IV
MADURA LO INEVITABLE

1

Lara yacía delirando en el lecho de Felitsata Semiónovna. En torno a ella los Svientitski, el doctor Drókov y la sirvienta hablaban en voz baja. La casa de los Svientitski, ahora desierta, hallábase sumida en la oscuridad. Solamente en medio de la larga hilera de habitaciones, en un saloncito, había una lámpara encendida en la pared, que iluminaba de un extremo a otro aquella galería rectilínea y desierta.

No como un huésped, sino como si estuviera en su casa, furiosamente, con decididos pasos, Víktor Ippolítovich Komarovski iba de un extremo a otro de la larga hilera. De vez en cuando lanzaba una ojeada al dormitorio para ver qué sucedía, o bien se dirigía a la parte opuesta de la casa y, pasando junto al árbol adornado con hilos de plata, llegábase hasta el comedor. La mesa parecía doblegarse bajo el peso de los platos intactos, y las verdes copas de vino tintineaban cuando pasaba un coche por la calle, o un ratoncillo se deslizaba por el mantel entre los platos.

Estaba fuera de sí. Sentíase dominado por encontrados sentimientos. ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! Estaba furioso. Su posición se había comprometido, el incidente perjudicaba su buen nombre. A costa de lo que fuera, antes de que fuese demasiado tarde, había que prevenirse contra las murmuraciones, y si la noticia habíase extendido ya, cortar por lo sano las habladurías, ahogarlas en cuanto se manifestaran. Por último, había experimentado una vez más cuán irresistible era aquella chiquilla insensata y desesperada. No era como las demás. En ella hubo siempre algo insólito. Bien era verdad que él había destrozado su vida de un modo radical e irremediable, pero ella se debatía y continuamente se sublevaba con el afán de rehacer a su modo su destino y volver a empezar la vida.

Tendría que ayudarla desde todos los puntos de vista, alquilarle quizás una habitación, pero no tocarla en ningún caso. Es más: estar lo más lejos posible de ella, mantenerse aparte para no hacerle sombra. Era una mujer capaz de cualquier cosa.

¡Y cuántas inquietudes le esperaban! Aquello podría traer graves consecuencias. La ley no pega el ojo. Todavía era de noche, ni siquiera transcurrieron dos horas desde el momento en que se produjo el incidente, y la policía había acudido ya dos veces, y en estas dos ocasiones Komarovski estuvo en la cocina dando explicaciones al inspector para tratar de echar tierra sobre lo ocurrido.

Pero eso se iría complicando cada vez más. Era necesario demostrar que Lara había disparado sobre él y no sobre Kornakov. Sin embargo, la cosa no acabaría aquí. Librada de una parte de responsabilidad, Lara continuaría igualmente sometida a la acción de la justicia.

Claro está que él haría lo imposible por evitarlo. Si se la procesara, habría de solicitar un examen psiquiátrico para demostrar la irresponsabilidad de Lara en el momento del atentado y obtener entonces el sobreseimiento.

Con estas reflexiones, Komarovski fue calmándose poco a poco. La noche había transcurrido ya. Rayos de luz comenzaban a filtrarse en las habitaciones, lanzando ojeadas sobre las mesas y los divanes, como si fueran ladrones o peritos del monte de piedad.

Komarovski se dirigió a la alcoba para informarse sobre el estado de Lara y, habiendo sabido que se encontraba mejor, dejó la casa de los Svientitski para ir a ver a una amiga suya, jurista y mujer de un emigrado político, Rufina Onísimovna Voit-Voitkóvskaia que tenía alquiladas dos de las ocho habitaciones de un piso que resultaba ya demasiado grande y costoso para ella sola. Una de esas dos habitaciones había quedado libre hacía poco y Komarovski la alquiló para Lara. Horas después la joven fue llevada a ella en estado de semiinsconciencia, febril y delirante.

2

Rufina Onísimovna era una mujer de ideas avanzadas, enemiga de prejuicios, que simpatizaba con todo lo que, según su expresión, fuese «positivo» y «viable».

Tenía sobre la cómoda un ejemplar del programa de Erfurt con la firma del autor. Una de las fotografías fijadas en la pared era de su marido, «mi buen Voit», retratado al lado de Plejánov en una fiesta popular en Suiza. Ambos vestían chaquetas de alpaca y se tocaban con panamás.

Al primer golpe de vista, Rufina Onísimovna no sintió simpatía alguna por su inquilina enferma. Según ella era una astuta simuladora, y sus crisis de delirio no eran más que pura ficción. Estaba dispuesta a jurar que Lara representaba el papel de Margarita cuando se vuelve loca en la cárcel.

Con una agitada exageración manifestaba a Lara su desprecio. Daba portazos, cantaba a grito pelado, se movía como una tromba por la parte de la casa reservada a ella, y durante todo el día tenía aireándose las habitaciones.

Estas habitaciones hallábanse en el último piso de un caserón de Arbat. Las ventanas, desde principios de invierno, veíanse inundadas por un cielo luminoso y turquí, ancho como un río que se sale de madre. Mediado el invierno, adivinábanse las señales y presagios de la próxima primavera.

El tibio viento del sur se colaba por los postigos, en las estaciones las locomotoras silbaban a más no poder, y la enferma, en la ociosidad del lecho, entregábase a sus lejanos recuerdos.

Recordaba con frecuencia la noche de su llegada a Moscú desde los Urales, siete u ocho años atrás, en los tiempos de su inolvidable infancia.

Por oscuras calles habían atravesado toda la ciudad en coche descubierto, desde la estación al hotel. Los faroles se acercaban y alejaban, proyectando sobre las paredes de las casas la sombra hinchada del coche. La sombra crecía y crecía, adquiría proporciones monstruosas, cubría la calle y los tejados y luego desaparecía para volver a empezar lo mismo.

En la oscuridad oía por encima de su cabeza las campanas de todas las iglesias de Moscú, y a ras de tierra el fragor de los tranvías de caballos. La aturdían también los escaparates con sus luces cegadoras, y era como si estos, al igual que las campanas y las ruedas, hicieran ruido.

Hablase quedado estupefacta ante el tamaño de una enorme sandía que Komarovski dejó sobre la mesa del hotel para celebrar su llegada. La sandía le parecía el símbolo de la importancia y riqueza de Komarovski. Cuando Víktor Ippolítovich, de un solo tajo, partió en dos aquella redonda y fragante maravilla de color verde oscuro, con su corazón helado y dulce, el miedo la dejó sin aliento, pero no se atrevió a rechazarla, y se esforzó en tragar aquellos trozos rojos, aguanosos y fragantes que la emoción le hacía resbalar por la garganta.

Y aquella timidez experimentada ante los platos caros y la ciudad nocturna habíase repetido luego en su timidez ante Komarovski, motivo principal y secreto de cuanto sucedió. Pero ahora le era irreconocible. No pedía nada, no se dejaba oír ni ver. Y continuamente, desde lejos, le ofrecía su ayuda de la más noble de las maneras.

Muy distinta fue la visita de Kologrívov. Lara se sintió feliz al volver a verlo. No tanto por ser alto e imponente, como por la vitalidad e ingenio que trascendía. Lavrienti Mijáilovich, con su mirada llena de vivacidad y su inteligente sonrisa, llenaba gran parte de la habitación que, con su entrada, parecía haberse empequeñecido.

Sentábase junto al lecho de Lara y se frotaba las manos. Cuando fue llamado a Petersburgo para el consejo de ministros, habló con venerables dignatarios como si se tratase de escolarillos indisciplinados. Pero ahora, ante él, yacía alguien de su familia, aunque hiciera poco que hubiese entrado en la casa, casi como una especie de hija, con quien, como se hace con los familiares, cambiaba rápidas miradas y observaciones en passant. Y esto era lo que daba un encanto particular a sus lacónicas conversaciones, como ellos sabían muy bien. Él no podía tratar a Lara como si fuera una persona mayor, con seriedad e indiferencia. No sabía cómo hablarle para no herirla y, sonriéndole como a un niño, le dijo:

—¿Qué diantre has hecho? ¿A qué vienen estos melodramas?

Calló y se puso a mirar las manchas de humedad del techo y el empapelado. Luego, sacudiendo la cabeza en señal de desaprobación, continuó:

—En Düsseldorf va a inaugurarse una exposición internacional de pintura, escultura y jardinería. Tengo el propósito de verla. ¡Esto es condenadamente húmedo! ¿Tienes la intención de permanecer mucho tiempo suspendida entre cielo y tierra? No puede decirse que te falte sitio aquí. La tal Voitessa, dicho sea entre nosotros, es un tipejo. La conozco bien. Tienes que trasladarte. Basta ya de guardar cama. Mientras estuviste enferma, bien. Pero ahora ya es tiempo de que te levantes. Cambía de habitación, ocúpate de tus lecciones y termina tus estudios. Tengo un amigo pintor. Va a pasar dos años en el Turkestán. Tiene un estudio dividido en varias piezas, que es lo que se dice un verdadero piso. Estaría dispuesto a cederlo, siempre que fuera a parar a buenas manos, con muebles y todo. ¿Quieres que me ocupe de esto? Además, he de decirte algo. Permíteme que ahora te hable como un hombre práctico. Hace tiempo que quería hacerlo, y esto es para mí un deber sagrado… Desde que Lipa… Aquí tienes una pequeña cantidad como recompensa por sus últimos exámenes… No, permíteme, permíteme… No, te lo ruego, no insistas. No, por favor.

Y, al irse, a pesar de su resistencia, de sus lágrimas e incluso de su enfado, le obligó a aceptar un cheque de diez mil rublos.

Ya respuesta, Lara se trasladó a la nueva casa que le había aconsejado Kologrívov. Estaba muy cerca del mercado de Smoliensk. El apartamento constituía el ático de una pequeña casa de piedra, de dos pisos, una antigua construcción cuya parte baja estaba ocupada por unos almacenes. Habitaban el edificio unos carreteros. El patio, pavimentado con grandes losas, estaba lleno siempre de avena y estiércol y por él se paseaban arrullándose las palomas. A veces echaban a volar ruidosamente, pero nunca se elevaban a mayor altura que la ventana de Lara, cuando las ratas corrían en tropel por el arbollón de piedra del patio.

3

Pasha pasó muy malos ratos. Mientras Lara estuvo seriamente enferma no le fue permitido verla. ¿Qué debía hacer? Lara había querido matar a un hombre que, a los ojos de Pasha, le era indiferente. Luego se encontró bajo la protección de ese hombre, la víctima de su atentado frustrado. Y todo esto después de aquella memorable conversación de la noche de Navidad, a la luz de una vela que se consumía. De no haber sido por ese hombre habrían detenido y condenado a Lara. Él logró apartar de ella el castigo que la amenazaba. Gracias a él, podía continuar tranquilamente sus estudios. Pasha se atormentaba y no sabía qué pensar.

Cuando estuvo mejor, Lara mandó llamar a Pasha.

—Soy mala —le dijo—. Tú no me conoces. Tal vez un día te lo cuente todo. Me es muy difícil hablar, las lágrimas me ahogan. Déjame, olvídame. No soy digna de ti.

Hubo escenas dramáticas, a cuál más desgarradora. Voitkóvskaia —pues esto sucedía en la época en que Lara vivía aún en Arbat—, al ver el rostro lloroso de Pasha, se precipitó en la habitación, se dejó caer en el diván y se echó a reír hasta ponerse enferma:

—¡No puedo resistirlo! ¡No puedo resistirlo! La verdad es que… ¡Ja, ja, ja! ¡Un verdadero caballero! ¡Ja, ja, ja! ¡Un verdadero Yeruslán Lázarevich![24]

Para evitar a Pasha unas relaciones que lo hubieran deshonrado, para romperlas definitivamente y poner término a sus sufrimientos, Lara le dijo que todo había terminado entre ellos porque ya no lo quería, pero al pronunciar esta palabra sollozó de tal modo que era imposible creerla. Pasha sospechaba que era culpable de todos los pecados, no daba crédito a una sola de sus palabras, sentíase dispuesto a maldecirla y odiarla, y la amaba terriblemente, estaba celoso incluso de sus pensamientos, del vaso en que bebía y de la almohada en que apoyaba su cabeza. Para no enloquecer debía obrar con decisión y rapidez. Por esto decidieron casarse enseguida, sin demora, incluso antes de terminar los exámenes. Fijaron la fecha para el primer domingo después de Pascua, pero, por deseo de Lara, postergaron de nuevo la boda.

El matrimonio se celebró el lunes de Pentecostés, al día siguiente de la Trinidad, cuando estuvieron seguros del buen resultado de los exámenes. Ocupóse de todo Liudmila Kapitónovna Chepurko, la madre de Tosia Chepurko, una condiscípula de Lara, que había terminado sus estudios al mismo tiempo que ella. Liudmila Kapitónovna era una mujer de robusto seno y voz profunda, buena cantante e incurable soñadora. A las supersticiones y sortilegios que ya conocía, añadía en cada ocasión otros de su propia cosecha.

En la ciudad hacía un calor terrible cuando la «condujeron bajo la corona de oro»[25], como Liudmila Kapitónovna canturreaba para sí con su voz de bajo, al estilo zíngaro de Panin, mientras ayudaba a Lara a vestirse para la ceremonia. Las cúpulas de oro de las iglesias eran de un amarillo deslumbrador, así como la ligera arena esparcida por la ruta de las procesiones. Las polvorientas ramas de los abedules cortados la víspera para la fiesta de la Trinidad, colgaban tristemente en los recintos de las iglesias, retorciéndose sobre sí mismas como si se quemaran. Era penoso respirar y el sol hería los ojos con su resplandor. Era como si en todas partes se celebraran millares de bodas: con motivo de estas fiestas todas las jovencitas se vestían de blanco como si fueran novias, y los muchachos llenábanse el pelo de brillantina y ceñíanse en trajes oscuros y entallados. Todos estaban inquietos y tenían calor.

La señora Lagodin, madre de otra compañera de Lara, lanzó un puñado de moneditas de plata a los pies de la novia en el momento que daba el primer paso sobre la alfombra, como augurio de futura riqueza, mientras Liudmila Kapitónovna, con la misma intención, aconsejaba a Lara que cuando estuviese debajo de la corona, no se santiguara con la mano desnuda, sino que lo hiciera de modo que esta quedase medio cubierta por una punta del velo. Le dijo también que mantuviera en alto la vela, porque de este modo mandaría en casa. Sacrificando su propio porvenir en beneficio de Pasha, Lara bajó la vela cuanto pudo, pero inútilmente porque, a pesar de todo lo que hizo, la vela quedaba siempre a mayor altura que Pasha.

Desde la iglesia se dirigieron para celebrarlo al estudio que ya había arreglado Pasha. Los invitados gritaban:

—Es amargo, no se puede tomar.

Y a coro, desde el otro extremo de la habitación, respondían:

—Hay que echarle azúcar.

Los esposos sonreían confusos y se besaban. Liudmila Kapitónovna cantó La uva, con el doble estribillo «Dios os dé amor y concordia», y la canción Suelta la rubia trenza, deshaz los rubios cabellos.

Cuando todos se hubieron marchado y ellos se quedaron solos, Pasha se sintió incómodo por el repentino silencio que se produjo. En el patio, ante la ventana, había un farol encendido y aunque Lara hizo todo lo posible por evitarlo, una franja de luz, delgada como un eje, penetró a través de una rendija de la cortina. Este rayo de luz no dejaba en paz a Pasha, como si fuera alguien que los espiase. Advirtió con horror que pensaba más en el farol que en sí mismo, en Lara y en su amor.

Durante la noche, larga como una eternidad, aquel que hasta poco antes había sido el estudiante Antípov, «Stepanida» y «la señorita», como lo llamaban los compañeros, llegó al colmo de la felicidad y al fondo de la desesperación. Sus sospechas alternaban con las confesiones de Lara. Él preguntaba y a cada respuesta de ella desfallecía como si se precipitara en un abismo. Su atormentada imaginación no lograba concebir todo lo que le era revelado ahora.

Hablaron hasta el amanecer. En la vida de Pasha Antípov jamás se produjo un cambio tan impresionante y súbito como en aquella noche. Por la mañana, cuando se levantó, era un hombre distinto, y casi le sorprendió tener el mismo nombre.

4

Diez días después los amigos organizaron en aquella misma habitación una fiesta de despedida, en honor de Pasha y Lara. Ambos habían terminado brillantemente sus estudios y a los dos les fue ofrecido trabajo en la misma ciudad de los Urales, hacia donde debían partir a la mañana siguiente. De nuevo bebieron, cantaron y alborotaron, pero esta vez sólo entre jóvenes.

Tras el tabique que separaba las habitaciones particulares del gran estudio donde se hallaban reunidos los invitados, se amontonaba el equipaje; las dos cestas de mimbre de Lara, una maleta, una caja llena de vajilla y algunos sacos en un rincón. Había muchas cosas. Una parte debía ser expedida a pequeña velocidad a la mañana siguiente. Casi todo estaba ya embalado, pero todavía quedaba mucho por hacer. En la caja y las maletas abiertas aún había sitio. A veces Lara recordaba algo, lo llevaba al otro lado del tabique y lo metía en la cesta.

Pasha ya estaba allí con los invitados, cuando Lara, que se había ido a la secretaría de la Facultad a buscar su partida de nacimiento y otros papeles, regresó acompañada del portero con una estera y un grueso ovillo de cordel para atar las maletas. Despedido el portero, cumplimentó a los invitados, estrechando la mano a unos y abrazando a los demás. Luego, para cambiarse, se retiró tras el tabique. Reapareció vestida y todos aplaudieron, gritaron y comenzó el alboroto como en la fiesta de la boda pocos días antes. Los más emprendedores sirvieron vodka a sus vecinos. Un gran número de manos armadas de tenedores, se acercaron al centro de la mesa para coger pan y lo que había en los platos. Se pronunciaron diversos discursos, entre largos tragos de vodka para aclararse la garganta y todos compitieron en bufonadas. Algunos no tardaron en achisparse.

—Estoy cansadísima —murmuró Lara, sentándose junto a su marido—. Y tú, ¿lograste hacer todo lo que querías?

—Sí.

—Me siento maravillosamente bien. Soy feliz. ¿Y tú?

—También. Estoy contento. Pero ya hablaremos.

Excepcionalmente, junto con los compañeros, Komarovski fue admitido también en la fiesta. Cuando terminó la velada dijo que ahora, después de la partida de sus jóvenes amigos, se quedaba huérfano, y Moscú le parecería un desierto, un Sahara. Se conmovió tanto que sollozó y tuvo que repetir la frase interrumpida por la emoción. Pidió permiso a los Antípov para escribirles e ir a verlos a Yuriatin, su nueva residencia, si no lograba soportar la separación.

—Sería del todo inútil —respondió Lara en voz alta y destempladamente—. ¿A qué viene esto de escribir, el Sahara y todo lo demás? Y en cuanto a ir a vernos, ni lo pienses. Lo pasarás perfectamente bien sin nosotros, que no somos nada del otro mundo, ¿verdad Pasha? Estoy segura de que encontrarás algo que sustituirá a tus jóvenes amigos.

Y, olvidando de pronto a quién y de qué estaba hablando, impulsada por otro pensamiento, se levantó a toda prisa y se fue a la cocina, al otro lado de la pared. Desarmó el molinillo de triturar carne y distribuyó por los rincones de la caja, protegiéndolas con paja, las piezas que había desmontado. Al colocarlas estuvo a punto de herirse una mano con la cuchilla.

Ocupada en estos preparativos, ya no se acordaba de que tenía invitados en la casa. Ni siquiera los oía, y cuando con una explosión de gritos le recordaron su presencia al otro lado del tabique, se dijo que a los borrachos les gusta siempre fingir la embriaguez, con tanta mayor exageración y complacencia cuanto más borrachos están.

Al mismo tiempo, un rumor distinto y de origen completamente diferente, que procedía del patio, llamó su atención. Descorrió la cortina y se asomó a la ventana.

En el patio, un caballo con la traba puesta, avanzaba a saltos, cojeando. Lara no sabía de quién era; probablemente se había perdido y llegado por casualidad al patio. Era ya de día, pero todavía faltaba mucho para que saliera el sol. La ciudad, amodorrada y como privada de vida, sumíase en la frescura gris-violeta del alba. Lara cerró los ojos. Dios sabe a qué perdida, encantadora y remota campiña la transportaba aquel rumor tan rítmico e inconfundible de los cascos herrados del caballo.

Llamaron a la puerta. Lara aguzó el oído. Alguno de los invitados acudió a abrir. Era Nadia. Lara se precipitó al encuentro de la recién llegada. Venía directamente del tren, fresca y encantadora. Parecía como si toda su persona trascendiese el perfume de los muguetes de Duplianka. Las dos amigas permanecieron abrazadas, incapaces de decir una sola palabra. Limitáronse a lanzar exclamaciones y abrazarse casi sofocándose una a otra.

Nadia llevaba a Lara los votos y felicitaciones de toda la casa y un regalo de sus padres. De su maletín de viaje extrajo una cajita envuelta en papel, la desenvolvió y, haciendo saltar la tapa, ofreció a Lara una joya de rara belleza.

Hubo las naturales exclamaciones de admiración. Uno de los amigos, disipada ya un poco la embriaguez, dijo:

—Un jacinto rosa. Sí, sí, rosa, ¿qué te imaginabas? Una piedra que vale tanto como un diamante.

Nadia sostenía que eran zafiros amarillos.

Después de haberla hecho sentar a su lado y ofrecido algo, Lara dejó la joya en el estuche y se puso a contemplarla sin lograr apartar de ella los ojos. Sobre el morado terciopelo del estuche, la piedra resplandecía como una llama: unas veces semejaba una gota y otras un grano de uva.

Mientras tanto, en la mesa, algunos se habían repuesto ya de sus excesos de bebida y se permitían tomar una nueva copa para acompañar a Nadia, que tampoco tardó en perder la cabeza.

Poco después, la casa pareció haberse transformado en el reino del sueño. La mayor parte de los invitados, habiendo pensado acompañar a los esposos a la estación al día siguiente, se habían quedado a dormir. Hacía rato que roncaban ya casi todos, tumbados a la buena de Dios por los rincones. Ni Lara se dio cuenta de cómo llegó a encontrarse vestida en un diván en el que estaba durmiendo Ira Lagódina.

Se despertó al oír hablar en voz alta precisamente cerca de ella. Eran voces de desconocidos que, desde la calle, habían entrado en el patio en busca del caballo. Lara abrió los ojos y se quedó estupefacta.

«La verdad es que no hay modo de que Pasha esté quieto. ¿Qué diablos está haciendo ahí plantado como un poste, qué busca?»

En ese momento la persona a quien había confundido con Pasha volvió la cara hacia ella: no era, efectivamente, Pasha, sino una especie de esperpento picado de viruelas, con la cara surcada por un chirlo desde la sien a la barbilla. Pensó que sería un ladrón, un salteador, y quiso gritar, pero no pudo emitir ningún sonido. De pronto se acordó de la joya e, incorporándose disimuladamente sobre un codo, miró de reojo a la mesa.

Estaba en su sitio, entre los trozos de pan y las tartas apenas empezadas, y el ladrón, poco sagaz, no la había advertido entre los restos de la comida. Seguía buscando entre la ropa, desordenando las maletas. A Lara, semiamodorrada y aturdido aún por la vodka, pero dándose cuenta de la situación, le molestó sobre todo ver deshecho su trabajo. Indignada, quiso otra vez gritar, pero tampoco ahora consiguió abrir la boca ni Mover la lengua. Entonces, con la rodilla, dio un violento golpe en el estómago de Ira Lagódina, que estaba durmiendo a su lado y cuando esta gritó por el dolor con una voz que no parecía la suya, también Lara lanzó un chillido. El ladrón dejó caer el fardo con el botín y se precipitó como un loco fuera de la habitación. Uno de los hombres se lanzó en su persecución, sin darse cuenta claramente de qué se trataba, pero desapareció toda huella del ladrón.

El barullo y las discusiones que entonces se produjeron fueron la señal de un despertar general. Todo resto de embriaguez se desvaneció en Lara. Inflexible a las súplicas de que los dejara dormir y descansar un poco más, los hizo levantar a todos, les sirvió café y los envió a todos a sus casas hasta que llegase el momento en que volverían a verse en la estación en el instante de partir el tren.

Cuando todos se hubieron ido, comenzó a trabajar. Con su acostumbrada rapidez, pasaba de un portamantas a otro, ataba las almohadas, apretaba las correas y suplicaba a Pasha y a la portera que no la ayudasen porque la estorbaban.

Todo se desarrolló en orden, regularmente. Los Antípov no llegaron con retraso. El tren se puso en marcha suavemente, casi al mismo ritmo del movimiento de los sombreros agitados en señal de despedida. Cuando los amigos dejaron de decirles adiós y llegó a ellos por tres veces un grito —probablemente «hurra»—, el tren aceleró la marcha.

5

Desde hacía tres días el tiempo era pésimo. Transcurría el segundo otoño de guerra. Después de los éxitos del primer año, habían comenzado los fracasos. El octavo ejército de Brusílov, concentrado en los Cárpatos, pronto a descender de los desfiladeros e irrumpir en Hungría, tuvo que retroceder arrastrado por la retirada general. Incluso la Galitzia, ocupada en los primeros meses de las operaciones, hubo de ser abandonada.

El doctor Zhivago, conocido antes por Yura y a quien todos llamaban ahora por su nombre y patronímico, hallábase en el pasillo de la sala de operaciones de la maternidad, frente a la puerta de la habitación donde había sido instalada hacía poco su mujer, Antonina Alexándrovna. Hablase despedido de ella y esperaba a la comadrona para ponerse de acuerdo sobre la forma en que esta le advertiría en caso de necesidad y podría tener, por su mediación, noticias de Tonia.

Tenía prisa por regresar a su hospital, pero antes debía hacer dos visitas a domicilio: perdía inútilmente un tiempo precioso, contemplando desde la ventana la oblicua trayectoria de la lluvia, que un impetuoso viento de otoño desmenuzaban y desviaba como la tempestad abate y mezcla las espigas de un trigal.

No era todavía noche cerrada. A los ojos de Yuri Andriéevich extendíanse los patios de la clínica, las terrazas de los hoteles particulares del Diéviche-pole, la red del tranvía eléctrico que iba casi hasta la puerta de servicio de uno de los edificios de la clínica.

Llovía con una monotonía desolada, sin arreciar ni amainar, a pesar de la furia del viento, que parecía encarnizarse contra la imperturbabilidad del agua que caía sobre la tierra. Las ráfagas de viento atormentaban los sarmientos de vid silvestre que enmarcaban una de las terrazas. Parecía como si quisieran desarraigar de cuajo la planta, levantándola, sacudiéndola y rechazándola después como un pingajo.

Una furgoneta, pasando ante la terraza, se acercó al hospital. Comenzaron a descargar heridos.

En los hospitales de Moscú, llenos hasta lo inverosímil, sobre todo después de las operaciones de Lutsk, se acondicionaban los heridos en los rellanos de las escaleras y en los pasillos y la aglomeración afectó incluso las salas destinadas a las mujeres. Yuri Andriéevich, volviendo la espalda a la ventana, bostezó de cansancio. Parecía como si su cabeza se hubiese vaciado. De pronto recordó algo. En el departamento de cirugía del hospital Krestovozdvízhenskaia, donde él prestaba servicio, había muerto en aquellos días una enferma. Él sostuvo que se trataba de un caso de equinococo hepático, y se había discutido mucho sobre el particular. Por aquellos días debía hacerse la autopsia, lo cual establecería la verdad. Pero el disector del hospital era un bebedor empedernido y Dios sabe cuándo empezaría a trabajar.

Anochecía. Al otro lado de la ventana ya no se distinguía nada. Como por la virtud de una varita mágica, de todas las ventanas surgió la luz eléctrica.

Por una puerta giratoria que separaba el pabellón del pasillo, salió de la sala de Tonia el director del departamento, un hombre gigantesco que siempre respondía a todas las preguntas elevando los ojos al techo y encogiéndose de hombros. En su lenguaje mímico tales movimientos significaban que, por muy importantes que sean los progresos del saber, siempre, mi querido Horacio, hay misterios ante los cuales la ciencia es impotente.

Pasó ante Yuri Andriéevich inclinándose con una sonrisa, y con sus rollizas manazas hizo un vago ademán como si quisiera indicar que no había más remedio que esperar y resignarse, y se alejó a lo largo del pasillo en dirección a la sala de espera para fumar un cigarrillo.

Poco después salió al encuentro de Yuri Andriéevich la asistenta del poco expresivo ginecólogo, que por su locuacidad constituía su antítesis.

—En su lugar, yo me iría a casa. Mañana le llamaré por teléfono al hospital Krestovozdvízhenskaia. Es difícil que empiece antes. Estoy segura de que será un parto normal y que no habrá necesidad de intervención. Pero, por otra parte, suscitan alguna aprensión cierta estrechez de la pelvis, la posición occipital en que se encuentra el niño, la ausencia de dolores y la poca importancia de las contracciones. Sin embargo, no es posible todavía hacer pronósticos. Todo dependerá de la ayuda que ella misma preste en el momento del parto. Ya veremos.

Al día siguiente, respondiendo a su llamada, el portero del hospital, que acudió al teléfono, le dijo que no colgase el auricular, fue a informarse y luego de una espera de diez minutos, le dio de un modo grosero e incoherente el siguiente informe:

—Me encargan decirle que ha traído a su mujer demasiado pronto y que tiene que llevársela.

Yuri Andriéevich exigió hablar con alguien mejor informado.

—Los síntomas no son muy seguros —le dijo la enfermera—. Que el doctor no se preocupe, habrá que esperar todavía un día o dos.

Al tercer día supo que el parto había comenzado por la noche. Al alba la parturienta había roto aguas, y se presentaron fuertes dolores que persistieron desde por la mañana. Dirigióse preocupado a la clínica y, mientras avanzaba por el pasillo, oyó, a través de la puerta entornada por distracción, los gritos desgarradores de Tonia, semejantes a los de las personas a quienes en un atropello les han sido amputados los miembros y son sacadas de entre las ruedas de un vagón. No podía entrar. Mordiéndose hasta hacerse sangre el nudillo de un dedo, se acercó a la ventana tras la cual continuaba cayendo la misma lluvia oblicua de dos días antes. Una enfermera salió de la sala, y también el vagido de un recién nacido.

«Está salvada, está salvada», murmuró para sí Yuri Andriéevich.

—Un niño. Un varón. Todo ha ido muy bien —dijo apresuradamente la enfermera—. Ahora no se puede. Se lo enseñaré en el momento oportuno. Debe usted hacerle un buen regalo a su esposa. Ha sufrido mucho. Es el primero. El primero siempre hace sufrir.

—¿Está salvada, está salvada? —repetía Yuri Andriéevich, sin comprender lo que decía la enfermera que, con sus palabras, lo implicaba a él en el acontecimiento.

¿Tenía realmente algo que ver con ello? Padre, hijo… no veía ningún motivo de orgullo en ese don gratuito de la paternidad. Tampoco sentía nada por aquel vástago que le caía del cielo. Todo ello le resultaba exterior a su conciencia. Lo importante era Tonia, que habíase enfrentado con un peligro mortal y por fortuna logró superarlo.

Tenía un enfermo no lejos de la clínica. Fue a verlo y al cabo de media hora estuvo de regreso. Las dos puertas, la del pasillo a la sala de partos, y la de la sala de partos al departamento, volvían a estar cerradas. Sin darse cuenta de lo que hacía se metió en la puerta giratoria.

Pero, jugando con los dedos, surgió ante él, como brotado de la tierra, vestido de blanco, el gigantesco ginecólogo.

—¿Adónde va? —le dijo con voz sofocada para que no le oyese la parturienta—. ¿Se ha vuelto loco? Herida, sangre, antisépticos… Eso sin contar el choc psicológico. ¡Vaya! ¿Y usted es médico?

—Yo… Sólo una ojeada. Desde aquí. A través de una rendija.

—¡Ah, bueno! Eso es distinto. Hágalo. Pero que yo lo vea. ¡Cuidado! Si ella lo descubre a usted, lo mato, no le dejo un hueso sano.

En la sala dos mujeres, la comadrona y la nodriza, volvían la espalda a la puerta. En manos de la nodriza se agitaba un cachorrillo humano tierno y llorón, estirándose y contrayéndose como un trozo de goma de color rojo oscuro. La comadrona le ataba el cordón umbilical para separarlo de la placenta. Tonia yacía en medio de la sala, sobre una mesa de operaciones con el respaldo móvil levantado. A Yuri Andriéevich, que por la emoción lo exageraba todo, le pareció que ella estaba casi a la altura de esos pupitres en los cuales se escribe de pie.

Levantada hacia el techo, más en alto que lo que suele estar la mayoría de los mortales, Tonia estaba sumida en la niebla de un sufrimiento ya vencido, como si de ella trascendiera una infinita postración. Parecía surgir en medio de la sala como emergería en un puerto una embarcación apenas atracada y descargada, que hubiese llevado a cabo la travesía del mar de la muerte, para alcanzar el continente de la vida con nuevas almas emigradas Dios sabía desde dónde. También Tonia había apenas efectuado el desembarco de un alma y yacía ahora anclada, reposando con toda la ligereza de sus costados liberados de su peso. Junto a ella reposaban también sus extenuados y tensos aparejos, su maderaje y su olvido, su extinguido recuerdo de los lugares donde había estado recientemente, de lo que había atravesado y cómo había alcanzado la orilla.

Y como nadie sabía dónde se encontraba el país bajo cuya bandera se había acogido, ni siquiera se sabía en qué idioma dirigirse a ella.

En el hospital todos rivalizaban en felicitar a Yuri Andriéevich.

—¿Cómo han podido saberlo tan pronto? —preguntaba él, asombrado.

Se dirigió a la sala de médicos, llamada la taberna o el basurero, porque, por falta de espacio producida por la aglomeración de enfermos y heridos, la gente se quitaba allí los abrigos y los chanclos, dejándose olvidados extraños objetos procedentes de otros lugares, y ensuciaba el suelo con colillas y pedazos de papel.

Ante la ventana estaba el analista, un hombre arrugado y encogido que, con los brazos levantados, examinaba a la luz, mirando por encima de los lentes, una probeta que contenía un líquido turbio.

—Le felicito —dijo, sin dejar de mirar en la misma dirección, no dignándose volverse siquiera hacia Yuri Andriéevich.

—Gracias. Estoy muy emocionado.

—No tiene por qué darme las gracias. No tengo nada que ver con eso. La autopsia la ha hecho Pichuzhkin. Todos se han quedado estupefactos. Un equinococo. ¡Esto sí que es un diagnóstico! No se habla de otra cosa.

En ese momento entró en la estancia el médico jefe del hospital. Saludó a los dos y dijo:

—¿Qué diablos sucede? Esto parece un mercado y no una sala de médicos. ¡Qué indecencia! Sí, Zhivago, se trataba de un equinococo. Nosotros nos equivocamos. Le felicito. Pero ha surgido un inconveniente. Va a hacerse una revisión de su categoría. Esta vez no conseguiremos quedarnos con usted. Hay una espantosa falta de personal médico militar. También le va a tocar a usted oler la pólvora.

6

Los Antípov se establecieron en Yuriatin con una facilidad inesperada. Allí se conservaba un buen recuerdo de la familia Guichard y esto alivió a Lara las dificultades que se presentan siempre en un cambio de residencia.

Lara estaba absorbida por sus quehaceres y preocupaciones. Tenía a su cargo la casa y a su hija Kátienka, que tenía tres años. Por mucho que Marfutka, la pelirroja doncella, se esmerara, su ayuda era insuficiente. Larisa Fiódorovna ocupábase de todos los asuntos de su marido y, además, daba clases en el colegio de niñas. Trabajaba mucho y era feliz. Esta era precisamente la vida que había soñado.

Le gustaba vivir en Yuriatin, que era su ciudad natal, a orillas de un gran río, el Rynva, navegable en su curso medio e inferior, y atravesada por una de las líneas férreas de los Urales.

La proximidad del invierno anunciábase en Yuriatin por el traslado de las barcas, que desde el río eran transportadas en carros a la ciudad y colocadas en los patios donde permanecían a la intemperie hasta la llegada de la primavera. Aquellas barcas puestas quilla arriba, que blanqueaban en el fondo de los patios, tenían en Yuriatin el mismo significado que en otros lugares la emigración de las grullas o las primeras nieves.

Una de estas barcas, bajo la cual jugaba Kátienka como bajo el cóncavo techo de un pabellón, estaba también en el patio de la casa alquilada por los Antípov y exponía al aire su quilla pintada de blanco.

A Larisa Fiódorovna le gustaba la vida de aquel rincón provinciano, aquellos intelectuales lugareños que calzaban botas de fieltro y vestían calientes chaquetas de franela, con la clara pronunciación norteña de las oes y su confiada ingenuidad. Sentíase vinculada a aquella tierra y aquella gente sencilla.

En cambio, Pável Pávlovich, hijo de un ferroviario de Moscú, puso de manifiesto una incorregible mentalidad ciudadana. Juzgaba con mayor severidad que su mujer a los habitantes de Yuriatin, cuya tosquedad e ignorancia lo irritaban.

En aquel período demostró una extraordinaria capacidad de aprender y retener nociones obtenidas de rápidas lecturas. Ya antes, y en parte con ayuda de Lara, había leído muchísimo. Pero en aquellos años de aislamiento provinciano su cultura aumentó de tal manera que empezó a considerar a Lara como una mujer escasamente instruida. Era, con mucho, superior a sus colegas profesores y decía que se asfixiaba entre ellos. En aquellos tiempos de guerra el patriotismo de estos, trivial, oficial y un poco falso, contrastaba con los sentimientos de Antípov más intensos y complejos.

Pável Pávlovich se había doctorado en estudios clásicos y en el instituto enseñaba latín e historia antigua. Pero su secreta pasión por las matemáticas, la física y las ciencias exactas pasión por las matemáticas, la física y las ciencias exactas despertóse de pronto en este antiguo alumno de una escuela real. Por sus propios medios estudió estas materias hasta lograr una preparación universitaria. Soñaba ya en la posibilidad de aprobar los exámenes en la capital, prepararse para una especialización en matemáticas y trasladarse a Petersburgo con toda su familia. Pero su salud se resintió a causa de las largas horas de estudios nocturnos y comenzó a padecer insomnio.

Se llevaba bien con su mujer, pero sus relaciones carecían de sencillez. Lara lo abrumaba con su bondad y sus atenciones, y él no se permitía criticarla. Temía constantemente que incluso en las observaciones más insignificantes pudiese descubrir un mal disimulado reproche por su origen burgués, ya que él procedía del pueblo, o por haber sido de otro antes que suya. El temor de que pudiera sospechar en él cualquier resentimiento injustamente ofensivo daba a su vida un tono artificioso. Rivalizando en generosidad acabaron complicándolo todo.

Un día tuvieron como huéspedes algunos colegas de Pável Pávlovich: la directora del colegio de Lara, un miembro del tribunal arbitral, junto a quien, en cierta ocasión, se había sentado Pável Pávlovich en calidad de conciliador, y algunos más. Antípov los consideraba a todos rematadamente estúpidos y le sorprendía que Lara los tratase con tanta gentileza, pareciéndole imposible que pudiera gustarle cualquiera de ellos.

Cuando los invitados se hubieron ido, Lara aireó las habitaciones y barrió, y ayudó a Marfutka a lavar los platos. Luego, habiéndose asegurado de que Kátienka estaba bien tapada y de que Pável dormía, se desnudó rápidamente, apagó la luz y se acostó al lado de su marido, con la naturalidad de un niño que se mete en la cama de su madre.

Pero Antípov fingía dormir. Tenía uno de esos insomnios que se habían hecho habituales en él. Sabía que permanecería así durante tres o cuatro horas, sin dormir. Para llamar al sueño y librarse de los últimos restos del humo del tabaco fumado por sus invitados, se levantó silenciosamente, se puso el sombrero, y la pelliza sobre el pijama, y salió.

Era una clara y helada noche de otoño. Bajo sus pies el hielo se partía con agudos crujidos. El cielo estrellado derramaba un reflejo azul, como una llama de alcohol, sobre la tierra negra y las pellas de barro helado.

La casa en que vivían los Antípov hallábase en la parte opuesta del puerto fluvial. Era la última de la calle. Por detrás extendíase un campo cruzado por la línea férrea junto a la cual se alzaba la casa del guardagujas. Un paso a nivel atravesaba los raíles.

Antípov se sentó en la quilla de una barca volcada y miró a las estrellas. Los pensamientos que durante los últimos años se le habían hecho familiares lo asaltaron ahora con una particular intensidad. Le pareció que más tarde o más temprano debería ahondarlos hasta su raíz y que era mejor hacerlo enseguida.

Se dijo que no era posible continuar de esa manera. Todo era de prever, pero cuando se dio cuenta resultó demasiado tarde. ¿Por qué ella le había permitido que se comportara como un niño e hizo de él lo que quiso? ¿Por qué él no halló a su tiempo el buen sentido de renunciar a ella, cuando ella misma insistió precisamente en que lo hiciera, aquel invierno antes de su matrimonio? Comprendía perfectamente que no lo amaba a él, sino a la generosa misión que ella desempeñaba con respecto a él, una misión en él personificada. ¿Qué había de común entre esa misión, inspirada y admirable, y la vida familiar? Pero lo peor era que él continuaba amándola, experimentando su fascinación con la misma intensidad que en otro tiempo. O acaso ni siquiera fuese amor, sino una noble ceguera ante su belleza y generosidad. ¡Qué difícil resulta comprender estas cosas! Hasta al diablo le serían duras de pelar.

¿Qué hacer entonces? ¿Liberar a Lara y a Kátienka de esta falsa situación? Era incluso más importante que liberarse a sí mismo. Sí, pero ¿cómo? ¿Divorciarse? ¿Matarse?

—¡Qué bajeza! —exclamó—. Jamás llegaré a esto. Entonces ¿por qué pronunciar siquiera mentalmente estas palabras?

Miró las estrellas como para pedirles consejo. Brillaban en grupos o aisladas, grandes y pequeñas, azules o iridiscentes. De pronto algo vino a oscurecer su brillo, y una luz violenta y brusca iluminó el patio de la casa, la barca y Antípov que estaba sentado en ella, como si alguien corriese por el campo hacia la entrada de la casa, agitando una antorcha encendida. Era un tren militar que cruzaba ante el paso a nivel, dejando en el cielo volutas de humo llameante. Pasaban constantemente, de día y de noche, desde hacía un año.

Pável Pávlovich Antípov sonrió, se levantó de la barca y se fue a dormir. Había encontrado la salida.

7

Larisa Fiódorovna se quedó estupefacta y al principio no dio crédito a sus oídos cuando supo la decisión de Pasha.

«Es absurdo. Otra locura —pensó—. No hay que hacerle caso. Ya se le pasará.»

Pero hacía ya dos semanas que Pasha inició los preparativos, pidió los documentos necesarios, buscó quien lo sustituyera en el instituto, y llegó desde Omsk una comunicación según la cual había sido aceptado en la escuela local militar. Acercábase el momento de la partida.

Lara se despertó como una simple pueblerina y, estrechando las manos de Antípov, se postró a sus pies.

—Páshenka —suplicaba—, ¿por qué haces eso? ¿Por qué me abandonas con nuestra Kátienka? ¡No nos dejes! Nunca es demasiado tarde. Yo lo arreglaré todo. Además, ni siquiera te has hecho examinar seriamente por el médico. Estás enfermo del corazón. ¿Te da vergüenza decirlo? Y sacrificar a tu familia por una locura, ¿no te da vergüenza? ¡Voluntario! Te reíste siempre del tonto de Rodka y de pronto se te ocurre hacer lo mismo que él. ¿También tú tienes ganas de lucir el sable y llegar a oficial? ¿Qué te sucede, Pasha? No te reconozco. Te han cambiado o te has vuelto loco. Por favor, por amor de Cristo, dime honradamente si esto es necesario para Rusia.

Pero comprendió de pronto que no se trataba de eso. Incapaz de darse cuenta de los detalles, captó lo esencial, intuyendo que Pasha interpretaba equivocadamente sus sentimientos para con él. No apreciaba el sentido maternal que en ella constituía una misma cosa con el amor, sin comprender que este era mucho mayor que el simple amor de una mujer.

Se mordió los labios, se encerró en sí misma como vencida y, sin decir nada, tragándose en silencio las lágrimas, comenzó los preparativos para la marcha.

Cuando él partió, le pareció como si en toda la ciudad se hubiese hecho el silencio y que en el cielo hasta los cuervos eran menos numerosos.

—Señora, señora —lamentábase Marfutka, como un eco.

—Mamá, mamaíta —balbuceaba Katia, tirándole de la manga.

Era la más grave derrota de su vida. Se venían abajo sus mejores y más luminosas esperanzas.

Por cartas procedentes de Siberia tenía noticias de su marido. Poco a poco el humor de Pável Pávlovich fue serenándose: echaba mucho de menos a su mujer y su hija. Algunos meses más tarde fue nombrado anticipadamente subteniente y enviado de pronto con una misión a la zona de operaciones. Viajó a toda prisa por una línea muy apartada de Yuriatin, y Moscú apenas tuvo tiempo de ver a nadie.

Comenzaron a llegar sus cartas del frente, más animadas y o tan tristes como las de la escuela militar de Omsk. Deseaba distinguirse para poder pedir un permiso, bien por méritos de guerra o a consecuencia de una ligera herida, y volver a abrazar a los suyos. Y llegó la ocasión de distinguirse. De improviso, después de la reciente acción, que fue llamada ruptura de Brusílov, el ejército pasó a la ofensiva. Pero dejaron de recibirse las cartas de Antípov. Al principio Lara no se preocupó y consideró el silencio de Pasha debido a las acciones militares que se llevaban a cabo y a la imposibilidad de escribir en campaña.

En otoño cesó el movimiento del ejército y las tropas se fortificaron en las trincheras. De Antípov no se había tenido aún ninguna noticia. Larisa Fiódorovna comenzó a alarmarse y a pedir informaciones, primero a Yuriatin y luego, por correo, a Moscú y al frente, a la última dirección de la unidad de Pasha. Pero nadie sabía nada y de ninguna parte le llegó una respuesta.

Como muchas damas del distrito, Lara, desde el principio de la guerra, pasaba el tiempo libre en la sección militar del hospital provincial de Yuriatin.

Comenzó a estudiar seriamente los principios elementales de la medicina y se examinó en el mismo hospital y obtuvo el diploma de enfermera.

En calidad de tal pidió un permiso de seis meses en el colegio, confió la casa en manos de Marfutka y con Kátienka en brazos partió para Moscú. Allí instaló a la niña en casa de Lipa, cuyo marido, el ingeniero Friesendank, había sido internado en Ufá junto con otros ciudadanos alemanes.

Convencida de la inutilidad de la búsqueda a distancia, Larisa Fiódorovna decidió continuarla en los lugares donde habían tenido efecto los últimos acontecimientos. Por este motivo prestó servicio como enfermera en un tren sanitario que, vía Liski, se dirigía a Mezo-Laborch, en la frontera de Hungría. Así se llamaba la localidad desde la cual le había escrito Pasha la última vez.

8

Al frente, al estado mayor de la división, llegó un tren de desinfección equipado gracias a la iniciativa privada del Comité de Tatiana[26], para el socorro de los heridos. En el único vagón de compartimientos del largo convoy, compuesto de pequeños y viejos vagones de carga habilitados para el caso, viajaban algunas personalidades de Moscú que llevaban regalos a los soldados y oficiales. Gordón figuraba entre aquellos. Había sabido que el hospital de la división donde, según las informaciones recibidas, trabajaba Zhivago, su amigo de infancia, había sido trasladado al pueblo vecino.

Procuróse la autorización necesaria para trasladarse a la zona de operaciones y partió, para ver a su amigo, en una carreta que iba en esa dirección.

El carretero, un bielorruso o lituano, hablaba mal el ruso. El miedo a los espías limitaba cualquier conversación suya a un único modelo oficial, fácilmente previsible, cuyo exagerado optimismo no invitaba al diálogo. Durante la mayor parte del trayecto tanto el viajero como el conductor permanecieron en silencio.

En el estado mayor, donde estaban acostumbrados a manejar ejércitos enteros y medían las distancias y traslados en centenares de verstas, le habían asegurado que el pueblo estaba cerca, a unas veinte o veinticinco verstas.

Durante el viaje, hacia la izquierda, el horizonte resonaba bajo los disparos de la artillería. Gordón no se había encontrado jamás en un terremoto, pero le pareció que aquellas detonaciones sombrías de la artillería enemiga, sofocadas por la distancia, podían compararse mejor que cualquier otra cosa a las sacudidas subterráneas y al retumbar de una erupción volcánica. Cuando se hizo de noche, la parte más baja del cielo se encendió en esa dirección con un resplandor rojizo que no se apagó hasta la mañana. La carreta atravesaba pueblos destruidos. Parte de ellos habían sido abandonados por sus habitantes. En otros lugares, la gente se había refugiado en cuevas excavadas muy profundamente en la tierra. Todos aquellos pueblos parecían montones de detritos y ruinas, formando una larga línea continua, donde en otro tiempo se levantaron las casas, y ofrecíanse a la mirada, de uno a otro extremo, como desiertos privados de vegetación. Por su superficie hormigueaban viejas supervivientes, cada cual sobre las cenizas de su propia casa, hurgando en ellas continuamente, escondiendo siempre algo y creyéndose protegidas de las miradas extrañas, como si en torno a ellas subsistieran aún las paredes de sus casas. Miraban y seguían a Gordón con ojos que parecían preguntarle si los hombres tardarían en recobrar el juicio y si el orden y la tranquilidad volverían pronto a la tierra.

Por la noche los viajeros encontraron una patrulla que les ordenó que abandonasen el camino empedrado y tomaran otro de segundo orden. El carretero no conocía este y durante casi dos horas anduvieron errantes. Hacia el alba llegaron al pueblo que buscaban, pero nadie tenía noticia del hospital. Finalmente averiguaron que en el distrito existían dos pueblos con el mismo nombre, aquel y el que buscaban. Por último, a la mañana siguiente llegaron a su destino. Cuando Gordón entró en el recinto, que olía a yodoformo y manzanilla, se dijo que no se quedaría allí a dormir, sino que, después de haber pasado el día con su amigo, se iría por la noche a la estación, donde lo esperaban los demás. Pero las circunstancias lo entretuvieron más de una semana.

9

En aquellos días hubo mucho movimiento en el frente. Se habían producido repentinos cambios. Al sur de la localidad adonde se había dirigido Gordón, una de nuestras formaciones, con un afortunado ataque de cada unidad, logró penetrar profundamente en las posiciones fortificadas del enemigo. Desarrollando su ataque, el grupo continuó introduciéndose, cada vez más, en las líneas enemigas. Lo seguían las unidades de refuerzo que ensanchaban la brecha. Pero estas, cada vez más rezagadas, perdieron el contacto con el grupo de vanguardia, quedaron encerradas en una bolsa y se vieron obligadas a rendirse. El subteniente Antípov cayó prisionero con su compañía.

Circularon sobre él una serie de rumores carentes de fundamento. Lo daban por muerto, sepultado a causa de la explosión de una granada, fundándose en el testimonio de Galiullin, un amigo suyo, subteniente del mismo regimiento, que, observando con los gemelos, lo había visto caer mientras se lanzaba al ataque con sus soldados.

A los ojos de Galiullin se ofreció el acostumbrado espectáculo de una unidad en la fase de ataque. Debía recorrer a paso ligero, casi de carrera, el campo que separaba a los dos ejércitos, donde el viento del otoño sacudía el escuchimizado ajenjo y los cardos rígidos y punzantes. Con gran temeridad los atacantes debían obligar a los austriacos a salir de sus trincheras para llevar a cabo un ataque a la bayoneta, o bien destruirlos con bombas de mano. Para los que corrían, el campo parecía no tener fin. La tierra huía bajo sus pies como un oscilante terreno pantanoso. Primero en vanguardia y después entre ellos, corría también el subteniente, blandiendo sobre la cabeza la pistola y gritando a voz en cuello palabras incitantes que no oían ni él ni los soldados que corrían a su lado. A intervalos regulares echaban cuerpo a tierra, se levantaban bruscamente y, gritando, reanudaban la carrera. De vez en cuando, junto a ellos, pero de un modo completamente distinto, caían rígidos, como altos árboles abatidos en un bosque, y para no levantarse más, los soldados alcanzados por las balas del enemigo.

—Tiro demasiado largo. Telefonead a la batería —dijo Galiullin, inquieto, a un oficial de artillería que estaba a su lado—. Pero no. Hacen bien en disparar a mayor profundidad.

Mientras tanto, los atacantes se habían encontrado con el enemigo. Cesó el fuego. En el silencio que se produjo, los que se hallaban en observación advirtieron que su corazón aceleraba los latidos, como si ellos fueran los que se hallasen en el lugar de Antípov, como si ellos mismos hubieran conducido a sus hombres hasta la trinchera austriaca y de un momento a otro tuviesen que dar prueba de presencia de ánimo y bravura. En aquel instante estallaron ante ellos, una tras otra, dos granadas alemanas de dieciséis pulgadas. Una negra nube de humo y polvo lo ocultó todo.

—¡Dios de Dios! ¡Se acabó! ¡Se terminó el espectáculo! —murmuró Galiullin con los labios blancos, creyendo que el subteniente y los soldados habían muerto.

La tercera granada cayó precisamente junto al puesto de observación. Encogidos cuanto podían, todos se apresuraron a alejarse.

Galiullin dormía en la misma chabola de Antípov. Cuando en el regimiento se resignaron a la idea de que este había muerto y de que no regresaría jamás, Galiullin, que era amigo suyo, recibió el encargo de recoger sus efectos personales para hacerlos llegar en su día a su mujer, de quien, entre las cosas de Antípov, se encontraron muchas fotografías.

Desde hacía poco tiempo el subteniente voluntario Galiullin, de profesión mecánico, hijo de Himazeddin, el portero de la casa de Tivierzin, y, en un pasado lejano ya, aprendiz de herrero, maltratado por el maestro Judoliéev, debía su promoción a su antiguo atormentador.

Llegado a subteniente, de una forma desconocida para él e independiente de su voluntad, Galiullin fue a parar a un puesto confortable y tranquilo, en una perdida guarnición de la retaguardia. Allí tenía a su mando un pelotón de viejos para quienes algunos instructores veteranos, viejos también, repetían cada mañana la instrucción militar que también ellos habían olvidado. Además de esto, Galiullin debía vigilar que se distribuyeran equitativamente los turnos de guardia en los depósitos de intendencia. Era una vida sin preocupaciones y de él no se pretendía nada más. Inesperadamente, con tropas de refuerzo formadas por la movilización de antiguas quintas, llegadas de Moscú para ponerse a sus órdenes, llegó también un soldado a quien conocía demasiado bien, Piotr Judoliéev.

—¡Vaya, viejos amigos! —exclamó Galiullin con una áspera sonrisa.

—Sí, mi teniente —respondió Judoliéev, cuadrándose y saludando militarmente.

Pero la cosa no podía acabar así. Al primer error cometido durante la instrucción, el subteniente lo llenó de injurias, y como le pareció que su inferior no lo miraba como debía, sino de una manera torva e inequívoca, le dio un puñetazo en la boca y lo mandó al calabozo, donde estuvo a pan y agua dos días.

Desde este momento cada gesto de Galiullin tuvo el sabor de la venganza. Pero ajustar cuentas de esta manera, aprovechándose de una situación de despótica superioridad, resultaba un juego demasiado fácil e innoble. ¿Qué hacer? Era necesario que uno u otro dejara su puesto. Pero ¿con qué pretexto y adónde podía el oficial hacer que trasladasen al soldado de la unidad a que había sido destinado, como no fuese enviándolo a un batallón disciplinario? Además, ¿qué motivos podía invocar Galiullin para solicitar el propio traslado? Invocando el aburrimiento y la inutilidad del servicio de guarnición, pidió ser enviado al frente. Esto constituyó la mejor recomendación, y, cuando a la primera oportunidad, el joven demostró poseer excelentes cualidades militares, se consideró que podía llegar a ser un buen oficial y no tardó en ser ascendido a teniente.

Galiullin conocía a Antípov desde los tiempos de Tivierzin. En 1905, cuando Pasha Antípov vivió seis meses en compañía de los Tivierzin, Yusupka Galiullin iba a verlo con frecuencia y jugaba con él los días de fiesta. Precisamente entonces tuvo ocasión de ver una o dos veces a Lara. Pero hacía ya algún tiempo que no había vuelto a saber nada de ella. Cuando, desde Yuriatin, Pável Pávlovich Antípov llegó al regimiento, Galiullin se quedó asombrado del cambio efectuado en el amigo de otros tiempos. El jovencito minucioso y jovial, tímido como una muchacha, se había convertido en un hipocondríaco, un hombre nervioso y despreciativo de sí. Era inteligente, animoso, irónico y taciturno. A veces, al observarlo, hubiese jurado que tras su mirada pensativa, como al fondo de una ventana, se adivinaba algo semejante a una idea fija: la nostalgia de su hija o el recuerdo de Lara. Parecía poseído por un hechizo, como en un cuento. Y ahora ya no quedaba de él más que los papeles y las fotografías que conservaba Galiullin, único depositario del misterio de aquel cambio.

Más tarde o más temprano llegarían las preguntas de Lara, y Galiullin se apresuraría a contestar. Pero sería un momento bien desagradable. Sentíase incapaz de escribir como debía hacerlo, porque deseaba prepararla para el golpe que le aguardaba. Y de este modo continuó demorando el envío de la larga carta de circunstancias que hubiese deseado enviarle, hasta que supo que ella se encontraba en el frente, como enfermera. Y ya no supo dónde dirigir la carta.

10

—Bien, ¿llegarán hoy los caballos? —preguntó Gordón al doctor Zhivago, cuando este, a la hora de comer, regresó a la isbá galitziana donde se alojaban.

—¿Qué caballos? ¿Cómo se te ocurre marchar si no es posible ni avanzar ni retroceder? Por todas partes reina una gran confusión. Nadie comprende nada. Al sur hemos rodeado o desbaratado las líneas alemanas en varios puntos, pero parece que algunas de nuestras unidades dispersas han caído en una bolsa. Al norte los alemanes han atravesado el Sventa, en un lugar que se consideraba infranqueable. Se trata de caballería, un cuerpo de ejército. Destruyen las líneas ferroviarias, devastan los depósitos y, a mi entender, nos rodean. Esta es la situación. ¡Y hablas de caballos! ¡Vamos, Karpienko, date prisa! Pon la mesa y muévete un poco. ¿Qué tenemos hoy? ¡Ah, patas de ternera! ¡Magnífico!

La unidad sanitaria, con el hospital y todas sus dependencias, estaba diseminada por un pueblo milagrosamente indemne. Las casas, de tipo occidental, con estrechas ventanas de numerosos cristales centelleantes que ocupaban toda la pared, estaban intactas. Era el veranillo de San Martín, los últimos días serenos de un luminoso otoño dorado. De día, los médicos y los oficiales abrían las ventanas, mataban las moscas que en negros enjambres se paseaban por los alféizares y las blancas paredes, sudaban bajo las chaquetas y las camisas abiertas y se quemaban la garganta con la sopa de coles o el té hirviente. En cambio, por la noche, sentábanse a usanza mora ante los abiertos portillos de las estufas, soplaban sobre los tizones de leña húmeda que no ardía y, con los ojos escocidos y llenos de lágrimas a causa del humo, maldecían a los asistentes que no sabían encender un fuego.

La noche era apacible. Gordón y Zhivago yacían en dos camastros paralelos colocados a lo largo de dos paredes opuestas. Entre ellos estaba la mesa y una ventana larga y estrecha, que se extendía de una a otra pared. La estancia estaba muy caliente y llena de humo. Abrieron los postigos de los dos extremos de la ventana y respiraron el frescor de la noche otoñal, que empañaba los cristales.

De acuerdo con la costumbre contraída aquellos días y aquellas noches pasadas juntos, se pusieron a cambiar impresiones. Como siempre, el horizonte, en la dirección del frente tenía un tinte rojizo, y cuando con el rumor regular e ininterrumpido de la artillería se mezclaban disparos más sordos, distintos y broncos, que parecían sacudir la tierra como si se arrastrase un pesado baúl de hierro por el suelo, Zhivago interrumpía su conversación y, luego de una pausa, decía:

—Es el Berta, el cañón alemán de dieciséis pulgadas, un trasto que pesa casi un tonelada.

Luego reanudaba la conversación, olvidando dónde la había interrumpido.

—¿Qué es ese olor que se nota siempre en el campo? —preguntó Gordón—. Lo advertí el primer día. Es un olor dulzón y nauseabundo, como de ratas.

—¡Ah, ya sé a qué te refieres! Es el cáñamo. Por aquí hay muchos cañamares. El cáñamo trasciende siempre un hedor insistente y sofocante de carroña. Además, en la zona de operaciones, los cadáveres quedan muchos días en los cañamares y se descomponen. El olor de los cadáveres lo domina todo, lo que es natural. Otra vez el Berta. ¿Lo oyes?

Durante aquellos días habían tocado todos los temas posibles. Gordón sabía lo que su amigo pensaba de la guerra y sobre el espíritu del tiempo. Yuri Andriéevich le había contado sus dificultades en adaptarse a la lógica sangrienta de exterminación mutua, a la vista de los heridos, especialmente ante el horror de ciertas heridas producidas por las armas modernas, ante los supervivientes mutilados, reducidos por la técnica de la guerra a fragmentos de carne que no tenían nada de humano.

Acompañando a Zhivago, Gordón visitaba cada día una localidad distinta, y podía darse cuenta de lo que era la guerra. Naturalmente no advertía cuán inmoral era aquella inútil contemplación del valor ajeno y de la forma en que los hombres, con un esfuerzo sobrehumano de la voluntad, dominaban el terror de la muerte, y el sacrificio y los riesgos que esto representaba. Pero tampoco le parecían más morales las pasivas e inútiles lamentaciones. Pensaba que no había más remedio que comportarse conforme a la situación impuesta por la vida, de un modo natural y honrado.

Que uno, a la vista de los heridos, pudiera desmayarse, fue algo que experimentó personalmente con motivo de una visita a un destacamento volante de la Cruz Roja, que actuaba más hacia occidente, en un puesto ambulancia situado cerca de la línea de combate.

Llegaron a la orilla de un gran bosque medio arrasado por la artillería. Entre unos matorrales rotos y pisoteados yacían aquí y allá, volcados y hechos pedazos, varios armones de cañón. Había un caballo atado a un árbol. La casa de madera del guardabosque, que se adivinaba al fondo del bosque, había perdido la mitad de su techumbre. La ambulancia estaba instalada en la casa del guardabosque y en dos barracones grises que surgían a lo largo del camino, en medio de los árboles.

—Hice mal en traerte aquí —dijo Zhivago—. Las trincheras están a dos pasos, a una o dos verstas de distancia, y nuestras baterías se encuentran allá abajo, tras el bosque. ¿Te das cuenta de lo que pasa aquí? No te hagas el héroe, por favor. No te creería. Estás trastornado y es natural. La situación puede cambiar a cada momento. Por aquí vuelan los proyectiles.

Por el suelo, a lo largo del camino del bosque, con las piernas abiertas, agobiadas por el peso de las botas, yacían de bruces o boca arriba jóvenes soldados cubiertos de polvo y anonadados por la fatiga, con las camisas empapadas de sudor en el pecho y bajo las axilas. Eran los restos de una unidad diezmada. Los habían hecho retirar de la batalla que duraba cuatro días, para que reposaran un poco en la retaguardia. Yacían por el suelo como si fueran de piedra, sin aliento para sonreír o blasfemar, y ninguno volvió la cabeza cuando, desde el fondo del bosque, resonando ruidosamente por el camino, algunas carretas se acercaron apresuradamente. Al trote, en esos carros sin muelles, que hacían saltar a sus desgraciados ocupantes acabando de romperles los huesos y revolverles los intestinos, los heridos eran transportados al centro sanitario, donde se les prestarían los primeros auxilios. Serían vendados a toda prisa y en algunos casos, particularmente urgentes, operados de cualquier manera. Habían sido recogidos en cantidad impresionante en el campo que se abría ante las trincheras, media hora antes, cuando se interrumpió el fuego unos momentos. Muchos de ellos habían perdido el conocimiento.

Cuando se hallaron ante el centro sanitario, algunos enfermeros salieron con las camillas y comenzaron a descargar los carros. Una enfermera se asomó a la tienda, sosteniendo con la mano el borde de la lona. No era su turno, estaba libre. En el bosque, detrás de las tiendas, dos hombres discutían alterados. La disputa resonaba sordamente en la fresca espesura del bosque, pero no era posible distinguir las palabras. Los heridos comenzaron a ser transportados, y los dos hombres salieron al camino y se dirigieron hacia el pequeño hospital. Un joven oficial, lleno de ira, denostaba al médico del destacamento: quería saber dónde había sido trasladado el parque de artillería que se hallaba antes en el bosque. El médico no sabía nada, no tenía nada que ver con ese asunto. Le rogó que se fuera y que no gritase porque habían llegado heridos y tenía quehacer, pero el oficial no cedía y cubría de maldiciones a la Cruz Roja, al mando de artillería y a todo el mundo. Zhivago se acercó al médico, se saludaron y subieron la escalerita de entrada de la casa del guardabosque. El oficial continuaba lanzando imprecaciones en alta voz con un acento ligeramente tártaro. Luego soltó al caballo que estaba atado al árbol, montó en él y se lanzó al galope por el camino que se perdía en el bosque. La enfermera continuaba mirando.

De pronto su rostro se contrajo de espanto.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Os habéis vuelto locos? —gritó a dos heridos leves, que sin ayuda de nadie iban a hacerse curar y, saliendo a toda prisa de la tienda, se lanzó hacia ellos.

En la camilla transportaban a un soldado horriblemente desfigurado. Un trozo de metralla le había destrozado el rostro, transformando su lengua y sus dientes en una sangrienta papilla. El casco de la granada había quedado alojado entre los dos maxilares, sustituyendo la mejilla arrancada. Con un hilo de voz apenas humana, el desdichado lanzaba breves y entrecortados gemidos, como suplicando que acabaran con él rápidamente, que pusieran fin a aquel inútil tormento.

La enfermera creyó que, apiadados de sus lamentos, los dos heridos leves, que caminaban al lado de la camilla, intentaban extraer con sus manos aquel terrible trozo de hierro empotrado entre los maxilares.

—¿Qué hacéis? ¡Dejadlo! Ya lo hará el cirujano con instrumentos especiales. Si es que vale la pena… (Dios mío, Dios mío, llámalo a ti. No me hagas dudar de tu existencia).

Momentos después, mientras lo transportaban por la escalerilla, el herido lanzó un grito, se estremeció y expiró.

El mutilado que acababa de morir era Himazeddín, soldado de la reserva; el oficial que gritaba en el bosque era su hijo, el subteniente Galiullin; la enfermera era Lara, y los testigos Gordón y Zhivago. Allí se habían reunido todos. Unos no se reconocieron, otros no se habían conocido jamás. Algunas sendas del destino permanecieron ocultas para siempre. Otras iban a revelarse, pero debían esperar una nueva ocasión, un nuevo encuentro.

11

En aquel sector lo pueblos estaban todavía prodigiosamente intactos y constituían una pequeña isla que no se sabía por qué había resultado inmune en un mar de destrucción. Por la tarde Gordón y Zhivago regresaron a su casa. Era la hora del crepúsculo. En uno de los pueblos que atravesaron, un joven cosaco, coreado por la risa general de los circunstantes, lanzaba al aire una moneda de cobre de cinco cópecs, obligando a un viejo hebreo de barba gris y larga levita a recogerla al vuelo. Al viejo se le escapaba cada vez la moneda, que, deslizándose a través de sus dedos demasiado separados, caía en el barro. El anciano se inclinaba para recogerla, pero el cosaco aprovechaba este momento para darle un puntapié en las posaderas, y todos los espectadores se reían a mandíbula batiente. Tal era la diversión, hasta entonces inofensiva, pero que podía tomar un cariz más serio. De la isbá de enfrente una anciana salió corriendo a la calle y, gritando, tendía las manos al hebreo y retrocedía luego, atemorizada. Desde la ventana de la isbá dos chiquillos miraban al abuelo y lloraban.

El carretero, a quien el espectáculo pareció extremadamente divertido, puso los caballos al paso para dar a los señores ocasión de que se divirtieran también. Pero Zhivago llamó al cosaco, lo reprendió y ordenó que se terminara aquel juego.

—Sí, mi comandante —contestó el cosaco con rapidez—. Lo hacíamos sólo para reír un rato.

Durante el resto del camino Gordón y Zhivago permanecieron en silencio.

—Es espantoso —comenzó a decir Yuri Andriéevich, cuando se hallaron a la vista de su pueblo—. No sabes cuántos sufrimientos está soportando en esta guerra la infeliz población judía. Se lucha precisamente en el territorio donde los hebreos están obligados a residir. Y por todo lo que han sufrido, por las torturas padecidas, por las persecuciones y la miseria, les pagan aún con los pogroms, con el escarnio y acusándolos de ser poco patriotas. ¿Cómo podrían serlo, cuando en el país del enemigo gozan de todos los derechos, mientras en el nuestro pasan por toda clase de persecuciones? El odio que se alimenta contra ellos y los motivos que lo inspiran con contradictorios. Irrita lo que debería conmover y predisponer a la simpatía: su pobreza y su número, su debilidad e incapacidad para reaccionar. Hay algo de fatalidad en esto.

Gordón no respondió.

12

Más tarde hallábanse de nuevo acostados en sus camastros a los lados opuestos de la larga y estrecha ventana. Era de noche y estaban hablando.

Zhivago contaba a Gordón que había visto en el frente al zar. Lo contaba muy bien.

Sucedió durante su primera primavera de guerra. El mando de la unidad a la que estaba agregado se encontraba en los Cárpatos, en una hondonada cuyo acceso por el lado de la llanura húngara se hallaba defendido precisamente por aquella unidad.

Al fondo de la hondonada estaba la estación del ferrocarril. Zhivago describía a Gordón al aspecto de la localidad, las montañas cubiertas de enormes abetos y pinos, a cuyos flancos se prendían los blancos vellones de las nubes, las escarpaturas de granito o pizarra, que parecían como huecos en medio de los bosques, como placas raídas o rapadas en la gruesa piel de un animal. Era una gris mañana de abril, húmeda y oscura como aquellas pizarras, oprimida por todas partes por altas montañas y por eso inmóvil y bochornosa. Alzábase la niebla y se cernía sobre el valle. Todo humeaba, todo ascendía en el espacio en columnas de vapor: el humo de las locomotoras de la estación, la gris evaporación de los prados, los oscuros bosques, las nubes oscuras.

En aquellos días el zar visitaba Galitzia. Inesperadamente se supo que pasaría revista a la unidad destacada en aquel lugar, de la cual era jefe honorario.

Podía llegar de un momento a otro. En los andenes de la estación se había establecido una guardia de honor para recibirlo. Transcurrieron dos horas de opresiva espera, al cabo de las cuales resonaron rápidos, uno tras otro, dos silbidos de locomotora. Poco después llegó el tren del zar.

Acompañado por el gran duque Nikolái Nikoláevich, el zar pasó revista a los granaderos formados. Cada palabra de su saludo pronunciada en voz queda, suscitaba clamorosos vítores en un grito que rodaba como un trueno, como agua que se agita en balanceantes cubos.

El zar, sonriente y confuso, parecía mucho más viejo y cansado que como aparece en los rublos y las medallas. Tenía una cara blanda, un poco hinchada. Miraba de vez en cuando, como si se disculpara, a Nikolái Nikoláevich, como si no supiera qué esperaban de él en esa circunstancia. Y Nikolái Nikoláevich, inclinándose deferentemente hacia él, ni siquiera con palabras, sino con un solo movimiento de las cejas o de los hombros, lo sacaba del apuro.

Daba pena el zar en aquella mañana tibia y gris de la montaña, y encogía el corazón pensar que aquella asustada timidez pudiera constituir la esencia de la opresión, que aquella debilidad sirviera para condenar y conceder gracias, para encadenar y ajusticiar.

—Debió haber dicho algo parecido a «yo, mi espada y mi pueblo», como Guillermo II, o una frase semejante en la que, lo recuerdo bien, figuraba el pueblo. Pero, compréndelo, era natural que fuese así, a la manera rusa, y trágicamente superior a tales vulgaridades. En efecto, en Rusia la teatralidad es imposible. Porque esto es realmente teatralidad, ¿no es cierto? Puedo comprender incluso qué sentido tenía la palabra pueblo en tiempos de César. Es posible hablar del pueblo galo, suevo, ilirio, yo qué sé. Pero, desde entonces, sólo es una invención que existe para que sobre ella puedan pronunciar discursos los zares, los políticos y el rey: el pueblo, mi pueblo.

»Ahora el frente ruso está inundado de corresponsales y periodistas. Escriben sus “impresiones”, las sentencias de la sabiduría popular, visitan a los heridos, construyen una nueva teoría del alma popular. Es una especie de nuevo “Dall”[27], igualmente gratuito. Es la grafomanía lingüística de la incontinencia verbal. Eso en cuanto a un tipo. Pero hay otro. Frases cortadas, al estilo de “pequeños apuntes” con pretensiones de escepticismo y misantropía. Hay uno, por ejemplo (que leí yo mismo), que dice cosas como estas: “Un día gris como ayer. Desde por la mañana llueve, barro. Miro por la ventana a la calle. Los prisioneros se arrastran en fila interminable. Llevan a los heridos. Dispara un cañón. Dispara de nuevo, hoy como ayer, mañana como hoy, y así cada día y cada hora…”. ¡Observa cuánta agudeza y perspicacia! ¿Y por qué le da por el cañón? ¡Qué pretensión más extraña la de pedir fantasía a un cañón! ¿Por qué en lugar de asombrarse ante el cañón no se asombra de sí mismo, que día a día nos ametralla con enumeraciones, comas y frases? ¿Por qué no acaba de una vez con estas salvas de filantropía periodística, inquieta como los saltos de una pulga? ¿Por qué no comprende que es él y no el cañón lo que debe ser renovado y no repetirse, que de la acumulación de tonterías en las páginas de un cuaderno jamás podrá hacer algo que tenga sentido, que no existirán los hechos hasta que el hombre no haya puesto en ellos algo propio, una mínima parte del genio caprichoso del hombre, un poco de fantasía?

—Es cierto —lo interrumpió Gordón—. Ahora te diré lo que pienso de la escena a la que hemos asistido hoy. El cosaco que se burlaba del pobre judío exactamente como millares de casos semejantes, es evidentemente un ejemplo de la más primitiva bajeza, a propósito de la cual no se teoriza. Basta el puñetazo en la cara. Pero la filosofía puede aplicarse al complejo problema de los judíos y nos revelará un aspecto inesperado. Pero no te diré nada nuevo: tales ideas, tanto en mí como en ti, proceden de tu tío.

»Te preguntas qué es el pueblo. ¿Hay que ocuparse realmente de él? Aquel que, sin cuidarse de su pueblo, lo arrastra consigo a la universalidad por la belleza triunfante de sus obras, aquel que de este modo le da la gloria y, en consecuencia, hasta la eternidad, ¿no hace mucho más por él? Sí, es evidente. ¿Cómo, en plena era cristiana, es posible hablar de pueblos? Ya no hay simples pueblos, sino pueblos convertidos, transfigurados, y precisamente lo importante es esta conversión, y no la fidelidad a viejos principios. Recordemos el Evangelio. ¿Qué decía sobre este particular? En primer lugar esto no es una afirmación: “Es así y debe ser así”, sino que se trata de una proposición, simple y tímidamente expresada. Propón: “¿Queréis vivir de una manera enteramente nueva, queréis la bienaventuranza del espíritu?”. Y todos aceptarán la proposición, subyugados por millares de años.

»Cuando el Evangelio dice que en el reino de Dios no hay griegos ni judíos, ¿quiere decir solamente que ante Dios todos son iguales? Ciertamente no: los filósofos de Grecia, los moralistas romanos, los profetas del Antiguo Testamento lo sabían ya mucho antes. Quería decir: “En ese nuevo modo de existencia, en esas nuevas relaciones entre los hombres, que el corazón ha concebido y que se llaman el reino de Dios, no hay pueblos, sólo hay personas”.

»Tú has dicho que los hechos carecen de sentido si no se les da uno. El cristianismo, el misterio del individuo, es precisamente lo que hay que introducir en los hechos para que el hombre encuentre en ellos un sentido.

»Hemos hablado también de los políticos mediocres que nada tienen que decir a la vida ni al universo, fuerzas históricas de segundo plano, cuyo interés es que todo sea mezquino, que se hable siempre de algún pueblo, a ser posible pequeño y desdichado, que se les permita hacer la ley y explotar la piedad. La víctima señalada es todo el pueblo judío. La idea nacional impone a los judíos la necesidad opresiva de ser y seguir siendo un pueblo y nada más que un pueblo, por los siglos de los siglos, cuando, gracias a una fuerza surgida en otro tiempo de su masa, el mundo entero se liberó de ese humillante destino. ¡Es increíble! ¿Cómo pudo suceder eso? Esa alegría, esa liberación de la mediocridad diabólica, esa elevación por encima de la estupidez diaria, todo eso nació en su tierra, habló su idioma y perteneció a su tribu. Y ellos han visto y oído eso, y dejaron que se les escapara. ¿Cómo pudieron dejar que se les escapara una fuerza y una belleza tan devoradoras? ¿Cómo la dejaron triunfar e instaurarse fuera de ellos? ¿Cómo pudieron aceptar no ser más que la cáscara vacía de ese milagro que el cielo les había enviado? ¿A quién favorecía ese martirio voluntario? ¿Por qué habían de ser entregados a la irrisión pública, por qué debían derramar su sangre, desde hace tantos siglos, tantos ancianos, tantas mujeres y niños absolutamente inocentes, tantos seres tan sutiles, tan naturalmente buenos y sinceros? ¿Por qué es preciso que en todas partes los que se consideran defensores del pueblo sean escritorzuelos sin talento, de tan perezosa nulidad? ¿Por qué los intelectuales del pueblo judío no han superado las formas fáciles del mal del siglo y de la sabiduría irónica? ¿Por qué cuando se arriesgaban a estallar ante el carácter irrevocable de su deber, como estalla una caldera de vapor cuando la presión es muy elevada, no dispersaron a ese puñado de hombres que combatía y se dejaba matar sin saber por qué? ¿Por qué no se ha dicho?: “Recobraos. Basta. Ya es suficiente. No llevéis los nombres de antes. No os aglomeréis. Dispersaos. Permaneced con todos. Sois los primeros y los mejores cristianos del mundo. ¿Sois precisamente aquellos a quienes os han opuesto los peores y más débiles de vosotros”?

13

Al día siguiente, cuando llegó para almorzar, Zhivago dijo:

—Estabas impaciente por marcharte y ya tienes lo que querías. No puedo decir que hayas tenido suerte, porque no puede llamarse suerte a que otra vez presione el enemigo sobre nosotros y nos haya batido. La carretera hacia el este está libre, pero nos acosan por el oeste. Todas las unidades sanitarias han recibido la orden de evacuación. Nos iremos mañana o pasado mañana. Pero no sabemos por dónde. Supongo, Karpienko, que no habrás lavado, naturalmente, la ropa de Mijail Grigórievich. Lo de siempre: dice que es una verdadera ama de casa, pero si le preguntas en serio qué cosa es un ama de casa, ese condenado imbécil no lo sabe.

No prestó oídos a lo que para justificarse estaba diciendo el asistente, y no pensando en Gordón, que se lamentaba de haber tenido que usar una ropa interior que no era suya y que tenía que partir con una camisa de su amigo, continuó:

—Llevamos una vida errabunda, de zíngaros nómadas. Cuando llegamos aquí no había nada que funcionase: la estufa no estaba en el sitio debido, el techo me parecía demasiado bajo y, por si fuera poco ahí teníamos la suciedad y la falta de aire. Y ahora, aunque me mataras, no podría recordar dónde habíamos estado antes. Me parece que podría quedarme toda la vida aquí, contemplando ese rincón de la estufa, con el sol sobre las baldosas y la sombra del árbol del camino moviéndose sobre ellas.

Comenzaron sin prisa a hacer el equipaje.

Por la noche fueron despertados por una serie de gritos, disparos de fusil y pasos precipitados. Una luz siniestra iluminaba el pueblo. Pasaban sombras ante la ventana, y al otro lado de la pared se despertaron los propietarios de la isbá.

—Corre afuera, Karpienko, y pregunta qué significa esta confusión —dijo Yuri Andriéevich.

No tardaron en saberlo. Zhivago, que se había vestido a toda prisa, se dirigió al hospital para informarse sobre la veracidad de los rumores. Los alemanes habían acabado con la resistencia que se les oponía en ese sector, y la línea del frente se acercaba cada vez más. El pueblo se hallaba bajo el fuego enemigo. A toda prisa fue desmontado el hospital y todas sus dependencias, sin esperar la orden de evacuación. Confiaban en poder terminar antes de que amaneciera.

—Te irás en el primer convoy. Los carros están a punto de partir, pero he dicho que te esperen. Adiós, pues. Pero te acompañaré porque quiero ver cómo te instalan.

Se dirigieron corriendo hacia el otro extremo del pueblo, donde se estaba organizando la marcha. Al pasar ante las casas, se inclinaban y protegían detrás de cada saliente. Por la calle silbaban y zumbaban las balas. En las encrucijadas de los caminos veían estallar los shrapnells, abriéndose como haces por encima de los campos.

—¿Y tú? —preguntó Gordón, sin dejar de correr.

—Yo me iré luego. Primero debo volver a casa y recoger mi ropa. Me iré con el segundo convoy de evacuación.

Se saludaron ante el recinto. El coche y las carretas de que estaba compuesto el convoy se pusieron en marcha uno tras otro. Yuri Andriéevich dedicó un ademán de adiós a su amigo. Las llamas de un depósito incendiado iluminaron la escena.

Pegándose a las paredes de las casas, como a la ida, Yuri Andriéevich regresó apresuradamente a su isbá. Dos casas antes de llegar a la suya, le hizo tambalearse la explosión de una granada y lo hirió un shrapnell. Desangrándose cayó en medio del camino y perdió el conocimiento.

14

El hospital de retaguardia estaba instalado en una pequeña población perdida en la zona occidental, a lo largo de la línea del ferrocarril, cerca del cuartel general. Eran tibios días de fines de febrero. En el pabellón destinado a oficiales convalecientes, Yuri Andriéevich había pedido que se abriese la ventana que daba a su lecho.

Acercábase la hora del almuerzo. Los enfermos, cada uno a su modo, trataban de engañar la espera. Tenían conocimiento de que había llegado una nueva enfermera y que ese día entraría de turno por primera vez. Galiullin, que yacía frente a Yuri Andriéevich, leía los periódicos Riéch y Rússkoie Slovo que acababan de llegar y se indignaba ante los huecos dejados en la impresión por la censura. Yuri Andriéevich leía las cartas de Tonia que, todas al mismo tiempo, le había entregado el correo de campaña. El viento hacía aletear las hojas de las cartas y los periódicos. Oyéronse unos pasos ligeros. Yuri Andriéevich levantó la vista de las cartas. Lara acababa de entrar en la sala.

Yuri Andriéevich y el subteniente, cada uno por separado, sin que el otro lo supiera, la reconocieron. Lara no reconoció a ninguno. Dijo:

—Buenos días. ¿Por qué está abierta esa ventana? ¿No tienen frío? —y se acercó a Galiullin—. ¿Qué le pasa? —preguntó.

Y le cogió la mano para tomarle el pulso, pero la soltó enseguida y, tumbada, se sentó en una silla junto al lecho.

—¡Qué sorpresa, Larisa Fiódorovna! —exclamó Galiullin—. Estuve en el mismo regimiento que su marido y conocí muy bien a Pável Pávlovich. Guardé para usted sus cosas.

—No puede ser, no puede ser… —balbuceó Lara—. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¿De modo que lo conocía? Dígame, dígame que ocurrió. Murió, ¿verdad? Ahogado por la tierra. No me oculte nada, no tema. Lo sé todo.

A Galiullin le faltó valor para confirmarle aquellos rumores que habían circulado sobre su muerte, y prefirió mentir para tranquilizarla.

—Antípov está prisionero —dijo—. Durante el verano se internó demasiado con su unidad y quedó aislado. Lo rodearon y se vio obligado a rendirse.

Pero Lara no lo creyó. La sorpresa de aquel encuentro la había trastornado. No podía hablar porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no quería llorar delante de desconocidos. Se levantó apresuradamente y salió al pasillo, tratando de recobrar el dominio de sí misma.

Poco después entró de nuevo, aparentemente tranquila. Procuraba no mirar hacia donde estaba Galiullin para no ponerse a llorar. Se acercó al lecho de Yuri Andriéevich y dijo con tono distraído y formulario:

—Buenos días. ¿Cómo se encuentra?

Yuri Andriéevich se dio cuenta de su agitación y advirtió que había llorado. Hubiese querido preguntarle qué tenía, decirle que ya la había visto en dos ocasiones, cuando estudiaba en el colegio y después en la universidad, pero pensó que esto hubiese podido parecerle demasiado familiar e interpretarlo torcidamente. Luego, de pronto, recordó a Anna Ivánovna yacente en el ataúd y el grito de Tonia en la casa de la calle Sívtsev. Se dominó y dijo solamente:

—Gracias. Soy médico y me cuido solo. No necesito nada.

«¿Por qué se habrá molestado?», pensó Lara.

Y miró sorprendida a aquel desconocido de nariz chata, que tenía un aspecto tan vulgar.

Durante varios días el tiempo se mantuvo inestable. Un viento cálido susurraba incansablemente por las noches, que olían a tierra mojada.

En aquellos días llegaron del estado mayor extrañas informaciones y los soldados recibían de sus familiares rumores alarmantes. Habían sido cortadas las líneas telegráficas con San Petersburgo. Y por todas partes, en cada esquina, no se hablaba más que de política.

Cuando se hallaba de guardia, la enfermera Antípova efectuaba dos rondas por la sala, por la mañana y por la tarde, y cambiaba observaciones insignificantes con los enfermos, con Galiullin y con Yuri Andriéevich.

«¡Qué tipo tan extraño! —pensaba—. Joven y descortés. Chato, y no puede decirse que sea bello. Sólo inteligente en el mejor sentido de la palabra, de una inteligencia viva y atractiva. Pero ¿qué estoy pensando? He de hacer que me trasladen lo antes posible a Moscú, al lado de Kátienka. En Moscú pediré la excedencia, volveré a casa, a Yuriatin, y daré clases otra vez en el colegio. Evidentemente, ya no hay esperanza para el pobre Pasha, y, por lo tanto, no tengo motivos para figurar entre las heroínas del frente, puesto que solamente vine aquí a buscarlo. ¿Qué será de Kátienka? —Al llegar a este punto tuvo ganas de llorar—. ¡Qué bruscos y radicales cambios se han producido en los últimos tiempos! Hasta hace poco eran sagrados el deber ante la patria, el valor en la guerra y los elevados sentimientos sociales. Ahora que la guerra está perdida, esta es la desgracia mayor y todo lo demás resulta secundario, todo carece de importancia, ya no hay nada sagrado. De pronto ha cambiado todo, el tono, el aire, no se sabe en qué pensar ni a quién escuchar. Como si durante toda la vida te hubiesen llevado de la mano como a una niña y luego, de repente, te soltaran: ¡Has de aprender a caminar sola! Y a nadie tienes a tu alrededor, ni familia ni autoridad. Una quisiera ahora apoyarse en lo esencial, en la fuerza de la vida, o en la belleza o la verdad. Una quisiera confiarse solamente a ellas, ahora que se han venido abajo las instituciones humanas, abandonarse a su dirección más total y más inflexible que lo que fue en tiempos de paz, en esa vida a la que nos habíamos acostumbrado y que no existe. En mi caso —Lara se contuvo a tiempo—, mi hija debe ser mi finalidad, ese absoluto.»

Ahora, sin el pobre Pasha, ella no era más que una madre y consagraría todas sus fuerzas a Kátienka, la pobre huérfana. Yuri Andriéevich recibió noticias de Moscú. Gordón y Dúdorov acababan de publicar su libro a sus expensas: había sido muy bien acogido y se pronosticó a su autor un gran porvenir literario. En Moscú había una extraña e inquietante atmósfera: crecía la sorda irritación popular y se estaba en vísperas de importantes cambios. Avecinábanse grandes acontecimientos políticos.

Era ya noche cerrada. Una pesada soñolencia se apoderó de Yuri Andriéevich. Dormitaba a intervalos y pensaba que, después de todas las emociones de la jornada, no conseguiría dormirse, y no dormía. Afuera el viento lloraba y susurraba: «Tonia, Shúrochka, ¡cuánto os echo de menos, cuánto deseo volver a casa y a mi trabajo!». Y bajo el rumor del viento, Yuri Andriéevich se despertaba y volvía a dormirse. La felicidad y la pena alternábanse, impacientes y febriles, como aquel tiempo variable y aquella noche insegura.

Lara pensaba:

«¡Se ha mostrado tan solícito por conservar su recuerdo y las pobres cosas de mi marido! Y yo, ingrata de mí, no le he preguntado siquiera quién es y de dónde viene.»

Durante la ronda de la mañana siguiente, quiso hacer lo que no había hecho y cancelar así toda sombra de ingratitud: interrogó a Galiullin, lanzando frecuentes exclamaciones de sorpresa.

—¡Dios mío, qué coincidencia! ¡Calle Briétskaia, veintiocho, los Tivierzin, el invierno de la revolución de mil novecientos cinco! ¿Yusupka? No. No he conocido a Yusupka, o quizá no lo recuerdo, perdóneme. Pero ese año, ese año y aquel patio. Porque sí, ese año y ese patio tienen que haber existido. —¡Cómo volvía a vivir todo eso! Y las descargas de fusilería de entonces y, sí, ¿cómo decían que fue? ¡Ah, sí! «El aviso de Cristo». ¡Qué intensidad, qué penetración tienen esas sensaciones de la infancia, las primeras!—. Perdóneme, perdóneme, ¿cómo se llama usted, subteniente? Sí, sí, ya me lo dijo. Gracias. ¡No sabe cuánto se lo agradezco, Osip Himazeddínovich, cuánto le agradezco esos recuerdos y esos pensamientos que ha despertado en mí!

Durante todo el día no la abandonó ese patio de su infancia. Hablando sola, o casi sola, no dejaba de lanzar exclamaciones de sorpresa.

¡Aquel número 28 de la calle Briétskaia! Y de nuevo, ahora, las descargas de fusilería, pero esta vez mucho más terribles. Y en esta ocasión no eran los chicos los que disparaban. Los chicos se habían hecho mayores, y estaba allí, entre los soldados, todo ese pueblo sencillo de los mismos patios y las mismas localidades. ¡Qué extraordinario! ¡Qué conmovedor!

Golpeando el suelo con sus bastones y sus muletas, los inválidos y enfermos que podían caminar acudieron en tropel, gritando todos al unísono:

—¡Grandes acontecimientos! ¡Se lucha en las calles de San Petersbugo! Las tropas de la guarnición se han pasado a los rebeldes. Es la revolución.