VIII
LA LLEGADA

1

El tren en que viajaba la familia Zhivago estaba todavía detenido en la estación, escondido entre los demás convoyes. Pero advertíase ya que la vinculación con Moscú, que subsistió durante todo el trayecto, se había roto aquella mañana, había acabado.

Comenzaba ahora a abrirse otra tierra, un mundo provinciano que gravitaba en torno a su propio centro de atracción, tan distinto.

Allí todos se conocían más íntimamente que en la capital. Aunque la zona de Yuriatin-Razvilie hubiera sido despejada de gente extraña y rodeada por tropas rojas, durante el viaje subían al tren, de una manera inexplicable, viajeros de la localidad y se «infiltraban», según la expresión allí corriente. Amontonábanse en los vagones, llenaban los estribos de los furgones, caminaban sobre las vías, a lo largo del tren, y algunos permanecían en el terraplén ante las puertas de los vagones.

Todos se conocían, hablábanse desde lejos y se saludaban cuando se encontraban. Vestían y hablaban de distinto modo que en las capitales, no comían las mismas cosas y tenían otras costumbres.

Hubiera sido interesante saber de qué vivían, con qué recursos materiales y morales se sostenían, cómo luchaban contra las dificultades y cómo burlaban las leyes.

La respuesta no tardó en llegar de la manera más elocuente.

2

Acompañado por el centinela que arrastraba el fusil por tierra apoyándose en él como en un bastón, el doctor Zhivago regresó al tren.

En el aire permanecía en suspenso una ligera niebla. El sol ponía fuego en los raíles y los techos de los vagones. La tierra, negra de petróleo, tenía reflejos amarillos, casi dorados. El fusil, al arrastrarse por el polvo, dejaba una larga huella y levantaba un sordo rumor sobre las traviesas. El centinela decía:

—Ya ha llegado el buen tiempo. Conviene sembrar el trigo de primavera, la avena, el maíz o el mijo. Es la época buena. Para el alforfón es pronto todavía. Nosotros lo sembramos por Santa Akulina[48]. Yo soy de Morshansk, de la provincia de Tambov, no de aquí. ¡Ah, camarada doctor! Si no fuera por esta maldita guerra civil, por esta apestosa contrarrevolución, ¿crees que sería tan imbécil como para estar lejos de mi tierra en un tiempo como este? Esta condenada lucha de clases se ha metido entre nuestros pies como un gato negro, y ya puedes ver el resultado.

3

—Gracias. Puedo valerme solo —dijo Yuri Andriéevich, rechazando la ayuda que le ofrecían.

Desde el vagón le tendían la mano para ayudarlo a subir. Tomó impulso y saltó al vagón. Se puso de pie y estrechó a su mujer en sus brazos.

—¡Por fin! A Dios gracias, todo fue bien —repetía Antonina Alexándrovna—. De todos modos, para nosotros no ha sido una novedad que todo fuera bien.

—¡Cómo! ¿No ha sido una novedad?

—Ya lo sabíamos.

—¿Cómo?

—Por el centinela. Si no, ¿cómo hubiésemos podido soportar la incertidumbre? Sin embargo, papá y yo estábamos a punto de enloquecer. Míralo, ahora está durmiendo como un tronco. Después de tantas emociones, no podía más. Hay nuevos pasajeros. Te presentaré algunos. Pero antes oye lo que tengo que decirte. Todo el vagón está contento de que hayas salido con bien. ¡Aquí está mi marido! —dijo al poco rato, cambiando de tono.

Volvió la cabeza y por encima del hombro presentó su marido a uno de los nuevos pasajeros, que estaban detrás, al fondo del departamento, comprimidos entre los demás.

—Samdeviátov —oyeron desde allí.

Por encima del montón de cabezas se levantó un sombrero blando, y el que se había presentado comenzó a abrirse paso entre los cuerpos que lo apretujaban, y se dirigió al doctor.

«Samdeviátov —pensaba mientras tanto Yuri Andriéevich—. Hubiese dicho que se trataba de algo con sabor ruso antiguo, algo de carácter heroico, buenas barbazas, caftán y cinturón con incrustaciones. Y, en cambio, ahí tenemos a un tipo de círculo artístico, rizos canosos, bigotes y perilla.»

—¡Vaya! Confiese usted que Striélnikov le ha dado miedo.

—No, ¿por qué? Hemos hablado normalmente. Sea como sea, es un hombre notable.

—¡Cómo no! Yo tengo mis ideas sobre él. No es de aquí, de nuestra tierra. Es de la suya de usted, moscovita. Con él pasa lo mismo que con las innovaciones introducidas aquí en estos tiempos: vienen también de su tierra, las ha importado la capital. Con nuestro cerebro no habríamos llegado a esas cosas.

—Yúrochka, este es Anfim Yefímovich. Una enciclopedia ambulante. Lo sabe todo, ha estado en todas partes y oído hablar de ti y de tu padre. Conoce a mi abuelo, a todo el mundo.

Y Antonina Alexándrovna, vagamente, con naturalidad, preguntó:

—Sin duda conoce también a la profesora Antípova.

A lo que Samdeviátov respondió de un modo vago también:

—¿Por qué le interesa Antípova?

Yuri Andriéevich se limitó a escuchar y no tomó parte en la conversación, Antonina Alexándrovna continuó:

—Anfim Yefímovich es un bolchevique. ¡Cuidado, Yúrochka! Anda siempre con los ojos muy abiertos.

—¡No me digas! Nunca lo hubiese creído. Por su aspecto, más bien parece un artista.

—Mi padre tenía una posada. Poseía siete troikas prestando servicio. Yo tengo estudios superiores. Y la verdad es que soy socialdemócrata.

—Oye, Yúrorchka, lo que dice Anfim Yefímovich. Dicho sea entre nosotros, y sin ánimo de ofender a nadie, tiene un apellido que parece un trabalenguas. ¿Sabes lo que dice? Que somos increíblemente afortunados. No entraremos en Yuriatin. Hay numerosos incendios y han volado el puente. No se puede pasar. El tren tendrá que desviarse por otra línea, precisamente por la que nos va bien a nosotros: en la que está Torfianaia. ¡Imagínate! No tendremos necesidad de transbordar y cargar con el equipaje por toda la ciudad de una estación a otra. En compensación, antes de que reanudemos el viaje, nos van a marear llevándonos como un zarandillo. El tren tiene que hacer muchas maniobras. Amfim Yefímovich me ha contado todas estas cosas.

4

Se cumplieron las profecías de Antonina Alexándrovna. El tren reenganchó sus vagones y agregó otros nuevos. Constantemente iba hacia atrás y hacia adelante por las vías muertas en las cuales se hallaban los demás convoyes que obstaculizaban en un largo trayecto la salida de la estación.

Gran parte de la ciudad se perdía a lo lejos, escondida en las alturas. En el horizonte aparecían sólo los tejados de las casas, los humeros de las chimeneas de las fábricas. Uno de los barrios estaba ardiendo. El viento se llevaba lejos el humo del incendio, que se alargaba por el cielo como las crines de un caballo sueltas al viento.

El doctor Zhivago y Samdeviátov estaban sentados en el suelo del vagón, con las piernas colgando fuera. Samdeviátov contaba algo a Yuri Andriéevich, señalando a lo lejos, pero el ruido del tren en marcha apagaba su voz. Yuri Andriéevich repitió entonces su pregunta y Anfim Yefímovich se acercó a él y, ronco de gritar, le chilló al oído lo que ya había dicho.

—Han quemado el cine Guigant. Allí se habían hecho fuertes los cadetes. Ya se han rendido, pero la batalla no ha terminado todavía. ¿Ve esos puntos negros en el campanario? Son los nuestros. Desalojan a los checos.

—No veo nada. ¿Cómo puede usted distinguir todo eso?

—Aquello que está ardiendo es Jojrikí, el barrio industrial. Kolodiéevo, donde están las tiendas, se halla al otro lado. ¿Que por qué me interesa? Porque ahí está mi casa. Pero los incendios se han extendido mucho. Sin embargo, por ahora no han llegado al centro.

—¿Qué dice? No le oigo.

—Digo el centro, el centro de la ciudad. La catedral, la biblioteca. Nuestro apellido, Samdeviátov, es San Donato, trasformado a la manera rusa. Parece que descendemos de los Diemídov.

—Sigo sin entender nada.

—Digo que Samdeviátov es una rusificación de San Donato. Somos descendientes de los Diemídov. Los príncipes Diemídov San Donato. Pero acaso eso no sea más que una mentira, una leyenda de mi familia. Eso que se ve ahí es Spirkin niz. Villas, lugar para giras campestres. Raro nombrecito, ¿eh?

Ante él se extendía el campo surcado en varias direcciones por los ramales de la vía férrea y bajo el desfile de los postes del telégrafo, que se alejaban con pasos de siete leguas hasta desaparecer en el horizonte. Una carretera empedrada serpenteaba como una cinta, compitiendo en su belleza con la vía del tren. A veces se escondía tras el horizonte y reaparecía un instante en el arco de una curva para desaparecer de nuevo.

—Es nuestra famosa carretera real. Atraviesa toda Siberia.

La ha hecho célebre el presidio. Hoy es la plaza fuerte de nuestros partisanos. En fin, no está mal para nosotros. Ya se ambientará usted. Verá cómo le gustan las curiosidades de nuestra ciudad: nuestros aguaderos en las esquinas de las calles y los clubs femeninos de invierno al aire libre.

—No vamos a establecernos en la ciudad, sino en Varykino.

—Ya lo sé. Su mujer me lo ha dicho. Da igual. Tendrá que ir a la ciudad por motivos de su trabajo. La primera ojeada me bastó para comprender quién es su mujer. Los ojos. La nariz. La frente. Una Krueger de cuerpo entero. Es el puro retrato de su abuelo. Aquí todos recuerdan a Krueger.

Los depósitos de petróleo, altos y cilíndricos, enrojecían la llanura. Los cartelones publicitarios se destacaban sobre altos postes. Uno, que por dos veces surgió a los ojos del doctor, decía: «Moro y Vetchinkin. Sembradoras. Trilladoras».

—Era una firma seria. Su maquinaria agrícola resultaba excelente.

—No le oigo. ¿Qué ha dicho?

—Una firma, dije. ¿Comprende? Una firma. Fabricaba maquinaria agrícola. Una sociedad en comandita. Mi padre era accionista.

—Dijo usted que tenía una pensión.

—Sí, también. Pero una cosa no excluye la otra. No era tonto e invertía dinero en las mejores empresas. También tenía dinero invertido en el cine Guigant.

—Cualquiera diría que se siente usted orgulloso de ello.

—¿Del talento de mi padre? ¡Cómo no!

—¿Y qué hay de su socialismo?

—Perdone, pero ¿qué tiene que ver con eso? ¿Dónde se dice que un hombre que piensa en marxista haya de ser forzosamente un tipo pocho y blandengue? El marxismo es una ciencia positiva, una doctrina de la realidad, de la situación histórica.

—¿El marxismo y la ciencia? Discutir estas cosas con una persona a quien apenas se conoce es, por lo menos, imprudente. Pero dejémoslo. El marxismo es demasiado poco dueño de sí mismo para ser una ciencia. Las ciencias tienen equilibrio. ¿El marxismo y la objetividad? No conozco corriente más replegada en sí misma y más apartada de los hechos que el marxismo. Todos tienen la manía de verificar sus ideas en la experiencia, y, en cambio, los hombres de gobierno, por mantener la leyenda de la propia infalibilidad, hacen cualquier cosa por volverle la espalda a la verdad. Desprecio la política. No me gustan los hombres que no aman la verdad.

Samdeviátov consideró las palabras del doctor como pronunciadas por un hombre extravagante con ganas de hablar. Rio y no dijo nada.

Mientras tanto, el tren maniobraba. Cada vez que llegaba al semáforo, la guardavías, una mujer que llevaba un bote atado a la cintura, se pasaba de una mano a otra su labor de punto, se inclinaba y movía la palanca. El tren retrocedía lentamente y la vieja, incorporándose, lo amenazaba con el dedo.

Samdeviátov consideró que aquella amenaza estaba dirigida a él.

«¿Qué tripa se le ha roto? —pensó—. Me parece que la conozco. ¿No será por casualidad Tunstsova? Me parece que es ella. Pero no, ¿qué estoy diciendo? No es posible. Es demasiado vieja para ser Glashka. ¿Y a mí qué? Nuestra madre Rusia está trastornada. Hay un lío en los ferrocarriles, y probablemente a ella no se le da la vida de rositas. Pero no faltaría más que yo fuese el culpable para que me amenace con el puño. Bueno, ¡que se vaya al diablo! ¡No me quiero devanar los sesos por su culpa!»

Finalmente, después de haber agitado la banderita y gritado algo al maquinista, la mujer guardavías dejó pasar al tren más allá del semáforo, hacia las vías de su línea. Pero cuando pasó delante de ella el vagón número catorce, sacó la lengua a los que estaban charlando sentados en el suelo del furgón, porque le molestó verlos. De nuevo Samdeviátov se quedó pensativo.

5

Cuando los alrededores de la ciudad en llamas, los depósitos cilíndricos, los postes del telégrafo y los cartelones publicitarios quedaron lejos, ocultos a los ojos, y aparecieron nuevas vistas, bosquecillos y colinas entre las cuales se adivinaban a veces las curvas de la carretera principal, Samdeviátov dijo:

—Levantémonos y despidámonos. Pronto tendré que apearme. También a usted le falta poco. Hay que estar preparado.

—Usted conoce perfectamente estos lugares, ¿verdad?

—Como la palma de la mano, en cien verstas a la redonda. Soy hombre de leyes. Veinte años de práctica. Negocios. Viajes profesionales.

—¿También ahora?

—¿Por qué no?

—¿Qué clase de negocios se pueden hacer hoy?

—Todos los que se quiera. Viejas transacciones no terminadas, operaciones financieras, contratos no cumplidos… Estoy hasta aquí. Como para volverme loco.

—Pero ¿no habían sido anuladas todas estas cosas?

—Formalmente, se comprende. Pero en realidad continúan exigiéndose cosas que se excluyen mutuamente: la nacionalización de las empresas, el combustible para el soviet de la ciudad, medios de transporte para el consejo de economía de la provincia, y al mismo tiempo hay que vivir. Todo esto es característico de los periodos de transición, cuando la teoría no está ajustada todavía a la práctica. Para ello se requieren personas inteligentes, hábiles, de carácter, como yo. Al que llora con un ojo no le meten la viruta. Y algunas veces, como diría mi padre, no le cascan a uno las liendres. Media provincia vive gracias a mí. Ya me dejaré caer de vez en cuando por su casa para la cuestión del abastecimiento de leña. A caballo, desde luego, cuando pueda hacerlo. El último que tuve se quedó cojo. ¿Cree usted, si no, que estaría aquí, en este trasto, sacudiéndome por gusto el mondongo? ¡Vamos, hombre!

Mire usted cómo se arrastra. ¿A esto se le puede llamar tren? Cuando vaya por Varyrkino tal vez pueda serle útil. Conozco a OS Mikulitsyn como si los hubiese parido.

—¿Conoce usted nuestras intenciones? ¿El motivo de nuestro viaje?

—Más o menos. Lo intuyo. La atávica atracción del hombre hacia la tierra. El sueño de ganar el pan con el sudor de la frente.

—¿Entonces? Parece que usted no lo aprueba. ¿Qué tiene usted que decir?

—Es un sueño ingenuo, idílico, pero ¿por qué no? Dios le ampare, hermano. Sólo que yo no lo creo. Utopía pura, cualquier cosa.

—¿Cómo nos acogerá Mikulitsyn?

—No les dejará pasar más allá del umbral. Les echará a escobazos y tendrá razón. Ya sin ustedes todo aquello es una babilonia en un corral de vacas: las fábricas no trabajan, los obreros se han largado… En cuanto a la cuestión de susbsistencia, para qué le voy a contar: uno tiene que comerse los codos. Y ahora aparece usted. Va a estar tan contento como si le dieran una patada en la boca del estómago. Si le mata a usted, estará más que justificado.

—Ya ve usted lo que son las cosas. Usted es bolchevique, y reconoce que esto no es vida, sino algo increíble, una locura, un absurdo.

—¡Pues claro que sí! Pero es una necesidad histórica. Hay que pasar por el aro.

—¿Por qué es una necesidad?

—¿Es usted un niño o se las da de inocente? ¿Ha caído de la luna o qué? Parásitos tragones han vivido a costa de los trabajadores hambrientos, y los tenían metidos en un puño. ¿Cree usted que eso iba a ser así por siempre jamás? ¿Y las otras formas de tiranía y humillación? ¿Es posible que no comprenda la legitimidad de la cólera popular, el deseo de vivir de acuerdo con la justicia, la busca de la verdad? ¿O le parece a usted que podía conseguirse una transformación radical en las dumas por los medios parlamentarios y que se podía dar esquinazo a la dictadura?

—Hablamos dos lenguajes diferentes y, por mucho que discutamos, no nos encontraremos nunca. Pero estoy pensando que con la violencia no se podrá conseguir jamás nada. Hay que llegar al bien a través del bien. Pero tampoco es eso. Volvamos a Mikulitsyn. Si la acogida que nos espera es la que usted dice, ¿por qué ir? Es mejor emprender otro camino.

—¡Qué estupidez! En primer lugar: ¿cree usted que en el mundo no hay nadie más que los Mikulitsyn? En segundo lugar: Mikulitsyn es un hombre bueno, ferozmente bueno. Hará una escena, se dará a todos los diablos, pero después se calmará, se quitará hasta la camisa y compartirá con usted su último mendrugo.

Y Samdeviátov comenzó a contar.

6

—Hace veinte años Mikulitsyn estudiaba en el Instituto tecnológico de Petrogrado. Fue entonces cuando vino aquí, pero bajo la vigilancia de la policía. Llegó, consiguió el puesto de administrador de los Krueger y se casó. En aquellos tiempos vivían en nuestra tierra las cuatro hermanas Tuntsov (una más que las de Chéjov), por quienes estaban locos todos los estudiantes de Yuriatin: Agrafiona, Yevdokia, Glafira y Serafina Severínovnas. Parafraseando su patronímico, todos las llamaban las Sevierianki[49]. Mikulitsyn se casó con la mayor.

»Al poco tiempo tuvieron un hijo. Como homenaje a la libertad, el memo de su padre lo bautizó con el nombre de Liveri. Liveri, a quien familiarmente llamaban Livka, creció como un granujilla, demostrando estar dotado para una infinidad de cosas. Cuando estalló la guerra, Livka falsificó su partida de nacimiento y le agregó un año (tenía quince) para poder ir al frente como voluntario. Agrafiona Severínovna, que ya estaba malucha, no soportó el golpe y se metió en cama para no levantarse más. Murió hace dos inviernos, poco antes de la revolución.

»Acabó la guerra. Volvió Liveri. Era subteniente y llevaba en la guerrera tres cruces. Ni que decir tiene que es delegado bolchevique de pies a cabeza, fanatizado por la propaganda. ¿Ha oído usted hablar de los Hermanos del Bosque?

—No, lo siento.

—Entonces, si no ha oído hablar de ellos, la cosa no tiene maldita la gracia. Tampoco tiene interés que mire esta parte del trayecto que no tiene nada interesante, excepto los partisanos. ¿Que quiénes son? Los partisanos son los que forman los cuadros fundamentales de la guerra civil. Dos elementos contribuyeron a crear esta fuerza: la organización política que se ha hecho cargo de la dirección de la revolución, y los soldados rasos, que después de la guerra perdida se han negado a obedecer a las antiguas autoridades. De la combinación de estos dos elementos nació el ejército partisano, compuesto de la manera más diversa. El elemento base está formado por campesinos medios. Pero entre ellos encontrará usted a quien quiera. Campesinos pobres, frailes que colgaron los hábitos, hijos de kulaks que luchan contra sus padres. También hay anarquistas idealistas y vagabundos sin pasaporte, y zoquetes fracasados que, ya en edad de casarse, fueron expulsados de las escuelas. No nos dejemos atrás a los prisioneros austroalemanes, atraídos por la promesa de libertad y del regreso a la patria. Una de las unidades de este ejército popular compuesto de miles de individuos, la unidad llamada precisamente «Hermanos del Bosque», está mandada por el camarada Liesnij, Livka, Liveri Avérkievich, el hijo de Averki Stepánovich Mikulitsyn.

—¿Qué dice usted?

—Lo que oye. Pero continúo. Después de la muerte de su mujer, Averki Stepánovich se casó por segunda vez. Su mujer, Yelena Próklovna, era una chiquilla que dejó el banco del colegio para ir al altar. Ingenua por naturaleza, como si no bastara, se lo hace también por cálculo. Es joven, pero quiere parecerlo más. Hace monadas, cotorrea sin parar, pipía como un gorrionzuelo, se hace la ingenua, la tonta. Apenas le vea, lo examinará: «¿En qué año nació Suvórov[50]?». «Enumere los casos de igualdad de triángulos». Y si logra cogerle en renuncio se sentirá feliz. Dentro de pocas horas la conocerá y Podrá comprobar mi descripción.

»El tiene otras debilidades: la pipa y la manía del eslavo de los seminaristas: “en tales condiciones, no caben vacilaciones”[51]. Su campo de acción debió haber sido el mar. En el Instituto siguió el curso de construcción naval, y algo de ello le ha quedado en el aspecto y las costumbres. Se afeita, durante días enteros no se quita la pipa de la boca y filtra las palabras a través de los dientes de un modo cortés y sin prisa. Tiene la mandíbula inferior saliente, de fumador, y unos fríos ojos grises. ¡Ah, olvidaba un detalle! Es un socialrevolucionario, elegido por la Asamblea Constituyente de nuestra región.

—¿De veras? Entonces él y su hijo se tirarán los trastos a la cabeza. Son enemigos políticos.

—De palabra, naturalmente. En realidad, la taiga no hace la guerra a Varykino. Pero continúo. Las otras Tuntsov, las cuñadas de Avierki Stepánovich, continúan solteras en Yuriatin. Pero los tiempos han cambiado y ellas también.

»La mayor, Yevdokia Severínovna, es bibliotecaria en la biblioteca municipal. Es una señorita encantadora, morena y muy tímida. Por un ajaspajas se le sube el pavo. En la sala de lectura hay un silencio de muerte, espeso casi. Pero ella tiene un catarro crónico y cuando le da por estornudar, lo hace hasta veinte veces. De vergüenza querría que la tierra se la tragase. Pero ¡qué le vamos a hacer! Es cosa de los nervios.

»La tercera, Glafira Severínovna, es la bendición de sus hermanas. Es inteligente, trabajadora como pocas. No le asusta ningún trabajo. Todo el mundo dice que Liesnyj, el jefe partisano, es el retrato de su tía. Usted la verá, por ejemplo, en un taller de costura, o haciendo calceta. Pero en un santiamén ya la tiene usted trabajando de peluquera. ¿Vio en la estación de Yuriatin aquella guardavías que nos amenazaba con el puño y nos sacó la lengua? Creí que era Glafira, que se había hecho guardavías. Pero me parece que no es ella. Era demasiado vieja para serlo.

»La menor, Símushka, es el garbanzo negro, la cruz de la familia. Una muchacha instruida, culta. Ha estudiado filosofía y la poesía le gusta mucho. En los años de la revolución, bajo la influencia de la exaltación general, de las manifestaciones, de los mítines en las plazas, se trastornó y le dio la manía religiosa. Cuando las hermanas van a trabajar la encierran en casa bajo llave, pero ella salta por la ventana y va por las calles, reúne un público y le predica el retorno de Cristo y el fin del mundo… Pero estoy charlando demasiado, y llegué ya a mi estación. La suya es la próxima. Prepárese.

Cuando Anfim Yefímovich hubo descendido del tren, Antonina Alexándrovna dijo:

—No sé lo que habrás pensado, pero, a mi entender, ese hombre nos ha sido enviado por el destino. Creo que representará un provechoso papel en nuestra vida.

—Es posible, Tónechka. Pero no me gusta el hecho de que te reconozcan enseguida por tu parecido con el abuelo, y que se acuerden tanto de él. También Striélnikov, cuando nombré Varykino, me insinuó en seguida: «¿Varykino? ¿Las fábricas Krueger? ¿No será por casualidad pariente suyo? ¿Heredero acaso?». Temo que aquí estaremos más en evidencia que en Moscú, de donde huimos precisamente en busca de un lugar donde pasar inadvertidos. Bien es verdad que ya no hay remedio. A lo hecho, pecho. Pero será mejor que no nos dejemos ver demasiado. Escondámonos y comportémonos prudentemente. En conjunto, tengo un buen presentimiento. Pero vamos a despertar a los demás. Recojamos el equipaje, atemos las correas y preparémonos para apeamos.

7

En el andén de la estación de Torfianaia, Antonina Alexándrovna contó por enésima vez las personas y el número de bultos, para convencerse de que no había olvidado nada en el tren. Sentía bajo sus pies la pisoteada arena del andén, pero todavía no se había librado del miedo de no tener tiempo de apearse y en sus oídos continuaba resonando el fragor del tren en marcha, aunque lo viera allí, con sus propios ojos, inmóvil en el andén. Todo eso le impedía ver lo que había a su alrededor, sentir y pensar.

Los compañeros de vagón que proseguían el viaje le dijeron adiós desde las ventanillas de arriba. Pero no los vio. Ni siquiera advirtió que el tren había partido. Ni tampoco se dio cuenta de su desaparición hasta que su mirada se fijó en las segundas vías, que surgían ahora con el fondo del campo verde y el cielo azul.

El edificio de la estación era de piedra y a ambos lados de la puerta de entrada había dos bancos. Los vecinos de Sívtev Vrázhek de Moscú fueron los únicos pasajeros que descendieron en Torfianaia. Dejaron los paquetes y se sentaron todos juntos en uno de los bancos.

De pronto sintiéronse conmovidos por la soledad, el silencio y la belleza de la estación.

Les parecía imposible que no se agolpara allí la gente ni que se oyesen imprecaciones. La vida provinciana se había quedado atrás con respecto a la historia, rezagada, lejos todavía de la barbarie de las capitales.

El lugar estaba rodeado por un bosque de abedules. Ya hacia el final del recorrido del tren, la luz comenzó a menguar. En las manos y las caras, en la limpia arena amarillogrisácea del andén, en la tierra y los tejados, se movían las sombras de las ondulantes copas de los árboles. Los trinos de los pájaros aumentaban la sensación de frescor que trascendía del bosque resonante de límpidos rumores, puros como la inocencia. Dos caminos lo cruzaban: el ferrocarril y el rural, y por encima de ambos surgían las ramas de los árboles que colgaban como largas mangas.

Repentinamente, Antonina Alexándrovna volvió a ver y oír. Todo lo percibió de golpe en su conciencia: el canto de los pájaros, la dulzura de la soledad del bosque, la quietud absoluta que la rodeaba. En lugar de la frase que había compuesto mentalmente: «No creí que llegáramos sanos y salvos. Striélnikov, ¿sabes?, pudo haber alardeado de generoso ante ti y dejarte marchar, para telegrafiar luego diciendo que te detuvieran en cuanto llegases. No creo en su generosidad, querido. Es sólo aparente», dijo otra cosa.

—¡Qué maravilla! —exclamó tan sólo, ante el hechizo de lo que la rodeaba.

Y no pudo añadir más porque las lágrimas la ahogaron y prorrumpió en sollozos.

Al oír llorar, salió del edificio un anciano jefe de estación. Con pequeños y rápidos pasos se acercó al banco y, llevándose cortésmente la mano a la visera de la gorra con el galón rojo, preguntó:

—¿Desea algún calmante la señora? Tenemos en el botiquín de la estación.

—Gracias. No es nada. Ya me pasará.

—Es el cansancio del viaje, las preocupaciones. Es lo que pasa, ya se sabe. Además, está haciendo un calor insoportable, poco frecuente en estas latitudes. Y, por si fuera poco, los acontecimientos de Yuriatin.

—Al venir con el tren vimos el incendio.

—Si no me engaño, vienen ustedes de Rusia.

—De la capital de las piedras blancas.

—¿Moscovitas? Entonces no tiene nada de extraño que la señora tenga desquiciados los nervios. Dicen que no ha quedado piedra sobre piedra.

—Exageran —dijo Alexandr Alexándrovich—. Pero la verdad es que ha habido de todo. Esta es mi hija y este es mi yerno. Y su hijo. Esta es Niusha, la niñera.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Encantado. Ya estaba advertido. Samdeviátov, Anfim Yefímovich, me ha llamado por teléfono desde la estación de Sakma. Dijo que el doctor Zhivago y su familia venían de Moscú y me rogó que les ayudase en todo lo posible. ¿De modo que usted es el doctor?

—No, el doctor Zhivago es mi yerno. Yo me ocupo de otras cosas, de agricultura. Soy Gromeko, profesor de agronomía.

—Perdone mi equivocación. Perdone. Encantado de conocerles.

—¿De manera que conoce usted a Samdeviátov?

—¿Quién no lo conoce? Es nuestra esperanza, el que nos proporciona la manera de vivir. Sin él lo pasaríamos muy mal. Sí, me dijo: ayúdales en todo. Lo haré, le respondí. Se lo prometí. Si necesita un caballo u otra cosa, se lo proporcionaré. ¿Adónde se dirigen?

—A Varykino. ¿Está lejos de aquí?

—¿Varykino? Precisamente estaba mirando a su hija y no conseguía saber a quién me recuerda. ¡Van a Varykino! Así se explica todo. Yo construí esta línea con Iván Ernéstovich, Ahora mismo me ocuparé de arreglarlo todo. Llamaré a un hombre para que nos proporcione un vehículo. ¡Donat! ¡Donat! Lleva mientras tanto el equipaje a la sala de espera. Pero ¿cómo nos arreglaremos para el caballo? ¡Eh, muchacho! Corre inmediatamente a la cantina, a ver si hay manera. Me parece haber visto por allí esta mañana a Vakj. Pregunta, tal vez se haya marchado. Dile que es para llevar a Varykino a cuatro personas que acaban de llegar. Dile que no hay mucho equipaje. Date prisa. Y déjeme darle un consejo de padre, señora: yo no le pregunto cuál es su grado de parentesco con Iván Ernéstovich Krueger, pero sea prudente sobre este particular. No hable de ello. Con los tiempos que corren… Usted lo comprenderá fácilmente.

Al oír el nombre de Vakj, los recién llegados se miraron con asombro. Recordaban aún lo que Anna Ivánovna les contó sobre el legendario herrero que se había forjado unos indestructibles intestinos de hierro, según decían las leyendas y fábulas de aquellos lugares.

8

Con una yegua blanca, que había parido hacía poco, los llevó a su destino un viejo de grandes orejas y de cabeza poblada de blancos cabellos como la nieve. Todo en él era blanco por diversas causas. Sus lapti[52], nuevos todavía, no habían tenido tiempo de ennegrecerse por el uso. En cambio, los pantalones y la camisa se habían descolorido y vuelto blancos por el tiempo.

Tras la blanca yegua, despatarrado, porque los cartílagos de sus patas no habían formado aún los huesos, corría un potrillo negro como la noche. Con su rizada cabeza parecía un juguete de madera tallada. Sentados en el borde del carro que saltaba en cada bache, los viajeros, para no caer, se agarraban al reborde. Su sueño se había realizado. Acercábanse a la meta del viaje. Las últimas horas de luz de aquella maravillosa y limpia jornada parecían durar más, demorábanse con una generosidad extraordinaria, casi con lujo.

El camino atravesaba ora el bosque, ora extensos claros. En el bosque el zarandeo provocado por las ramas caídas lanzaba a los viajeros, uno contra otro, que se inclinaban cerrando los ojos y estrechábanse fuertemente. En los lugares abiertos, donde parecía que el espacio, lleno de alegría, había lanzado al aire el sombrero, erguían los hombros, se acomodaban mejor y sacudían la cabeza.

La zona era accidentada. Como siempre, los montes tenían un rostro, una fisonomía: negreaban a lo lejos como sombras poderosas y arrogantes, contemplando en silencio a los viajeros, acompañados en su viaje por una luz rosada y consoladora que les tranquilizaba e infundía esperanza.

Todo era bello, todo les sorprendía y, más que nada, aquel viejo cochero un poco ido, con su incansable charloteo, en quien las huellas de antiguos modismos rusos hoy desaparecidos, las aportaciones tártaras y los giros locales se mezclaban con oscuras palabras de su invención.

Cuando el potrillo se rezagaba, la yegua se detenía a esperarlo, y él la alcanzaba ligero, dando saltos caprichosos y danzarines. Con el paso torpe de sus largas patas muy juntas, se arrimaba al carro y, alargando bajo las varas la pequeña cabeza de largo cuello, se ponía a mamar.

—No comprendo —decía en voz alta Antonina Alexándrovna, castañeteando los dientes a causa del traqueteo, e interrumpiéndose a veces para no morderse la lengua en las bruscas sacudidas— que pueda ser el mismo Vakj de que mamá nos hablaba. ¿Te acuerdas de su historia? Un herrero a quien en una riña le habían abierto las tripas y se había hecho otras nuevas. En resumen, el herrero Vakj Tripas de Hierro, Claro que se trata de un cuento, pero ¿es posible que sea él? ¿Puede ser el mismo Vakj?

—Claro está que no. En primer lugar tú misma dices que era una leyenda popular. Además, en la época de mamá, como ella misma decía, existía un folklore que tenía más de cien años. Pero no hables tan fuerte. Podría oírnos y molestarse.

—No oye nada, es muy duro de oído. Además, si nos oyera, no nos entendería.

—¡Arre, «Feódor Nefiédich»! —Quién sabe por qué motivo arreaba el viejo a la yegua con un nombre masculino, con todo y saber muy bien, mucho mejor que los viajeros, que era hembra—. ¡Condenado calor! Como el que tuvieron los hijos de Abraham en el horno de los persas. ¡Diablo del demonio! ¡A ti te lo digo, Mazepa![53].

De pronto se puso a cantar fragmentos de chastushki[54], compuestos en otros tiempos en las fábricas de la comarca:

Adiós, despacho central,

adiós pozo y adiós mina,

basta ya del pan del amo

y el agua de la ribera.

Nada un cisne por la orilla,

surca el agua con su cuerpo.

No me pone triste el vino,

sino Vania, que entra en quintas.

Mas yo, Masha, no soy tonta,

yo, Masha, no me la trago.

Me marcho a Seliaba,

a servir con Sentetiúrija.

—¡Así te castigue Dios, maldita yegua! ¡Mirad, buena gente, que carroña de animal! Si le das palo, te vuelca. ¡Arre! «Fedia-Nefedia», ¿Te decides de una vez? A este bosque se le llama miga porque no se acaba nunca ¡Aquí está la fuerza del pueblo, ciudadano! Aquí están los Hermanos del Bosque. Vamos, «Fedia-Nefedia», ¿por qué te paras ahora, criatura del diablo?

Al cabo de un instante se volvió y, mirando a la cara a Antonina Alexándrovna, dijo:

—¿Qué te creíste tú, mozuela? ¡Cómo si no me hubiese dado cuenta de dónde eres! Eres tonta, madrecita, por lo que veo. Así me trague la tierra si no te reconocí. No puedo creer a mis globos. Pareces Grígov vivito y coleando. —El viejo llamaba globos a los ojos y para él Krueger era Grígov—. ¿No serás por casualidad su nieta? ¿Creíste que no soy capaz de reconocer a Grígov? Me he pasado la vida a su lado y en su casa se me han caído todos los dientes. Hice de todo: todos los oficios y todos los empleos: en el carro, en la cabria, en los establos. ¡Arre! ¡Adelante! Ya ha vuelto a pararse esta maldita zángana. Ángeles de la China, ¿te estoy hablando o no? Primero te dijiste: este Vakj ¿será por casualidad el herrero? Eres muy simple, madrecita. Tienes los ojos muy grandes, pero eres tonta. Tu Vakj se llamaba Postanógov. Hace más de cincuenta años que Postanógov Tripas de Hierro está bajo tierra, metido entre cuatro tablas. Nosotros, en cambio, nos llamamos Mjonoshin. El nombre es el mismo, pero el apellido es diferente. Cuidado con equivocarse.

Poco a poco el viejo les contó en su lenguaje todo lo que Samdeviátov había dicho ya de los Mikulitsyn. Él los llamaba Mikúlich y Mikúlichna. A la actual mujer del administrador la llamaba «la segunda esposa», y a la primera, la muerta, de quien decía que era dulce como la miel, «un querubín blanco». Cuando habló de Liveri, el jefe de los partisanos, y supo que su fama no había llegado a Moscú y que en Moscú no habían oído hablar de los Hermanos del Bosque, no quería creerlo.

—¿Es posible que no hayáis oído hablar de él? ¿No oísteis nunca hablar del Compañero del Bosque? ¡Ángeles de la China! Pero ¿dónde tiene Moscú los oídos?

Oscurecía. Las sombras de los viajeros huían alargándose cada vez más. El camino pasaba por un ancho y claro desierto. Por todas partes crecían matojos solitarios, con racimos de flores en las puntas de sus tallos leñosos, y armuelles y cardos. Iluminados desde abajo, a ras de tierra, por los rayos del sol poniente, recortábanse en claras líneas, como inmóviles centinelas a caballo, colocados al acecho en el campo.

Lejos, ante ellos, terminaba la llanura en una colina transversal, cubierta de bancales, que cortaba el camino como una muralla al pie de la cual se podía imaginar un río o un torrente. También el cielo, allí abajo, parecía rodeado por un seto, a cuya entrada se llegaba a través de un camino vecinal.

En lo alto de la colina se distinguía una casa blanca de una sola planta y de forma alargada.

—¿Ves allí en la colina? —preguntó Vakj—. Allí están tu Mikúlich y tu Mikúlichna. Por debajo pasa un torrente, un barranco que le llaman Shutma.

Dos tiros resonaron en aquel lugar y despertaron un eco roto y repetido.

—¿Qué es eso? ¿No serán los partisanos, abuelo? ¿No tirarán contra nosotros?

—Cristo os acompañe. ¿De qué partisanos habláis? Es Stepánich, que espanta a los lobos del barranco.

9

El primer encuentro de los recién llegados con los dueños de la casa tuvo lugar en el patio de entrada. Fue una escena penosa, que al principio se desarrollo en silencio y luego se hizo rumorosamente caótica.

Yelena Próklovna volvía de dar un paseo por el bosque y entraba en el patio. Los últimos rayos del sol habían seguido sus pasos a través de todo el bosque, de árbol en árbol, casi del mismo color de sus cabellos dorados. Vestía un ligero traje de verano. Estaba acalorada y con un pañuelito se enjugaba el sudoroso rostro. Su cuello desnudo estaba ceñido por el elástico de un sombrero de paja que colgaba a sus espaldas.

A su encuentro, saliendo del barranco, con la escopeta en la mano, y avanzando directamente hacia la casa, acudía el marido. Pensaba ponerse inmediatamente a limpiar el cañón del arma, pues, al dispararla, había observado que le fallaba la puntería.

De pronto, caído de quién sabe dónde, saltando sobre el pavimento, Vakj entró ruidosamente con el carro en el patio.

Alexandr Alexándrovich descendió del vehículo junto con los demás y, vacilante, dio las primeras explicaciones, poniéndose y quitándose el sombrero.

Durante unos instantes, los dueños de la casa, pillados desprevenidos, se quedaron verdaderamente estupefactos, mientras los infelices recién llegados, no menos sinceros en su confusión, enrojecían sin saber qué hacer ni qué decir. La situación era clara y no requería explicaciones, no sólo por parte de los protagonistas, sino de Vakj, Niusha y Shúrochka. El malestar se transmitió también a la yegua y al potrillo, a los dorados rayos del sol y a los mosquitos que zumbaban alrededor de Yelena Próklovna y se posaban en su rostro y su cuello.

—No lo comprendo —dijo finalmente Averki Stepánovitch, rompiendo el silencio—. No lo comprendo ni lo comprenderé nunca. Este es el sur, aquí están los blancos y esta es una provincia triguera. Pero ¿por qué nos han elegido precisamente a nosotros, por qué se les ha metido en la cabeza la idea de venir a nuestra casa?

—Me gustaría saber si han pensado ustedes en la responsabilidad que esto significa para Avierki Stepánovich.

—Liénochka, no te metas en esto. Sí, eso es. Mi mujer tiene razón. ¿Han pensado ustedes en la carga que representa para mí?

—¡Dios mío! No nos han comprendido. Se trata de una pequeñez, una insignificancia, que no representa peligro ni para ustedes, ni para su tranquilidad. Nos arreglaremos con cualquier rincón en la casa abandonada. Un chiribitil que no tenga que usar nadie y un poco de terreno que no se utilice, para hacernos un huerto. Y poder ir a coger un poco de leña al bosque, cuando nadie lo vea. ¿Es posible que les parezca tanto, que crean que es tan peligroso?

—No, pero el mundo es muy grande. ¿Por qué hemos de ser nosotros? ¿Por qué nos han hecho ustedes este honor precisamente a nosotros y no a cualquier otro?

—Porque sabíamos quién era usted y esperábamos que hubiera oído hablar de nosotros. No somos extraños para usted, como usted no es extraño para nosotros.

¡Ah! Entonces se trata de Krueger. ¿Por el hecho de que son sus parientes? Pero ¿cómo se atreven a mover la lengua para decir semejantes cosas en estos tiempos?

Avierki Stepánovich era un hombre de rasgos regulares, con los cabellos peinados hacia atrás, que caminaba a grandes zancadas, y en verano se ponía una camisa rusa, ceñida a la cintura por medio de un cordón no muy apretado.

Antiguamente los hombres como él formaban parte de los ushkubuki[55] y en los tiempos actuales constituyen el tipo del eterno estudiante, del soñador enseñante.

Había consagrado su juventud al movimiento de liberación, a la revolución, con el único temor de que, cuando estallase, sería demasiado moderada y no satisfaría sus aspiraciones radicales y sanguinarias. Pero había venido la revolución y echado por tierra sus más audaces conjeturas y él, trabajador nato y pertinaz, uno de los primeros en fundar en la fábrica de Sviatogor-Bogatyr el comité de fábrica e implantar en ella el control obrero, se encontraba perdido, a disgusto en el país abandonado por los obreros, que habían huido, afectos en su mayoría a los mencheviques. Y por si fuera poco, venía ahora esta historia absurda, estos inesperados descendientes de Krueger, que le parecían una burla del destino, un escarnio, y colmaban la medida de lo que podía soportar.

—No, es historia de locos. Es inconcebible. Pero ¿no comprenden el peligro que representa para mí, en qué posición me colocan? La verdad es que ustedes se han vuelto locos. No lo comprendo, no lo comprendo y no lo comprenderé nunca.

—¿No se dan cuenta de que, ya sin ustedes, estamos aquí sobre un volcán?

—Espera, Liénochka. Mi mujer tiene toda la razón. Incluso sin ustedes las cosas no son tan sencillas. Esta es una vida de perros, estamos en un manicomio. Siempre entre dos fuegos y sin escape posible. Por una parte se me echan encima porque mi hijo es un rojo, un bolchevique, un ídolo de la gente. Por otra, no pueden tragar que yo haya sido elegido a la Asamblea Constituyente. Nadie está contento con lo que hago. Y ahora vienen ustedes. Será muy divertido que nos fusilen por su culpa.

—¿Qué está usted diciendo? Serénese. Dios no lo quiera. Poco después, pasando de la ira a la condescendencia, Mikulitsyn continuó:

—Bueno. Ya hemos gritado bastante en el patio. Ahora podemos hacerlo en casa. La verdad es que veo muy negro el porvenir, pero confiemos en la suerte. Por ahora todo son suposiciones. De todos modos no somos genízaros musulmanes. No les echaremos al bosque para que les devore Mijailo Potápych[56]. Pienso, Liénochka, que lo mejor será que los llevemos a la sala de las palmas, al lado de mi despacho. Ya veremos dónde los metemos. Creo que podremos instalarlos en el parque. Entren en casa, por favor. Bien venidos. Mete dentro el equipaje, Vakj. Ayuda a los huéspedes.

Mientras ejecutaba la orden, Vakj no dejaba de suspirar:

—¡Virgen Santísima! Parece un equipaje de vagabundos. Todo paquetes. Ni siquiera una maleta.

10

Sobrevino una noche muy fría. Los huéspedes se lavaron y luego las mujeres fueron a preparar las camas en la habitación que se les había asignado. Shúrochka, habituado ya inconscientemente a ver acogidas con admiración sus gracias infantiles y, por este motivo, a expresarse siempre de una manera ingenuamente melindrosa y pueril, se sintió mortificado al ver que aquel día no tenían ningún éxito sus parloteos y nadie le prestaba la menor atención. Lamentábase de que no se hubieran quedado con el potrillo negro y cuando le regañaban para que se portase bien, se ponía a llorar por miedo a que lo devolvieran a la tienda de niños. Sabía que desde ella, cuando vino al mundo, lo llevaron a la casa de sus padres, y en alta voz manifestaba su miedo, pero sus puerilidades no producían ningún efecto. Embarazados por hallarse en una casa ajena, los mayores se comportaban con diligencia y se sumían silenciosos en sus quehaceres. Shúrochka se sentía ofendido y ponía morritos, como dicen las nodrizas. Le dieron de cenar, lo metieron, no sin trabajo, en la cama y, por último, se quedó dormido. Ustinia, la doncella de Mikulitsyn, se llevó a Niusha para que cenase y para iniciarla en los secretos de la casa. Antonina Alexándrovna y los hombres fueron invitados a tomar el té de la tarde.

Alexandr Alexándrovich y Yuri Andrieévich pidieron antes permiso para ausentarse un momento y salieron a la puerta para respirar un poco de aire fresco.

—¡Cuántas estrellas! —exclamó Alexandr Alexándrovich.

Había oscurecido ya. Con todo y estar a dos pasos uno de otro, suegro y yerno no conseguían verse. Tras ellos, desde la esquina de la casa, la luz de la lámpara atravesaba la ventana y se proyectaba en el barranco. Bajo su trayectoria, arbustos, árboles y otras sombras indistintas se esfumaban en el frío húmedo. El haz de luz, al no alcanzar a los que estaban hablando, hacía todavía más densa la tiniebla que los rodeaba.

—Lo primero que habrá que hacer mañana será examinar la construcción que se nos ha asignado y, si resulta habitable, arreglarla enseguida. Mientras la ponemos en condiciones, vendrá el deshielo y la tierra se calentará. Entonces, sin pérdida de tiempo, hay que preparar el huerto. Por lo que ha dicho, me ha parecido comprender que nos ayudará dándonos patatas para la siembra. O quizá no lo entendí bien.

—Lo ha prometido, lo ha prometido. Y también otras semillas. Lo he oído perfectamente. El chiribitil que nos ofrece ya lo vimos al pasar, cuando atravesábamos el bosque. ¿Sabes cuál es? Es la parte posterior de la casa principal, inundada de ortigas. Es de madera, mientras que el cuerpo de la casa es de piedra. Te lo enseñé desde el carro, ¿recuerdas? Allí comenzaría a cavar para hacer el huerto. En otro tiempo debieron de cultivar flores. Así me pareció desde lejos. Pero puedo haberme equivocado. Habrá que evitar los senderos, dejarlos. La tierra de los antiguos parterres estará, probablemente, bien abonada y será rica en humus.

Mañana lo veremos. No sé. Es posible que el terreno esté lleno de hierbajos y sea duro como la piedra. La propiedad tuvo, sin duda, un huerto. Acaso quede una parte que no se utilice. Ya lo aclararemos todo mañana. Temprano, seguramente, estará helado todo. Y esta noche helará. Pero ¡qué felicidad estar ya aquí, en nuestro sitio! Podemos felicitarnos mutuamente. Es muy hermoso todo esto. Me gusta.

—Es gente simpática. Especialmente él. Ella es un poco falsa. Parece descontenta: hay algo en ella que no me gusta. De ahí su incansable locuacidad y su incoherencia a sabiendas. Parece como si tuviese prisa por distraer la atención que pueda prestarse a su aspecto exterior, como si quisiera prevenirse contra una mala impresión. El hecho de no querer quitarse el sombrero y tenerlo siempre sobre los hombros no es una distracción. Es algo que la retrata.

—Volvamos adentro. Hemos estado aquí demasiado rato. No está bien.

Al volver al comedor iluminado, donde los dueños de la casa y Antonina Alexándrovna sentábanse en torno a una mesa redonda, bajo la lámpara, ante el samovar y estaban ya tomando el té, yerno y suegro atravesaron el oscuro despacho del administrador. Tenía una amplia ventana formada por un único cristal que ocupaba toda la pared y daba el barranco. Desde allí, por lo que el doctor había podido observar antes, cuando aún había luz, se extendía la vista sobre la llanura lejana, a través de la cual Vakj los condujo hasta allí. Ante la ventana había una ancha mesa de dibujo, que ocupaba también toda la pared. Sobre ella una escopeta de caza, dejando libres los extremos, resaltaba aún más su anchura.

Al cruzar el despacho, Yuri Andriéevich admiró con envidia la ventana y su ancho panorama, el tamaño y la posición de la mesa y la anchura de aquella habitación tan bien arreglada. Y esto fue lo primero que dijo cuando, al volver al comedor, él y Alexandr Alexándrovich se acercaron a la mesa puesta para el té:

—¡Qué lugar tan maravilloso! ¡Qué despacho tan magnífico! Dan ganas de trabajar en él.

—¿Lo prefiere en vaso o en taza? ¿Cómo le gusta, claro o fuerte?

—Shúrochka, mira qué estereoscopio hizo el hijo de Avierki Stepánovich cuando era pequeño.

—Todavía no se ha hecho mayor. No tiene juicio, aunque conquiste para el poder soviético una región tras otra, arrebatándoselas al Komuch[57].

—¿Cómo ha dicho?

—Al Komuch.

—¿Qué es eso?

—Las tropas del gobierno siberiano, que combaten para restaurar el poder de la Asamblea Constituyente.

—En todo el día no hemos oído más que alabanzas de su hijo. Puede usted sentirse orgulloso.

—Estas dobles fotografías de los Urales son estereoscópicas. También las hizo él con un objetivo que construyó.

—¿Son galletas con sacarina? Son excelentes.

—¿Qué dice? ¿Sacarina en un lugar como este? ¿Dónde iríamos a buscarla? Es azúcar purísimo. También en el té he puesto azúcar. Del azucarero. ¿No se ha dado cuenta?

—Sí, es verdad. Estaba mirando las fotografías. Entonces ¿también el té es natural?

—Naturalmente, con la flor.

—¿De dónde viene?

—Es un maná celestial. Nos lo proporciona un amigo. Un hombre activo, con ideas muy de izquierdas, personaje oficial del Consejo de economía de la provincia. Viene aquí a buscar leña para llevársela a la ciudad, y a nosotros, como amigos, nos trae harina, mantequilla y otras cosas. ¡Sivierka! —así llamaba ella a Avierki—. ¡Sivierka! Pásame el azucarero. Y ahora, para pasar el rato, dígame: ¿en qué año murió Griboiédov?[58]

—Me parece que nació en mil setecientos noventa y cinco, pero no recuerdo exactamente cuándo lo mataron. —¿Un poco más de té?

—No, gracias.

—Y ahora otra cosa. Dígame: ¿cuándo y entre qué países fue estipulada la paz de Nimega?[59]

—No los atormentes, Liénochka. Deja que descansen del viaje.

—Y ahora me gustaría saber… Enumere, por favor, los distintos tipos de lentes y dígame en qué casos se tienen imágenes reales y deformadas.

—¿Cómo conoce usted tan bien la física?

—Tuvimos un excelente matemático en Yuriatin. Daba clases en dos colegios, en el de varones y en el nuestro. ¡Cómo explicaba! ¡Cómo un dios! Todo lo explicaba minuciosamente y hacía que se nos metiera en la cabeza. Antípov. Se casó con una profesora de aquí. Las chicas estaban locas por él. Las tenía a todas enamoradas. Fue voluntario a la guerra y no volvió. Ha muerto. Dicen que nuestro azote y castigo de Dios, el comisario Striélnikov, no es otro que Antípov redivivo. Es una leyenda, la verdad. Y no muy verosímil. Pero, le todos modos, ¡quién sabe! Todo es posible. ¿Otra taza?