VII
EL VIAJE

1

Eran los últimos días de marzo, los primeros días templados del año, falsos anunciadores de la primavera, a los cuales cada año sucede un fuerte descenso de temperatura.

En la casa de los Gromeko hacíanse a toda prisa los preparativos para el viaje. Ante los numerosos inquilinos que llenaban la casa, más numerosos que los gorriones en la calle, los Zhivago disimularon aquellos preparativos como una limpieza general que se hace antes de Pascua.

Yuri Andriéevich era contrario a la partida, pero no se oponía a los preparativos, porque consideraba irrealizable la empresa y esperaba que en el último instante todo quedase en proyecto. Pero las cosas fueron adelante y llegó el día en que se habló seriamente de ello.

En un consejo de familia que se convocó precisamente para esto, manifestó de nuevo a su mujer y a su suegro las dudas que tenía.

—¿De manera que seguís pensando que me equivoco y que hay que marchar? —preguntó, luego de haber expresado sus objeciones.

Su mujer tomó la palabra:

—Tú dices que hay que bandearse como sea durante uno o dos años, y que cuando la cuestión agraria se resuelva, será posible conseguir una buena parcela de terreno cerca de Moscú y plantar legumbres. Pero no aportas ningún consejo sobre la manera de salir adelante mientras tanto. Y para mí esto es lo más importante. Me gustaría saber tu opinión.

—Es una verdadera locura —dijo Alexandr Alexándrovich, apoyando a su hija.

—Bien está, me rindo —respondió Yuri Andriéevich—. Lo único que me preocupa es lo desconocido. Nos lanzamos a ojos cerrados, dando palos de ciego sin tener la menor idea del lugar adonde vamos a ir. De las tres personas que viven en Varsykino, dos, mamá y la abuela, no son de este mundo. La tercera es el abuelo Krueger y, suponiendo que esté con vida, habrá sido retenido como rehén, o estará en la cárcel.

»No sé muy bien lo que hizo de sus bosques y su fábrica en el último año de la guerra. Tengo para mí que realizó una venta ficticia a un hombre de paja o a un banco y que todo se registró a nombre de un tercero. ¿Sabemos algo de eso? ¿De quién son las tierras, no en el sentido de la propiedad efectiva, que eso es lo de menos, sino quién es el responsable de ellas? ¿Cómo se administran? ¿Se explota el bosque? ¿Trabajaban las fábricas? En fin, ¿quién manda hoy allí y quién mandará cuando lleguemos?

»Para vosotros el áncora de salvación está en Mikulitsyn, de quien tanto habláis. Pero ¿quién os dice que este viejo administrador esté vivo todavía y se encuentre aún en Varyrkino? ¿Y qué sabemos de él, sino que el abuelo pronunciaba mal su nombre y por eso lo recordamos?… Pero ¿para qué discutir? Habéis decidido ir, pues vamos. No hay motivo para demorar la partida.

2

Para informarse, Yuri Andriéevich se dirigió a la estación de Yaroslav.

La multitud de personas que deseaban partir estaba contenida por barreras de madera colocadas por todas partes en la estación. Sobre el pavimento de piedra yacía mucha gente envuelta en capotes grises que se volvía ya de un lado, ya del otro, y tosía y esputaba. Cuando hablaban, lo hacían en voz muy alta, sin tener en cuenta la intensidad con que resonaban las voces bajo las sonoras bóvedas.

La mayor parte eran convalecientes del tifus, los cuales, por el exceso de enfermos, eran puestos en la calle al día siguiente de la última crisis. También Yuri Andriéevich, como médico, se había visto en la necesidad de adoptar tal medida, pero no suponía que fuesen tantos aquellos infelices y que las estaciones les sirvieran de refugio.

—Proporciónese una orden de viaje —le dijo un mozo de cuerda que llevaba un mandil blanco—. Hay que intentarlo todos los días. Hoy los trenes son una rareza, una casualidad. Y naturalmente… —el mozo frotó el dedo pulgar de su mano derecha con el índice y el medio—. Un poco de harina, alguna cosilla… Si no se unta, no hay nada que hacer. Esto —y se dio una palmadita en la garganta— es muy respetable.

3

Por aquel entonces, Alexandr Alexándrovich fue invitado a tomar parte en algunas consultas extraordinarias del Consejo Superior de Economía, y Yuri Andriéevich fue llamado a la cabecera de un miembro del gobierno, gravemente enfermo. Los dos recibieron la mejor remuneración que podía desearse entonces: unos bonos para un almacén de reserva, el único que existía entonces.

Hallábase instalado en los locales de un almacén militar, en el monasterio de San Simón. El doctor y su suegro atravesaron dos patios, uno de la iglesia y el otro del cuartel. Desde allí pasaron directamente —ni siquiera había entrada— bajo las bóvedas de piedra de un local muy profundo cuyo pavimento descendía gradualmente. El local alargábase hacia el fondo y estaba interrumpido por un largo mostrador transversal, tras el cual un almacenista pesaba y entregaba las mercancías, tranquilamente y sin prisa, alejándose a veces para ir a recoger algo al almacén. Pero a medida que iba entregando las cosas, marcaba, con un enérgico trazo, la palabra correspondiente que figuraba en la lista del bono.

Pocas eran las personas que esperaban.

—¿Las bolsas? —preguntó el almacenista al doctor y su suegro, echando una rápida ojeada a sus bonos.

Los dos se quedaron de una pieza, con los ojos muy abiertos, cuando en unas pequeñas fundas de almohada que usaban las señoras y en otras fundas más grandes, vieron que el almacenista metía harina, sémola, pasta y azúcar, y además tocino, jabón y cerillas. En cada una de ellas metió también un paquete, que luego, desenvuelto en casa, resultó ser queso del Cáucaso.

Yerno y suegro se apresuraron a meterlo todo en dos grandes sacos que se cargaron a la espalda. No querían fastidiar demasiado con su torpeza al almacenista tan extraordinariamente generoso.

Del almacén salieron al aire libre, ebrios no de alegría material, sino por saber que sus vidas no eran inútiles y que una vez en casa recibirían las alabanzas de la amita Tonia.

4

Mientras los hombres perdían los días en los organismos oficiales solicitando el permiso de viaje y los certificados de conservación de las habitaciones que dejaban, Antonina Alexándrovna elegía las cosas que quería llevarse.

Recorría de un lado a otro las tres habitaciones que se habían asignado a la familia Gromeko, y durante largo rato sopesaba en sus manos cada chuchería, antes de meterla entre la ropa que había de llevarse.

Sólo una pequeña parte de sus cosas estaba destinada a su exclusiva pertenencia. Las otras debían ser utilizadas como objetos de cambio, necesarios durante el viaje y la llegada a su destino.

A través de los abiertos postigos de la ventana entraba el aire de la primavera: un aire que sabía al primer bocado de un panecillo tierno. En el patio cantaban los gallos y se oían voces de niños que jugaban. Cuanto más querían airear la habitación, más penetrante era el olor de la naftalina, que trascendía la ropa de invierno sacada de los baúles.

Con respecto a lo que se debía llevar y lo que, en cambio, convenía que se quedara, existía una verdadera teoría elaborada por aquellos que ya habían partido, cuyas instrucciones circulaban entre los amigos que se quedaron en la capital, y ya se habían hecho clásicas.

Tales instrucciones, expresadas en breves y categóricas indicaciones, estaban presentes con toda claridad en la mente de Antonina Alexándrovna, que tenía la impresión de oírlas llegar a ella desde el patio, junto con el gorjeo de los pájaros y la alegre chillería de los niños, como si una voz misteriosa se las sugiriese desde la calle.

«Telas, telas —decían tales instrucciones—, a ser posible en piezas. Pero puede haber registros en el viaje, y es peligroso. Es mejor llevarlas en retales, cosidos a la cintura. Lo mejor de todo, telas y tejidos. También los trajes, si no están demasiado usados. Nada de cosas viejas o pesadas. Como, por lo general, hay que llevarlo todo a mano, se debe prescindir de cestas y maletas. El equipaje, que será pequeño, y cuya utilidad se habrá comprobado cien veces, se repartirá en saquitos, que pueden ser llevados lo mismo por una mujer que por un niño. La experiencia ha demostrado que la sal y el tabaco son muy convenientes, aunque el riesgo es muy grande. En cuanto al dinero, Kerenskis[38]. Lo más difícil es la documentación.»

Y así sucesivamente.

5

La víspera de la partida se desencadenó una tormenta. El viento lanzaba hacia el cielo densas nubes grises de danzantes copos de nieve que volvían a caer sobre la tierra en un lívido remolino, revoloteando por la oscura calle y cubriéndolo todo con una blanca sábana.

En la casa todo estaba ya empaquetado. La vigilancia de las habitaciones y de todo lo que quedaba fue confiada a un viejo matrimonio, parientes moscovitas de Yegórovna, a quienes Antonina Alexándrovna había conocido el invierno anterior cuando por mediación suya cambiaba ropa vieja, trapos y muebles inútiles, por leña y patatas.

No se podía confiar en Márkel. En la milicia, que él había elegido como club político, no acusaba a sus antiguos amos los Gromeko de haberle chupado la sangre, pero les reprochaba que, durante todos aquellos años, lo habían mantenido en la ignorancia, ocultándole, con toda intención, que el hombre desciende del mono.

Antonina Alexándrovna hizo que la visitaran por última vez los parientes de Yegórovna, un antiguo empleado de comercio y su mujer. Les mostró qué llave correspondía a cada cerradura, donde se encontraba cada cosa, abrió y cerró armarios y cajones y se lo explicó todo.

Mesas y sillas habían sido amontonadas contra las paredes, los paquetes que debían llevar en el viaje estaban aparte, también amontonados, y se retiraron las cortinas y visillos de todas las ventanas. La tempestad de nieve contemplaba las habitaciones a través de las ventanas desnudas, despojadas de sus defensas contra el invierno. A todos les recordaba algo la tormenta. A Yuri Andriéevich, su infancia y la muerte de su madre; a Antonina Alexándrovna y a Alexandr Alexándrovich, la muerte y los funerales de Anna Ivánovna. A todos les pareció que era la última noche que pasaban en aquella casa que no volverían a ver jamás. En esto se engañaban, pero cada uno se abandonaba a una tristeza que no quería confiar a los demás para no amargarlos. Recordaban lo que habían vivido bajo aquellos techos y hacían esfuerzos para contener las lágrimas.

Esto no impedía a Antonina Alexándrovna que guardase las formas ante los extraños, conversando sin descanso con la mujer a quien confiaba la casa. Exageraba la importancia del servicio que se les prestaba, y para expresar su gratitud, a cada momento, con muchas excusas, se dirigía a la estancia de al lado y volvía siempre con un regalo nuevo, un pañuelito, una blusa, un trozo de indiana o de muselina. Todas estas telas eran oscuras, a cuadritos o con motas blancas, como negra y moteada de blanco estaba la oscura calle nevada que a través de las ventanas desnudas contemplaba aquella noche de adiós.

6

Fueron muy pronto a la estación, casi al alba. A aquellas horas los inquilinos de la casa no se habían levantado aún. Pero Zevorótkina, una inquilina que tomaba siempre la iniciativa en todas las manifestaciones colectivas, recorrió las habitaciones llamando a las puertas y gritando:

—¡Despertad, camaradas! ¡Ya es hora de despedirnos! ¡Vamos! Los ex Garumiékov[39] se van.

Todos salieron a despedirse en el vestíbulo y el rellano de la escalera de servicio (la entrada general había sido condenada hacía un año), colocándose en semicírculo, como si tuvieran que hacerles una fotografía en grupo.

Bostezaban y las mujeres se encorvaban para que el manto que se habían echado sobre los hombros y bajo el cual tiritaban no les resbalase. Muertas de frío, pateaban el suelo con los pies calzados con sólo grandes botas de fieltro.

Márkel, que había encontrado el medio de hacerse con no se sabe qué bebida terrible, incluso en aquella época sin alcohol, se derrumbó como un saco sobre el barandal de la escalera y estuvo a punto de hacer que se viniera abajo. Ofrecióse para llevar los paquetes a la estación y se molestó porque no quisieron aceptar su ayuda. No sin grandes esfuerzos lograron quitárselo de encima.

El patio estaba oscuro todavía. En el aire sin viento caía la nieve más espesa que durante la víspera. Grandes copos aterciopelados descendían perezosamente y a poca distancia del suelo parecían vacilar un instante, no sabiendo si posarse en él.

Cuando desde la calle desembocaron en Arbat había clareado algo. La nevada velaba toda la calle con su blanca y ondulante cortina, cuyos faldones de franjas se agitaban y pegaban a las piernas de los caminantes. De este modo se perdía el sentido de andar. Parecía como si siempre estuviese uno en el mismo sitio y se limitara a mover los pies.

Por la calle no había nadie. Los viajeros procedentes de Sívtsev Vrázhek no encontraron un alma. No obstante, pronto los alcanzó un simón vacío, cuyo cochero parecía estar metido dentro de una pasta líquida y cuyo jaco estaba blanco de nieve. Por una cantidad insignificante, increíble en aquellos años, los instaló a todos con sus equipajes en el simón, excepto a Yuri Andriéevich, que prefirió ir a pie a la estación, libre de equipaje e impedimenta.

7

En la estación, Antonina Alexándrovna y su padre formaron parte enseguida de una larguísima cola contenida por las barreras de madera. Ya no se tomaba el tren en los andenes, sino a cosa de una versta de ellos, en plena vía, cerca del semáforo que indicaba la salida, porque faltaban brazos para limpiar los andenes, pues más de la mitad estaban cubiertos de hielo y basura y las locomotoras no podían llegar a la estación.

Niusha y Sasha, en lugar de estar entre la multitud junto a la madre y el abuelo, paseaban bajo la inmensa marquesina de la entrada, dejándose ver de vez en cuando, no hubiese llegado ya el momento de reunirse con los demás. Todos apestaban a petróleo, con el cual se habían rociado abundantemente los tobillos, las muñecas y el cuello para evitar los piojos propagadores del tifus.

Al ver llegar a su marido, Antonina Alexándrovna le hizo una seña con la mano y, aun antes de que se acercara, le gritó desde lejos preguntándole en qué taquilla timbraban las licencias de viaje. Él se acercó.

—Esta es una cola para el tren de los delegados —dijo un vecino de Antonina Alexándrovna, que por encima de su hombro pudo distinguir los sellos de su documento. Pero otro que estaba delante, uno de esos juristas sabelotodo que cumplen la ley en las circunstancias que sean y se saben todas las reglas del mundo aceptándolas sin manifestar la más mínima duda con respecto a ellas, explicó más detalladamente:

—Con este timbre tiene usted derecho a exigir asiento en un vagón de pasajeros, siempre que lo haya.

El caso fue discutido por toda la cola. Se oyeron voces:

—¡Anda ese! ¿Conque un vagón de pasajeros? ¡Sería demasiado bonito! Gracias con que podamos ir en la perrera.

—No le haga usted caso. Tiene usted la orden. Hágame caso a mí. En estos tiempos los trenes normales han sido suprimidos, y solamente funciona uno mixto para los militares, los detenidos, los animales y la gente. Hablar es muy fácil, enseguida uno se va de la lengua. Pero en lugar de dar el pego a la gente es mejor explicarle las cosas de manera que las entienda.

—Explicar, explicar. Ya salió el sabidillo. ¿De qué les sirve tener una reserva para el tren de delegados? Primero míralos, y después suéltate las explicaderas. ¿Cómo quieres que con esa pinta vayan con los delegados? El tren de delegados está lleno de bolcheviques. Los marinos tienen pupila, y llevan siempre la pistolita en el bolsillo. Verían enseguida que son gente acomodada y además un doctor, un antiguo señor. El marino echará mano de la pistola, pum y se acabó, lo mismito que una mosca.

No se sabe hasta qué punto hubiese llegado la solidaridad para con el doctor y su familia, de no haber sucedido otro incidente.

Hacía rato que la gente miraba más allá de las amplias ventanas de gruesos cristales de la estación. A causa de la extrema anchura del cobertizo, era visible a gran distancia el espectáculo de la nieve que caía sobre las vías y parecía como si los copos se quedasen inmóviles en el aire y se posaran luego lentamente, como descienden en el agua las migas de pan dadas a los peces.

Algunas personas, aisladas o en grupos, habían comenzado a dirigirse hacia allí. Mientras fueron pocas, aquellas figuras que no se distinguían bien a través de la temblorosa cortina de nieve, fueron confundidas con ferroviarios que caminasen a lo largo de las vías por motivos de servicio. Pero ahora afluían en masa en esa dirección, y allí humeaba una locomotora.

—¡Abrid las puertas, bestias! —gritaron en la cola.

La multitud se movió y comenzó a empujar hacia las puertas. Los que estaban detrás empujaban a los de delante.

—¡Qué vergüenza! Aquí han puesto barreras para que no pase nadie, y por allí pasa quien le da la gana. Así se llenarán los vagones hasta los topes, mientras nosotros estamos aquí como sardinas. ¡Abrid o nos lo cargamos todo! ¡Eh, muchachos, duro con ello!

—¿Qué estáis diciendo, idiotas? —dijo el sabelotodo—. Son hombres movilizados, que vienen de Petrogrado para el trabajo obligatorio. Antes los enviaban a Vologdá, más al norte. Y ahora los mandan al frente oriental. Como si fueran por gusto. Escoltados y a cavar trincheras.

8

Hacía ya tres días que viajaban, pero no se habían alejado mucho de Moscú. El paisaje era invernal: las vías, el campo, los bosques, los tejados de las casas, todo estaba cubierto de nieve.

La familia Zhivago había tenido la suerte de poder instalarse en la parte delantera del vagón, en el rincón de la izquierda del piso superior, precisamente bajo el techo, junto a una pequeña ventanilla oblonga, y estaban todos reunidos allí.

Era la primera vez que Antonina Alexándrovna viajaba en un vagón de mercancías. En Moscú, al partir, Yuri Andriéevich había levantado en brazos a las mujeres hasta el nivel del vagón, a lo largo del cual se deslizaba una pesada puerta corredera. Luego las mujeres se acostumbraron a valerse solas, encaramándose sin ayuda de nadie por las tablas de la pared.

Al principio, el vagón le pareció a Antonina Alexándrovna un establo con ruedas. Consideraba que aquellas pequeñas celdas se harían pedazos al primer choque o a la primera sacudida. Pero hacía ya tres días que eran zarandeados hacia atrás y hacia adelante y lanzados en todas direcciones a cada cambio de velocidad o a cada curva. Hacía ya tres días que bajo el suelo del vagón resonaban continuamente, como los palillos de un tambor mecánico, los ejes de las ruedas. Sin embargo, el viaje proseguía sin incidentes y sin que se confirmaran los temores de Antonina Alexándrovna.

En las estaciones de segundo orden, aquel largo tren compuesto de veintitrés vagones —el de Zhivago tenía el número catorce— alcanzaba los pequeños andenes sólo con la cabeza, la cola o el centro.

Los vagones de cabeza eran los militares, en medio viajaban los pasajeros libres y en la cola los movilizados para el trabajo obligatorio.

Estos últimos eran cerca de quinientos, gente de todas las edades y de las categorías y oficios más diversos.

Los ocho vagones que ocupaban ofrecían un espectáculo pintoresco. Junto a ricos bien vestidos, agentes de bolsa o abogados petersburgueses, podían verse, codeándose con la clase explotadora, cocheros de punto, barrenderos, empleados de baños, ropavejeros tártaros, locos huidos de los manicomios abandonados, pequeños comerciantes y monjes.

Los primeros, sin chaqueta, estaban sentados en trozos de madera colocados verticalmente alrededor de pequeñas estufas puestas al rojo, charlando sin descanso y rumorosamente. Eran gentes que tenían buenas relaciones y no se preocupaban. Parientes influyentes se desvivían por ellos en sus casas y, en último extremo, al final del viaje, podrían comprar su libertad.

Los segundos llevaban botas y caftanes desabrochados, o bien estaban descalzos, con largas camisas flojas sueltas por encima de los pantalones, barbudos o sin barba, y permanecían de pie ante las puertas abiertas de los vagones sofocantes, apoyándose en los montantes y traviesas de madera que cruzaban las puertas y, sin hablar entre ellos, miraban tristemente las zonas suburbanas y la gente que pasaba. Privados de toda clase de útiles relaciones, no podían contar con nadie.

No todos los movilizados se hallaban en los vagones destinados para ellos: una parte se había diseminado por el convoy, entre los viajeros libres. Algunos se encontraban también en el vagón número catorce.

9

Por lo general, cuando el tren se acercaba a una estación, Antonina Alexándrovna, que estaba tendida sobre la litera superior, en la única posición que le permitía la proximidad del techo, se incorporaba, dejaba colgar la cabeza y, a través de una rendija de la puerta cerrada, determinaba, según el aspecto general, si la localidad que se perfilaba a lo lejos tenía interés desde el punto de vista del intercambio de mercancías y si valía la pena de apearse.

Así ocurrió también aquella vez. La reducción de velocidad del tren la sacó de su amodorramiento. El gran número de agujas sobre las cuales el tren saltaba con un fragor cada vez más grande, indicaba la importancia de la estación, y la duración de la parada.

Antonina Alexándrovna se incorporó, torció la cabeza, se frotó los ojos, se alisó los cabellos, metió la mano en un saco, hurgó en él en todos sentidos, y acabó extrayendo una toalla en la que había bordado unos gallos, figuras humanas, arcos y ruedas.

Mientras tanto, también se despertó el doctor, que saltó el primero de su dura litera y ayudó a descender a su mujer.

Ante la puerta abierta del vagón desfilaron las garitas, las luces y los árboles de la estación grávidos de nieve, que tendían a los viajeros sus ramas desnudas, como si les ofrecieran el pan y la sal. Desde el tren todavía en marcha, los primeros que se apearon sobre la nieve intacta del andén fueron los marinos y precediendo a todos a causa del impulso, corrieron hacia la esquina de la estación donde, amparados por las paredes, solían esconderse los vendedores clandestinos de productos alimenticios.

El uniforme negro de los marinos, las cintas flotantes de sus gorras y sus pantalones de anchas boquillas, daban a su carrera un aplomo y una seguridad que hacían que todos se apartasen ante ellos como ante esquiadores o patinadores lanzados a toda velocidad.

A la vuelta de la esquina, escondiéndose una tras otra, estaban en fila india las campesinas de las aldeas vecinas. Vendían pepinos, requesón, carne hervida y pastelillos de centeno que, a pesar del frío, conservaban aún su aroma y tibieza, gracias a la envoltura que los protegía. Mujeres y jovencitas, con pañuelos metidos bajo el cuello de sus cortas pellizas, enrojecían como tomates bajo las bromas de los marinos y al mismo tiempo les temían como al diablo, porque además de marinos se les reclutaba en las brigadas contra la especulación y el comercio libre.

Pero su turbación no duraba mucho. El tren se detenía. Surgieron también los demás pasajeros. Cambió el público y el comercio se intensificó.

Antonina Alexándrovna pasaba revista a las vendedoras, con la toalla sobre el hombro, como si se dispusiera a lavarse con nieve. Algunas la habían visto ya y le gritaban:

—¡Eh, ciudadana! ¿Qué quieres por eso?

Pero Antonina Alexándrovna, en lugar de detenerse, seguía su camino acompañada de su marido.

Al final de la fila había una mujer con un pañuelo negro bordado en rojo. Vio la toalla bordada y se le encendieron los ojos. Miró a su alrededor, se aseguró de que no había peligro, y acercóse rápidamente a Antonina Alexándrovna. Descubrió su mercancía y susurró apresuradamente y con calor:

—Mira. ¿Viste algo parecido? ¿No te gustaría tenerlo? Bueno, no lo pienses más, o me lo quitarán. Te cambio la toalla por esto.

Antonina Alexándrovna no comprendió al principio. Creyó que la campesina se refería al chal, y preguntó:

—¿Qué estás diciendo, guapa?

Pero la aldeana había aludido a media liebre, abierta en canal y asada, que tenía en la mano. Efectivamente, repitió:

—Te digo que me des la toalla por esto. ¿Qué estás mirando? No creas que es gato. Mi marido es cazador. Es liebre, una hermosa liebre.

Se hizo el cambalache. A las dos les pareció que habían hecho un gran negocio y que la otra había perdido en el cambio. Antonina Alexándrovna se avergonzó de engañar tan deshonestamente a una pobre aldeana y esta, contenta con el negocio, se apresuró a alejarse rápidamente del lugar del delito. Llamó a voces a una vecina que no tenía nada que cambiar y se apresuró con ella por un sendero de nieve que se perdía a lo lejos.

En aquel momento se produjo un revuelo entre la multitud. Una vieja comenzó a gritar:

—¿Dónde vas, señor mío? ¿Y los cuartos? ¿Que me los has dado, sinvergüenza? ¡Cerdo del demonio! Le grito y ni siquiera se vuelve. ¡Eh, párate, señor camarada! ¡Socorro! ¡Al ladrón! Me han robado. Está ahí, miradlo, detenedlo.

—¿Quién es?

—Ese sin barba. Ese que se está riendo y que se va.

—¿Ese que tiene los codos rotos?

—¡Sí, sí! ¡Socorro! ¡Me han robado!

—¿Qué ha pasado aquí?

—Alguien que fingía comprar a esta mujer. Se ha llenado la tripa de pasteles y leche y ha salido arreando. Ella se ha puesto a llorar y lamentarse.

—No hay que dejar que ocurran estas cosas. Debemos detenerlo.

—Inténtalo. Va armado hasta los dientes. Te tocará a ti las de perder.

10

En el vagón número catorce viajaban algunos reclutas del Ejército de Trabajo bajo la vigilancia de un centinela llamado Voroniuk. Entre ellos, por diversos motivos, tres se habían distinguido de un modo particular: un tal Próhor Jaritónovich Pritúliev, ex cajero de una expendeduría estatal de alcoholes en Petrogrado, el cajero, como le llamaban en el vagón, Vasia Brykin, de dieciséis años, recadero de una ferretería, y el canoso revolucionario y «cooperador» Kostoied-Amurski, que había conocido todos los presidios del viejo régimen e inauguraba ahora los de los nuevos tiempos.

Ninguno de los tres conocía a los otros, habían sido enrolados aquí y allá y se conocieron durante el viaje. Por sus conversaciones se supo que el cajero Pritúliev y el recadero Vasia Brykin eran paisanos, ambos de la provincia de Viatka y oriundos de lugares por los que habría de pasar el tren.

Pequeño burgués de la ciudad de Malmyzha, Pritúliev era un hombre tosco, con el pelo cortado en forma de cepillo, picado de viruelas y francamente feo. Un blusón gris, empapado de sudor bajo las axilas, lo ceñía como un sarafán oprime el pecho de una mujer metida en carnes. Era silencioso como un ídolo y durante horas parecía sumido en sus pensamientos, atormentando, hasta hacerse sangre, las verrugas de sus pecosas manos, que comenzaban ya a infectarse.

Un año antes, en otoño, caminaba por la Avenida de Nievski, y en la esquina de la calle Litieini cayó en una redada callejera. Le pidieron la documentación y resultó poseer una cartilla de racionamiento de cuarta categoría, que se concedía a los no trabajadores, y que no daba derecho a nada. Por esto lo habían detenido y, junto con otros muchos, se le envió escoltado a un cuartel. El continente de detenidos formado allí había de ser mandado a Vologdá a cavar trincheras en el frente de Arjánguelsk, como ya fue enviado otro, pero luego durante el viaje se le dio orden de dar la vuelta y, a través de Moscú, pasó al frente oriental.

Pritúliev tenía a su mujer en Luga, donde estuvo trabajando hasta que empezó la guerra, antes de sentar plaza en Petersburgo. Habiendo tenido conocimiento de la desgracia ocurrida a su marido, se precipitó a buscarlo a Vologdá, para liberarlo del Ejército de Trabajo. Pero el destacamento había seguido un itinerario distinto del de ella en su búsqueda. Sus fatigas resultaron inútiles. La madeja se embrolló cada vez más.

En Petersburgo, Pritúliev convivió con una tal Pelaguieia Nílovna Tiagunova. Fue detenido en el cruce de la Avenida de Nievski, después de haberse despedido de ella en la esquina, para irse en otra dirección. Vio de lejos su espalda, entre los paseantes de la calle Litieini, y la siguió con los ojos hasta que desapareció.

Tiagunova acompañó gustosamente a Pritúliev durante el viaje. Era una pequeña burguesa rechoncha y agradable, con hermosas manos y una gruesa trenza que dejaba caer sobre su pecho y, lanzando profundos suspiros, la hacía saltar de un hombro a otro.

Uno se preguntaba qué habían encontrado en un hombre como Pritúliev aquellas dos mujeres. Además de Tiagunova, en otro vagón de mercancías más cercano a la locomotora, hallábase, por no se sabe qué casualidad, otra buena amiga de Pritúliev. Era una muchacha flaca, de cabellos pajizos, llamada Ogryzkova. Tiagunova la llamaba la «ollares» y la «jeringa», aparte de otros muchos apodos igualmente ofensivos.

Las dos rivales andaban de uñas y evitaban encontrarse. Ogryzkova no se dejaba ver nunca en el compartimiento, y era un misterio el lugar donde se citaba con el objeto de su adoración. Quizá se contentaba con contemplarlo desde lejos, cuando todos los viajeros habían de echar una mano en la carga de leña y carbón.

11

La historia de Vasia era muy distinta. Su padre murió en la guerra y su madre lo mandó a Petersburgo a casa de su tío, para que aprendiese un oficio.

Aquel invierno, su tío, propietario de una ferretería en Apráxini Dvor, fue llamado para una información al soviet del barrio. Se equivocó de puerta y, en lugar de entrar en la habitación indicada en la convocatoria, se metió en la contigua. Casualmente era la sala de recepciones de la comisión del trabajo obligatorio. Había allí una gran muchedumbre. Cuando el público reunido en aquella sala fue suficiente, los soldados rojos rodearon a los presentes, los llevaron a pasar la noche en el cuartel Semiónov y, a la mañana siguiente, los acompañaron a la estación para instalarlos en el tren de Vologdá.

La noticia de tales detenciones no tardó en circular por la ciudad, y, al día siguiente, muchos familiares acudieron a la estación para despedirlos. También Vasia y su tía fueron a despedir al detenido.

Este suplicó al centinela que lo dejase salir un momento para poder abrazar a su mujer. El centinela, el mismo Voroniuk, que escoltaba ahora al grupo en el vagón número catorce, no quiso dar su autorización sin tener la garantía de que el hombre regresaría al tren. Marido y mujer propusieron dejar como rehén al sobrino, y Voroniuk aceptó. Vasia fue conducido al interior del vagón y dejaron salir a su tío. El tío y la tía desaparecieron.

Cuando se descubrió el engaño, Vasia, que no lo sospechaba ni remotamente, comenzó a llorar, se echó a los pies de Voroniuk y le besó las manos suplicándole que le dejase marchar. Pero todo fue inútil. Voroniuk no era implacable por dureza de carácter, pero corrían tiempos peligrosos, las órdenes eran severísimas y del número de personas que se habían puesto bajo su responsabilidad respondían los centinelas con la vida. De este modo figuró Vasia en el Ejército de Trabajo. El «cooperador» Kostoied-Amurski, que había gozado de la estimación de todos los carceleros, tanto bajo el gobierno zarista, como ahora bajo el nuevo régimen y que siempre era amigo de todo el mundo, llamó varias veces la atención al jefe de escolta sobre la absurda situación de Vasia. Pero aquel, con todo y reconocer la evidencia del equívoco, sostenía que una serie de dificultades formalistas no permitían examinar el caso durante el viaje y prometía que lo pondría en claro a la llegada.

Vasia era un muchacho apuesto, de rasgos regulares, como los que los pintores atribuían a los escuderos de los antiguos zares y a los ángeles, de una pureza y un candor excepcionales. Su diversión preferida era sentarse a los pies de los mayores, abrazándose las rodillas, y escuchar con la cabeza levantada lo que ellos decían o contaban. Entonces, por el juego de los músculos de su rostro, con los que contenía las lágrimas prontas a brotar o luchaba por reprimir la risa, se hubiera podido reconstruir el contenido de las conversaciones. El tema de estas reflejábase como en un espejo en el sensible rostro de aquel muchacho.

12

El cooperador Kostoied se había instalado en la parte alta del vagón, en calidad de huésped de Zhivago, y chupaba ruidosamente la pata de liebre que le ofrecieron. Le daban miedo las corrientes de aire y temía resfriarse.

—¡Cómo sopla el viento! ¿De dónde sale? —preguntaba, cambiando de sitio y buscando un rincón más abrigado. Finalmente se sentó en un lugar libre de corrientes y declaró:

—Aquí se está bien.

Terminó la pata, se chupó los dedos, los limpió con el pañuelo y, después de haber dado las gracias a sus anfitriones, observó:

—Viene de la ventanilla. Convendría taparla bien. En fin, volvamos al tema de nuestra conversación. Usted está equivocado, doctor, la liebre asada es algo magnífico. Pero deducir por ello que en el campo se vive mejor, es hacer una declaración audaz y expresar una hipótesis aventurada.

—No diga semejantes cosas —respondió Yuri Andriéevich—. Mire estas estaciones. Los árboles intactos, y lo mismo los setos. ¡Y esos mercados! ¡Qué mujeres! Realmente es un alivio. En cierto modo hay vida todavía. Alguien está contento. No todos pasan calamidades. Eso lo justifica todo.

—Si fuera así, estaría bien. Pero no es verdad. ¿Por qué dice esto? Aléjese a cien verstas de la línea del ferrocarril. Por todas partes, continuas revueltas campesinas. Y yo le pregunto que contra quién. Contra los blancos y contra los rojos, según quién domine. Usted dirá: entonces el campesino es enemigo de todo orden y ni siquiera sabe lo que quiere. Perdone, pero no lo diga todavía. Lo sabe mejor que usted, sólo que no quiere lo que queremos nosotros. Cuando la revolución lo despertó creyó que se realizaría su sueño secular de una vida autónoma, de una existencia libre, sin tener que depender de extraños ni tener obligaciones para con nadie. En cambio, de las garras del antiguo estado derrocado ha venido a caer bajo el poder incomparablemente más severo del superestado revolucionario. Por eso el campo se agita y no encuentra paz en ninguna parte. Usted dirá que los campesinos están bien. Usted, amigo mío, no sabe nada, y, por lo que veo, ni siquiera intenta saberlo.

—Sea. No quiero saberlo. Eso es precisamente. Pero no, espere un momento. ¿Por qué tengo que saberlo todo y angustiarme por todo? La época no tiene en cuenta lo que yo soy y me impone lo que ella quiere. Permítame ignorar los hechos. Dice usted que mis palabras no corresponden a la realidad. Pero ¿acaso existe hoy en Rusia una realidad? A mi entender la han asustado de tal manera que se ha escondido. Quiero creer que el campo se ha beneficiado y me parece bien. Pero si eso es un error, ¿qué quiere que haga? ¿Qué razones hay para vivir? ¿A quién debo prestar oído? Pero debo vivir porque soy padre de familia.

Yuri Andriéevich hizo un vago ademán, y, dejando que Alexandr Alexándrovich continuase la discusión con Kostoied, se arrimó al borde de su litera de tablas, inclinó la cabeza y se puso a mirar lo que pasaba abajo.

Pritúliev, Voroniuk, Tiagunova y Vasia estaban charlando. Al acercarse a su tierra natal, Pritúliev recordaba las diversas maneras de dirigirse a ella, hasta qué estación llegaba el tren, dónde había que apearse y cómo continuar, a pie o a caballo. Vasia, cuando oía hablar de pueblos o lugares que conocía, daba saltos, se iluminaban sus brillantes pupilas, y repetía lleno de éxtasis los nombres, que para él tenían el sabor de un cuento maravilloso.

—Se apea uno en Sujói Brod —repetía, saboreando las palabras—. Desde luego. Ahí está nuestra casa. Nuestra estación. Perdone usted, pero después hay que tomar el camino de Buískoie, ¿verdad?

—Sí, luego la carretera de Buískoie.

—Es lo que yo decía: la carretera de Buískoie. El pueblo de Buískoie. ¿Que si lo conozco? Naturalmente, allí es donde se da la vuelta. Desde allí, para ir a casa, se toma siempre a la derecha. Por Veretiénniki. Usted, en cambio, tío Jaritónovich, creo que deberá tomar por la izquierda, dejando el río. ¿Ha oído usted hablar del río Pielga? Claro que sí. Es nuestro río. A nuestra casa se va siguiendo la orilla. A orillas de este río, el Pielga, un poco más arriba, está nuestro pueblo, Veretiénniki. Justamente está a una gran altura. La cuesta es muy empinada. La llamamos zakívok[40]. Si te pones en la orilla da miedo mirar hasta el fondo, porque es un precipicio enorme. Uno tiene miedo de despeñarse. Es la verdad. Arriba se arrancan piedras y se hacen muelas. En Veretiénniki está mi madre. Y también tengo dos hermanitas: Alionka y Arishka. A mi madre, ¿sabe?, la llaman la tía Palasha. Es, ¿cómo diría yo?, así como usted, Pelaguieia Nílovna, joven y guapa… ¡Tío Voroniuk! ¡Tío Voroniuk! Por favor, por amor de Jesucristo… ¡Tío Voroniuk!

—¿Qué pasa? ¿Por qué repites como un cuclillo «tío Voroniuk», «tío Voroniuk»? Ya sé que soy tío y no tía. ¿Qué quieres, qué tripa se te ha roto? ¿Que te deje escapar? ¿Eso es lo que quieres? Si tú te largas, en buena me metes: me llevan al paredón.

Pelaguieia Tiagunova, aparte, miraba distraídamente a lo lejos y callaba. Acariciaba la cabeza de Vasia y, con aire soñador, jugaba con sus cabellos rubios. De vez en cuando, a una señal hecha con la cabeza, con los ojos y con sonrisas, hacía una indicación al muchacho para que no hiciera el tonto, que no hablase de esas cosas con Voroniuk. Era como si le dijese que tuviera paciencia, que todo se arreglaría y que se tranquilizara.

13

Cuando, dejando atrás la Rusia central, se dirigieron hacia oriente, comenzaron los imprevistos. Atravesaban regiones poco tranquilas, donde la ley estaba en manos de bandas armadas, o en las cuales las revueltas habían sido sofocadas muy recientemente.

Se multiplicaron las paradas en plena noche, las inspecciones de vagones por los controles, el registro de equipajes y la revisión de la documentación de los viajeros.

Una noche el tren se detuvo de pronto, pero nadie compareció en los vagones, ni se despertó nadie. Para saber si se trataba de algún incidente, Yuri Andriéevich descendió del vagón.

La noche era muy oscura. Sin motivo aparente, el tren se había detenido en un punto cualquiera de la línea, flanqueada de abetos. Otros, que se apearon antes que él, le dijeron que, según les manifestaron, no había sucedido nada. Al parecer el maquinista detuvo el tren pretextando que la zona era peligrosa y hasta que con una vagoneta no se examinara el estado de las vías se negaba a seguir adelante. Decíase que algunos representantes de los pasajeros habían ido a ver al maquinista para disuadirlo y, en caso necesario, soltarle la mosca. Se dijo también que los marinos habían tomado cartas en el asunto, y que ellos sí sabrían convencerlo.

Mientras hablaban con Zhivago de estas cosas, la nieve que había delante de la locomotora, como iluminada por la luz vacilante de una hoguera, encendíase a los resplandores lanzados por la chimenea de la máquina. De pronto, una de estas llamaradas iluminó vivamente un trozo de la campiña nevada, la locomotora y algunas figuras negras que corrían a lo largo de la línea.

La que iba delante era evidentemente el maquinista. Este corrió hasta el extremo de la locomotora. Se encaramó a ella, franqueó de un salto los topes y desapareció. Lo mismo hicieron los marinos que lo perseguían: saltaron en el aire y desaparecieron como por encanto.

Interesado por la escena, Yuri Andriéevich se dirigió con algunos más hacia la locomotora.

Al otro lado de la línea, descubrieron al maquinista hundido hasta la cintura en la alta capa de nieve del terraplén, debatiéndose en ella. Los marinos, también con nieve hasta la cintura, lo rodeaban en semicírculo.

El maquinista gritaba:

—¡Gracias, malditos seáis! Esto era lo que faltaba. Amenazar con pistolas a un hermano, un trabajador. Todo porque he dicho que el tren no podía seguir adelante. Camaradas pasajeros, vosotros sois testigos de lo que pasa. Por aquí andan tipos de toda clase y sueltan los tornillos de los raíles. Por vuestra madre y la mitad de vuestra abuela, ¿qué tengo yo que ver con todo esto? ¡Me cisco! ¡Y así me recompensáis por mi prudencia! ¡Ya podéis disparar si queréis, piojosos! Camaradas viajeros, vosotros sois testigos de que estoy aquí y me escondo.

Del grupo que estaba sobre el terraplén se elevaron exclamaciones confusas.

—¿Qué diantre te pasa?… A ver si recobras el juicio… ¿Quién se mete contigo? Lo han hecho sólo por asustarte…

Otros lo provocaban, gritándole:

—¡Así se hace, muchacho! ¡No aflojes, maquinista!

Un marino consiguió antes que los demás librarse de la nieve. Era un gigantón pelirrojo, con una cabeza tan grande que la cara parecía aplastada. Tranquilamente se dirigió a la multitud y, con sombría voz de bajo, empleando, como Voroniuk, expresiones ucranianas, dijo algunas palabras que, por ser dichas con absoluta tranquilidad, resonaron grotescamente en la noche y en aquella absurda situación.

—Disculpadme, pero ¿os imagináis acaso que estáis en un salón? No os vayáis a enfriar con este viento, ciudadanos. Vamos, volved al calorcillo de los vagones.

Cuando todos los espectadores hubieron obedecido, entrando uno tras otro en sus compartimientos, el marino pelirrojo se acercó al maquinista, que todavía no se había serenado del todo, y le dijo:

—Basta ya de histerismos, camarada maquinista. Sal de ese agujero y vámonos. Andando.

14

Al día siguiente avanzaron muy despacio. El maquinista se veía obligado a disminuir muchas veces la velocidad por temor a un descarrilamiento y porque la tormenta impedía ver. El tren se detuvo en un lugar desierto en el que no se advertía el menor signo de vida y donde los viajeros intentaron descubrir los restos de una estación destruida por un incendio. Sobre la denegrida fachada podían distinguirse estas palabras: «Nizhni Kiélmes».

No sólo el edificio de la estación conservaba las huellas del incendio: a sus espaldas descubríase un pueblo abandonado y cubierto de nieve que, evidentemente, había sufrido idéntica suerte.

La casa más próxima a la estación estaba carbonizada. En una esquina de la casa de al lado algunas vigas estaban dobladas en ángulo recto, con los extremos hacia el interior. Por todas partes, en las calles, veíanse restos de trineos, empalizadas derribadas, hierros oxidados y toda clase de utensilios hechos trizas. La nieve, mezclada con el hollín y las cenizas, estaba llena de charcas de agua sucia, sobre las que se destacaban negros tizones, vestigios del incendio y de los esfuerzos que se habían hecho para extinguirlo.

Pero el pueblo y la estación no estaban completamente desiertos. Aquí y allí aparecía algún alma de Dios.

—¿Se ha quemado todo? —preguntó con interés, saltando sobre el andén, el jefe de tren al de la estación, que apareció en medio de las ruinas.

—Buenos días y sed bien venidos. Sí, lo quemaron todo.

—¿Qué ha sido?

—Mejor es no hablar.

—¿Acaso Striélnikov?

—Precisamente.

—¿Qué hicisteis?

—¿Nosotros? Nada. Los de al lado. Pero el camino pasa por aquí, y también nos tocó a nosotros. ¿Veis ese pueblo de allá abajo? La culpa fue de ellos. Es Nizhni Kiélmes, del distrito de Ust-Niemda. Ellos tienen la culpa de lo que ha pasado.

—¿Qué hicieron?

—Decir que lo hicieron todo es quedarse cortos. Se quitaron de en medio al comité de los campesinos pobres. Y eso es sólo una cosa. Se rebelaron contra el decreto que obliga a proporcionar caballos al Ejército Rojo, y tenga usted en cuenta que todos son tártaros que crían caballos. Y esa es otra. No hicieron el menor caso de la orden de movilización. ¡Y van tres! Como puede usted ver…

—Ya. Está claro. ¿Por eso les bombardearon?

—Precisamente.

—¿Desde un tren blindado?

—Claro está.

—¡Pobre gente! Pero, por otra parte, allá ellos.

—Además, ya es agua pasada. Sin embargo, he de decirle algo que no le gustará. Tendrá que detenerse aquí uno o dos días.

—¡No bromee! Transportamos reservas para el frente. Debo continuar el viaje sin detenerme.

—¿Cómo quiere que bromee? La línea está bloqueada por la nieve. Usted mismo lo verá. La tormenta ha durado una semana por todo este contorno. Ha obstaculizado la vía y no tenemos a nadie que la limpie. La mitad del pueblo se ha largado. He movilizado a los demás, pero no puedo con ellos.

—¡Que os aspen a todos! ¡Estoy apañado, maldita sea! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Limpiaremos la vía lo mejor que podamos y se podrán marchar.

—¿Es muy importante el obstáculo?

—¿Quién puede decirlo? Según el sitio. La tormenta venía de través y cogió la línea oblicuamente. El sector más difícil es el central. Lo menos tres kilómetros de depresión. Allí habrá que echar los bofes porque el obstáculo es serio. Pero más adelante es de poca monta. El bosque y la maleza le sirvieron de protección. Tampoco hay que preocuparse antes de la depresión, donde la vía pasa por campo abierto. El viento ya lo ha barrido todo.

—¡Que el diablo me lleve! ¡Vaya mala pata! Voy a recurrir a todos los viajeros para que me echen una mano.

—Eso es lo mismo que yo pensaba.

—Pero deje en paz a los marinos y a los soldados rojos. El convoy transporta personal del Ejército de Trabajo. Si contamos a los pasajeros libres llegamos poco más o menos a los setecientos.

—Son más que suficientes. En cuanto nos traigan las palas, los haremos trabajar. Faltan palas. Pero hemos ido a buscarlas a los pueblos de la comarca. Ya encontraremos las que necesitamos.

—¡Maldita sea, todo son pegas! ¿Cree usted que saldremos del apuro?

—¿Cómo no? Dicen que a la fuerza ahorcan. Una línea ferroviaria como esta es muy importante, dejémonos de tonterías.

15

La limpieza de las vías exigió tres jornadas. Todos los Zhivago, incluso Niusha, tomaron parte activa en ella. Y este fue el momento mejor del viaje.

El lugar tenía algo de cosa cerrada e inexpresiva a la vez. Hacía pensar en Pugachov, tal como lo interpretó Pushkin[41], en el pintoresquismo asiático de las descripciones de Aksákov[42].

El carácter misterioso de aquel rincón perdido acentuábase por la devastación y la reserva de los pocos habitantes que habían permanecido allí, quienes, aterrorizados, evitaban a los viajeros y ni siquiera se atrevían a hablar entre sí por miedo a las denuncias.

Los viajeros eran llevados a trabajar por categorías, no todos juntos. Una guardia armada rodeaba la zona de los trabajos.

La línea se limpiaba por todas partes y, al mismo tiempo, por obra de varios grupos, distribuidos en diversos lugares. Entre los sectores ya limpios levantábanse montañas de nieve intacta que separaban a cada uno de los grupos y que fueron removidas sólo en el último instante, cuando ya todo aquel trayecto quedó libre.

Eran límpidos días de hielo. Los viajeros las pasaban al aire libre y sólo para dormir regresaban a los vagones. Trabajaban en turnos breves, y no se cansaban, porque las palas eran pocas y sobraban brazos. Un trabajo nada fatigoso que solamente procuraban placer.

El lugar donde los Zhivago fueron a cavar era una zona abierta y pintoresca: el terreno descendía con respecto a la línea en un leve declive y, por lo tanto, ascendía hacia el horizonte en una suave pendiente.

En la cima de esta surgía una casa solitaria, visible desde todas partes. Estaba rodeada por un jardín que en verano debía de ser lujuriante, pero que ahora la protegía con su raro dibujo de encaje helado.

La capa de nieve lo igualaba y redondeaba todo. Pero, a juzgar por la irregularidad del declive, cuyos accidentes no conseguía cubrir del todo, bajo el viaducto por el cual pasaba la línea debía en primavera discurrir un sinuoso y profundo torrente, ahora completamente escondido por la altura de la nieve, como un niño que se ocultase bajo una montaña de plumón, y se tapara incluso la cabeza.

¿Vivía alguien en aquella casa, o estaba abandonada y se iba convirtiendo en ruinas, requisada por el comité agrario del distrito o de la región? ¿Dónde estaban sus habitantes? ¿Qué había sido de ellos? ¿Se refugiaron en el extranjero o habían muerto a manos de los campesinos? ¿O bien, habiendo dejado un buen recuerdo, pudieron componérselas con su profesión en el distrito? ¿Los había dejado en paz Striélnikov, habían quedado allí hasta el último momento, o sido víctimas de sus represalias como los terratenientes tártaros?

La casa, en lo alto de la colina, en su triste silencio, suscitaba la curiosidad. Pero nadie hacía preguntas y nadie hubiese respondido. El sol encendía con un centelleo cegador la lisa superficie de la nieve, y la pala la arrancaba en trozos regulares, o la pulverizaba en inútiles chispas de diamante. Todo eso recordaba los lejanos días de la infancia, cuando el pequeño Yura, con su clásico y galoneado gorrito caucasiano y su pelliza forrada con negra y rizosa piel de cordero, construía en el patio, con una nieve tan cegadora como aquella, pirámides y cubos, tartas de crema, fortalezas y ciudades. ¡Qué hermoso era entonces vivir, qué delicia todo para los ojos y los sentidos!

Aquellos tres días de vida al aire libre les proporcionaron también el placer de la saciedad. Por la noche los paleadores recibían pan blanco, recién salido del horno, que llegaba quién sabe de dónde ni por orden de quién. Era un pan bien cocido, brillante como esmalte, con pequeñas rajas en la sabrosa corteza y trocitos de carbón en la parte de abajo.

16

Les habían tomado cariño a las ruinas de la estación, como en invierno se puede amar un refugio provisional durante una excursión por la montaña. Recordaban su disposición, su aspecto externo, ciertos pormenores de los daños que había sufrido.

Volvían por la tarde, a la puesta del sol, que, como por fidelidad al pasado, continuaba poniéndose por el mismo sitio que en otro tiempo, tras un viejo abedul que crecía ante la ventana de la sala del telégrafo.

En aquel lugar, la pared se había derrumbado hacia el interior de la estancia, pero el ángulo posterior, frente a la ventana, estaba intacto y todo continuaba en su sitio: el empapelado de color café, la estufa de baldosas con el tubo de tiro, la tapa de cobre sujeta por medio de una cadena, y colgado en la pared, en un marco negro, el inventario del material.

Al descender hacia el horizonte, como antes del derrumbamiento, el sol rozaba las baldosas de la estufa, encendía con un sombrío esplendor el empapelado de color café y estampaba sobre la pared, como un chal, la sombra del abedul.

Al otro lado del edificio, sobre la puerta condenada que daba a la sala de espera, leíase el siguiente escrito, redactado probablemente al principio de la revolución de febrero, o pocos días antes:

«Se ruega a los señores enfermos que no se preocupen momentáneamente por las medicinas ni el material de curas. Por motivos que todos conocen sello la puerta y doy conocimiento público. El enfermero jefe de Ust-Niemda.»

Una vez recogida la última nieve que había quedado amontonada entre los lugares ya descombrados, la mirada podía extenderse a lo lejos, y ante ella apareció, libre ya, la línea del ferrocarril, que huía a lo lejos como una flecha. A ambos lados alineábanse blancos montones de nieve retirada, enmarcados por toda la longitud de las negras paredes del bosque.

Hasta donde alcanzaba la vista, en diversos puntos de la línea, había grupos de personas con las palas en la mano. Era la primera vez que se veían en conjunto y se sorprendieron de ser tantos.

17

Se supo que el tren partiría al cabo de unas horas, a pesar de que ya era tarde y se acercaba la noche. Antes de partir, Yuri Andriéevich y Antonina Alexándrovna fueron por última vez a admirar el espectáculo de la línea despejada. Ya no había nadie sobre el tendido. El doctor y su mujer permanecieron un instante inmóviles, mirando a lo lejos y cambiando algunas observaciones. Luego retrocedieron hasta el vagón.

Mientras se acercaban oyeron los gritos roncos e irónicos de dos mujeres. Las reconocieron enseguida: eran Ogryzkova y Tiagunova. Las dos iban en la misma dirección, hacia la cola del tren, pero por la parte opuesta, del lado de la estación, mientras Yuri Andriéevich y Antonina Alexándrovna avanzaban por el lado del bosque.

Una ininterrumpida pared de vagones se extendía entre ambas parejas, ocultando una de la otra. Las mujeres no se hallaban casi nunca a la misma altura que el doctor y Antonina Alexándrovna, sino un poco más adelante o un poco más atrás.

Las dos estaban muy agitadas y a cada instante parecía como si sus fuerzas fuesen a traicionarlas. Acaso al caminar sobre la nieve se hundían o resbalaban, al menos a juzgar por sus voces que, tal vez por la forma irregular de andar, se elevaban de tono hasta convertirse en chillidos, o descendían y se reducían a un murmullo. Evidentemente Tiagunova debió de perseguir a Ogryzkova y, habiéndola alcanzado, acaso utilizó los puños. Lanzaba a su rival una retahíla de insultos que en su boca de señorita y para su melodiosa voz sonaban cien veces más obscenos que los groseros y desquiciados insultos masculinos.

¡Intriganta! ¡Golfa! —gritaba—. No se puede dar un paso sin tropezarse contigo moviendo el trasero y lanzando miradas de zorra. No te basta mi hombre, que tienes que echarle el ojo a un pobre chiquillo. Te has arremangado las sayas y quieres corromper a un menor.

—¡Vaya! ¿También eres la mujer legítima de Vasia?

—Ya te diré yo si soy legítima, intrigantona, apestosa. No saldrás viva de esta, porque me harás cometer un disparate.

—¡Eh, cuidado! ¡Baja las patas, loca! ¿Qué mosca te ha picado?

—¡Así revientes! Piojosa, gata tiñosa, tía puerca…

—¡No me digas! Ya sé que soy todo eso que dices. Aquí la única decente eres tú, pues no faltaría más. Nacida en el arroyo, poseída bajo el puente, preñada por una rata y madre de un cochino erizo… ¡Socorro, socorro! ¡Que me mata esta malvada asesina!… ¡Salvad a una pobre muchacha, defended a una huérfana!

—Vámonos. No puedo oírlas. Es demasiado repugnante —dijo Antonina Alexándrovna, alejándose apresuradamente con su marido—. Acabarán mal.

18

De pronto cambió todo, lugares y tiempo. Acabada la llanura, la vía penetraba entre montañas, colinas y alturas. El viento del norte que había soplado en los últimos tiempos, cesó ya. Desde el sur venía un soplo tibio, como de una estufa.

Las pendientes de las montañas estaban cubiertas de bosques. Para atravesarlos, el tren debía subir pronunciadas cuestas y bajar luego suavemente. Ascendía jadeante por en medio del bosque, sin resuello, como un viejo leñador que guiase a una multitud de viajeros que mirasen a su alrededor y lo advirtieran todo.

Pero no había mucho que mirar. En la profundidad del bosque todo era todavía sueño y quietud, invierno. Sólo de vez en cuando algún arbusto o algún árbol, estremeciéndose, libraban a sus ramas más bajas de la nieve que las cubría, como si se sacudieran las solapas o se desabrocharan el cuello.

Yuri Andriéevich tenía sueño. Durante todos aquellos días permaneció tendido en su litera. Dormía y cuando despertaba se sumía en sus pensamientos o se ponía a escuchar. Pero no había mucho que escuchar.

19

Antes de que Yuri Andriéevich disipara su modorra, la primavera fundió toda la nieve que había caído sobre Moscú el día de su partida y que continuó cayendo durante el viaje, toda esa nieve que habían cavado y desenterrado en Ust-Niemda y que se extendía en una espesa capa por una superficie de millares de verstas.

Al principio, la nieve se fundía interiormente, en silencio, a escondidas. Cuando se llevó a cabo una buena mitad de este inmenso trabajo, ya no se ocultó más y el prodigio salió a la luz. Bajo la corteza de la nieve que se deshacía, el agua comenzó a correr y cantar. Se estremecieron los impracticables rincones de los bosques. Todo se despertó en ellos.

El agua tenía anchos caminos por donde correr: precipitábase por las torrenteras, formaba estanques y discurría por todas partes. Pronto el bosque se pobló con sus rumores, con su vaporoso polvillo. Bajo los árboles arrastrábanse los arroyos como si fueran serpientes, empantanábanse y profundizaban la nieve que sujetaba sus movimientos, discurrían gorgoteando por los pequeños espacios planos, y se precipitaban por entre las rocas lanzando por los aires una polvareda de gotas. La tierra ya no podía absorber más humedad. En alturas vertiginosas, casi desde las nubes, los abetos seculares abrevaban sus raíces. A sus pies burbujeaba una espuma parda que se enjugaba en círculos, como la espuma de la cerveza en los bigotes de los bebedores.

La primavera embriagaba el cielo, que estaba aturdido y se cubría de nubes. Sobre el bosque nadaban bajas nubes de fieltro, cuyos bordes cubiertos de franjas deshacíanse a veces en tibios aguaceros que olían a tierra mojada y barrían los últimos restos de la negra coraza de hielo.

Yuri Andriéevich se despertó, se asomó al portillo de la ventanilla, de la cual se había quitado el cristal, y se puso a escuchar.

20

A medida que se acercaban a la zona minera, la región se poblaba más, las estaciones eran más frecuentes y menos raros los viajeros. En las pequeñas estaciones intermedias subía y se apeaba mucha gente. Los que efectuaban breves recorridos no se acomodaban de forma definitiva, no dormían por la noche, pero buscaban acomodo en medio del vagón, charlaban en voz baja de temas locales que sólo ellos comprendían, y se apeaban en la primera estación o parada.

Por lo que contó la gente que fue sucediéndose en el vagón en los últimos tres días, Yuri Andriéevich dedujo que en el norte los blancos llevaban ventaja y habían tomado o estaban a punto de tomar Yuriatin. Además, si no comprendió mal o se trataba simplemente de una coincidencia de nombres, las fuerzas blancas de aquella zona estaban mandadas por aquel Galiullin que había sido compañero suyo en el hospital de Meliuziéev.

Sin embargo, no comunicó a su familia ni una sola palabra de estos rumores. No quería preocuparlos inútilmente hasta que no se hubiesen confirmado.

21

Por la noche experimentó una confusa sensación de felicidad tan grande como para despertarle. El tren se había detenido. En las cristalinas sombras de la noche blanca que envolvía la estación había algo sutilmente intenso: señal de que el lugar era amplio y despejado, se hallaba a cierta altura y poseía un horizonte limpio y extenso.

Por el andén, ante su vagón, pasaron hablando en voz baja unas sombras de pasos silenciosos. Yuri Andriéevich se enterneció. En la cautela de aquellos pasos y aquellas voces vio un respeto por la hora nocturna y una consideración hacia quienes dormían, como pudo haberlos en el pasado, antes de la guerra.

Pero se engañaba: en el andén la gente voceaba y hacía ruido con las botas como en todas partes. Sin embargo, allí cerca había una cascada que dilataba los confines de la noche blanca con un soplo de frescura y de libertad. Era esa cascada la que en sueños le había inspirado aquella sensación de dicha. El fragor continuo, incesante, de la caída de agua, por encima de todos los demás rumores de la estación, creaba una apariencia de silencio.

Sin advertirlo, pero acunado por aquella extraordinaria fluidez del aire, se sumió de nuevo en un sueño profundo. Debajo de él, en el vagón, dos personas hablaban:

—¿De manera que les sentasteis las costuras? Les metisteis mano, ¿eh?

—¿A quiénes? ¿A los comerciantes?

—Sí, a los tenderos.

—Los domamos. Ahora van más derechos que una vela. Se dio a algunos una lección para que les sirviera de ejemplo, y los demás se pusieron suaves. Les hemos pedido una contribución.

—¿Aportó mucho el distrito?

—Cuarenta mil.

—¿Crees que soy idiota?

—¿Por qué había de mentirte?

—¡Caray, cuarenta mil!

—Cuarenta mil puds[43].

—Bien. ¡Que el diablo os lleve! Sois listos.

—Cuarenta mil puds de molienda fina.

—Pensándolo bien, no es nada del otro mundo. Esta es una zona de primer orden. Aquí está el mercado del grano. Desde aquí hasta Yuriatin, a lo largo del Rynva, pueblo tras pueblo, todos son silos y almacenes de grano. Los hermanos Sherstobítov, Pierekátchikov padre e hijo, todos son grandes mayoristas.

—Habla más bajo, que así despiertas a la gente.

—Bueno.

Uno de los dos bostezó y el otro dijo:

—¿Y si echáramos un sueñecito? Parece que vamos a partir pronto.

En aquel momento, a sus espaldas, con un rápido crescendo, dejóse oír un estruendo ensordecedor que apagó el rumor de la cascada, y por la vía de al lado pasó a todo vapor, dejando atrás al convoy inmóvil, un expreso del tipo antiguo. Lanzó un silbido, levantó de los rieles un fragor de hierro y haciendo resplandecer sus luces por última vez, desapareció a lo lejos.

La conversación continuó:

—Ahora ya está. Es cosa de un momento.

—Sí que iba de prisa.

—Debe de ser Striélnikov, un tren blindado especial.

—Sí, debe de ser él.

—Para los contrarrevolucionarios es una fiera.

—Va contra Galiéev.

—¿Quién?

—El atamán Galiéev se ha apoderado de los muelles.

—No lo sabía.

—O quizá sea el príncipe Galiéev. No lo sé muy bien.

—No hay príncipes de este nombre. Seguro que es Alí Kurbán. Estás confundido.

—El posible que sea Alí Kurbán.

—Entonces ya es otra cuestión.

22

Hacia la mañana, Yuri Andriéevich se despertó otra vez. Todavía soñaba algo agradable. No había cesado aún aquella sensación de felicidad y liberación. De nuevo estaba parado el tren, acaso en otra estación, o quizá continuaba en la misma. Otra vez rumoreaba una cascada, probablemente la misma de antes, o acaso otra.

Volvió a adormecerse casi enseguida y, durmiendo, le pareció oír un gran alboroto y gente que corría. Kostoied la había emprendido con el jefe de tren y los dos gritaban. El paisaje era todavía más hermoso. Alentaba algo nuevo que no existía antes, algo mágico, primaveral, de un color blanquinegro aéreo y ligero, como un ventarrón de tempestad de nieve en mayo, cuando los copos húmedos y sueltos, al caer, no blanquean, sino que hacen más oscura la tierra. Algo diáfano, blanco, negro, perfumado.

—«¡Los cerezos silvestres!», pensó Yuri Andriéevich en sueños.

23

A la mañana siguiente, Antonina Alexándrovna dijo:

—Realmente eres muy raro, Yura. Estás lleno de contradicciones. Por lo general te despierta el vuelo de una mosca, y ya no pegas ojo hasta que se hace de día. Anoche hubo aquí un ruido infernal, alboroto y discusiones continuas y dormías como un tronco. Anoche se escaparon el cajero Pritúliev y Vasia Brykin. ¡Ahí es nada! Han huido con Tiagunova y Ogryzkova. Pero eso no es todo. También ha huido Voroniuk. Sí, sí, lo que oyes: ha huido. ¿Te imaginas? Escucha. No se sabe cómo han podido escaparse, si juntos o cada uno por su lado, quién antes ni quién después. Evidentemente, Voroniuk, cuando descubrió la fuga de los demás, habrá querido sustraerse a la responsabilidad. Pero ¿y los otros? ¿Se han ido por su propia voluntad? ¿O acaso alguno de ellos fue eliminado por los demás porque les molestaba? Sospechan, por ejemplo, de las mujeres. Pero nadie sabe si ha muerto Tiagunova u Ogryzkova. El jefe de la escolta recorría el tren de punta a punta, gritando: «¿Por qué dan la señal de partida? En nombre de la ley exijo que el convoy no se mueva hasta que hayan sido capturados los fugitivos». Pero el jefe de tren no quiso saber nada. «Está usted loco (le dijo). Transporto reservas para el frente y tienen preferencia absoluta. ¡Y quiere usted que espere a su pandilla de piojosos! ¡Qué idea más peregrina!». Y los dos la emprendieron con Kostoied. ¿Cómo un hombre instruido como él, un cooperador, no disuadió a ese soldado, a ese pobre hombre, y evitó que cometiera una acción tan arriesgada? «¡Y populista además!» dicen. Y se comprende que Kostoied les respondiera como se merecían: «¡Qué interesante! ¿De modo que, según usted, un preso debe vigilar a su guardia? Eso es pedir peras al olmo». Y yo te daba golpes en el costado y en el hombro. «Yura (Te gritaba), levántate. Ha habido una fuga». Que si quieres. Ni un cañonazo te hubiese despertado. Pero perdona. Luego continuaremos…

Ahora… No puedo hablar… Papá, Yura, mirad qué maravilla.

Al otro lado de la ventanilla junto a la cual se hallaban tendidos, extendíase una inmensa llanura inundada enteramente por la crecida. El río se había salido de madre y el agua llegaba hasta el pie del terraplén del ferrocarril. Mirando desde las literas, por un efecto óptico, parecía como si el tren se deslizara por el agua, a cuya superficie, en muchos puntos veteada de un color azul de hierro, el calor de la mañana prestaba lúcidos reflejos oleosos, como haría una cocinera que pasara por la corteza de un pastel una pluma empapada en aceite.

En aquel lago que parecía no tener orillas, yacían sumergidos, junto con los prados, barrancas y arbustos, cúmulos de nubes blancas.

En medio de la extensión de agua afloraba una estrecha lengua de tierra cubierta de árboles que, al reflejarse, parecían suspendidos entre el cielo y la tierra.

—¡Patos salvajes! ¡Toda una nidada! —exclamó Alexandr Alexándrovich.

—¿Dónde?

—Junto a la isla. No, allí no. Más a la derecha, a la derecha. ¡Ah! ¡Ya han volado! Deben de haberlos asustado.

—¡Ah, sí! Ya los veo. He de hablarte, Alexandr Alexándrovich. Pero ya lo haré cuando llegue el momento. Nuestros fugitivos han hecho bien en escaparse. Probablemente sin hacer daño a nadie. Han huido, simplemente, como huye este agua.

24

Había terminado la noche blanca septentrional. En la reaparición de las cosas, cada una de ellas estaba en su sitio, casi incrédula de sí misma, como inventada: la montaña, el bosque, el barranco.

El bosquecillo apenas había comenzado a reverdecer. Sólo algún cerezo silvestre estaba ya florido. El bosquecillo crecía bajo el derrumbe de la montaña, sobre una pequeña sima que poco más allá terminaba en un precipicio.

No lejos había una cascada. No era posible verla desde todas partes, sino sólo desde una vertiente del bosque, desde el borde del barranco. Vasia estaba cansado de caminar, cansado de excitación y de miedo.

La cascada lo dominaba todo. Terrible en su soledad, parecía dotada de una vida propia e incluso de conciencia, algo semejante a un dragón fabuloso o la serpiente tirana de aquel lugar, que exigiera tributo y devastara los alrededores.

A media altura caía sobre un resalte del precipicio y se dividía en dos. La parte superior de la caída de agua parecía casi inmóvil, y las otras dos columnas inferiores oscilaban con un movimiento continuo y apenas perceptible, como si constantemente resbalasen y se incorporaran, resbalasen y se incorporaran, y, en su oscilación, se mantenían siempre verticales.

Vasia había tendido en el suelo su pelliza y acostádose sobre ella en el límite del bosquecillo. Cuando el día clareó más, voló hacia la montaña un pájaro de pesadas alas, planeó en semicírculo sobre el bosque y se posó en la copa de una picea, a poca distancia de Vasia. Él levantó la cabeza, contempló la garganta de color azul oscuro y el pecho gris azulado del pájaro y murmuró como si fuera una palabra mágica: «Ronja» como en los Urales llaman al picamaderos. Luego se levantó, recogió la pelliza, se la echó encima y, atravesado el claro, se acercó a su compañera. Le susurró:

—Vamos, tía. Estamos helados y con tiritona. ¿Por qué me miras tan asustada? Te digo de veras que debemos marcharnos. En la situación en que estamos, debemos ir por los pueblos. En los pueblos no nos harán ningún daño, nos esconderán. Ya llevamos dos días sin comer y vamos a morirnos de hambre. Menuda la habrá armado el tío Voroniuk y estarán buscándonos como locos. Debemos irnos, tía Palasha; mejor dicho, debemos salir arreando. No he tenido maldita la suerte contigo, tía: no has abierto la boca en toda la jornada. Seguro que del susto has perdido el habla. Pero ¿por qué estás triste? A la tía Katia, a Katia Ogryzkova, la empujaste sin maldad, la rozaste sólo, porque yo lo vi. Cuando se levantó de la hierba, no tenía nada roto y echó a correr. Y así lo hizo también el tío Projor, Prójor Jaritónovich. Dentro de poco estaremos todos juntos, ya lo verás. El caso es no pillar pesadumbre. Si no la pillas, verás como funciona la lengua otra vez.

Tiagunova se levantó, dio el brazo a Vasia y dijo con voz sumisa:

—Vamos, pequeño.

25

Crujiendo por todas partes, los vagones ascendían la montaña, culebreando a lo largo del alto terraplén, al pie del cual crecía un joven bosque. Todavía más abajo extendíanse los prados, de los que se había retirado el agua hacía poco. La hierba, medio cubierta de arena, estaba sembrada de troncos, diseminados desordenadamente. Procedentes de algún aserradero, la crecida, alejándolos del curso del río, los había llevado hasta allí.

El joven bosquecillo estaba todavía casi desnudo, como en invierno. Sólo en los pálidos brotes que lo cubrían como gotas de cera había algo de superfluo, de insólito, como una especie de borra o hinchazón. Esta superfluidad, esta novedad, esta borra eran la vida, que incendiaba ya algunos árboles con la llama verde del follaje.

Aquí y allá erguíanse los abedules como mártires heridos por las puntas de flecha de las agudas hojitas abiertas. Bastaba verlos para saber a qué olían: a la esencia de la madera de la cual se extrae la laca.

El tren no tardó en llegar al lugar de donde probablemente procedían los troncos diseminados por el agua. A la vuelta de una curva, apareció en el bosque un claro lleno de serrín y virutas y en medio había un montón de gruesos troncos. En aquella zona destinada a aserrar madera el tren se estremeció a causa de un brusco frenazo y se detuvo encorvado sobre el ligero arco de la cuesta.

La locomotora emitió algunos silbidos, y se oyeron unos gritos. Los pasajeros sabían de qué se trataba, aunque no se hubiesen hecho señales: el maquinista se había detenido para proveerse de material combustible.

Se abrieron las puertas correderas de los vagones y la población de aquella pequeña ciudad que era el tren saltó a tierra, excepto los militares de los vagones que iban en cabeza, quienes estaban eximidos del trabajo colectivo y tampoco ahora tomaron parte en él.

Los montones de madera cortada que había en el claro no serían suficientes para llenar el ténder. Era necesario cortar también una buena cantidad de gruesos y largos troncos.

La brigada adscrita a la locomotora disponía de sierras. Fueron distribuidas entre los voluntarios, que se dividieron en parejas. También el doctor y su suegro se hicieron cargo de una sierra. Por las ventanillas de los vagones reservados a los soldados asomaban caras alegres. Adolescentes que jamás habían entrado en fuego, alumnos del último curso de la escuela naval, que parecían haberse metido por error en el vagón junto con severos operarios, padres de familia, quienes tampoco entraron jamás en fuego y a toda prisa ultimaron su preparación militar, voceaban y bromeaban, precisamente para no pensar, con marinos de más edad. Todos se daban cuenta de que las horas de prueba estaban ya muy próximas.

Los más decididos acompañaban con continuas burlas el coro de los que aserraban:

—¡Eh, abuelito! Di que eres un niño de teta, que mamaíta tiene que darte de mamar y que no eres apto para el trabajo. ¡Eh, Mavra! ¡Ten cuidado! No vayas a cortarte la saya, que pillarás frío. ¡Eh, guapa! No vayas al bosque, mejor cásate conmigo.

26

En el bosque había algunos caballetes hechos con troncos atados en cruz y clavados en tierra. Yuri Andriéevich y Alexandr Alexándrovich hallaron uno libre y lo utilizaron para aserrar.

Era ese momento de la primavera en el que la tierra surge de la nieve casi con el mismo aspecto con que meses antes desapareció en ella. El bosque trasudaba humedad y estaba todo cubierto de las hojas secas del año anterior. Parecía una habitación en desorden en la que se hubiesen roto recibos, cartas y documentos de muchos años, y que todavía no se hubieran barrido.

—No tan de prisa, que te cansarás —dijo el doctor a Alexandr Alexándrovich, dando al movimiento de la sierra un ritmo más lento y más regular.

Luego propuso descansar un poco.

El bosque resonaba bajo el sordo rumor de las demás sierras, que avanzaban y retrocedían al unísono, o desacordadas. A lo lejos, quién sabe dónde, ensayaba sus fuerzas el primer ruiseñor. Con pausas largas todavía, como si soplara en una flauta obstruida, silbaba un mirlo. Incluso el vapor de la locomotora ascendía hacia el cielo con un zumbido cantarín, como la leche que, en el cuarto de los niños, hierve sobre un hornillo de alcohol.

—Querías hablarme de algo —dijo Alexandr Alexándrovich—. ¿Ya no te acuerdas? Me lo dijiste cuando pasamos sobre la riada y los patos se alejaban volando. ¿Recuerdas que dijiste: «Tengo que decirte algo»?

—¡Ah, sí! Pero no sé cómo decirlo. Ya ves que avanzamos sin cesar… Pasamos por una región agitada. Pronto llegaremos y no sabemos lo que vamos a encontrar. De todos modos, convendría que nos pusiéramos de acuerdo. No me refiero a nuestras convicciones. Sería absurdo querer aclarar o definir con una conversación de media hora, en un bosque de primavera, toda una serie de cosas. Nos conocemos demasiado bien. Nosotros tres, tú, yo y Tonia, como muchos en estos tiempos, constituimos un mundo en sí y nos distinguimos entre nosotros mismos solamente por la forma en que lo hemos aceptado. Claro está que no hablo de esto. Quiero decir otra cosa. Tenemos que establecer de antemano entre nosotros la manera de comportarnos en ciertas circunstancias, para no avergonzarnos uno de otro y no sacudirnos recíprocamente las responsabilidades.

—No sigas, lo he comprendido. Me gusta que hayas planteado el problema. Has encontrado las palabras justas. Y ahora voy a responderte. ¿Recuerdas la noche de invierno en que nos llevaste un periódico que publicaba los primeros decretos? ¿Recuerdas de qué modo todo era nuevo y absoluto? Todo tenía una seductora coherencia. Pero semejantes cosas viven con su pureza inicial sólo en la mente de quienes las han concebido y sólo el primer día de su proclamación. Al día siguiente, sin ir más lejos, la oportunidad política les da la vuelta. ¿Qué quieres que te diga? Es un concepto de la vida que me resulta extraño. Este poder está dirigido contra nosotros. No he dado mi consentimiento a un cambio semejante. Pero han creído en mí y en mis acciones, y aunque se me hubiesen impuesto, yo habría contraído esa obligación por mis actos. Tonia se pregunta si no llegaremos demasiado tarde para plantar un huerto, si se nos pasará el momento de la siembra. ¿Qué se le puede contestar? Aquí desconozco el terreno. ¿Cuáles son las condiciones climatológicas? ¿No es demasiado corto el verano? En general, ¿realmente madura algo aquí? Sí, pero ¿no habremos ido demasiado lejos para tener que hacer ahora de horticultores? No es cosa de bromear y decir como se dice: «hay quien recorre siete verstas para ir a buscar pan», porque, desgraciadamente, las verstas que llevamos recorridas son ya tres o cuatro mil. No, hablemos francamente: nos vamos tan lejos por otro motivo. Vamos a intentar vegetar como hay que hacer hoy día, disfrutar en cierto modo de los bosques que fueron del abuelo, de sus máquinas y sus bienes. No vamos a reconstruir su propiedad, sino a consumirla. Nos unimos para gastar colectivamente millares de rublos con objeto de sobrevivir sin un céntimo y, como los demás, lo hacemos de esta forma caótica, carente de cualquier fundamento interior. Ni por todo el oro del mundo aceptaría como regalo la hacienda según los viejos principios. Sería una cosa tan intemporal como ponerse a correr desnudo u olvidar el alfabeto. No, en Rusia se acabó la historia de la propiedad. Y nosotros, los Gromeko, ya desde la pasada generación le perdimos el amor y la riqueza.

27

No era posible dormir a causa del calor sofocante y el aire viciado. La almohada de Yuri Andriéevich estaba empapada de sudor.

Calladamente se deslizó de su litera y con toda clase de precauciones, para no despertar a nadie, cerró la puerta del vagón.

La viscosa humedad lo hirió en el rostro, como cuando en una cueva la cara da con una telaraña.

«La niebla —se dijo—. La niebla. El día será caluroso, ardiente. Por eso cuesta tanto respirar y se siente esta opresión.»

Antes de descender al terraplén, se detuvo un momento a la puerta y se puso a escuchar.

El tren estaba detenido en una estación muy grande, un nudo ferroviario. Los vagones no solamente estaban sumidos en el silencio y la niebla, sino también en una especie de inexistencia y abandono, como si hubieran sido olvidados. Efectivamente, el convoy se hallaba fuera de la estación. Entre esta y él extendíase una red tan grande de vías que si la tierra se hundiese y se tragara la estación, nadie en el tren se daría cuenta.

En lontananza percibíanse dos sonidos distintos.

Detrás, por la parte de donde habían llegado, advertíase un chapoteo regular, como de ropa que se aclarase o de una bandera mojada que el viento sacudiese contra el asta.

De la dirección opuesta llegaba un zumbido que le hizo estremecerse y aguzar el oído. Era un rumor que le recordaba la guerra.

«Cañones de largo alcance», dedujo, después de haber escuchado un rato.

El zumbido manteníase monótono en una larga nota baja. «Esto quiere decir que hemos llegado hasta el frente», dijo moviendo la cabeza y saltó del vagón.

Dio algunos pasos. Dos vagones después terminaba el tren. La locomotora y los vagones de cabeza habían sido desenganchados y desaparecieron quién sabe dónde.

«Por eso bromeaban ayer —pensó el doctor—. Comprendían que apenas llegasen les harían entrar en fuego enseguida.»

Rodeó todo el tren con la intención de cruzar la vía y encontrar el camino de la estación. Pero, tras la esquina del primer vagón, se destacó de pronto, como si hubiese surgido de la tierra, un centinela armado con un fusil. Sin levantar la voz le intimó:

—¿Dónde vas? ¡El salvoconducto!

—¿Qué estación es esta?

—No es ninguna estación ¿Qué quieres?

—Soy un médico de Moscú. Viajo en este tren con mi familia. Esta es mi documentación.

—Me cisco en tu documentación. No soy tan memo como para intentar leer estos papeles en la oscuridad y estropearme la vista. ¿No ves la niebla que hay? Aunque no llevaras papeles se vería a la legua la clase de médico que eres. Los doctores como tú están arreando cañonazos allí abajo. Ya te arreglaré yo, pero todavía es pronto. Vamos, retrocede mientras estás a tiempo.

«Me confunde con alguien», pensó.

Era absurdo ponerse a discutir con el centinela. Lo mejor que podía hacer era alejarse antes de que fuera demasiado tarde. Y desapareció por el lado opuesto.

A sus espaldas cesó el cañoneo. Allí, tras él, estaba oriente. En la oscuridad de la niebla había salido el sol y parpadeaba pálido entre las nubes. Era como esos cuerpos desnudos que salen del baño en medio del vapor.

El doctor caminó a lo largo de los vagones, los dejó atrás y continuó andando. A cada paso sus pies se hundían en una blanda arena.

Aquel monótono chapoteo que había oído antes, acercábase ahora. El terreno descendía con suavidad. Dio todavía algunos pasos, y se detuvo ante unas confusas formas a las que la niebla daba proporciones desmesuradas. Anduvo un poco más y surgieron de la sombra las proas de unas barcas varadas. Hallábase a la orilla de un gran río que cansadamente chapaleaba con su perezosa resaca los costados de las barcas pesqueras y los pequeños pontones de embarque.

—¿Quién te ha autorizado a meter aquí las narices? —preguntó otro centinela, destacándose de la orilla.

—¿Qué río es este?

Estas palabras se le escaparon involuntariamente al doctor, porque después de la reciente experiencia comprendía que no era cuestión de hacer preguntas.

En lugar de responder, el centinela se llevó a los labios un silbato, pero no tuvo tiempo de utilizarlo.

El otro centinela, a quien deseaba llamar, había seguido a Yuri Andriéevich y estaba cerca ya de su compañero. Hablaron entre ellos.

—No hay por qué romperse la cabeza. Se ve enseguida la clase de pájaro que es. «¿Qué estación es esta?», «¿Qué río es este?»… Se imagina que así nos da el pego. ¿Qué te parece? ¿Lo largamos de aquí o lo llevamos al vagón de mando?

—Para mí, lo mejor es llevarlo al vagón. ¡El carnet de identidad! —gritó el segundo centinela y agarró el montón de papeles que le ofrecía el doctor.

—No le quites el ojo de encima, muchacho —dijo a alguien que no era posible ver y junto con el primer centinela se dirigió, por entre los raíles, hacia la estación.

Entonces avanzó tosiendo un hombre que había estado tendido sobre la arena. Evidentemente era un pescador.

—Puedes considerarte afortunado si te llevan al jefe. Pero no se lo tomes a mal. Cumplen con su deber. Ha sonado la hora del pueblo. Tal vez las cosas vayan mejor. Pero no hablemos ahora de todo esto. Como ves, te han confundido con otro. Están buscando a uno. Creen que eres tú. Seguro que piensan: ya le hemos echado el guante al enemigo del pueblo. Se han equivocado. De todos modos, debes pedir por el jefe. Pero guárdate de ellos. Son fanáticos. Una calamidad de tipos. Dios te libre de esta. Si te dicen «vamos», no vayas. Di que quieres ver al jefe.

Yuri Andriéevich supo por el pescador que aquel río navegable era el famoso Rynva y que la estación era Razvilie, barrio industrial y fluvial de Yuriatin, y que la misma Yuriatin, que se hallaba a dos o tres verstas, había sido durante mucho tiempo objeto de disputa entre blancos y rojos, pero que probablemente estos últimos acababan de conquistarla definitivamente. El pescador añadió que también hubo desórdenes en Razvilie, pero que al parecer habían sido sofocados, que todo estaba tan silencioso porque la zona contigua a la estación había sido evacuada por la población civil y rodeada por un cordón de vigilancia severísima. Y, por último, que entre los trenes parados, en los que se alojaban oficiales del ejército, se hallaba el tren especial de Striélnikov, el comisario de guerra, a quien los centinelas habían llevado la documentación del doctor.

Al cabo de un rato, un nuevo centinela distinto de los anteriores fue a buscar a Zhivago. Arrastraba por el suelo la culata del fusil o bien se lo ponía bajo el brazo, como si sujetara a un compañero borracho evitándole que se desplomara.

28

Después de haber dado el santo p seña al cuerpo de guardia, el centinela subió con el doctor a uno de los dos vagones unidos entre sí por un fuelle de cuero. A su aparición cesaron inmediatamente las risas y los ruidos que momentos antes había oído.

A través del estrecho pasillo, el centinela llevó al doctor a un local más amplio, donde reinaban el orden y el silencio. En aquel lugar, limpio y confortable, trabajaban personas aseadas y bien vestidas. El doctor imaginó muy distinto el cuartel general de aquel hombre sin partido, especialista en asuntos militares, que en poco tiempo se convirtió en la gloria y el terror de toda la región.

Pero probablemente el centro de su actividad no estaba allí, sino en algún puesto más avanzado, en el cuartel general del frente, más cerca del escenario de sus hazañas. Aquella era su oficina privada, su gabinete personal, el cuartel de campaña.

Por eso había calma allí, como en los pasillos de los establecimientos donde se toman baños calientes de agua del mar, pasillos forrados de corcho, por los cuales los empleados caminan silenciosamente en zapatillas.

La oficina había sido instalada en al antiguo vagón restaurante: estaba cubierto con una alfombra y había varias mesas.

—Enseguida —dijo un joven soldado, sentado cerca de la entrada.

Después de lo cual todos los funcionarios que se hallaban instalados a sus mesas se creyeron autorizados para olvidar al doctor y no le prestaron la más mínima atención. El mismo soldado, con un distraído movimiento de cabeza, despidió al centinela, que se alejó haciendo resonar el pavimento metálico del corredor, golpeándolo con la culata de su fusil.

Desde el umbral el doctor descubrió sus papeles: estaban en la última mesa, a la que se sentaba un militar de avanzada edad, semejante en su aspecto a un coronel de los viejos tiempos. Debía de estar trabajando en algún asunto de estadística. Murmurando entre dientes, consultaba algunos cuadernos, examinaba mapas militares, comparaba, recortaba y pegaba. Luego miró una tras otra las ventanillas del vagón y dijo:

—Aquí hará mucho calor —como si este fuese el resultado del examen de todas las ventanillas, y como si no hubiera sido suficiente mirar una sola de ellas.

Entre las mesas, en el suelo, un técnico militar reparaba la línea telefónica. Cuando llegó bajo la mesa del militar joven, este se levantó para no molestarle. Al lado manipulaba en una máquina de escribir una mecanógrafa que vestía una camisa de hombre, de color caqui. El carro de la máquina se había atascado en un extremo. El soldado se acercó y por encima comenzó a buscar con ella la causa de la avería. El técnico fue acercándose por debajo y comenzó a examinar las conexiones y la transmisión. Habiéndose levantado de su sitio, también se reunió con ellos el viejo «coronel».

El doctor se tranquilizó. No era posible suponer que ninguno de aquellos hombres, que sabían mucho mejor que él la suerte que le esperaba, pudieran interesarse tan tranquilamente por semejantes tonterías en presencia de un condenado.

«Además, ¿quién puede entenderlos? —pensaba—. ¿Por qué están tan despreocupados? Por todas partes se oyen cañonazos, la gente muere, prevén un día caluroso, y piensan más en la temperatura que en la batalla. Habrán visto tantas que ya para ellos no tienen la menor importancia.»

Y, no sabiendo qué hacer, desde donde se encontraba comenzó a mirar, a través del vagón, más allá de las ventanillas que había ante él.

29

Descubrió desde allí una parte de la vía y, sobre una loma, la estación de Razvilie y la población del mismo nombre.

Una sucia escalera de madera conducía de la vía a la estación.

En aquel lugar las vías estaban convertidas en un verdadero cementerio de locomotoras. Viejas máquinas sin ténder, con chimeneas en forma de taza y de bota estaban paradas una frente a otra, en medio de un hacinamiento de vagones destrozados.

Las locomotoras deshechas, la ciudad en ruinas, hierros retorcidos sobre los raíles, los oxidados tejados y muestras de las casas próximas se fundían en un espectáculo de abandono y ruina bajo un cielo blanco, encendido por el precoz calor de la mañana.

En Moscú Yuri Andriéevich había olvidado cuántos letreros podía haber en una ciudad y qué parte de la fachada cubrían. Aquellos que veía ahora hicieron que lo recordase. La mayor parte, escritos con grandes caracteres, podían leerse desde el tren y quedaban tan bajos sobre las ventanas de aquellas toscas construcciones de una planta, que estas desaparecían detrás, como las cabezas de los niños campesinos desaparecen bajo los sombreros de sus padres, calados hasta los ojos.

Mientras tanto la niebla se había disipado por completo. Habían quedado algunos jirones únicamente a la izquierda, en el cielo lejano, hacia oriente. Y también estos se movieron ligeramente, se rasgaron y abrieron como el telón de un teatro.

Al este, a tres kilómetros de Razvilie, sobre una colina más alta que el pueblo, apareció una gran ciudad, una capital de distrito o de provincia. El sol la iluminaba con una luz dorada y la distancia simplificaba sus líneas. Recortábase en la altura como el monte Afón o un eremitorio en el desierto, tal como aparecen en las litografías populares, con todas sus construcciones, casa a casa, calle a calle, y una gran catedral en medio, sobre la cumbre.

«¡Yuriatin! —pensó el doctor con emoción—. El escenario de todos los cuentos de Anna Ivánovna, la ciudad que también nombraba tantas veces Antípova la enfermera. ¡Cuánto he oído hablar de ella y en qué circunstancia la veo por primera vez!».

En aquel momento la atención de los militares inclinados sobre la máquina de escribir fue atraída por algo fuera de la ventana. Volvieron la cabeza en esa dirección y el doctor siguió su mirada.

Por la escalera de la estación eran conducidos unos prisioneros civiles y militares, entre ellos un estudiante herido en la cabeza. Lo habían vendado, pero la sangre se filtraba a través del vendaje y el muchacho la enjugaba pasándose la mano por el bronceado rostro cubierto de sudor.

Entre los dos soldados rojos que cerraban la fila destacábase el hermoso rostro del muchacho e infundía compasión su juventud. Pero los tres atraían la atención por sus extraños ademanes: hacían efectivamente todo lo contrario de lo que debían hacer.

Al joven se le resbalaba continuamente el gorro y, en lugar de quitárselo y llevarlo en la mano, de vez en cuando se lo ponía bien ajustándolo sobre la cabeza vendada y en esto lo ayudaban solícitos los dos soldados.

Tal comportamiento, contrario al sentido común, tenía algo de simbólico. Intuyendo de pronto su oculto significado, el doctor hubiese deseado echar a correr afuera e impedir que el estudiante continuara, diciéndoles algo que, en el ímpetu de su sentimiento, ya acudía a sus labios. Hubiese querido gritar al muchacho y a los que lo custodiaban que la salvación no consistía en cuidar las formas, sino en librarse de ellas.

Volvió a mirar al interior del vagón: con pasos rápidos y decididos acababa de entrar Striélnikov.

¿Cómo, entre tantos conocimientos insignificantes, no había hecho el doctor uno tan significativo como el de aquel hombre? ¿Por qué la vida no había hecho que se encontraran? ¿Por qué sus caminos no se cruzaron nunca?

Sin que hubiese pronunciado una sola palabra, era evidente que aquel hombre encarnaba una perfecta manifestación de la voluntad. Hasta tal punto era lo que deseaba ser que cualquier cosa en él y de él resultaba ejemplar: su cabeza de líneas armoniosas, la rapidez de su paso, sus largas piernas ceñidas por las botas altas, que incluso podían estar sucias, pero que parecían limpias, y su camisa militar de paño gris, que también podía estar arrugada, pero que daba la impresión de ser de tela y estar planchada.

De tal manera se manifestaba la presencia de un talento, de un talento natural que no conocía esfuerzo y señoreaba cualquier situación de la vida y por esto cautivaba.

Aquel hombre debía de poseer un don, no necesariamente innato, que trascendía de cada uno de sus movimientos y podía ser incluso el don de la imitación. Todos entonces imitaban a alguien: un célebre héroe de la historia, una persona admirada en el frente o en los motines de la ciudad, una figura que había cautivado la imaginación: las autoridades más prestigiosas, los camaradas que habían triunfado, o simplemente se imitaban unos a otros.

Por cortesía aparentó no sorprenderse o molestarse por la presencia del extraño. Se volvió a los presentes como si lo incluyera en ellos y dijo:

—Enhorabuena. Los hemos rechazado. Parece como si jugáramos a la guerra y no estuviésemos empeñados en una cosa muy seria. Son rusos como nosotros. Pero tienen un ramalazo de locura del que no quieren desprenderse y nosotros debemos arrancársela por la fuerza. El comandante era amigo mío. Incluso es de origen más proletario que yo. Crecimos juntos en el mismo patio. Hizo mucho por mí en su vida y le debo gratitud. Sin embargo, estoy contento de haberlo rechazado al otro lado del río e incluso más allá. Gurián, restablece el contacto lo antes posible. No podemos contentarnos con los ordenanzas y el telégrafo. ¿Habéis visto qué calor? De todos modos, he logrado dormir hora y media. ¡Ah, sí!…

Pareció recordar y se volvió al doctor Zhivago. Recordaba el motivo por el cual lo habían despertado: una tontería, la detención de aquel hombre.

«¿Es este? —pensó Strielnikov, midiendo a Zhivago de pies a cabeza con una mirada escrutadora—. No se parece en nada. ¡Qué estúpidos!»

Se echó a reír y dirigióse a Yuri Andriéevich:

—Perdona, camarada. Te han tomado por otro. Mis centinelas se han engañado. Estás en libertad. ¿Dónde está el carnet de trabajo del camarada? ¡Ah, aquí está tu documentación! Perdona la indiscreción, voy a echarle una ojeada. Zhivago… Zhivago… El doctor Zhivago… moscovita, ¿no? Pasemos un momento a mi despacho. Esta es la secretaría. Mi vagón está delante. Por favor. No te molestaré mucho rato.

30

¿Quién era, no obstante, aquel hombre? Era sorprendente que hubiese llegado a aquel puesto tan alto y se hubiese mantenido en él. Desconocido, originario de Moscú, apenas terminados sus estudios fue a enseñar en provincias y en la guerra cayó prisionero. Durante mucho tiempo desapareció, de modo que se le dio por muerto.

Tivierzin, el ferroviario progresista, en cuya casa vivió cuando niño, lo ayudó con sus recomendaciones y salió garante de él. Las personas de quienes entonces dependían todos los nombramientos creyeron en su palabra. En aquellos días de encendidas pasiones y extremismos, el entusiasmo revolucionario de Striélnikov, también ilimitado, se impuso por su autenticidad y por un fanatismo no improvisado, sino preparado por toda una vida real y no ocasional.

Striélnikov se mostró digno de la confianza que se depositó en él.

Su hoja de servicios del último período comprendía los casos de Ust-Nemda y Nizhni Kielmes, el asunto de los campesinos de Gubásov, que opusieron una resistencia armada al Prodotriad[44], y las represalias contra el 14.º regimiento de Infantería que había saqueado un tren de avituallamiento en la estación de Medviézhi Poima. Figuraba también la acción contra los soldados que habían juzgado a Stienka Razin[45] y provocado la sublevación de la ciudad de Turkatúi y, con las armas en la mano, se pasaron a los blancos. Y asimismo la represión del motín del pequeño puerto fluvial de Chirkin Us, durante el cual el comandante del puesto, que permaneció fiel al poder soviético fue fusilado.

Llegaba a todas partes como un rayo, condenando, decretando, decidiendo, rápido, severo, inflexible.

Su misión con el tren había acabado en toda aquella zona con las deserciones en masa. La revisión de las organizaciones de reclutamiento cambiaron el aspecto de las cosas y ahora se verificaba con éxito el enrolamiento en el Ejército Rojo. Las comisiones de alistamiento trabajaban febrilmente.

Por último, recientemente, cuando comenzó en el norte la presión blanca y se agravó la situación, fueron confiadas a Striélnikov nuevas misiones estratégicas de carácter puramente militar. Los resultados de su intervención no se hicieron esperar.

Striélnikov sabía que la gente deformaba su apellido y lo llamaba Rastriélnikov[46]. Le tuvo sin cuidado. Nada le infundía temor.

Nació en Moscú, hijo de un obrero que participó en la revolución de 1905 y fue perseguido. Durante aquellos años se mantuvo al margen del movimiento revolucionario porque era demasiado joven, y después, en años sucesivos, porque estudiaba en la universidad. Los jóvenes de origen humilde que llegaban a la universidad se tomaban los estudios mucho más en serio que los hijos de los ricos. Ni siquiera le alcanzó el fermento de los estudiantes de la clase media. Salió de la universidad con una profunda cultura humanística que completó dedicándose por su cuenta al estudio de las matemáticas.

La ley le dispensaba del servicio militar, pero había tomado parte en la guerra como voluntario. Cayó prisionero con el grado de subteniente, pero consiguió fugarse y regresar a su patria en el año 1917, cuando apenas se supo que había estallado en Rusia la revolución.

Lo dominaban dos rasgos distintivos, dos pasiones.

Sus pensamientos eran de una claridad y un equilibrio extremos. Poseía en una rara medida el sentido de la justicia y la honestidad, de la nobleza y de los buenos sentimientos.

Pero, para un científico deseoso de mostrar nuevos caminos, le faltaba a su inteligencia ese don de la casualidad, la fuerza que, con descubrimientos imprevistos, viola la estéril armonía de lo previsible. Del mismo modo, para llevar a cabo el bien, su coherencia de principios carecía de la incoherencia del corazón, que no conoce los casos generales, sino sólo el caso particular, y es grande porque actúa en la esfera de lo pequeño.

Striélnikov, que, dejada atrás la infancia, aspiraba a todo lo que fuese noble y elevado, consideraba la vida como un inmenso campo cerrado donde los hombres, respetando honradamente las reglas, competían en alcanzar la perfección.

Cuando se dio cuenta de que no era así, no pensó que se había equivocado por haber juzgado de un modo un poco demasiadamente esquemático la ordenación del mundo. Encerrando dentro de sí, durante mucho tiempo, lo que consideraba una ofensa, comenzó a acariciar la idea de erigirse en juez un día entre la vida y el oscuro elemento que la deforma, de asumir su defensa y vengarla.

La desilusión lo ensombreció. Y la revolución le proporcionó las armas.

31

—Zhivago, Zhivago —continuaba repitiendo Striélnikov en el vagón en que acababan de entrar—. Es un apellido de aristócratas. Médico en Moscú destinado a Varykino. ¡Qué extraño! Dejar Moscú para meterse en un agujero semejante…

—Precisamente. Busco tranquilidad. Deseo un lugar apartado y oscuro.

—Extraña poesía. ¿Varykino? Conozco bien esa zona. La que fue fábrica de Krueger. ¿No será por casualidad pariente? ¿Heredero?

—¿A qué viene este tono irónico? ¿Por qué habla usted de «herederos»? Aunque mi mujer, efectivamente…

—¡Ah! ¿Lo ve usted? ¿De modo que tiene la nostalgia de los blancos? Voy a causarle una desilusión: llega usted con retraso. La región ha sido liberada.

—Veo que continúa usted burlándose de mí.

—Además, médico. Militar. Y estamos en tiempo de guerra. Esto es ya una cosa de mi incumbencia. Desertor. También los «verdes»[47] se esconden en los bosques, buscan la tranquilidad. ¿Cómo puede justificarse?

—Tengo dos heridas y he sido declarado inútil.

—Me muestra usted un documento del Comisariado del Pueblo de Educación Nacional, o del Comisariado de Sanidad, que le presenta como «elemento verdaderamente soviético» o «simpatizante», y que atestigua su «lealtad». Hoy, señor mío, es el día del juicio en la tierra: criaturas del Apocalipsis, armadas con espadas y monstruos alados. Nada de doctores regularmente leales y simpatizantes. Sin embargo, le he dicho que está usted en libertad y no falto a mi palabra. Pero sólo por esta vez. Tengo el presentimiento de que volveremos a vernos y entonces las cosas serán muy distintas.

Ni la amenaza ni el desafío turbaron a Yuri Andriéevich, que dijo:

—Sé lo que piensa usted de mí. Desde su punto de vista tiene usted razón. La discusión a la que usted quiere llevarme la mantengo hace mucho tiempo en mi pensamiento con un acusador imaginario, y hay que creer que ya he tenido tiempo de deducir algunas conclusiones. No es cosa que pueda decirse en dos palabras. Permítame que me vaya sin darle explicaciones, si efectivamente soy libre, y, si no lo soy, disponga de mí. No tengo nada que justificar delante de usted.

El timbre del teléfono lo interrumpió. Se había restablecido la comunicación.

—Gracias, Gurián —dijo Striélnikov al teléfono, después de haber soplado en este varias veces—. Envíame alguien para escoltar al camarada Zhivago. Que esto no vuelva a repetirse. Y ponme con la dirección de la checa de los transportes de Razvilie.

Una vez solo, Striélnikov llamó a la estación:

—Se os ha enviado un muchacho muy joven. Continuamente se arregla el gorro en la cabeza vendada. Es una vergüenza. Sí. Dadle asistencia médica. Sí, me respondes de él como de las niñas de tus ojos. Además, racionamiento, si es necesario. Sí, y ahora hablemos de cosas serias. ¡Estoy hablando! No he terminado. ¡Eh! ¿Quién habla? Gurián, Gurián. Han cortado.

«Quizá fue un discípulo mío —pensó, renunciando por un momento a reanudar su conversación con la estación. Se hizo mayor y se ha vuelto contra nosotros.»

Sumó mentalmente los años de enseñanza, de guerra y cautividad, para ver si tenían relación con la edad del muchacho. Luego, a través de la ventanilla, mirando hacia el panorama del horizonte, buscó con los ojos el barrio de Yuriatin, junto al río, donde en otro tiempo estuvo su casa. ¿Y si su mujer y su hija estuviesen todavía allí? Ir enseguida a verlas. Enseguida, en aquel momento. Pero ¿podía pensar en ello? Todo eso significaba otra vida. Primero tenía que terminar aquella nueva vida y después volver a la otra, la que se interrumpió. Esto sucedería un día. Sí, pero ¿cuándo?