Durante el viaje, inmóvil en el asiento de su compartimiento, parecía como si sólo el tren marchase, y el tiempo se hubiese detenido y fuera aún mediodía. Pero oscurecía ya cuando el coche tomado por el doctor Zhivago se abría paso penosamente entre la multitud reunida en el mercado de la plaza de Smoliensk.
Acaso fuera realmente así, o tal vez las impresiones de ese momento se confundían con la experiencia de años anteriores. La verdad es que creía recordar que ya antes la gente se reunía en el mercado por costumbre, sin un propósito determinado: las cortinas estaban bajadas sobre los mostradores y ni siquiera se les había puesto el candado. En la plaza no había nada que comprar y toda ella estaba llena de basura que nadie retiraba.
Luego le pareció haber visto ya entonces, sobre la acera, a esas viejecitas y viejecitos, flacos y correctamente vestidos, uno junto al otro, mudo reproche para los transeúntes, ofrecer silenciosos cosas que nadie quería comprar: flores artificiales, redondas cafeteras con tapa de cristal y mechero de alcohol, trajes de noche de tul negro, uniformes de ministerios desaparecidos.
La gente de más humilde condición ofrecía cosas más esenciales: toscas rebanadas de pan negro racionado que se endurecía enseguida, sucios y húmedos terrones de azúcar y paquetes de tabaco malo partidos en dos.
Por todo el mercado circulaba una mezcolanza de cosas que aumentaban de precio a medida que pasaban de una mano a otra.
El cochero embocó una de las calles que daban a la plaza. Sobre sus hombros daba el sol, ya en el ocaso. Iba delante un carro vacío traqueteando ruidosamente, levantando columnas de polvo, que bajo aquella luz adquiría un rojizo tono broncíneo.
Por fin lograron adelantar al carro que les obstaculizaba el paso y continuaron avanzando con mayor rapidez. Al doctor Zhivago le sorprendió ver diseminados por todas partes, por las calzadas y las aceras, montones de periódicos atrasados y restos de carteles arrancados de las paredes, que el viento, los cascos de los caballos, las ruedas y los pies de los transeúntes arrastraban de un lado para otro.
Al poco rato, después de haber dejado atrás algunos cruces, en la esquina de dos calles apareció la casa. El coche se detuvo.
Yuri Andriéevich sintió que le faltaba el aliento y que su corazón latía apresuradamente cuando, después de haber descendido del simón, se acercó a la entrada y tiró del cordón de la campanilla. Pero la campanilla no emitió sonido alguno. Nadie acudía a abrir. Yuri Andriéevich tiró de nuevo del cordón. Pero como este segundo intento no produjo ningún resultado, comenzó a golpear la puerta a breves intervalos y con creciente inquietud, hasta que se abrió el portón ante Antonina Alexándrovna. Al principio, los dos se quedaron petrificados por la sorpresa, palidecieron y no pudieron oír sus propias exclamaciones. Antonina Alexándrovna mantenía abierta la puerta sujetándola con la mano y era como si sugiriese un abrazo. Repuestos de su aturdimiento, se lanzaron frenéticamente uno en brazos del otro. E instantes después comenzaron los dos a hablar al mismo tiempo, interrumpiéndose mutuamente.
—Antes que nada: ¿estáis bien?
—Sí, sí, tranquilízate. Todo marcha bien. Te escribí tonterías y debes perdonarme. Pero ya hablaremos. ¿Por qué no telegrafiaste? Márkel te subirá el equipaje. ¡Ah! Comprendo que te hayas preocupado porque no te ha abierto Yegórovna. Está en el campo.
—Estás muy delgada. Pero ¡qué joven y esbelta eres! Voy a despedir al cochero.
—Yegórovna ha ido a buscar harina. Hemos tenido que despedir a los demás. Pero tenemos una criada nueva. No la conoces. Se cuida de Sáshenka y se llama Niusha. No tenemos a nadie más. A todos les hemos dicho que llegarías y están impacientes. Gordón, Dúdorov, todos.
—¿Cómo está Sáshenka?
—Está bien, gracias a Dios. Acaba de despertarse. Si no estuvieras tan lleno de polvo por el viaje, podrías verlo enseguida.
—¿Papá está en casa?
—¿No te lo escribí? Desde la mañana a la noche está en la duma del distrito. Es el presidente, ¿te imaginas? ¿Pagaste al cochero? ¡Márkel! ¡Márkel!
Estaban en medio de la acera, con una maleta y una cesta en la mano, impidiendo el paso, y los peatones, rodeándolos para pasar, los miraban de pies a cabeza y contemplaban el coche que se alejaba y el portal abierto, en espera de ver qué sucedería.
Márkel, con el chaleco puesto sobre su camisa de indiana y en la mano la gorra de portero, acudía corriendo y lanzando exclamaciones.
—¡Santo Dios de los cielos! ¡Es Yura! Sí, sí, el mismo, nuestro aguilucho. Yuri Andriéevich, Yuri Andriéevich, luz de nuestros ojos, no olvidaste a los tuyos y has regresado al hogar. ¡Eh! ¿Qué diantre estáis esperando? ¡Largaos! Aquí no se os ha perdido nada dijo, dirigiéndose a los mirones. —Vamos, circulen, señores. Talmente como si se hubiesen pasmado.
—Buenos días, Márkel, dame un abrazo. Ponte la gorra, condenado. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo están tu mujer y tu hija?
—¿Qué quieres que hagan? Crecen, gracias. ¿Qué qué hay de nuevo? Mientras tú hacías el héroe por ahí, tampoco nosotros estábamos mano sobre mano. Se ha armado tal lío que ni el diablo es capaz de entender nada. No se sabe qué pasa. No limpian las calles, no arreglan las casas, las tripas suenan vacías como en los tiempos de ayuno, sin anexiones ni contribuciones.
—Márkel, me quejaré de ti a Yuri Andriéevich. Siempre está de este humor, ¿sabes, Yúrochka? Me saca de quicio este tono estúpido. Sin duda está haciendo un esfuerzo por ti, porque se imagina que esto te gusta. Pero tiene algo metido entre ceja y ceja. Sí, Márkel, no trates de justificarte. Eres un alma negra, Márkel. Ya es tiempo de que sientes cabeza. Diríase que estás al servicio de los comerciantes.
Cuando hubo llevado el equipaje al vestíbulo y cerrado la puerta, Márkel siguió diciendo en voz baja y con tono de complicidad:
—Antonina Alexándrovna se pone furiosa, ya la oíste. Y siempre lo mismo. Me dice: «Oye, Márkel, por dentro estás todo negro como el hollín de las chimeneas. Ahora, dice, ya no eres un niño, ya no eres gozquecillo, un perrito de salón. Ahora ya debes comprender y tener sensatez». Que eso sea verdad y natural no se lo discuto y, lo creas o no lo creas, hay gente que ha leído el libro sobre el masón que ha de venir, el libro que durante ciento cuarenta años estuvo debajo de una piedra. Y te diré lo que pienso, Yura: nos han vendido, vendido, Yúrochka, ¿comprendes?, vendido y no por una perra chica o gorda, no por un trozo de pan o un paquete de tabaco. Mira, Antonina Alexándrovna no me deja decir una palabra. ¿Lo estás viendo? Me hace señas para indicarme que ya está harta.
Naturalmente que lo estoy. Basta ya. Llévate el equipaje y gracias. Vete, Márkel. Si te necesita, Yuri Andriéevich te llamará.
—¡Por fin nos ha dejado en paz! Pero no debes hacerle caso. Es un payaso. Ante los demás se hace el tonto, pero a escondidas está afilando el cuchillo. Sólo que el hipócrita no sabe todavía sobre quién clavarlo.
—Bueno, déjalo tú también. Me parece, simplemente, que está un poco achispado y por esto hace payasadas, nada más.
—Dime más bien cuándo no está borracho. Pero que se vaya al diablo. Tengo miedo de que Sáshenka no haya vuelto a dormirse. Si no fuera por el tifus que se pilla en los trenes… ¿Tienes piojos?
—Creo que no. He viajado cómodamente, como antes de la guerra. ¿Quieres que me lave un poco? Me lavaré ahora de cualquier manera y después lo haré como es debido. Pero ¿adónde vas? ¿Por qué no pasas por el saloncito? ¿Vas por otro lado para subir las escaleras?
—¡Ah, sí! Es verdad que no sabes nada. Papá y yo, después de pensarlo mucho, hemos cedido una parte del entresuelo a la Academia agrícola. Si no, en invierno, no es posible calentarlo todo. También la parte de arriba resulta demasiado grande. Se la hemos ofrecido, pero por ahora no nos han contestado. Han instalado aquí sus gabinetes de trabajo, herbarios y colecciones de semillas. Con tal de que todas esas semillas no atraigan las ratas… Por el momento conservan bien las habitaciones. Las llaman «superficies habitables». Por aquí, por aquí. ¡Qué poco despabilado eres! Se pasa por la escalera de servicio. ¿Comprendes ahora? Sígueme, te enseñare el camino.
—Hicisteis bien en ceder las habitaciones. También el hospital donde yo trabajaba estaba instalado en una casa señorial. Había interminables filas de habitaciones, en alguna de las cuales el parquet estaba todavía por estrenar. Había macetones con palmeras y por la noche aquellas hojas extendían sobre las camas sus largos dedos, como si fuesen fantasmas. Los heridos que venían del frente les tenían miedo y gritaban dormidos. Hubo que llevarlas a otra parte. Quiero decir que en la vida de la gente rica hay algo morboso. Una infinidad de cosas inútiles. Demasiados muebles, demasiadas habitaciones en las casas, demasiada delicadeza de sentimientos, demasiadas maneras de expresarse. Habéis hecho bien imponiéndoos esas restricciones. Pero todavía no basta. Hay que llegar a más.
—¿Qué es eso que sale de este paquete? Un pico… una cabeza de pato… ¡Qué estupendo! ¡Un pato silvestre! ¿De dónde lo has sacado? ¡No puedo creerlo! En los tiempos que corren resulta una verdadera fortuna.
—Me lo regalaron en el tren. Es una historia larga de contar. Luego te la contaré. ¿Qué te parece, soltamos el paquete y lo llevamos a la cocina?
—Claro. Le diré a Niusha que lo desplume y lo limpie. Para el invierno que viene se anuncia toda clase de horrores, hambre y frío.
—Sí, lo dicen por todas partes. No hace mucho, mirando a través de la ventanilla del tren me preguntaba si podía haber algo más grande que la paz en la familia y el trabajo. Lo demás no depende de nosotros. Es posible que muchos tengan que pasar una mala situación. Algunos piensan refugiarse en el sur, en el Cáucaso o incluso más lejos. Pero un hombre ha de apretar los dientes y compartir la suerte de su país. Eso, para mí, no tiene discusión. Para vosotros es distinto. Me gustaría protegeros contra cualquier desgracia, enviaros a algún lugar más seguro, a Finlandia, por ejemplo. Pero si continuamos parándonos en cada escalón, no llegaremos nunca.
—Espera, escúchame. Hay una novedad. ¡Y qué novedad! Lo había olvidado. Ha llegado Nikolái Nikoláevich.
—¿Qué Nikolái Nikoláevich?
—Tío Kolia.
—¡Tonia! ¡Imposible! ¿Qué buenos vientos lo han traído aquí?
—Ha venido de Suiza. Ha venido dando un rodeo porque se va a Londres. A través de Finlandia.
—¿Qué broma es esta, Tonia? ¿Lo has visto? ¿Dónde está ahora? ¿No hay posibilidad de ir a buscarlo inmediatamente?
—¡Qué impaciencia! Está en el campo en casa de algún amigo. Prometió volver pasado mañana. Ha cambiado mucho, te llevarás una desilusión. Durante su viaje se detuvo en Petersburgo y se hizo bolchevique. Papá discute constantemente con él hasta quedarse afónico. Pero ¿por qué nos detenemos a cada paso? Vamos. ¿De modo que tú también has oído decir que no nos espera nada bueno, sino dificultades, peligros, lo desconocido?
—Si, yo también he oído decir eso, pero ¡qué vamos a hacer! Lucharemos. No puede ser el fin para todos. Veremos qué hacen los demás.
—Se dice que vamos a quedarnos sin leña, sin agua y sin luz. Cambiarán la moneda. No habrá aprovisionamiento. Otra vez nos hemos parado. Vamos, vamos. Oye, dicen que van muy bien unas estufas de hierro que se venden en una tienda de Arbat. Se puede cocinar utilizando periódicos como combustible. Me han dado la dirección. Tendremos que comprar una antes de que las terminen.
—Bueno. Ya la compraremos. Muy bien, Tonia. Pero háblame de Kolia, del tío Kolia. ¡Me parece mentira!
—Tengo un plan, verás: preparar parte del piso de arriba e instalarnos aquí con papá, Sáshenka y Niusha, en dos o tres habitaciones que se comuniquen, al fondo del piso, y renunciar completamente al resto de la casa. Nos aislaríamos de lo demás como si fuera la calle. Colocaríamos una de esas estufitas de hierro en la habitación de en medio, sacando el tubo por la ventana, y todo se haría en ese cuarto: la colada, la cocina. Sería también el comedor y recibiríamos allí a los amigos. Lo instalaríamos todo para ahorrar calefacción. Si Dios quiere, pasaremos buen invierno.
—¿Cómo no? Naturalmente que pasaremos buen invierno. No hay duda. Es una buena idea. Magnífico. ¿Sabes lo que te digo? Celebraremos tu proyecto. Asaremos mi pato e invitaremos al tío Kolia para la mudanza.
—Me parece muy bien. Le diré a Gordón que traiga alcohol. Lo consigue en un laboratorio. Pero mira: este es el cuarto de que te hablaba, el que he elegido. ¿Te parece bien? Deja la maleta y ve a buscar la cesta. Aparte del tío Kolia y Gordón, podríamos invitar también a Innokienti y Shura Schlésinger. ¿Estás de acuerdo? ¿Recuerdas dónde estaba nuestro cuarto de baño? Échate algo desinfectante. Yo, mientras tanto, iré a ver a Sáshenka, enviaré a Niusha abajo y, en cuanto sea posible, te llamaré.
En Moscú la principal novedad para él fue el niño. Sáshenka acababa de nacer cuando a él lo movilizaron. ¿Qué podía saber de su hijo?
Un día, antes de incorporarse, Yuri Andriéevich estuvo en la clínica para despedirse de Tonia. Llegó en el momento de dar el pecho a los niños y no lo dejaron entrar.
Para esperar se sentó en el vestíbulo. Mientras tanto, el largo corredor de la sala de recién nacidos, que formaba ángulo con el de la sala de parturientas, se llenó con el lloriqueo de diez o quince voces infantiles. Y las enfermeras, rápidamente, para que los niños no pillaran frío, llevaban a las criaturitas a sus madres para que les dieran el pecho, sosteniéndolas bajo la axila, como si fueran paquetes.
—Ué, ué —lloraban como por obligación los niños en una misma nota y sin darse cuenta.
En aquel coro distinguíase una voz que chillaba igualmente «ué, ué», sin el más pequeño matiz de sufrimiento, pero parecía que ese niño, con su tono más bajo, no lo hacía por obligación, sino con cierta animosidad sombría.
Yuri Andriéevich ya había decidido llamar a su hijo como su suegro, Alexandr. Sin saber por qué, imaginó que era el que lloraba de aquella forma porque aquel era un llanto con un carácter, un llanto que expresaba la índole y el destino de un hombre, un llanto fonéticamente expresivo, que contenía en sí el nombre del niño, Alexandr.
Y no se había equivocado. Como supo luego, el niño que lloraba de aquella forma era Sáshenka. Eso fue lo primero que supo de su hijo.
Luego lo había visto en las fotografías que le enviaban al frente junto con las cartas. En ellas aparecía como un chiquillo alegre, con la cabeza demasiado grande y los labios muy delgados. Con las piernas abiertas sobre una colcha y los brazos levantados, parecía bailar a la cosaca. Entonces tenía un año y aprendía a caminar. Ahora iba a cumplir dos y empezaba a hablar.
Yuri Andriéevich recogió la maleta del suelo, soltó las correas y la abrió sobre una mesa de juego, junto a la ventana. ¿Qué había sido antes aquella habitación? No la conocía. Evidentemente Tonia había retirado de ella los viejos muebles arreglándola de otra manera.
Abrió la maleta para sacar la navaja de afeitar. Entre las pequeñas columnas del campanario de la iglesia que surgía precisamente frente a la maleta, se mostró una clara luna llena. Cuando su luz llegó hasta la maleta, la ropa interior, los libros y objetos de tocador, toda la habitación pareció iluminarse de otro modo y la reconoció.
En otros tiempos fue el cuarto que la difunta Anna Ivánovna destinó para trastero. Allí se amontonaban mesas y sillas rotas, toda clase de cachivaches, el archivo de la familia y los baúles en los que durante el verano se guardaban las prendas de invierno. Cuando ella vivía, el cuarto estaba lleno hasta el techo y a nadie se le permitía entrar en él. Pero con motivo de las fiestas importantes, cuando la casa se llenaba de niños que podían jugar y corretear por el piso de arriba, entonces se abría también aquel cuarto y la chiquillería jugaba en él a los bandidos, se escondía bajo las mesas, se tiznaba la cara con tapones quemados y se disfrazaba.
Durante largo rato permaneció sumido en estos recuerdos, y luego descendió al vestíbulo en busca de la cesta.
Abajo, en la cocina, de rodillas ante el hornillo, Niusha desplumaba el pato sobre una hoja de periódico. Era una muchacha tímida y vergonzosa. Al ver a Yuri Andriéevich con la cesta en la mano, se puso roja como un tomate, se levantó ágilmente sacudiéndose las plumas que se le habían pegado al delantal, lo saludó y se ofreció para ayudarle. El doctor le dio las gracias y le dijo que, se valdría solo.
Apenas hubo entrado en el trastero de Anna Ivánovna, desde el fondo de la segunda o tercera habitación lo llamó su mujer:
—¡Ya puedes venir, Yura!
Fue a ver a Sáshenka. La habitación del niño era la misma en la que, en otros tiempos, él y Tonia estudiaban. El chiquillo que estaba en la camita no resultaba tan bello como en las fotografías, pero, en compensación, era el vivo retrato de la abuela paterna, de María Nikoláevna Zhivago, un retrato realmente sorprendente, el más parecido de todos los retratos que se conservaban de ella.
—Es papá, tu papá. Salúdalo con la manita —dijo Antonina Alexándrovna, apartando la red que rodeaba la cuna, para que el padre pudiera abrazar más cómodamente al niño y tomarlo en brazos.
Sáshenka dejó acercarse al desconocido barbudo, por quien no sentía atracción alguna y más bien le daba miedo. Y cuando el doctor se inclinó sobre él, el chiquillo se levantó de un salto, agarró a Tonia de la blusa y tomando impulso dio una bofetada a su padre. Le aterrorizó tanto su audacia que se arrojó en brazos de su madre, ocultó el rostro en su pecho y se echó a llorar con sollozos amargos e inconsolables, como es el llanto de un niño.
—¡Oh! ¿No te da vergüenza? —le dijo Antonina Alexándrovna—. Esto no se hace, Sáshenka. Papá creerá que Sasha es un niño malo, un granujilla. Demúestrale cómo sabes dar besos. Anda, besa a papá. No llores, no tienes por qué llorar, no seas estúpido.
—Déjalo, Tonia —rogó el doctor Zhivago—. No lo atormentes ni te aflijas. Sé perfectamente lo que estás pensando. Que esto no es normal y que es un mal signo. Son tonterías. Es natural: el niño no me ha visto nunca. Mañana me verá otra vez y me querrá.
Pero salió de la habitación como si hubiese recibido una ducha fría, bajo la impresión de un triste presentimiento.
A los pocos días, descubrió hasta qué punto estaba solo. No culpaba a nadie. Él lo había querido y lo consiguió.
Sus amigos le parecieron extrañamente descoloridos y apagados. Ninguno había conservado ni su propia personalidad ni sus propias ideas. Estaban mucho más vivos en su recuerdo. Sin duda les había sobreestimado.
Mientras el orden de cosas permitió a los privilegiados cometer rarezas y ser caprichosos a costa de los no privilegiados, ¡qué fácil había sido considerar originalidad y carácter lo que sólo era extravagancia y ese derecho a ser inútil de que gozaba una minoría a costa de la masa!
Pero apenas la masa se levantó y fueron suprimidas las ventajas de los privilegiados de la buena sociedad, todo el mundo perdió el color que lo caracterizaba, y, sin esfuerzo, renunciaron a una originalidad de pensamiento que jamás habían tenido realmente.
Ahora Yuri Andriéevich sentía cerca solamente a aquellas personas despojadas de énfasis y retórica: su mujer y su suegro, y dos o tres médicos, sencillos y modestos trabajadores.
El banquete del pato rociado con alcohol se celebró, como se había proyectado, dos o tres días después de su llegada, por lo cual tuvo antes tiempo de volver a ver a los amigos. De manera que aquel no fue su primer encuentro.
El pato, que estaba realmente gordo, fue un lujo inaudito en aquellos tiempos de hambre, pero faltaba el pan para acompañarlo, y eso hacía que aquel lujo resultase insensato e incluso irritante.
Gordón llevó el alcohol en una botella de tapón esmerilado. El alcohol era el artículo preferido como intercambio entre los vendedores clandestinos. Antonina Alexándrovna no soltó un instante la botella y, cuando a ella le parecía bien, servía pequeñas dosis que mezclaba más o menos generosamente con agua, según su capricho. La embriaguez que proporciona la absorción de alcohol en cantidades desiguales es para muchos más penosa que una embriaguez fuerte y regular. Y eso también resultaba irritante.
Pero lo más triste era que aquella velada venía a ser una traición, habida cuenta de las condiciones de vida de la época. Efectivamente, no era posible imaginar que, en aquel momento, en las casas del otro lado de la calle, los vecinos comieran y bebieran de la misma forma. Más allá de la ventana se extendía Moscú, oscuro, silencioso y hambriento. Sus tiendas estaban vacías y la gente había olvidado incluso la existencia de cosas como la caza y la vodka.
Entonces comprendieron que la vida cuando es igual a la que nos rodea, la vida que se sumerge en la vida de todos sin dejar señal, es verdadera vida, y que la felicidad solitaria no es felicidad, ya que el pato y el alcohol, al ser únicos en la ciudad, no parecían ser ni pato ni alcohol. Y eso era mucho más amargo que cualquier otra cosa.
También los invitados daban pie a melancólicas reflexiones. Gordón había sido un muchacho simpático mientras sus pensamientos fueron oscuros y difíciles y se expresó de una manera densa, triste e inconexa. Había sido el mejor amigo de Yuri Andriéevich. Sus condiscípulos lo querían de veras.
Pero ahora sentíase satisfecho de sí mismo y había introducido algunas modificaciones poco felices en su fisonomía moral. Habíase hecho audaz, se las daba de despreocupado y siempre tenía algo que contar con la pretensión de que era inteligente. Solía decir: «interesante» y «divertido», palabras que no eran suyas, porque jamás consideró la vida como una distracción.
Antes de que llegase Dúdorov, contó una historia que le pareció divertida: la historia del matrimonio Dúdorov, que circulaba entre los amigos, y que Yuri Andriéevich no conocía aún.
Hacía apenas un año que Dúdorov se había casado, y divorciado después. La gracia de la aventura residía en esto: por error había sido llamado a filas. Mientras se hallaba prestando servicio, antes de que el error se aclarase, su distracción y su irregularidad en saludar a sus superiores le habían valido constantes arrestos. Mucho tiempo después de haber sido licenciado, apenas veía a un oficial, levantaba la mano, tenía alucinaciones y por todas partes creía ver galones y estrellas.
En aquel tiempo no lograba hacer nada a derechas, y cometía lapsus y equivocaciones. Precisamente entonces, en un puerto del Volga, conoció a dos muchachas hermanas que esperaban el mismo barco que él. Parece ser que por una distracción causada por el gran número de militares que se encontraban en aquel lugar y por los recuerdos de sus vicisitudes a propósito del saludo militar, habiéndose enamorado de la mayor, no se fijó bien, y por equivocación se declaró precipitadamente a la más pequeña.
—Divertido, ¿verdad? —preguntó Gordón.
Pero tuvo que interrumpir su relato: tras la puerta se oyó la voz del protagonista de la poco verosímil historia.
En Dúdorov se había producido un cambio completamente opuesto. El hombre aturdido y superficial de antaño se había convertido en un estudioso concentrado en sí mismo.
Cuando fue expulsado del liceo por haber tomado parte en la preparación de una evasión de políticos, durante algún tiempo vagó por diversas escuelas de bellas artes, pero al fin echó raíces en el estudio de humanidades. Retrasado con respecto a sus compañeros, terminó sus estudios durante los años de guerra y se licenció en historia rusa e historia universal. Para doctorarse en una y otra escribió una tesis sobre la política agraria de Iván el Terrible y un ensayo sobre Saint-Just.
Ahora hablaba de todo con una voz baja, como de resfriado, mirando con aire soñador a un punto fijo, sin bajar ni levantar los ojos, como si hablase en una cátedra.
Hacia el final de la velada, cuando Shura Schlésinger irrumpió con su ímpetu de siempre, y todos, ya caldeado el ambiente, gritaban a más y mejor, Innokienti, a quien Yuri Andriéevich habló de usted incluso cuando eran niños, le preguntó en varias ocasiones:
—¿Ha leído usted La guerra y el universo y La flauta vertebral?
Yuri Andriéevich le había dicho ya lo que pensaba sobre ello, pero Dúdorov, debido a la general algarabía, no lo oyó y al cabo de un rato volvió a preguntar:
—¿Ha leído La flauta vertebral y El hombre?
—Ya le respondí, Innokienti. No tengo la culpa de que no me haya oído. Pero se lo repetiré. Maiakovski me ha gustado siempre. Es una especie de continuación de Dostoievski. O mejor dicho: la suya es una poesía más propia de alguno de sus personajes más inquietos y jóvenes, como Hippolit, Raskólnikov o el protagonista de El adolescente. ¡Qué talento más abrumador! ¡De qué manera logra decirlo todo, de una vez para siempre y de un modo desordenado, pero totalmente coherente! Y, sobre todo, ¡con qué audacia e impulso lanza todas estas cosas en cara de la sociedad e incluso más lejos, en el espacio!
Pero la atracción de la velada fue, naturalmente, su tío. Antonina Alexándrovna se había equivocado diciendo que estaba en el campo. Nikolái Nikoláevich regresó el mismo día de la llegada de su sobrino y se encontraba en la ciudad. Yuri Andriéevich lo vio ya en dos o tres ocasiones y había logrado hablar con él de todo, sorprenderse y reírse de una infinidad de cosas.
Su primer encuentro tuvo efecto un día gris y bochornoso. Caía una espesa llovizna. Yuri Andriéevich fue a ver a su tío al hotel en que se hospedaba. Entonces las habitaciones de los hoteles se concedían sólo mediante petición hecha a las autoridades de la ciudad. Pero a Nikolái Nikolaévich lo conocían en todas partes, y había conservado sus antiguas relaciones.
El hotel daba la impresión de un manicomio abandonado por una administración en fuga. Por las escaleras y pasillos reinaba el vacío, el caos y la confusión.
Por la amplia ventana de la habitación en desorden veíase la ancha plaza, desierta en aquellos días de desolación, alucinantes como una pesadilla nocturna.
Fue un encuentro extraordinario, inolvidable, realmente memorable. El ídolo de su infancia, el señor de los pensamientos de su adolescencia, hallábase de nuevo ante él, vivo en carne y huesos.
A Nikolái Nikoláevich le sentaban bien los cabellos blancos y el ancho traje de corte extranjero. Su edad y su aspecto lo hacían todavía muy juvenil.
Evidentemente, la inmensidad de los acontecimientos lo había achicado, como ensombrecido. Pero la verdad era que Yuri Andriéevich no podía medirlo con semejante patrón.
Le sorprendió su calma y el tono fríamente burlón con que hablaba de política. Su capacidad de dominarse era superior a la de cualquier ruso en aquellas circunstancias. En esto se evidenciaba que venía del extranjero, y su despego, que saltaba demasiado a la vista, causaba cierto malestar.
Pero fue muy distinto el sentimiento que llenó las horas que pasaron juntos. Se habían abrazado y echado a llorar, y con el aliento entrecortado por la emoción, interrumpieron con frecuentes pausas su rápido diálogo lleno de entusiasmo.
Temperamentos creadores los dos, vinculados por una misma sangre, habían vuelto a encontrarse a sí mismos. Renació el pasado y revivieron una nueva vida con su torrente de recuerdos comunes o personales. Cuando comenzaron a hablar de lo esencial, de esas cosas familiares a los verdaderos creadores, desaparecieron todos los vínculos que los unían, excepto uno solo: la afinidad existente entre pensamiento y pensamiento, entre dos energías, entre un determinado principio y otro.
En los últimos diez años, Nikolái Nikoláevich no tuvo nunca ocasión, como esta vez, de hablar de manera más lógica y oportuna del goce de crear y de su vocación de escritor. Por su parte, Yuri Andriéevich no había oído nunca opiniones tan exactas y penetrantes ni tan fascinadoramente atractivas como durante esta conversación.
A cada momento los dos lanzaban exclamaciones y paseaban por la habitación apretándose la cabeza entre las manos, por la correspondencia de sus intuiciones, o se detenían junto a la ventana y tamborileaban, sin decir nada, sobre los cristales, turbados por la evidencia material de su recíproca comprensión.
Eso sucedió en el primer encuentro. Luego el doctor Zhivago vio en otras ocasiones a Nikolái Nikoláevich. En sociedad y entre la gente era una persona muy distinta, irreconocible.
Dábase cuenta de que era un huésped en Moscú y no quería renunciar a esta impresión. Por otra parte, no estaba claro si consideraba a Petersburgo u otro lugar cualquiera como si fuese su casa. Le seducía su papel de orador político y conversador deslumbrante. Tal vez imaginaba que en Moscú se abrirían salones políticos como sucedía en París, antes de la Convención, en la casa de Madame Roland.
Visitaba a sus amigas, acogedoras damas que vivían en tranquilas y pequeñas calles moscovitas. Con mucha gracia se burlaba de ellas y de sus maridos, de su medianía, de sus ideas atrasadas y de su costumbre de verlo y considerarlo todo desde su punto de vista personal. Si en otro tiempo había citado libros clandestinos y textos órficos, ahora su erudición se limitaba a lo superficial y periodístico.
Contábase que había dejado en Suiza a una amante joven, negocios en marcha y un libro inacabado, y que vino simplemente a sumirse en la impetuosa borrasca de la patria, para marcharse de nuevo, si salía incólume a la superficie, a sus queridos Alpes. Y nadie entonces volvería a verlo nunca más.
Estaba al lado de los bolcheviques y a menudo hablaba de dos destacados revolucionarios socialistas de izquierda, como si fueran personas de sus mismas ideas: un periodista, que firmaba con el seudónimo de Míroshka Pomor, y la publicista Silvia Koterí.
Alexandr Alexándrovich Gromeko lo cubría de gruñones reproches:
—Realmente asusta ver hasta dónde has llegado, Nikolái Nikoláevich. Todos esos Míroshka… ¡Gentecilla y nada más! Y la tal Lidia Pokorí…
—Koterí —corregía Nikolái Nikoláevich—. Y además se llama Silvia.
—Me da igual una cosa que otra. Pokorí o Potpourri, no es la palabra lo que importa.
—De todos modos, perdóname que te diga que se llama Koterí —insistía pacientemente Nikolái Nikoláevich.
El y Alexándr Alexandrovich tenían diálogos de este tipo:
—¿Para qué discutir? Es sencillamente vergonzoso tratar de demostrar verdades de este género. Es elemental. Durante siglos la masa del pueblo ha llevado una existencia inimaginable. Coge cualquier manual de historia. Cualquiera que sea su nombre, feudalismo o servidumbre de la gleba, o capitalismo y economía industrial, el carácter innatural e injusto de tal sistema ha sido denunciado hace mucho tiempo y también desde hace mucho tiempo se ha preparado la revolución que debe liberar al pueblo y poner las cosas en su sitio.
—Sabes que no es posible una renovación parcial del pasado, de lo que ya es viejo: hay que arrancarlo de raíz. Acaso esto, como consecuencia, haga que se derrumbe el edificio. ¿Y qué? El hecho de que esto sea terrible no quiere decir que no pueda ser. Es cuestión de tiempo. ¿Cómo es posible discutirlo?
—Pero no se trata de esto. ¿Acaso estoy hablando de semejante cosa? ¿Qué es lo que sostengo? —protestaba Alexandr Alexándrovich.
Y la discusión volvía a ponerse al rojo vivo.
—Tus Potpourris y Miroshkas son gente sin conciencia. Dicen una cosa y hacen lo que les da la gana. Además, ¿dónde está la lógica? No hay coherencia en nada. Espera, que te lo demostraré.
Y buscaba una revista en la que se había publicado un artículo lleno de contradicciones. Para buscarlo, abría y cerraba ruidosamente los cajones de su mesa y todo este ruido despertaba su elocuencia.
A Alexandr Alexándrovich le gustaba que algo le interrumpiese en la conversación, cuando algún obstáculo justificaba sus pausas en su charla, y sus vacilaciones.
En general, su facundia surgía repentinamente cuando buscaba algo que había perdido, por ejemplo uno de los chanclos, en la penumbra de la antesala, o cuando, con una toalla al hombro, se detenía a la entrada del cuarto de baño, o si en la mesa servían un plato pesado, o cuando escanciaba el vino en las copas de sus huéspedes.
Yuri Andriéevich escuchaba encantado a su suegro. Le gustaba mucho aquella manera tan familiar de hablar, canturreando según la antigua forma moscovita, con la erre suave, semejante a un mayido, tan corriente en todos los Gromeko.
El labio superior de Alexandr Alexándrovich, cubierto por el bigote, montaba ligeramente sobre el inferior, del mismo modo que su corbata de lazo se destacaba sobre el pecho. Había algo de común entre aquel labio y la corbata, algo que prestaba a Alexandr Alexándrovich un aire conmovedor, confiadamente infantil.
Ya avanzada la noche, poco antes de que los invitados se fueran, compareció Shura Schlésinger. Venía directamente de algún mitin, con chaqueta y gorro de obrero. Entró con pasos decididos y estrechó las manos a todos, deshaciéndose al mismo tiempo en reproches y acusaciones.
—Hola, Tonia. Hola, Sániechka. Confesad que es una porquería. Por todas partes he oído decir que ha llegado, todo Moscú habla y yo soy la última en enterarme. ¡Que el diablo os lleve! Se ve que no merezco semejante honor. ¿Dónde está el hijo pródigo? Dejadme pasar. Apartaos de en medio. ¡Hola! Bravo, bravo, lo he leído. No entiendo nada, pero es genial. Se ve enseguida. Nikolái Nikoláevich. Enseguida estoy contigo, Yúrochka. He de hablar larga y particularmente contigo. ¡Hola, muchachos! ¡Ah, también tú, Gógochka!
La última exclamación estaba dedicada a un pariente lejano de los Gromeko, Gógochka, un gran admirador de la fuerza en general. Por su ridiculez y su manera de reírse de cualquier cosa, le llamaban Akulka[33]. Y por su alta estatura, gusano solitario.
—Pero ¿qué cuchipanda es esta? Enseguida os alcanzo. ¡Ah, señores, señores! No sabéis nada, no veis nada. ¡Con lo que está pasando en el mundo! ¡Hay que ver qué cosas! Id a cualquier mitin popular, con obreros de verdad, con soldados de veras, no sacados de los libros. Intentad decirles que hay que seguir la guerra hasta la victoria. ¡Ya os darán ellos, la victoria! Precisamente acabo de oír a un marino. Te hubieses vuelto loco, Yúrochka. ¡Qué pasión! ¡Qué carácter!
Shura Schlésinger se interrumpió. Todos gritaban, tratando de exponer sus ideas, unos en un sentido y otros en otro. Ella se sentó junto a Yuri Andriéevich, le tomó una mano y, acercando su cara a la de él para que lo oyera mejor, comenzó a hablar en voz alta, siempre en el mismo tono, como si hablase por teléfono:
—Vámonos juntos, Yúrochka. Te haré conocer a la gente. Debes ponerte en contacto con la tierra, ¿comprendes?, como Anteo. ¿Por qué me miras con esos ojos? ¿Qué cosa te sorprende? ¿No sabes, Yúrochka, que soy un viejo caballo de batalla, una vieja «bestuzheviana»?[34]. He conocido las cárceles, he luchado en las barricadas. ¡Claro que sí! ¿Qué te habías creído? ¡No sabemos nada del pueblo! Ahora estoy allí con ellos. Estoy organizando una biblioteca.
Había bebido mucho y estaba un poco achispada. Pero también a Yuri Andriéevich le daba vueltas la cabeza. Por eso no se dio cuenta de que en un instante determinado Shura Schlésinger se encontró en un extremo de la habitación y él en el otro, en una esquina de la mesa. Él estaba de pie y hablaba como a pesar suyo. Pero no lograba que se callase nadie.
—Señores… Yo quisiera… ¡Misha! ¡Gógochka!… ¿Qué puedo hacer, Tonia, si no me escuchan? Señores dejadme decir dos palabras. Se prepara algo nunca visto, algo que jamás ha sucedido. Antes de que sea demasiado tarde, os voy a decir una cosa. Cuando eso llegue, Dios quisiera que no nos perdamos los unos a los otros ni nos perdamos a nosotros mismos. Gógochka, espera un momento antes de gritar tus vivas. No he terminado aún. Dejad de hablar y escuchadme.
»En este tercer año de guerra el pueblo ha adquirido la convicción de que más tarde o más temprano desaparecerán los límites entre el frente y la retaguardia, que un mar de sangre lo inundará todo, anegando incluso a aquellos que, previéndolo, se han atrincherado y fortificado en la retaguardia. Este mar de sangre será la revolución.
»Mientras ella se desencadene os parecerá, como nos pareció a nosotros en la guerra, que la vida se ha interrumpido, que se acabó todo lo personal y que ya no existe nada sobre la tierra, excepto matar y hacerse matar. Y si vivimos lo bastante para leer recuerdos y memorias de esta época, tendremos la convicción de haber vivido en cinco o diez años mucho más que algunos hombres en un siglo.
»Yo no sé si el pueblo mismo será el que se levante y se ponga en marcha, o si todo se hará en su nombre. En acontecimientos de esa importancia, ni siquiera puede confiarse en una lógica dramática. A pesar de todo, yo tendré confianza. Es una mezquindad buscar las causas de acontecimientos gigantescos. No las hay. Las disputas domésticas tienen su génesis: después de haber andado a la greña o haberse tirado los platos a la cabeza, uno se esfuerza en saber quién ha empezado. Pero lo realmente grande, como el universo, no tiene principio. Lo que es grande llega sin que se haya visto venir, como si siempre hubiera estado ahí, o como si hubiese caído del cielo. Yo también creo que corresponde a Rusia ser el primer imperio socialista desde la creación del mundo. Cuando esto suceda, durante mucho tiempo estaremos aturdidos, y cuando nos recobremos, se nos habrá perdido su recuerdo. Habremos olvidado una parte del pasado y no trataremos de explicarnos lo imposible. El orden nuevo nos será tan familiar como el bosque en el horizonte y las nubes sobre nuestras cabezas. Nos rodeará por todas partes. Y no habrá nada más.
Siguió hablando y se disipó su embriaguez. Pero continuaba sin comprender del todo lo que hablaban a su alrededor y respondía a la buena de Dios. Veía que era objeto de una general manifestación de afecto, pero no lograba liberarse de la tristeza que lo dominaba y hacía distinto a los demás. Dijo:
—Gracias, gracias. Comprendo vuestros sentimientos. No los merezco. No hay que apresurarse en querer a nadie, como si uno tuviera que precaverse ante el temor de que llegue un día en que se ame demasiado.
Todos rieron y aplaudieron, considerando estas palabras como una broma adrede, mientras él hubiese deseado desaparecer a causa de una sensación de pena inminente, de dolor, presintiendo casi su futura impotencia, a pesar de su sed de bien y su disposición a la felicidad.
Los huéspedes se apresuraron a salir. Todos tenían en la cara huellas de cansancio y, abriendo y cerrando la boca con sus bostezos, recordaban a los caballos.
Mientras se despedían, alguien levantó la cortina de la ventana. La abrieron. Apareció un alba grisácea, un cielo húmedo lleno de sucias nubes de color terroso con verdosos reflejos.
—Mientras estábamos charlando, ha debido desencadenarse una tormenta —dijo alguien.
—Por la calle, al venir, me sorprendió la lluvia. Llegué justamente a tiempo de salvarme de ella —confirmó Shura Schlésinger.
Por la calle desierta y todavía oscura se oía el tecleo de las gotas que caían de los árboles y el insistente piar de los gorriones mojados.
Sonó un trueno, como si una reja hubiese trazado un surco en el cielo, y todo volvió al silencio. Luego resonaron cuatro golpes sonoros, retardados, imprevistos como esas grandes patatas que se desprenden en otoño de la tierra removida con la pala.
El trueno limpió de polvo y humo la habitación. De pronto, como en la electrólisis, se manifestaron los elementos de que está compuesta la vida: agua, aire, el deseo de ser feliz, tierra y cielo.
Las voces de los invitados que se alejaban, continuando la discusión, llenaron la calle. Las voces fueron alejándose y menguando, hasta que se extinguieron.
—¡Qué tarde es! —dijo Yuri Andriéevich—. Vamos a acostarnos. Realmente, en todo el mundo no quiero más que a dos personas: a ti y a tu padre.
Transcurrió agosto y finalizaba el mes de septiembre. Acercábase lo inevitable. Con la proximidad del invierno advertíase que algo fatal se preparaba para el universo de los hombres. Era como una parálisis invernal, que se notaba en el aire y en todas las conversaciones. Había que prepararse para el frío, hacer provisión de alimentos y de leña. Pero en esos días en que triunfaba el materialismo, la materia se había convertido en un concepto, y el «problema alimenticio» y el «problema del combustible» acabaron con los conceptos alimentación y leña.
En la ciudad la gente se hallaba tan desamparada como los niños ante lo desconocido que se avecinaba, y que amenazaba con echar abajo todas las costumbres adquiridas y dejar tras de sí la devastación, aunque esta misma fuese un producto de la ciudad y obra de sus habitantes.
Todos fantaseaban y hablaban sin ton ni son. La buena vida burguesa, ya sin apoyo, se debatía y arrastraba, siguiendo una vieja costumbre. Pero el doctor Zhivago veía las cosas sin falsos optimismos: no podía ocultarse que la vida de otro tiempo, incluso él mismo y su mundo, estaban condenados. Le esperaban duras pruebas y tal vez el fin. Veía extinguirse los contados días que les quedaban.
Hubiera enloquecido a no ser por las pequeñas molestias de la existencia, los trabajos y las preocupaciones. Su mujer, su hijo, la necesidad de procurarse dinero constituían su salvación. Lo sacaba a flote lo cotidiano: las costumbres, el trabajo y las visitas a los enfermos.
Comprendía que era un pigmeo ante la monstruosa máquina del futuro y tenía miedo. Amaba ese futuro y, en secreto, estaba orgulloso de él. Por última vez, como si se despidiera, miraba con ojos ávidos las nubes y los árboles, la gente que caminaba por las calles, la gran ciudad rusa que luchaba contra las desventuras. Estaba dispuesto a ofrecerse como holocausto para que todo fuera mejor, pero no podía hacer nada.
Contemplaba el cielo y los transeúntes preferentemente desde el centro de la calzada, cruzando Arbat a la altura de la farmacia de la Sociedad de Médicos, en la esquina de la calle Starokoniúshnaia.
Había vuelto a prestar servicio en su antiguo hospital que, en espera de que se le diera una denominación apropiada, continuaba llamándose Krestovozdvízhenskaia[35], aunque hubiese sido disuelta ya la sociedad de este nombre.
También en el hospital había comenzado la disgregación. Los moderados, cuya obtusa mente indignaba al doctor, lo consideraban peligroso. A los otros, los políticamente avanzados, no les parecía, en cambio, lo suficientemente radical. De este modo él no se encontraba ni entre unos ni entre otros. Alejándose de una orilla, no había llegado aún a la otra.
En el hospital, además de sus obligaciones profesionales, el director le había confiado el control de la estadística. ¡Cuántos formularios, encuestas y cuestionarios tuvo que examinar, y rellenar cuántas órdenes de pago! La mortalidad, la evolución de las epidemias, la situación económica del personal, su grado de conciencia cívica y la medida de su participación en las elecciones, la insuficiencia de combustible, de alimentos, de medicinas, todo interesaba a la Dirección General de Estadística, que para todo exigía una respuesta.
El doctor Zhivago trabajaba sentado ante su antigua mesa de despacho, junto a la ventana de la sala de médicos, y ante él había montones de diversos modelos de impresos. A veces, en ocasión de bruscas inspiraciones, junto con sus notas médicas diarias redactaba su «Juego de los hombres», especie de sombrío diario, o bien apuntes cotidianos, compuesto de prosas y versos y de todo lo que le sugería su idea de que la mitad de la humanidad había dejado de ser ella misma y no se sabía qué papel representaba.
La sala de médicos, luminosa y soleada, con las paredes pintadas de blanco, bañábase a aquellas horas en la luz dorada del sol de otoño, tan característico de los días que siguen a la Asunción, cuando en la mañana crujen los primeros hielos, y los paros invernales y las picazas revolotean por los bosquecillos multicolores y luminosos, cuyo follaje comienza a clarear. En estos días el cielo alcanza una altura extrema y, a través de la diáfana columna de aire que se yergue entre él y la tierra, llega desde el norte un helado esplendor azul oscuro. Aumenta la visibilidad y la audición de todas las cosas del mundo. Las distancias transmiten sus sonidos con una sonoridad helada, precisa y distinta. Las lejanías se aclaran como si descubrieran a los ojos, y para muchos años, toda la vida. No se podría soportar esta rarefacción si no durase tan poco tiempo, si no llegara al final de una corta jornada de otoño, en el umbral de un precoz crepúsculo.
Con esta luz se llenaba la sala, una luz de sol otoñal que se vuelve pronto jugosa, acuosa y cristalina, como una manzana demasiado madura.
El doctor, sentado junto a la ventana, mojaba la pluma en el tintero, reflexionaba y escribía, mientras afuera volaban muy cerca ciertos pájaros silenciosos. Sus tácitas sombras proyectadas en la estancia cubrían las manos móviles del médico, la mesa con los impresos, el pavimento y las paredes, y tácitamente desaparecían.
—El arce pierde las hojas —dijo, al entrar, el disector, un hombre robusto en otros tiempos y que ahora, enflaquecido, tenía la piel fláccida y vacía—. Le han caído encima aguaceros y lo han zarandeado los vientos sin lograr debilitarlo. Y ha bastado una sola helada matutina…
El doctor levantó la cabeza. Efectivamente, los misteriosos pájaros que pasaban ante la ventana no eran otra cosa que las rojas hojas del arce, que volaban abandonándose suavemente en el aire y como curvadas estrellas de oro iban a posarse sobre el prado del hospital.
—¿Ha puesto masilla en las ventanas? —preguntó el disector.
—No —dijo Yuri Andriéevich, sin dejar de escribir.
—¿Por qué? Ya es tiempo.
Yuri Andriéevich no respondió, absorto en su trabajo.
—Lástima que ya no esté Tarasiuk —continuó el disector—. Era un hombre que tenía mano de oro para estas cosas. Lo arreglaba todo, las botas y los relojes. Todo lo sabía hacer. Y, por si fuera poco, hasta proporcionarse lo que necesitaba. Pero ya es tiempo de arreglar las ventanas. Tendremos que hacerlo nosotros mismos.
—No hay masilla.
—Habrá que hacerla. Yo tengo aquí la receta —y le contó cómo fabricaba la masilla, con aceite de linaza y yeso—. Pero siga trabajando. Le estoy estorbando.
Se retiró hacia la otra ventana y comenzó a manipular sus frascos y preparados. Anochecía. Al poco rato dijo:
—Se estropeará la vista. Ya es oscuro. Y no dan la luz. Vámonos a casa.
—Trabajaré un poco más. Unos veinte minutos.
—Su mujer está aquí, entre las asistentas del hospital.
—¿La mujer de quién?
—La mujer de Tarasiuk.
—Ya lo sabía.
—Y no se sabe dónde está él. Siempre anda por ahí. Este verano se dejó ver un par de veces en el hospital. Ahora está en el campo. Está creando las bases de una nueva vida. Es uno de esos soldados bolcheviques que se ven en las calles y los trenes. ¿Quiere saber cuál es el misterio? El de Tarasiuk, por ejemplo. Escuche. Es un artista en todo. No hay nada que pueda salirle mal. Haga lo que haga, todo lo hace bien. Lo mismo le ha ocurrido en la guerra. La estudió como un oficio cualquiera y se ha convertido en un tirador formidable en las trincheras: vista y pulso de primera. Ha logrado toda clase de menciones, pero no por su valor, sino por su tiro infalible. En fin, cualquier trabajo le apasiona. De este modo se ha enamorado también del oficio militar. Ha visto que las armas son una fuerza y ha tomado un arma. También él ha querido convertirse en una fuerza. Un hombre armado no es solamente un hombre. Antiguamente, los que eran como él pasaban de traidores a bandidos. Que intenten quitarle ahora su fusil. De pronto se dijo: «Basta de luchar», y todo eso. Y dejó de luchar, esta es toda la historia. Este es su marxismo.
—El más auténtico, el que nace con la vida misma. ¿Qué creía usted que era?
El disector volvió a su ventana y comenzó a mover las probetas. Luego preguntó:
—¿Cómo va el nuevo fumista?
—Gracias por habérmelo enviado. Es un hombre muy interesante. Discutimos una hora sobre Hegel y Benedetto Croce.
—Ya me lo imagino. Es doctor en filosofía por la universidad de Heidelberg. ¿Y la estufa?
—Es mejor no hablar de ella.
—¿Suelta humo?
—Horrores.
—Debió colocar mal el tubo. Hay que fijarlo con mástique en la estufa. Seguramente se habría limitado a encajarlo en el embocadero.
—Es una estufa holandesa. Pero hay que ver cómo humea.
—Esto significa que no funciona bien el tiro. Habrá pasado el tubo por el canal de ventilación. O por la boca de aire. ¡Si estuviera aquí Tarasiuk! Tenga paciencia. En un día no se hizo Moscú. Encender una estufa no es lo mismo que tocar el piano. Hay que aprender. ¿Hizo usted provisión de leña?
—¿Dónde encontrarla?
—Yo le mandaré al guarda de una iglesia. Es un ladrón de leña. Destroza las empalizadas para venderlas como combustible. Pero le prevengo que hay que regatearle. Pide mucho. O si quiere le enviaré a una mujer de la desinfección.
Bajaron a la portería, se pusieron los abrigos y salieron.
—¿Por qué una mujer de la desinfección? No tenemos chinches.
—¿Y qué tienen que ver las chinches con esto? Hablo de una cosa y usted de otra. No hablo de chinches, sino de leña. Esa mujer tiene una empresa comercial. Compra casas y derribos de madera para hacer combustible. Es una abastecedora seria. Cuidado, no tropiece. ¡Qué oscuridad! En otros tiempos hubiera podido pasearme con los ojos cerrados por este barrio. Conocía cada piedra. Precisamente he nacido aquí. Pero luego empezaron a echar abajo las empalizadas, y ya no reconozco nada aunque vaya con los ojos muy abiertos, como si me encontrase en una ciudad extranjera. Pero, en compensación, ¡qué hermosos rincones han salido a la luz! Casitas de estilo imperio entre pequeños jardines, veladores de jardín y bancos medio podridos. No hace muchos días pasaba precisamente junto a uno de estos sitios, en el cruce de tres calles. ¿Qué diría usted que vi? A una viejecita centenaria que estaba escarbando la tierra con su bastón. «Dios te proteja abuelita (le dije). ¿Buscas gusanos para ir a pescar?». Naturalmente que se lo dije en broma. Y ella, con toda seriedad, me respondió: «No, jovencito, busco setas». Y la verdad es que ahora la ciudad es como un bosque. Huele a hojas marchitas y a setas.
—Conozco ese rincón. Está entre las calles Seriébriani y Molchánovka, ¿verdad? Siempre que paso por ahí me suceden cosas inesperadas. O me encuentro con alguien a quien no he visto en veinte años, o descubro algo. Según se dice, en esa esquina se suele desvalijar a los transeúntes. No es de extrañar: parece el lugar más apropiado. Hay una red de callejuelas que comunican con los antros de la plaza Smoliensk. Atacan y roban a su gusto. ¡Y cualquiera da luego con el ladrón!
—¡Y como los faroles dan tan poca luz! No se ve ni gota.
La verdad es que al doctor Zhivago le sucedían en aquella esquina las cosas más insospechadas. Avanzado ya el otoño, poco antes de los combates de octubre, una noche oscura y fría, tropezóse en aquella esquina con un hombre que yacía sin conocimiento en la acera. Estaba tendido con los brazos abiertos, la cabeza apoyada en un guardacantón y las piernas en la calzada. De vez en cuando se lamentaba débilmente. En respuesta a las preguntas que el doctor le hizo mientras trataba de reanimarlo, murmuró algo ininteligible y volvió a perder el sentido. Tenía la cabeza herida y ensangrentada, pero los huesos estaban intactos, según observó Zhivago en un rápido examen. Sin duda había sido víctima de una agresión.
—Mi cartera, mi cartera —murmuró dos o tres veces. Desde una farmacia de Arbat el doctor telefoneó al viejo cochero que prestaba servicio en el Krestovozdvízhenski e hizo trasladar al desconocido al hospital.
Resultó ser un político muy nombrado. El doctor lo curó y durante muchos años tuvo en él un protector que, en aquella época llena de desconfianza y terror, le evitó muchas dificultades.
Era domingo. Yuri Andriéevich no tenía servicio en el hospital. En la casa de Sívtsev Vrázhek, habían sido arregladas ya las tres habitaciones para el invierno, tal como lo proyectó Antonina Alexándrovna.
Era un frío y oscuro día de viento con bajas nubes de nieve.
La estufa estaba encendida desde por la mañana y las habitaciones comenzaban a llenarse de humo. Antonina Alexándrovna, que no entendía nada de estufas, daba consejos inútiles y erróneos a Niusha, que luchaba con leña húmeda que no ardía. El doctor, que había comprendido lo que debía hacer, intentó intervenir, pero su mujer lo empujó suavemente por los hombros y lo sacó fuera de la habitación, diciendo:
—Vete. Estamos que ya no podemos más, y, como de costumbre, intervienes en el momento menos oportuno. ¿No te das cuenta de que con tus observaciones no haces otra cosa que echarle aceite al fuego?
—Aceite, aceite, Tónechka. ¡Sería magnífico! ¡La estufa se encendería en un santiamén! Lo malo es que no veo ni el aceite ni el fuego.
—No es este el momento más adecuado para bromear. Comprende que no tenemos la cabeza para estas cosas.
La estufa que no quería encenderse echaba por tierra todos los proyectos del domingo. La familia esperaba acabar su trabajo de manera que les quedara libre la tarde, y ahora todo se iba al cuerno. El almuerzo tendría que esperar y, por si fuera poco, quien quisiera lavarse la cabeza con agua caliente ya no podría hacerlo.
A poco el humo fue tan denso que se hacía imposible respirar. Un fuerte viento rechazaba el humo dentro de la habitación, donde se había formado ya una densa nube fuliginosa, como un encantamiento en medio de un bosque dormido.
Entonces Yuri Andriéevich mandó a todos a las demás habitaciones y abrió la ventana. Quitó de la estufa la mitad de la leña y entre los troncos que quedaban en el interior, practicó un paso para el aire y metió pequeñas ramas y corteza de abedul.
A través de la ventana penetró en la estancia el aire fresco, que empezó a jugar con las cortinas. Desde la mesa volaron al suelo algunos papeles. El viento sacudió una puerta distante y, formando remolinos en los rincones, comenzó a perseguir los restos de humo, como un gato persigue un ratón.
La leña se encendió y empezó a crepitar. La estufa se llenó de llamas. En su cuerpo de hierro comenzaron a formarse círculos incandescentes como las manchas rojas de un tísico. El humo fue cediendo y se disipó del todo.
La estancia se iluminó más. Las ventanas, cuyas rendijas Yuri Andriéevich, siguiendo las instrucciones del disector, había tapado con masilla, empezaron a lagrimear. El cálido y graso olor de la masilla llenó el aire como una oleada. Pero el olor fue dominado por el de las astillas que se secaban junto a la estufa: el olor amargo y áspero de la corteza de abedul, y el del álamo verde que olía como un agua de tocador.
Fue entonces cuando Nikolái Nikoláevich entró en la habitación, como una corriente de aire a través de la ventana.
Hay tiros en la calle —anunció—. Los junkers, que apoyan al Gobierno provisional están luchando con los soldados de la guarnición, que apoyan a los bolcheviques. Hay casi un combate en cada esquina, y los focos de insurrección son innumerables. Por la calle, al venir aquí, me he encontrado dos o tres veces en un cuerpo a cuerpo, una vez en la esquina de la Bolshaia Dmítrovka y otra cerca de la Puerta de Nikitski. No es posible venir a tu casa directamente. Hay que dar un rodeo. Pronto, Yura, vístete y salgamos. Hay que ver esto. Es la historia. No sucede más que una vez en la vida.
Pero se quedó charlando un par de horas. Cenaron luego y cuando se disponía a salir para regresar a su casa acompañado por el doctor Zhivago, compareció Gordón. Entró en la misma forma que Nikolái Nikoláevich y con las mismas noticias.
Mientras tanto, los acontecimientos siguieron su curso. Gordón era portador de nuevos detalles: el tiroteo se había hecho mucho más intenso, habían muerto algunos transeúntes y la circulación estaba interrumpida. Por un verdadero milagro pudo llegar hasta la casa, pero ahora el camino estaba bloqueado.
Nikolái Nikoláevich no le hizo caso e intentó sacar la nariz a la calle, pero retrocedió inmediatamente: la calle, en efecto, estaba bloqueada y silbaban las balas arrancando de las esquinas pedazos de ladrillo y estuco. En las calles no se veía un alma.
En aquellos días Sáshenka se puso malo.
—He dicho cien veces que no tengas al niño cerca de la estufa —exclamó Yuri Andriéevich—. Un calor excesivo es mucho peor que el frío.
Al niño se le había inflamado la garganta y tenía mucha fiebre. Manifestaba un terror primitivo y sobrenatural a las náuseas y los vómitos, cuya sensación parecía experimentar a cada momento. Para impedir que Yuri Andriéevich le mirase la garganta, rechazaba su mano armada con el laringoscopio, cerraba la boca y gritaba hasta ahogarse. Todas las persuasiones y amenazas fueron inútiles. De pronto, distraídamente, abrió la boca en un bostezo: su padre aprovechó esta circunstancia para meterle en la boca, con un movimiento instantáneo, una cuchara. Le bajó la lengua y logró ver las inflamadas amígdalas, cubiertas de placas. Yuri Andriéevich se alarmó.
Poco después, maniobrando de la misma forma, logró extraer un poco de mucosidad de la garganta del chiquillo. Con el microscopio que se había construido Alexandr Alexándrovich, hizo su examen. Afortunadamente no era difteria.
Pero por la noche, Sáshenka tuvo un ataque de falsa difteria. Ardía de fiebre y se ahogaba. Yuri Andriéevich no podía mirar a su hijo. Sentíase impotente para aliviar sus sufrimientos. Antonina Alexándrovna estaba convencida de que su hijo se moría. Lo tomaron en brazos y lo pasearon por la habitación. Eso pareció aliviarle.
Había que encontrar leche, agua mineral o bicarbonatada para él. Pero era el momento culminante de la lucha en las calles. El tiroteo, al que se mezclaban ya los cañonazos, no cesaba un instante. Si Yuri Andriéevich, arriesgando su vida, hubiera logrado pasar al otro lado de la zona del fuego, no habría encontrado nada. Hasta que no se hubiese resuelto la situación, la ciudad no daría señales de vida.
Pero ya se comprendía cómo acabaría todo. Decíase por todas partes que los obreros llevaban ventaja. Todavía luchaban grupos aislados de junkers, privados ya de todo contacto con ellos mismos y con el mando.
El barrio de Sívtsev Vrázhek hallábase en el centro de operaciones de las unidades revolucionarias que, procedentes de Dorogomílovo, presionaban hacia el centro. Los soldados procedentes de la guerra con Alemania y los jóvenes obreros instalados en las trincheras abiertas a través de la calle conocían a la gente que vivía en las casas circundantes y, como buenos vecinos, charlaban con los que sacaban las cabezas por las puertas o salían a la calle. En aquel lugar de la ciudad se había reanudado la circulación.
Gordón y Nikolái Nikoláevich abandonaron la residencia forzosa de los Zhivago, donde habían permanecido tres días. Yuri Andriéevich agradeció su presencia en aquellos penosos días de la enfermedad de Sáshenka, y Antonina Alexándrovna les perdonó la complicación que su permanencia había representado para ella. Pero como demostración de gratitud por su hospitalidad, los dos se creyeron obligados a hablar sin descanso, y Yuri Andriéevich estaba ya tan fatigado al cabo de tres días de palabras inútiles, que sintió alivio cuando los vio marchar.
Se supo que llegaron felizmente a casa. Sin embargo, pudieron comprobar que los rumores que hablaban de calma habían sido prematuros. Los combates continuaban en algunos puntos. Determinados barrios se habían hecho inaccesibles y, por el momento, el doctor Zhivago no podía ir al hospital, al cual comenzaba a echar de menos. Allí, en uno de los cajones de la sala de médicos, estaban sus apuntes y su «Juego».
Solamente en determinadas zonas y en la contigüidad de su casa la gente salía por la mañana a buscar pan, y acosaban a los transeúntes que llevaban botellas de leche para preguntarles dónde la habían adquirido.
A veces el tiroteo se reanudaba en toda la ciudad, poniendo en fuga a los transeúntes. Todos intuían que entre ambos bandos celebrábanse unas conversaciones, cuyo desarrollo se reflejaba en el tiroteo, que a veces se intensificaba o atenuaba.
Precisamente hacia finales de octubre, según el viejo calendario, a las diez de la noche, Yuri Andriéevich caminaba apresuradamente por la calle. Sin que fuera muy necesario, iba a ver a un colega que vivía en la vecindad. Aquellos lugares, a menudo muy transitados, estaban desiertos. No se veía a casi nadie.
Yuri Andriéevich caminaba muy de prisa, y ya había perdido la noción del camino recorrido cuando de pronto comenzó a nevar intensamente. Era una de esas nevadas que se extienden a su gusto por los campos, pero que en las ciudades se debaten prisioneras, sin salida, entre las casas.
Había una secreta correspondencia entre lo que ocurría en los mundos moral y físico. Cerca y lejos, sobre la tierra y en el aire. Oíanse resonar, aislados, los últimos cañonazos de una resistencia agonizante. En el horizonte resplandecían los débiles reflejos rojos de los incendios dominados. La borrasca retorcía blancos anillos de humo y círculos de nieve pulverizándose a los pies de Yuri Andriéevich, sobre las aceras y el pavimento mojado.
En una esquina, un chiquillo que llevaba bajo el brazo un montón de periódicos recién impresos, se le adelantó, gritando:
—¡Últimas noticias!
—Quédate con la vuelta —dijo el doctor.
Dificultosamente el chiquillo sacó de la brazada un diario, lo puso en la mano de Yuri Andriéevich y desapareció corriendo entre la tormenta, con la misma rapidez con que había aparecido.
El doctor se acercó a un farol que surgía a dos pasos y se dispuso a echar una ojeada a los titulares.
La edición extraordinaria, impresa sólo en una cara del papel, publicaba un comunicado del Gobierno de Petersburgo:
«La constitución del Consejo de Comisarios del pueblo, la instauración en Rusia del poder soviético y la implantación de la dictadura del proletariado.»
A continuación se publicaban los primeros decretos del nuevo poder constituido y diversas informaciones transmitidas por teléfono y telégrafo.
La borrasca le hería los ojos y le hacía confundir las líneas del periódico en una gris y crujiente harina de nieve. Pero eso no le impidió la lectura. La histórica solemnidad de aquel momento lo había trastornado y no conseguía recobrarse.
Miró a su alrededor buscando un lugar iluminado donde hallarse al amparo de la nieve y poder leer los comunicados. Advirtió entonces que se encontraba en su mágico cruce, en la esquina de las calles Seriébriani y Molchánovka, ante la entrada de una casa de cinco pisos, con puerta de cristales y un amplio zaguán iluminado con luz eléctrica.
Entró y, en el fondo del zaguán, se detuvo bajo una bombilla, para leer las noticias del periódico.
Arriba, sobre su cabeza, se oyó un rumor de pasos. Alguien bajaba por la escalera y a menudo se detenía indeciso. Efectivamente, de pronto, como si hubiera cambiado de idea, se volvió y subió corriendo. Oyóse abrir una puerta y brotó una oleada de confusas voces, tan deformadas por el eco que no era posible adivinar si eran masculinas o femeninas. Luego la puerta se cerró y la misma persona echó decididamente a correr escaleras abajo.
Yuri Andriéevich, completamente sumido en la lectura, con los ojos fijos en el periódico, no pensaba levantarlos y mirar al desconocido. Pero este llegó abajo corriendo y se detuvo repentinamente. Yuri Andriéevich levantó la cabeza y lo miró.
Ante él había un muchacho de unos veinte años vestido con una rígida y doble pelliza de piel de reno con el pelo por fuera, como se llevan en Siberia, y con un gorro de la misma piel. Tenía el rostro bronceado y los ojos rasgados de los kirguises. En su rostro había un no sé qué de aristocrático, una chispa fugaz, esa figura casi escondida que parece importada de muy lejos y que se encuentra en las personas de sangre mixta.
El muchacho se quedó evidentemente cortado: sin duda había tomado a Yuri Andriéevich por otra persona. Lo miró con un terror salvaje, como si supiese quién era y no se atreviese a dirigirle la palabra. Para poner fin a la incertidumbre y quitarle cualquier deseo de acercarse a él, Yuri Andriéevich lo miró fríamente de pies a cabeza.
El joven se turbó y, sin decir nada, se dirigió hacia la salida. Una vez en la puerta se volvió. Luego abrió el pesado portón y salió a la calle. Cerró la puerta con el pie y desapareció.
Poco después salió también Yuri Andriéevich. Había olvidado al muchacho y a la persona a cuya casa se dirigía. Estaba abstraído en lo que acababa de leer y se dirigió a su casa. Por la calle le ocurrió otra cosa, muy insignificante, pero que en aquellos días constituía un hecho de gran importancia.
Cerca de casa, en la oscuridad, tropezó con un gran montón de vigas que impedía el paso por la acera. Había allí, en la calle, algún organismo oficial al que evidentemente habrían llevado aquel combustible, vigas procedentes del derribo de una casa de la periferia. No cabían todas en el patio y ocupaban parte de la calle. Un centinela armado de un fusil montaba la guardia, paseando por el patio y saliendo de vez en cuando a la calle.
Sin pensarlo dos veces, Yuri Andriéevich aprovechó el momento oportuno: el centinela había entrado otra vez en el patio y una ráfaga de viento llenó el aire de un torbellino de nieve.
Por el lado de la sombra, adonde no llegaba la luz del farol, acercóse al montón de maderos. Suavemente tiró de un pesado tronco de los que estaban abajo. Cuando lo libró de los demás se lo cargó al hombro, y, sin sentir siquiera su peso, se lo llevó a su casa, a Sívtsek Vrázhek, avanzando al amparo de los sombríos muros.
El madero llegaba en un buen momento porque en la casa se había terminado la leña. Lo cortaron e hicieron una montaña de astillas. Yuri Andriéevich se puso de rodillas para encender la estufa y hallábase silencioso ante la portezuela tintineante y estremecida, cuando Alexandr Alexándrovich acercó una butaca y se sentó para calentarse. El doctor sacó el periódico del bolsillo de la chaqueta y se lo entregó a su suegro, diciendo:
—«¿Vio usted esto? Lea, lea.»
Sin cambiar de postura y sin dejar de remover la leña en la estufa con un pequeño atizador, Yuri Andriéevich comenzó a hablar para sí en voz alta:
—¡Qué magistral operación quirúrgica! Echar mano del bisturí y sajar tan maravillosamente todos los viejos abscesos. Sin equívocos y con toda sencillez se liquida una injusticia secular que estaba acostumbrada a recibir inclinaciones, reverencias y toda clase de homenajes. Y en la forma en que todo esto ha sido llevado hasta el final, sin vacilaciones, hay algo que pertenece a nuestra tradición nacional, algo familiar y de costumbre. Algo de la luz absoluta de Pushkin, el anunciador, y de la impecable fidelidad a la realidad de un Tolstoi.
—¿Pushkin has dicho? Espera. Déjame terminar. No es posible leer y escuchar al mismo tiempo —lo interrumpió Alexandr Alexándrovich, creyendo que Yuri Andriéevich se dirigía a él con aquellas palabras dichas para su capote.
—¿Cuál ha sido el golpe genial en todo esto? Si alguien hubiese recibido la misión de crear un mundo nuevo, de empezar un nuevo cómputo de los años, en primer lugar necesitaría un espacio limpio. Esperaría que terminasen los viejos siglos, antes de emprender la construcción de los nuevos, necesitaría una cifra redonda, una línea en blanco y un país virgen. Y ya ves. Eso no ha ocurrido nunca, ese prodigio de la historia, esa revelación surge de pronto en la vida diaria que continúa, y sin consideraciones con respecto a ella. No ha comenzado desde el principio, sino desde la mitad, sin una fecha elegida de antemano, mientras los tranvías recorren la ciudad. En eso reside su mayor genialidad. Lo sublime sólo puede manifestarse de esta manera: intempestiva y oportunamente al mismo tiempo.
Llegó el invierno tal como se esperaba. Fue menos espantoso que los dos inviernos que vinieron después, pero resultó de la misma especie, oscuro, de hambre y frío, quebrantando toda costumbre, rehaciendo todos los fundamentos de la existencia y obligando a los hombres a toda clase de esfuerzos sobrehumanos para sujetarse a una vida que se escapaba.
Aquellos inviernos terribles fueron tres, que se sucedieron uno tras otro. Pero no todo lo que parece haber ocurrido entre 1917 y 1918 acaeció realmente entonces, sino más tarde. Los tres inviernos se fusionaron entre sí y resultaba difícil distinguir uno de los otros.
Todavía no coincidían la antigua vida y el orden nuevo. Entre una y otro no existía la furibunda hostilidad que hubo un año más tarde, cuando la guerra civil, pero faltaba una vinculación. Eran dos planos distintos, separados, uno frente a otro, que no lograban encontrarse.
Por todas partes se procedía a nuevas elecciones administrativas: en los inmuebles, organizaciones, despachos y servicios públicos. Sus dirigentes cambiaban. Por doquier se nombraron comisarios con poderes ilimitados, hombres de voluntad de hierro, con negras chaquetas de cuero, armados con revólveres y puñales, que raramente se afeitaban y más raramente dormían.
Conocían perfectamente a los pequeños poseedores de títulos del Estado, producto de la pequeña burguesía, pequeños burgueses serviles, y sin ninguna piedad, con una ironía diabólica, los trataban como ladronzuelos pillados en flagrante delito.
Lo removían todo, como ordenaba el programa, y las empresas y asociaciones, una tras otra, se hicieron bolcheviques.
El hospital Krestovozhdvízenski se llamaba ahora «Hospital reformado número 2». En él se habían verificado algunos cambios: una parte del personal fue puesta en la calle, pero muchos se marcharon espontáneamente considerando poco ventajoso continuar prestando allí sus servicios. Eran los médicos que se ganaban muy bien la vida, con clientela a la moda, niños mimados por la sociedad, enfáticos y charlatanes. No dejaron de dar a sus dimisiones, provocadas por motivos de lucro, un significado político, y comenzaron a tratar con desprecio, casi a boicotear a los que se habían quedado en el hospital, entre ellos a Zhivago.
Por la noche, marido y mujer tenían largas conversaciones.
—No olvides pasar el miércoles por la oficina de la sociedad de médicos y recoger las patatas heladas. Hay dos sacos. Ya te diré a qué hora estaré libre para ayudarte. Es conveniente que vayan dos personas para transportarlas en el trineo.
—De acuerdo. Así lo haremos, Yúrochka. Pero ahora duerme. Es tarde. No es posible estar en todo. Debes descansar.
—Hay una epidemia. El agotamiento general debilita la resistencia de los organismos. A ti y a papá da miedo veros. Hay que hacer algo. Sí, pero ¿qué? Nos preocupamos demasiado poco de nosotros mismos. Debemos tener más cuidado. Escúchame. ¿Estás dormida?
—No.
—Por mí no me preocupa nada: tengo siete vidas. Pero si, contra todo lo previsible, cayera enfermo, no hagas tonterías, por favor, y no me dejes en casa. Llévame enseguida al hospital.
—¡Qué dices, Yúrochka! ¡Dios nos asista! ¿Por qué ser pájaro de mal agüero?
—Recuerda que hoy se acabaron ya las personas honradas y los amigos. Y más aún los «personajes importantes». Si sucediera algo, confía solamente en Pichuzhkin. Naturalmente, si él sale con bien de todo esto. ¿Estás dormida?
—No.
—Esos condenados se han ido para ganar más y quieren hacer creer que lo han hecho por sentimientos de conciencia civil, por sus principios. Cuando te encuentras con ellos casi no te dan la mano. «¿Trabajas con ellos?», y fruncen el ceño. Y yo les digo: «Sí, trabajo con ellos y no se lo tome a mal, pero me siento orgulloso de nuestras privaciones y respeto a las personas que nos hacen el honor de infligírnoslas».
Durante mucho tiempo la mayoría de la gente se alimentaba casi por lo general con mijo cocido en agua y sopa de pescado hecha con cabezas de arenques. El resto del arenque, asado, hacía de segundo plato. Se comía cebada y trigo en grano, con lo que además se hacían gachas.
Una profesora amiga de Antonina Alexándrovna había enseñado a esta a cocer pan negro en la estufa holandesa. Este pan que, con más levadura, podía ser vendido en parte y proporcionar un pequeño beneficio, permitía utilizar la estufa de grandes dimensiones como en el pasado. Eso evitaba la tortura de la estufa de hierro, que humeaba, calentaba poco y no mantenía el calor.
A Antonina Alexándrovna le salía muy bien el pan, pero no conseguía venderlo. Hubo que renunciar a la esperanza de beneficio y volver a usar la estufa abandonada. La miseria reinaba en la casa de los Zhivago.
Una mañana Yuri Andriéevich había salido, como de costumbre, a sus quehaceres. En casa quedaban solamente dos troncos de leña. Puesta la pelliza, en la cual su debilidad le hacía sentir frío incluso cuando no lo hacía, Antonina Alexándrovna salió «de caza».
Durante media hora vagó por las calles adyacentes, por las que pasaban algunos campesinos con legumbres y patatas procedentes de los pueblos cercanos a la capital. Esto requería suerte, porque a veces estos campesinos eran detenidos y se les confiscaba su carga.
Por último encontró lo que buscaba. Un muchacho robusto, vestido con una larga pelliza de piel de camello, caminando al lado de Antonina Alexándrovna y arrastrando un trineo ligero como un juguete, la acompañó hasta el patio de los Gromeko.
Dentro del trineo de madera de tilo, bajo una estera, estaba oculto un montón de troncos de abedul, no mayores que los balaustres de los balcones de moda de las casas del siglo pasado, que se ven en viejas fotografías. Antonina Alexándrovna sabía lo que valía esa mercancía: era, evidentemente, abedul, pero de la peor calidad, troncos recién cortados, cuando la madera estaba verde, inadecuados para el fuego. Pero no se podía elegir ni discutir.
En cinco o seis viajes el joven campesino le llevó a casa la leña, y, a cambio, cargó sobre el trineo el armarito de espejos de Antonina Alexándrovna. Un regalo para su novia. Al irse, mientras se ponían de acuerdo sobre el valor de una próxima entrega de patatas, se informó del precio de un piano que había junto a la puerta.
A su regreso, Yuri Andriéevich no discutió la adquisición de su mujer. Hubiese sido más razonable y conveniente haber hecho pedazos el armario, con lo cual hubiesen dispuesto de leña seca para quemar. Pero les habría faltado valor.
—¿Viste la nota que había sobre la mesa? —le preguntó Tonia.
—¿Del director del hospital? Ya me lo dijeron. He de ir a visitar a un enfermo. Iré enseguida. Descansaré un poco y me voy. Pero está un poco lejos. Al otro lado de la Puerta de Nikitski. Tengo la dirección.
—¿Has visto que proponen unos extraños honorarios? Lee la nota. Una botella de coñac alemán o un par de medias de mujer por cada visita. Tengo la impresión de que, de esta forma, tratan de atraerte. ¿Quiénes serán? Demuestran tener muy mal gusto y una ignorancia absoluta de los tiempos que corremos. Deben de ser nuevos ricos.
—Sí, se trata de un zagotóvchchik.
Llamábanse así, además de los concesionarios y comisionistas, los pequeños empresarios, a quienes el Estado, que había suprimido el comercio privado, trataba con cierta indulgencia en los momentos de escasez, y con los que estipulaba a veces algunos contratos para distintos aprovisionamientos.
Entre ellos no figuraban ni los patronos desposeídos de las antiguas firmas, ni los grandes propietarios, que todavía no se habían repuesto del golpe recibido. En cambio, esa categoría incluía a los especuladores del momento, surgidos gracias a la guerra y la revolución: gente nueva y sin arraigo.
Después de haber tomado un sorbo de agua caliente mezclada con leche y endulzada con sacarina, el doctor se dirigió a la casa del enfermo.
La acera y la calzada estaban sepultadas por una gruesa capa de nieve que cubría enteramente las calles entre las dos hileras de casas, llegando en ciertos puntos hasta la altura de las ventanas de los pisos bajos. Sobre aquella extensión se movían inciertas y silenciosas sombras, que se arrastraban de regreso a sus casas o transportaban en el trineo algunas menguadas provisiones. Los vehículos habían desaparecido casi por completo.
Aquí y allá, en los edificios, subsistían aún los viejos letreros, ahora ya carentes de significado. Cooperativas y tiendas estaban cerradas e igualmente sus escaparates o, mejor dicho, hallábanse condenados y desiertos.
Cerradas y abandonadas no sólo por falta de mercancías, sino también porque todo estaba reorganizándose, incluso el comercio. Por el momento esta reorganización se había realizado sólo en líneas muy generales y las tiendas estaban consideradas organismos de importancia secundaria.
La casa a la que el doctor había sido llamado hallábase al fondo de la calle Briétskaia, cerca de la Tvérskaia zastava[36].
Era un viejo edificio de ladrillos, tipo cuartel, con un patio interior y galerías de madera que rodeaban en tres filas las construcciones posteriores.
Los inquilinos estaban reunidos en una asamblea general, en presencia de un representante femenino del soviet del barrio, cuando vieron llegar una comisión militar que controlaba los permisos de uso de armas de fuego y requisaba las no autorizadas. El jefe del grupo había rogado a la delegada que no se fuera, asegurando que el registro no les llevaría demasiado tiempo y que los inquilinos podrían volver a reunirse en cuanto hubiesen terminado.
Cuando el doctor se acercó a la puerta, el registro estaba a punto de finalizar y faltaba solamente el piso donde esperaban a Zhivago. Un soldado con el fusil en bandolera, que estaba de guardia al pie de los escalones, se negó terminantemente a dejarlo pasar, pero intervino en la discusión el jefe del grupo, que ordenó que no se crearan dificultades al doctor, y dijo que continuaría el registro en cuanto él hubiera efectuado la visita.
El doctor Zhivago fue recibido por el dueño de la casa, un muchacho muy amable, de rostro bronceado y melancólicos ojos oscuros. Estaba muy agitado por diversos motivos: la enfermedad de su mujer, el registro y un respeto reverente por la medicina y sus representantes.
Para ahorrar tiempo y trabajo al médico, trataba de hablar del modo más conciso posible. Pero su misma prisa hacía largas y confusas sus frases.
El piso estaba arreglado con una mezcla de lujo y de mal gusto, con cosas compradas a la buena de Dios para invertir el dinero que se iba desvalorando vertiginosamente. Al lado de muebles chocantes y absurdos había descabalados objetos de arte. El dueño de la casa sostenía que su mujer tenía una enfermedad nerviosa contraída a causa de un susto. Con muchos detalles superfluos contó que había comprado por poco precio un viejo carrillón descompuesto, que hacía mucho tiempo que dejó de funcionar. Lo compraron únicamente como una curiosidad, una obra maestra de la industria relojera —y acompañó al doctor a la estancia vecina para enseñárselo—, dudando de que tuviese arreglo. Y el caso es que aquel reloj que durante muchos años había estado parado, comenzó a marchar, hizo funcionar su sonería, un complicado minué, y después volvió a pararse. El joven contó que su mujer se quedó aterrorizada, creyendo que había sonado su última hora, y ahora estaba en cama, delirante, no comía, no bebía y ni siquiera le reconocía a él.
—¿De manera que usted cree que se trata de un choc nervioso? —preguntó Yuri Andriéevich con tono de duda—. ¿Dónde está la enferma?
Entraron en la habitación de al lado, de cuyo techo pendía una lámpara de porcelana. En el centro del dormitorio había una gran cama de caoba con una mesita de noche a cada lado. Con las sábanas hasta la barbilla, yacía en ella una mujercita de grandes ojos negros. Al verlos entrar sacó el brazo de entre las sábanas y esbozó, para alejarlos, un ademán que hizo deslizar hasta los hombros las mangas de su peinador. No reconoció a su marido y, como si no hubiese nadie en la habitación, comenzó a cantar las primeras estrofas de una melancólica canción que la conmovió e hizo llorar. Gimoteaba como una niña, diciendo que quería volver a casa. Cuando el doctor se acercaba a ella, no se dejaba tocar y le volvía la espalda.
—Habría que reconocerla —dijo Yuri Andriéevich—. De todos modos, la enfermedad me parece lo suficientemente clara. Se trata de tifus, bastante grave por cierto. La pobre debe sufrir mucho. Le aconsejo que la ingrese en un hospital. No se trata de comodidades, que usted puede ofrecerle, sino de ejercer un control médico continuo, necesario en las primeras semanas de enfermedad. ¿Podría procurarse un coche o, en caso necesario, un trineo para trasladarla al hospital, tapándola bien, naturalmente? Le extenderé el certificado.
—Puedo hacerlo. Lo intentaré. Pero espere. ¿Cree usted realmente que es tifus? ¡Qué espantoso!
—Desgraciadamente.
—Tengo miedo de perderla si la saco de casa. ¿No podría cuidarla aquí, efectuando a diario las visitas que sean necesarias? Estoy dispuesto a pagar lo que sea.
—Ya le he dicho que lo importante es un control médico continuo. Siga mi consejo. Procúrese a toda costa un coche y yo le extenderé el certificado para su ingreso en el hospital. Será mejor que se lo entregue al comité de vecinos. Además, es necesario el timbre del comité del inmueble y alguna otra formalidad.
Los inquilinos que ya habían sufrido el interrogatorio y el registro iban regresando poco a poco, cubiertos con chales y pellizas, al local sin calefacción de un antiguo almacén de huevos, ocupado ahora por el comité de aquella manzana.
Había en un ángulo una mesa de despacho y algunas sillas, insuficientes para tanta gente. Por eso se habían colocado alrededor, como asientos, las largas cajas de huevos, puestas de canto. En el rincón opuesto se alzaba una montaña de cajas que llegaba hasta el techo. En otro de los rincones se amontonaban heladas virutas amazacotadas por el contenido de los huevos rotos. En ese montón se movían ruidosamente las ratas, e incluso a veces se arriesgaban a asomarse al empedrado suelo para retroceder enseguida y refugiarse de nuevo entre las virutas.
A cada incursión de los roedores una inquilina gruesa y chillona se encaramaba dando alaridos sobre una de las cajas. Con dedos graciosamente separados, levantaba una punta de su falda y pateaba furiosamente con sus pies calzados con botas de moda, y con voz ronca gritaba:
—¡Olka, Olka! ¡Todo está infestado de ratas! ¡Ah, maldita! ¡Ay, ay, ay! Esa condenada me ha visto y se enfurece. Que no se meta debajo de la falda. ¡Tengo miedo, tengo miedo! ¡Eh, señores, vuelvan la cabeza! ¡Oh, perdónenme! Olvidaba que ya no hay señores, y que debo decir camaradas ciudadanos.
La mujer que armaba todo aquel alboroto vestía un abrigo de astracán, desabrochado, bajo el cual oscilaban como capas de gelatina, la doble papada, el pecho abundante y el vientre cubierto de un traje de seda. Comprendíase que en otros tiempos debió de haber sido considerada una belleza entre los comerciantes de tercer orden y sus dependientes. Las fisuras de sus ojos porcinos, con los párpados hinchados, apenas se abrían. En tiempos inmemoriales, una rival le había arrojado vitriolo a la cara, pero ella pudo esquivarlo y solamente dos o tres gotas de ácido le señalaron la mejilla izquierda y la comisura de los labios, dejando unas pequeñas huellas que ella consideraba que realzaban su encanto.
—No chilles, Jrapúguina. Así no hay modo de trabajar —decía la mujer sentada tras la mesa de despacho, presidenta del soviet del barrio, que acababa de ser elegida presidenta de la reunión.
Los viejos inquilinos de la casa la conocían hacía tiempo y también ella los conocía a todos muy bien. Antes de que hubiese comenzado la reunión había charlado confidencialmente en voz baja con la vieja Fátima, mujer del portero, que antes vivía con su marido y sus hijos en un chiribitil infecto y ahora, junto con su hijo, se había trasladado al segundo piso a dos habitaciones llenas de luz.
—¿De acuerdo, Fátima? —había preguntado la presidenta.
Fátima se lamentaba de no poder bandearse ella sola en una casa tan grande y llena de gente y de que nadie la ayudase en su trabajo: sus inquilinos no querían saber nada de la prestación vecinal que les obligaba a tomar parte en la limpieza del patio y de la calle.
—Tú no hagas nada, Fátima. Nosotros les meteremos mano, estate tranquila. ¿Qué comité sería este? ¿Cómo es posible semejante cosa? Aquí se esconden criminales, gentes de dudosa moralidad que viven sin haber pasado por el registro.
Disolveremos el comité y nombraremos otro. Yo haré que seas administradora de la casa. Pero tú no te eches atrás.
La portera le había suplicado que no hiciera nada, pero ella no le prestó oídos. Miró a su alrededor y, considerando que ya se había reunido bastante gente, ordenó que se callaran todos y con unas palabras de introducción comenzó el debate. Después de haber condenado la ineficacia del anterior comité de la casa, propuso señalar los candidatos para proceder a la elección de otro y seguidamente pasó a otras cuestiones. Agotadas también estas, dijo:
—Por lo tanto, camaradas, hablemos francamente. Vuestra casa es grande y resulta adecuada para un alquiler colectivo. De todas partes llegan a Moscú delegados para convenios y deliberaciones y no se sabe dónde meterlos. Por consiguiente, se ha decidido poner la casa a disposición del soviet del barrio, como alojamiento para los delegados que vengan a la ciudad, y darle el nombre del camarada Tivierzin, el cual, como todos saben, vivió en esta casa antes de ser deportado. ¿Hay algo que objetar? Y ahora pasemos a discutir la desocupación de esta casa. No es una medida urgente. Tenéis un año por delante. A disposición de los inquilinos trabajadores pondremos otra casa, pero advertimos a los no trabajadores que se la busquen ellos. Damos doce meses de tiempo.
—¿Y quién no trabaja aquí? Trabajamos desde que vivimos en esta casa. Todos somos trabajadores —gritaron por todas partes.
Pero una voz se alzó sobre las demás para decir:
—¡Esto sí que es chauvinismo! Ahora todas las nacionalidades son iguales. Ya sé por dónde vas.
—Que no hablen todos al mismo tiempo, porque no sé a quién contestar. ¿De qué nacionalidades hablas? ¿Qué tienen que ver con esto las nacionalidades, camarada Valdyrkin? Ahí tienes, por ejemplo, a la Jrapúguina, no es precisamente una nacionalidad y, sin embargo, se la desalojará también.
—¿Desalojarme a mí? ¡Veremos quién me desaloja! ¡Diván destripado! ¡Enchufista! —comenzó a gritar la Jrapúguina, lanzando contra la delegada, en el ímpetu de su ira, una serie de imprecaciones sin sentido.
—¡Víbora! ¡Tipejo! ¿No te da vergüenza? —le reprochó la portera.
—Tú no te metas, Fátima. Me defenderé yo sola. Cállate, Jrapúguina. Se te da el dedo y te tomas la mano. O te callas inmediatamente o te denuncio a los organismos militares, sin esperar a que te metan mano por fabricar samogón[37] y por tener un tugurio.
El alboroto se generalizó. Nadie lograba hacerse oír. En aquel momento entró el doctor. Al primero que vio junto a la puerta le rogó que le indicase alguien que perteneciera al comité de la casa. Aquel hizo bocina con las manos y, por encima de la ruidosa algarabía, gritó, silabeando:
—¡Ga-liú-lli-na! Ven Acá. Preguntan por ti.
El doctor Zhivago no podía dar crédito a sus oídos. La portera se acercó: era una mujer flaca, vieja y ligeramente encorvada. Le sorprendió la extraordinaria semejanza de la madre y el hijo. Pero, sin darse a conocer, manifestó:
—Una de sus inquilinas —y le dijo el nombre— está enferma de tifus. Es preciso tener mucho cuidado para no extender el contagio. Además, convendría trasladarla al hospital. Yo le extenderé el certificado, al que el comité debe poner el visto bueno. ¿Qué hay que hacer?
La portera creyó que se trataba del traslado de la enferma y no de llenar los requisitos del certificado.
—El soviet del barrio dispone de un coche que no tardará en venir a recoger a la camarada Diómina —respondió la mujer—. La camarada Diómina es una buena persona. Yo hablaré con ella y le pediré que nos preste el coche. No te preocupes, camarada doctor, nos llevaremos a tu enferma.
—No me refería a eso. Quería solamente que me dejaran un rincón para extender el certificado. Pero si disponen también de coche… Perdóneme, pero ¿no es usted la madre del teniente Osip Himazeddínovich Galiullin? Estuve en el frente con él.
La portera se estremeció y se puso pálida. Agarró al doctor de un brazo y le dijo:
—Salgamos afuera. Hablaremos en el patio.
Una vez fuera, comenzó a decir rápidamente:
—Hablas demasiado alto. Dios quiera que no hayan oído nada. Yusupka ha tomado el mal camino. Piénsalo tú mismo: ¿quién es Yusupka? Era un aprendiz, un obrero. Yusupka debía comprender que los pobres viven mejor ahora. Hasta lo ve un ciego. No cabe discutirlo. Yo no sé lo que piensas, a ti, quizá, te sea posible, pero para Yusupka es un pecado. Que el buen Dios le perdone. El padre de Yusupka murió de soldado. Lo mataron como… No le dejaron ni cara ni manos ni piernas.
No tuvo fuerzas para continuar y, haciendo con la mano un vago ademán, esperó que le pasara la agitación que se había apoderado de ella. Luego continuó:
—Vamos. Ahora te proporcionaré el coche. Sé quién eres. Él estuvo aquí dos días y me lo contó. Me dijo que conoces a Lara Guichard. Una buena chica. Recuerdo que venía por aquí. Dios sabe cómo será ahora. ¿Quién puede saber quién es uno mismo? ¿Es posible que los señores vayan contra los señores? Pero es mala cosa para Yusupka. Vamos a pedir el coche. Nos lo facilitará la camarada Diómina. ¿Sabes quién es la camarada Diómina? Olia Diómina, que estaba de oficiala en la tienda de modas de la madre de Lara Guichard. Es esa. También es de aquí. De esta casa. Vamos.
Había oscurecido ya del todo. Noche por todas partes. Sólo el blanco círculo de la luz de la lamparilla de bolsillo de Diómina saltaba, cinco pasos más allá, de un montón de nieve a otro, y confundía la vista más que iluminaba el camino. Por todas partes era de noche y la casa se había quedado atrás, la casa donde tanta gente conocía a Lara, donde ella había sido niña, donde, según se decía, su marido, Antípov, estudió cuando era niño.
Diómina hablaba al doctor con un tono protector y burlón:
—¿Continuarás de veras sin luz? ¿Eh? Puedo prestarte la mía, si quieres, camarada doctor. En otros tiempos fui su amiga, cuando éramos chiquillas las dos, y la quería mucho. Tenían un taller, un taller de costura. Yo era entonces aprendiza. La vi este año. Estuvo aquí, en Moscú, de paso. Le dije: «¿Dónde vas, estúpida? Podrías quedarte. Viviríamos juntas. Ya te buscaré trabajo». Pero ¡qué va! No le dio la gana. Cosas suyas. Se enamoró de Pasha, pero con el cerebro, no con el corazón. Desde entonces está un poco ida. Al final se fue.
—¿Qué piensas de ella?
—Cuidado, que por aquí se patina. Me he cansado de decirles que no echen el agua sucia delante de las puertas. Y como si hablaras a la pared. ¿Qué pienso de ella? ¿Qué dejo de pensar? ¿Qué quieres que piense? No tengo tiempo para esas cosas. Vino aquí. No le dije que su hermano, que era militar, fue fusilado, según se cuenta. A su madre, mi antigua patrona, le echaré una mano y quizá la salve. Me desviviré por ella. Bueno, ya hemos llegado. Hasta la vista.
Se separaron. La luz de la lamparilla de Diómina se metió por una escalera de piedra y corrió hacia arriba iluminando las mugrientas paredes. El doctor Zhivago se vio rodeado por la oscuridad. A la derecha extendíase la calle Sadóvaia-Triunfálnaia, y a la izquierda la Sadóvaia-Kariétnaia. En el negro espacio, sobre la negra nieve, no había más calles en el sentido recto de la palabra, sino algo parecido a dos veredas practicadas en la espesa taiga de los edificios de piedra en hileras sin fin, como se encuentran en los impenetrables bosques de los Urales y Siberia.
En su casa halló luz y calor.
—¿Cómo vienes tan tarde? —preguntó Antonina Alexándrovna. Y sin esperar su respuesta, continuó—: Mientras estabas fuera ocurrió una cosa extraña. Algo inexplicable. Olvidé decirte que ayer papá rompió el despertador y estaba desesperado. Era el último reloj de la casa. Se puso a arreglarlo y comenzó a hacer cosas con él, pero no logró nada. El relojero de la esquina ha pedido un precio inaudito por la reparación: tres libras de pan. ¿Qué hacer? Papá estaba como loco. Y de pronto, imagínate, hace cosa de una hora, empezó a sonar un timbre de una forma penetrante y ensordecedora. Era el despertador. Decidió ponerse en marcha.
—Es la hora del tifus, que ha sonado para mí —bromeó Yuri Andriéevich, y contó la historia de la enfermera y el carillón.
Pero no enfermó de tifus hasta mucho tiempo después. Mientras tanto fueron empeorando las condiciones de la familia Zhivago. Hallábanse en la extrema miseria y no había modo de levantar cabeza. Yuri Andrieévich buscó al político a quien salvó de una agresión tiempo atrás. Este hizo cuanto pudo, pero ahora, después de la iniciación de la guerra civil, se hallaba de viaje. Además, consecuente con sus propias convicciones, consideraba naturales las dificultades del momento y no confesaba que también él sufría hambre.
Yuri Andriéevich trató incluso de ver al especulador de la Tviérskaia Zastava. Pero hacía tiempo que había desaparecido sin dejar huellas, y lo mismo sucedió con su mujer, una vez estuvo curada. Los inquilinos de la casa habían cambiado. Diómina estaba en el frente. Yuri Andriéevich tampoco encontró a Galiúllina, convertida ahora en administradora del inmueble.
Un día recibió un bono oficial para recoger leña al precio de tasa. Pero tenía que ir a buscarla a la estación de Vindavski. A lo largo de la interminable calle Meschánskaia acompañó al carretero y al jamelgo que arrastraban aquella inesperada riqueza. De pronto el doctor comenzó a observar que la calle era muy distinta, se dio cuenta de que se tambaleaba y que sus piernas no podían sostenerlo. Comprendió que le había llegado la hora: era el tifus. El carretero lo recogió del suelo. Zhivago había perdido el conocimiento cuando fue llevado a su casa, tendido entre los troncos.
Estuvo delirando durante dos semanas, salvo muy breves intervalos. Le parecía ver que Tonia había puesto sobre su mesa de despacho las dos calles Sadóvaia: a la izquierda la Sadóvaia-Kariétnaia y a la derecha la Sadóvaia-Triunfálnaia, y que había acercado demasiado la lámpara encendida, ardiente y roja. En las calles había luz. Se podía trabajar y él estaba escribiendo.
Escribía con pasión y facilidad extraordinaria lo que siempre había deseado escribir, y ahora lo conseguía. Sólo a veces lo molestaba un muchacho de pequeños ojos kirguises y una doble pelliza de reno, desabrochada, como las que se llevan en Siberia o los Urales.
Era evidente que aquel muchacho representaba el espíritu de su muerte. Pero ¿cómo podía ser su muerte y ayudarlo a escribir un poema? ¿Es posible recibir una ayuda de la muerte? ¿Acaso puede ser ayuda la muerte?
El tema de su poema no era la resurrección o el entierro, sino los días transcurridos entre una y otro. Titulábase «Desfallecimiento».
Hacía mucho tiempo que deseaba escribir cómo la tierra negra e hirviendo de gusanos se lanzaba al asalto de la inmortal encarnación del amor, precipitándose contra su fuego y sus terrores, con el ímpetu de la resaca que cubre las playas. Así durante tres días la negra tormenta de tierra lo azotó todo furiosamente y después se había retirado.
Dos versos lo atormentaban: «Contentos de rozarlo» y «Hay que despertarse».
Contentos de rozar el infierno y la disgregación y la descomposición y la muerte, y, no obstante, al mismo tiempo, «contenta de rozar» también la primavera, Magdalena y la vida. Y «Hay que despertarse». Hay que despertarse y levantarse, resucitar.
Comenzó a mejorar. Primero, como aturdido, no buscaba el vínculo de las cosas, lo aceptaba todo, no recordaba nada, ni de nada se sorprendía. Su mujer lo alimentaba con pan blanco y mantequilla y le daba para beber té azucarado y café. Había olvidado que todo eso era completamente imposible en aquellos tiempos. Estaba contento a la vista de alimentos tan exquisitos: eran como la poesía, como un cuento de hadas, como si fueran los alimentos normales para un convaleciente. Pero en cuanto se dio cuenta, le preguntó a su mujer.
—¿De dónde ha salido todo esto?
—Te lo manda Grania.
—¿Qué Grania?
—Grania Zhivago.
—¿Grania Zhivago?
—Sí, Yevgraf, tu hermano de Omsk. Tu hermanastro. Cuando delirabas venía siempre a verte.
—¿Con una doble pelliza de piel de reno?
—Sí, sí. ¿De modo que te diste cuenta aunque delirabas? Te encontró en la escalera de una casa. Lo sé porque me lo ha dicho él. Sabía quién eras y se hubiese dado a conocer, pero ¡le infundiste tanto miedo! Te adora, lee siempre tus cosas. Es capaz de sacar maravillas de debajo de las piedras. Arroz, pasas, azúcar. Ahora ha vuelto a su tierra. Quiere que vayamos allá. Es un hombre extraño y enigmático. A mi entender, debe de estar muy bien relacionado con las autoridades. Dice que durante un año o dos conviene abandonar las grandes ciudades y «volver a la tierra». Le pedí consejo sobre las tierras de los Krueger. Le pareció muy bien. Se trata de cultivar un huerto y tener cerca un bosque. No es posible morir así, mansamente, como bestias.
En abril de aquel año toda la familia Zhivago partió para los lejanos Urales, hacia la antigua tierra señorial de Varykino, cerca de Yuriatin.