X
EN LA GRAN CARRETERA

1

Sucedíanse ciudades, pueblos y aldeas. La ciudad de Krestovozdvízhensk, la estación de Omiélchino, Pazhinsk, Tysiástskoie, el caserío de Yaglíonskoie, el arrabal de Zvonarski, la aldea de Vólnoie, Gurtóvschiki, Kezhémskaia, la aldea de Kaziéevo, el arrabal de Kutieiny y la aldea de Maly Yermolái.

A todas estas poblaciones las atravesaba una gran carretera, vieja como el mundo, la más antigua de Siberia, antiguo itinerario de los servicios de correos. Cortaba en dos las ciudades, como se corta el pan, con el cuchillo de una calle mayor, y a través de las aldeas volaba sin volverse, esparciendo a lo lejos, detrás de ellas, las isbas alineadas a los lados, o bien rechazándolas con el arco o la horquilla de una repentina curva.

En un pasado remoto, antes de que se tendiera la línea del ferrocarril de Jodátskoie, corrían por la carretera las troikas postales. De este a oeste extendíase la hilera de carros llenos de té, trigo y hierro procedente de las fundiciones. De oeste a este avanzaban a pie, bajo escolta, de etapa en etapa, los deportados. Almas perdidas, desesperados terribles como los rayos del cielo, avanzaban al paso, haciendo resonar el hierro de sus cadenas. Y a su alrededor rumoreaban los bosques oscuros e impenetrables.

La carretera vivía como una sola familia. Se conocían y emparentaban las poblaciones, ciudad con ciudad, tierra con tierra. En Jodátskoie, donde se encontraba con la línea de ferrocarril, había talleres para la reparación de locomotoras, fábricas de material ferroviario. Allí los presos lloraban de dolor hacinados en los cuarteles, enfermaban y morían. Cumplida su condena, los deportados políticos que poseían conocimientos técnicos, se convertían en contramaestres y se quedaban.

A lo largo de toda la línea, los soviets de los primeros tiempos habían sido derrocados. Durante cierto periodo se mantuvo en el poder del gobierno provisional de Siberia. Luego, todo el territorio pasó a las manos del gobernador supremo, el almirante Kolchak.

2

La carretera ascendía en una larga cuesta y el paisaje se extendía cada vez más. Parecía como si la subida y la expansión del horizonte no se acabaran nunca. Y cuando los caballos y los hombres se cansaron y detuvieron para tomar aliento, acabó la cuesta. Más adelante, bajo el puente, discurría veloz el río Kiezhma.

Al otro lado del río, sobre una altura todavía más pronunciada, surgía la pared de ladrillos del monasterio de Vozdvízhensk[69]. La carretera rodeaba el cerro y después de algunos zigszags tras los patios de los arrabales, penetraba en la ciudad.

Pasaba después, en la plaza principal, ante los muros del monasterio con un portón de hierro pintado de verde. En el semicírculo del arco de la entrada coronaba el icono esta inscripción: «Bendita sea la Cruz, Cruz vivificadora, invencible victoria de la piedad».

El invierno tocaba a su fin. Era la semana de la Pasión, final de la Cuaresma. En las calles negreaba la nieve a punto de deshelarse, pero todavía estaba blanca en los tejados, que cubría como si se tratase de altos sombreros encasquetados.

Los chiquillos que se encaramaban por el campanario de Vozdvízhensk debían ver a sus pies las casas como si fueran cajitas, cofrecillos apretados unos contra otros, a los que se acercaban hombrecillos negros, del tamaño de puntitos. Aquellos hombrecillos leían la orden del gobernador supremo sobre la movilización de tres quintas, que estaba pegada en las paredes.

3

Durante la noche se produjeron muchas cosas imprevistas. Sobrevino una tibieza insólita en aquella estación. Caía una lluvia menuda, tan ligera que parecía no tocar el suelo, sino disolverse en el aire como un vapor de polvillo de agua. Pero era sólo una impresión. Su agua tibia, que discurría en arroyuelos, bastaba para barrer la nieve y ennegrecer la tierra como si brillara de sudor.

Desde los jardines los verdeantes manzanos lanzaban alegremente sus ramas a la calle por encima de la tapias. Desde estas ramas, con un repiqueteo irregular, caían las gotas sobre las aceras de madera. Su desacorde tamborileo resonaba en la ciudad.

«Tómik», el perrito, encadenado desde por la mañana, ladraba y aullaba en el patio del fotógrafo. Quizás irritado por los ladridos, el cuervo de los jardines de Galuzin llenaba la ciudad con su graznido.

En la parte baja de la población le habían llevado al comerciante Liubieznov tres carros de mercancías, que él se negaba a aceptar, diciendo que era un error, que él no había encargado nada. Manifestando que ya era muy tarde, los carreteros le pidieron que los dejase pernoctar en su casa. El comerciante gritaba, quería que se fueran y no abría la puerta. El altercado se oía en toda la ciudad.

A la hora séptima de la iglesia, es decir la una de la mañana, desde la campana más pesada del monasterio, que apenas se movía, voló, para mezclarse con la oscura humedad de la lluvia, la onda suave de un sonido sombrío y dulce. Se desprendió de la campana como un trozo de tierra, minado por la crecida, se desprende de la orilla, se hunde y se disuelve en el río.

Era la noche del Jueves Santo, el día de los doce apóstoles. Tras la retícula de la lluvia se movían y flotaban luces apenas perceptibles, iluminando frentes, narices y caras. Los fieles iban a maitines.

Al cabo de un cuarto de hora, sobre las tablas de la acera oyéronse unos pasos que se alejaban del monasterio. Era la comercianta Galúzina. Caminaba con pasos irregulares, ora dando una carrerita, ora deteniéndose, con la pelliza desabrochada y un pañuelo a la cabeza. En la iglesia se sintió mal y salió al aire libre, pero ahora se avergonzaba y sentía no haberse quedado hasta el final y hecho sus devociones, a las que faltaba desde hacía dos años. Pero no era esta la causa de su agitación. El verdadero motivo de su tristeza era la orden de movilización que aquel día se había fijado en todas las esquinas y que afectaba a su hijo, Teriosha, un pobre idiota. Trataba de no pensar en ella, pero los carteles que blanqueaban por todas partes en la oscuridad se lo recordaban continuamente.

Su casa estaba a la vuelta de la esquina, a dos pasos, pero le parecía que en la calle estaba mejor. Necesitaba el aire libre y no tenía el menor deseo de meterse en casa, en aquel horno.

Le asaltaban tristes pensamientos. Si los hubiera expresado en alta voz y por orden, ni palabras ni tiempo le hubiesen bastado ni aun hasta el amanecer. En cambio, allí, en la calle, estas melancólicas reflexiones volaban a trompicones y pocos instantes bastaban para cada una, desde la esquina del monasterio a la esquina de la plaza.

En el aire alentaba ya la solemne fiesta, pero en la casa no había un alma. Todos se habían ido, dejándola sola. ¿Y cómo debía quedarse, sino sola? Naturalmente, sola. No se podía contar con Ksiusha, su hija adoptiva. Además, ¿quién era Ksiusha? Una extraña. Acaso una amiga, acaso una enemiga. Y posiblemente también una secreta rival. La había heredado de su primer matrimonio, de Vlasushka, su marido, que la adoptó. Y ¿quién sabe? Tal vez la había adoptado, pero tal vez fuese una hija ilegítima. O quizá ni siquiera una hija sino todo lo contrario precisamente. ¿Quién puede profundizar en el pensamiento de un marido? Sin embargo, no había nada que decir de la chica. Inteligente, bella, una joya. Incluso más inteligente que el estúpido de Terioshka y que su padre adoptivo.

Y ahí la tenéis sola la víspera de Pascua. La habían abandonado, se fue cada uno por donde le dio la gana.

Vlasushka, su marido, se había ido por la gran carretera para echarles discursos a los reclutas, arengar a los que iban a la guerra. Más hubiese valido que ese majagranzas se hubiera preocupado de su hijo y lo salvara de una muerte cierta.

Tampoco Teriosha tuvo más aguante: se largó la víspera de la gran fiesta. Se fue a casa de unos parientes, los Kutieiny, a distraerse y consolarse de su desgracia. El pobre tonto fue expulsado de la escuela real. Había repetido sin resultado la mitad de los cursos, pero cuando llegó al octavo, perdieron la paciencia y lo echaron.

¡Qué pena! ¡Dios mío! ¿Por qué me siento tan mal? Se me cae el alma a los pies. Todo se derrumba, no tengo ganas de vivir. ¿Por qué han de ser así las cosas? ¿Acaso la revolución tiene la culpa? ¡No, no! La culpa es de la guerra. En la guerra ha muerto lo más granado de la juventud y ha quedado solamente la basura, lo que no sirve para nada.

¿Acaso ocurría así en casa del abuelo, con su padre, que era empresario? El abuelo no era un borrachín, sino un hombre instruido, y la casa era una bendición de Dios. ¡Y había que ver a las dos hermanas, Polia y Olia! Entre ellas reinaba la misma armonía que entre sus nombres, las dos eran muy bellas. ¡Y había que ver también a los maestros carpinteros que iban a casa de su padre, tipos apuestos, fuertes e imponentes! Y de pronto a las chicas se les metió en la cabeza, porque la verdad es que en la casa no pasaban apuros, se les metió en la cabeza, digo, porque hay que reconocer que tenían habilidad las chicas, nada menos que hacer chales de punto de seis colores. Pues bien, el caso es que tenían tan buenas manos que los chales se hicieron famosos en toda la comarca. Entonces, todo daba gusto por su plenitud y armonía: el oficio divino, los bailes, la gente, los modales, aunque la familia era de condición modesta, pequeños burgueses de origen obrero y campesino. Entonces, también Rusia era una muchacha que tenía verdaderos admiradores, auténticos defensores, que nada tenían que ver con los de hoy. Hoy todo ha perdido su antiguo esplendor. Todo es un amasijo de abogados, y de todos esos judíos que día y noche, sin tomar resuello, no hacen otra cosa que masticar palabras, atragantarse de frases y más frases. Vlasushka y sus amigotes creen que podrán hacer que vuelvan los dorados tiempos con champaña y buenas intenciones. Pero ¿acaso se reconquista así el amor perdido? Para eso hay que remover cielo y tierra, desplazar montañas.

4

Más de una vez Galúzina había llegado ya hasta el privoz, la plaza del mercado de Krestovozdvízhensk. Su casa no estaba lejos de allí. Pero cada vez cambiaba de propósito, regresaba sobre sus pasos y se perdía de nuevo por los callejones que rodeaban el monasterio.

La plaza del mercado era tan grande como un campo. En otros tiempos, durante los días de mercado, los campesinos la llenaban por completo con sus carros. Por un lado daba al extremo de la calle Yeliéninskaia. El otro, que formaba un arco de círculo, estaba constituido por pequeñas casas de una o dos plantas, en las cuales se hallaban los almacenes, tiendas y despachos, y talleres de artesanos.

Allí, en los tiempos de paz, en su ancho portón de cuatro batientes de hierro, tronaba en una silla el misógino Briujánov, un oso chanflón con lentes y levita de largos faldones, comerciante en pieles, alquitrán, ruedas, arneses, avena y heno.

Allí, en un pequeño escaparate opaco, hacía muchos años que se llenaban de polvo algunas cajas de cartulina con cintas y ramilletes de adorno y cirios nupciales. Al otro lado del escaparate, en una habitación sin muebles y sin más mercancías que algunos panes de cera colocados uno encima de otro, se llevaban a cabo millares de transacciones con almáciga, cera y velas por parte de desconocidos representantes de un comerciante de velas que nadie sabía dónde residía.

Allí, en la mitad de las calle, estaba la gran tienda de coloniales de los Galuzin, una tienda de tres escaparates. Tres veces al día barrían su piso de madera, rociándolo con los posos del té que los empleados y el amo bebían ininterrumpidamente durante toda la jornada. Con frecuencia y verdadero gusto la joven ama se sentaba a la caja. Su color predilecto era el lila, el violeta, el color de las ceremonias solemnes, de la iglesia, el color de las lilas todavía en capullo, de su mejor traje de terciopelo, de su cristalería. También el color de la felicidad, el color de los recuerdos, el color de su ya pasada edad de jovencita, de la Rusia prerrevolucionaria, le parecía que era el de las violetas claras. Le gustaba estar en la caja de la tienda, porque la penumbra violenta del local, que olía a almidón, a azúcar y caramelos de grosella, que adquirían un tono malva oscuro en sus frascos de cristal, se parecía a su color predilecto.

Allí, en la esquina, al lado de un almacén de maderas había una vieja casa de tablas grises. Era una casa que cedía por cada lado como un diván desfondado. Tenía cuatro departamentos y dos puertas, una en cada esquina de la fachada. La parte izquierda del entresuelo estaba ocupada por la farmacia de Zalkind, y la derecha por el despacho del notario. Sobre la farmacia vivía Shmuliévich, un viejo modisto cargado de familia. Frente al modisto, sobre el despacho del notario, había muchos inquilinos de cuyas profesiones daban noticia los carteles y rótulos de que estaba cubierta toda la puerta de entrada. Allí se reparaban relojes, y un remendón ofrecía sus servicios. Estaba también la fotografía de Zhuk y Strodaj y el taller del grabador Kaminski.

A causa de la estrechez de aquel piso superpoblado, los jóvenes aprendices fotógrafos, el retocador Sienia Maguidsón y el estudiante Blazhein se habían montado una especie de laboratorio en el patio, en el local que daba al almacén de maderas. Ahora estaban trabajando, a juzgar por el maligno ojo de la luz roja de la cámara oscura, que brillaba opaco en la pequeña ventana. Y bajo la ventana estaba atado con una cadena «Tomka», el perrillo, que ladraba de tal manera que lo oían en toda la calle Yeliéninskaia.

«Toda la tribu está amontonada ahí —pensó Galúzina, pasando ante la casa gris—. Asilo de miseria y mugre.»

Luego pensó que Vlas Pajómovich se había equivocado en su fobia contra los judíos. Aquella gente no pensaba demasiado en los destinos del Estado. Por lo demás, cuando se le preguntaba al viejo Shmuliévich la causa de todos aquellos desórdenes y alborotos, levantaba la cabeza y, haciendo una mueca que ponía al descubierto todos sus dientes, decía:

—¡Son salidas de Leívochkin!

Pero ¿en qué cosa estaba pensando, qué diantre se le había metido entre ceja y ceja? ¿Acaso se trataba de eso? ¿Eran realmente una desgracia esas cosas? La desgracia estaba en las ciudades. No son ellas las que sostienen a Rusia. Sin más ni más, cegados por las instrucciones, todos quieren ir a remolque de la gente de la ciudad y no hay manera de que lo consigan. Han abandonado su orilla y no han alcanzado la otra.

«O quizás, en cambio, todo el mal resida en la ignorancia. El instruido ve a través de todas las cosas, todo lo conoce de antemano. A nosotros, en cambio, han de darnos en la cresta para que nos acordemos del sombrero. Vivimos como en un bosque oscuro. Pero vayamos por partes, no todo debe ser de color de rosa para los instruidos, porque la carestía los ha echado de la ciudad. Intenta comprenderlo. Ni el mismo diablo podría desembrollarlo.

»Y, sin embargo, ¿pueden compararse con nuestra gente del campo? Los Selitvin, los Shelaburin, Pamfil Palyj, los hermanos Niéstor y Pankrat Módyj. Gentes que saben lo que quieren, cabezas en su sitio. Son sus propios dueños. A lo largo de la gran carretera granjas nuevas, da gusto verlas. Cada uno tiene quince desiatiny[70] de sembrado, caballos, ovejas, vacas y cerdos. Y reservas de trigo, lo menos para tres años. Una cantidad de cosas que da gusto ver. Maquinaria para la cosecha. Ante ellos Kolchak se arrastra por los suelos, no sabe como agradarlos y los comisarios quieren atraerlos para su ejército de los bosques. Han vuelto de la guerra llenos de cruces de San Jorge y se los rifan como instructores. Pero ¿qué importa tener galones o no tenerlos? Si eres un hombre que sabes lo que haces, les faltará tiempo para buscarte. No tienes nada que perder.

»Pero ya es hora de volver a casa. No está bien que una mujer esté pindongueando tanto rato. Podía quedarme en el jardín, pero el barro me llegará hasta el cuello. De todos modos, me encuentro un poco más tranquila.»

Y perdiéndose definitivamente en sus razonamientos hasta no saber siquiera lo que estaba pensando, Galúzina se dirigió a su casa. Pero, antes de cruzar el umbral, mientras daba un tropezón ante la entrada, abarcó aún, mentalmente, una infinidad de cosas.

Pensó en los actuales jefes supremos de Jodátskoie, de quienes tenía una idea aproximada y en los deportados políticos de las capitales: Tivierzin, Antípov, el anarquista Vdovichenko Bandera Negra, y el herrero Gorzhenia el Loco. Eran hombres que tenían la cabeza bien asentada sobre los hombros. Ya habían pasado lo suyo en la vida y seguro que ahora estaban pensando o tramando alguna sonada. No podían hacer otra cosa. Se habían pasado la vida entre las máquinas, y eran despiadados y fríos como las máquinas mismas. Llevaban cazadoras sobre los jerséis, fumaban cigarrillos en boquilla de hueso y, para no pillar una infección, bebían agua hervida. Vlasushka no llegaría a ser nada. Toda aquella gente lo cambiaría todo a su gusto y acabaría por hacer lo que quisieran.

Luego, empezó a pensar en sí misma. Sabía que era una mujer importante, con ideas propias, sensata e inteligente, y no mala. Ninguna de sus cualidades había sido apreciada en aquel perdido agujero de la provincia, pero acaso tampoco lo hubiese sido en otra parte. Y las coplas obscenas que hablaban de una tal Sentetiúrija, de las que sólo se podían repetir los dos primeros versos, eran conocidas de una punta a otra de los Urales;

La Sentetiúrija su carro vendió

y por ese dinero una balalaika adquirió,

y luego seguían palabras escabrosas que se cantaban en Krestovozdvízhensk aludiendo a ella, según sospechaba. Suspirando amargamente entró en su casa.

5

Sin detenerse a la entrada, con la pelliza puesta, pasó directamente a la alcoba. Las ventanas daban al jardín. Ahora, de noche, las sombras ante la ventana, las de la alcoba y las del jardín, eran casi las mismas. La masa colgante de las cortinas era semejante a la de los árboles desnudos y negros, de líneas confusas. El color negro violáceo de la primavera en sus comienzos se filtraba a través de la tierra y entibiaba el oscuro tafetán de aquella noche de finales de invierno. Dos elementos similares intervenían en la composición de la atmósfera de la estancia: el violeta oscuro de la ventana dulcificaba y aligeraba la polvorienta sensación a cerrado de las cortinas corridas herméticamente. En el icono de la Virgen surgían del manto de plata las palmas oliváceas dirigidas hacia arriba. En cada una figuraban las letras iniciales y finales de su nombre griego: Mether Theou, madre de Dios. En un portalámparas de oro, un vaso de cristal color granate oscuro, como un tintero, lanzaba sobre la alfombra, en forma de estrella, desmenuzado por la talla de cristal, el reflejo de la luz de su mariposa.

Al quitarse el pañuelo y la pelliza, Galúzina hizo un falso movimiento y advirtió una punzada en el costado y una sensación de peso en el omóplato. Asustada, gritó y, balbuceando: «Gran protectora de los afligidos, purísima Virgen, socórreme, protección del mundo», se echó a llorar. Luego, cuando menguó el dolor, comenzó a desnudarse. Los corchetes que abrochaban el cuello sobre la nuca y la espalda se le escapaban de las manos y se clavaban en los blandos pliegues de la tela. A duras penas conseguía soltarlos.

Ksiusha, su pupila, despertada por su llegada, entró en la alcoba.

—¿Por qué estás a oscuras, mamá? ¿Quieres que encienda?

—No te preocupes. Veo bien.

—Mamita Olga Nílovna, déjame hacer a mí. No te canses.

—Tengo los dedos tan torpes que no parecen míos. Ese bestia de modisto ha cosido demasiado bien los corchetes, bestia, que no es más que eso: un bestia. Me los voy a descoser de arriba abajo.

—Cantaban bien en la iglesia. Hace una noche muy apacible y los coros se oían desde aquí.

—Sí, sí, cantaban muy bien. Pero yo, maldita sea no estoy bien. Vuelvo a sentir aquí esa punzada, y aquí también. Por todas partes. Es una desdicha, no sé qué hacer.

—Stydobski, el homeópata, te curará.

—Pero no es posible seguir sus consejos. Tu homeópata es un veterinario. En primer lugar, no sirve para nada y, en segundo lugar, se ha marchado. Marchado, marchado. Y no él solo. La víspera de la fiesta todo el mundo abandonó la ciudad como si tuviese que haber un terremoto.

—Pero ese médico húngaro prisionero te trataba muy bien.

—¡Otra estupidez! Te digo que no hay nadie, que se han largado todos. Kerenyi Lajos y los demás húngaros se han quedado al otro lado de la línea de demarcación. Le han obligado a servir. Está en el Ejército Rojo.

—Te preocupas por nada. Lo tuyo es una neurosis cardíaca. En estos casos la sugestión hace milagros. ¿Te acuerdas de aquella mujer de un soldado, que te hizo unos conjuros? Le bastó una señal de su mano para quitarte todo el mal. No me acuerdo cómo se llama esa mujer. Olvidé su nombre.

—Ya veo que me tienes por mema. Como me descuide me vas a cantar a mis propias barbas la copla de Sentetiúrija.

—¡Por amor de Dios! No digas esas cosas, mamá. Trata más bien de acordarte de cómo se llama esa mujer. Tengo su nombre en la punta de la lengua. No estaré tranquila hasta que lo recuerde.

—¡Pero si esa mujer tiene más nombres que refajos! No sé a qué nombre te refieres. La llaman Kubarija, o Miedviedija o Zlydarija. Y tiene, por lo menos, una docena de motes. Pero tampoco ella está aquí. Hizo lo suyo y ya puedes echarle un galgo. La metieron en la cárcel de Kiezhma, por no sé qué historias de abortos y polvos mágicos. Pero en lugar de criar musgo en la cárcel, se escapó y está en Extremo Oriente, quién sabe dónde. Ya te he dicho que todos se han marchado. Vlas Pajómovich, Terioshka, la tía Polia Corazón Rendido. En toda la ciudad las únicas mujeres honradas que quedan somos tú y yo, dos bodoques. ¿Crees que bromeo? No hay asistencia médica. Si nos pasa algo, será el fin. No hay a quien acudir. Decían que en Yuriatin había una eminencia de Moscú, un profesor, hijo de un comerciante siberiano que se mató. Mientras pensaba en mandarlo llamar, han acordonado de rojos la carretera y no te puedes permitir ni estornudar. Pero hablemos de otra cosa. Ve a acostarte y yo intentaré dormir. El estudiante Blazhein te ha sorbido el seso. Es inútil que lo niegues. No puedes ocultármelo porque te has puesto colorada como un tomate. Pues bien, tu dichoso estudiante está trabajando sin parar en esta santa noche para revelar mis fotografías. Ellos no duermen ni dejan dormir a los demás. «Tomka» ladra para que toda la ciudad se entere. Y ese maldito cuervo graznando en el manzano. Ya veo que no podré pegar ojo en toda la noche. Pero ¿por qué diablos te ofendes, quisquillosa, que eso es lo que eres, una quisquillosa? Para eso están los estudiantes, para gustar a las chicas.

6

—¿Por qué ladra tanto ese perro? Habría que ver qué le pasa. No se pone a ladrar porque sí. Espera, Lídochka, ¡maldita sea!, cállate si puedes. Hay que aclararlo. De un momento a otro pueden dejarse caer por aquí los cosacos. No te muevas, Ustín. Tú tampoco Sivobliúi. Nos pasaremos sin vosotros.

Sordo a la petición de que esperase y se detuviera un momento, el representante del centro continuó cansadamente con su precipitada oratoria:

—Con su política de rapiña, de exacciones, violentas, fusilamientos y torturas, el poder burgués militar instaurado en Siberia debería abrir los ojos a todos los que están en un error. Este poder no es sólo enemigo de la clase obrera, sino, en el fondo, también de todos los campesinos trabajadores. Los campesinos trabajadores de Siberia y de los Urales deben comprender que sólo una alianza con el proletariado de la ciudad y con los soldados, una alianza con los kirguises y buniatos…

Por último comprendió que lo interrumpían y se detuvo, se enjugó con el pañuelo el sudoroso rostro y, bajando los hinchados párpados, cerró los ojos.

Los que estaban a su lado le hablaron a media voz:

—Descansa un momento. Bebe un poco de agua.

Al jefe de los partisanos, que comenzó a inquietarse, le dijeron:

—¿Por qué te pones así? Todo marcha. La señal está en la ventana. El puesto de guardia, para hablar con frase figurada, devora el espacio con los ojos. Creo que podemos dar de nuevo la palabra al orador. Adelante, camarada Lídochka.

La reunión clandestina tenía efecto en el almacén grande, en parte despejado de maderos. Un montón de tablones que llegaba hasta el techo separaba el local del despacho de entrada y servía de biombo a los reunidos, quienes, en caso de peligro, podían ponerse a salvo utilizando una salida subterránea, que desembocaba en los patios del callejón Konstantínovski, detrás de la tapia del monasterio.

El orador, con un negro birrete de percal que le tapaba la calvicie, el rostro opaco de una palidez verdosa y la barba negra hasta las orejas, sufría de transpiración nerviosa y sudaba a chorros. En la lengua de fuego de la lámpara de petróleo que había sobre la mesa encendió con avidez la apagada colilla y se inclinó con todo su cuerpo sobre los papeles que tenía extendidos ante sí. Recorriéndolos nerviosa y apresuradamente con sus ojillos miopes, como si los olfateara, continuó con voz cansada y débil:

—Esta alianza de la gente pobre de la ciudad y del campo puede realizarse únicamente por medio del soviet. Quieran o no quieran, los campesinos de Siberia tenderán a estos mismos objetivos por los cuales hace tiempo que comenzaron la lucha los obreros siberianos. La tarea común consiste en abatir la autocracia de los almirantes y atamanes, a quienes el pueblo odia, e instaurar el poder de los soviets de los campesinos y soldados, mediante la insurrección armada de todo el pueblo. Por eso, en la lucha contra los oficiales y los cosacos, agentes de la burguesía armada hasta los dientes, los insurrectos deberán llevar a cabo una verdadera guerra en el frente, tenaz y prolongada.

De nuevo se detuvo, se enjugó el sudor y cerró los ojos. Contrariamente a lo establecido por el reglamento, alguien se levantó y con la mano hizo un signo indicando que quería hacer una observación.

El jefe de los partisanos, o más exactamente el comandante de la unidad de Kiezhma de los partisanos del otro lado de los Urales, sentábase precisamente delante del orador, en una postura descuidada y provocativa y lo interrumpía descortésmente y sin ningún respeto. Costaba creer que un hombre tan joven, casi un muchacho, pudiese mandar unidades enteras armadas, y que fuera obedecido y venerado. Había echado hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, su capa del arma de caballería, que dejaba al descubierto su busto con una camisa militar sobre la que se advertían las huellas oscuras de los galones de teniente, cosidos a ella en otro tiempo.

A un lado y a otro tenía a dos de los fieles de su escolta, silenciosos ambos, que vestían blancas pellizas de piel de cordero ya grises por el uso, con las solapas de astracán. Sus bellos rostros de piedra eran inexpresivos, excepto en lo que representase una ciega entrega al jefe, la decisión de hacer por él cualquier cosa. Eran indiferentes a la discusión, a los problemas que se planteaban, a la marcha del debate. No hablaban ni sonreían.

Además, había en el almacén otras diez o quince personas, algunas de pie, otras sentadas en el suelo, con las piernas extendidas, otras con la cabeza apoyada en las rodillas y la espalda en la pared y en los tablones.

Para los asistentes de importancia había destinadas algunas sillas: las ocupaban tres o cuatro obreros viejos, que habían tomado parte en la primera revolución, entre los cuales, figuraba Tivierzin, tétrico y muy cambiado, y su viejo amigo Antípov, que era como un eco de él. Con la categoría de aquellos a cuyos pies la revolución colocaba sus dones y sus víctimas, sentábanse como severos y mudos ídolos a quienes la vanidad política había despojado de toda señal de humanidad.

También otras figuras del almacén eran dignas de atención. Sin un momento de paz levantábase del suelo y volvía a sentarse, paseaba por la estancia y se detenía, el puntal del anarquismo ruso, Vdovichenko Bandera Negra, un gigantón de cabeza enorme, con una gran boca y una melena leonina, ex oficial de la última guerra ruso-turca o, en todo caso, de la guerra ruso-japonesa, un soñador eternamente absorto en sus fantasías.

A causa de su gran bondad y su gigantesca estatura, que le impedían percibir los fenómenos de diversa y menor dimensión, no consideraba con suficiente atención lo que sucedía a su alrededor y tergiversándolo todo tomaba las opiniones adversas como propias y se declaraba de acuerdo con todos.

Junto a él estaba sentado en el suelo su amigo el cazador y negociante en pieles Svirid. Aunque Svirid no había cultivado nunca la tierra, adivinábase en él al hombre de la gleba a través de su entreabierta camisa de tela oscura que apretujaba en el puño junto con la crucecita, y que luego estiraba a lo largo del pecho, rascándose el estómago. Era un medio buriato cordial y analfabeto, con el pelo dividido en pequeños mechones, los bigotes escasos y una barba todavía más escasa, de pocos pelos. Las características mongólicas daban un aspecto de vejez a su rostro que se plegaba constantemente en una sonrisa aprobadora.

El orador, que recorría Siberia con las instrucciones militares del comité central, dejaba volar su pensamiento por las vastas extensiones que todavía le quedaban por visitar. Con respecto a la mayoría de los que se hallaban presentes en la pequeña reunión, sentía una absoluta indiferencia. Pero revolucionario y amante del pueblo desde que era un niño, miraba con veneración al joven caudillo que se sentaba ante él. No sólo perdonaba al muchacho todas sus groserías, que le parecían la expresión sincera de un innato espíritu revolucionario, sino que acogía sus desenvueltos ataques como el entusiasmo de una mujer enamorada ante la ruda solicitud de su galán.

El jefe de los partisanos era Liveri, el hijo de Mikulitsyn. El orador del centro, el ex trudovik[71] cooperador, Kostoied-Amurski, que en otro tiempo estuvo afiliado a los socialrevolucionarios. Últimamente había revisado su posición y reconocido sus propios errores ideológicos, rectificando en varias declaraciones, y no sólo había sido aceptado por el partido comunista, sino que se le había dado aquella misión de tanta responsabilidad.

Aunque ni remotamente fuese un técnico militar, el trabajo se le había encomendado en señal de respeto a su antigüedad revolucionaria, por los sufrimientos padecidos en aquellas largas permanencias en las cárceles, y también porque se suponía que, como ex cooperador, tenía que conocer sobradamente el humor de las masas campesinas de la Siberia occidental sacudida por las revoluciones. Y una experiencia de este tipo era mucho más importante que los conocimientos militares.

El cambio de las convicciones políticas había hecho irreconocible a Kostoied. Cambió su aspecto, sus ademanes y maneras. Nadie recordaba que en otro tiempo había sido calvo y barbudo. Pero ¡quién sabe!, acaso se trataba de un disfraz. El partido le había prescrito una rigurosa clandestinidad. Su nombre de clandestinidad era Berendiéi o camarada Lídochka[72].

Cuando cesó el alboroto producido por las intempestivas palabras de Vdovichenko, que había declarado estar de acuerdo sobre determinados puntos de las instrucciones apenas leídos, Kostoied continuó:

—Con el propósito de ejercer el máximo control sobre el creciente movimiento de las masas campesinas es necesario instituir lo antes posible un enlace con todas las unidades partisanas que se encuentran en la zona del comité provincial.

Habló luego de establecer las consignas, los mensajes cifrados, los sistemas de comunicación e insistió sobre los pormenores.

—Comunicar a las unidades dónde se encuentran los depósitos de armas y de avituallamiento de las organizaciones e instituciones de los blancos, dónde se encuentran custodiados los mayores depósitos de dinero y de qué manera se vigilan. Deben elaborarse detalladamente las cuestiones de la organización interna de las unidades, de sus jefes, de la disciplina militar comunista, de la conspiración, de la relación de las unidades con el mundo externo, de las relaciones con la población local, de los tribunales militares revolucionarios del campo, de la táctica de sabotaje en territorio enemigo, como la destrucción de puentes, líneas férreas, barcos, barcazas, estaciones, talleres y material de que disponen, telégrafo, minas, víveres.

Liveri, que estaba devorado por la impaciencia, no pudo aguantar más. Aquellas palabras le parecían un delirio de aficionado, sin relación alguna con la realidad. Dijo:

—Gracias por tan magnífica lección. La tendré en cuenta. Evidentemente hay que aceptar todo esto sin hacer objeciones para no perder el apoyo del Ejército Rojo. —Naturalmente.

—Y a mí, encantadora Lídochka, ¿qué se me da de todas estas chiquilladas, cuando, el diablo te lleve, mis fuerzas, que son tres regimientos, comprendida artillería y caballería, hace tiempo que están batiendo magníficamente al enemigo? «¡Qué fascinación! ¡Qué fuerza!», pensó Kostoied.

Pero Tivierzin le interrumpió. No le gustaba el tono impetuoso de Liveri.

—Perdona, camarada informador. No sé, pero me parece que no he tomado buena nota de uno de los puntos de tu información. Voy a leerla porque quisiera estar seguro. Tú has dicho: «Hay que insistir sobre la necesidad de admitir en el comité a los veteranos que se encontraban en el frente durante la revolución y que formaron parte de los soviets de soldados. Es de desear que cada comité disponga de uno o dos suboficiales y de un técnico militar». ¿Está bien lo que he anotado, camarada, Kostoied?

—Sí, es eso, palabra por palabra.

—En tal caso, permíteme que haga una observación. Me preocupa este punto sobre los técnicos. Nosotros los obreros participantes en la revolución del año cinco, no estamos acostumbrados a fiarnos de los militares. Con ellos se infiltra siempre la contrarrevolución.

En torno suyo se dejaron oír algunas voces:

—¡Basta! ¡La resolución! ¡La resolución! Ya es hora de que se levante la reunión. Es muy tarde.

—Estoy de acuerdo con la mayoría —intervino Vdovichenko con su tonante voz de bajo—. Empleando un lenguaje poético se podría decir que las instituciones civiles deben desarrollarse desde abajo, apoyándose en bases democráticas, como esquejes que se plantan y echan raíces. Es imposible hincarlos desde arriba, como los palos de una empalizada. Este ha sido el error de la dictadura jacobina, la razón por la cual la Convención fue aplastada por los termidorianos.

—Está más claro que el agua —dijo Svirid, apoyando a su camarada de vagabundeo—, lo comprendería un niño. Debimos pensar antes en ello, ahora ya es tarde. Ahora no tenemos más misión que combatir y arremeter contra el enemigo. Hay que apechugar con lo que salga. Hemos armado un follón de todos los diablos para luego recular. Si te sentaste en un avispero, ráscate el culo y calla.

—¡La resolución, la resolución! —gritaban por todas partes.

La discusión se prolongó todavía un poco más, cada vez más deshilvanada: unos decían una cosa, otros otra. Al alba se disolvió la reunión y todos se dispersaron cautelosamente, saliendo de uno en uno.

7

Era un punto pintoresco de la gran carretera. Dos lugares sobre la abrupta orilla, y separados por el rápido torrente de Pazhinka, casi se tocaban: la aldea de Kutieiny Posad ocupaba la cumbre de la escarpadura, y abajo Maly Yermolái, que se destacaba con sus notas de color. En Kutieiny se preparaba una despedida a los reclutas que partían; en Maly Yermolái, bajo la presidencia del coronel Streese había vuelto a funcionar, después de la interrupción pascual, la comisión de enrolamiento del distrito de Maly Yermolái y de los distritos vecinos. Por ese motivo los cosacos y la milicia a caballo se hallaban en el pueblo.

Era un día de primavera precoz, el tercero después de Pascua, una jornada apacible y tibia. En Kutieiny las mesas del banquete destinado a los reclutas estaban alineadas al aire libre, al borde de la gran carretera, para no obstaculizar el tránsito. No formaban una línea recta, sino que se alargaban como un intestino inacabable e irregular bajo los blancos manteles que llegaban hasta el suelo.

A los reclutas se les agasajaba pagando a escote. La base del festín eran los restos de la comida pascual, dos jamones ahumados, algunos kulichí, dos o tres pasji[73]. Diseminados por encima de la mesa había platos llenos de setas saladas, de pepinillos y col fermentada, fuentes de pan casero cortado en grandes rebanadas, anchos recipientes llenos de huevos pintados de colores, entre los que predominaban el color rosa y el turquí. Toda la hierba nueva alrededor de las mesas estaba sembrada de cáscaras de huevo, azules y rosas y blancas por dentro. También las camisas de los mozos, que asomaban bajo las chaquetas, eran de color rosa y azul, y rosa y azules eran los vestidos de las muchachas. Azul era el cielo, rosas las nubes que flotaban lentas y regulares, tanto que el cielo parecía navegar con ellas.

De color de rosa era la camisa de Vlas Pajómovich Galuzin ceñida por un cinturón de seda. Taconeando y lanzando las piernas a derecha e izquierda, descendió corriendo la alta escalerilla de la casa de los Pafnutkin, construida sobre una altura que dominaba las mesas y, cuando hubo llegado ante ellas, comenzó a decir:

—En lugar de champaña, vacío este vaso de samogón popular en honor vuestro, muchachos. Que podáis vivir muchos años, jóvenes que partís. Señores reclutas, yo me propongo desearos buena suerte muchas veces más, en muchos otros momentos y ocasiones. Un minuto de atención. La misión que se extiende ante vosotros como un largo camino es la de defender con vuestros pechos a la patria, defenderla de los usurpadores que han inundado nuestros campos con la sangre de una lucha fratricida. El pueblo anhelaba discutir pacíficamente las conquistas de la revolución, pero el partido de los bolcheviques, al servicio del capital extranjero, ha destrozado con la fuerza brutal de sus bayonetas su más viejo sueño, la Asamblea Constituyente, y ahora corre a ríos la sangre. Jóvenes que partís, revivid el honor marchito del ejército ruso, porque estamos en deuda ante nuestros fieles aliados. Nos hemos cubierto de infamia, y hemos de ver que, por causa de los rojos, Alemania y Austria se han atrevido a levantar insolentes la cabeza. ¡Dios nos acompañe, muchachos! —dijo todavía Galuzin, pero los vítores y las proposiciones de llevarlo en triunfo sofocaron sus palabras.

Se llevó el vaso a los labios y comenzó a beber a sorbitos el líquido turbio y ordinario. La bebida no le causó placer alguno. Estaba acostumbrado a más refinadas bebidas. Pero la conciencia de un sacrificio hecho por la sociedad lo llenó de satisfacción.

—¡Qué águila es tu padre! ¡Habla que da gusto oírlo! Es una especie de Miliukov de la duma. ¡Caray qué hombre! —con un lenguaje casi de borracho, en medio de la creciente algarabía que se levantaba por todas partes, Goshka Riábij empezó a elogiar al padre de su amigo y vecino de mesa, Terienti Galuzin—. Eso digo, un águila. Ya se ve que lucha por algo. Con el pico de oro que tiene ya te buscará un enchufe.

—¡Qué dices, Goshka! ¿No te da vergüenza? ¿Por qué diantre hablas de enchufe? Me mandaron la orden de movilización el mismo día que te la enviaron a ti. Si a esto le llamas enchufe… Estaremos juntos en la misma unidad. Los puercos me han echado de la escuela real. Mi madre se puso como un demonio. Por lo menos, me dijo, no te metas voluntario. Me mandarán a infantería. En cuanto a mi padre, la verdad, metido a hacer discursos solemnes, es un verdadero maestro. ¿Qué cómo se las compone? Es un don de la naturaleza. No tiene ninguna preparación teórica.

—¿Oíste hablar de Sanka Pafnutkin?

—Sí. ¿Crees que es verdad que ha pillado esa infección?

—Tiene para toda la vida. Se va a quedar seco como una pasa. Allá él. Ya le dijimos que no fuera. Lo importante es saber con quién te lías.

—¿Qué le ocurrirá ahora?

—Una tragedia. Quiso suicidarse. Hoy lo examinarán en el consejo de revisión de Yermolái y sin duda lo darán por útil. Dice que quiere irse con los partisanos, para vengarse de las llagas de la sociedad.

—Oye, Goshka, hablas de enfermedad. Pero si uno no va, enferma de otra cosa.

—Ya sé a qué te refieres. Se ve que lo haces. Pero esa no es una enfermedad, es un vicio secreto.

—Si hablas así, te sacudo una guantada. No insultes a un viejo camarada, cerdo tiñoso.

—No te sulfures, ha sido una broma. Quería decirte algo. ¡Ah, sí! Me he divertido mucho en Pazhinsk. Había allí un tipo que estaba de paso que dio una conferencia titulada «La liberación de la personalidad». Fue interesantísima. Me gustó. Yo, maldita sea, me voy a alistar entre los anarquistas. La fuerza, decía ese hombre, está dentro de nosotros. El sexo, decía, y el carácter son, decía, el despertar de la electricidad animal. ¿Cómo? Era una especie de niño prodigio. Bueno, yo ya he mamado lo mío, y aquí gritan tanto que no se entiende nada. Es para volverse sordo, y yo ya no puedo más. Te digo que te calles, Terioshka. Te estoy diciendo, hijo de perra, mocoso de mierda, que cierres el pico.

—Escucha, Goshka. Yo no sé nada todavía de socialismo. Ni una palabra. Por ejemplo: saboteador. ¿Qué pijotera palabra es esta? ¿Qué quiere decir?

—Sé lo que significan todas estas palabras, pero ya te he dicho que me dejes en paz. Estoy borracho, Terioshka. El saboteador es un tipo que pertenece al mismo bando[74].

—Ya me suponía yo que era una palabra ofensiva. Pero, por lo que se refiere a la electricidad, tiene toda la razón. Yo tenía la idea de encargarme en Petersburgo un cinturón eléctrico que vi en un anuncio. Para aumentar mi potencia, ¿sabes? Contra reembolso. Pero se ha armado todo este cisco y el cinturón se ha ido al diablo.

Terienti no acabó de hablar. El vocerío de los borrachos fue sofocado por el fragor de una explosión vecina. El alboroto cesó instantáneamente, pero inmediatamente se reanudó con mayor intensidad. Casi todos se levantaron de un salto, pero muy pocos consiguieron permanecer de pie, los demás intentaron dar algún paso, tambaleándose, pero rodaron bajo las mesas y momentos después roncaban ruidosamente. Las mujeres empezaron a gritar. Se produjo una batahola espantosa.

Vlas Pajómovich miró en torno suyo, buscando al culpable. Estaba convencido de que la explosión se había producido en Kutieiny, allí, a dos pasos, como quien dice junto a las mesas. Alargó el cuello y con el rostro purpúreo comenzó a aullar a grito pelado:

—¿Quién es el Judas que se ha colado entre nosotros y nos ha hecho esta faena? ¿Quién es el hijo de zorra que se está divirtiendo con bombas de mano? El que sea, que dé un paso al frente, y a esa inmunda bestia le voy a patear las tripas. ¡Ciudadanos, aquí no podemos tolerar este tipo de bromas! Exijo que se haga una redada. ¡Que se rodee todo el pueblo! ¡Hay que detener al provocador! ¡No dejaremos escapar a ese canalla!

Al principio le escucharon, pero luego les distrajo una columna de humo negro que se levantaba lentamente hacia el cielo por encima de la oficina de la administración del distrito de Maly Yermolái. Todos corrieron hacia la torrentera para ver qué pasaba.

De la oficina en llamas salían corriendo algunos reclutas medio vestidos, uno de los cuales trataba de abrocharse los pantalones, y tras ellos el coronel Streese con otros oficiales encargados de la revisión. Cosacos y agentes milicianos recorrían el pueblo en todos sentidos, blandiendo los sables, echando hacia adelante cuerpos y brazos sobre sus caballos al galope, como serpientes que se desenrollan. Buscaban a alguien, perseguían a alguien. Por el camino de Kutieiny huía mucha gente. En el campanario de Yermolái las campanas tocaban a rebato, dando la alarma y llamando para la persecución de los fugitivos.

Los acontecimientos se sucedieron con espantosa rapidez. Al anochecer, continuando su búsqueda, Streese y sus cosacos llegaron también a Kutieiny, y luego de haber rodeado de centinelas el pueblo, comenzaron a registrar cada casa, cada edificio.

Pero a aquella hora la mayor parte de los festejantes estaban completamente borrachos y dormían como troncos, con las cabezas apoyadas sobre las mesas, o bien tumbados debajo de estas. Cuando se supo que la policía militar había llegado a la población era ya de noche.

Para escapar de la policía algunos muchachos emprendieron la huida por los callejones y empujándose unos a otros se metieron en el primer almacén que encontraron. En la oscuridad no podían adivinar dónde se hallaban, pero, a juzgar por el olor a pescado y petróleo, dedujeron que se habían metido en el almacén de la cooperativa de consumo.

Los que se escondieron no tenían nada sobre su conciencia y cometieron un error. La mayor parte lo había hecho por azar, porque estaban borrachos, estúpidamente. Algunos de ellos tenían ciertas relaciones comprometedoras y creían que eso podía perderlos, puesto que todo, en aquel momento, adquiría un matiz político. El vandalismo y la granujería eran considerados en la zona soviética como una señal de que quienes lo cometían pertenecían a las Centurias Negras[75], y, en la zona de los blancos, pasaban por bolcheviques.

Los mozos habían sido precedidos por otros en aquel escondite. El espacio comprendido entre el suelo y el entablado del almacén estaba lleno ya de gente, y entre esta figuraban algunos fugitivos de Kutieiny y Yermolái. Los primeros o estaban completamente borrachos, o roncaban lanzando gemidos y resoplidos, castañeteando los dientes o lanzando gritos sordos, o se sentían mal y vomitaban. Había una oscuridad impenetrable y un hedor horrible por la falta de aire. Los últimos que llegaron para mayor seguridad, habían tapado con piedras y tierra la abertura por la cual entraron.

A poco, los borrachos dejaron de roncar y de gemir y se produjo un profundo silencio. Todos dormían tranquilamente. Sólo en un rincón hablaban en voz baja los más inquietos: Terienti Galuzin, con un miedo mortal, y Koska Niejvaliónyj, el boxeador campesino de Yermolái.

—Habla más bajo, imbécil, ¿o es que quieres perdernos a todos, piojoso de mierda? ¿No oyes a los tipos de Streese? Han dado la vuelta ahí al lado, van en fila y dentro de poco los tendremos aquí. Cállate, no resuelles o te parto la boca… Has tenido suerte. Se han ido. Justamente han pasado por aquí. Pero ¿por qué has venido aquí? ¿Qué motivo tienes tú para esconderte? ¡A ti nadie te hubiese hecho nada!

—Oí que Goshka hablaba de esconderse y vine aquí.

—Goshka es distinto. Toda la familia de los Riábij son sospechosos y no les quitan la vista de encima. Tienen parientes en Jodátskoie. Son artesanos y descienden de obreros. Pero no te muevas, idiota, estate quieto. Aquí mismo alguien ha hecho sus necesidades y ha vomitado. Si te mueves te meterás hasta el cuello en un montón de mierda y me meterás también a mí. ¿Acaso no la hueles? ¿Qué diantre estará haciendo Streese por el pueblo? Se ve que busca a los de Pazhinsk.

—Pero ¿cómo ha sucedido esto? ¿Cómo ha empezado?

—La culpa ha sido de Sanka, de Sanka Pafnútkina. Estábamos todos en fila para el examen médico. Le tocó el turno a Sanka. No se desnudó. Había bebido, y compareció con una buena tajada. El secretario le hizo una observación. «Desnúdese», le dijo amablemente. El secretario militar le hablaba de usted. Y el cochino va y le dice: «No me desnudo. No me da la gana de enseñar a nadie mis partes», como si le diera vergüenza. Como el que no quiere la cosa, se acercó al secretario y le sacudió un puñetazo en la mandíbula. Bueno, para qué te voy a contar. En un abrir y cerrar de ojos, agarró la mesa por una pata y la volcó con todo lo que había encima de ella, tinteros y registros militares. Entonces Streese se asomó por la puerta y comenzó a gritar: «No tolero este escándalo. Ya os enseñaré yo lo que es una revolución sin derramamiento de sangre y el ultraje a la ley en una oficina de reclutamiento. ¿Dónde está el culpable?».

»Sanka se lanzó por la ventana. “¡Sálvese quien pueda! (gritó) ¡Coged las ropas! ¡Aquí terminan con nosotros, compañeros!”. Agarré mis ropas, me vestí como pude y eché a correr detrás de Sanka. Él rompió el cristal de un puñetazo y saltó a la calle. Perdíamos el culo corriendo. Yo iba detrás con algunos más, sin resuello. Ellos trataban de pescarnos. Pero no me preguntes cómo ha sucedido esto. Nadie entiende nada.

—¿Y la bomba?

—¿Qué bomba?

—¿Quién tiró la bomba? La bomba no, la granada.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con la bomba?

—Entonces ¿quién?

—¡Y a mí qué me cuentas! Alguien habrá sido. Uno que al ver el cisco que se armaba, habrá pensado: «Mira, aprovecharé esto para hacer saltar la oficina. A nadie se le ocurrirá pensar que he sido yo». Sin duda la tiró algún elemento político. Esto, ¿sabes?, está lleno de políticos de Pazhinsk. ¡Calla! ¿No oyes voces? Vuelven los tipos de Streese. Estamos perdidos. Te digo que te calles.

Las voces se acercaban. Crujían las botas y tintineaban las espuelas.

—¡No me replique! A mí no me dan el pego. No soy de esos. He oído hablar en alguna parte —decía el coronel con voz autoritaria y un claro acento petersburgués.

—Tal vez se engañe su excelencia —trataba de convencerlo el stárosta[76] de Maly Yermolái, el viejo Otviazhitsin, comerciante de pescado—. Además, no tiene nada de extraño que hayamos oído hablar. Estamos en una población. Esto no es un cementerio. Es muy posible que estén hablando en cualquier parte. Las casas no están habitadas por mudos. También es posible que se trate de un domovói[77] que esté apretándole el gañote a algún dormido.

—¡Vamos, hombre! Ya le quitaré yo las ganas de decir necedades y de hacerse el jeremías. Un domovói, ¿eh? Me parece que usted se está pasando de listo. Veremos si tiene ganas de broma cuando esté aquí la Internacional. ¡Menudo domovói!

—Excelencia, señor coronel… ¿Qué Internacional? Aquí nadie sabe nada de esas cosas, todos son unos ignorantes. Se pasan el día leyendo viejos misales y no entienden ni gorda. No les vaya usted con revoluciones.

—Siga usted hablando así hasta que le pillen en un renuncio. ¡Que se registre desde el tejado al sótano el local de la cooperativa! ¡Que no se deje hueco sin mirar, ni mostradores, ni edificios contiguos!

—A sus órdenes, excelencia.

—Que me traigan vivos o muertos a Pafnutkin, Riábyj y Niejvaliónyj. Aunque haya que ir a buscarlos al fondo del mar. Y al chico de Galuzin. No importa nada que su padre haga discursos patrióticos y que sea un buen orador. Al contrario. A mí no me la pega. Si un negociante se pone a hacer el orador, es que detrás hay algo. Es sospechoso. No es lógico. Según las informaciones que tengo se celebran reuniones clandestinas en su casa de Krestovozdvízhensk. Prended al chico. Todavía no he decidido lo que haré con él, pero si descubrimos algo, me lo cargaré sin piedad para dar una lección a los demás.

Los hombres de Streese prosiguieron su camino. Cuando estuvieron lo bastante lejos, Koska Nekhvalenyj preguntó a Terioshka Galuzin, que estaba muerto de miedo:

—¿Oíste?

—Sí —respondió el otro con un hilo de voz.

—Ahora Sanka, Goshka, tú y yo no tenemos más escape que el bosque. No digo que para siempre. Hasta que entren en razón. Cuando se hayan tranquilizado, ya veremos. Quizá volvamos.