IX
VARYKINO

1

Llegado el invierno, cuando pudo disponer de más tiempo, Yuri Andriéevich comenzó a tomar notas sobre muchas cosas. Escribía para él.

«Cuántas veces, en verano, uno desearía repetir estos versos de Tiútchev[60]:

¡Qué verano, qué verano!

Un verdadero sortilegio.

Y me pregunto: ¿Cómo lo lograsteis,

cómo surgió sin causa y de repente?

»¡Qué felicidad trabajar para uno mismo y para la familia desde la mañana a la noche, construirse una casa, cultivar la tierra para alimentarnos, hacernos nuestro propio mundo, como Robinsón, imitando al Creador en la creación del universo, renovarnos, renacer continuamente, imitando a la madre que nos dio a luz!

»¡Cuántos pensamientos atraviesan la mente, cuántas cosas nuevas se piensan, cuando las manos están ocupadas en un trabajo material, físico, en un trabajo rudo, cuando se nos proponen tareas razonables, realizables con las manos, y nos compensan con la alegría del éxito, cuando durante seis horas seguidas se desbasta con el hacha un tronco, o se cava la tierra bajo un cielo desnudo que nos quema con su aliento sereno! Y que estos pensamientos, estas intuiciones y reflexiones, no se pongan sobre el papel, sino que se olviden en toda su momentánea fugacidad, no constituye una pérdida, sino una ventaja. Anacoreta de la ciudad que fustigas la imaginación y los cansados nervios con un café fuerte o con el tabaco, desconoces el excitante más eficaz, que consiste en la necesidad real y en la buena salud.

»No diré más de lo que he dicho, no predico la sencillez y el retorno a la tierra tolstoianos, no tengo la intención de aportar una corrección al socialismo por lo que concierne a la cuestión agraria. Atestiguo simplemente un hecho y no erijo como sistema nuestro destino, que por una casualidad ha tomado este cariz. Nuestro ejemplo no es absoluto y no se presta a deducciones. Lo nuestro no es una hacienda, es demasiado heterogéneo. A la fatiga de los brazos debemos solamente pocos productos: las legumbres y las patatas. Todo lo demás proviene de otra fuente.

»El uso que hacemos de la tierra es ilegal, arbitrario, al margen de los registros de la autoridad estatal. La leña que cortamos en el bosque es un hurto, no justificado por el hecho de que se robe de los bolsillos del Estado que en otro tiempo fueron los de Krueger. Nos ayuda la connivencia de Mikulitsyn, que vive poco más o menos de la misma forma. Nos salvan las distancias, la lejanía de la ciudad, donde, afortunadamente, por ahora, no saben nada de nuestras fechorías.

»He renunciado a la medicina y guardo silencio sobre mi profesión para no limitar mi libertad. Pero siempre algún pobrecillo de cualquier rincón del mundo se entera de que en Varykino se ha establecido un médico y camina treinta verstas para pedir un consejo, quién con una gallina, quién con huevos, quién con mantequilla o cualquier otra cosa. Me gustaría rechazar los honorarios, pero me veo obligado a aceptarlos porque la gente no cree en la eficacia de los consejos gratuitos. Y así el ejercicio de la medicina nos proporciona algunas cosas. Pero nuestro principal sostén y el de Mikulitsyn procede de Samdeviátov.

»No es posible imaginar de cuántas contradicciones está hecho este hombre. Está sinceramente al lado de la revolución y en todo es digno de confianza que le ha concedido el soviet de la ciudad de Yuriatin. Investido, como está, de plenos poderes, se halla en situación de llevarse el bosque entero de Varykino sin comunicársenoslo siquiera a nosotros ni a Mikulitsyn, y nosotros no podríamos ni pestañear. Por otra parte, si quisiera saquear el erario, podría meterse tranquilamente en los bolsillos todo lo que le pareciera, y tampoco en este caso nadie abriría la boca. Ni tiene con quien repartir ni a quien dar. ¿Qué cosa lo induce, por tanto, a preocuparse de nosotros, a ayudar a Mikulitsyn y asistir a todos en el distrito como, por ejemplo, al jefe de la estación de Torfianaia? Constantemente va de un lado para otro y siempre proporciona algo y transporta algo y con la misma pasión explica e interpreta Los endemoniados de Dostoievski y el Manifiesto Comunista. Me parece, en fin, que si no se complicara la vida sin necesidad de un modo tan descubierto y desinteresado, se moriría de aburrimiento.»

2

Un poco más adelante anotó:

«Nos hemos establecido en la parte posterior de la antigua casa señorial, en dos habitaciones de una construcción de madera, que en los años de la infancia de Anna Ivánovna fue destinada por Krueger a la servidumbre privilegiada, a la modista de la familia, a la administradora y a la niñera retirada.

»La construcción ha sido muy maltratada por el tiempo, pero la hemos reparado con bastante rapidez. Con ayuda de un técnico modificamos la disposición del tubo de la estufa que da a las dos habitaciones, y así tenemos más calor.

»En este lugar del parque las huellas de las antiguas plantas han desaparecido bajo la nueva vegetación que lo ha invadido todo. Ahora, en invierno, cuando todo, a nuestro alrededor ha muerto y las cosas vivas no esconden a las muertas, las huellas del pasado se muestran más claramente bajo la nieve.

»Hemos sido afortunados. Tuvimos un otoño tibio y seco. Hemos conseguido recolectar patatas antes de que llegaran las lluvias y el frío. Restado lo que le debíamos a Mikulitsyn y que le hemos devuelto, nos quedan cerca de veinte sacos de patatas. Todas están en el arcón central del sótano, protegidas con heno y viejas sábanas. Hemos bajado también dos barriles de pepinos, salados por Tonia, y otros tantos de coles fermentadas. Las coles frescas han sido colgadas de las vigas, atadas de dos en dos. En arena seca hemos enterrado las provisiones de zanahorias. Hay también una discreta provisión de rábanos, remolachas y nabos y, en casa, tenemos abundancia de guisantes y habichuelas. La leña que se ha llevado al cobertizo será suficiente hasta la primavera. Me gusta en invierno el tibio alentar del sótano, que trasciende olor de raíces, tierra y nieve cuando, por la mañana temprano, antes del alba, se levanta el portillo del sótano y nos alumbramos con la luz de una linterna, que a cada instante amenaza con apagarse.

»Se sale del cobertizo cuando todavía no es de día. Basta que la puerta chirríe o se estornude inadvertidamente, o sólo que la nieve cruja bajo los pies, para que desde el lejano huerto, en el que las coles apuntan bajo lo blanco, salten y huyan las liebres, cuyas ligeras huellas surcan la nieve en todas direcciones. Y uno tras otro ladran los perros del contorno. Los últimos gallos ya han cantado. Ya no lo harán más y empezará a alborear.

»Además de las huellas de las liebres, la ilimitada llanura de nieve está marcada también con las huellas de los linces, que se alinean regularmente como los puntos de una costura, hoyuelo tras hoyuelo. El lince camina como el gato, con pasitos muy cortos, y se afirma que en una noche recorre muchísimas verstas.

»Aquí, contra los linces, suelen poner trampas, pero a veces, en lugar de un lince queda presa alguna pobre liebre, que se recoge luego arrecida, congelada, medio enterrada en la nieve.

»Al principio, en primavera y verano, nos cansamos mucho y no podíamos más. Ahora, en estas tardes invernales, descansamos. Podemos reunirnos en torno a la lámpara gracias a Anfim Yefímovich, que nos proporciona el petróleo. Las mujeres cosen o hacen ganchillo. Yo y Alexandr Alexándrovich leemos en alta voz. La estufa arde y yo, reconocido ya como buen fumista, pienso cerrar la portezuela, para evitar que se pierda el calor. Si un tizón que arde mal obtura el tiro, lo retiro enseguida, lo llevo, humeante, hasta la puerta y lo arrojo lejos. Lanzando chispas, vuela por el aire como una tea encendida, ilumina parte del negro parque dormido y los rectángulos blancos de las charcas y, silbando, se apaga en un montón de nieve.

»Releemos sin fin Guerra y paz, Eugenio Onieguin y todos los poemas de Pushkin. Leemos en su versión rusa Rojo y negro, de Stendhal, Las dos ciudades, de Dickens, y las narraciones breves de Kleist.»

3

Más tarde, cercana ya la primera, el doctor escribió:

»Creo que Tonia está encinta. Se lo he dicho. No comparte mi opinión, pero estoy seguro. Incluso antes de que aparezcan los síntomas menos dudosos no puedo equivocarme sobre los que les preceden, aunque sean menos evidentes.

»El rostro de la mujer cambia. No se puede decir que se afee, pero su aspecto, antes interiormente dominado y estudiado, escapa a su control. De ella dispone ya el futuro que saldrá de ella, y ella no es ya ella misma. Este hecho de que su aspecto exterior escape al control de la mujer adquiere la forma de un extravío físico: el rostro se marchita, la piel se chupa y los ojos tienen un brillo distinto del que ella quisiera, como si no pudiese dominar su propio físico y lo abandonara a sí mismo.

»Tonia y yo no hemos estado nunca alejados uno de otro. Pero este año de trabajo nos ha acercado todavía más. He observado cuán activa es Tonia, cuán fuerte e incansable, qué hábil es al elegir los trabajos, de manera que pierde el menos tiempo posible al pasar de uno a otro.

»Siempre me ha parecido inmaculada toda concepción, y en este dogma que afecta a la Virgen se expresa la idea universal de la maternidad.

»En cada mujer que concibe se encuentra el mismo sentido de soledad, de abandono, de disposición tan sólo hacia sí misma. En este momento tan particular, ya el hombre es un extraño, como si de ninguna forma fuera su partícipe y todo hubiera caído del cielo.

»La mujer da a luz por sí sola a su criatura, se retira con ella, sola también, a otro plano de la existencia, donde hay más silencio y es posible tener sin miedo una cuna. Y sola, en silenciosa humildad, la nutre y la educa.

»Se dirigen así a la Virgen: “Imploro con devoción a tu Hijo y tu Dios…” “Y mi espíritu se alegró en el Señor, mi salvador. Porque ha mirado a la bajeza de su sierva. Porque he aquí que desde ahora me dirán bienaventurada…” “Porque el Omnipotente me ha hecho grandes cosas, y santo es su nombre”. Su criatura es la gloria. Pero lo mismo puede decirse de cada mujer. Su Dios está en su hijo. Las madres de los grandes hombres deben de experimentar esta sensación. Pero todas las madres son madres de grandes hombres y no tienen la culpa de que luego la vida las desilusione.

4

»Releíamos una y otra vez Eugenio Onieguin y los poemas de Pushkin. Ayer vino Anfim y trajo unos regalos. Comimos Bollerías y nos instruimos. Interminables conversaciones sobre arte.

»Desde hace mucho tiempo tengo la idea de que el arte no es la definición de una categoría o de un sector que comprende una infinidad de conceptos y fenómenos derivados de estos, sino, al contrario, algo restringido y concentrado, la designación del principio que entra en la composición de la obra, la designación de la fuerza que se emplea en ella o de la verdad elaborada. El arte no me ha parecido nunca un objeto o un aspecto de la forma, sino más bien una parte misteriosa y escondida del contenido. Esto está para mí tan claro como la luz del día, lo siento todo en mí mismo, pero ¿cómo expresar y formular este concepto?

»Las obras de arte hablan de muy diversas formas: con el tema, la tesis, las situaciones y los personajes. Pero sobre todo hablan por lo que de arte contienen. La presencia del arte en las páginas de Crimen y castigo trastorna más que el crimen de Raskólnikov.

»El arte primitivo, el egipcio, el griego, el nuestro, son, en el transcurso de muchos milenios, siempre la misma cosa, siempre arte en singular. En una especie de idea, de afirmación de la vida, que por su ilimitada amplitud no se puede definir en cada palabra que implica. Pero cuando un átomo de esta fuerza entra en la composición del más complejo organismo, el arte supera de suyo el significado de todo lo demás y revela su fundamento esencial, el alma de cada representación.

5

»Estoy un poco resfriado, tengo tos y acaso un poco de fiebre. Todo el día he sentido cierta dificultad en respirar, como si tuviese una bola en la garganta. Mala cosa. Es la aorta. El primer aviso de una enfermedad hereditaria, la enfermedad cardíaca que he heredado de mi pobre madre. ¿Será posible? ¿Tan pronto? Si es así no viviré mucho tiempo.

»En la habitación hay un ligero tufo. Olor de ropa planchada. Están planchando y, de vez en cuando, sacan de la estufa encendida un tizón ardiente para meterlo en la plancha, que tiene una tapa que chirría. No consigo recordar nada. La memoria no me ayuda porque no estoy bien.

»Anfim ha traído jabón y ha sido tanta la alegría que han hecho colada general, de manera que hace dos días que Shúrochka está sin vigilancia. Mientras escribo se mete debajo de la mesa, se sienta sobre el travesaño entre las patas e, imitando a Anfim, que a cada visita que nos hace se lo lleva en trineo a dar una vuelta, juega a llevarme a mí también en trineo.

»En cuanto esté mejor será conveniente que me vaya a la ciudad para leer algo sobre la etnología de la comarca y sobre su historia. Me han dicho que hay una excelente biblioteca pública formada con donaciones muy ricas. Quisiera escribir. Pero he de apresurarme. Antes de que nos demos cuenta será primavera ya y se habrá pasado el tiempo de leer y escribir.

»Mi jaqueca continúa aumentando. He dormido mal. He tenido un sueño angustioso, uno de esos sueños que al despertar se olvidan enseguida. Se me ha ido de la cabeza y en la conciencia me ha quedado tan sólo la causa de mi despertar: una voz de mujer, que oía en el sueño y en el sueño llenaba el aire. Recordaba su timbre, reproduciéndolo en la memoria, pasaba lista a las mujeres que conozco, buscando cuál podía ser la que poseyera una voz tan profunda, suave, como sofocada y húmeda. Pero no me pareció que perteneciera a ninguna mujer conocida. He pensado que quizás mi excesiva costumbre de Tonia se interpone entre mí y su voz y me impide reconocerla. He intentado olvidar que Tonia es mi mujer, apartando de mí su imagen para tratar de comprender. No, no era su voz. Y por este motivo todo ha quedado oscuro.

»A propósito de los sueños. Se suele creer que por la noche se sueña habitualmente en lo que nos ha causado mayor impresión durante el día, en estado de vigilia. Mis observaciones me demuestran lo contrario.

»Más de una vez he notado que aquellas cosas en las que uno apenas se ha fijado durante el día, las ideas que no quedaron claras, las palabras dichas sin pensar y a las que no se presta atención, vuelven de noche en imágenes concretas y vivas y se hacen objeto de sueños para resarcirse de haber sido descuidadas.

6

»Una clara noche de hielo. Extraordinaria luminosidad y precisión de contornos en todo lo que se ve. La tierra, el aire, la luna, las estrellas están clavadas, soldadas juntas por el hielo. En el parque, en medio de los senderos, se estampan las distintas sombras de los árboles, que parecen labradas y en relieve. Es como si negras figuras atravesaran continuamente la senda en diversos puntos. Grandes estrellas han quedado suspendidas entre las ramas del bosque, como azules linternas de mica. Todo el cielo es un plano estival sembrado de pequeñas margaritas.

»Por la noche continúan las conversaciones sobre Pushkin. Hemos estudiado los versos del colegio, los del primer volumen. ¡Qué importancia tiene aquí la elección del ritmo!

»En los versos largos la ambición juvenil no traspasó el límite del Arzamás[61]. Deseaba demostrar que no era inferior a los maestros, deslumbrar a su tío[62] con alusiones mitológicas, énfasis, una serie de licencias y un epicureísmo inventados por él, un buen sentido prematuro y de forma.

»Pero apenas dejadas atrás las imitaciones de Osián[63] o de Parny[64], o los Recuerdos de Tsárkoie Sieló, el joven Pushkin pasó a los versos cortos de La pequeña ciudad o Epístola a mi hermana, o, un poco más tarde, a la poesía escrita en Kishiniov, A mi tintero, o a los ritmos de la Epístola a Yudin, y se despierta ya en el adolescente el futuro Pushkin.

»En su poesía, como en una habitación cuando se abre la ventana, irrumpen desde la calle la luz y el aire, el rumor de la vida y la esencia de las cosas. Los objetos del mundo exterior, los objetos de uso común, los sustantivos, acumulándose y hostigándose, señorean los versos, despojándolos de las partes menos definidas de su desarrollo. Objetos, objetos, objetos se alinean en columna rimada en el filo de la poesía.

»Hay un verso, convertido después en el célebre tetrámetro pushkiniano, que en cierto modo representa la unidad métrica de la vida rusa, su natural andadura: es casi como una medida tomada a toda la existencia rusa, tal como se dibuja la forma del pie para hacer el zapato, o se da el número del guante para la medida apropiada a la mano, lo que corresponde a su perfección.

»Así, más tarde, los ritmos de la Rusia que habla, el timbre de su lenguaje discursivo se han entonado a la medida del ritmo de tres tiempos de Nekrásov[65] y en sus rimas dactílicas.

7

»¡Cómo me gustaría, junto a mi trabajo, el laboreo de la tierra o la práctica de la medicina, hacer algo importante, una obra científica o artística!

»Todo hombre, al nacer, es un Fausto capaz de comprenderlo, probarlo y expresarlo todo. Sus predecesores y contemporáneos cometieron un error haciendo de Fausto un sabio. Cada paso dado hacia adelante en la ciencia obedece a la ley de la repulsión, echando abajo los errores dominantes y las falsas teorías.

»Para que Fausto fuese un artista tuvieron que surgir los ejemplos iluminadores de los maestros. Cada paso dado hacia adelante en el arte obedece a la ley de la atracción, imitando, siguiendo y admirando a los precursores preferidos.

»¿Qué cosa me impide desarrollar un trabajo constante, hacer de médico y escribir? Creo que no son las privaciones ni la vida errante ni la provisionalidad ni los frecuentes cambios, sino el gusto por la frase altisonante, lo que domina hoy y lo que ha logrado tanta fortuna, como, por ejemplo: la aurora del porvenir, la construcción de un mundo nuevo, el faro de la humanidad. Ante todo esto, al principio, pensamos: ¡Qué fantasía! Pero en realidad existe esta grandilocuencia porque falta talento.

»Poesía es solamente lo que es común cuando ha sido rozado por la mano del genio. La mejor lección es la de Pushkin. ¡Qué exaltación del trabajo honrado, del deber, de las cosas cotidianas! Entre nosotros, llamar hoy día pequeño burgués al hombre de la calle, ha adquirido un sentido negativo. Pero el juicio se impuso ya de antemano, en los versos de la Genealogía:

Soy un burgués, un pequeño burgués

y en el Viaje de Onieguin:

Sueño con una mujer ama de casa,

la calma es mi mayor deseo,

y de sopa de coles un caldero.

»De todo lo ruso lo que más me gusta es la infantilidad rusa de Pushkin y de Chéjov, su púdico despego de cosas altisonantes, como las metas finales de la humanidad y su propia salvación. No porque no puedan plantearse el problema, sino porque no presumen de temas tan elevados. No los consideran de su gusto ni lo bastante dignos. Gógol, Tolstói y Dostoievski, en su inquietud, se preparaban para la muerte, buscaban una explicación y extraían sus consecuencias. Hasta el final les absorbieron las preocupaciones diarias de su vocación artística y en ese encadenamiento de detalles transcurrió imperceptiblemente su vida, como si esta fuera también una particularidad privada que no afectaba a nadie. Y he aquí que hoy esta particularidad es patrimonio de todos y, como las manzanas recogidas cuando no están lo bastante maduras, entra en el proceso evolutivo de la tradición, llenándose de sentido y de dulzura cada vez mayores.

8

»Las primeras señales de la primavera son el deshielo. El aire huele a hojuelas y a vodka, como en carnaval, cuando también el calendario parece hacer juegos de palabras. En el bosque, el sol, soñoliento, guiña los ojos, soñoliento hace guiños al bosque con sus aguzadas pestañas, y, densos, brillan al mediodía los charcales. La naturaleza bosteza, se despereza, se vuelve del otro lado y se adormece de nuevo. En el séptimo capítulo de Eugenio Onieguin surge la primavera, la casa señorial desierta ahora después de la partida de Onieguin, y allá abajo está la tumba de Lienski, cerca del manantial, al pie de la colina:

El ruiseñor, amante de la primavera canta

allí toda la noche. Florece el agavanzo.

¿Por qué amante? Generalmente es un epíteto natural, apropiado. Sí, precisamente el amante. Además, liuvóvnik, amante rima con shipóvnzk, agavanzo. ¿Y acaso en el sonido de la imaginación no se halla el eco del «Ruiseñor bandolero» de la célebre bylina?[66]

»En la leyenda se le llama Ruiseñor bandolero, hijo de Odijmanti. ¡Qué bien dicho está!

Es por su voz de ruiseñor acaso,

o tal vez por su gritar de fiera:

hierbas y hormigas tiéndense en el suelo,

se mustian todas las azules flores,

y se doblegan los oscuros bosques,

y todas esas gentes yacen muertas.

»Llegamos a Varykino a principios de primavera. Todo se puso verde, sobre todo Shutmá, como se llama el barranco que hay al pie de la casa de Mikulitsyn: el cerezo silvestre, el aliso y el nogal. Pocas noches después comenzaron a cantar los ruiseñores.

»Y de nuevo, como si los escuchara por primera vez, me maravilló cómo se distinguía su trino del de los demás pájaros, el salto que, sin fases intermedias, daba la naturaleza con la riqueza extraordinaria de su canto. ¡Qué variedad cromática y qué fuerza en este sonido preciso, que se expande tan lejos! No recuerdo donde ha descrito Turguiénev los sonidos del campo: el pífano del silvano y el trino del gorrión. Dos notas se distinguen de un modo particular: un tioj, tioj, tioj, frecuente, ávido y precipitado, a veces trisílabo y a veces infinitamente largo al cual los matorrales cubiertos de rocío, estremecidos bajo la caricia, responden sacudiéndose como si les hicieran cosquillas. Y otra nota dividida en dos sílabas, penetrante, invitadora, como de súplica, semejante a una exhortación o una plegaria: Och-nís! Och-nís! Och-nís[67]!

9

»Primavera. Nos preparamos para las faenas del campo. Ya no tengo tiempo para mi diario. Pero resultaba agradable hacer estas anotaciones. Tendré que dejarlo para el invierno próximo.

»Hace días, esta vez precisamente en la semana de carnaval, después de haber recorrido caminos enfangados, entró con su trineo en el patio un hombre enfermo procedente de la ciudad. Naturalmente, me negué a examinarlo.

»—Lo siento, amigo mío. No se disguste, pero he dejado de ocuparme de todo eso. Ni tengo medicinas ni instrumental apropiado.

»Pero no era fácil quitármelo de encima.

»—Ayúdame. Estoy perdiendo la piel. Ten piedad. Tengo el cuerpo lleno de llagas.

»¿Qué hacer? El corazón no es de piedra. Y me decido a examinarlo.

»—Desnúdate.

»Lo examino.

»—Tienes lupus.

»Me ocupo de él y mientras tomo la botella de fenol. —¡Dios mío, no me preguntéis cómo lo he conseguido ni cómo he logrado también otras cosas más necesarias! Como siempre, es cosa de Samdeviátov—, miro de soslayo la ventana. Veo que en el patio hay otro trineo y, al principio, sospecho que se trata de un nuevo enfermo. Pero, como llovido del cielo, entra mi hermano Yevgraf. Durante un momento lo acapara toda la familia: Tonia, Shúrochka, Alexandr Alexándrovich. Luego, cuando quedo libre, también yo me uno a los demás. Comienzan las preguntas: “¿Cómo estás?”, “¿De dónde vienes?”. Según su costumbre, se muestra evasivo. No responde directamente, sino con sonrisas, misterios y enigmas.

»Ha permanecido con nosotros cerca de dos semanas, y ha ido con frecuencia a Yuriatin. Luego, de pronto, ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra. Pero en este tiempo hemos tenido ocasión de comprobar que es tan influyente como Samdeviátov, pero su misión y sus relaciones son todavía menos claras. ¿De dónde viene? ¿Cuál es la causa de su poder? Antes de desaparecer me prometió ayudarnos en nuestras faenas, de manera que Tonia pudiera tener tiempo de educar a Shura y yo de ocuparme de medicina y literatura. Por curiosidad le preguntamos cómo lo conseguiría. De nuevo el silencio y las sonrisas. Pero no nos ha desilusionado. Hay ciertas cosas que nos hacen creer que nuestra situación cambiará efectivamente.

»Es sorprendente. Es mi hermano, tiene mi mismo apellido y, en realidad lo conozco menos que a nadie.

»Es ya la segunda vez que interviene en mi vida como si fuese una hada buena, un salvador capaz de resolver todas las dificultades. ¿Acaso la composición de cualquier biografía, además de los personajes principales que figuran en ella, requiere también la participación de una fuerza desconocida y secreta, de una persona casi simbólica, que sin ser llamada surge para prestar ayuda, y el papel de este genio bienhechor y misterioso está personificado en mi vida por mi hermano Yevgraf?»

Aquí terminan las anotaciones de Yuri Andriéevich. Ya no las continuó.

10

En la sala de la biblioteca de Yuriatin, Yuri Andrieévich estaba examinando los libros que había pedido. La sala de lectura podría contener un centenar de personas, tenía muchas ventanas bajo las cuales se alineaban diversas filas de mesas largas y estrechas. Cuando se hacía de noche, se cerraba la biblioteca, porque en primavera la ciudad no se iluminaba. Pero Yuri Andriéevich nunca se había entretenido hasta el crepúsculo, ni se detuvo en la ciudad más allá del atardecer. Dejaba cerca de la posada de Samdeviátov el caballo que le prestaban los Mikulitsyn, leía toda la mañana y hacia el mediodía regresaba a Varykino.

Antes de estas visitas a la biblioteca había ido raras veces a Yuriatin, como no hubiese tenido motivos muy particulares para dirigirse a la ciudad. Por eso apenas la conocía. Y cuando la sala de lectura se iba llenando poco a poco de gente que se sentaba, unos más lejos y otros más cerca de él, experimentaba la, sensación de que estaba conociendo a la ciudad, como si se encontrase en uno de los lugares más frecuentados, y en la sala parecían comparecer no sólo los lectores, sino las casas y las calles en que vivían.

También la verdadera Yuriatin, real y no imaginaria, podía descubrirse desde las ventanas de la sala. Cerca de la ventana central, la más grande, había un recipiente con agua hervida. Cuando los lectores, para descansar, salían a fumar a la escalera, se detenían junto al recipiente, bebían agua, vertían el resto del vaso en una cubeta y se asomaban a la ventana para admirar la vista de la ciudad.

Había dos tipos de lectores: personas que pertenecían a la clase intelectual, y eran la mayoría, y simple gente del pueblo.

Entre los primeros predominaban las mujeres, pobremente vestidas, dejadas, desprovistas de coquetería. En general todos tenían mal aspecto, flacos, abotargados por distintas causas, el hambre, los trastornos de bilis y los edemas de la hidropesía. Eran asiduos visitantes de la biblioteca, conocían personalmente a los empleados y se sentían allí como en su casa.

La gente del pueblo, con rostros lozanos, bien vestidos, endomingados, entraban con aire tímido y confuso, como si fuera la iglesia, pero haciendo ruido, no por ignorancia del reglamento, sino precisamente por el deseo de penetrar en el máximo silencio y por la incapacidad de controlar sus propios pasos y voces demasiado sonoros.

Frente a la ventana, en un nicho de la pared, separados del resto de la sala por una mesa alta, estaban sobre un estrado los empleados, un viejo bibliotecario y dos ayudantas. Una de estas, agitada siempre, vestida con trajes de lana, se quitaba y ponía continuamente el pince-nez, evidentemente no por exigencias ópticas, sino a causa de su humor variable. La otra, con una chaqueta de seda negra, debía de estar enferma del pecho porque se llevaba constantemente a la boca y la nariz un pañuelito, a través del cual hablaba y respiraba.

Los empleados de la biblioteca tenían los mismos rostros chupados, alargados y pálidos y de la mayoría de los lectores, la misma piel flácida y muelle, terrosa, con manchas verdosas, del color de los pepinos en sal y del moho. Los tres hacían por turno las mismas cosas: en voz baja explicaban a los lectores nuevos el reglamento de la biblioteca, examinaban las tarjetas de petición, distribuían y recogían los libros y, en las pausas, se dedicaban a redactar su balance anual.

Sin motivo, por una extraña asociación de ideas, entre la vida real al otro lado de las ventanas y la de la ciudad ficticia que era la sala, por cierta afinidad sugerida por el pálido abotargamiento de aquellos rostros, como si todos estuvieran enfermos de paperas, Yuri Andriéevich se acordó de la bronceada guardavías de la estación de Yuriatin, la mañana de su llegada, y del panorama de la ciudad a lo lejos, de Samdeviátov sentado junto a él en el suelo del vagón, y de sus explicaciones. Hubiese querido relacionar todas aquellas explicaciones, dadas en un lugar distante, con lo que ahora veía de cerca, en el corazón mismo de aquel paisaje. Pero no recordaba los nombres citados por Samdeviátov y no conseguía orientarse.

11

Yuri Andriéevich se sentaba en un apartado rincón de la sala, rodeado de libros. Ante él había un montón de revistas de estadística agraria y algunas obras de etnología sobre la región. Pidió también dos volúmenes sobre la historia de Pugachov, pero la bibliotecaria de la blusa de seda le advirtió, con un susurro emitido a través del pañuelo, que no se facilitaban tantos libros de una sola vez y que para tener otros, debía haber devuelto parte de los que ya tenía.

Dedicóse entonces a examinar con mayor diligencia y rapidez los volúmenes que todavía no había mirado, para poder elegir y retener los que le eran más necesarios y cambiar los demás por las obras históricas que le interesaban. Ojeaba rápidamente las páginas y pasaba por ellas el índice, absorto y sin mirar a su alrededor. La gente, en la sala, no lo molestaba ni distraía. Ya había estudiado a sus vecinos y los sentía a su derecha e izquierda, sin levantar los ojos del libro, convencido de que no cambiarían de posición hasta que él no se hubiese ido, como no cambiaban de lugar las iglesias y las casas que descubría por la ventana.

Sin embargo, el sol no se había detenido en su camino, había superado ya la esquina oriental de la biblioteca y ahora daba en las ventanas expuestas al mediodía, cegando a los que estaban cerca de ellas e impidiéndoles leer.

La bibliotecaria del pañuelo a la nariz descendió del estrado como si saliera al escenario, se dirigió hacia las ventanas y bajó las cortinas de tela blanca, que atenuaban agradablemente la luz. Exceptuó sólo una ventana que estaba a la sombra, pero tiró de un cordón para abrir el ventanillo. Y estornudó.

Cuando hubo estornudado dieciocho o diecinueve veces, Yuri Andriéevich adivinó que era la cuñada de Mikulitsyn, una de las hermanas Tuntsov, de quien Samdeviátov le había hablado. Como los demás lectores, también él levantó la cabeza y la miró.

Entonces se dio cuenta de que algo había cambiado en la sala. En el ángulo opuesto se había sentado una nueva lectora. Enseguida reconoció a Antípova. Volvía la espalda a la mesa a la que él se había sentado y conversaba a media voz con la empleada resfriada, que estaba de pie y hablaba inclinándose, en un susurro. Evidentemente la conversación debía de ejercer una influencia beneficiosa en la bibliotecaria, porque se curó no sólo de su molesto resfriado, sino también de su tensión nerviosa. Después de haber dirigido a Antípova una cálida mirada de reconocimiento, se quitó de los labios el pañuelo, se lo metió en el bolsillo y volvió a su puesto tras la larga mesa, contenta, sonriente y segura de sí.

La escena, caracterizada por tan conmovedores detalles, no pasó inadvertida. Desde las mesas muchos miraron con simpatía a Antípova y sonrieron. Síntomas imperceptibles, pero bastó para que Yuri Andriéevich se diera cuenta de que en la ciudad la conocían y la querían.

12

Su primer impulso fue levantarse y acercarse a ella, pero le contuvo una sensación de malestar y una falta de espontaneidad, extrañas a su carácter, pero de las que no lograba librarse ante ella. Decidió no molestarla ni interrumpir su trabajo. Para defenderse de la tentación de mirarla, giró la silla de manera que volviese la espalda a los demás y se abstrajo en los libros, teniendo uno en la mano, abierto, ante sí, y otro sobre las rodillas.

Sin embargo, sus pensamientos volaban muy lejos, sin ninguna relación con la lectura. De pronto comprendió que la voz oída en sueños era la de Antípova. Este descubrimiento le impresionó y, atrayendo la atención de los circunstantes, se levantó impetuosamente de la silla, para poder ver a Antípova y se quedó mirándola.

La veía escorzada, casi de espaldas. Vestía una blusa clara a cuadritos, ceñida por un cinturón, y estaba sumida en la lectura, olvidada de sí misma, como los niños, con la cabeza un poco inclinada sobre el hombro derecho. A veces se quedaba pensativa, con los ojos fijos en el techo, o, entornándolos, miraba fijamente ante sí y luego, de nuevo, se inclinaba sobre la mesa, apoyando la cabeza en una mano y, con un rápido movimiento, con la otra copiaba a lápiz en un cuaderno cualquier pasaje del libro.

Observándola, Yuri Andriéevich verificaba la justeza de sus antiguas impresiones de Meliuziéev.

«No quiere gustar —pensaba—, ser bella, atractiva. Siente una especie de desprecio por este aspecto de la femineidad y parece como si se castigara por ser tan bella. Pero esta orgullosa dejadez aumenta su fascinación.

»¡Qué simple y armonioso es todo lo que hace! Lee como si esta no fuese la más alta ocupación del hombre, sino algo extremadamente elemental, accesible a todos. Como si llevara cubos de agua o mondase patatas.»

Estas reflexiones lo tranquilizaban: una dulcísima paz inundó su alma. Sus pensamientos dejaron de dispersarse, pasando de un tema a otro, y sin darse cuenta, sonrió. La presencia de Antípova ejercía sobre él el mismo influjo que sobre la bibliotecaria nerviosa.

Sin preocuparse más de la posición de su silla y sin temer que lo molestaran o distrajeran, durante más de una hora se sumió completamente en la lectura con mayor empeño aún que antes de que llegara Antípova. Hurgó en la montaña de libros que tenía delante, encontró lo que podía serle útil y leyó ávidamente dos artículos que le interesan. Luego le pareció que podía darse por contento con el trabajo hecho y comenzó a recoger los libros para devolverlos. La sensación de malestar experimentada antes había desaparecido. Con la conciencia tranquila, sin ningún pensamiento recóndito se dijo que, después de haber estudiado concienzudamente, se merecía el derecho de saludar a una vieja cara conocida, que le estaba permitido un placer tan legítimo. Pero cuando, levantándose, abarcó de una mirada la sala, no vio ya a Antípova. Había desaparecido.

Sobre la mesa adonde él llevó sus libros y revistas, todavía estaban en desorden los volúmenes devueltos por Antípova. Todos eran manuales de marxismo. Probablemente, en su calidad de profesora en ejercicio, trataba de lograr, por su cuenta y con sus propias fuerzas, la necesaria preparación política.

En medio de uno de los volúmenes estaba la tarjeta de solicitud de Larisa Fiódorovna y en la parte que salía del libro podía leerse su dirección. Yuri Andriéevich tomó nota, y le sorprendió la rareza de su indicación: «Calle Kupiécheskaia, frente a la Casa de las estatuas».

Se informó inmediatamente y supo que la expresión «Casa de las estatuas» era tan corriente en Yuriatin como en Moscú la designación de los barrios por los nombres de las iglesias, o la designación de «las cinco esquinas» en Petersburgo.

Llamábase así una casa de color gris oscuro, adornada con cariátides y estatuas de las musas que llevaban en la mano instrumentos, máscaras y liras, una casa construida en el siglo pasado por un comerciante aficionado al teatro, que quiso hacer allí su teatro privado.

Había sido vendida por sus herederos al gremio de comerciantes, que daba el nombre a la calle en la que la casa ocupaba una esquina y toda la zona circundante. Ahora en la «Casa de las estatuas» tenía su sede el Comité Urbano del partido y, en el muro oblicuo de la parte baja, cortado por la inclinación de la calle, donde en otros tiempos se pegaban los carteles de teatro y circo, fijábanse los tableros con los decretos y resoluciones del Gobierno.

13

Era una fría y ventosa jornada de principios de marzo. Después de haber llevado a cabo en la ciudad algunas diligencias y haberse asomado un momento a la biblioteca. Yuri Andriéevich cambió de pronto de programa y decidió ir a ver a Antípova.

Por el camino tenía que detenerse de vez en cuando porque el viento le impedía avanzar obstaculizándole el camino con nubes de polvo y de arena. Volvíase, cerraba los ojos y bajaba la cabeza, esperando que el polvo se desvaneciera, y seguía andando.

Antípova vivía en la esquina de la calle Kupiécheskaia con el callejón Novosválochni, ante la «Casa de las estatuas», de un gris oscuro, tirando a azul, que el doctor veía por primera vez. La casa respondía a su nombre y producía una extraña y angustiosa impresión.

A lo largo de toda la pared superior estaba adornada por cariátides mitológicas, figuras de mujer vez y media mayores que el tamaño natural. Entre dos ráfagas de viento preñado de polvo que le ocultaron la fachada, el doctor tuvo por un instante la impresión de que todos los habitantes femeninos de la casa se habían asomado al balcón y, apoyados en la baranda, lo miraban a él y a la calle Kupiécheskaia que alargábase abajo.

La casa de Antípova tenía dos entradas: la entrada principal, en la calle, y la que daba al callejón, a través del patio. No conociendo la existencia de la primera entrada, Yuri Andriéevich tomó la segunda.

Cuando desde el callejón entró en el patio, el viento levantó al cielo inmundicia y tierra, tapándole los ojos. Tras aquella negra cortina, unas gallinas, perseguidas por el gallo, pasaron alborotando por entre sus piernas.

Luego se disipó la nube de polvo y descubrió a Antípova cerca del pozo. El torbellino la había sorprendido con dos cubos ya llenos y la percha sobre el hombro izquierdo. Tenía la cabeza cubierta, como una criada, con un pañuelo anudado sobre la frente para proteger del polvo sus cabellos y oprimía entre sus rodillas un pliegue de la falda para que el viento no la levantase. Iba a dirigirse al interior de la casa, pero se detuvo, retenida por una nueva ráfaga que le arrebató de la cabeza el pañuelo y le alborotó los cabellos. El pañuelo voló hacia uno de los rincones del patio, cerca de las gallinas que todavía cacareaban.

Yuri Andriéevich recogió el pañuelo, se acercó al pozo y se lo entregó a la aturdida Antípova. Pero, fiel como siempre a su carácter, ella no traicionó ni su asombro no su turbación. Dijo solamente:

—¡Zhivago!

—¡Larisa Fiódorovna!

—¿Qué milagro es este? ¡Qué casualidad!

—Deje los cubos. Yo se los llevaré.

—No. Nunca me paro a mitad del camino ni abandono lo que estoy haciendo. Venga conmigo. Entremos.

—¿A que no sabe de dónde vengo?

—¿Quién podría decirlo?

—Permítame que cargue en mi hombro la percha. No puedo estar ocioso mientras usted se cansa.

—¡Vaya un cansancio! No se lo permito. Encharcaría toda la escalera. Prefiero que me diga qué buen viento le ha traído por aquí. Hace más de un año que está usted aquí y todavía no ha tenido un momento para venir a verme.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Más tarde o más temprano todo se sabe en este mundo. Además, le he visto en la biblioteca.

—¿Por qué no me dijo nada?

—No me hará usted creer que no me había visto. Siguiendo a Larisa Fiódorovna, que se contoneaba ligeramente por el peso de los cubos oscilantes, el doctor cruzó la baja bóveda de la entrada de servicio del entresuelo. Inclinándose con un rápido movimiento, Larisa Fiódorovna dejó los cubos sobre el suelo de tierra apisonada, se quitó la percha de los hombros, se irguió y comenzó a limpiarse las manos con un pañolito sacado Dios sabe de dónde.

—Vamos. Le llevaré al portón a través de un pasadizo interior. Allí hay luz y podrá esperarme. Yo, mientras tanto, me llevaré el agua, pondré un poco de orden arriba y me cambiaré de ropa. ¿Ve nuestra escalera? Los escalones son de hierro fundido perforado. A través de ellos, desde arriba, se ve todo. Es una casa vieja. En los días de tiroteo resultó bastante perjudicada. Vea: los bombardeos han desunido las piedras. Entre un ladrillo y otro hay agujeros. En este hueco Kátienka y yo metemos la llave de casa cuando salimos y lo tapamos con otro ladrillo. Recuérdelo. Es posible que alguna vez pase por aquí y no me encuentre en casa. En ese caso, abra, entre y considérese en su casa. No tardaré mucho en llegar. Mire, aquí está la llave. Yo no la necesito. Entraré por detrás y abriré la puerta desde dentro. Lo malo de aquí son los ratones. Hay una infinidad, no es posible hacer nada. Incluso corren por encima de nosotros. Es una construcción muy vieja y las paredes están desunidas y llenas de agujeros. Los tapo siempre que puedo; trato de luchar, pero no sirve de gran cosa. Tal vez algún día quiera usted ayudarme. Juntos ajustaríamos los suelos y los ladrillos. ¿No le parece? Bueno, aguárdeme aquí y piense algo. No le haré esperar mucho. Le llamaré enseguida.

Mientras esperaba, Yuri Andriéevich miraba a su alrededor, observando las desconchadas paredes de la entrada y los peldaños de hierro fundido de la escalera.

«En la biblioteca he comparado la atención con que leía con el calor e impulso de un verdadero trabajo, de un trabajo físico. Y, en cambio, lleva agua como si leyese, con ligereza, sin esfuerzo. En cada cosa obra del mismo modo. Como si desde hace mucho tiempo, desde la infancia, hubiese adquirido un impulso hacia la vida, y ahora todo estuviera ya hecho de por sí, con impulso ya, con facilidad y espontaneidad. Esto se nota en la línea de su espalda, cuando se inclina, en la sonrisa que le entreabre los labios y en la redondez de su barbilla, lo mismo que en sus palabras y pensamientos.»

—¡Zhivago! —oyó que lo llamaban desde la entrada de un piso en la planta de arriba.

Y comenzó a subir.

14

—Deme la mano y venga conmigo. Hay dos habitaciones a oscuras y están llenas de trastos hasta el techo. Podría tropezar con algo y hacerse daño.

—La verdad es que parece un laberinto. Yo solo no hubiese encontrado el camino. ¿Cómo es esto? ¿Acaso están haciendo obras?

—¡Oh, no! No es eso. El piso es de otra gente, ni siquiera sé de quién. Nosotros tenemos el nuestro, del Estado, en el edificio de la escuela. Pero ha sido ocupado por el comité de alojamiento del soviet de Yuriatin, y a mí y a mi hija nos han asignado este otro apartamento abandonado. Todavía tiene los muebles de los antiguos inquilinos. Todo está lleno de muebles. Pero yo no los necesito. Lo he metido todo en estas dos habitaciones y he atrancado las ventanas. No me suelte la mano porque se perderá. Así. Ahora a la derecha. Ya se ha terminado el laberinto. Esta es mi puerta. Aquí habrá más luz. Cuidado con la entrada.

Yuri Andriéevich, guiado de este modo, entró en la estancia. En la pared frontera se abría una ventana y le sorprendió lo que se veía a través de ella. Daba al patio de la casa, sobre la parte posterior de las casas contiguas y los espacios desiertos en torno al río. Allí pastoreaban ovejas y cabras que barrían el polvo con sus largos pelos, como si llevasen pellizas desabotonadas. Precisamente, frente a la ventana, velase, fija sobre dos estacas, la muestra que ya había visto: «Moro y Vietchinkin. Sembradoras. Trilladoras».

Entonces contó a Larisa Fíodorovna su llegada a los Urales junto con la familia. Había olvidado que el rumor popular identificaba a Striélnikov como su marido y, sin pensar en ello, describió su encuentro en el tren. Larisa Fiódorovna se sintió muy impresionada.

—¿Vio a Striélnikov? —le preguntó vivamente—. De momento no le diré nada más. Pero ¡qué extraordinario! Tenía cierto presentimiento de que se encontrarían ustedes. Un día se lo contaré todo y le sorprenderá a usted. Si no he comprendido mal, le produjo a usted una impresión más favorable que negativa.

—Sí, la verdad. Debí haber sentido horror de él porque habíamos pasado por lugares que él había arrasado. Creí encontrarme con un soldado violento o un revolucionario con la manía de la represión, y no era ni lo uno ni lo otro. Siempre es agradable que alguien sea distinto de como lo hemos imaginado. Pertenecer a un solo tipo significa el fin del hombre, su condena. Si, en cambio, no se sabe cómo catalogarlo, se escapa a una definición, es ya en gran parte un hombre vivo, libre de suyo, con una partícula de inmortalidad.

—Dicen que no pertenece al partido.

—Sí, eso creo. Pero ¿qué hay en él que inspira simpatía? Está predestinado. Sospecho que acabará mal, dejando aparte lo que ha hecho. Los jefes irregulares de la revolución dan miedo, no porque sean capaces de todo, sino porque se mueven sin una dirección fija, como locomotoras que hubiesen descarrilado y continuasen en marcha. Striélnikov es uno de ellos: obsesionado, no por los libros, sino por lo que ha vivido y sufrido. No conozco su secreto, pero estoy seguro de que tiene uno. Su alianza con los bolcheviques es ocasional. Lo soportarán mientras lo consideren necesario, porque van juntos por el mismo camino. Pero cuando esta necesidad deje de serlo, lo apartarán sin piedad y lo aniquilarán como han hecho ya con muchos otros jefes militares.

—¿Lo cree usted así?

—Absolutamente.

—¿Sin que haya salvación para él? ¿La fuga, por ejemplo?

—¿Dónde, Larisa Fiódorovna? Eso era posible bajo el régimen zarista. Pero inténtelo usted ahora.

—¡Lástima! Con sus palabras ha despertado en mí una simpatía por él. Pero usted ha cambiado mucho. Antes no juzgaba con tanta aspereza la revolución. No sentía tanto rencor.

—Sí, pero todo tiene una medida, Larisa Fiódorovna.

Hace tiempo ya que debían haber logrado algo concreto. Y, en cambio, está claro que para los inspiradores de la revolución el marasmo de los trastornos y transformaciones resulta ser el elemento natural. No se contentan con lo que tienen: desean algo que esté, por lo menos, a escala del globo terráqueo. La construcción de mundos nuevos y los periodos de transición son para ellos fines en sí. No han aprendido otra cosa, no saben hacer nada más. ¿Sabe usted de qué se deriva el desasosiego de esta mutación continua? De la falta de capacidad precisa, del talento. El hombre nace para vivir, no para prepararse para vivir, y la vida misma, el fenómeno vida, el don de la vida es algo tremendamente serio. ¿Por qué sustituirla con la pueril arlequinada de prematuras innovaciones, con esas escapatorias a la América de colegiales de Chéjov? Pero basta ya. Ahora me toca a mí hacer preguntas. Llegamos a la ciudad la mañana en que fue tomada por los rojos. ¿Se imagina usted el desbarajuste?

Claro que sí. Incendios por todas partes. También nosotros pasamos lo nuestro. Ya ha visto en qué condiciones ha quedado la casa. El patio está lleno todavía de proyectiles que no han hecho explosión. Saqueos, bombardeos, infamias, como siempre que se produce un cambio de poder. Pero ya estábamos preparados, acostumbrados. No era la primera vez. Y bajo los blancos ¡qué de cosas nos han sucedido! Asesinatos y traiciones por venganzas personales, chantajes, orgías. Sí, pero no le he contado lo más importante. Nuestro Galiullin. Fue, con los checos, la máxima autoridad de la zona. Algo así como gobernador general.

—Lo sé. Lo oí decir. ¿Lo vio usted?

—Con mucha frecuencia. ¡A cuántos pude salvar la vida gracias a él! ¡A cuántos escondí! Hay que hacerle justicia: se comportó irreprochablemente, como un caballero. No como todos los demás grandes jefes, capitanes de cosacos y comisarios de policía. Pero entonces el tono de las cosas lo daba precisamente esta gente y no los caballeros. Galiullin me ayudó mucho. Le estoy muy agradecida. Nos conocíamos hacía mucho tiempo. De niña me pasaba muchas horas en el patio de la casa donde él había nacido, una casa donde vivían ferroviarios. En mi infancia vi muy de cerca la miseria y el cansancio, por eso mi actitud ante la revolución es muy distinta a la suya. La siento más de cerca. Hay en ella mucho que me es familiar. Y de pronto ese muchacho, el hijo de un portero, se convierte en coronel o más bien general de los blancos. No sé nada de cosas militares ni entiendo de graduaciones. Soy una profesora de historia. Sí, Zhivago, así es: he ayudado a mucha gente. Iba a verle. Hablábamos de usted. Como puede ver, con todos los gobiernos he tenido relaciones y protectores y con cada régimen he sufrido y perdido algo. Sólo en los libros mediocres los hombres están divididos en dos campos y nunca entran en contacto. Pero en la realidad todo se mezcla. ¡Qué absoluta nulidad debe de ser uno para mantenerse sólo en una parte, para ocupar sólo un puesto en la sociedad, para significar la misma cosa! ¡Ah! ¿Estás aquí?

Había entrado una niña de unos ocho años, con trenzas pequeñas y apretadas. Sus almendrados ojos le daban una expresión de agudeza y picardía. Cuando reía enarcaba las cejas. Ya fuera de la puerta se había dado cuenta de que su madre tenía una visita, pero, al acercarse a la entrada, consideró que debía fingir una ingenua sorpresa. Hizo una reverencia y miró al doctor con esa mirada firme y sin temor que tienen los niños que han crecido solitarios, que pronto han empezado a pensar.

—Mi hija Kátienka.

—En Meliuziéev me enseñó usted su fotografía. ¡Cómo ha crecido y cuánto ha cambiado!

—¿De modo que has vuelto? Y yo creí que estabas de paseo. No te oí entrar.

—¿A que no sabes lo que encontré cuando quise sacar la llave del agujero? ¡Una rata así de grande! Grité y eché a correr. Creí que me moría de miedo.

Kátienka, cuando hablaba, contraía la graciosa carita con una mueca, abría mucho sus pícaros ojos y redondeaba la boca como un pez sacado fuera del agua.

Bueno. Vete a tu cuarto. Voy a pedirle a este señor que se quede a comer y cuando saque la kasha[68] del fuego ya te llamaré.

—Gracias, pero no puedo aceptar. Con motivo de mis viajes a la ciudad, hemos adoptado la costumbre de comer a las seis. Siempre procuro no retrasarme, y tengo tres horas de camino, si no cuatro. Por eso he venido tan temprano a su casa. Excúseme. Me iré enseguida.

—Quédese por lo menos media hora.

—Con mucho gusto.

15

—Y ahora sinceridad por sinceridad: ese Striélnikov de quien me ha hablado es mi marido, Pasha, Pável Pávlovich Antípov, a quien yo fui a buscar al frente y en cuya muerte con tanta razón me negué a creer.

—No me sorprende. Lo sabía ya. También oí ese rumor, pero lo consideré absurdo. Incluso lo olvidé de tal manera que hablé de él sin tapujos, con toda libertad, como si el rumor no existiera. Es absurdo. He visto a ese hombre. ¿Cómo pudo haber una relación entre ustedes? ¿Qué cosas comunes son las suyas?

—Y, sin embargo, las cosas son así, Yuri Andriéevich. Striélnikov es Antípov, mi marido. Comparto la opinión general. También Kátienka lo sabe y se siente orgullosa de su padre. Striélnikov es un nombre falso, su seudónimo, como lo tienen todos los revolucionarios. Por una razón u otra le convendrá actuar con otro nombre. Ha conquistado a Yuriatin. Nos ha inundado de granadas. Sabía que nos encontrábamos aquí y ni una sola vez intentó comprobar si estábamos vivas, para no comprometer su secreto. No cabe duda que era su deber, y si no hubiese consultado sobre su manera de proceder, no le habríamos aconsejado otra cosa. Dirá usted que mi seguridad, la relativa comodidad de la casa que el soviet ha puesto a mi disposición y otras cosas son pruebas indirectas de su interés por nosotros. No podría explicarse de otro modo. ¡Estar aquí a dos pasos y resistir el deseo de vernos! No puedo comprenderlo, es algo que mi cerebro se resiste a creer. Es incomprensible para mí: no es la vida, sino una especie de virtud romana, una de las locuras de nuestra época. Pero me doy cuenta de que estoy cayendo bajo su influencia y empiezo a repetir lo que usted me ha dicho. No quisiera. Usted y yo no pensamos del mismo modo. Estamos de acuerdo en todo lo que es provisional, facultativo, pero en las cosas realmente importantes, en la interpretación de la vida, es más justo que nos consideremos enemigos.

»Pero volvamos a Striélnikov. Ahora está en Siberia, y tiene usted razón: también ha llegado a mis oídos el rumor del descontento que ha provocado y se me hiela el alma. Está en Siberia, en uno de los sectores más avanzados, tratando de aniquilar a Gallullin, su amigo de la infancia y compañero de armas, para quien su nombre no es un secreto ni lo es tampoco que yo sea su mujer, pero que, por una inestimable delicadeza, no se refirió a ello ni una sola vez, aunque basta que se pronuncie su nombre para que se enfurezca. Sí, ahora Striélnikov está en Siberia. Cuando estaba aquí (y estuvo mucho tiempo, viviendo constantemente en el tren, donde usted lo vio), deseé en todo momento encontrarme con él por casualidad. Algunas veces se dirigía al estado mayor, al local ocupado antes por el comandante militar del Komuch, las tropas de la Asamblea Constituyente. Pero, lo que son las cosas, el estado mayor se encontraba en el pabellón donde antes me recibía Galiullin, cuando iba a interceder a él por otras personas. Por ejemplo, a propósito de un hecho que produjo mucho ruido. Los cadetes de la escuela militar comenzaron a perseguir y fusilar a los profesores más aborrecidos, con el pretexto de que eran bolcheviques. Luego empezaron a perseguir y matar a los judíos. Naturalmente, cuando se vive en la ciudad, como nosotros, y se tiene una profesión liberal, más de la mitad de la gente que frecuentamos está compuesta de judíos. En los períodos de progroms, ante los horrores y las infamias, más allá de la indignación, la vergüenza y la piedad, se apodera de nosotros una sensación de doblez, como si nuestra compasión fuese, en parte, cerebral y desagradablemente insincera. Los que en un tiempo liberaron a la humanidad del yugo de la idolatría y que hoy en gran número se consagran a su emancipación social, son impotentes para liberarse de sí mismos, de la fidelidad a una concepción superada, antediluviana, que ha perdido toda significación. No pueden elevarse por encima de sí mismos y mezclarse con los demás, cuyos fundamentos religiosos han sido creados por ellos mismos, y que estarían mucho más cerca de ellos si los conocieran mejor. Tal vez las persecuciones y martirios les obliguen a esta actitud inútil y fatal, a esta esquiva soledad, llena de abnegación y que sólo acarrea desgracias, pero en ello existe también una decrepitud interior, un secular cansancio histórico. No me gusta su irónica manera de darse ánimos, la pobreza, la trivialidad de sus ideas, la timidez de su imaginación. Son irritantes como los discursos de los viejos sobre la muerte o de los enfermos sobre la enfermedad. ¿No estamos de acuerdo?

—No había pensado en ello. Pero tengo un amigo, un tal Gordón, que comparte sus ideas.

—Así acechaba a Pasha. En espera de que llegase o saliera del edificio. En otro tiempo en aquel pabellón se hallaba el despacho del gobernador general. Ahora sobre la puerta hay un cartel que dice: «Oficina de reclamaciones». Quizá lo haya visto. Está en el lugar más hermoso de la ciudad. La plaza, ante la puerta, está pavimentada y más adelante está el jardín público: sauquillo, arces y espino blanco. Me colocaba en la acera, entre los que iban a hacer reclamaciones. Bien es verdad que no pedía que me recibiera ni decía que era su mujer. Además, los dos teníamos apellidos diferentes. Por otra parte, ¿qué papel representaba aquí la voz del corazón? Esta siempre se comporta de manera muy distinta. Su padre, por ejemplo, Pável Ferapóntovich Antípov, era un obrero. Antiguo deportado político, trabaja en un tribunal, no muy lejos, en la antigua localidad donde un tiempo estuvo deportado. Y también su amigo Tivierzin. Son miembros del tribunal revolucionario. Pues bien, ¿lo creerá usted? El hijo ni siquiera se ha dado a conocer a su padre, quien lo considera una cosa normal y ni aun se molesta por ello. Si su hijo quiere mantener el secreto, no hay nada que hacer. No son hombres, son piedras. Principios, disciplina. Y además, aunque hubiera podido demostrar que soy su mujer, ¿cree usted que eso habría tenido la menor importancia? ¡Pues sí que era un momento para ocuparse de las mujeres! ¿Estaban los tiempos para estas cosas? Proletariado mundial, transformación del universo, eso sí: eso lo habría comprendido. Pero un bípedo cualquiera, una mujer como todas, una esposa, ¡bah!, algo tan despreciable como una chinche o un piojo. Su ayudante se paseaba entre la gente, interrogaba y hacía que entrase alguien. Yo no di mi nombre y cuando me preguntó qué deseaba repuse que se trataba de una cosa personal. Era tanto como declararse vencida, estar segura de que mi petición iba a desestimarse. El ayudante se encogió de hombros y me miró receloso. Así, que no lo he visto ni siquiera una vez. Pero ¿cree usted que le tenemos sin cuidado, que no nos quiere, que no nos recuerda? ¡Qué va! Todo lo contrario. Lo conozco muy bien. Por un exceso de sentimientos ha llevado las cosas hasta este extremo. Necesita poner a nuestros pies todos sus laureles de guerra, para no volver con las manos vacías, sino lleno de gloria, vencedor. ¡Inmortalizamos, deslumbrarnos! ¡Talmente como un niño!

Kátienka volvió a entrar. Larisa Fiódorovna tomó en sus brazos a la niña sorprendida, comenzó a hacerle cariños, a besarla y estrecharla contra su corazón.

16

Yuri Andriéevich regresaba a caballo a Varykino. Por enésima vez recorría aquellos lugares y estaba tan acostumbrado al camino que ni siquiera se fijaba en él.

Acercábase al lugar del bosque donde el camino para Varykino se bifurcaba en otro que se dirigía a Vasílievskoie, pequeña aldea de pescadores a orillas del Sakma. En la encrucijada había un poste, el tercero del lugar, con la sabida publicidad de maquinaria agrícola. Por lo general, en aquella encrucijada el crepúsculo sorprendía al doctor. También ahora oscurecía.

Habían transcurrido más de dos meses desde el día en que, en uno de sus viajes a la ciudad, no regresó a casa por la noche y se quedó en casa de Larisa Fiódorovna. Dijo que se entretendría en la ciudad para hacer unas diligencias y que pasaría la noche en la posada de Samdeviátov. Hacía tiempo que tuteaba a Antípova y la llamaba Lara. Ella, en cambio, le llamaba Zhivago. Engañaba a Tonia y lo que le ocultaba era cada vez más serio y grave.

Era incomprensible. Amaba a Tonia hasta la veneración. El inundo de su alma y su tranquilidad le eran más queridos que cualquier otra cosa en la vida. Estaba dispuesto a defender su honor más que ella misma o su propio padre. Si alguien hubiera sido capaz de herir su orgullo, él mismo, con sus propias manos, habría estrangulado al ofensor. Y el ofensor era él.

En casa, entre sus familiares, se sentía como un delincuente que todavía no ha sido descubierto. El hecho de que ellos no supieran nada y las manifestaciones de su acostumbrada afectuosidad, lo atormentaban. Durante una conversación recordaba de pronto su culpa y parecía volverse de piedra, sintiéndose incapaz de escuchar ni comprender lo que decían.

Si ocurría eso cuando se sentaba a la mesa, no conseguía tragar un bocado, dejaba la cuchara y retiraba el plato. Las lágrimas lo ahogaban.

—¿Qué tienes? —le preguntaba Tonia, asombrada—. Seguro que en la ciudad te han dado una mala noticia. ¿Una detención? ¿Han fusilado a alguien? Dímelo, no temas preocuparme. Te sentirás mejor.

¿Había traicionado a Tonia? ¿Había preferido a otra mujer? No, no hizo elección alguna, ni estableció comparaciones. La idea del «amor libre», expresiones como «los derechos y exigencias del sentimiento», eran extrañas para él. Le parecía indigno hablar y pensar de esta manera. En su vida no había recogido «las flores del placer», no se había considerado ni superhombre ni semidiós, ni pedido privilegios ni ventajas, y sentíase agotado bajo el peso de la conciencia inquieta.

«¿Qué va a pasar ahora?», se preguntaba a veces.

Y no encontrando la respuesta aguardaba algo imposible, la intervención de una circunstancia imprevista que aportaría la solución.

Pero ahora todo había acabado: estaba dispuesto a cortar por lo sano. Volvía a casa con la firme decisión de confesárselo todo a Tonia, de pedirle perdón y no volver a ver más a Lara.

Sin embargo, no era tan sencillo. Le parecía no haber sido lo bastante claro con Lara, no haberle hecho comprender que intentaba romper definitivamente, para siempre. Aquella mañana le había manifestado su decisión de contárselo todo a Tonia y que sería imposible que continuaran viéndose con frecuencia, pero ahora tenía la sensación de que todo eso lo había expresado de un modo muy vago, sin la suficiente resolución.

Larisa Fiódorovna no quiso amargarlo con penosas escenas. Comprendía sobradamente lo que sufría y por esto trataba de escuchar su decisión con la mayor calma posible. Su conversación tuvo efecto en la habitación de los antiguos propietarios, ahora vacía, la que daba a la calle Kupiécheskaia, que Larisa Fiódorovna no habitaba. Por las mejillas de Lara corrían lágrimas silenciosas de las que ella no se daba cuenta, como la lluvia que en aquel instante caía sobre las caras de las figuras de piedra de la «Casa de las estatuas», allí delante. Dijo simplemente, sin generosidad, sumisamente:

—Haz lo que te parezca. No te preocupes por mí.

Y como no sabía que estaba llorando no se secó las lágrimas.

Ante la idea de que Larisa Fiódorovna pudo no haberle comprendido bien y que acaso le había dejado una ilusión, una vana esperanza, sentíase dispuesto a retroceder, a volver a la ciudad para decirle lo que no le había dicho, pero sobre todo para despedirse de ella con mayor calor, para toda la vida, para siempre. Se dominó haciendo un esfuerzo y continuó su camino.

A medida que se ponía el sol, el bosque se llenaba de frescura, de sombra y del perfume de las hojas húmedas, como el vestíbulo de un establecimiento de baños.

En el aire, como si flotaran sobre el agua, enjambres de mosquitos, zumbando a la vez la misma nota aguda, permanecían inmóviles. Yuri Andriéevich los aplastaba sobre su frente y su cuello y a los sonoros golpes de su mano sobre su cuerpo sudoriento respondían los rumores de su cabalgada: el crujido de las correas de la silla, los golpes de los cascos sobre el fango y el ruido seco de las vísceras del caballo. De pronto, a lo lejos, donde parecía haberse detenido la luz del crepúsculo, gorjeó un ruiseñor.

—Och-nís! Och-nís!

Esta llamada persuasiva parecía casi de la liturgia de Pascua:

Alma mía, alma mía, despiértate, ¿por qué permaneces dormida?

Una idea muy simple iluminó la mente de Yuri Andriéevich. ¿Por qué tanta prisa? No renunciaría a su decisión y lo confesaría todo. Pero ¿por qué hacerlo hoy precisamente? Todavía no había dado a entender nada a Tonia. Podía muy bien postergar la confesión para otro momento. Mientras tanto iría de nuevo a la ciudad y daría una explicación a Lara, una explicación a fondo y tan íntimamente que compensara todo sufrimiento. ¡Sí, eso! ¡Qué cosa tan maravillosa! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Ante la idea de volver a ver a Lara sintióse loco de felicidad. Su corazón comenzó a latir fuertemente e, imaginando el encuentro, vivía todos sus pormenores.

Las casas de troncos, las aceras de madera de los dormidos alrededores de la ciudad. Iba a su casa. En la calle Novosválochny terminábanse ya los espacios desiertos y las casas de troncos. Veíanse ya las primeras construcciones de piedra. Las casitas del suburbio desfilaban, como si fueran las hojas de un libro hojeado con prisas, no como cuando se vuelven las páginas con el índice, sino con la yema del pulgar, todas juntas, con un ruido seco. El corazón parece que no alienta. Sí, ahí vive ella, en la esquina, bajo el blanco reflejo del cielo lluvioso aclarado hacia el atardecer. ¡Cuánto le gustaban las casitas a lo largo del camino que conducía a su casa! Hubiese querido cogerlas del suelo con la mano y besarlas. Aquellos desvanes de un solo ojo, colocados sobre los tejados como si fueran sombreros. La luz de las lámparas y las mariposas reflejándose en las charcas bajo la pálida cortina del cielo nuboso. Una vez más recibiría allí, como don de las manos del Creador, aquella gracia blanca creada por Dios. Le abriría la puerta una silueta envuelta en sombra. Y la promesa de su intimidad, contenida, fría como la luminosa noche del norte, de nadie más, no perteneciente a ningún otro, acudiría a su encuentro como la primera ola del mar sobre la arena de la orilla, a la que acude en sombras.

Soltó las riendas, se inclinó sobre la silla y abrazó el cuello del caballo, ocultando el rostro en sus crines. Creyendo que aquella manifestación de afecto era un llamamiento a sus fuerzas, el caballo emprendió el galope.

Al rasante vuelo del galope, en los intervalos entre los casi imperceptibles golpes de los cascos sobre el terreno que rápidamente se deslizaba bajos sus patas y volaba hacia atrás, Yuri Andriéevich, además de los latidos de su corazón que saltaba de alegría, oía también, como en sueños, lejanas voces.

Lo aturdió una detonación cercana. Levantó la cabeza y tiró de las riendas. Arrastrado por su propio impulso, el caballo dio todavía algunos trancos de lado y se dobló sobre las patas posteriores, a punto de encabritarse.

Delante se bifurcaba el camino: a un lado brillaba a los rayos del sol poniente el cartelón «Moro y Vietchinkin. Sembradoras. Trilladoras». En medio, cortando el paso, había tres jinetes armados. Un alumno de la escuela real con gorra de uniforme y una chaqueta cruzada por cintas de cartuchos de ametralladora. El segundo cubierto con un tabardo de oficial de caballería y un gorro cosaco. El tercero era un curioso personaje, muy grueso, que parecía haberse disfrazado. Llevaba un pantalón acolchado, una chaqueta forrada de guata y un sombrero de sacerdote de anchas alas calado hasta los ojos.

—No se mueva, camarada doctor —dijo con voz firme y tranquila el más viejo de los tres, el jinete del gorro cosaco—. Si obedece le garantizo que no le ocurrirá nada. En caso contrario, nos dejaremos de contemplaciones y dispararemos. Han matado al enfermero de nuestro destacamento. Eche pie a tierra y pase las riendas al camarada más joven. Recuerde que al más pequeño intento de fuga por su parte obraremos sin miramientos.

¿Es usted el hijo de Mikulitsyn, Liveri, el camarada Lesnyj?

—No, soy su jefe de transmisiones, Kamennodvorski.