusa. En el salmo se dice: «El que habita al abrigo del Altísimo». En la nómina el título de la invocación era: «El abrigo de los vivientes». El verso del salmo: «No tendrás temor… de saeta que vuele de día», se había transformado en palabras de ánimo: «No temas la saeta volante de la guerra». La frase del salmo: «Por cuanto ha conocido mi nombre», era esta en el relicario: «Tarde ha conocido mi nombre». Y: «Con él estaré yo en la angustia; lo libraré…», en «Pronto será librado».
El texto de este salmo era considerado milagroso, como un detente. Ya los combatientes de la guerra imperialista lo llevaban encima como un talismán. Mucho más tarde, bastantes años después, los detenidos lo cosían en sus ropas y los presos lo repetían en voz baja, cuando los llevaban a los interrogatorios nocturnos.
Yuri Andriéevich acercóse a través del claro al blanco a quien había matado de un tiro. El hermoso rostro del joven estaba marcado por la pureza y un sufrimiento sin resentimiento alguno.
«¿Por qué lo he matado?», pensó Zhivago.
Le soltó el capote. En el forro una mano amorosa, probablemente la de su madre, había bordado este nombre: «Seriozha Rantsiévich».
Por el cuello de su camisa asomaba una cadenita a la que estaba atada una cruz, un medallón y una especie de estuchito plano, de oro, cuya tapa parecía haber sido violentada con un hierro. Estaba semiabierta. Había dentro un trozo de papel doblado. El doctor lo desplegó y no pudo creer lo que veía: era el mismo salmo XC, pero impreso en eslavo; según el texto original.
En aquel momento Seriozha emitió un gemido y se movió. Estaba vivo. Como luego supo, perdió el conocimiento a consecuencia de una ligera conmoción interna. La bala había dado en la tapa del amuleto materno, que le salvó la vida. Pero ¿qué hacer con aquel hombre sin sentido?
La ferocidad de los combatientes no tenía límites. Los prisioneros no llegaban nunca vivos a su lugar de destino, sino que se les mataba en el campo de batalla.
A causa de la composición flotante del ejército de los bosques, al que llegaban constantemente nuevos elementos, mientras otros huían para pasarse al enemigo, Rantsiévich podría pasar por alguien que se había incorporado en el último instante, con tal de que el secreto se mantuviera rigurosamente.
Yuri Andriéevich despojó de su uniforme al telefonista muerto y, con la ayuda de Angueliar, a quien puso al corriente de lo que se proponía, vistió al joven sin conocimiento.
Los dos cuidaron de reanimar al muchacho, y cuando este se repuso lo dejaron en libertad, aunque no ocultó a sus salvadores que volvería a las filas de Kolchak y continuaría combatiendo contra los rojos.
En otoño el campamento de los partisanos se encontraba en Lisi Otok, un bosquecillo situado en lo alto de un monte bajo el cual discurría un rápido río espumeante, que lo rodeaba por tres lados corroyendo sus faldas.
Antes que los partisanos, en aquel mismo lugar invernaron las tropas de Káppel[78], que lo fortificaron con la ayuda de los habitantes de los alrededores y lo abandonaron en primavera. Ahora, en los fortines intactos, en las trincheras y en los pasajes de comunicación, se habían instalado los partisanos.
Liveri Aviérkievich compartía su refugio con el doctor. Era la segunda noche que lo fastidiaba con su charla, sin dejarlo dormir.
—Me gustaría saber qué está haciendo ahora mi queridísimo padre, mi respetable vater, mi papachen.
«Dios mío, qué insoportable es este tono de payaso —suspiraba para sí el doctor—. Es como su padre.»
—Por lo que he podido saber por nuestras conversaciones anteriores, usted ha conocido perfectamente a Avierki Stepánovich, y sospecho que no tiene usted muy buena opinión de él, ¿verdad, ilustre señor?
—Liveri Aviérkievich, mañana tenemos una reunión electoral. Además, se está preparando el proceso al personal de sanidad por el asunto del samogón. Lajos y yo no tenemos preparado todavía el material necesario. Mañana tendremos que vernos para hablar de esto. Llevo ya dos noches sin dormir. Tenga la bondad de dejar esta conversación para otro momento.
—No, volvamos a hablar de Avierki Stepánovich. ¿Qué me cuenta usted del viejo?
—Tiene usted un padre todavía joven, Liveri Aviérkievich. ¿Por qué habla de él como si fuera un viejo? Pero le diré lo que pienso. Le he dicho muchas veces que me pierdo un poco entre los diversos matices del socialismo y que no veo una particular diferencia entre los bolcheviques y los demás socialistas. Su padre pertenece a esa categoría de hombres a la que Rusia debe los trastornos y revoluciones de los últimos tiempos. Avierki Stepánovich es el prototipo del agitador. Como usted, es un producto típico del fenómeno revolucionario de Rusia.
—¿Es un elogio o una condena?
—Una vez más le ruego que deje toda discusión para un momento más propicio. Además, deseo llamar su atención sobre la cocaína de la cual está haciendo abuso, cogiéndola arbitrariamente de las reservas de que yo respondo. Se necesita para otros usos, aparte de que es un tóxico y yo soy responsable de su salud.
—Ni siquiera ayer se le vio a usted el pelo en los cursos de instrucción política. Tiene usted una atrofia del nervio social, como los campesinos analfabetos y el obtuso y encallecido pequeño burgués. Sin embargo, es usted médico, una persona culta y, por lo que parece, le gusta escribir. Dígame, por favor, cómo puede conciliarse todo esto.
—No lo sé. Probablemente no se concilia de ninguna manera, pero así es. Puede usted compadecerme.
—La humildad es siempre mejor que el orgullo. Pero, en lugar de sonreír tan sarcásticamente, sería mejor que conociera el programa de nuestros cursos y reconocería entonces que su presunción está fuera de lugar.
—Dios le proteja, Livieri Aviérkievich. ¿Por qué habla usted de presunción? Admiro su trabajo educativo. Por lo demás, en las órdenes del día se repiten siempre resúmenes de las distintas cuestiones. Y yo los leo. Sus ideas sobre el desarrollo espiritual de los soldados no sólo las conozco de sobra, sino que, además, soy un entusiasta de ellas. Todo lo que usted ha dicho sobre las relaciones del combatiente del ejército popular para con sus compañeros, los débiles, los indefensos, y la mujer, para con el ideal de la pureza y el honor, se parece mucho a lo que ha dado origen a la comunidad de los dujoboy[79]. Es una variante del tolstoísmo, el sueño de una existencia digna, sueño que llenó toda mi adolescencia. ¿Cómo puede usted creer que me río de ello? Pero, en primer lugar, las teorías del perfeccionamiento colectivo, como ha empezado a entenderse desde octubre, no me entusiasman. En segundo lugar, todo está todavía lejos de ser puesto en práctica, y sólo el hecho de oír hablar de eso se ha pagado con tales ríos de sangre que, la verdad, el fin no justifica los medios. En tercer lugar, y es lo más importante, cuando oigo decir que hay que rehacer la vida, pierdo el dominio de mí mismo y me desespero. ¡Rehacer la vida! Así sólo puede pensar la gente que acaso lo haya pasado muy mal, que jamás conoció la vida, ni sintió su espíritu y su alma. Para esos la vida es un puñado de materia en bruto a la que no ha ennoblecido con su contacto y que por eso necesita una nueva elaboración. Pero la vida no es una materia, una sustancia. Le diré para que lo sepa que es un elemento que continuamente se renueva y reelabora. Externamente se rehace y recrea, y está muy por encima de todas nuestras obtusas teorías.
—Pero, a pesar de todo, pienso que si frecuentase las reuniones de nuestros maravillosos hombres, elevaría usted mucho más su moral y no se entregaría a la melancolía. Sé bien cuáles son sus motivos. Le preocupa que suframos reveses y no le ve salida a esto. Pero, amigo mío, no hay que dejarse dominar por el pánico. Yo sé cosas más bien terribles que me afectan personalmente y que ahora no puedo contarle, y, no obstante, no pierdo el ánimo. Nuestros fracasos son momentáneos. El fin de Kolchak es inevitable. Recuerde mis palabras. Verá como vencemos. Consuélese.
«No, es realmente extraordinario —pensó el doctor—. ¡Qué puerilidad! ¡Qué miopía! No hago más que repetirle que nuestras opiniones son opuestas, que me ha traído aquí por la fuerza y que por la fuerza me retiene a su lado, y se imagina que me preocupan sus fracasos, y que sus cálculos y sus esperanzas van a servir para animarme. ¡Qué ceguera! Los intereses de la revolución y la existencia del sistema solar son para él la misma cosa.»
Estaba contrariado y, sin responder, se encogió de hombros sin disimular que la ingenuidad de Livieri sobrepasaba los límites de su paciencia y que se contenía haciendo un verdadero esfuerzo, Livieri no lo advirtió.
—Te molestas, Júpiter. Esto significa que yerras —dijo.
—¿Cuándo comprenderá usted que todo esto no tiene nada que ver conmigo? «Júpiter», «no hay que dejarse dominar por el pánico», «quien ha dicho a debe decir b», «El Moro hizo su trabajo, el Moro puede partir»[80], ninguna de estas expresiones sirve para mí. Cuando digo a no digo b, ni aunque me haga usted tiras. Admito que ustedes son los faros y los libertadores de Rusia, que sin ustedes Rusia se habría acabado, hundiéndose en la miseria y la ignorancia, pero ustedes me tienen sin cuidado, me cisco en ustedes, no les tengo ninguna simpatía y por mí puede irse al diablo. Los amos de sus pensamientos tienen la manía de los proverbios, pero olvidan el más importante, y es que no se ama a la fuerza, y han tomado la costumbre de liberar y hacer felices incluso a aquellos que ni quieren ser liberados ni les importa la felicidad. Probablemente imagina usted que para mí no hay lugar mejor en el mundo que su campamento y su compañía, y que debiera bendecirle y darle las gracias por mi condición de prisionero, por haberme liberado de mi familia, de mi hijo, de mi casa, de mi trabajo, de todo lo que quiero y por lo que vivo. He oído decir que Varykino ha sido invadida por una formación desconocida, no rusa. Dicen que el pueblo ha sido saqueado y destruido. Kamiennodvorski no lo desmiente. Parece que los míos y los suyos consiguieron huir. Se habla de guerreros míticos, con gorros y chaquetas de piel, que pasaron el Rynva helado, en un momento de frío espantoso, y que, sin pronunciar una sola palabra, mataron a todos los que encontraron en el lugar y luego desaparecieron de la misma forma fantasmal. ¿Qué sabe usted de esto? ¿Es verdad?
—¡Tonterías, fantasía pura! Mentiras que caen por su propio peso.
—Si usted es tan bueno y generoso como dice en sus discursos sobre la educación moral de los soldados, déjeme marchar donde quiera. Buscaré a mis familiares, que ya no sé si viven ni dónde están. Pero si no quiere hacerlo, cállese, por favor, y déjeme en paz, porque todo lo demás no me interesa y no respondo de mí. Además, también tengo el derecho, ¡maldita sea!, el simple derecho de poder dormir.
Yuri Andriéevich se tendió de bruces sobre su colchoneta. Hacía acopio de todas sus fuerzas para no escuchar las justificaciones de Livieri, que continuaba tranquilizándolo, diciéndole que con la llegada de la primavera, los blancos serían definitivamente derrotados, acabaría la guerra civil y con ello vendría la libertad, el bienestar y la paz. Entonces nadie lo retendría. Pero hasta que llegase ese momento debía tener paciencia. Después de todo lo que había soportado, tantos sacrificios y una espera tan larga, lo que quedaba era bien poca cosa. Además, ¿dónde iría ahora? Por su mismo bien no podía dejarlo partir solo.
«¡Y dale con la cantinela, diablo! ¡Qué manera de darle a la lengua! ¿Cómo no le dará vergüenza machacar durante años las mismas cosas? —suspiraba para sí Yuri Andriéevich, indignado—. Le gusta escucharse, pico de oro, cocainómano desgraciado. Para él la noche no existe. No hay modo de dormir. Es imposible vivir en paz al lado de este condenado imbécil. ¡Cómo lo odio! Bien sabe Dios que cualquier día lo mato… ¡Oh, Tonia, pobrecilla! ¿Vives? ¿Dónde estás? A estas alturas, Dios mío, habrá dado a luz hace ya tiempo. ¿Cómo habrá sido el parto? ¿Será niño o niña? Queridos todos, ¿qué habrá sido de vosotros? Tonia, eterno reproche y culpa mía. Y tú, Lara, hasta tengo miedo de nombrarte. Se me parte el alma al pronunciar tu nombre. ¡Dios mío! Y este odioso animal continúa hablando sin piedad. Un día no podré contenerme y lo mataré.»
Pasó el veranillo de San Martín y vinieron los luminosos días del otoño dorado. En el extremo occidental del Lisi Otok, junto a la torre de un fortín que se conservaba intacto, Yuri Andriéevich había de encontrarse con el doctor Lajos, su ayudante, para discutir las cuestiones que interesaban a entrambos. Llegó puntualmente, a la hora establecida. Mientras esperaba, comenzó a pasear junto a la trinchera derrumbada, subió luego a la garita del vigía y a través de las troneras que habían sido utilizadas por las ametralladoras, se puso a mirar a los espacios boscosos que se extendían al otro lado del río.
El otoño había dibujado ya claramente en el bosque los confines entre el mundo de las coníferas y el de las foliáceas. Erizábase el primero irguiéndose al fondo del bosque como una muralla oscura, casi negra, mientras el segundo traslucía aquí y allá con manchas rojodoradas, como una ciudad antigua con sus aislados palacios de cúpulas doradas construida en el mismo corazón del bosque y con sus mismos troncos.
La tierra, llena de hoyos a los pies del doctor, y las rodadas de los caminos del bosque endurecidas por la helada matutina, estaban como pavimentadas por las hojas del sauce llorón, áridas, secas y acartonadas. El otoño olía a ese amargo perfume de las hojas pardas y a otros infinitos aromas. Yuri Andriéevich respiraba con ansia el olor de las manzanas heladas, olor de sequedad amarga y dulce humedad, mezclado con el azul vapor de septiembre, que recordaba el de una hoguera apagada con agua o el de un incendio recién extinguido.
No advirtió que Lajos se había acercado por detrás.
—Hola, colega —le dijo en alemán.
Y comenzaron a hablar.
—Tenemos que examinar tres cuestiones: la destilación del samogón, la reorganización de la ambulancia y la farmacia, y, vuelvo a insistir sobre ello, la cura de las enfermedades nerviosas, utilizando para eso todos los medios de que podamos disponer en campaña. Tal vez usted no vea la necesidad, pero, a mi entender, querido Lajos, nos estamos volviendo locos, y la locura de hoy tiene todos los caracteres de una infección, de un contagio.
—Es una cuestión muy interesante. Ya hablaremos de ello. Pero ahora tengo que decirle una cosa: el campamento está alborotado. La suerte de los que han destilado samogón es digna de lástima. Hay también muchos a quienes les preocupa la suerte de sus familiares que han huido de los pueblos ocupados por los blancos, y una parte de ellos se niega a moverse de aquí porque está a punto de llegar el convoy con las mujeres, los niños y los ancianos.
—Sí, habrá que esperarlos.
—Y todo esto en vísperas de las elecciones de un mando único, común a todas las unidades, incluso para aquellos que no dependen de nosotros. A mi entender el único candidato es el camarada Livieri. Pero hay un grupo de jóvenes que presenta a otro: Vdovichenko. Lo apoya la facción hostil a nosotros, los que están al lado de los bebedores de samogón, hijos de terratenientes, comerciantes y desertores de Kolchak. Esos son los que más alborotan.
¿Qué cree usted que puede ocurrirle al personal sanitario que ha fabricado y vendido el samogón?
—A mi entender los condenarán a ser fusilados, pero luego los indultarán y les conmutarán la pena por otra simbólica.
—Bueno, ya hemos charlado bastante. Lo primero que tenemos que discutir es la reorganización de la ambulancia.
—De acuerdo. Debo decirle que me parece justa su propuesta de profilaxis psiquiátrica. Estamos de acuerdo. Han aparecido y se propagan cada vez más las enfermedades nerviosas más características, específicas de nuestro tiempo, relacionadas directamente con la situación histórica. Entre nosotros se encuentra un soldado del ejército zarista, Pamfil Pályj, un hombre políticamente educado y con un innato sentido de clase. Ha perdido el juicio precisamente por esto, por el temor de que sus familiares, si él muere y ellos caen en poder de los blancos, tengan que responder por él. Una psicología muy compleja. Parece que sus familiares se encuentran en el convoy de fugitivos y que pronto nos alcanzarán. Mi insuficiente conocimiento del ruso me impide interrogarlo como quisiera. Infórmese por Angueliar o por Kamennodvorski. Convendría visitarlo.
—Conozco bien a Pályj. ¿Cómo no? Tuve ocasión de discutir con él en el soviet del ejército: es un tipo moreno, violento, de baja frente. No comprendo qué han encontrado bueno en él. Siempre es partidario de las medidas extremas, sanciones severísimas y la ejecución. Siempre he sentido repulsión por él. Pero, bueno, me ocuparé de su caso.
Era un claro día de sol, con un tiempo tranquilo y seco, como toda la semana anterior.
Desde el fondo del campo llegaba, confuso y semejante al lejano fragor del mar, el rumor del campamento. De vez en cuando oíanse los pasos de gentes por el bosque, voces, hachazos, golpes sobre yunques, relinchos de caballos, ladridos de perros y cantos de gallos. Por el bosque vagaba una multitud de gentes bronceadas, sonrientes, de dientes blancos. Algunos conocían al doctor y lo saludaban; otros, que no lo conocían, pasaban sin reparar en él.
Los partisanos estaban decididos a no moverse de Lisi Otok, hasta que hubiesen llegado sus familiares, cuyos carros avanzaban hacia ellos. Pero ya no estaban lejos y el bosque bullía de preparativos para levantar el campo y situar el campamento más hacia el este. Los hombres pulían, hacían arreglos, clavaban cajas, contaban los carros y comprobaban si todo estaba en condiciones.
En medio del bosque había un gran claro apisonado y en él una especie de kurgán o túmulo, llamado, según la designación local, buivishe en torno al cual se reunían las tropas habitualmente. También aquel día había sido fijada allí una reunión general para comunicar importantes noticias.
El bosque, sobre todo en profundidad, estaba aún lozano y verdeante. El sol de la tarde, cayendo, lo penetraba por detrás y las hojas dejaban filtrar la luz y resplandecían con la transparencia de la luz verde del cristal de una botella.
En un claro junto al cual se había establecido el archivo, el jefe de enlace, Kamennodvorki, arrojaba a las llamas los papeles ya examinados y que consideraba inútiles, recibidos como botín de una de las oficinas del regimiento de Káppel, y quemaba también montones de papeles que afectaban a los partisanos. El fuego de la hoguera ardía contra el sol, que se transparentaba a través de las llamas, como por detrás de la fronda del bosque. Pero el fuego no se distinguía: sólo por el rubor del aire caliente en el que brillaba una especie de lentejuelas de mica podía comprenderse que se estaba quemando algo.
El bosque estaba salpicado de toda clase de bayas maduras, elegantes racimos de cardaminas, abiertos saúcos de color pardo ladrillo y el blanco y purpúreo viburno. Estremeciendo sus alas de cristal volaban lentamente las libélulas abigarradas o transparentes como el fuego y el bosque.
Desde su niñez Yuri Andriéevich amaba los bosques a la hora del crepúsculo, esa hora que deja filtrar la luz del ocaso. Era como si sintiese pasar a través de sí aquellas hojas de luz, como si el don de un vivo espíritu, semejante a un torrente, le penetrase el pecho, atravesara todo su ser y saliese volando. Ese prototipo juvenil que se forma en cada uno para toda la vida y luego asume para siempre los rasgos del rostro interior, de la propia personalidad, se despertaba en él con toda su fuerza inicial y obligaba a la naturaleza, al bosque, al crepúsculo y a toda cosa visible a revestirse con las facciones tan primordiales y universales de una muchacha.
«¡Lara!», murmuró cerrando los ojos y dirigiéndose mentalmente a su propia vida, a toda la tierra de Dios, al espacio iluminado por el sol que se extendía ante él.
Pero continuaba lo de siempre, lo cotidiano. En Rusia estaba la revolución de octubre y él se hallaba prisionero de los partisanos. Y, casi sin darse cuenta, se acercó a la hoguera de Kamennodvorski.
—¿Destruye las escrituras? ¿No ha terminado aún de quemarlas?
—¡Qué va! Tengo para un rato.
Con la punta de la bota el doctor tropezó con un montón de papeles y lo diseminó. Era la correspondencia telegráfica de un estado mayor de los blancos. Por un instante tuvo la confusa idea de que en aquellos papeles podría leer el nombre de Rantsievich. Pero se trataba de una serie de papeles sin interés, comunicados cifrados del año anterior, redactados con abreviaturas ininteligibles como, por ejemplo: «Omsk a.g.m.- s.e. prim. cop. Omsk j.e.m. circ.mil. Omsk[81] carta cuarenta verstas Yenisiéi no llegado». Con el pie diseminó otro montón. Vio los resúmenes de antiguas reuniones de partisanos. Sobre los demás había un papel que decía: «Urgentísimo. Objeto: licencias. Reelección de los miembros de la comisión de revisión. Por falta de pruebas contra la maestra del pueblo de Ignatodvortsy, el soviet del ejército considera…».
En aquel momento, Kamennodvorski se sacó del bolsillo un papel y se lo entregó, diciendo:
—Son las instrucciones para el equipo médico en caso de que se levante el campo. Los carros de los familiares están ya cerca y se calmarán todas las agitaciones. Es posible que partamos el día menos pensado.
El doctor echó una ojeada al papel y palideció.
—Es menos que lo que me dieron la última vez. ¡Y hay muchos más heridos! Los que puedan caminar y solamente estén vendados, podrán ir a pie. Pero son una insignificante minoría. ¿Cómo me las arreglaré para transportar a los demás? ¿Y las medicinas, las camas, el equipo sanitario?
—Arréglese como pueda. Hay que adaptarse a las circunstancias. Además, otra cosa: de parte de todos he de hacerle un ruego. Tenemos aquí un camarada experto, un hombre de toda confianza, devoto de la causa y magnífico combatiente. Hay algo en él que no marcha.
—¿Pályj? Lajos me ha hablado de él.
—Sí. Debe hacerle usted un reconocimiento.
—¿La cabeza?
—Supongo. El dice que ve ciertos duendes. Evidentemente se trata de alucinaciones. Insomnio. Dolores de cabeza.
—Bueno, iré enseguida. Ahora dispongo de tiempo. ¿Cuándo empezará la reunión?
—Creo que ya se están reuniendo. Pero ¿qué importa? Yo no pienso ir. Ya se pasarán sin nosotros.
—Entonces iré a ver a Pamfil. Aunque me caigo de sueño. Por la noche a Livieri Avérkievich le da por filosofar y me da la tabarra con su palabrería. ¿Por dónde he de ir para ver a Pamfil? ¿Dónde está alojado?
—¿Conoce el bosquecillo detrás de la cantera abandonada? El bosque de abedules.
—Ya lo encontraré.
—Allí, en el claro, están las tiendas de los mandos. Le hemos proporcionado una a Pamfil, mientras espera a su familia. La mujer y los niños tienen que llegar con el convoy. Sí, vive en una de las tiendas de los jefes, con los mismos derechos que un jefe de batallón. Por sus méritos revolucionarios.
Mientras se dirigía a ver a Pamfil, el doctor advirtió que le faltaban las fuerzas. Estaba cansadísimo y no conseguía dominar su somnolencia, efecto del cansancio acumulado durante tantas noches de insomnio. Hubiese podido volver al fortín y descabezar un sueño, pero temía que de un momento a otro compareciese Livieri y se lo impidiera.
Se tendió en un lugar cubierto de hierba y lleno de las hojas doradas que caían de los árboles. Estaban escaqueadas sobre el suelo, y de la misma manera se posaban sobre su dorada alfombra los rayos del sol. Esta doble luminosidad entrecruzada turbaba la vista y adormecía como la lectura de un libro impreso en minúsculos caracteres o un monótono zumbido.
Yacía sobre las hojas que crujían como seda, con una mano bajo la cabeza, apoyada sobre el musgo. Y el musgo ablandaba como un cojín las nudosas raíces del árbol. Se durmió inmediatamente. Las jaspeadas manchas del sol que lo habían adormecido cubrían como una red su cuerpo tendido sobre la tierra y lo ocultaban confundiéndolo en el calidoscopio de los rayos y las hojas, como si por arte de magia se hubiera hecho invisible.
Muy pronto la misma intensidad con que había deseado el sueño que tanto necesitaba, lo despertó. Las causas directas actúan sólo en los límites de cierto equilibrio. Más allá de estos se verifica el efecto contrario. La conciencia, que no había encontrado reposo, no se había aletargardo, trabajaba febril tumultuosamente. Fragmentos de pensamiento pasaban como un torbellino, giraban en el vacío, en desorden, como una máquina estropeada. Esta barahúnda de sentimientos lo oprimía e irritaba.
«Livieri es un canalla —decía, indignado—, no le basta con que hoy haya en el mundo centenares de motivos para sacar de quicio a un hombre. Con su prisión, su amistad y sus estúpidas bromas convierte sin necesidad en un neurasténico a una persona sana. Un día u otro lo mataré.»
Una mariposa de color pardo moteado pasó volando contra el sol, como un trozo de tela de colores que se plegase y desplegase intermitentemente. Zhivago siguió su vuelo con los ojos llenos de sueño. La mariposa se posó sobre lo que más se parecía a su color, la corteza parda y moteada de un abeto, con la que se fundió de una manera absolutamente imperceptible. Pareció perderse en ella, del mismo modo que Yuri Andriéevich se perdía sin huellas bajo la red de los rayos y las sombras que jugaban sobre él.
Volvieron a apoderarse de él sus acostumbrados pensamientos. En muchos de sus trabajos sobre medicina se había ocupado de ellos indirectamente. Eran ideas sobre la voluntad y su coherencia, como consecuencia de una adaptación que ha logrado la perfección: el mimetismo, los pigmentos de imitación y protección, la supervivencia de los mejor dotados, el hecho de que acaso el camino abierto de la selección natural es también el camino de la elaboración y del nacimiento de la conciencia. ¿Qué es el sujeto? ¿Qué es el objeto? ¿Cómo dar una definición de su identidad? En estas reflexiones Darwin se encontraba con Shelling y la mariposa revoloteante con la pintura moderna, el impresionismo. Pensó en la Creación, en los seres creados, en el aire y sus ficciones.
Volvió a dormirse y al cabo de un instante abrió de nuevo los ojos. Le había despertado el susurro de una conversación mantenida en voz baja cerca de él. Le bastaron pocas palabras aprehendidas al azar para comprender que se trataba de algo secreto e ilegal. Evidentemente, los conspiradores no se habían dado cuenta de su presencia, no sospechaban que estaba tan cerca de ellos. Si se movía y traicionaba su presencia, le costaría la vida. Se quedó inmóvil y se puso a escuchar.
Conocía algunas de aquellas voces. Eran la escoria, la hez del campamento, mozalbetes que se habían alistado en el ejército partisano como Sanka Pafnutkin, Goshja Riábyj, Koska Niejvaliónyj y Terienti Galuzin, que andaba constantemente detrás de ellos, siempre los primeros en cualquier fechoría o vileza. Con ellos estaba también Zajar Gorazdyj, un tipo todavía más turbio, mezclado en el asunto de la destilación del samogón, pero por el momento no incriminado en él, porque había denunciado a los principales culpables. Pero a Yuri Andriéevich le sorprendió la presencia de Sivobliúi, un partisano de la «compañía de plata» que formaba parte de la guardia personal del jefe y era su confidente. Por una tradición que se remontaba a Razin y Pugachov, a este favorito se le había dado el nombre de «oreja del atamán», a causa de la confianza que le demostraba Livieri. También él formaba parte de la conjura.
Los conspiradores estaban poniéndose de acuerdo con algunos mensajeros enviados por las patrullas de reconocimiento del enemigo. Las voces de estos últimos apenas se oían, tan susurrantes eran, y Yuri Andriéevich adivinaba cuando hablaban porque cesaba el murmullo de los otros.
Al que más se oía era al borrachín de Zajar Gorázdyj, que continuamente lanzaba juramentos con voz ronca y entrecortada. Él debía de ser el que había promovido el complot.
—Y ahora escuchad todos vosotros. Lo importante es que todo se lleve a escondidas, en el mayor secreto. Si alguno se raja y se hace el cagueta, ¿veis esta charrasca? Con ella le saco el mondongo al aire. ¿Estamos? Ahora ya todos nos hemos metido hasta el cuello en la plasta, y allá donde volvamos la jeta, nos espera un bonito árbol para guindamos. Hay que ganarse el perdón. Hay que hacer algo sonado, nunca visto. Ellos lo quieren vivito y coleando, bien atado. Ahora aparecerá por estos bosques el capitán Gulevói —les dijeron el nombre exacto, pero él lo entendió mal y dijo «General Galiéev»—. Nunca más tendremos una ocasión como esta. Estos son sus delegados. Ya os dirán lo demás. Dicen que hay que entregarlo atado, vivo. No tenéis más que preguntarles vosotros mismos a los camaradas. Oigamos ahora a los demás. Decid algo, muchachos.
Comenzaron a hablar los demás, los invitados. Pero Yuri Andriéevich no pudo oír una sola palabra. Por lo que duraba el silencio general era de sospechar que daban numerosos detalles. A continuación Gorazdyj hizo de nuevo uso de la palabra.
—¿Oísteis, muchachos? Ahora ya podéis daros cuenta de la suerte que se nos ha venido encima. No está mal, ¿eh? ¿Vamos a perderla por un tipo semejante? ¿Acaso se le puede llamar hombre? Es un vicioso, un exaltado, una especie de ermitaño. No relinches más, Terioshka. ¿De qué te ríes, pedazo de marica? No estamos hablando de ti. Sí, os digo que es un ermitaño impúber. Hazle caso y te convertirás en un clerizonte, en un castrado. ¿Sabéis lo que despotrica? Abajo la chabacanería, guerra contra la embriaguez, fuera las mujeres. ¿Se puede vivir así? En resumen: esta tarde habréis de estar en el vado, donde están las piedras. Yo lo llevaré allí con cualquier pretexto y os echáis encima de él. Lo malo es que lo quieren vivo. Habrá que atarlo. Pero si veo que las cosas no van como es debido, yo me encargo de él. Ellos nos mandarán refuerzos, nos ayudarán.
Continuó exponiendo su plan, pero como se alejó seguido de sus compañeros, el doctor no pudo oír el resto de su conversación.
«Estos canallas quieren matar a Livieri —pensó Yuri Andriéevich con horror e indignación, olvidando las veces que él mismo había maldecido a su verdugo y deseándole la muerte—. Esos miserables están dispuestos a entregarlo a los blancos o a matarlo. ¿Cómo podría impedirlo? Me acercaré como por casualidad a la hoguera y, sin dar nombres, informaré a Kamennodvorski y de una forma u otra advertiré a Livieri del peligro que corre.»
Kamennodvorski no se hallaba ya donde el doctor lo había dejado. La hoguera estaba consumiéndose y el ayudante de Kamennodvorski cuidaba de que no se propagase el fuego.
Pero el atentado no tuvo efecto. El complot fracasó. Se conocía ya su existencia y aquel mismo día los conjurados fueron desenmascarados y detenidos. Sivobliúi fue su delator. El doctor le tuvo más asco todavía.
Se supo que el convoy formado por las mujeres y los niños se hallaba ya a dos etapas de distancia del campamento. En Lisi Otok los partisanos estaban preparados para el inminente encuentro con sus familiares y para levantar el campo, lo que debía hacerse seguidamente. Yuri Andriéevich fue a ver a Pamfil Pályj.
Lo encontró a la entrada de la barraca, con un hacha en la mano. Ante la cabaña había un enorme montón de jóvenes abedules cortados para estacas que Pamfil tenía aún que descortezar. Algunos de ellos habían sido talados allí mismo, y, al caer con todo su peso, clavaron en la tierra húmeda los extremos de las ramas destrozadas. Otros, cortados un poco lejos, habían sido arrastrados y amontonados por Pamfil sobre los primeros. Los troncos, temblando y balanceándose sobre sus elásticas ramas, no tocaban tierra ni se tocaban entre sí. Parecía como si tendieran los brazos para apartar a Pamfil que los había abatido, e impedían la entrada a la barraca irguiendo ante él todo un bosque de follaje vivo.
—Así me entretengo hasta que venga la familia —dijo Pamfil para explicar su trabajo—. Para mi mujer y los niños la barraca resultará pequeña. Además, cuando llueve, tiene goteras. Tengo que arreglarla.
—Te engañas, Pamfil, si crees que dejarán a tu familia que viva contigo. ¿Dónde se ha visto que los paisanos, las mujeres y los niños estén en medio de un ejército? Les buscarán acomodo en otra parte. Durante las horas libres podrás ir a verlos. Me parece difícil que puedan estar en una barraca militar. Pero no se trata de esto. Me han dicho que estabas enfermo, que no quieres comer ni beber y que no duermes. ¿Es verdad? No tienes mal aspecto. Lo que te sucede es que tienes que afeitarte.
Pamfil Pályj era un campesino vigoroso de cabellos negros y, enmarañados y barba también negra. Tenía una frente tan saliente que parecía doble a causa de la protuberancia del hueso frontal que oprimía las sienes como un anillo o un collar. Eso le daba el aire perverso y siniestro de la persona de ojos huidizos que mira atravesada.
Al principio de la revolución, teniendo en cuenta las experiencias de 1905, se temió que esta fuese un hecho de breve duración limitado a las clases cultivadas, que no llegaría a los más profundos estratos del pueblo ni arraigaría en ellos. Por este motivo el pueblo fue sometido a los efectos de una propaganda intensa que tenía por objeto revolucionarlo, agitarlo, implicándolo en la excitación del momento.
En aquellos primeros días hombres como el soldado Pamfil Pályj que, sin necesidad de propaganda alguna, experimentaban un odio feroz y exacerbado hacia los intelectuales, los señores y los oficiales, parecían raras excepciones a los intelectuales de izquierda y eran llevados en palmas. Su falta de humanidad parecía un prodigio de conciencia de clase, su crueldad un modelo de energía proletaria y de instinto revolucionario. De esa clase era la gloria de Pamfil, que gozaba de la mayor estima entre los capitanes partisanos y los dirigentes del partido.
A los ojos de Yuri Andriéevich aquel hombrón siniestro e insociable era un hombre no del todo normal, a causa de su total ausencia de humanidad, de su primitivismo y de la pobreza de sus intereses.
—Entremos en la barraca —invitó Pamfil.
—No. ¿Por qué? No tengo ganas. Se está mejor al aire libre.
—Bueno. Como quieras. Sentémonos en estos árboles. Se sentaron sobre unos troncos de abedul que cedían blandamente bajo su peso.
—Se dice que es más fácil contar las cosas que hacerlas. Pero mi historia es muy larga de contar. Ni con tres años la contaría toda. No sé por dónde empezar. Bueno. Vivíamos yo y mi mujer, y éramos jóvenes. Ella se ocupaba de la casa. Y yo, que conste que no me quejo, hacía de campesino. Teníamos hijos. Luego me hicieron agarrar el chopo y me mandaron a la guerra. ¡Je, la guerra! ¡Para qué te voy a contar! Tú ya sabes lo que es, camarada médico. Después, la revolución. Entonces empecé a ver sin telarañas en los ojos. A los soldados se les abrieron los ojos. El enemigo no estaba en Alemania, sino entre nosotros. Soldados de la revolución mundial, bayonetas a la funerala, ahí queda el frente y a casa, a cascarles a los burgueses. Y échale más cosas. Ya sabes tú lo que es esto, camarada médico militar. Y suma y sigue. La guerra civil. Me enrolo en los partisanos. Ahora me salto muchas cosas porque si no, no acabaría nunca. Y ahora, en pocas palabras, ¿qué estoy viendo en este momento? Ese parásito ha retirado del frente ruso al primero y segundo regimientos de Stavropolsk y al primer regimiento de cosacos de Oremburgo. ¿Acaso soy un niño, que no entiendo las cosas? ¿Acaso no estoy yo también en el ejército? Van mal las cosas para nosotros, doctor militar: estamos perdidos. ¿Qué quieren esos puercos? Quieren echarnos encima todas sus fuerzas y rodearnos. Ahora, por el momento, tengo mujer e hijos. Si nos sacuden, ¿dónde los meto? ¿Crees tú que ellos no tienen nada que ver con esto, que son inocentes? Sí, se parará en barras el tipejo ese. Por mi culpa le apretará las clavijas a mi mujer, la torturará, por mi culpa torturará a mi mujer y a los chicos, les apaleará en las coyunturas y en las costillas. ¿Y con estas cosas quieres que duerma? Aunque uno fuese de hierro pensaría en esto.
—Eres un tipo extraño, Pamfil. Realmente no te comprendo. Durante años te has pasado sin tu familia. No sabías nada de ellos y te tenían sin cuidado. Y ahora que hoy o mañana los tendrás a tu lado, en lugar de estar contento, te da por cantarles un réquiem.
—Entre antes y ahora, hay una gran diferencia. Esos blancos canallas de galones nos están dando de palos. Pero no se trata de mí. Yo ya estoy con un pie en la tumba. Ya sé cómo acabará esto para mí: en el otro mundo. Pero ellos se quedarán en las garras de ese miserable y les sacará la sangre gota a gota.
—¿Y por este motivo ves los duendes? He oído decir que se te aparecen unos fantasmas.
—Si, es verdad, doctor. Pero todavía no te lo he contado todo. No te he contado lo principal. Sí, es cierto. Te diré la verdad monda y lironda. No te ofendas si te lo digo a la cara. He mandado al otro mundo a una porrada de gente. Tengo sobre mi conciencia mucha sangre de señores, de oficiales, de la gente que quieras. No recuerdo ni su número ni sus nombres. Todo ha pasado ya como agua bajo puente. Pero hay un diablillo que no puedo quitármelo de la cabeza, un diablillo a quien me cargué y al que no puedo quitarme de las mientes. ¿Por qué maté a ese mozalbete? Me hizo reír, morir de risa. Y le tiré por broma, por reír, por pijotería. No tenía motivo. Fue después de la revolución de febrero, cuando Kerenski. Había revolución. En la línea del ferrocarril. Nos habían mandado a un agitador joven para que con su palabrería nos convenciera y nos mandase al frente, a combatir hasta la victoria. Era un cadete que tenía que domarnos con la palabra. Un tipo escuchimizado. Tenía una cantinela que se había aprendido en viernes: «¡Hasta la victoria!». Con esa muletilla salió arreando y saltó sobre un depósito de agua de los bomberos, de esas cubas que hay en la estación, para apagar incendios. Saltó sobre la cuba. Por lo visto quería estar en alto para invitarnos a combatir. Bueno, el caso es que la tapa dio la vuelta bajo sus pies y ya me lo tienes en el agua. Fue de risa. No podía más. Me dolían las tripas de tanto reír. Pero tenía el fusil en la mano. Y ríe que te ríe. Parecía como si él me estuviese haciendo cosquillas. Bueno, apunté y lo dejé tieso. No sé por qué lo hice. Como si alguien me hubiese hecho mover la mano. Ahí tienes mis fantasmas. Por la noche me parece ver la estación. Entonces era cosa de risa. Ahora ya no lo es.
—¿Sucedió eso cerca de Meliuziéev, en la estación de Biriuchi?
—Precisamente.
—¿Os sublevasteis al mismo tiempo que los habitantes de Zybúchino?
—Lo he olvidado.
—¿Qué frente era? ¿El occidental?
—Debía de ser el occidental. Es posible. No lo recuerdo.