Una vez, en invierno, Alexandr Alexándrovich regaló a Anna Ivánovna un armario antiguo. Lo había comprado de ocasión. Era de madera negra y tan grande que no pasaría por ninguna puerta. Lo llevaron desmontado, y entonces se empezó a pensar dónde meterlo. No era adecuado para las habitaciones de la planta baja, donde hubiese entrado, porque su función era distinta, y además no podían encontrarle un sitio a propósito por falta de espacio. Por este motivo se despejó una parte del rellano superior de la escalera interna, cerca de la puerta de entrada del dormitorio de los dueños.
Márkel, el portero, vino para montar el armario, y se trajo consigo a su hijita Marinka, de seis años, a quien le dieron un pirulí. Marinka fruncía la nariz y miraba enfurruñada el trabajo de su padre, mientras daba lametones al caramelo y a sus deditos pegajosos.
Al poco rato todo estuvo listo. El armario crecía agradablemente a los ojos de Anna Ivánovna. Y poco después, cuando ya faltaba solamente colocar la parte superior, tuvo la idea de ayudar a Márkel. Se puso de pie dentro del armario, demasiado alto con relación al suelo, y, para mantener el equilibrio, se apoyó en la pared lateral que se sostenía solamente por medio de unas espigas encajadas. El lazo con el cual Márkel había sujetado provisionalmente los costados, se soltó y Anna Ivánovna cayó hacia atrás, junto con las tablas, que rodaron por el suelo y le produjeron una dolorosa confusión.
—¡Eh! ¡Señora, mátushka! —exclamó Márkel corriendo hacia ella—. ¿Cómo diablos ha hecho esto? ¿No se ha roto nada? Mírese los huesos. Lo que importa son los huesos, la molla no cuenta, la molla se rehace y, como dice la gente, a ustedes las mujeres les sirve para figurar. Y tú no chilles, pequeñaja —dijo, desahogándose, a Marinka, que se había echado a llorar—. Lárgate de aquí y ve corriendo con tu madre. ¡Ah, señora mía, mátushka! ¿Creyó usted que no sería capaz de montar este condenado armario? Sin duda pensó usted que no soy más que un portero y, efectivamente, lo soy, pero ha de saber que somos de raza carpintera, siempre hemos trabajado en carpintería. Usted no lo creerá, pero muebles como este, armarios de esta clase y bufetes han pasado a cientos por mis manos para que los barnizara, y muchos eran de caoba y nogal.
Con la ayuda de Márkel, Anna Ivánovna llegó a la butaca y se sentó en ella, jadeante y frotándose las contusiones. Márkel se dedicó a volver a colocar en su sitio lo que se había venido abajo. Cuando hubo ajustado el techo dijo:
—Ahora sólo le faltan las puertas, y a otra cosa.
A Anna Ivánovna no le gustaba el armario. Su aspecto y dimensiones le recordaban un catafalco o el sepulcro del zar y le producía un supersticioso terror. Le había puesto el nombre de «Tumba de Askold»[18], sobrentendiendo con esta definición el caballo de Olieg[19], que había causado la muerte de su amo. Con su cultura de aproximación confundía dos conceptos análogos.
Con aquella caída comenzó la predisposición de Anna Ivánovna a las enfermedades del pecho.
Durante todo el mes de noviembre de 1911 Anna Ivánovna permaneció encamada con pulmonía.
En la primavera del año siguiente Yura y Misha terminaron sus estudios en la universidad y Tonia los cursos femeninos superiores: Yura se doctoró en medicina. Tonia en leyes y Misha en filosofía.
El carácter de Yura era singular y complejo y sus ideas, costumbres y dotes profundamente originales. Impresionable más allá de toda medida, poseía una sensibilidad particular e indefinible.
Pero, con todo y ser tan grande su devoción por el arte y la historia, no vaciló al elegir una profesión. Consideraba que el arte estaba al margen de toda actividad práctica, del mismo modo que no puede ser una profesión la alegría innata o la tendencia a la melancolía. Sintiéndose interesado por la física y las ciencias naturales, y considerando necesario en la vida ocuparse de algo universalmente útil, había elegido la medicina.
Cuando, cuatro años antes, se matriculó en el primer curso, durante todo un semestre se dedicó a la disección de cadáveres en los sótanos de la universidad. Llegábase al depósito por una tortuosa escalera. En el aula de anatomía, los estudiantes, con los cabellos caídos sobre los ojos, trabajaban en grupos o aisladamente: algunos, rodeados de huesos, hojeaban viejos y gastados manuales; otros, en los rincones, disecaban en silencio los cadáveres; otros también, bromeaban contando chistes y cazando ratas, que en gran número corrían por el pavimento de piedra del depósito. En la penumbra brillaban fosforescentes los cadáveres de gentes desconocidas, en una rígida desnudez que atraía la mirada: jóvenes suicidas y ahogados. Las sales de alumbre con que se les rociaba los rejuvenecían y les conferían una ilusoria plenitud. Los muertos eran abiertos en canal, desmembrados y preparados, y la belleza del cuerpo humano continuaba siendo fiel a sí misma, a pesar de cualquier disección, incluso la más minuciosa. De tal modo, que el estupor que se apoderaba de uno ante una rusalka, arrojada brutalmente sobre la mesa de cinc, no cedía siquiera ante una mano amputada o un dedo cortado. El sótano olía a formol y ácido fénico, y en todo se advertía la presencia de un misterio, el principio del desconocido destino de todos esos cuerpos yacentes, hasta el secreto de la vida y de la muerte que allí tenía su casa o su cuartel general.
Las voces de este misterio, sofocando todo lo demás, perseguían a Yura, impidiéndole disecar. Pero se había acostumbrado también a esto, como a muchas otras cosas de la vida que lo molestaban, de manera que dejó de constituir para él un motivo de inquietud.
Tenía ideas claras y pluma feliz. Desde sus años de colegio había deseado llegar a ser un escritor, escribir un libro sobre la vida, en el cual, como la explosión de una carga escondida, pudiera expresar todo lo que de más maravilloso había visto y comprendido en el mundo. Pero era demasiado joven para llevar a cabo una obra semejante y mientras tanto escribía versos, como hace un pintor que durante toda su existencia pinta solamente estudios para una gran tela que tiene en la cabeza.
Sus versos, según él, se justificaban en virtud de cierta fuerza y originalidad, las dos dotes que consideraba esenciales en la realidad del arte, por lo demás abstracto, inútil y vacío.
Comprendía cuánto le debía a su tío por los muchos aspectos comunes de sus caracteres.
Nikolái Nikoláevich vivía en Lausana. En los libros que publicaba allí, en ruso y traducidos, desarrollaba su antiguo concepto de la historia como un segundo universo construido por el hombre para responder al misterio de la muerte y fundado sobre los fenómenos memoria y tiempo. El sentido de sus libros era un cristianismo entendido de una nueva forma, y su directa consecuencia una nueva concepción del arte.
Su pensamiento, más que en Yura, influía en su amigo Misha Gordón, que se había dedicado específicamente a la filosofía. En la universidad seguía cursos de teología y se proponía incluso ingresar luego en la academia eclesiástica.
La influencia de su tío contribuía á la formación de Yura y le proporcionaba el sentido de la libertad. En cambio, Misha era dominado por él. Yura comprendía qué papel desempeñaba el origen de Misha en los extremismos de las pasiones de este. Por gentileza y afecto no quería disuadirlo de sus terribles proyectos, pero a menudo hubiese deseado verlo menos abstraído, más cerca de la realidad.
Una noche, hacia fines de noviembre, Yura volvió tarde de la universidad, cansadísimo y sin haber comido en todo el día. Le dijeron que durante toda la jornada se habían sentido llenos de angustia porque Anna Ivánovna había entrado en delirio, y los muchos médicos que entonces la vieron aconsejaron que se llamara al sacerdote, pero que luego cambiaron de idea. Ahora estaba mejor, se había repuesto y pedido que en cuanto Yura llegase fuese a verla.
Yura obedeció y, sin quitarse el abrigo, entró en la alcoba.
Había allí todavía huellas del reciente desbarajuste. Con silenciosos movimientos, una enfermera ordenaba algo sobre la mesita de noche. Por todas partes veíanse servilletas arrugadas y toallas húmedas que habían sido utilizadas para hacer compresas. En la palangana había agua ligeramente enrojecida de sangre, y, al lado, frascos rotos y trozos de algodón.
La enfermera, anegada en sudor, se humedecía con la punta de la lengua los resecos labios. Parecía mucho más delgada que por la mañana, cuando Yura la vio la última vez.
«Con tal de que no hayamos equivocado el diagnóstico —pensó—. Son todos los síntomas de la pulmonía. Esta debe ser la crisis.»
Después de haber saludado a Anna Ivánovna y haberle dicho unas vagas palabras para animarla, como se hace en casos semejantes, rogó a la enfermera que saliese de la habitación. Tomó entre los dedos el pulso de Anna Ivánovna, y con la otra mano se buscó en la chaqueta el estetoscopio, pero ella, con un movimiento de la cabeza, le indicó que era inútil. Yura comprendió que deseaba algo de él. Haciendo acopio de todas sus fuerzas Anna Ivánovna consiguió hablar:
—¿Sabes? Quiero confesarme… Me estoy muriendo… Es posible que de un momento a otro… Si una ha de sacarse una muela, tiene miedo, le duele, se prepara… Aquí no se trata de una muela, sino de una misma, de toda la vida… El ¡crac! y fuera, como con las tenazas… ¿Y qué será eso? Nadie lo sabe… Y yo tengo mucha pena y mucho miedo.
Calló. Las lágrimas corrieron abundantes por sus mejillas. Yura no decía nada. Al cabo de un instante Anna Ivánovna continuó:
—Tú tienes talento… tu talento… no es como el de los demás… Tienes que saber… Dime algo… Tranquilízame…
—¿Qué quieres que te diga? —respondió Yura. Se removió inquieto en la silla, se levantó, dio algunos pasos y volvió a sentarse—. En primer lugar, mañana te sentirás mejor. Tienes síntomas de que será así; me dejaría cortar la cabeza. Además: la muerte, el alma, la fe y la resurrección… ¿Quieres saber mi opinión de naturalista? ¿No sería mejor en otra ocasión? ¿No? ¿Enseguida? Bueno, como quieras. Sólo que resulta difícil así, de pronto —e improvisó para ella una verdadera lección, maravillado de que le saliese tan bien—. La resurrección, en la forma más vulgar en que se habla de ella, como consuelo de los débiles, es extraña para mí. También he interpretado siempre de otro modo las palabras de Cristo sobre los vivos y los muertos. ¿Dónde se meterían esos ejércitos reunidos en tantos milenios? No bastaría el universo, y la divinidad, el bien y el raciocinio deberían desaparecer del mundo. Serían aplastados por esa ávida muchedumbre animal.
»Pero, en el tiempo, siempre la misma vida, inconmensurablemente idéntica, vuelve a llenar el universo, cada hora se renueva en innumerables combinaciones y transformaciones. Y ahora te preocupas si resucitarás o no, cuando ya resucitaste, sin darte cuenta, cuando naciste.
»¿Sentirás dolor? ¿Acaso siente el tejido la propia disolución? Es decir, con otras palabras, ¿qué será de tu conciencia? Pero ¿qué es la conciencia? Veamos. Desear conscientemente dormir es verdadero insomnio, intentar conscientemente advertir el trabajo de la propia digestión es ir en busca de un trastorno de tipo nervioso. La conciencia es un veneno, un instrumento de autointoxicación para el individuo que la aplica a sí mismo. La conciencia es luz dirigida hacia afuera y que ilumina el resto del camino ante nosotros para evitar que tropecemos. La conciencia es el faro encendido en la parte delantera de la locomotora en marcha. Dirige la luz hacia el interior y se producirá la catástrofe.
»Por lo tanto, ¿qué será de tu conciencia? Digo bien, tu conciencia. Pero, ante todo, ¿qué eres tú? Esta es la cuestión. Tratemos de orientarnos. ¿De qué modo tienes memoria de ti misma, de qué parte de tu organismo eres consciente? ¿De tus riñones, del hígado, de tus vasos sanguíneos? No, mira en tus recuerdos y verás que siempre te manifestaste hacia afuera en tus actos, en la obra de tus manos, en tu familia, en los demás. Y escúchame ahora con atención. El alma del hombre es justamente el hombre presente en los otros hombres. Eso es lo que eres, eso es lo que ha respirado, de lo que se ha alimentado y embriagado durante toda la vida tu conciencia. De tu alma, de tu inmortalidad, de tu vida en los demás. ¿Y qué? Has vivido en los otros y en los otros te quedarás. ¿Qué diferencia implica para ti que luego se llame recuerdo? Habrás entrado en la composición del futuro.
»Una última cosa. No hay de qué preocuparse. La muerte no existe. La muerte no está en nosotros. Has hablado de inteligencia, y esto es otra cosa, una cosa nuestra, accesible para nosotros. La inteligencia, el talento, en el sentido más amplio y lato, es el don de la vida.
»No habrá muerte, dice San Juan Evangelista, y verás qué simple es su argumentación. No habrá muerte porque aquello que fue antes ya ha pasado. Poco más o menos es esto: no habrá muerte porque esto ya fue, es viejo y aburre, y ahora es necesario algo nuevo y lo nuevo es la vida eterna.
Yura, mientras decía esto, paseaba por la habitación.
—Duerme —dijo, acercándose a la cama y acariciándole la cabeza.
Pasaron unos minutos y Anna Ivánovna comenzó a amodorrarse.
Silenciosamente, Yura salió de la habitación y dijo a Yegórovna que llamase a la enfermera.
«Cualquiera sabe lo que esto quiere decir —pensó—. Me estoy volviendo una especie de charlatán. Exorcizo, curo imponiendo las manos.»
Al día siguiente Anna Ivánovna estaba mejor.
Continuaba mejorando. A mediados de diciembre intentó levantarse, pero estaba todavía muy débil. Le aconsejaron que se quedara algún tiempo más en la cama.
Frecuentemente mandaba llamar a Yura y Tonia y se pasaba las horas hablando de su infancia, transcurrida en la finca de su abuelo en Varykino, junto al río Rynva, en los Urales. Yura y Tonia no habían estado nunca allí, pero, por las palabras de Anna Ivánovna, Yura imaginaba fácilmente aquellas cinco mil hectáreas de bosque secular e impenetrable, negro como la noche, cortado en dos o tres puntos, con las cuchilladas de sus sinuosidades, por el rápido río de lecho pedregoso y las altas escarpaduras de la ribera de los Krueger.
En aquellos días a Yura y Tonia les estaban haciendo sus primeros trajes de etiqueta: a Yura un traje negro y a Tonia un traje de noche, de raso claro y ligeramente escotado. Se los pondrían por primera vez el día veintisiete, día del tradicional árbol de Navidad, para ir a casa de los Svientitski.
El sastre y la modista entregaron los trajes el mismo día. Yura y Tonia se los probaron y se sintieron satisfechos. Todavía los tenían puestos cuando compareció Yegórovna y les dijo que Anna Ivánovna deseaba verlos. Tal como estaban, con los trajes nuevos, Yura y Toma fueron a verla.
Cuando ella los vio entrar se incorporó sobre un codo, se volvió a ellos, los examinó por delante y por detrás y les dijo:
—Muy bien. Magnífico. No sabía que estuvieran terminados. Vamos, Tonia, déjame que te vea. No, no es nada. Me pareció que en el vuelo te hacía unas arrugas. ¿Sabéis por qué os he llamado? Pero antes hablemos un momento de ti, Yura.
—Ya sé, Anna Ivánovna. Yo mismo quise que te dejaran ver la carta. Tú, lo mismo que Nikolái Nikoláevich, consideras que no debo renunciar. Pero espera, ten paciencia. Hablar puede hacerte daño. Ahora te lo explicaré todo. De todos modos no estás bien al corriente.
«Empecemos por el principio. Hay un pleito sobre la herencia de Zhivago, mi padre, que se va alargando para que los abogados ganen dinero con los gastos del juicio, pero en realidad no existe ninguna herencia, solamente deudas y líos, aparte de toda la suciedad que va a levantar eso. Si fuera posible lograr dinero, ¿crees que se lo regalaría a los tribunales y no sabría aprovecharme? Pero la realidad es que el pleito se ha hinchado y, antes que remover todas esas cosas, será mejor renunciar a cualquier derecho sobre unos bienes que no existen y cederlo todo a favor de unos rivales ficticios o impostores envidiosos. He oído hablar desde hace mucho tiempo de las pretensiones de una tal madame Alice, que vive con sus hijos en París bajo el nombre de Zhivago. Pero no sé si sabes que han surgido nuevas pretensiones: me he enterado hace poco.
»Por lo que parece, todavía en vida de mi madre, mi padre se enamoró de una exaltada, una soñadora, la princesa Stolbunova-Enritsi, de quien tuvo un hijo que tendrá ahora unos diez años y se llama Yevgraf.
»La princesa es una mujer solitaria. Vive con su hijo en un hotelito particular de las afueras de Omsk, no se sabe con qué medios. Yo he visto una fotografía de la casa. Es un bonito edificio de cinco ventanas de cristales, con medallones en alto relieve a lo largo de la cornisa. En estos últimos tiempos he tenido siempre la sensación de que con sus cinco ventanas esa casa me estaba mirando constantemente con una mirada perversa a través de los millares de verstas que separan la Rusia europea de Siberia, y que más tarde o más temprano me aojará. Y así ha sido: riquezas imaginarias, rivales que no existen, envidias, malevolencia y abogados.
—Sin embargo, no debes renunciar a eso —objetó Anna Ivánovna—. ¿Sabes por qué os he llamado? —repitió, y prosiguió seguidamente—: He recordado por fin el nombre. ¿Recuerdas que ayer te hablé del guardabosque? Se llamaba Vaj[20]. ¿No te parece extraordinario? Un negro espantajo del bosque, con barba hasta las cejas y que se llama Vaj. Tenía la cara desfigurada. Se la destrozó un oso, pero pudo salvarse. Allí todos son por el estilo. Con nombres como ese, monosilábicos. Porque resultan más sonoros y plásticos. Vaj. O bien Lupp. O también Favst. Escucha, escucha esto. A veces oíamos hablar de un tal Avkt o un tal Frol llegados Dios sabe de dónde, como si fueran disparos de carabina, e inmediatamente todos echábamos a correr hacia la cocina. Y ya puedes imaginarte qué gente: un carbonero que venía del bosque con un osezno vivo, o un guardafronteras con una muestra de mineral. Y el abuelo les daba a todos un bono. Para la factoría. A unos dinero, a otros grano y a otros municiones. El bosque estaba bajo las ventanas. Y nieve por todas partes, y más nieve. ¡A mayor altura que la casa!
Anna Ivánovna tosió.
—Basta, mamá, te hace daño —dijo Tonia.
Y Yura le pidió también que no hablara.
—No tiene importancia —dijo ella—. No es nada. A propósito. Yegórovna me ha dicho que no sabéis si iréis a la fiesta del árbol de Navidad pasado mañana. ¡No quiero oíros semejante tontería! ¿No os da vergüenza? Y tú, Yura, ¿qué clase de médico eres? Ya está decidido. Iréis y no hablemos más. Pero volvamos a Vaj. En su juventud había sido herrero. En una riña le arrancaron las tripas y tuvo que hacerse otras, de hierro. ¡Qué estúpido eres, Yura! ¿Crees que no lo sé? Naturalmente, no hay que interpretarlo al pie de la letra. Pero la gente lo decía así.
Anna Ivánovna tuvo un nuevo acceso de tos, esta vez mucho más prolongado.
Yura y Tonia se precipitaron al mismo tiempo hacia ella, y hombro con hombro se inclinaron sobre el lecho. Su tos parecía no tener fin. Anna Ivánovna cogió aquellas manos que se tocaban y durante unos instantes las mantuvo unidas. Luego, recobrando la voz y el aliento, dijo:
—Si muero, no os separéis. Estáis hechos el uno para el otro. Casaos. Os considero prometidos.
Y se echó a llorar.
En la primavera de 1906, antes de pasar a la última clase del colegio, los seis meses de relaciones con Komarovski fueron más de lo que Lara podía soportar. Con gran habilidad él se aprovechaba de la depresión de ella y, cuando lo creía necesario, le recordaba, como el que no quiere la cosa, y de un modo sutil e imperceptible, su vergüenza. Lara caía en ese estado de decaimiento que todo hombre sensual exige de la mujer: esclavizábase cada vez más a una pesadilla de los sentidos de la que siempre se despertaba con una sensación de horror. Las contradicciones de su desenfreno nocturno le eran tan inexplicables como la magia negra. Todo se trastornaba y resultaba contrario a la lógica: el dolor desesperado se manifestaba con el tintineo de una risa argentina; la resistencia y la negativa significaban asentimiento, y los besos de gratitud cubrían las manos del verdugo.
Parecía que nunca iba a poder liberarse de todo eso, pero en la primavera, durante una de las últimas lecciones del año escolar, Lara pensó que durante el verano las exigencias de él se harían más frecuentes, porque las clases habrían terminado y estas constituían un obstáculo contra los requerimientos cada vez más frecuentes de Komarovski. Y Lara tomó entonces la decisión que durante mucho tiempo había de cambiar el rumbo de su vida.
Era una calurosa mañana que amenazaba tormenta. Estaban abiertas las ventanas de la clase. Lejos rumoreaba la ciudad siempre la misma nota, como las abejas en la colmena. Desde el patio llegaban los gritos de los niños que jugaban. El denso olor de la tierra y la vegetación cargaba la cabeza, como la vodka y el olor de los buñuelos en la semana de carnaval.
El profesor de historia hablaba de la expedición de Napoleón a Egipto. Cuando llegó al desembarco de Frejus, se oscureció el cielo y, desgarrándose, pareció deshacerse en rayos y truenos. Junto con el fresco olor de la tierra, invadieron el aula nubes de arena y polvo. Dos alumnos cobistas se precipitaron servilmente al pasillo a llamar al bedel para que cerrase las ventanas y, cuando abrieron la puerta, una corriente de aire hizo volar todos los secantes de los cuadernos.
Se cerraron las ventanas. Cayó el aguacero, un aguacero de ciudad, sucio, en el que el agua se mezclaba con el polvo. Lara arrancó una hoja de su cuaderno y escribió a Nadia Kologrívova, su vecina de banco:
«Nadia, he de organizar mi vida lejos de mi madre. Ayúdame a encontrar unas lecciones bien pagadas. Tú tienes muchas relaciones entre gente rica.»
Por el mismo procedimiento Nadia le contestó:
«Sé que buscan una institutriz para Lipa. Ven a trabajar con nosotros. ¡Sería magnífico! Ya sabes que papá y mamá te quieren mucho.»
Durante tres años Lara vivió con los Kologrívov como detrás de un muro de piedra. Nadie trataba de quebrantar su independencia, e incluso su madre y su hermano, a quienes consideraba más extraños cada vez, no acudían a su recuerdo.
Lavrienti Mijáilovich Kologrívov era un gran industrial moderno, inteligente y capaz. Experimentaba por el viejo régimen moribundo un doble odio: el de la persona inmensamente rica que puede comparar su tesoro con el del zar, y el del hombre que procede del pueblo y ha logrado hacer carrera. Escondía en su casa a los proscritos y pagaba a los abogados defensores que intervenían en los procesos políticos: como se decía, en broma, ayudaba a la revolución y perjudicábase a sí mismo en su condición de propietario organizando huelgas en su propia empresa. Lavrienti Mijáilovich era un tirador infalible y cazador apasionado. En el invierno de 1905, cada domingo, se dirigía al Seriébriani-bor[21] y a la isla Losini[22] para ejercitar en el tiro a los combatientes.
Era un hombre extraordinario. Serafima Filíppovna, su mujer, era digna de vivir a su lado. Lara sentía por los dos un afecto apasionado y ellos la amaban como a una hija.
Al cabo de tres años de vivir en plena serenidad, recibió la visita de su hermano Rodia. Balanceándose con fatuidad sobre sus largas piernas y, para darse más importancia, hablando de una manera rebuscada y con voz nasal, le contó que los cadetes de su clase habían estado recogiendo dinero para hacer el regalo de despedida al director de la Academia y le habían dado a él el dinero con el encargo de comprarlo. Dicho esto, Rodia dejó caer en una butaca el esmirriado cuerpo y se echó a llorar.
Lara sintió que la sangre se le helaba en las venas. Rodia continuó:
—Ayer fui a ver a Víktor Ippolítovich Komarovski. Pero se negó a hablar conmigo de todo eso. Me dijo que si tú quisieras… Dice que a pesar de que tú ya no nos quieras, tienes todavía tanta influencia sobre él… Lárochka… Bastaría una palabra tuya… Comprende la vergüenza que sería para mí, la mancha que representaría para el honor de mi uniforme de cadete. Ve a verlo, ¿qué te cuesta? Suplícale… Supongo que no querrás que pague con mi sangre el desfalco.
—Pagar con tu sangre… El honor de tu uniforme de cadete… —repetía Lara con indignación, paseando agitada por la estancia—. Yo no tengo uniforme ni tengo honor, y de mí se puede hacer lo que se quiera. ¿Te das cuenta de lo que pides? ¿Comprendes lo que me has propuesto? De año en año, sólo Dios sabe a costa de qué esfuerzos, piedra a piedra, una intenta construir algo, sin darse un momento de sosiego, y ahora vienes tú, y como si no tuviera importancia, soplas, escupes, y lo derrumbas todo en pedazos. ¡Vete al diablo! ¡Pégate un tiro, si quieres! ¿Qué me importa a mí todo eso? ¿Cuánto necesitas?
—Seiscientos noventa rublos y pico. Setecientos en números redondos —dijo Rodia, vacilante.
—¡Rodia! ¿Te has vuelto loco? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Has perdido setecientos rublos? ¡Rodia! ¡Rodia! ¿Sabes cuánto tiempo necesita una persona normal como yo para ganarlos con un trabajo honrado?
Y después de una pausa, añadió, fría y extraña:
—Bueno. Lo intentaré. Ven mañana y trae el revólver con el que querías matarte. Me lo cederás en propiedad. Con una buena provisión de balas, no lo olvides.
Lara consiguió de Kologrívov el dinero.
Su trabajo en casa de los Kologrívov no impidió a Lara terminar el colegio, inscribirse en los cursos superiores, aprobarlos y acercarse al examen final que había de tener efecto al año siguiente, en 1912.
En la primavera de 1911, Lípochka, su discípula, dejó la escuela por haberse prometido con el joven ingeniero Friesendank, de buena y acomodada familia. Los padres aprobaron su elección, pero no querían que se casara tan pronto y le aconsejaron que esperase. Esta situación provocó el drama. Lípochka, irreflexiva y mimada, benjamín de la familia, se encolerizó contra sus padres, lloró y pateó el suelo.
En la rica mansión en la que Lara había sido considerada un miembro más de la familia, nadie recordaba ya la deuda que había contraído por Rodia y no se le hablaba de ella.
Lara hubiese restituido tiempo atrás aquella suma, de no haber tenido continuos gastos que mantenía en secreto.
Sin que Pasha lo supiera, enviaba constantemente dinero a sus padres y a él: al padre, deportado; a la madre, puntillosa y de precaria salud. Por otra parte, y todavía con mayor secreto, ayudaba a su costa al propio Pasha, completando, ignorándolo él, la cantidad que pagaba en su pensión por el hospedaje.
Pasha, que era un poco más joven que ella, la amaba ciegamente y la obedecía en todo. A instancia suya, después de haber terminado sus estudios en la escuela real, se inscribió en los cursos suplementarios de latín y griego, para poder ingresar en la facultad de letras. Lara pensaba casarse con el al año siguiente, después de haber superado los dos exámenes de reválida y marcharse luego a cualquier capital de los Urales, como profesores.
Pasha vivía en una habitación que Lara le había buscado y alquilado para él en una casa de gente sencilla, un edificio nuevo de la calle Kamerguierski, cerca del Teatro de Arte.
Durante el verano de 1911 Lara estuvo por última vez en Duplianka con los Kologrívov. Quería inmensamente aquel lugar, incluso más que a sus mismos propietarios. Estos lo sabían y, con motivo de las vacaciones de verano, había entre ellos un acuerdo tácito. Cuando el ardiente y humeante tren en que habían viajado, volvía a ponerse en marcha, y en medio del silencio ensordecido y perfumado que se extendía hasta perderse de vista, Lara se sentía invadida por la emoción y enmudecía, le dejaban que fuera a pie y sola hacia la propiedad, mientras desde la pequeña estación se trasladaba el equipaje hasta el carro, y el cochero de Duplianka, con su casaca de postillón, bajo cuyas mangas asomaba la camisa roja, contaba en el coche a los señores las novedades locales de la estación pasada.
Lara caminaba a lo largo del terraplén por un sendero trazado por los caminantes y vagabundos y luego cruzaba a través de los campos por una senda que conducía al bosque. Allí se detenía y, con los ojos entornados, aspiraba el aire impregnado de confusos aromas. Era para ella un aire más entrañable que el padre y la madre, más tierno que el hombre amado y más sutil que cualquier libro. Durante un instante revelábase para Lara, como nuevo, el sentido de la existencia.
«Estoy aquí —pensaba— para tratar de comprender la terrible belleza del mundo y conocer el nombre de las cosas, y si mis fuerzas no bastan, para engendrar hijos que lo hagan por mí.»
Aquel año llegó al campo completamente agotada por el trabajo que se había impuesto. Abatíase con facilidad, y caía en una susceptibilidad que hasta entonces había desconocido totalmente. Este sentimiento hacía huraño su carácter, antes tan abierto y generoso.
Los Kologrívov no querían que los dejase y la rodeaban del mismo cariño que antes. Pero desde que Lipa volaba ya con sus propias alas, Lara se consideraba de más en aquella casa. Negábase a admitir sueldo alguno. Pero se vio obligada a aceptarlo a causa de su insistencia y porque hubiese sido molesto y prácticamente imposible trabajar por cuenta propia, siendo como era su huésped.
Pero esa situación le parecía insostenible. Opinaba que todos estaban cansados de ella y procuraban no demostrarlo. Incluso consideraba que era una carga para ella misma. Hubiese querido huir lejos de sí y de los de Kologrívov, pero sabíase obligada a restituir antes el dinero que debía a estos y en aquel momento no hubiera sabido dónde y cómo proporcionárselo. Pensaba que era un rehén por culpa de la ligereza de Rodia, y no sabía sustraerse a la impotente indignación que se apoderaba de ella.
En cualquier cosa creía descubrir indicios de la escasa consideración que se le tenía. Si los amigos de los Kologrívov, cuando iban a visitarlos, le demostraban una atención particular, deducía que se comportaban así porque la consideraban una humilde «pupila», una presa fácil. Si la dejaban en paz, era porque no le concedían la menor importancia y ni siquiera se daban cuenta de su presencia.
Sin embargo, sus crisis de melancolía no le impedían participar en las diversiones de la numerosa sociedad que se reunía en la casa de los Kologrívov. Como todos los demás, se bañaba y nadaba, paseaba en barca, tomaba parte en los picnic nocturnos en la otra orilla del río, lanzaba cohetes y bailaba. Tocaba en los espectáculos de aficionados y con particular entusiasmo se ejercitaba en el tiro al blanco empleando pequeños fusiles Máuser, a pesar de que prefería siempre el pequeño revólver de Rodia. Con este disparaba con gran precisión y, bromeando, lamentaba ser mujer porque no podía convertirse en un duelista. Pero cuanto más se divertía, sentíase menos dichosa. Ni siquiera sabía lo que deseaba.
Este estado de depresión empeoró cuando regresaron a Moscú. A las desazones de Lara añadíanse ahora sus disgustillos con Pasha, con quien procuraba no discutir de una forma irreparable porque lo consideraba su prostrero recurso. En los últimos tiempos Pasha había comenzado a demostrar cierta seguridad en sí mismo, y ese tono doctoral que asumía a veces en la conversación le parecía a Lara risible y la entristecía.
Pasha, Lipa, los Kologrívov y el dinero: todo esto le hacía perder la cabeza. La vida era para ella un fastidio. Había perdido el equilibrio de otro tiempo: hubiese deseado abandonar todo cuanto experimentó y conocía para poder emprender algo nuevo. En este estado de ánimo, en la Navidad de 1911, tomó una decisión extrema. Decidió dejar a los Kologrívov y llevar una vida independiente: le pediría a Komarovski el dinero que tanto necesitaba. Pensaba que después de todo lo que había sucedido y luego de aquellos años de libertad, él la ayudaría caballerosamente, sin pedirle explicaciones, de una forma honesta y desinteresada.
Así, la noche del 27 de noviembre se dirigió hacia la Petróvskaia. Al salir metió en el manguito el revólver de Rodia, después de haberle quitado el seguro. Estaba decidida a disparar contra Víktor Ippolítovich si le respondía con una negativa, si se equivocaba sobre las intenciones que la llevaban a él o si la humillaba de una forma u otra.
Poseída por una turbación profunda, sin darse cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor, caminaba por las calles en fiesta. El disparo del revólver había resonado ya en su alma con una absoluta indiferencia en cuanto a su destino. Este disparo era lo único de que tenía conciencia. Lo sintió durante todo el trayecto. Estaba dirigido contra Komarovski, contra sí misma, contra el propio destino, contra ese roble surgido en un claro de Duplianka que tenía el blanco grabado en su corteza.
—No toques el manguito —le dijo a Emma Ernéstovna que estaba maravillada y, suspirando, tendía hacia ella las manos para ayudarle a quitarse la pelliza. Víktor Ippolítovitch no estaba en casa.
Y Emma Ernéstovna continuó insistiéndole que entrase y se quitase la pelliza.
—No puedo. Tengo prisa. ¿Dónde está?
Emma Ernéstovna dijo que se había ido a una fiesta del árbol de Navidad. Con la dirección en la mano, Lara descendió corriendo las oscuras escaleras, que tan impresas tenía en su memoria, con los coloreados escudos de sus ventanas, y se dirigió al Muchnói-gorodok, a casa de los Svientitski.
Ahora, al salir a la calle por segunda vez, comenzó a mirar atentamente a su alrededor. Era la ciudad. Era invierno. Era de noche.
Helaba. Un hielo negro, espeso como fondos de botellas de cerveza, cubría las calles. Hacia daño respirar. Pinchaba el aire saturado de escarcha gris: pinchaba con la misma aspereza del blanco pelo de sus solapas, que se le metía en la boca. Con el corazón agitado caminaba por las desiertas calles. Por las puertas de los salones de té y los figones salían vaharadas de vapor. Emergían de la niebla las caras ateridas de los transeúntes, rojas como salchichas, los morros de los caballos y los hocicos de los perros, de cuyos bigotes colgaban carámbanos. Las ventanas de las casas, cubiertas de una espesa capa de hielo y nieve, parecían de yeso, y sobre su opaca superficie se movían los coloreados reflejos de los árboles de Navidad y las sombras de las personas, como si desde las casas quisieran mostrar a la gente las imágenes de una linterna mágica reflejadas sobre blancos lienzos.
Lara se detuvo en Kamerguierski.
«No puedo más. No tengo valor para hacerle eso —dijo casi en voz alta—. Subiré y se lo contaré todo», decidió, recobrando el dominio de sí misma y abriendo la pesada puerta de la calle.
Rojo por el esfuerzo, apretando la lengua contra la mejilla, Pasha se retorcía ante el espejo, tratando de ponerse el cuello duro y meter por los ojales de su pechera almidonada los botones que se le doblaban. Se disponía a salir, y había sido tan cándido e ingenuo que se quedó confuso cuando Lara entró sin llamar y lo sorprendió a medio vestir. Enseguida notó la agitación de ella. A Lara le temblaban las piernas. Entró y sus pasos hendían los pliegues de su falda, como el agua de un río que estuviese vadeando.
—¿Qué tienes? ¿Qué ha ocurrido? —le preguntó él ansiosamente, acudiendo a su encuentro.
—Siéntate a mi lado. Siéntate tal como estás. Sin acabar de vestirte. Tengo prisa. He de irme enseguida. No toques el manguito. Espera. Vuélvete un momento.
Él obedeció. Lara vestía un traje sastre a la inglesa. Se quitó la chaqueta, la colgó de un clavo y trasladó el revólver de Rodia desde el manguito a uno de los bolsillos de la chaqueta. Luego, volviendo al diván, dijo:
—Ya puedes mirar. Enciende la vela y apaga las luces.
A Lara le gustaba hablar en la penumbra, a la luz de la vela. Pasha tenía siempre en reserva, para ella, un paquete sin abrir. Cogió el candelero, sustituyó el cabo de vela por una bujía nueva, la puso en el alféizar de la ventana y la encendió. El exceso de cera de la mecha estuvo a punto de ahogar la llama, que lanzó en torno unas pequeñas chispas y se afiló hacia arriba como una punta de flecha. La habitación se llenó de una luz mortecina. Sobre el cristal cubierto de nieve de la ventana comenzó a deshacerse un pequeño ojo negro.
—Óyeme, Patulia —dijo Lara—. Estoy en un apuro. Tienes que ayudarme a salir de él. No te asustes ni me hagas ninguna pregunta, pero trata de comprender que no somos como los demás. No te consideres demasiado tranquilo. No tengo descanso. Si me quieres y deseas salvarme, no debemos entretenernos más, tienes que casarte conmigo enseguida.
—Lo he deseado siempre —le interrumpió Pasha—. Fija ahora mismo el día, el que tú quieras. Me da lo mismo uno que otro. Pero dime simple y claramente lo que te pasa, no me atormentes con misterios.
Pero Lara se acercó a él y eludió imperceptiblemente responder a su pregunta. Hablaron todavía bastante rato sobre temas que no tenían relación alguna con la desesperación de Lara.
Aquel invierno Yura estaba escribiendo su tesis sobre los elementos nerviosos de la retina para obtener la medalla de oro de la universidad. Aunque había estudiado medicina general conocía el ojo con la profundidad de un futuro oculista.
En este interés por la fisiología de la vista manifestábanse otros aspectos de su carácter: la inclinación artística, el interés por la esencia estética de la imagen y la estructura del pensamiento lógico.
Tonia y Yura, en un trineo de alquiler, se dirigieron a casa de los Svientitski para asistir a la fiesta del árbol de Navidad. Habían vivido juntos los seis años que comprenden el fin de la infancia y la adolescencia y se conocían a fondo; tenían costumbres comunes, un medio muy suyo de cambiar rápidas réplicas, y una manera de resoplar ligeramente como respuesta. Tal era lo que hacían en ese instante, apretando los labios a causa del frío, o cambiando sólo algunas observaciones. Cada uno seguía el curso de sus pensamientos.
Yura pensaba que se acercaba la fecha del concurso y que debía darse prisa en acabar su tesis. Pero en el alborotado regocijo del año que se precipitaba a su fin, tan evidente en las calles, pasaba de un tema a otro.
En la facultad donde estudiaba Gordón, los estudiantes publicaban una revista, impresa en ciclostilo, de la que Gordón era el director. Hacía tiempo que Yura le había prometido un artículo sobre Blok[23]. Toda la juventud de las dos capitales, y Yura y Misha más que cualquiera, sentía verdadera pasión por Blok.
Pero también estos pensamientos desaparecieron pronto de su mente. El trineo se deslizaba velozmente y los dos jóvenes, hundiendo la barbilla en sus cuellos de piel, se frotaban las heladas orejas y corrían tras las más diversas fantasías. También en cierto modo sus pensamientos volvían a encontrarse.
La escena que había tenido efecto días atrás en la habitación de Anna Ivánovna los había transformado. Hubiérase dicho que se miraban y veían con nuevos ojos.
Tonia, la compañera de siempre, esa realidad evidente que no requería explicaciones, se le revelaba ahora como la cosa más inaccesible y complicada que Yura pudiese imaginar: una mujer. Con cierto esfuerzo de la fantasía podía imaginarse a sí mismo en la cumbre del monte Ararat, héroe, profeta y vencedor, todo lo que se quisiera, pero no mujer.
Y he aquí que esta tarea dificilísima, superior a cualquier otra, pesaba sobre los débiles hombros de Tonia, que le parecía ahora tan frágil y tan débil, pero al mismo tiempo una joven llena de salud. Y se sintió sumido en esa ardiente compasión y ese temeroso asombro que es el principio de una pasión.
Lo mismo, con las naturales diferencias, era lo que Tonia sentía con respecto a él.
Yura pensaba que acaso habían hecho mal en salir. Con tal de que no sucediera nada en su ausencia… Y revivió la escena. Habiendo sabido que Anna Ivánovna estaba peor, cuando se disponían a salir, fueron a verla y le propusieron quedarse. Pero ella se había impuesto con la misma energía que antes y exigió que fueran a la fiesta. Yura y Tonia se habían acercado a la ventana, tras la cortina, para ver qué tiempo hacía. Al volver a la habitación, las dos piezas de la cortina de tul se adhirieron a la tela nueva de sus trajes, y el ligero tejido fue arrastrado unos pasos por Tonia como si fuera un velo de desposada. Los presentes se echaron a reír, tan clara para todos fue la evidencia de aquel hecho, y no fueron necesarias las palabras.
Yura miraba a su alrededor y veía las mismas cosas que poco antes había visto Lara. El trineo producía un rumor extrañamente sonoro que despertaba un eco prolongado bajo los árboles cubiertos de escarcha de los jardines y las avenidas. Las ventanas, blancas de hielo e iluminadas desde el interior, parecían cofrecillos de topacio en láminas de color de humo. Tras ellos ardía la vida navideña de Moscú, brillaban los árboles, se reunían los invitados y las máscaras jugaban al escondite, olvidadas de todo.
De pronto Yura pensó que Blok era eso: un fenómeno de Navidad en todos los campos de la vida rusa, en la vida ciudadana del norte como en la más reciente literatura, bajo el cielo estrellado de la vida y en torno al árbol iluminado en el salón del siglo actual. Pensó que no era necesario ningún artículo sobre Blok: bastaría simplemente pintar la adoración rusa de los Magos, como habían hecho los holandeses, con el hielo, los lobos y un sombrío bosque de abetos.
Pasaron por la Kamerguierski. Yura vio cómo se formaba un negro ojo en la costra de hielo de una ventana. A través de él se filtraba la luz de una vela cuyo resplandor llegaba hasta la calle, casi como el de una mirada, como si observase a los que pasaban y esperase a alguien.
«Una vela ardía en la mesa. Ardía una vela», susurró Yura para sí.
Era el principio de algo confuso, todavía informe. Y él esperaba que lo demás viniera por sus propios pasos, sin esfuerzo. Pero no venía.
Desde tiempos inmemoriales los Svientitski habían organizado de este modo la fiesta del árbol de Navidad: a las diez, cuando se dispersaba la chiquillería, encendíase un segundo árbol para los jóvenes y los adultos, y la fiesta duraba hasta el amanecer. Durante toda la noche los más viejos jugaban a la baraja en la salita pompeyana, un anejo del salón, del que estaba separado por una gruesa y pesada cortina suspendida de grandes anillas de bronce. Al alba se celebraba la cena general.
—¿Por qué venís tan tarde? —preguntó Georges, el sobrino de los Svientitski, que atravesó corriendo el vestíbulo, en dirección a la habitación de sus tíos.
Yura y Tonia decidieron seguirle para saludar a los dueños de la casa, y, mientras se quitaban los abrigos, echaron una ojeada al salón.
Ceñido por diversas aureolas de luz, el abeto parecía exhalar un hálito ardiente. Ante él, formando un muro movedizo, los que no bailaban paseábanse y charlaban entre un frufrú de telas y un rumor de pasos.
En el centro del círculo giraban locamente los bailarines. Los dirigía, uniéndolos en parejas y en cadenas, el hijo del viceprocurador, Koka Kornakov, alumno del liceo. Dirigía la danza y gritaba a pleno pulmón desde un extremo a otro de la sala:
—Grande ronde! Chaîne chinoise! —y todos seguían sus órdenes—. Une valse, s’il vous plait! —gritaba al pianista, y guiaba la danza llevando a su pareja— sur trois temps, sur deux temps, reduciendo cada vez más el ritmo, hasta mover apenas los pies en el mismo sitio, lo que ya no era bailar el vals, sino su eco moribundo.
Todos aplaudían, y se servían helados y bebidas refrescantes a esa multitud que se movía, ruidosa y vocinglera. Los sofocados jóvenes y las muchachas dejaban por un instante de gritar y reír, bebían apresuradamente los zumos de frutas y las limonadas heladas y, apenas dejado el vaso en la bandeja, volvían a gritar y reír con mayor ardor que antes, como si hubiesen bebido un brebaje hilarante.
Tonia y Yura, sin pasar por el salón, se dirigieron a ver a los dueños en la parte interior de la casa.
Las habitaciones privadas de los Svientitski estaban llenas de trastos inútiles, que habían sido trasladados de la salita y el salón para ganar espacio. Allí se encontraba el laboratorio mágico de la fiesta, el almacén navideño. Olía a barniz y cola. Rollos de papel de colores y cajas llenas de estrellas y velas de reserva para el árbol se amontonaban por todos los rincones.
Los viejos Svientitski escribían los números sobre los paquetes de los regalos, los cartoncitos con las indicaciones de los lugares en la mesa y numeraban los billetes de lotería. Les ayudaba Georges, pero se equivocaba con frecuencia y los Svientitski lo regañaban ásperamente. Se alegraron mucho cuando vieron llegar a Yura y Tonia: los habían conocido de niños, y, sin sentirse incómodos por su presencia, les dieron también su parte en el trabajo.
—Felitsata Semiónovna no comprende que había que pensar primero en esto y no precisamente en el último instante, cuando ya están aquí todos los invitados. ¡Qué chapucero eres, Georges! ¿Qué diablos estás haciendo con los números? Quedamos en poner las bomboneras llenas de dragées sobre la mesa y las vacías en el diván, y has armado un verdadero lío.
—Estoy muy contenta de que Annette esté mejor. Pierre y yo estábamos muy preocupados por ella.
—Sí, querida, pero justamente está menos bien, menos bien, ¿comprendes?… Pero tú lo comprendes todo devant-derrière.
Durante más de la mitad de la jornada Yura y Tonia permanecieron con Georges y los viejos, encerrados en aquella especie de bastidores.
Durante todo el tiempo que pasaron con los Svientitski, Lara estuvo en el salón. Aunque no vestía traje de baile ni conocía a nadie, sin voluntad, como en sueños, giraba en brazos de Koka Kornakov y a veces, como sumergida en el agua, vagaba sin rumbo por el salón.
Una o dos veces se había detenido vacilante en el umbral de la sala, con la esperanza de que la viese Komarovski, sentado frente al salón. Pero él miraba las cartas que tenía en la mano izquierda, y estas eran como una pantalla que tuviera ante sí. O realmente no la veía, o fingía ignorar su presencia. La humillación dejaba a Lara sin aliento. En aquel instante una muchacha a quien Lara no conocía entró en el saloncito. Komarovski la miró con esa mirada que Lara conocía muy bien. La muchacha, halagada, le sonrió, se ruborizó y se iluminó su semblante. Al verlo, Lara estuvo a punto de gritar. Un rubor de vergüenza encendió su rostro, y su frente y su cuello se empurpuraron también.
«Una nueva víctima», pensó.
Como en un espejo vióse a sí misma y su propia historia. Pero todavía no había renunciado a su idea de hablar con Komarovski y, decidiendo demorar su intento hasta un momento más oportuno, trató de calmarse y volvió al salón.
A la mesa de Komarovski se sentaban otras tres personas. Uno de sus partner, que estaba sentado a su lado, era el padre del lechugino que había invitado a Lara a bailar el vals. Lara lo dedujo por las dos o tres palabras que había cambiado con o pareja mientras bailaban. La mujerona morena, vestida de negro, con extraños ojos ardientes y el cuello desagradablemente tieso como una serpiente, que constantemente pasaba de la salita al salón, invadiendo el campo de acción de su hijo, o, viceversa, acercándose al marido que jugaba, era la madre de Koka Kornakov. Luego, por casualidad, supo que la muchacha que le había ocasionado tan complejas emociones, era la hermana de Koka y sus suposiciones se revelaron sin fundamento.
—Kornakov —le dijo Koka, al principio, cuando se presentó.
Pero Lara no había retenido el nombre. «Kornakov», repitió él, acompañándola a su butaca e inclinándose, después de haber dado la última vuelta. Esta vez Lara lo comprendió.
«Kornakov, Kornakov —decía para sí—. No me es desconocido. Hay algo en él que no me gusta.»
Luego lo recordó. Kornakov era viceprocurador en los tribunales de justicia de Moscú. Había sido el acusador en el proceso de los ferroviarios, en el que fue condenado Tivierzin. A ruegos de Lara, Lavrienti Mijáilovich le habló para que no se ensañara demasiado con él, pero no consiguió nada.
«De modo que es él. ¡Vaya, vaya! Es curioso, Kornakov. Kornakov.»
Debían ser las dos de la mañana. Yura estaba aturdido por el alboroto. Después de un intervalo, durante el cual se tomó en el comedor el té con los petits fours, se reanudó el baile y cuando se consumieron las velas del árbol, nadie las sustituyó por otras.
Yura estaba en medio del salón, mirando distraídamente a Tonia, que bailaba con un desconocido. Al pasar junto a Yura, Tonia echó hacia atrás, con un movimiento de la pierna, la pequeña cola de su largo traje de raso, haciéndola restallar a su espalda y, deslizándose rápidamente, desapareció entre la multitud de bailarines.
Estaba muy sofocada. En el intermedio, cuando se dirigieron al comedor, había rechazado el té y calmado su sed con una gran cantidad de mandarinas que mondaba rápidamente, una tras otra. Continuamente se sacaba del cinturón o de la manga el fino pañuelito de batista, minúsculo como una flor de árbol frutal, y se enjugaba el sudor que perlaba sus labios y humedecía sus dedos. Riendo y sin dejar de hablar, volvía a colocarlo después mecánicamente en su cinturón o en los volants de su cintura.
Ahora, mientras bailaba con un caballero desconocido, tropezó con Yura, que se apartó ceñudo. Al separarse, Tonia le estrechó burlonamente la mano y le sonrió con elocuencia. En esta ocasión el pañuelo que ella tenía en la mano quedó en la de Yura. Él se lo llevó a los labios y cerró los ojos. Trascendía un perfume en el que se mezclaba el de las cáscaras de mandarina y el de la mano caliente de Tonia, igualmente agradables para él. Era algo nuevo en su vida, algo que no había experimentado hasta entonces, y que penetraba intensa y profundamente su ser. Ese aroma, infantilmente ingenuo, era cordial y comprensible, como una palabra susurrada en la oscuridad. Yura estaba inmóvil, con los ojos cerrados y los labios apretados sobre el pañuelo, respirando su perfume, cuando de pronto sonó un tiro en la casa.
Todos volvieron la cabeza a la cortina que separaba la salita del salón. Durante un instante se hizo el silencio. Luego comenzó la confusión. Todos acudieron gritando. Algunos se precipitaron detrás de Koka Kornakov hacia el lugar donde había sonado el disparo. Pero ya salía gente amenazando, llorando, discutiendo, quitándose mutuamente la palabra.
—¿Qué ha hecho, qué ha hecho? —repetía fuera de sí Komarovski.
—Boria, ¿estás vivo? Boria, ¿estás vivo? —chillaba histéricamente la señora Kornakova—. Dicen que entre los invitados está el doctor Drókov. Pero ¿dónde está, dónde está? ¡Ah, dejadme, por favor! Para ustedes es un simple arañazo, pero para mí significa el fin de mi vida. ¡Oh, mi pobre mártir, esto te pasa por haber desenmascarado a tantos criminales! ¡Mírala, la infame! ¡Le arrancaré los ojos a esa criminal! Bueno, el caso es que ahora no podrá escapar… ¿Qué decía, señor Komarovski? ¿Contra usted? ¿Qué disparó contra usted? No, no puedo… Sufro demasiado para tener ganas de broma, señor Komarovski. Koka, Kókochka, ¿qué te parece a ti? Contra tu padre… Sí… ¡Dios mío! ¡Koka! ¡Koka!
Desde la salita, la gente se volcó en el salón. En medio, respondiendo con bromas y asegurando a todos que no le había pasado absolutamente nada, avanzaba Kornakov. Con una servilleta se tapaba la sangrienta rozadura que tenía en la mano izquierda. En otro grupo, más atrás y aparte, alguien tenía a Lara sujeta de los brazos.
Al verla, Yura palideció. ¡Ella! ¡Y en qué circunstancias! Y otra vez aquel hombre de las sienes grises. Pero ahora sabía quién era: el famoso abogado Komarovski, el que manejaba la herencia de su padre. Podían evitar saludarse puesto que ambos aparentaban no conocerse. Pero ella… De modo que había sido ella la que disparó. ¿Contra el procurador? Sin duda una revolucionaria. ¡Pobrecilla! ¡Buena le ha caído encima! ¡Qué altaneramente hermosa es! ¡Y esos! Los malditos la arrastran retorciéndole los brazos como a una ladrona pillada in fraganti.
Pero enseguida comprendió que se engañaba. Lara no podía sostenerse en pie: la sujetaban de los brazos para que no se cayera. La condujeron penosamente hasta la butaca más próxima, sobre la que se dejó caer.
Yura corrió hacia ella para hacerle recobrar el conocimiento, pero pensó que sería mejor manifestar antes cierto interés por la víctima del atentado. Se acercó a Kornakov y le dijo:
—Se ha pedido un médico. Yo lo soy. Puedo serle útil. Enséñeme la mano. Vaya, ha tenido suerte. No es nada, ni siquiera vale la pena vendarla. Pero un poco de agua no le hará ningún daño. Ahí viene Felitsata Semiónovna. Se la pediremos a ella.
La señora Svientítskaia y Tonia se acercaron a Yura. Estaban trastornadas. Le dijeron que lo dejara todo y que se vistiera rápidamente: habían venido a buscarle a él y a Tonia. Acababa de suceder algo en su casa. Yura se estremeció suponiendo lo peor. Olvidándolo todo, corrió a buscar el abrigo.
Anna Ivánovna había dejado de existir cuando entraron corriendo en la casa de Sívtsev Vrázhek. La muerte se produjo diez minutos antes de su llegada, a causa de un ataque de asfixia, debido a un edema pulmonar no diagnosticado a tiempo.
Durante muchas horas, Tonia lloró desesperadamente, poseída por un delirio en el que no reconocía a nadie. Al día siguiente se calmó, escuchó pacientemente lo que le decían su padre y Yura, pero respondía sólo con movimientos de cabeza. Apenas lograba abrir la boca. El dolor era más fuerte que ella e independientes de su voluntad los gritos brotaban de su pecho, como si estuviese poseída.
En los intervalos del oficio fúnebre, durante muchas horas, estuvo de rodillas al lado del cadáver, rodeando con sus hermosos y largos brazos una de las esquinas del ataúd, junto al borde del túmulo y las coronas que lo cubrían. No veía a nadie de los que la rodeaban. Pero, apenas su mirada se cruzó con las de los más íntimos, se levantó precipitadamente y con rápidos pasos salió de la habitación, conteniendo los sollozos. Echó a correr escaleras arriba hasta su habitación, y, desmadejada sobre el lecho, trató de sofocar con la almohada los estallidos de desesperación que la sacudían.
A causa del dolor, de las largas horas pasadas de pie y de la falta de descanso, del aturdimiento producido por los cánticos funerarios, la luz cegadora de los hachones que ardían constantemente y los escalofríos de un resfriado contraído aquellos días, Yura experimentaba una vaga confusión, una especie de delirio de exaltación y resentimiento.
Diez años antes, cuando enterraron a su madre, era todavía un niño. Recordaba aún su llanto inconsolable, la angustia y el terror que había sentido. En aquel tiempo no era todavía enteramente él. Apenas podía pensar que él, Yura, existía y tenía una razón de ser y una finalidad. Entonces lo esencial era todo lo que le rodeaba, lo que estaba fuera de él. El mundo externo le oprimía por todas partes, era tangible, impenetrable e indiscutible como un bosque. Lo había trastornado la muerte de la madre como si se hubiese perdido con ella por ese bosque y de repente se hubiera visto solo, sin ella. Un bosque constituido por todas las cosas del mundo: las nubes, los rótulos de las tiendas, las bolas de los carros de los bomberos, y los pajes que cabalgaban delante de la carroza de la Virgen María, con orejeras, en lugar de birretes, sobre las cabezas descubiertas en presencia del sagrario. Un bosque formado por los escaparates de las tiendas ante las que se pasa y por el cielo nocturno, incomparablemente alto, con las estrellas, el Señor y los santos.
Ese cielo inaccesiblemente alto descendía hasta él en la habitación de los niños y su punto culminante tocaba el dobladillo de la falda de la niñera, cuando ella le hablaba de las cosas celestiales. Entonces estas se hacían familiares y colocábanse al alcance de su mano, como la fronda de un avellano cuando se inclinan sus ramas sobre la torrentera para coger las avellanas. Parecía como si entrase en el cuarto de los niños dentro de la cubeta dorada y, después de haberse bañado en luz y oro, se convirtiera en maitines o en una misa solemne en la pequeña iglesia de la calleja a donde lo llevaba su nodriza. Entonces las estrellas del cielo se convertían en lamparillas, el buen Dios era el sacerdote y todos, según sus aptitudes, desempeñaban una determinada función. Pero lo más importante era el mundo real de las personas mayores, y la ciudad que lo rodeaba todo como un bosque sombrío. En aquel tiempo, Yura creía con una fe casi animal en el dios de aquel bosque, en un dios guardabosque.
Ahora todo era distinto. Durante los doce años de estudios secundarios y superiores, se había interesado por la antigüedad y la ley de Dios, por las tradiciones y los poetas, la ciencia del pasado y la de la naturaleza, del mismo modo que se estudiaría una crónica familiar o una genealogía. Ahora no le tenía miedo a nada, ni a la vida ni a la muerte, porque todo, todas las cosas del mundo, formaban parte de su vocabulario. Sentíase al mismo nivel del universo y asistía al oficio fúnebre de Anna Ivánovna de una manera muy distinta de como asistió al de su madre. Entonces le pareció que iba a morir de dolor, tenía miedo y rezaba. Ahora escuchaba el oficio como una comunicación que se le hiciera a él directamente y que le concernía de una manera personal. Prestaba oído a las palabras y les exigía un sentido claro como se le exige a cualquier cosa, y nada tenía de común con la devoción el sentimiento que experimentaba con respecto a la legítima descendencia de las fuerzas supremas de la tierra y del cielo, ante las cuales se inclinaba, como ante sus mayores progenitores.
«Dios santo, Dios invencible, Dios inmortal, ten piedad de nosotros.»
¿Qué ocurría ahora? ¿Dónde estaba? El entierro. Iba a tener lugar el entierro. Había que despertarse. Hacia las cinco de la mañana se había dejado caer vestido en el diván. Tal vez tenía fiebre. Lo buscaban ahora por toda la casa y nadie imaginaba que se hubiese dormido profundamente en un rincón de la biblioteca, detrás de las estanterías de los libros, que llegaban hasta el techo.
—¡Yura, Yura! —lo llamaba, no muy lejos, Márkel, el portero.
Habían levantado ya el ataúd y Márkel, que debía llevar las coronas, no lograba encontrar a Yura y, por si fuera poco, se había quedado encerrado en la alcoba, donde las coronas formaban una montaña. La puerta estaba atascada por la del armario, que se había abierto.
—¡Márkel, Márkel! ¡Yura! —llamaban desde abajo.
Márkel, de un golpe, consiguió dominar el obstáculo y, con unas cuantas coronas, echó a correr escaleras abajo.
«Dios santo, Dios invencible, Dios inmortal, ten piedad de nosotros.»
El cántico, como un hálito suave, extendíase a lo largo de la calleja y permanecía en ella, como si el aire fuese ahora acariciado por una pluma de avestruz. Todo vacilaba: las coronas y las personas, las cabezas empenachadas de los caballos, el incensario colgando de sus cadenas de la mano del sacerdote, la tierra blanca bajo los pies.
—¡Yura! ¡Por fin, Dios mío! Despiértate —y Shura Schlésinguer, que lo había encontrado, lo sacudía de los hombros—. ¿Qué te ha pasado? Es la hora del entierro. ¿Vienes con nosotros?
—Sí, claro.
Había terminado el oficio fúnebre. Los mendigos, que pateaban el suelo con los ateridos pies, se apiñaron en dos filas. El coche fúnebre se puso lentamente en marcha, seguido por el de las coronas y la calesa de los Krueger. Los simones se habían acercado a la iglesia. Shura Schlésinger salió con el rostro marcado por el llanto, levantóse el velo mojado de lágrimas y dirigió una mirada inquisitiva a la larga hilera de coches. Cuando descubrió entre los cocheros a los empleados de pompas fúnebres, los llamó con un movimiento de cabeza y desapareció con ellos en el templo, del cual comenzaba a salir la gente apresuradamente, cada vez más numerosa.
—Ya le ha tocado el turno a Anna Ivánovna. La pobrecilla nos ha dejado para siempre. Ha sacado el billete para el gran viaje.
—Sí, pobrecilla, se nos ha ido. Ahora ya descansa.
—¿Tiene usted coche o toma el once?
—Tengo los pies helados de estar de pie. Será mejor caminar un poco.
—¿Visteis a Fufkov? No le quitaba la vista a la difunta y lloraba a moco tendido. La devoraba con los ojos. Y el marido allí mismo.
Toda la vida anduvo tras ella.
Hablando de este modo, dirigíanse a la parte opuesta de la ciudad, hacia el cementerio.
Después de las grandes heladas, el frío había menguado un poco. El aire era de una pesadez inmóvil: un día en el que el hielo comenzaba a ceder y había terminado una existencia, un día a propósito para un entierro. La nieve sucia parecía resplandecer a través de un velo fúnebre; los abetos empapados, oscuros como plata oxidada, inclinábanse por encima de la tapia y parecían de luto.
Era el mismo cementerio donde reposaba María Nikoláievna. En los últimos años Yura no había visitado la tumba de su madre.
—Mamaíta —murmuró, casi con los labios de entonces, mirando hacia lo lejos en esa dirección.
El cortejo avanzaba solemnemente, casi espectacular, por los viales despejados, cuyas sinuosas curvas concordaban mal con la doliente regularidad de los pasos. Alexandr Alexándrovich llevaba de la mano a Tonia. Le seguían los Krueger. A Tonia le sentaba bien el luto.
Una escarcha barbuda como el musgo se deshilachaba en los adornos de las cruces y las paredes de ladrillo rojo del monasterio. En un apartado ángulo del patio del monasterio, de una pared a otra, había varias cuerdas con ropa blanca puesta a secar: camisas con pesadas mangas colgantes, manteles de color de melocotón, sábanas mal escurridas puestas de través. Yura miró hacia allí y reconoció ese lugar del patio del monasterio, azotado entonces por la tormenta y que las nuevas construcciones habían cambiado. Caminaba solo, delante de los demás, y de vez en cuando se detenía para esperarlos. Como respuesta a la devastación producida por la muerte en aquella gente que avanzaba despacio a sus espaldas, hubiera deseado, con esa misma seguridad con que el agua se precipitaba tumultuosa en una garganta, soñar y pensar, extraer vida de las formas y crear belleza. Ahora veía más claro que nunca que el arte está siempre y sin remisión dominado por un doble motivo. Insistentemente meditando sobre la muerte, crea la vida. El grande, el verdadero arte es el que se llama Apocalipsis y el que de una forma u otra lo continúa.
Saboreaba de antemano el día en que saldría del círculo familiar y universitario y, escribiendo sobre Anna Ivánovna, recordaría y expresaría todo lo que en aquel momento acudía a su espíritu, las pequeñas, las menudas realidades ocasionales que le ofrecía la vida: alguno de los mejores rasgos de la muerta; la imagen de Tonia vestida de luto; ciertas observaciones hechas por el camino yendo al cementerio; la ropa tendida en el lugar donde, muchos años antes, aulló la tormenta y él, niño entonces, había llorado.