V
EL ADIÓS AL PASADO

1

El pueblo se llamaba Meliuziéev y se encontraba en la zona de las tierras negras. Como una nube de langostas planeaba sobre sus tejados el negro polvo que levantaban las tropas y los convoyes que lo atravesaban a marchas forzadas. Desde la mañana a la noche constituía un movimiento extendido en dos direcciones: del frente y hacia el frente, y realmente no podía decirse si la guerra continuaba o había terminado.

Cada día crecían innumerables, como setas, las nuevas funciones. Todas se le confiaban al doctor Zhivago, al subteniente Galiullin, a la enfermera Antípova y a algunos otros miembros de su grupo, todos habitantes de grandes ciudades, personas hábiles y de gran experiencia.

Ocupábanse de la administración municipal del pueblo, desempeñaban funciones de comisarios en el ejército y en el servicio sanitario y atendían a estos quehaceres como si se tratara de una diversión al aire libre, como si fuese un juego de bolos. Pero a medida que pasaba el tiempo sentían con mayor intensidad el deseo de dejar los bolos y volver a casa, a sus ocupaciones normales.

Las obligaciones de su trabajo hacían que Zhivago y Antípova se encontrasen con frecuencia.

2

Con las lluvias, el polvo negro se transformó en una pasta oscura de color café, que cubría las calles del pueblo, casi todas sin pavimentar.

El pueblo no era grande. Desde cualquier punto o cualquier esquina, podía contemplarse la sombría estepa, el cielo oscuro, la inmensidad de la guerra y la inmensidad de la revolución.

Yuri Andriéevich escribía a su mujer:

«El desorden y la anarquía continúan señoreando el ejército. Se toman medidas para mejorar la disciplina de los soldados y levantar su moral. He visitado las unidades situadas en la región.

»En fin, a modo de posdata, aunque debí habértelo escrito antes, te diré que trabajo aquí hombro con hombro con una tal Antípova, una enfermera de Moscú, oriunda de los Urales.

»¿Te acuerdas de la muchacha que disparó contra el procurador el día de la fiesta del árbol de Navidad, la terrible noche en que murió tu madre? Parece que después la procesaron. Creo recordar haberte dicho entonces que cuando estudiaba en el colegio, Misha y yo la habíamos visto en un hotel de tercer orden al que fuimos con tu padre, no recuerdo con qué intención, una noche que helaba a más y mejor. Creo que fue durante la insurrección de la Priesnia. Pues Antípova es ella.

»Muchas veces he deseado volver a casa. Pero no es tan fácil. Lo que nos lo impide no es nuestro trabajo, pues podríamos encomendárselo a otros. La dificultad está en el viaje. Los trenes no funcionan. No circulan o cuando lo hacen pasan tan llenos que es imposible tomarlos.

»Pero esto no puede durar eternamente. Así, algunos que han sido dados de alta y están libres de todo servicio, o han sido desmovilizados, como Galiullin, Antípova y yo, hemos decidido irnos sea como sea, a partir de la próxima semana, pero, para poder tomar más fácilmente el tren, en días distintos y por separado.

»Puedo llegar cualquier día, inesperadamente. Pero de todos modos trataré de avisarte por telégrafo.»

Pero, antes de partir, Yuri Andriéevich tuvo tiempo de recibir la respuesta de Antonina Alexándrovna.

En su carta, en la cual los sollozos quebraban la armonía de los periodos, y servían de puntuación las huellas de las lágrimas y las manchas, Antonina Alexándrovna trataba de convencer a su marido de que no regresara a Moscú, sino que continuase su camino hacia los Urales junto con esa extraordinaria enfermera cuya vida parecía señalada por tantos presagios y coincidencias. La modesta vida de Tonia no resistía la comparación.

«No te preocupes de Sáshenka ni de su porvenir —continuaba—. No tendrás que avergonzarte de él. Te prometo educarlo según las reglas que tú, de niño, viste en nuestra casa.»

«Te has vuelto loca, Tonia —respondió inmediatamente Yuri Andriéevich—. ¿Qué sospechas son esas? ¿Acaso ignoras, o no sabes lo suficiente, que tú, tu pensamiento, la fidelidad hacia ti y nuestra familia me han salvado de la muerte, de mil clases de muerte, durante estos dos años de guerra terrible y destrucciones? Pero, no obstante, ¿de qué sirven las palabras? Nos veremos pronto, se reanudará la vida de antes y quedará todo explicado.

»Pero por muchas razones me asusta que me hayas escrito de esta forma. Si te he dado motivo para una respuesta semejante, es porque me habré comportado realmente de una manera equívoca. De ser así, también soy culpable ante esa mujer que fue causa del error y ante la que deberé disculparme. Lo haré apenas haya vuelto de una inspección que está efectuando por los pueblos de los alrededores. Los ziemstvos, que en otro tiempo existían solamente en las provincias y distritos, se han creado ahora también en comunidades más pequeñas. Antípova se ha ido para ayudar a una amiga suya que trabaja como instructora de estas nuevas instituciones.

»Observa que, con todo y vivir en la misma casa que Antípova, no me he preocupado todavía de dónde está su habitación…»

3

Dos grandes carreteras partían de Meliuziéev, una hacia el este y otra hacia el oeste. Una, de tierra apisonada, atravesaba el bosque y conducía a Zybúshino, pequeña población que comerciaba con trigo. Zybúshino, administrativamente, dependía de Meliuziéev, que era en todos los aspectos mucho más importante. La otra, con pavimento de grava, cruzaba a través de unos prados cenagosos que se secaban en verano y conducía a Biriuchi, nudo ferroviario de dos líneas que se cruzaban no lejos de Meliuziéev.

En junio Zybúshino fue durante dos semanas una república independiente proclamada por el molinero Blazheiko. Esta república consiguió el apoyo de los desertores del 212.º regimiento de infantería, que, con las armas en la mano, abandonaron sus posiciones y, a través de Biriuchi, llegaron a Zybúshino precisamente en el momento en que tuvo lugar la revolución[28]. La república se negó a reconocer el Gobierno provisional y se separó del resto de Rusia. Blazheiko, que era miembro de una secta perseguida y que en su juventud se había carteado con Tolstói, proclamó el nuevo reino milenario de Zybúshino, la comunidad del trabajo y de la propiedad y cambió el nombre de consejo administrativo local por el de apostolado.

Zybúshino había sido siempre cuna de leyendas y míticas exageraciones. Encontrábase en medio de espesos bosques y se citaba en los documentos de los Tiempos turbulentos[29], y en fecha más reciente, sus alrededores estaban infestados de bandidos. Habíanse hecho legendarias la riqueza de sus comerciantes y la extraordinaria fertilidad de sus tierras. Algunas costumbres y creencias y determinadas particularidades del lenguaje que caracterizaban esta parte occidental de la zona del frente procedían precisamente de Zybúshino.

Justamente por aquellos días se contaban maravillas del lugarteniente de Blazheiko. Afirmábase que había sido sordomudo de nacimiento y que por mediación del Espíritu Santo recibía el don de la palabra, que perdía de nuevo cuando cesaba su iluminación. En julio cayó la república de Zybúshino. El pueblo vio llegar una unidad fiel al Gobierno provisional. Los desertores fueron expulsados y se retiraron a Biriuchi.

Allí, a lo largo de muchas verstas, extendíanse zonas de bosques talados erizadas de tocones, en torno a los cuales crecían las fresas. Por todas partes veíanse restos de antiguos rimeros de leña y las cabañas en ruinas de los leñadores que trabajaban durante la estación carbonífera. Allí se concentraron los desertores.

4

El hospital en el que Zhivago había permanecido como enfermo, donde luego prestó servicio y que ahora se disponía a abandonar, encontrábase instalado en el palacete que la condesa Zhabrínskaia cedió en favor de los heridos, en cuanto empezó la guerra.

Este hotelito de dos pisos ocupaba uno de los más bellos lugares de Meliuziéev, en la esquina de la calle mayor con la plaza principal, en la cual otro tiempo practicaban la instrucción los soldados y ahora se celebraban los mítines.

Gracias a su situación, el palacete gozaba de una hermosa vista en varias direcciones: al otro lado de la calle principal y la plaza podía verse también el patio cercano, una pobre hacienda provinciana que no se diferenciaba mucho de una casa de campo y el antiguo jardín de la condesa, que tenía acceso por la parte posterior de la casa.

Para su propietaria el palacete no tuvo nunca un valor particular. La condesa poseía en aquel distrito una gran propiedad llamada Razdólnoie, y la casa del pueblo le servía sólo como base para las visitas de negocios y como lugar de reunión para los invitados que acudían de todas partes a pasar el verano en su casa de campo.

Ahora el hospital se había instalado en la casa, y la propietaria estaba detenida en San Petersburgo, donde tenía su residencia oficial.

De la servidumbre de otro tiempo sólo habían quedado en la casa dos mujeres extrañas: la señorita Fleury, antigua institutriz de las hijas de la condesa, ya casadas, y Ustinia, la vieja cocinera.

La señorita Fleury, una anciana de cabellos blancos, carirroja, abandonada y greñuda, vestida con una amplia blusa ajada, chancleteaba por el hospital de un lado a otro, considerándose tan en su casa como en otro tiempo entre los Zhabrinski. Chapurreando el ruso, comiéndose, a la francesa, el final de las palabras, siempre tenía algo que contar. Adoptaba extravagantes posturas, accionaba y, terminada la trápala, soltaba una risita ronca que concluía en una tos prolongada e irrefrenable.

Se sabía de pe a pa la vida y milagros de la enfermera Antípova, y se le había metido en la cabeza que entre ella y el médico existía cierta simpatía mutua. Llevada de su pasión casamentera, arraigada profundamente en su naturaleza romántica, se le alegraban las pajarillas cuando los veía juntos, los amenazaba con el dedo y les guiñaba el ojo con aire de inteligencia. Antípova se sentía molesta y el médico se enfurecía, pero la señorita, como todas las personas extravagantes, amaba por encima de todo sus propias fantasías y por nada del mundo habría prescindido de ellas.

Ustinia era una mujer todavía más curiosa. Su figura se encogía zafiamente hacia arriba, lo que le daba el aspecto de una clueca. Era mujer de una frialdad y agudeza demoníacas, pero a un carácter razonador unía una fantasía desenfrenada en todo lo que se refiriera a las supersticiones.

Conocía una infinidad de exorcismos populares y no daba un paso sin conjurar el fuego de la estufa, ni salía nunca de casa sin haber bisbiseado por el ojo de la cerradura unas cuantas encantaciones contra el maligno. Había nacido en Zybúshino y se decía que era hija de un hechicero campesino.

Ustinia podía permanecer silenciosa durante años, hasta que la hacía estallar un ataque de verborrea, y entonces no había quien pudiese contenerla. Tenía la manía de defender la verdad.

Después de la caída de la república de Zybúshino, el comité ejecutivo de Meliuziéev comenzó una campaña contra las tendencias anárquicas que se esparcieron por la localidad. Al anochecer, en la plaza, se celebraban espontáneamente pequeños mítines a los que acudían algunos ociosos, como en otros tiempos, que se sentaban al aire libre ante el cuartel de bomberos. El comité para la difusión de la cultura animaba tales reuniones y enviaba miembros de acción o agitadores ocasionales para que dirigieran las discusiones. Estos pensaban que entre las leyendas que circulaban en torno a Zybúshino la más absurda era la del sordomudo parlante y a menudo la tomaban como tema de sus discursos. Pero los pequeños artesanos de Meliuziéiev, las mujeres de los soldados y la antigua sirviente de la condesa opinaban de muy distinto modo. El sordomudo que hablaba no les parecía el colmo del absurdo, e intercedían en su favor.

Entre las disparatadas interrupciones que provocaba la multitud oíase con frecuencia la voz de Ustinia. Al principio no se atrevía a mostrarse, pues se lo impedía la reserva de las mujeres de su condición. Pero poco a poco fue enardeciéndose y comenzó, con una audacia creciente, a atacar a los oradores que sostenían tesis contrarias a la opinión pública de Meliuziéev. Así, sin darse cuenta, se convirtió en una verdadera tribuna.

En el palacete, a través de las ventanas abiertas, oíase el confuso rumor de las voces en la plaza y sobre todo en las noches particularmente cálidas, algunos fragmentos de los discursos. A menudo, cuando Ustinia hablaba, la señorita Fleury entraba corriendo en la habitación, invitaba a escuchar a los asistentes y, desfigurando las palabras rusas, repetía con gran complacencia:

—¡Desvergonzad! ¡Desvergonzad! ¡Brillantimper! ¡Zybush! ¡Sordomud! ¡Traición! ¡Traición!

La verdad es que la señorita Fleury sentíase orgullosa de aquella elocuente arrabalera. Las dos mujeres andaban siempre a la greña, pero lo cierto es que se profesaban gran afecto.

5

Yuri Andriéevich se preparaba poco a poco para la partida, visitaba las casas y organismos en los que debía despedirse de alguien y ponía en orden sus papeles.

En aquellos días, de paso para el frente, se detuvo en la ciudad el nuevo comisario de la zona. Decíase de él que era todavía un niño.

Preparábase entonces una nueva y gran ofensiva y con objeto de influir decididamente en la moral de las tropas, se ejercía sobre ellas una presión continua. Se habían instituido tribunales militares revolucionarios y se restableció la pena de muerte, abolida poco antes.

Antes de partir, el doctor tenía que presentarse al comandante del puesto, cuya función en Meliuziéev estaba asumida por un oficial llamado «el comandante del distrito», o más bien, para simplificar, «el distritario».

Por lo general, había allí una aglomeración terrible. La multitud no cabía en el vestíbulo y ocupaba la mitad de la calle, bajo las ventanas de la oficina. Era imposible abrirse paso a través de las diversas salas, ni entender nada bajo aquella algarabía de centenares de voces.

Aquel no era día de recibo. En la oficina, vacía y silenciosa, los funcionarios escribían taciturnos, mirándose irónicamente, descontentos de su trabajo cada vez más complicado. Desde el despacho del «distritario» llegaban alegres voces, como si, desabotonada la chaqueta, se dispusieran a refrescarse el gaznate.

Salió Galiullin y vio a Zhivago. Inclinándose hacia él como quien va a emprender una carrera, lo invitó a entrar y a compartir la alegría que reinaba allí dentro. El doctor, que deseaba tener la firma del jefe, entró y se encontró con el más alegre y artístico desorden.

El objeto de interés de todo el pueblo, el héroe del día, el nuevo comisario, en lugar de proseguir su camino para tomar posesión de su cargo, estaba allí, en aquella habitación que no tenía nada que ver con la jerarquía militar ni con la cuestión de las operaciones. De pie ante los burócratas del papeleo militar, estaba perorando.

—He aquí a otra de nuestras estrellas —dijo «el distritario», presentando el doctor al comisario, quien, completamente ensimismado, ni siquiera lo miró.

«El distritario» sólo modificó su postura para firmar el papel que le tendió el doctor, y, recobrando inmediatamente su posición anterior, indicó a Zhivago con un cortés ademán un escabel bajo y blando que se hallaba en medio de la sala.

De todos los presentes sólo el doctor se sentó de una forma normal. Los otros se hallaban en las postura más extrañas y descompuestas. «El distritario», con la cabeza apoyada en una mano, estaba medio tumbado sobre la mesa, en una posición a lo Pechorin[30]. Frente a él su ayudante estaba repantingado sobre el brazo del diván, como si cabalgara a mujeriegas. Galiullin sentábase a la jineta en una silla, abrazado al respaldo y apoyando en él la cabeza, mientras el joven comisario lo mismo se encaramaba a fuerza de brazos al alféizar de la ventana, como saltaba de él e, igual que un lobezno en libertad, no estaba un instante quieto y, con cortos y rápidos pasos, se paseaba de un lado a otro por el despacho. Hablaba sin descanso y su tema eran los desertores de Biriuchi.

Los rumores que habían circulado con respecto al comisario demostraron ser verídicos: era un muchacho delgado y elegante, muy inexperto aún, que se consumía en los más altos ideales como una vela de tarta de aniversario. Decíase que era de buena familia, algo así como hijo de un senador, y que en el mes de febrero había sido uno de los primeros en llevar a su compañía a la Duma de Estado. Se llamaba Hinze o Hinz, pues el doctor no comprendió bien su nombre cuando se lo presentaron. Hablaba con un correcto acento petersburgués, extremadamente claro, con deje algo báltico.

Vestía una túnica muy ajustada. Sin duda le molestaba ser tan joven todavía y para parecer mayor adoptaba una mueca despreciativa y se encorvaba artificiosamente. Tenía las manos profundamente hundidas en los bolsillos de sus pantalones de zuavo y levantaba los hombros cubiertos de rígidos entorchados nuevos. Su figura parecía la estilización de un jinete. Hubiérase podido dibujar desde los hombros a los pies con sólo dos líneas convergentes abajo.

—Junto a la línea férrea, a pocas etapas de aquí, se encuentra un regimiento cosaco. Rojo, leal. No tenemos más que llamarlo. Rodearán a los rebeldes y acabaremos con esta cuestión. El general insiste en que sean desarmados lo antes posible —dijo «el distritario» al comisario.

—¿Cosacos? ¡De ninguna manera! —exclamó este—. Cualquiera diría que estamos en mil novecientos cinco. ¡Una reminiscencia anterior a la revolución! Aquí estamos en los antípodas. Sus generales se pasan de listos.

—No se ha hecho nada todavía. Todo está aún en proyecto, en hipótesis.

—Hay un acuerdo con el mando militar para que no se intervenga en las operaciones. Yo voy a prescindir de los cosacos. De acuerdo. Pero por mi parte tomaré las medidas que me sugiera el buen sentido. ¿Tienen algún vivaque los rebeldes?

—No sé cómo decirle. De todos modos tienen un campo. Fortificado.

—Muy bien. Iré a verlo. Muéstrenme ese peligro, esos bandidos del bosque. Lo mismo da que sean rebeldes que desertores, son pueblo, señores míos, y esto es lo que ustedes olvidan. El pueblo es un niño y hay que conocerlo, conocer su psicología. Eso requiere métodos particulares. Hay que saber llegar a sus cuerdas más sensibles y hacerlas vibrar. Iré a verlos a su toconal y hablaré con ellos claramente. Verán ustedes de qué manera tan ejemplar vuelven a los puestos que abandonaron. ¿Apuestan ustedes algo? ¿No lo creen?

—Es difícil. Pero Dios lo quiera.

—Les diré: «Hermanos, miradme. Soy hijo único, esperanza de mi familia, y lo he dado todo, sacrificando mi nombre, mi posición y el amor de mis padres para conquistar una libertad como no la goza ningún pueblo del mundo. Yo hice esto y lo hizo también gran número de jóvenes como yo. Y no hablemos de la vieja guardia de nuestros gloriosos predecesores, los populistas encarcelados, los narodovoltsy de la Shlisselburg[31]. ¿Acaso lo hicimos por nosotros mismos? ¿Teníamos necesidad de ello? Ahora ya no somos francotiradores como antes, sino combatientes del primer ejército revolucionario del mundo. Preguntaos honradamente si habéis merecido este alto título. Mientras la patria, con lágrimas de sangre, con un esfuerzo supremo, intenta librarse de la opresión del enemigo que la ha vencido, vosotros os dejáis avasallar por una banda de desconocidos aventureros, os convertís en una gentuza inconsciente, en un tropel de malhechores desenfrenados, que devoran la libertad, para quienes todo lo que se da es siempre demasiado poco». Tiene razón el refrán cuando dice: «Invita a un cerdo a comer y meterá las patas en el plato». Pero yo les demostraré lo que es tener vergüenza.

—No, no, es peligroso —intentó objetar «el distritario», cambiando a hurtadillas miradas de inteligencia con su ayudante.

Galiullin trató de disuadir de esta loca empresa al comisario. Conocía a los venáticos del 212.º, que perteneció a una división en la que él había prestado servicio en otro tiempo. El comisario no le escuchaba.

Durante todo el tiempo Yuri Andriéevich intentó levantarse y salir. Le irritaba la ingenuidad del comisario. Pero no le fastidiaba menos la pérfida astucia del «distritario» y de su ayudante, dos cazurros marrulleros y desleales. Aquella estupidez y aquella marrullería estaban a la misma altura. Y ambas se manifestaban a través de un torrente de palabras, con una elocuencia inútil, inconsciente y confusa: precisamente todo eso de lo que la vida tiene tanta necesidad de liberarse.

¡Cuántas veces se desea escapar de la necia y obtusa charlatanería de los hombres, y refugiarse en el aparente silencio de la naturaleza, en la muda cárcel de un largo y obstinado trabajo, en la esencia de un sueño profundo, de la verdadera música que nace del callado contacto del corazón con los sentimientos, que hace enmudecer de tanta plenitud!

El doctor recordó que tenía pendiente una explicación, desagradable siempre, con Antípova. Pero aun a este precio estaba contento de la necesidad de verla. Sin embargo, era difícil que estuviera ya en casa. Aprovechando el primer momento favorable, se levantó y, sin hacerse notar, salió del despacho.

6

Pero Lara había regresado ya. La señorita Fleury se lo dijo y añadió que estaba muy cansada, cenó apresuradamente, se retiró a su habitación y le rogó que no la molestaran.

—Pero llame usted —le aconsejó la señorita—. Posiblemente no duerme todavía.

—¿Dónde está su habitación? —preguntó el doctor, provocando con su pregunta el asombro de la señorita.

Supo así que Antípova tenía su habitación al fondo del corredor del piso superior, cerca de las habitaciones en las que se guardaban todos los muebles de la condesa Zhabrínskaia, donde jamás había entrado el doctor.

Oscurecía rápidamente. En las sombras del anochecer las calles se hicieron más angostas, las casas y empalizadas se confundieron. Desde el fondo de los patios, los árboles se acercaban a las ventanas bajo la luz de las lámparas encendidas. Era una noche cálida y sofocante. El menor movimiento hacía sudar. Los rayos luminosos de las lámparas de petróleo, al llegar a los patios, resbalaban a lo largo de los troncos de los árboles, como sucios churretes.

El doctor se detuvo en el último escalón. Pensó que molestar, aunque sólo fuera llamando, a una persona cansada de un viaje, era algo importuno y enojoso. Era mejor demorar la conversación hasta el día siguiente. Con la distracción que acompaña siempre los cambios de decisión, atravesó el pasillo hasta el otro extremo. Había allí una ventana que daba al patio vecino. Se acodó en el alféizar.

La noche estaba llena de quedos rumores misteriosos. Al lado, en el corredor, goteaba el agua del fregadero, regular y a largos intervalos. Fuera de la ventana, en algún lugar, oíase un murmullo. Allí donde comenzaban los huertos estaban regando los planteles de pepinos, pasándose el agua de cubo en cubo y haciendo tintinear la cadena del pozo.

Advertíase de golpe el olor de todas las flores del mundo, como si durante el día la tierra hubiese yacido inanimada y se reavivara ahora con todos los perfumes. Desde el secular jardín de la condesa, al que la maleza había hecho impracticable, hasta la altura de los árboles tan espesos como para formar una gran pared, ascendía como una marea el denso aroma de un viejo tilo en flor, enmohecido y polvoriento.

Por detrás de la empalizada, a la derecha, llegaron unos gritos desde la calle. Un soldado con permiso estaba alborotando, se oyó un portazo y aletearon fragmentos de una canción.

Tras los nidos de cuervos del jardín se levantó una enorme luna rojinegra. Primero se pareció al molino de ladrillo de Zybúshino, y luego se volvió amarilla como la bomba de agua de la estación de Biriuchi.

Abajo en el patio, bajo la ventana, el perfume de la belleza nocturna se mezcló con el del heno recién cortado, fragante como té en flor. Había allí una vaca comprada no hacía mucho en un pueblo lejano. La obligaron a caminar todo el día, estaba cansada, sentía nostalgia de su vacada y no aceptaba la comida de manos de su nueva ama, a la que todavía no se había acostumbrado.

—Vamos, vamos, no seas caprichosa, animalote. ¡Condenada bestia, ya te enseñaré yo a dar cornadas! —decía el ama, tratando de vencer su resistencia, pero la vaca, inquieta, movía la cabeza de un lado a otro, o, alargando el cuello, mugía de un modo quejumbroso y desgarrador.

Más allá de las negras alquerías de Meliuziéev, brillaban las estrellas y desde ellas a la vaca se tendían los hilos de una invisible comprensión, como si fuesen los establos de otro mundo donde habría compasión para ella.

Por todas partes todo fermentaba, crecía y ascendía y advertíase el mágico fermento de la existencia. La intensidad de la vida, como un viento silencioso, avanzaba a grandes oleadas, sin saber adónde, sobre la tierra y el pueblo, a través de las paredes y los recintos, a través de la madera de los árboles y los cuerpos de los hombres, abrazando con su estremecimiento todo cuanto encontraba en su camino. Para sosegar este flujo vital, Zhivago descendió a la plaza, dispuesto a escuchar a quienes se habían reunido en ella.

7

La luna estaba ya alta en el cielo. Todo inundábase en su luz densa como el albayalde.

Las vastas sombras de los edificios de piedra adornados con columnas y dispuestos en semicírculo en la plaza, se extendían sobre el suelo como si fueran negras alfombras.

El mitin se celebraba en el otro extremo de la plaza y, aguzando el oído, podía oírse a través de esta lo que decían. Pero el doctor se sintió poseído por la belleza de la escena. Sentóse en un banco ante la puerta del cuartel de bomberos y, sin prestar atención a las voces que llegaban hasta él, comenzó a mirar en torno suyo.

En la plaza desembocaban pequeñas calles oscuras, en cuya profundidad podían descubrirse viejas casas torcidas. Las calles estaban enteramente cubiertas de barro, como en el campo: de él surgían altas cercas hechas con ramas de sauce, parecidas a nasas sumergidas en un estanque, o a cestas para pescar cangrejos.

Los cristales de las casuchas parpadeaban en las pequeñas ventanas abiertas. Desde las cercas hasta el mismo interior de las casas extendíanse apretadamente rubios trigales cuyas espigas relucían como bañadas en aceite. Tras los curvados setos las malvas miraban a lo lejos, solitarias, pálidas y exhaustas, como campesinas a quienes el calor ha sacado de sus casuchas para respirar en camisa un poco de fresco.

La noche iluminada por la luna era sorprendente, como la misericordia o el don de la clarividencia. De pronto, en el silencio de aquella clara y centelleante fábula, comenzó a caer el son regular y pausado de una voz conocida que él había oído poco antes. Era una voz vibrante y persuasiva. Yuri se puso a escuchar y la reconoció enseguida: era el comisario Hinz, que estaba hablando en la plaza.

Las autoridades debieron haberle rogado que les apoyara con su prestigio y él, con gran calor, censuraba a los habitantes de Meliuziéev que estuviesen tan desorganizados y se dejasen arrastrar fácilmente por la corruptora influencia de los bolcheviques, quienes, aseguraba, eran los verdaderos culpables de lo que ocurría en Zybúshino. Con el mismo tono con que había hablado antes en el despacho del «distritario», advertía que el enemigo era poderoso y cruel y que había llegado para la patria la hora de prueba. A mitad del discurso comenzaron a interrumpirlo.

Los ruegos de que no interrumpieran al orador alternábanse con los gritos de disentimiento. Las protestas hacíanse cada vez más frecuentes y violentas. El hombre que acompañaba a Hinz y hacía las veces de presidente, gritó diciendo que no se admitían las interrupciones y trató de imponer el orden. Algunos pidieron que se concediese la palabra a una ciudadana que se hallaba entre la multitud, pero otros les hicieron callar y pidieron que el orador continuara con su discurso.

Una mujer se abrió paso entre la multitud hacia el cajón boca abajo que servía de tribuna. No subió a él, pero se detuvo a su lado. Todos la conocían. Se hizo el silencio y la gente se dispuso a escucharla. Era Ustinia.

—Hablas de Zybúshino, camarada comisario, y dices que hay que abrir el ojo y no dejarse engañar. Pero vayamos a otra cosa: por lo que te he oído, no sabes hablar más que de bolcheviques y mencheviques. Bolchevique y mencheviques, y de ahí no hay quien te saque. Hay que dejar de hacer la guerra, y que todos seamos hermanos. Esta es la ley de Dios y no la de los mencheviques. Hay que dar las fábricas y los talleres a los pobres, que no es cosa de los bolcheviques, sino de la justicia. Y en cuanto al sordomudo, ya nos lo han refregado bastante antes que tú. Ya estamos hasta las narices. Pero también tú tenías que meter la cuchara. ¿Qué diantre no te gusta de él? ¿Que estuvo callado mucho tiempo y de pronto, sin pedir permiso, se ha soltado la lengua? ¡Sacúdete la mollera y piensa un poco! ¿Es que no han pasado cosas más grandes? Ahí tienes, por ejemplo, lo de la burra. «Balaam, Balaam (decía), con todo mi corazón te ruego que no vayas allí abajo porque te arrepentirás». Ya se sabe cómo fueron las cosas: no la escuchó y fue. Es talmente lo que estás haciendo tú con el sordomudo. El otro se creía que no tenía que hacerle maldito caso porque era una burra, una bestia. Él era el bestia porque la despreciaba. Luego se arrepintió. ¡Caray, ya sabéis como acabó la cosa!

—¿Cómo? —preguntó alguien.

—¡Bah! —dijo Ustinia, ásperamente—. Sabiendo mucho se envejece pronto.

—No, no te salgas fuera del tiesto. Dime cómo acabó —insistió la misma voz.

—¡Y dale con el cómo! ¡Qué chinchorrería! Se convirtió en una columna de sal.

Todos se echaron a reír.

—Desbarras, vieja, eso que dices le pasó a Lot. ¡A la mujer de Lot!

El presidente llamó al orden. El doctor se fue a dormir.

8

Al día siguiente por la tarde vio a Antípova. La encontró en el cuarto de plancha. Tenía delante un montón de ropa y planchaba.

Este cuarto estaba en la parte posterior de la casa, en el piso alto, y daba sobre el jardín. Allí se encendían los samovares, se distribuía en los platos la comida que llegaba de la cocina por medio de un montacargas movido a mano, y se mandaban abajo los platos sucios. Allí se conservaba también el material del hospital, se tomaba nota de la vajilla y la ropa blanca, se descansaba en los ratos de ocio y se concertaban las citas.

Las ventanas que daban al jardín estaban abiertas. El cuarto se había llenado con el perfume de las flores de tilo, el amargo aroma del comino seco, como en los parques de otros tiempos, y el ligero vaho de las dos planchas, con las cuales Larisa Fiódorovna planchaba alternativamente, poniendo una u otra a calentar sobre el hornillo.

—¿Por qué no llamó ayer? La señorita me lo dijo. Pero hizo usted bien. Estaba ya acostada y no hubiese podido abrirle. Bueno, buenos días. Cuidado, no se manche. Ahí está el carbón.

—Parece como si planchara toda la ropa del hospital. —No, hay mucha mía. Me dice usted siempre que no saldré nunca de aquí. Pero esta vez va en serio. Como puede ver, lo estoy preparando todo. En cuanto esté listo, me marcharé. Me iré a los Urales y usted se irá a Moscú. Acaso algún día le pregunten a Yuri Andriéevich: «¿Ha oído usted hablar de un pueblo llamado Meliuziéev?». «No, no lo recuerdo». «¿Y de una tal Antípova?». «Tampoco, no tengo la menor idea».

—Puede ser. ¿Qué tal le ha ido su viaje por los distritos rurales? ¿Está bien el campo?

—No es posible contarlo con pocas palabras. Pero ¡qué pronto se enfrían estas planchas! Déme la otra, por favor, si no es molestia. Está allí en el hornillo. Ahí. Gracias. Hay campo y campo. Todo depende de quiénes viven en él. En ciertos pueblos a la población le gusta trabajar y trabaja. Pero en otros todos son unos borrachines y hay miseria. Da miedo verlos.

—¡Tonterías! ¿Qué borrachos son esos? ¿Qué quiere usted decir? No puede haber borrachos porque, sencillamente, todos los hombres están en el frente. Pero no importa. ¿Qué tal va el nuevo ziemstvo revolucionario?

—Se equivoca en lo que dice de los borrachos, ya hablaremos de ello. ¿El ziemstvo? El ziemstvo nos dará muchos quebraderos de cabeza. Las instrucciones son inaplicables. No hay nadie con quien se pueda trabajar en los distritos. Actualmente los campesinos no se preocupan de nada más que de la tierra. Hice una escapada a Razdólnoie. ¡Qué espectáculo! Debería ir a verlo. En primavera lo incendiaron y saquearon todo. Quemaron la granja, los árboles frutales están carbonizados y parte de la fachada del edificio está cubierta de hollín. En cambio, en Zybúshino no ha ocurrido nada. Sin embargo, se afirma en todas partes que lo del sordomudo no es una invención. Describen su aspecto y dicen que es joven e instruido.

—Anoche Ustinia lo defendió en la plaza.

—A mi regreso encontré un montón de asuntos procedentes de Razdólnoie. ¡Estoy cansada de decir que nos dejen en paz con sus cosas! ¡Como si aquí no tuviéramos bastante con las nuestras! Esta mañana ha venido un ujier de la comandancia con una nota del jefe del distrito. Quieren a toda costa el juego de plata para el té y la cristalería de la condesa. Sólo para una noche, y garantizan su devolución. Pero ya conocemos su sistema de devolución: ha desaparecido la mitad de la ropa. Dicen que tienen una fiestecita. Por lo visto ha llegado alguien.

—¡Ah, ya sé! Ha llegado el nuevo comisario del frente. Lo vi por casualidad. Tiene la intención de ocuparse de los desertores, cercarlos y desarmarlos. Es un muchacho imberbe, un principiante en estas cosas. Hay unos que quieren emplear a los cosacos, pero él se propone conquistarlos con unas lagrimitas. Dice que el pueblo es un niño, etcétera… Y cree que se trata de una bagatela. Galiullin le ha rogado que no excitase a la fiera dormida, que dejara ese asunto a los demás… Pero es imposible disuadir a un tipo como ese cuando se le mete una cosa en la mollera. Bueno. Deje un momento las planchas y escúcheme. A no tardar va a haber aquí un caos espantoso. Nosotros no podremos impedirlo. Pero desearía que se fuera usted antes de que ocurriera nada.

—No sucederá nada, no exagere. Además, me voy. Pero no puedo irme por las buenas, sin más ni más. He de entregar el inventario puesto al día. Si no lo hago va a parecer que he robado algo. Pero ¿a quién se lo doy? Ese es el problema. Los dolores de cabeza que me ha costado el dichoso inventario… y como recompensa no he recibido otra cosa que reproches. Registré los bienes de la señora Zhabrínskaia en favor del hospital porque ese era el sentido del decreto. Y ahora parece que lo hice así para salvar los bienes de la propietaria. ¡Vaya una cosa!

—Vamos, deje esos tapetes y esa loza y que se vayan al diablo. Hay otras cosas de qué preocuparse. Sí, es una lástima que no nos viéramos ayer noche. Todo era muy distinto. Le habría explicado toda la mecánica celestial y respondido a todas esas condenadas preguntas. No, sin bromas. Sentía un gran deseo de hablar de mis cosas. Hablar de mi mujer, de mi hijo, de mi vida. ¡Caray, parece mentira que un hombre no pueda hablar con una mujer de su edad sin que se sospeche que hay algo detrás! Que el diablo se lleve todo lo que hay detrás y delante. Pero, por favor, planche, planche su ropa y no me haga caso. Hablaré, hablaré mucho.

»¡Piense qué tiempos son estos! ¡Y nosotros los vivimos!

Cosas tan extraordinarias solamente ocurren una vez en la eternidad. Es como si un vendaval se hubiese llevado el tejado de toda Rusia, y nosotros junto con todo el pueblo nos hubiéramos encontrado de pronto a la intemperie, bajo el cielo. Y no hay nadie que nos guarde. ¡La libertad! La verdadera libertad no es la de la palabra, la de las reivindicaciones, sino una libertad caída del cielo, inesperadamente. Es una libertad obtenida por casualidad, por error.

»¡Y qué grandes se sienten los hombres en su desorientación! ¿Lo ha advertido? Como si cada uno se sintiera aplastado por sí mismo, por la fuerza heroica que ha descubierto en él.

»Pero le digo que planche. Se calla usted. ¿No le aburro? Voy a darle la otra plancha.

»Ayer estuve en el mitin nocturno. Un espectáculo extraordinario. La madrecita Rusia se ha movido. Incapaz de quedarse en su sitio, camina de un lado para otro, no se encuentra y habla y habla sin cesar. Y no basta que hablen sólo los hombres. Las estrellas y los árboles se han reunido y charlan, y las flores nocturnas filosofan y las casas celebran mítines. Es algo evangélico, ¿verdad? Como en el tiempo de los apóstoles. ¿Se acuerda de Pablo? “Hablad las lenguas y profetizad. Rogad para que se os dé el don de la interpretación”.

—Comprendo lo que usted dice de los mítines, de los árboles y las estrellas. Sé lo que quiere decir. Yo también lo he experimentado.

—La mitad de esto lo ha hecho la guerra, el resto lo ha hecho la revolución. La guerra ha sido una interpretación artificial de la vida como si la existencia pudiera prorrogarse momentáneamente. ¡Qué absurdo! La revolución se ha producido sin intención, como un suspiro cuando se ha contenido demasiado tiempo el aliento. Cada hombre se ha transformado y cambiado. Diríase que en cada persona se han producido dos revoluciones: una propia, individual, y la otra general. Tengo para mí que el socialismo es un mar en el cual deben de confluir como ríos todas esas distintas revoluciones individuales, el mar de la vida, el mar de la autenticidad de cada uno. El mar de la vida, digo, de esa vida que se puede ver en los cuadros, de la vida como la intuye el genio, creadoramente enriquecida. Pero hoy los hombres han decidido no experimentarla en los libros, sino en sí mismos; no en la abstracción, sino en la práctica.

Un repentino temblor de su voz traicionó en Zhivago una incipiente emoción. Dejando por un instante de planchar, Larisa Fiódorovna lo miró seria y asombrada. Él se turbó y perdió el hilo del discurso. Después de un breve y embarazoso silencio, siguió hablando: desordenadamente, sin ton ni son.

—En estos días se tienen deseos de vivir de un modo honrado y fecundo. Participar del fervor general. Y he aquí que en medio de la alegría que ha conquistado a todos, veo su mirada extrañamente triste, perdida en la lejanía, Dios sabe dónde. ¡Qué no daría yo para que no fuese así, porque se leyera en su cara que está usted contenta de su destino y que no necesita a nadie! Porque alguna persona a quien usted quisiera, un amigo suyo o su marido (mejor si fuese un militar), me cogiera del brazo y me rogara que no me inquietase por su suerte y que le evitase a usted mis solicitudes. Pero yo me soltaría el brazo, levantaría la mano y… ¡No sé lo que digo! Perdóneme, se lo ruego.

La voz volvió a traicionar al doctor. Hizo con la mano un ademán de irritación y, con la sensación de haber cometido una torpeza irremediable, se levantó y se dirigió a la ventana. Volvió la espalda a la habitación, se inclinó sobre el alféizar y, apoyando una mejilla en la palma de la mano, fijó la mirada distraídamente en la profundidad ya sombría del jardín, tratando de recobrar la calma.

Larisa Fiódorovna rodeó la tabla de plancha, colocada de través entre la mesa y la alta ventana, y se detuvo a algunos pasos de él, a sus espaldas, en medio de la estancia.

—¡Cuánto miedo le había tenido siempre a esto! —dijo en voz baja, como para sí misma—. ¡Qué error sería! Basta, Yuri Andriéevich, no es este el caso. ¡Ah! Mire lo que he hecho por su culpa —exclamó de pronto en voz alta y corrió hacia la tabla donde, bajo la plancha olvidada, elevábase de una blusa quemada un hilo de humo acre—. Yuri Andriéevich —continuó, dejando violentamente la plancha sobre el hornillo—, Yuri Andriéevich, sea bueno, vaya a ver a la señorita, tómese un poco de agua, amigo mío, y vuelva aquí, tal como tengo la costumbre de verle y quisiera verle siempre. ¿Me oye, Yuri Andriéevich? Sé que tendrá fuerzas para hacerlo. Hágalo, se lo ruego.

Entre ellos no se repitieron conversaciones de esta clase.

Una semana más tarde Larisa Fiódorovna partió.

9

Al cabo de algún tiempo también Zhivago se dispuso a marcharse. La noche anterior a su partida azotó Meliuziéev un terrible huracán.

El fragor del viento se fundía con el rumor de la lluvia que unas veces se abatía verticalmente sobre los tejados, y otras, al impulso del caprichoso huracán, lanzaba sus azotadoras oleadas a lo largo de las calles, como si quisiera conquistarlas.

Sucedíanse los truenos sin interrupción, convirtiéndose en un fragor continuo. A la luz frecuente de los rayos veíase la calle perderse a lo lejos y los árboles inclinados y como si huyeran en la misma dirección que el viento.

Aquella noche la señorita Fleury se despertó al oír unos golpes en el zaguán. Asustada, se sentó en el lecho y se puso a escuchar. El ruido no cesaba.

¿Era posible que en todo el hospital no hubiese una sola persona que fuese a abrir, pensó, y que por todos tuviera ella que molestarse, ella, la pobre vieja, sólo porque la naturaleza la había hecho honrada y le había dado el sentido del deber?

Ya se sabía que los Zhabrinski eran ricos, aristócratas. Pero el hospital era del pueblo, les pertenecía. ¿En qué manos lo habían abandonado? ¿Podía saberse, por ejemplo, dónde había ido a parar el servicio sanitario? Todos se habían largado y ya no existía dirección, ni enfermeras, ni doctores. Sin embargo, en aquella casa había heridos, dos a quienes se les habían amputado las piernas, y estaban arriba, en la sala de operaciones, donde antes estuvo el saloncito. Y toda la parte de abajo, junto a los lavaderos, estaba llena de enfermos de disentería. Y aquella condenada Ustinia se había ido de visita Dios sabía dónde. La estúpida pudo haberse dado cuenta de que amenazaba el temporal. Pero le había dado la manía de salir. Y ahora tenía un buen pretexto para quedarse a dormir fuera de casa.

En fin, a Dios gracias, habían dejado de llamar. Han visto que nadie abría y se han marchado. ¡También era una bonita ocurrencia con semejante temporal! ¿Y si fuera Ustinia? No, ella tiene llave. ¡Dios santo, qué miedo, vuelven a llamar!

¡Qué fastidio! Desde luego no hay que contar con Zhivago. Se va mañana, y tiene la cabeza puesta en Moscú o en el viaje. Pero ¿y Galiullin? ¡Qué individuo! ¿Cómo puede dormir o quedarse tan tranquilo en la cama, oyendo que están llamando de este modo, esperando que al final se levante ella, vieja débil e indefensa, y vaya a abrir quién sabe a quién en esta espantosa noche de este horrible país?

¿Galiullin? Reaccionó bruscamente. ¿Cómo Galiullin? Tal idea sólo podía ocurrírsele estando medio dormida. ¿Por qué Galiullin, si ya se había marchado? ¿Acaso ella misma, junto con Zhivago, no lo había escondido y vestido de paisano, y luego explicado por qué sendas y caminos tenía que huir? Todo esto después de aquel terrible caso de linchamiento cometido en la estación, cuando mataron al comisario Hinz y buscaban a Galiullin desde Biriuchi, a Meliuziéev, persiguiéndolo a tiros y revolviendo todo el pueblo. ¡Galiullin!

Si no hubiera sido por aquellos soldados en bicicleta, no hubiese quedado de la ciudad piedra sobre piedra. Una división acorazada pasó por allí por casualidad. Tomó a su cargo la defensa de sus habitantes y redujo al silencio a los malhechores.

La tormenta se iba calmando poco a poco. Los truenos se oían más espaciados y sordos, a lo lejos. A ratos dejaba de llover, pero el agua continuaba chorreando con un quedo rumor a lo largo de los troncos y los canalones. El silencioso resplandor de los relámpagos invadía la estancia de la señorita, la iluminaba como si fuera de día y se detenía un instante, como si buscara algo.

De pronto, después de un ligero intervalo, volvieron a resonar los golpes en la puerta. Alguien tenía necesidad de ayuda y llamaba con desesperada insistencia. De nuevo se levantó el viento y volvió a llover a cántaros.

—¡Ya voy! —gritó la señorita, sin saber a quién, asustándose de su propia voz.

Había tenido una inspiración inesperada. Sacó los pies de la cama y se calzó las chancletas, se echó sobre los hombros una bata y corrió a despertar a Zhivago, porque sola tenía demasiado miedo. Pero también él había oído los golpes y bajaba con una vela. Ambos pensaron lo mismo.

—¡Zhivago! ¡Zhivago! Llaman a la puerta de la calle y tengo miedo de ir sola —gritó en francés, y añadió en ruso—: Que no sea Lara o el subteniente Galiul.

También Yuri Andriéevich, al despertarse a causa de las llamadas, creyó que pudiera ser alguno de los dos: o Galiullin, a quien algún obstáculo le impidió avanzar y retrocedía para encontrar refugio, o bien Antípova que regresaba por haberse presentado alguna dificultad en su viaje.

En el vestíbulo el doctor Zhivago entregó la vela a la señorita, dio la vuelta a la llave en la cerradura y descorrió el cerrojo. Una ráfaga de viento le hizo soltar la puerta de las manos y apagó la vela, envolviéndolos a ambos en frías salpicaduras de lluvia.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí? ¿Hay alguien? —gritaron al mismo tiempo, desde las tinieblas, la señorita y el doctor Zhivago.

Pero nadie respondió. Después oyeron llamar de nuevo en otro lugar, en la puerta de servicio o en la ventana que daba al jardín.

—Evidentemente es el viento —dijo el doctor—. Mas para estar tranquilos, vaya a la puerta de servicio y asegúrese. Yo la esperaré aquí, no sea que si alguien llama nos crucemos.

La señorita se alejó hacia el fondo de la casa y el doctor salió al exterior, al amparo del portal de entrada.

Sobre la villa corrían veloces las nubes como si las persiguieran y volaban tan bajas que rozaban casi los árboles, que se encorvaban como si alguien se sirviera de ellos para barrer el cielo utilizándolos como escobas de brezo. La lluvia azotaba las paredes de madera de la casa que, de gris, se había vuelto negra.

—¿Qué hay? —preguntó el doctor a la señorita cuando esta volvió.

—Tenía usted razón. No hay nadie.

Y dijo que había dado la vuelta a toda la casa. En la antecocina una rama de tilo que golpeaba la ventana rompió un cristal, y en el suelo se había formado un gran charco. Lo mismo sucedió en la habitación de Lara: estaba hecha un mar, realmente un mar, un verdadero océano.

—Ahí se ha abierto un postigo y golpea contra el montante. ¿Lo ve? Esta es la explicación.

Hablaron todavía un poco, cerraron el portón y volvieron a acostarse, desilusionados los dos por la inutilidad de la alarma.

Habían estado convencidos de que cuando abrieran la puerta entraría esa mujer que conocían tan bien, mojada como un pollo y aterida de frío, y que la habrían acribillado a preguntas mientras ella se sacudía el agua de encima. Y luego, después de haberse cambiado, iría a secarse junto al fuego, no apagado todavía, de la estufa de la cocina, y les contaría entonces sus aventuras y, arreglándose los cabellos, se echaría a reír.

No estaban muy seguros de que, cuando cerraron la puerta, no quedara en la calle una huella de aquella imagen, tras la esquina de la casa, bajo la forma de una filigrana, fantasma de aquella mujer que continuaban viendo confusamente ante la puerta.

10

En la estación se consideraba que el responsable indirecto de las agitaciones de los soldados era Kolia Frolienko, el telegrafista de Biriuchi.

Kolia era hijo de un conocido relojero de Meliuziéev, y la gente del pueblo decía que lo había visto nacer. De niño vivió en casa de uno de los criados de la finca de Razdólnoie y, bajo la vigilancia de la señorita, jugó con las hijas de la condesa. La señorita conocía bien a Kolia, que ya entonces había comenzado a aprender un poco de francés.

La gente de Meliuziéev estaba acostumbrada a ver a Kolia muy ligeramente vestido, hiciera el tiempo que hiciese. Sin gorro y con alpargatas corría en bicicleta por la carretera y el pueblo, suelto el manillar, echado hacia atrás y con los brazos cruzados sobre el pecho. De esta manera pasaba revista a los postes del telégrafo y los cables de la red, revisando el estado en que se hallaban.

Algunas casas del pueblo estaban en contacto con la estación por medio de una derivación de la línea telefónica del ferrocarril. La central se hallaba junto al telégrafo de la estación y Kolia era su responsable.

Allí tenía más trabajo del que deseaba: el telégrafo, el teléfono y a veces, cuando Povaríjin, el jefe de estación, estaba ausente, las señales del ferrocarril, cuyos mandos se encontraban en la oficina del telégrafo.

La necesidad de seguir al mismo tiempo el funcionamiento de varios mecanismos había dado a Kolia un particular modo de expresión, oscuro, lleno de interrupciones y enigmático. Lo utilizaba encantado siempre que no tenía ganas de responder o de hablar con alguien. Decíase que el día de los desórdenes había abusado de este laconismo.

La verdad es que con sus silencios hizo inútiles todos los buenos deseos de Galiullin, que telefoneaba desde el pueblo y, y tal vez sin quererlo, había precipitado los acontecimientos que se produjeron después.

En efecto, Galiullin pidió hablar con el comisario, que se encontraba en un determinado lugar de la estación o cerca de ella, para decirle que se disponía a reunirse con él para ir al bosque y le rogaba que le esperase y que no hiciese nada sin contar con él. Kolia se negó a llamar a Hinz con el pretexto de que la línea estaba ocupada transmitiendo señales para un tren que se acercaba a Biriuchi, mientras, con un subterfugio cualquiera, detenía en un cambio de vía próximo aquel mismo tren en el que los cosacos se dirigían a Biriuchi.

Cuando, no obstante, llegó el convoy, Kolia no supo disimular su desagrado. La locomotora se deslizó lentamente bajo el sombrío cobertizo y se detuvo precisamente ante la enorme ventana de la oficina del telégrafo. Kolia descorrió ampliamente la pesada cortina de tela azul marino en cuyos bordes estaban bordadas las iniciales del Ministerio de Ferrocarriles. En el alféizar de piedra había una enorme garrafa de agua y un vaso de grueso cristal tallado. Se sirvió agua en el vaso, bebió algunos sorbos y miró afuera.

El maquinista vio a Kolia y desde el fondo de su cabina le guiñó amistosamente un ojo.

«Apestosa bestia, chinche repelente», pensó Kolia con odio y, sacándole la lengua, lo amenazó con el puño.

El maquinista comprendió la mímica de Kolia y con ademanes, encogiéndose de hombros y señalando los vagones con un movimiento de cabeza, le dio a entender: «¿Qué quieres que haga? Haberlo intentado tú. Ellos tienen la fuerza».

«No importa, sigues siendo una asquerosa bestia», le respondió Kolia con sus ademanes.

Comenzaron a hacer descender de los vagones a los caballos, aunque, oponían resistencia y no querían moverse. El sordo estruendo de los cascos sobre la pasarela del vagón al andén alternábase con el golpeteo de las herraduras sobre las piedras de este. Los caballos, que se encabritaban, fueron llevados a través de varias vías, al final de las cuales había dos filas de vagones de desecho, sobre raíles que estaban comidos por la herrumbre y cubiertos de hierba. El deterioro de la madera, corroída por la carcoma y la humedad, y de la cual las lluvias habían raído la pintura, devolvió a los vagones abandonados su originaria afinidad con el gran bosque verde que crecía al otro lado de los convoyes, con el musgo que nacía sobre los troncos de los abedules y las nubes que pasaban sobre ellos.

En la margen del bosque, obedeciendo a una orden, los cosacos montaron a caballo y partieron al galope en dirección al toconal.

Los rebeldes del 212.º fueron rodeados. En medio de un bosque los hombres a caballo parecen más altos e imponentes que a campo descubierto, y asustaron a los soldados, a pesar de que tenían fusiles en sus trincheras. Los cosacos desenvainaron los sables. En el interior del anillo formado por la caballería, Hinz saltó sobre un tocón y dirigió una arenga a los soldados cercados.

De nuevo, según su costumbre, habló del deber militar, del significado de la patria y de muchas otras cosas elevadas. Conceptos que no hallaron eco. La multitud era demasiado numerosa, y los hombres, que habían sufrido mucho durante la guerra, estaban endurecidos y cansados. Desde hacía mucho tiempo estaban más que hartos de palabras como las que decía Hinz. Los había exasperado el continuo vagabundeo durante cuatro meses. Gentes sencillas, sentíanse además mal dispuestos con respecto al apellido no ruso del orador y a su acento.

Hinz se dio cuenta de que hablaba demasiado rato y estaba indignado contra sí mismo, pero pensó que debía continuar haciéndolo para ser comprendido mejor por sus oyentes, quienes, en lugar de agradecérselo, le correspondían con una expresión de hostil indiferencia y aburrimiento. Cada vez más irritado, decidió usar un lenguaje más duro y recurrir a las amenazas. Sin preocuparse del murmullo que se levantaba, recordó que ya estaban constituidos los tribunales militares revolucionarios y que habían empezado a actuar. Los amenazó con la pena de muerte y les pidió que depusieran las armas y entregasen a los instigadores. Si no lo hacían, añadió, demostrarían ser unos viles traidores, canallas inconscientes y plebeyos presuntuosos. Aquellos hombres no estaban acostumbrados a este tono.

Centenares de bocas gritaron.

—Ya ha hablado suficiente. Basta. Estamos de acuerdo —exclamaron con voces profundas, casi sin rencor.

Pero otras voces agudas, llenas de odio, comenzaron a gritar a su vez. Los primeros callaron, y dijeron los otros:

—¿Oísteis, camaradas, lo que nos ha dicho? ¡Al viejo estilo! Por lo visto, en el ejército se sigue hablando de esta manera. ¿De modo que somos traidores? ¿Y tú qué eres, duquesito? Pero ¿por qué perder el tiempo con él? ¿No veis que es un alemán que nos han enviado adrede? ¡Eh, enséñanos tu documentación, aristócrata! Y vosotros ¿por qué estáis como pasmarotes? ¡Vamos, atadnos, devoradnos!

Pero también a los cosacos les gustaba cada vez menos el discurso de Hinz.

—Para el señorito ese todos son unos canallas o unos cerdos —susurraban entre ellos.

Unos pocos primero y cada vez en mayor número, comenzaron a envainar los sables. Uno tras otro volvieron a montar a caballo. Cuando aumentó el número de los montados, se lanzaron desordenadamente en medio del claro, al encuentro de los del 212.º. Mezcláronse con ellos y confraternizaron.

—Debería usted largarse sin que se dieran cuenta —dijeron a Hinz los oficiales cosacos, que empezaban a alarmarse—. En la encrucijada encontrará su coche. Mandaremos a buscarlo. Y váyase enseguida.

Y Hinz así lo hizo, pero como escabullirse silenciosamente le parecía indigno, se marchó casi a los ojos de todos, sin la necesaria prudencia, en dirección a la estación. Hallábase poseído por una terrible ansiedad, pero por orgullo se impuso caminar tranquilamente, sin prisa.

La estación, que estaba en el lindero del bosque, no se hallaba lejos. Sobre un altozano, desde el cual ya podían verse las vías, se volvió por primera vez. Lo seguían soldados armados de fusiles.

«¿Qué querrán?», pensó Hinz, y apresuró el paso.

Lo mismo hicieron sus seguidores. La distancia entre ellos no disminuyó. Delante surgió la doble pared de los vagones abandonados. Apenas hubo llegado a ellos, echó a correr. El tren que había transportado a los cosacos estaba en una vía del apartadero. Los rieles hallábanse libres. Hinz los cruzó corriendo.

En su impulso subió de un salto al otro andén. Mientras tanto, los soldados que lo perseguían desembocaron, corriendo también, por detrás de los vagones deteriorados. Povarijin y Kolia gritaron algo a Hinz y le hicieron señas para que entrara en la estación, donde hubiera estado a salvo.

Pero nuevamente el sentido del honor, ese sentimiento civil del sacrificio, elaborado durante generaciones, sentimiento absurdo en estas circunstancias, le obstaculizó el camino de la salvación. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad trató de calmar los alborotados latidos de su corazón. Pensó que debía gritarles:

«¡Hermanos, reportaos! ¿Cómo podéis creer que soy un espía?». Sí, algo que pudieran entender, cordial, capaz de detenerlos.

Inconscientemente la idea de un acto heroico, de una efusión del alma, a todas las plataformas, tribunas y cajones, desde lo alto de los cuales podía lanzar a la multitud tales llamamientos, tales palabras que la inflamasen.

Ante la entrada de la estación, bajo la campana, hallábase una alta cisterna para apagar incendios, tapada. Hinz saltó sobre la tapa y dirigió a los que se acercaban unas palabras exaltadas, sobrehumanas e incoherentes.

La ciega locura de su actitud, a dos pasos de la puerta abierta de la estación, donde hubiese podido refugiarse fácilmente, atemorizó y dejó clavados en su sitio a sus perseguidores. Los soldados bajaron los fusiles.

Pero Hinz apoyó el pie en el borde de la tapa de la cisterna y la hizo oscilar. Una de sus piernas resbaló en el agua, la otra se quedó colgando fuera de la cisterna, y se encontró a caballo sobre ella.

Los soldados acogieron su torpeza con una explosión de hilaridad: el que estaba más cerca abatió al desdichado de un balazo en el cuello. Luego, los demás se lanzaron sobre él para rematarlo a bayonetazos.

11

La señorita Fleury telefoneó a Kolia para que, del mejor modo posible, instalara al doctor en el tren, amenazándole, en caso contrario, con hacer revelaciones desagradables para él.

Mientras respondía a la señorita, Kolia, según su costumbre, mantenía otra conversación distinta. A juzgar por las fracciones decimales entremezcladas con sus palabras, tratábase de un mensaje cifrado que estaba transmitiendo por telégrafo a otra estación.

—Pskov, ¿me oyes, me oyes? ¿Qué rebeldes? ¿Qué mano? ¿Qué decía usted, mademoiselle? Todo eso es mentira, quiromancia. Lárguese y déjeme en paz. Me molesta. Pskov, Pskov. Treinta y seis coma cero cero quince. ¡Maldita sea, se ha roto la cinta! ¿Cómo? No oigo nada. ¡Ah, es usted otra vez, mademoiselle! Ya le he dicho que no puedo, que no es posible. Diríjase a Povarijin. Todo eso es mentira, quiromancia. Treinta y seis… ¡Al diablo! Le he dicho que no me moleste, mademoiselle.

Y la señorita decía en ruso algo parecido a esto:

—No trates de engañarme con tu quiromancia, Pskov, Pskov, quiromancia. Ya sé por dónde vas, pero mañana instalarás en el vagón al doctor, o no volveré a dirigir la palabra a esta especie de asesinos ni al pequeño Judas traidor.

12

Había niebla en el aire cuando Yuri Andriéevich se fue. Otra vez, como días antes, amenazaba una tormenta. En el barrio de la estación, sembrado de masticadas pipas de girasol, las cabañas de adobes y las ocas adquirían un lívido tinte de miedo bajo la inmóvil mirada del negro cielo tormentoso. El edificio de la estación erguíase en una vasta explanada abierta a derecha a izquierda. La hierba en torno a él había sido pisoteada por una ingente multitud que, desde hacía semanas, esperaba los trenes procedentes de ambas direcciones.

Ancianos cubiertos con abrigos grises de sayal pasaban de grupo en grupo bajo un sol ardiente, en busca de rumores y noticias. Silenciosos adolescentes yacían acurrucados, sobre un costado, sosteniendo en la mano una rama sin hojas, como si guardasen ganado. Sus hermanitos y hermanitas, recogidas sus blusas sobre sus rosadas nalgas, correteaban por entre la gente. Estirando bien juntas sus piernas, las madres estaban sentadas en el suelo, con los niños de pecho envueltos en los pliegues de sus pardos casacones.

—Cuando comenzaron los tiros se dispersaron como corderos. Tenían miedo —dijo ásperamente Povarijin, el jefe de estación, pasando por encima de los cuerpos que yacían ante la puerta y en el suelo de la estación.

»En un abrir y cerrar de ojos han dejado limpio el césped. Ha sido posible ver otra vez la tierra que hay debajo. ¡Por fin! Hacía cuatro meses que no se veía, bajo este campamento. Como para olvidarse de ella. Cayó aquí. Es asombroso la de horrores que he visto en esta guerra. Debería estar acostumbrado. Pero ¡me dio tanta lástima! Lo más terrible es lo absurdo de la cosa. ¿Por qué? ¿Qué daño había hecho? Pero ¿acaso eran hombres aquellos individuos? Dicen que era el mimado de la familia. A la derecha ahora. Es ese, por aquí, por favor, a mi despacho. Ni se le ocurra salir en este tren, le costaría la vida. Lo instalaré en el otro, uno de la localidad. Lo formamos nosotros mismos, y empezaremos dentro de poco. Pero hasta ese momento no abra la boca ni diga nada a nadie. Le harían pedazos si dijera algo. Transbordará esta noche en Sujinichi.

13

Cuando formaron el tren «secreto» y desde detrás del depósito comenzaron a hacerlo retroceder hasta la estación, toda la gente que se hallaba en la explanada se lanzó por el camino más corto hacia el convoy, que entraba lentamente en la estación. La gente se deslizaba como granizo desde el terraplén. Escalaban los taludes y, atropellándose, unos se encaramaban en marcha sobre los topes y los estribos, otros se introducían por las ventanas y otros se subían a los techos de los vagones. En un instante, antes de que se detuviera, el tren se abarrotó de gente, y cuando llegó al andén, estaba lleno como un huevo y los viajeros, arracimados, colgaban de todas partes.

Por verdadero milagro, el doctor consiguió alcanzar una plataforma y, de una manera todavía más inexplicable, penetrar en el pasillo, donde permaneció durante todo el trayecto hasta Sujinichi, sentado sobre sus maletas.

Las nubes preñadas de tormenta se habían disipado hacía tiempo. Sobre los campos abrasados por el sol chirriaban incansablemente los grillos, sofocando el rumor del tren.

Los pasajeros que estaban ante las puertas quitaban la luz a los demás. Sus largas y curvadas sombras resbalaban por los bancos y tabiques de los compartimientos, y no encontrando espacio en el vagón, salían por las ventanillas opuestas y corrían de una parte a otra del campo junto con la sombra de todo el tren en marcha.

Por todas partes los viajeros gritaban o cantaban canciones, alborotaban, lanzaban juramentos y jugaban a la baraja. En las paradas sumábase al estándolo el ruido de la multitud que en cada una tomaba el tren por asalto. El clamor de las voces era ensordecedor, como una tempestad en el mar y, como en el mar, en medio de la detención, producíase de pronto un inexplicable silencio. Oíanse entonces pasos apresurados en el andén, a lo largo del convoy, y discusiones ante el furgón de equipajes, palabras pronunciadas a lo lejos por los que habían acudido a despedir a los que se iban, el apacible cacareo de las gallinas y el susurro de los árboles en el jardinillo de la estación.

Entonces, como un saludo llegado por telégrafo desde Meliuziéev, penetraba por la ventanilla un perfume bien conocido, que parecía dedicado a Yuri Andriéevich, revelándose a él, en su rincón, con una callada intensidad. Venía de demasiada altura para proceder de los arriates y los campos.

A causa de la aglomeración, el doctor no podía acercarse a la ventanilla. Pero aun sin mirar, veía con la imaginación aquellos árboles. Ciertamente crecían allí mismo y extendían apaciblemente sobre los techos de los vagones sus ramas llenas de hojas polvorientas por el paso de los trenes y espesas como la noche, densamente cubiertas por pequeñas flores estrelladas y parpadeantes.

Esto se repitió durante todo el trayecto. Por todas partes alborotaba la multitud y por todas partes florecían los tilos.

El incesante alentar de aquel perfume parecía preceder al tren que se dirigía hacia el norte, como una noticia que recorriera todas las estaciones, todos los pasos a nivel, todas las paradas, y que los viajeros reencontraran difundida y confirmada en todas partes.

14

Por la noche, en Sujinichi, un servicial mozo de cuerda de vieja estampa guio al doctor a lo largo de los raíles no iluminados y lo hizo subir por la parte posterior a un vagón de segunda clase de un tren recién llegado que no estaba previsto en el horario.

Apenas hubo lanzado el equipaje sobre la plataforma, después de haber abierto la portezuela con una llave, el mozo de cuerda tuvo que sostener una breve disputa con el revisor, que les obligó inmediatamente a bajar las maletas. Pero Yuri Andriéevich consiguió convencerlo y el revisor se fue.

Aquel tren no previsto en el horario tenía un destino especial, iba a gran velocidad y se detenía pocas veces. Parece ser que se hallaba bajo control militar. El vagón estaba completamente libre.

El compartimiento en el que se había instalado Zhivago estaba iluminado por una vela semiconsumida cuya llama era agitada por el aire que entraba por la ventanilla abierta.

La vela pertenecía al único viajero del compartimiento. Era un muchacho rubio, evidentemente de gran estatura, a juzgar por sus largos brazos y piernas, demasiado móviles en las coyunturas, como piezas mal ajustadas en un objeto desmontable. Estaba recostado sobre el asiento al lado de la ventanilla. Al ver entrar a Zhivago, hizo, cortésmente, ademán de levantarse, y, en lugar de continuar semitendido, como antes, adoptó una postura más correcta.

Bajo su asiento asomaba algo que, a primera vista, parecía un calandrajo. De pronto el extremo de lo que semejaba un pingo comenzó a moverse y asomó un perro de grandes orejas. Olfateó y examinó a Yuri Andriéevich y luego se puso a corretear de un lado a otro del compartimiento, moviendo sus patas en todas direcciones con la misma agilidad con que su larguirucho dueño ponía una pierna sobre la otra. Poco después, a una orden suya, se escurrió dócilmente bajo el asiento y recobró su anterior aspecto de harapo.

Solamente entonces Yuri Andriéevich advirtió en el portaequipajes una escopeta enfundada, una canana de cuero y un morral lleno de caza.

El joven cazador era extremadamente locuaz. Con una amable sonrisa, se apresuró a entrar en conversación con el doctor, de cuyos labios, no en sentido figurado, sino literal, no apartaba la vista.

Tenía una voz desagradablemente aguda, que en los tonos más altos adquiría un falsete metálico. Y lo más extraño era que, con todo y ser un auténtico ruso, una vocal, la u, la pronunciaba de un modo rebuscado, dulcificándola a la manera francesa o alemana. Esta u deformada le costaba un gran esfuerzo. La pronunciaba con mayor fuerza que las demás vocales, imprimiéndole una intensidad especial, gritándola casi. Desde el principio sorprendió a Yuri Andriéevich con esta frase:

Ayer, sin ir más lejos, estuve toda la mañana cazando patos.

A veces, cuando evidentemente se dominaba más lograba superar este defecto, pero le bastaba dejarse llevar por la conversación para que de nuevo saliera a relucir.

«¿Qué diantre será eso? —pensaba Zhivago—. En alguna parte debo de haber leído algo semejante, y lo conozco. Como médico debiera saberlo, pero se me ha ido de la cabeza. Debe ser un fenómeno cerebral determinado por un defecto de articulación. Pero este ulular es tan ridículo que cuesta mucho mantener la seriedad. Resulta imposible hablar con él. Es mejor que me acomode y me ponga a dormir.»

Y así lo hizo. Cuando se hubo acomodado en la litera superior, el joven le preguntó si le molestaría la vela encendida, pues la apagaría. El doctor aceptó con gratitud la proposición. Su compañero apagó la vela, y se hizo la oscuridad.

La ventanilla del compartimiento estaba cerrada a medias.

—¿No sería mejor cerrar la ventanilla? —preguntó Yuri Andriéevich—. ¿No le dan miedo los ladrones?

El joven no respondió. Yuri Andriéevich repitió la pregunta en voz más alta, pero tampoco recibió contestación.

Encendió una cerilla para ver qué estaba haciendo su vecino, si había salido de su compartimiento o si dormía, lo que hubiera sido todavía más inverosímil.

Pero no. Continuaba sentado en el mismo sitio, con los ojos muy abiertos, sonriendo al doctor cuyas piernas se balanceaban al borde de su litera.

Apagada la cerilla. Yuri Andriéevich encendió otra y, a su luz, repitió por tercera vez la pregunta.

—Haga lo que le parezca —respondió de pronto el viajero—. No tengo nada que me puedan robar. Pero sería mejor que no cerrara. Aquí se ahoga uno.

—«¡Vaya! —pensó Zhivago—. Extraño tipo este, la verdad. Está acostumbrado a hablar solamente cuando hay luz. ¡Y ahora mismo ha pronunciado correctamente las palabras! ¡No lo entiendo!»

15

Sentíase agotado por los acontecimientos de la última semana, las emociones y los largos preparativos que habían precedido al viaje, además del embarque en el tren de la mañana. Creía poder dormirse en cuanto hubiera logrado una postura lo bastante cómoda. Pero no fue así. El exceso de fatiga le provocó insomnio y hasta el alba no logró adormecerse.

A pesar del caótico torbellino de pensamientos que se mezclaron en su cabeza en el curso de las últimas horas, estos podían dividirse en dos círculos, o mejor dicho, en dos espirales que se enroscaban y desenroscaban. Uno estaba constituido por el recuerdo de Tonia, de la casa y de la vida de otro tiempo, en la cual todo, hasta los detalles más insignificantes, hallábase perfumado por la poesía y poseído de ternura y pureza. Sentía una gran ansiedad por esa vida y deseaba que permaneciera intacta. Llevado por el expreso de la noche, no pensaba más que en reanudarla después de una interrupción de más de dos años.

En ese torbellino de pensamientos familiares figuraba también la fidelidad a la revolución y el entusiasmo que le inspiraba. Pero era la revolución en ese sentido en que la había acogido la clase media, tal como la concibió la juventud estudiantil de 1905, gran admiradora de Blok.

En este círculo familiar y normal figuraban asimismo los signos de una vida nueva, las promesas y presagios que aparecían en el horizonte antes de la guerra, entre 1912 y 1914, en el pensamiento, el arte y el destino de los rusos, de toda Rusia y el suyo propio.

Ahora que la guerra había terminado para él, sentía el deseo de volver a ese ambiente para renovarlo y continuarlo, tal como sentía el deseo de regresar a su casa después de tan larga ausencia.

En torno al segundo círculo de pensamientos bullían las impresiones más recientes, enteramente nuevas y ¡qué distintas de las demás! Pero nada aquí le pertenecía, nada le era familiar, ni estaba preparado por el pasado. Todo era al mismo tiempo arbitrario e inevitable, impuesto por la realidad, repentino como una sacudida.

Lo nuevo, esta vez, era la guerra, su sangre y sus horrores, su infinitud y su salvajismo. La novedad eran las pruebas y la sabiduría de vida que la guerra le había proporcionado. Lo nuevo eran las ciudades lejanas donde la guerra lo había zarandeado y los hombres con quienes esta hizo que se encontrara. Lo nuevo era la revolución, no la revolución idealizada en la universidad a la manera de 1905, sino la actual revolución, nacida de la guerra, sangrienta, la revolución militar que acababa con todo, dirigida por aquellos que la conocían mejor, los bolcheviques.

También lo nuevo era Antípova, la enfermera, lanzada por la guerra quién sabe dónde, con una vida completamente desconocida para él, que nada reprochaba a nadie, y cuya taciturnidad era casi una queja, misteriosamente silenciosa y tan fuerte en su silencio. Lo nuevo era también el honrado esfuerzo llevado a cabo por él. Yuri Andriéevich, para no quererla, precisamente él que durante toda su vida se había esforzado en acercarse con amor a todos los hombres, a su familia y a sus amigos.

El tren corría a toda velocidad. El viento, entrando por la ventanilla abierta, revolvía y llenaba de polvo los cabellos de Yuri Andriéevich. En las paradas repetíase lo que había ocurrido durante toda la jornada: la multitud alborotaba como un huracán y murmuraban los tilos.

A veces, desde la profundidad de la noche, coches y carros avanzaban ruidosamente hacia la estación. Las voces y el fragor de las ruedas confundíanse con el susurro de los árboles.

En aquellos momentos parecía posible comprender por qué rumoreaban y se inclinaban una sobre otra aquellas sombras nocturnas y qué se susurraban entre ellas, moviendo apenas las hojas pesadas de sueño como pastosas lenguas. Era lo mismo que pensaba Yuri Andriéevich volviendo a su litera: la noticia de las agitaciones que se extendían por toda Rusia, la noticia de su revolución, de sus horas fatales y difíciles, de su camino lleno de esperanza hacia la meta.

16

Al día siguiente se despertó tarde. Era mediodía.

—¡«Marqués», «Marqués»! —decía su vecino en voz baja, tratando de calmar a su perro que se había puesto a gruñir.

Asombrado, Yuri Andriéevich comprobó que todavía estaba solo con el cazador en su compartimiento. Nadie habíase instalado en él durante todo el viaje. Ahora los nombres de las estaciones eran los que conocía desde niño. El tren dejaba atrás la provincia de Kaluga y penetraba en la de Moscú.

Después de haberse arreglado con tanto cuidado y comodidad como antes de la guerra, el doctor Zhivago regresó a su compartimiento para compartir el desayuno que le ofrecía su curioso compañero, y se aprovechó de ello para observarlo mejor.

Los rasgos característicos de su personalidad eran una locuacidad y movilidad extremas. Le gustaba hablar, pero para él no importaban tanto la comunicación y cambio de ideas como el mismo hecho de hablar, de pronunciar palabras y emitir sonidos. Charlando, saltaba en su asiento como impelido por un muelle, se echaba a reír de un modo ensordecedor y sin motivo aparente, se frotaba las manos con satisfacción y, cuando esto le parecía insuficiente para expresar su entusiasmo, se daba palmadas sobre las rodillas, y reía hasta que se le saltaban las lágrimas.

La conversación fue tan extraña como la víspera. El desconocido era extraordinariamente incoherente. A veces hacía confesiones que no se le solicitaban y en ocasiones ni siquiera parecía escuchar y dejaba sin respuesta las preguntas más inocentes.

Dio sobre sí mismo un montón de informaciones enteramente fantásticas e inconexas.

Indudablemente trataba de causar sensación con la excentricidad de sus opiniones y negando todo lo comúnmente aceptado.

Todo esto tenía algo de cosa archisabida. Con el espíritu de semejante radicalismo hablaban los nihilistas del siglo pasado y, un poco más tarde, algunos personajes de Dostoievski. Luego, en una fecha más reciente, sus herederos directos, o sea todos los provincianos cultos de Rusia. La provincia es más audaz que la capital, y los rincones perdidos han conservado un sentido de la seriedad que ha pasado de moda en las capitales.

El jovencito contaba que era sobrino de un famoso revolucionario, pero que sus padres eran, en cambio, incorregiblemente conservadores: verdaderos «búfalos», dijo. Poseían en una localidad cercana al frente una discreta hacienda en la que él había crecido, y durante toda la vida anduvieron a la greña con su tío, quien, no obstante, no les guardaba rencor y ahora, con su influencia, les había evitado muchas calamidades.

Declaró luego que por sus convicciones se parecía a su tío. Era extremista maximalista en todo: en las cuestiones de la vida, en política y en arte. Zhivago recordó a Piétinka Vierjovienski[32], pero no con respecto a su posición izquierdista, sino más bien en lo que atañía a la corrupción y la palabrería.

«Ahora —pensó el doctor— se vanagloriará de ser futurista.»

Y, efectivamente, la conversación se llevó al terreno de los futuristas.

«Ahora hablará de deportes —trató de adivinar el doctor—. Hablará de caballos de carreras, de patinaje o lucha francesa.»

Y el joven se puso a hablar de caza.

Decía que iba a cazar en su provincia natal y se proclamó: un tirador excelente. Añadió que si no hubiera sido por el defecto físico que le impidió prestar servicio militar, se habría distinguido en la guerra por su precisión en el tiro.

Al advertir la mirada interrogadora de Zhivago, exclamó:

—¡Cómo! ¿No lo ha notado? Creí que sabía ya cuál es mi defecto.

Se sacó del bolsillo y entregó a Yuri Andriéevich dos cartoncillos: uno era su tarjeta de visita. Tenía dos apellidos. Se llamaba Maxim Aristárjovich Klintsov-Pogoriévchik, o simplemente Pogoriévchik, como rogó al doctor que lo llamase en homenaje a su tío, que llevaba el mismo apellido.

Sobre el otro cartón había una cuadrícula llena de manos y dedos cruzados y entrelazados de diversas maneras. Era un alfabeto de bolsillo para sordomudos. De pronto, todo quedó claro.

Pogoriévchik era un discípulo, excepcionalmente dotado, de la escuela de Hartmann o de Ostrogradski, un sordomudo que había aprendido a hablar con inverosímil perfección, sin la ayuda del sonido de las palabras, observando el movimiento de los músculos faciales y de la laringe de su maestro y comprendía a sus interlocutores gracias a este procedimiento.

Relacionando el lugar de origen del joven y la localidad donde cazaba, el doctor le preguntó:

—Perdone mi indiscreción. Puede, si lo desea, no contestarme. Pero ¿no ha tenido usted alguna relación con la república de Zybúshino y su fundación?

—¿Cómo?… Perdóneme… ¿De manera que usted conoce a Blazheiko?… Pues claro, yo tuve algo que ver allí. Pogoriévchik comenzó a charlotear alegremente, riendo y balanceando el busto de derecha a izquierda y golpeándose frenéticamente las piernas. Y volvió a darse tono. Pogoriévchik dijo que Blazheiko había sido para él un pretexto y Zybúshino un lugar elegido por él para poner en práctica sus ideas. A Yuri Andriéevich le costó un gran esfuerzo seguir su exposición. La filosofía de Pogoriévchik estaba compuesta la mitad por teorías anarquistas y la otra mitad por vulgares cuentos de cazadores.

Con un imperturbable tono de oráculo pronosticaba para un porvenir muy próximo una serie de catastróficos acontecimientos. En su interior Yuri Andriéevich estaba de acuerdo con él y acaso esos acontecimientos fueran inevitables, pero le exasperaba la seguridad llena de prosopopeya con la que el desagradable charlatán lanzaba entre dientes sus profecías.

—Permítame, permítame —trató de objetar Zhivago tímidamente—. Todo eso es cierto, y es posible que suceda. Pero, a mi entender, no es el momento de llevar a cabo experimentos tan arriesgados en medio del caos y el desorden y ante el enemigo que nos arrolla. Es preciso dejar que el país se recobre y repose después de semejante trastorno, antes de lanzarse a otro. Conviene llegar a cierta calma, a cierto orden, aunque sea relativo.

—Eso es una ingenuidad —respondió Pogoriévich—. Lo que usted llama caos es un fenómeno tan normal como el orden de que usted habla y al que ama tanto. Estas destrucciones son la parte lógica y preliminar de un plan constructivo mucho más amplio. Ha de disgregarse de una forma total, y entonces un verdadero poder revolucionario recogerá sus fragmentos para reconstruirla sobre fundamentos nuevos.

Yuri Andriéevich se sintió incómodo y salió al pasillo.

El tren aceleraba su carrera y atravesó así un sector de los alrededores de Moscú. Bosquecillos de abetos corrían hacia las ventanillas y se alejaban de ellas volando, y pasaban una tras otra apretados grupos de dachas y andenes sin cobertizos, llenos de gentes. Volaban y desaparecían a lo lejos en la nube de polvo levantada por el ferrocarril, girando como un carrusel. Silbaba el tren y sus silbidos se multiplicaban a través de los profundos y recónditos ecos del bosque.

De pronto, por primera vez en todos aquellos días, Yuri Andriéevich comprendió con absoluta claridad dónde estaba, qué le había sucedido y qué le aguardaba dentro de una hora o a lo sumo dos.

Tres años de cambios, de cosas imprevistas, de viajes: la guerra, la revolución, trastornos, separaciones, escenas de destrucción y de muerte, puentes volados, incendios y devastaciones. Todo, súbitamente, se le mostró como un enorme vacío desprovisto de contenido. El primer acontecimiento auténtico, después de tan largo intermedio, era este vertiginoso acercamiento del tren a su casa, intacta todavía, existente aún en el mundo, y de la cual amaba cada piedra. Esa era la vida, esa era la experiencia, eso era lo que enseñaban aquellos que iban en busca de aventuras, eso era la finalidad del arte: volver a sí mismos, hallar de nuevo a los seres queridos, empezar a vivir otra vez.

Los bosques habían terminado. El tren se evadió de los abrazos del follaje. Una ancha colina se perdía a lo lejos con sus suaves declives que terminaban al borde de una barranca. Toda ella estaba cubierta de patatares de color verde oscuro. En la cumbre, donde cesaba la plantación, se hallaban diseminados armazones y cristaleras de invernadero que habían sido desmontadas. Frente a la colina, a la cola del tren, una inmensa nube negrovioleta destacábase en medio del cielo. Tras ella trataban de abrirse paso los rayos del sol refractándose en todas direcciones y encendiendo de cegadores reflejos los cristales del invernadero.

De pronto comenzó a caer de la nube una pesada lluvia oblicua que centelleaba al sol. Caía en gotas apresuradas, con el mismo ritmo con que el tren en marcha resonaba con sus ruedas sobre los raíles, como si quisiera alcanzarlo o temiese quedarse atrás.

Apenas se había fijado en ello el doctor Zhivago cuando, tras una altura, apareció el templo de Cristo Salvador y un instante después las cúpulas, los tejados, las casas y las chimeneas de toda la ciudad.

—Moscú —dijo, volviendo a entrar en su compartimiento—. Ya es hora de prepararse.

Pogoriévchik se levantó de un salto, comenzó a hurgar en el morral de caza y sacó de él un grueso pato.

—Tome —dijo—. Como recuerdo. He pasado todo un día en compañía muy agradable.

Inútilmente el doctor se negó a aceptarlo.

—Bueno —dijo al fin, obligado a tomar el pato—. Lo acepto como un regalo que hace usted a mi mujer.

—¡Para su mujer! ¡Para su mujer! Como regalo para su mujer —repitió Pogoriévchik alegremente, como si por primera vez hubiese oído esta palabra.

Y de tal manera le hicieron estremecer sus carcajadas que el perro salió de su escondite para tomar parte en el regocijo de su amo.

El tren entraba en la estación. En el vagón se hizo la oscuridad, como si fuera de noche. El sordomudo entregó al doctor el pato envuelto en un trozo de un viejo cartel de propaganda política.