La guerra con el Japón no había terminado aún, cuando otros acontecimientos la hicieron pasar de pronto a segundo término. Oleadas revolucionarias, a cual más violenta y espantosa, recorrieron Rusia.
Por entonces llegó a Moscú desde los Urales la viuda de un ingeniero belga, una francesa nacionalizada rusa, Amalia Kárlovna Guichard, con dos hijos, Rodión y Larisa. Inscribió a su hijo en la Academia de Cadetes y a su hija en un instituto femenino, casualmente en el mismo y en la misma clase a que asistía Nadia Kologrívova.
Madame Guichard había invertido los ahorros de su marido en unas acciones que, después de una rápida subida, habían empezado a bajar. Para hacer frente a las dificultades y tener al mismo tiempo una ocupación, adquirió un pequeño negocio, el taller de costura de Levítskaia, en las inmediaciones de la Puerta del Triunfo, que los herederos de la modista le cedieron con el derecho de conservar el antiguo nombre de la casa, con todas las ofícialas y aprendizas, y con la antigua clientela.
Madame Guichard había sido aconsejada por el abogado Komarovski, viejo amigo de su marido y ahora único apoyo de la viuda, hombre fríamente práctico, que conocía como los cinco dedos de su mano la vida comercial de toda Rusia. Estuvo en correspondencia con él para todo cuanto se refería al traslado, y el abogado fue a esperarla a la estación y la acompañó a través de todo Moscú hasta las habitaciones amuebladas del «Chernogorie», en el callejón Oruzheini, donde había reservado una habitación para ellos. Le aconsejó que inscribiera a Rodia en la Academia de Cadetes y a Lara en un liceo de su confianza, siempre bromeando distraídamente con el muchacho y mirando a la muchacha de una manera que la hacía enrojecer.
Antes de trasladarse al piso de tres habitaciones contiguo al obrador, vivieron cerca de un mes en el «Chernogorie».
Era la zona más horrible de Moscú: tipos de mala catadura, tabernas, calles enteramente llenas de lugares de corrupción y antros de «mujeres perdidas».
A los dos muchachos no les sorprendió la suciedad de las habitaciones, ni las chinches, ni la pobreza del mobiliario. Después de la muerte de su padre, la madre había vivido en el constante terror de caer en la miseria y Rodia y Lara se habían habituado a oír que estaban al borde de la ruina. Sabían que no eran hijos del arroyo, pero en ellos estaba arraigando una profunda sumisión con respecto a los ricos, como si hubieran sido criaturas salidas del orfelinato.
Su madre era para ellos el vivo ejemplo del terror. Rubia, metida en carnes, de unos treinta y cinco años, sus crisis cardíacas alternaban con crisis de estupidez y tenía un pánico terrible a todo, especialmente a los hombres. Por ese motivo, confusa y atemorizada, pasaba continuamente de los brazos de un hombre a los de otro.
En el «Chernogorie» ocupaban la habitación veintitrés. En la veinticuatro vivía, desde el día en que nació la pensión, el violinista Tyszkiewicz, hombre afable, sudoroso, con bisoñé, que cuando quería convencer a alguien, juntaba las manos en actitud de súplica apretándolas contra el pecho; lanzaba la cabeza hacia atrás y ponía los ojos en blanco como un inspirado cuando tocaba en sociedad o en cualquier concierto. Raras veces estaba en casa: a menudo pasaba todo el día en el Teatro Bolshói o en el Conservatorio. Sus vecinos de habitación no tardaron en conocerlo y los favores recíprocos hicieron más íntimas sus relaciones.
Como la presencia de los muchachos estorbaba a veces a Amalia Kárlovna durante las visitas de Komarovski, Tyszkiewicz, al salir de casa, adoptó la costumbre de dejarle la llave de su habitación para que pudiese recibir en ella a su amigo, y así muy pronto madame Guichard se habituó de tal manera a la abnegación de Tyszkiewicz que en varias ocasiones llamó a su puerta pidiéndole que la protegiera de su protector.
La casa, de una sola planta, no estaba lejos de la esquina de la Tverskaia, próxima a la estación del ferrocarril de Brest, y allí, a poca distancia, surgían los edificios, las cooperativas de los empleados, los hangares de las locomotoras y los almacenes.
Allí vivía Olia Diómina, una joven inteligente, sobrina de un empleado de la estación de mercancías.
Era una buena muchacha. Ya había llamado la atención de la antigua patrona y la nueva comenzó también a interesarse por ella. A Olia Diómina le gustó mucho Lara.
Todo seguía igual que en los tiempos de la señora Levítskaia. Las máquinas de coser giraban veloces movidas por los pies que bajaban y subían rítmicamente o por las manos de las fatigadas oficialas. Alguna trabajaba en silencio, sentada ante la mesa, moviendo la mano con la aguja y el hilo. El suelo estaba lleno de trozos de tela. Había que hablar en voz alta para ahogar el zumbido de las máquinas de coser y los frenéticos gorjeos modulados por «Kirill Modéstovich», el canario cuya jaula colgaba del marco de la ventana, y cuyo nombre era un misterio que la antigua dueña se había llevado consigo a la tumba.
En la antesala, las señoras, formando un grupo pintoresco, rodeaban la mesita llena de revistas. Estaban de pie, o sentadas y apoyando los codos como habían visto en determinada ilustración, observaban los figurines y se consultaban sobre los modelos. Detrás de otra mesa, en el puesto de directora, se sentaba la ayudanta de Amalia Kárlovna, Faína Silántievna Fetísova, elegida entre las oficialas de más edad, una mujer huesuda cuyas fláccidas y hundidas mejillas estaban llenas de verrugas.
Apretaba entre sus amarillentos dedos una boquilla de hueso con el cigarrillo, entornaba un ojo de amarilla córnea y expelía por boca y nariz una amarillenta cinta de humo, anotaba en un cuaderno las medidas, los números de los recibos, las direcciones y los deseos de las clientas que se agolpaban a su alrededor.
En el obrador, Amalia Kárlovna era nueva e inexperta y no se sentía dueña del todo. Pero el personal era honrado, y se podía contar con la señora Fetísova. No obstante, aquel era un momento difícil, y si se le ocurría pensar en el futuro, se apoderaba de ella la desesperación y le parecía que todo iba a escapársele de las manos.
Komarovski comparecía con frecuencia y atravesaba todo el taller, dirigiéndose al fondo y asustando a su paso, mientras se desnudaban, a las mujeres elegantes que, al verlo, se ocultaban detrás de los biombos y desde allí murmuraban maliciosamente sus bromas descaradas. Las oficialas susurraban a sus espaldas con irónica desaprobación: «Ahí está». «El amante». «El amor de Amalia». «El búfalo». «El terror de las mujeres».
Objeto de antipatía aún más violenta era el bulldog «Jack», que a veces llevaba de la correa, aunque más bien parecía que era el perro quien arrastraba al amo, con saltos tan impetuosos que hacían que este tropezara y con los brazos extendidos, impulsado hacia adelante, siguiera a su perro, como el ciego sigue al lazarillo.
Una vez, en primavera, «Jack» mordió a Lara en una pierna y le rompió una media.
—¡Maldito! ¡Es para matarlo! —susurró Olia Diómina al oído de Lara.
—Sí; realmente es un monstruo. Pero ¿cómo te las arreglarías para acabar con él?
—Calla, no grites. Te explicaré cómo. ¿Sabes esos huevos de Pascua hechos de piedra? Tu madre tiene en la cómoda…
—Sí, de mármol, de cristal.
—Sí, eso. Acércate, que te lo diré al oído. Toma uno de esos huevos y mételo en manteca fundida; la manteca se solidifica y ese puerco perro se lo traga. El maldito se llena la barriga, y se acabó. ¡Patas arriba!
Lara se echó a reír. Luego se quedó pensativa, experimentando casi una sensación de envidia. Aquella muchacha vivía en la miseria, trabajando: los chicos de la calle empiezan pronto a comprender. Sin embargo, ¡cuánto había todavía en ella de intacto e infantil! El huevo, «Jack»…, ¿cómo se le podía haber ocurrido aquello?
«¿Por qué ha de ser este mi destino —pensó—, verlo todo y sufrir por todo?»
«Para él, mamá es lo que se llama… Él es con respecto a mamá eso que se llama… Son palabras feas y no quiero repetirlas. Pero entonces, ¿por qué me mira con esos ojos? Sin embargo, soy su hija.»
Lara tenía poco más de dieciséis años, pero era ya una jovencita bastante desarrollada que aparentaba dieciocho o más. Tenía una lúcida inteligencia y un sereno carácter. Y era muy graciosa.
Ella y Rodia comprendían que tendrían que abrirse camino confiando solamente en sus propias fuerzas. Contrariamente a los jóvenes ricos y ociosos, no tenían tiempo de permitirse fantasear y forjarse prematuras ilusiones sobre cosas que todavía no les atañían de cerca, y sólo lo superfluo es impuro. Lara conservaba intacta aún su pureza.
Hermano y hermana conocían el valor de todo y apreciaban lo que tenían. Para triunfar era necesaria la estimación. Lara estudiaba mucho, no por un abstracto deseo de saber, sino porque, para beneficiarse con las matrículas gratuitas, debía ser una buena alumna. Además de estudiar, lavaba sin esfuerzo los platos, ayudaba en el taller y hacía los encargos de su madre. Trabajaba apaciblemente; todo en ella era armonioso: la espontánea rapidez de sus movimientos, la estatura, la voz, los ojos grises y el color dorado de sus cabellos.
Era un domingo de mediados de julio. Los días de fiesta podía levantarse un poco más tarde. Lara yacía de espaldas, con las manos cruzadas sobre la nuca.
En el obrador reinaba un silencio insólito. Estaba abierta la ventana que daba a la calle. Oyó lejano el rumor de un coche que pasó del empedrado a los carriles del tranvía de caballos. Al violento estruendo anterior sucedió el suave y silencioso deslizamiento de las ruedas.
«Debería dormir un poco más», pensó.
Desde dos puntos advertía las dimensiones y la postura de su cuerpo en la cama: desde el resalte del hombro izquierdo y desde el pulgar del pie derecho. Eran el hombro y el pie, y todo lo demás: más o menos ella misma, su alma y sustancia, en los límites trazados por una mano segura y que se proyectaba con confianza hacia el porvenir.
«Debería dormir», pensaba.
Y recordaba la soleada zona de la calle Karietni riad a aquella hora, las tiendas de coches, con los enormes carruajes señoriales expuestos sobre los pavimentos relucientes, el cristal biselado de los faroles, los osos disecados, la vida de los ricos. Y poco más abajo —lo veía en su imaginación—, los ejercicios de los dragones en el patio de los cuarteles de Známenski, los ágiles y graciosos caballos que trotaban en círculo, los saltos, el paso, el trote y el galope. Ante las verjas del patio agolpábanse arracimadas las niñeras y las amas de cría, mirándolo todo con la boca abierta.
Y pensaba que todavía más abajo estaba la calle Petrovka y las calles contiguas.
«Pero ¿qué estás diciendo, Lara? ¿Cómo se te ocurren estos pensamientos? Sólo quiero mostrarte donde vivo. Tanto más cuanto que está aquí, a dos pasos.»
En la calle Karietni riad, en casa de unos conocidos, celebrábase la fiesta onomástica de la pequeña Olga. Con tal ocasión los mayores bebían champaña y bailaban. Él había invitado a la madre, pero la madre no podía, no se encontraba bien y le había dicho:
—Llévate a Lara. No te cansas de repetirme: «Amalia, ten cuidado con Lara». Así ahora cuidarás tú de ella.
Y ni que decir tiene que él la había vigilado de veras. ¡Ja, ja, ja!
¡Qué locura el vals! Girar y girar sin pensar en nada. Mientras suena la música pasa una eternidad, como una vida en las novelas. Luego, cuando cesa, una sensación de incomodidad, como si a una le echaran encima un cubo de agua fría o la sorprendieran desnuda. Sin embargo, se permite a los demás semejantes libertades sólo para darse tono y aparentar que ya se es mayor.
Nunca hubiera supuesto que él bailase tan bien. ¡Qué manos tan delicadas las suyas, con qué seguridad la sostenía de la cintura! Pero jamás permitiría a nadie que la besara de aquella manera. Nunca hubiese imaginado que en los labios de los hombres pudiera concentrarse tanta impudicia cuando los aprietan largamente sobre los de una.
«Basta ya de estas tonterías. De una vez para siempre. No te finjas ingenua, no te hagas la melindrosa, no bajes púdicamente los ojos. Un día u otro acabará mal. Es un límite imperceptible y espantoso. Un paso más y se cae en el precipicio. Hay que acabar con los bailes. Todo es malo en ellos. No hay que tener miedo a decir que no. Di que no sabes bailar o que te has hecho daño en un pie.»
En otoño hubo agitación en las líneas ferroviarias de la red de Moscú. Los ferroviarios de la línea Moscú-Kazán se declararon en huelga. Debían adherirse a ellos los del ferrocarril de Moscú a Brest. La huelga estaba decidida, pero el comité no había conseguido ponerse de acuerdo en cuanto a la fecha en que debía comenzar. En la línea estaban todos advertidos. Sólo se esperaba la ocasión para llevarla a cabo.
Era una fría y nubosa mañana de principios de octubre. Aquel día habían de ser pagados los jornales. Durante mucho tiempo no se tuvo noticias de la sección de contabilidad. Después entró en las oficinas un muchacho con la nómina, la orden de caja y un montón de libretas de trabajo que habían sido retiradas para anotar las multas. Comenzaron a pagar. Maquinistas, guardagujas, obreros y peones, mujeres encargadas de la limpieza de los coches, esperaban el momento de retirar su paga, puestos todos en fila en la inmensa explanada desierta que separaba la estación, las oficinas, los hangares de las locomotoras, los tinglados y las vías, de los edificios de madera de la dirección.
Se percibía en el aire el olor del incipiente invierno, de las hojas de arce pisoteadas, de la nieve fundida, del humo de las locomotoras y del caliente pan de centeno recién sacado del horno en la cantina de la estación. Llegaban y salían trenes. Formábanse o se desenganchaban según las señales: bandera plegada o desplegada. Resonaban en varios tonos las trompetas de los guardavías, los silbatos de los que enganchaban los coches y los silbidos de las locomotoras. Columnas de humo ascendían al cielo como escaleras sin fin. Las locomotoras estaban a punto para la partida lanzando ardientes chorros de vapor que derretían las frías nubes invernales.
A lo largo de las vías paseábanse de un lado a otro el jefe de sección, Fuflyguin, ingeniero de ferrocarriles, y el encargado del sector anejo a la estación, Pável Ferapóntovitch Antípov. Este estaba ya cansado del servicio de reparaciones: el material que le entregaban para la renovación del parque móvil le obligaba a continuas quejas. El acero no era lo suficientemente elástico; los raíles no resistían a las pruebas de flexión y torsión y, según sus previsiones, se quebrarían con el hielo. La dirección se mostraba indiferente a sus reclamaciones: cada uno debía arreglarse con su material.
Fuflyguin, bajo su costosa pelliza desabrochada, que lucía los galones de su cargo, vestía un traje de paisano, nuevo y de fina lana escocesa. Caminaba lentamente por el terraplén, complaciéndose con el buen corte de su chaqueta, con la raya impecable de sus pantalones y la elegante forma de sus zapatos.
Las palabras de Antípov le entraban por un oído y le salían por otro. Pensaba en sus cosas. Constantemente sacaba el reloj y consultaba la hora, demostrando que tenía prisa por marcharse.
—Sí, sí, amigo mío —lo interrumpía con impaciencia—, pero esto sólo se tiene en cuenta para las líneas principales, o los trayectos de empalme donde hay más movimiento. Pero piensa en lo que son tus líneas: líneas de reserva y vías muertas locomotoras de juguete. ¡Y te quejas! ¿Te has vuelto loco? ¡Aquí podríamos poner raíles de madera en lugar de los que tú pides!
Consultó el reloj, lo cerró, y comenzó a escrutar a lo lejos, hacia donde la carretera se acercaba a la línea férrea. En la curva de la carretera apareció un coche. Era el de Fuflyguin. Su mujer acudía a buscarlo. El cochero detuvo los caballos casi ante el terraplén, sosteniéndolos y dominándolos con voz suave, de mujer, como una niñera que se dirigiese a inquietos niños de pecho, pues los caballos se habían asustado al ver la línea férrea. En un rincón del coche una hermosa dama se recostaba perezosamente sobre los cojines.
—Bueno, amigo, ya hablaremos de esto en otra ocasión —cortó en seco el jefe de sección, e hizo un vago ademán con la mano—. Ahora no tengo tiempo de ocuparme de los rieles. He de hacer otras cosas.
Y marido y mujer desaparecieron.
Tres o cuatro horas después, ya hacia el ocaso, en un campo que había a lo largo de la carretera, dos figuras parecieron surgir de la tierra y se alejaron, mirando continuamente en torno suyo. Eran Antípov y Tivierzin.
—Vamos —dijo Tivierzin—. Ya no me preocupan los esbirros que tenemos a los talones. Se acabó ya. Saldrán de la barraca y nos darán alcance. Yo no puedo aguantarlo más. Es inútil armar jaleo cuando todos le dan largas al asunto. ¿Para qué sirve el comité? ¡Para hacernos jugar con fuego y meterse bajo tierra! También tú eres bueno: ¡mira que apoyar esa historia de la Nikoláevskaia!
—Daria tiene el tifus. Debería mandarla al hospital. Hasta que no resuelva este asunto no puedo pensar en otra cosa. —Dicen que hoy pagan. Pasaré por la oficina. Si no fuera día de cobro, como hay Dios que os escupiría a todos y no vacilaría un instante en acabar a mi modo esta faena.
—¿Cómo? Y perdona que te lo pregunte.
—No es difícil. Bajaría a la sala de calderas, daría la señal y a otra cosa.
Se saludaron y partieron en direcciones opuestas.
Tivierzin siguió la línea del ferrocarril hacia la ciudad. Cruzábase con el personal que regresaba después de haber cobrado su paga. Eran muchos. Calculó a bulto que la administración de la estación había pagado ya a casi todos.
Comenzaba a oscurecer. En la explanada que había ante la oficina se agrupaban los obreros en espera de su turno de trabajo, iluminados por las luces del interior. A la entrada de esta explanada se había detenido el carruaje de Fuflyguin. Su mujer, sentada en la misma postura que antes, como si no se hubiese movido desde la mañana, esperaba que su marido cobrase.
A poco comenzó a caer nieve mezclada con lluvia. El cochero se deslizó del pescante y empezó a levantar la capota de cuero. Mientras tiraba de las varillas que oponían resistencia, la mujer de Fuflyguin observaba los copos de aguanieve que a la luz de las lámparas de la oficina brillaban como perlas de plata. Dirigió luego una mirada firme y soñadora a la masa de obreros, como si esta mirada pudiese atravesarlos libremente, como a través de la niebla o la llovizna.
Tivierzin advirtió por casualidad esta expresión y le desagradó. Pasó junto a la señora de Fuflyguin, sin saludarla, y decidió entrar más tarde en la oficina, para no encontrarse con su marido. Siguió avanzando hasta una zona menos iluminada por las oficinas, donde negreaba el disco de la placa giratoria para los cambios de las vías que se alejaban hacia el depósito de máquinas.
—¡Tivierzin! ¡Kiprián! —llamaron algunas voces desde la oscuridad.
Ante las oficinas se había reunido un grupo de personas. En el interior alguien gritaba y se oía el llanto de un niño.
—Kiprián Saviélevich —exclamó una mujer entre la multitud—, defiende al chico.
De nuevo, como tenía por costumbre, el viejo capataz Piotr Judoliéev golpeaba a su víctima, el joven aprendiz Yusupka.
Judoliéev no había sido siempre un tirano para los aprendices, colérico borrachín de pesada mano. Hubo un tiempo en que las hijas de los comerciantes y de los sacerdotes de los barrios obreros de la periferia de Moscú miraron con interés al apuesto capataz. Pero la madre de Tivierzin, con quien estuvo prometido, cuando terminó sus estudios en la escuela provincial, lo dejó plantado para casarse con un compañero suyo de trabajo, el maquinista Savieli Nikítich Tivierzin.
Al sexto año de viudez, después de la terrible muerte de Savieli Nikítich, que pereció entre llamas en 1888, en un choque de trenes que hizo época, Piotr Petróvich volvió a la carga y Marfa Tiviérzina le respondió con una nueva negativa. Desde entonces Judoliéev comenzó a beber y a buscar camorra, metiéndose con todo el mundo que, según él, era el causante de todas sus desgracias.
Yusupka era hijo de Himazeddín, portero de la casa donde vivía Tivierzin, quien, por proteger al muchacho en el taller, se había ganado la antipatía de Judoliéev.
—Pero ¿qué modo es ese de agarrar la lima, asiático? —chillaba Judoliéev, tirando a Yusupka de los cabellos y golpeándolo en el cuello—. ¿Es así como se lima el hierro colado? ¿Te has propuesto reventarme el trabajo, condenado tártaro?
—No, señor, no lo haré más. ¡Ay, que me hace daño!
—Te he dicho mil veces que primero hay que fijar la pieza en el mandril y después atornillar el trinquete, pero tú haces las cosas a tu modo, como te da la gana. Por poco me estropeas el eje, hijo de perra.
—Yo no he tocado el eje, señor, le juro por Dios que no lo he tocado.
—¿Por qué maltratas al chico? —intervino Tivierzin, abriéndose paso entre los presentes.
—Cuando se pelean dos perros, el que no interviene en la pelea que se quede aparte —dijo Judoliéev secamente—. Te pregunto por qué maltratas al chico.
—Y yo te digo que te vayas con Dios, procurador de pobres. Matarlo sería poco a ese canalla, que eso es lo que es. Casi me rompe el eje. Debería besarme las manos por haberlo dejado con vida, pendejo del diablo. Le he dado un tirón de orejas y unos repelones para darle una lección.
—¿De modo, tío Judoliéev, que crees que el chico merece que le rompan la cabeza? Debería darte vergüenza. Un viejo obrero como tú, con el pelo blanco, y no tener ni pizca de juicio…
—Lárgate, lárgate, te he dicho, hasta que estés en tus cabales. Ya te quitaré yo las ganas de darme lecciones, culo de perro. Ante las narices de tu padre te hicieron sobre las traviesas, sangre de esturión. Conozco bien a la buscona de tu madre, un pendón desorejado patas al aire.
Todo lo que ocurrió después no duró más de un minuto. Uno y otro agarraron lo primero que les vino a las manos sobre las repisas de los bancos, donde se amontonaban pesadas herramientas y barras de hierro, y se habrían matado mutuamente si los presentes no se hubiesen precipitado a separarlos. Judoliéev y Tivierzin quedaron cabizbajos, casi rozándose las frentes, pálidos, con los ojos inyectados en sangre. A causa de la agitación no lograban decir palabra. Una y otra vez, haciendo acopio de sus fuerzas, erguíanse de nuevo dispuestos a irse a la greña, contorsionándose y arrastrando en sus movimientos a los compañeros que se agarraban a ellos para sujetarlos. Los corchetes y botones de sus ropas habían saltado, y las chaquetas y camisas se habían escurrido de los hombros dejándolos al descubierto. A su alrededor se levantaba un clamor confuso.
—¡El formón! Quítale el formón o le abre la cabeza. Calma, calma, tío Piotr, o te vamos a romper el brazo. ¿Siempre andan a vueltas estos dos? Habrá que ponerlos bien lejos a uno del otro y bajo llave, a ver si terminan de una vez.
A poco, Tivierzin, con un esfuerzo sobrehumano, se sacudió de encima los cuerpos que lo aprisionaban, se soltó y del impulso fue a parar junto a la puerta. Se precipitaron los demás para retenerlo, pero, al ver que no tenía intenciones de reanudar la pelea, lo dejaron en paz. Salió dando un portazo, y comentó a andar sin mirar atrás. Sentía en torno suyo la humedad del otoño, la noche y la oscuridad.
«Trata de hacerles bien y te clavarán el cuchillo en el costado», murmuraba sin darse cuenta de adónde iba ni por qué.
Aquel mundo de infamia y falsedad, en el que una mujercilla metida en carnes se atrevía a mirar de esa manera a la gente que trabajaba, y en el que un alcoholizado víctima de esos sistemas gozaba atormentando a sus compañeros de desventura, ese mundo le era ahora más odioso que nunca. Caminaba de prisa, como si la rapidez de su paso pudiera acercar el momento en que todo sobre la tierra sería luz y armonía, como ahora lo suponía en su imaginación. Sabía que sus propósitos de los últimos días, los desórdenes en la línea, los discursos en los mítines y la decisión de ir a la huelga, no llevada a cabo todavía, pero tampoco desechada, todo eso formaba parte de ese gran camino que empezaba ahora.
Pero en su agitación hubiese querido cubrir de una carrera, de una sola vez, sin tomar aliento, toda aquella distancia. Mientras se alejaba a grandes zancadas, no pensaba adónde iba, pero sus pies sabían adonde lo llevaban.
Cuando salió con Antípov de la barraca no tuvo la menor duda de que en la reunión se decidiría ir a la huelga aquella misma noche. Los miembros del comité habían distribuido ya las tareas y señalado los puestos en los que a cada uno le correspondería actuar. Cuando desde el taller de revisión de locomotoras, como desde lo más hondo del alma de Tivierzin, llegó una ronca señal, que gradualmente se hizo más fuerte y aguda, desde el semáforo de entrada, una turba procedente del depósito y de la estación de mercancías dirigíase ya hacia la ciudad mezclándose con otra multitud que, obedeciendo al silbido de Tivierzin, había abandonado el trabajo en la sección de calderas.
Durante muchos años Tivierzin tuvo la convicción de que sólo él fue quien paralizó el trabajo y el movimiento en la línea. Solamente los procesos en que más tarde fue juzgado por complicidad y la circunstancia de que entre los hechos que se le imputaron no figurase la incitación a la huelga, le revelaron la verdad.
La gente acudía y preguntaba:
—¿Por qué silban? ¿Adónde nos llaman?
Desde la oscuridad llegaban las respuestas:
—¡Caray! ¿Estás sordo? ¿No oyes la alarma? Ha habido un incendio.
—¿Dónde es el fuego?
—Cuando se ve que hay fuego, se hace sonar el silbato. Se abrían y cerraban puertas, salía más gente y resonaban otras voces:
—¿A mí con esas? ¡Qué va a ser un incendio! ¡Ignorantes! No hagáis caso a ese imbécil. Eso quiere decir que estamos en huelga, ¿os enteráis? Ahí te dejo el yugo y la albarda, yo no soy tu bestia de carga. ¡A casa, muchachos!
La multitud aumentaba continuamente. El ferrocarril estaba en huelga.
Tres días después, Tivierzin volvió a casa aterido, cayéndose de sueño y con la barba crecida. La noche anterior había helado, cosa excepcional en aquella estación, y Tivierzin vestía todavía de entretiempo. En el portal fue hacia él Himazeddín, el portero.
—Gracias, señor Tivierzin —le dijo este—. No permitiste que hicieron daño a Yusup. Nunca rezaré a Dios bastante por ti.
—¿Estás loco, Himazeddín? ¿Desde cuándo soy un señor? Déjate de bobadas, por favor. Habla ya. ¿No ves que está helando?
—¡Y vaya helada! En tu casa estarás caliente, Saviélych. Ayer tu madre, Marfa Gavrílovna, recibió de la compañía una partida de leña toda de abedul. Leña buena y seca.
—Gracias, Himazeddín. Pero tú quieres decirme algo. Date prisa, te lo ruego. Estoy helado, ¿comprendes?
—Quería decirte que no durmieras en casa, Saviélevich. Tienes que esconderte. La policía ha preguntado, y el sargento también, quién viene por aquí. Yo he dicho que no viene nadie. Dije: viene el ayudante, maquinistas, todos ferroviarios. Pero ningún extraño, ¡no, no!
La casa en la que el solterón Tivierzin vivía con su madre y su hermano menor casado pertenecía a la vecina parroquia de la Trinidad. Estaba ocupada en parte por clérigos, había dos almacenes, uno de frutas y otro de carnes, de dos comerciantes que ejercían la venta ambulante en la ciudad. El resto de la casa estaba ocupado sobre todo por pequeños empleados del ferrocarril Moscú-Brest.
Era una casa de piedra, con galerías de madera, rodeada los cuatro costados por un sucio patio de tierra apisonada. Mugrientas y resbaladizas escaleras de madera, que olían a gato y a col agria, conducían a las galerías. En los corredores estaban los retretes y algunos trasteros cerrados con candado.
El hermano de Tivierzin llamado a filas con motivo de la guerra, fue herido en Vafanghoa. Hallábase en el hospital de Krasnoiarsk y su mujer y sus dos hijas habían ido a buscarlo para llevárselo a casa. A los Tivierzin, ferroviarios por tradición, les gustaba viajar y recorrían Rusia de una punta a otra con gratuitos billetes de servicio. Actualmente la casa estaba silenciosa y vacía, habitada sólo por madre e hijo.
El cuarto se hallaba en el segundo piso. En la galería, ante la puerta de entrada, había una cuba de agua que llenaba poco a poco el aguador. Cuando Kiprián Saviélevich llegó al rellano, observó que la tapadera de la cuba estaba a un lado y sobre la costra de hielo que aprisionaba el agua se había pegado una jarra de hierro.
«Sólo puede haber sido Prov —pensó con una sonrisa—. Bebe y no se sacia; es un pozo sin fondo; tiene fuego en las tripas.»
El subdiácono Prov Afanásievich Sokolov, hombre de agradable aspecto y joven todavía, era un pariente lejano de Marfa Gavrílovna.
Kiprián Saviélevich arrancó la jarra de la costra de hielo, puso en su sitio la tapadera de la cuba y tiró de la campanilla. Un vaho de olores caseros y apetitoso sabor le dieron en la cara.
—Has calentado bien esto, madrecita. Menos mal que aquí hace calor.
La madre le echó los brazos al cuello y lo abrazó llorando. Él le acarició la cabeza, y al cabo de un momento la apartó con suavidad.
—Quien nada arriesga, nada tiene, madrecita —dijo en voz baja—. Mi camino va de Moscú a Varsovia.
—Lo sé. Por eso te lloro. Acabarás mal. Deberías irte lejos por una temporada, Kuprinka.
—Ha estado en un tris que tu querido amigo, tu gentil pastorcillo Piotr Petrov no me abriese la cabeza.
Creyó que la haría reír, pero ella no comprendió la broma y le respondió con seriedad:
—No está bien que te rías de él, Kuprinka. Debería darte lástima. Es un desgraciado. Un alma perdida.
—Han detenido a Pasha Antípov, es decir, a Pável Ferapóntovich. Llegaron de noche, hicieron un registro y lo pusieron todo patas arriba. Por la mañana se lo llevaron. Y Daria tiene el tifus y está en el hospital. El pobre Pavlushka, que estudia en una escuela real[7], se ha quedado solo con la tía sorda. Por si fuera poco los han desahuciado. Creo que deberíamos hacernos cargo del niño. ¿Para qué ha venido Prov?
—¿Cómo lo sabes?
—He visto la cuba destapada y la jarra, y me he dicho: este ha sido el borracho empedernido de Prov, que se ha atiborrado de agua.
—Eres listo, Kuprinka. Es verdad, Prov, Prov, Prov Afanásievich. Hizo una escapada para pedirme que le prestara un poco de leña y se la di. Pero ¡qué leña! ¡Estúpida de mí! Se me había ido de la cabeza la noticia que trajo. El zar, ¿sabes?, ha firmado un manifiesto diciendo que hay que transformarlo todo de otra manera, que no se haga injusticia a nadie: las tierras para los campesinos y todos seremos iguales a los nobles. Ha sido firmado ya el ucase y sólo falta ponerlo en vigor. Desde el sínodo han mandado una nueva súplica para añadirla a la oración, o una nueva oración augural, no lo sé exactamente. Lo dijo Provushka y he tratado de no olvidarlo.
Patulia Antípov, hijo de Pável Ferapóntovich, el que había sido detenido, y de Daria Filimónovna, que tuvo que ingresar en el hospital, se fue a vivir con los Tivierzin. Era un muchacho formal, de facciones regulares y cabellos rubios peinados a raya. Constantemente se los alisaba con el cepillo y se ajustaba la chaqueta y el cinturón con la hebilla de la escuela real. Tenía un carácter alegre y poseía un agudo espíritu de observación. Con un gran sentido del humor y la precisión sabía hacer la parodia de todo lo que veía y oía.
Casi inmediatamente después del manifiesto del 17 de octubre[8], fue organizada una gran manifestación desde la Tvérskaia zastava[9] hasta la carretera de Kaluga. Varias organizaciones revolucionarias, después de haberse adherido a la iniciativa, no llegaron a ponerse de acuerdo y poco a poco se retiraron, pero cuando se enteraron de que en la mañana señalada la gente se había echado a la calle, se apresuraron a enviar a sus representantes.
A pesar de que Kiprián Saviélevich trató de disuadirla, Marfa Gavrílovna acudió a la manifestación en compañía del alegre y simpático Patulia.
Era un día seco y helado de principios de noviembre, bajo un cielo de color gris plomizo. Raros copos de nieve, tan escasos que podían contarse, revoloteaban largo rato en el aire, como si evitaran la tierra, y perdíanse luego, como un blando polvo gris, en las rodadas llenas de agua.
La gente se había echado a la calle. Era una verdadera aglomeración. Caras, caras y más caras, forrados abrigos de invierno y gorros de piel de cordero, viejos, estudiantes y niños, ferroviarios de uniforme, obreros del parque de tranvías y de la central telefónica, calzando botas hasta más arriba de la rodilla y vistiendo chaquetas de cuero, colegiales y estudiantes universitarios.
Durante un rato estuvieron cantando la Varshavianka, Caísteis como víctimas y La Marsellesa, pero, de pronto, el hombre que al frente del cortejo caminaba hacia atrás y dirigía el coro agitando un gorro cosaco apretado fuertemente en el puño, se lo puso en la cabeza, dejando de entonar la canción y, volviendo la espalda al cortejo, comenzó a escuchar lo que decían los organizadores que caminaban a su lado. La canción se fraccionó entonces, se interrumpió y se oyó sólo el crujiente paso de la multitud sobre el helado empedrado.
Simpatizantes habían advertido a los organizadores de la marcha que más lejos los cosacos estaban aguardando a los manifestantes. Una llamada telefónica a la vecina farmacia había denunciado la emboscada.
—Bueno —dijeron los organizadores—, lo principal es tener sangre fría y no perder la cabeza. Hay que ocupar enseguida el primer edificio público que encontremos en el camino, comunicar a la gente el peligro que nos amenaza y dispersarnos individualmente.
Discutieron cuál sería el lugar más apropiado como refugio. Unos propusieron la Asociación de Dependientes de Comercio, otros el Instituto Técnico Superior, y otros el Instituto de Corresponsales Extranjeros.
Hallábanse discutiendo todavía cuando se perfiló la esquina de un edificio oficial. En él estaba ubicado también un centro de enseñanza y, como refugio, podía ser tan bueno como cualquier otro.
Cuando llegaron ante él, los jefes se situaron en el espacio semicircular de la entrada y con ademanes detuvieron la cabeza de la manifestación. Abriéronse las grandes puertas del edificio y la muchedumbre comenzó a invadir el vestíbulo hasta que lo llenó por completo, pelliza tras pelliza, gorro tras gorro, y a subir por la escalera.
—¡Al aula magna, al aula magna! —gritaban desde el fondo algunas voces aisladas, pero la masa continuaba irrumpiendo, extendiéndose por los corredores y las clases.
Cuando, por último, se logró hacerla retroceder y todos se hubieron sentado, los dirigentes intentaron en varias ocasiones dar cuenta de la emboscada que les aguardaba más adelante. Pero nadie les prestaba oídos. La detención en aquel lugar cerrado fue considerada como una invitación a un mitin improvisado, que comenzó inmediatamente.
Después de la larga marcha y de las canciones, todos tenían ganas de estar un rato sentados y en silencio, y que ahora alguien se desgañitara y enronqueciera por ellos. Entregados al placer del reposo, permanecían indiferentes a los vacíos discursos en los que cada orador declaraba estar de acuerdo con el precedente.
Por eso el éxito mayor correspondió al orador menos feliz, que no cansó al auditorio reclamando su atención. Cada una de sus palabras era subrayada con un rugido de asentimiento y nadie lamentó que el discurso fuera ahogado por el estruendo de los aplausos. La impaciencia les hacía asentir en todo lo que decía, gritaban «vergüenza», acordaron enviar un telegrama de protesta y luego, al cabo de un rato, aburridos de su voz monótona, se levantaron todos a la vez y, olvidándolo por completo, gorro tras gorro, fila tras fila, descendieron tumultuosamente por la escalinata y volvieron a la calle. Continuaba la manifestación.
Durante el mitin había comenzado a neviscar. El empedrado estaba blanco y la nieve caía cada vez más espesa.
Cuando los dragones cargaron sobre ellos, en las últimas filas, al principio, no se dieron cuenta de nada. Luego, de pronto, por encima de la masa se levantó un clamor creciente, como cuando una multitud grita «hurra». Alaridos de ¡«socorro»!, y «¡asesinos!» y muchos otros se oyeron indistintamente. Casi al mismo tiempo, sobre la ola de aquel estruendo, en el estrecho pasaje formado por la multitud ondeante, pasaron veloces y silenciosos los morros y las crines de los caballos y los jinetes con los sables en alto.
El pelotón pasó al galope, retrocedió, se reorganizó y lanzó sobre la retaguardia de la manifestación. Se desencadenó la violencia.
Minutos después la calle estaba casi desierta. La gente corría dispersándose por los callejones. Casi había dejado de nevar. La tarde era clara como un dibujo al carboncillo. Al cabo de un rato, el sol, que se ponía detrás de las casas, parecía señalar cuanto de rojo había en la calle: los gorros escarlata de los dragones, la tela de una bandera roja yacente en el suelo y las huellas de sangre que, en regueros y gotas rojizas, se extendían sobre la nieve.
Por el borde de la calzada arrastrábase, apoyándose en los brazos y gimiendo, un hombre con la cabeza abierta. Más lejos iban al paso algunos dragones que retrocedían después de haber perseguido a los manifestantes hasta el fondo de la calle. Casi por entre las patas de los caballos corría Marfa Gavrílovna, ladeado el pañuelo sobre la cabeza, y con voz que no parecía ya la suya, gritaba por toda la calle:
—¡Pasha! ¡Patulia!
Él había caminado constantemente junto a ella divirtiéndola, imitando a la perfección al último orador. Luego, en el momento de la carga, desapareció repentinamente en el tumulto.
En la confusión que se produjo, incluso Marfa Gavrílovna se ganó un latigazo en la espalda, y aunque su chaqueta bien forrada lo amortiguó mucho, imprecó y amenazó con el puño a la caballería que se alejaba, indignada de que se hubiesen atrevido a golpear ante el pueblo a una mujer como ella, una anciana.
Ansiosamente miraba a uno y otro lado de la calle. Poco después descubrió por casualidad al chico en la acera opuesta, donde, en la esquina entre una tienda de coloniales y el ángulo de un palacio de piedra, se apretujaba un grupo de ocasionales curiosos. Hasta allí los había empujado con la grupa y los flancos de su caballo un dragón que subió a la acera para divertirse con su terror. Cortándoles toda salida, había llevado a cabo casi sobre ellos una serie de corvetas y piruetas de picadero, haciendo recular y encabritando a su caballo, como si estuviera en un circo. Luego, al ver que sus compañeros volvían al paso, espoleó a su caballo e instantes después ocupó de nuevo su puesto entre ellos.
La gente apiñada durante aquella exhibición se dispersó enseguida. Pasha, que antes había tenido miedo de gritar, se precipitó al encuentro de Marfa Gavrílovna.
Pusiéronse en camino hacia casa, y la mujer no hacía más que murmurar:
—¡Malditos asesinos, condenados verdugos! La gente es feliz porque el zar ha dado la libertad, pero ellos no la quieren. A ellos les gusta estropearlo todo, entender al revés cada palabra.
Estaba furiosa contra los dragones, contra todo el mundo que la rodeaba y, en aquel momento, incluso contra su hijo. Poseída por la excitación, le parecía que todo cuanto había ocurrido era una baladronada de los confusionarios amigos de Kiprián, a los que ella llamaba ilusos y sabihondos de mierda.
—¡Culebras venenosas! ¿Qué quieren esos malditos? ¡Cualquiera lo sabe! Sólo chillar y acarrear desgracias. ¿Y qué me dices de ese bocazas? ¿Cómo lo imitabas, Páshenka? Vuelve a hacerlo, querido, vuelve a hacerlo. ¡Me haces morir de risa! Talmente como si lo estuviera viendo. ¡Ah, tío asqueroso, moscón de burra!
En casa llenó de improperios a su hijo: ¡a ver si ella estaba en edad de que un tipejo a caballo la emprendiera a palos con su espalda!
—Pero ¿qué diantre estás diciendo, madrecita? ¡Como si yo fuera el capitán de los cosacos o el jefe de los guardias!
Nikolái Nikoláevich estaba asomado a la ventana cuando aparecieron los primeros fugitivos. Comprendió que procedían de la manifestación y durante unos momentos se quedó mirándolos, creyendo ver a Yura o a cualquier otro entre la gente que se dispersaba. Pero no reconoció a nadie. Sólo una vez le pareció ver pasar rápidamente a aquel chico (Nikolái Nikoláevich había olvidado su nombre), el hijo de Dúdorov, un atolondrado, a quien no hacía mucho tiempo le extrajeron del hombro derecho una bala y que continuaba metiéndose otra vez donde no debía.
Nikolái Nikoláevich había llegado a San Petersburgo en otoño. No tenía casa en Moscú y no le gustaba vivir en el hotel. Por eso paraba en casa de los Svientitski, lejanos parientes suyos, que pusieron a su disposición un estudio en el entresuelo.
Aquel caserón de dos plantas, demasiado grande para los Svientitski, matrimonio sin hijos, había sido cedido en arriendo a los antepasados de la familia por los príncipes Dolgoruki. La propiedad de los Dolgoruki con tres patios, un jardín y un gran número de construcciones de diferentes estilos, dispuestas sin orden, daba a tres calles y todavía, como antiguamente, se llamaba Muchnói Gorodok.
A pesar de sus cuatro ventanas, el estudio era más bien oscuro, estaba atestado de libros, papeles, grabados y alfombras. Tenía un balcón que abarcaba en semicírculo toda la esquina del edificio. La doble puerta de cristales que se abría sobre el balcón estaba herméticamente cerrada en invierno.
Desde dos de las ventanas y a través de la puerta vidriera que daba a la terraza veíase la calle en toda su longitud: una senda para trineos que se perdía en la distancia, con pequeñas casas y empalizadas alineadas oblicuamente.
Desde el jardín los tilos proyectaban sus sombras, ojeando en la estancia como si pretendieran posar sobre el suelo sus ramas cargadas de nieve: una nieve semejante a los lívidos goterones de una vela apagada.
Mirando a la calle, Nikolái Nikoláevich recordaba el invierno anterior pasado en San Petersburgo, al pope Gapón[10], a Gorki, la visita de Vitte[11], de los escritores más conocidos del momento. Hasta aquí había huido de aquella gran confusión, para escribir su libro en el silencio y la quietud de la antigua metrópoli. Pero había salido del fuego para caer en las brasas. No era posible volver a ordenar sus pensamientos: cada día, conferencias e informes, bien en los cursos femeninos superiores, bien en la sociedad religioso-filosófica, o en la Cruz Roja, o en el Comité de huelga. Sería mejor refugiarse en Suiza, en cualquier boscoso cantón: con la paz y la claridad del lago, del cielo y las montañas, y ese aire sonoro, tranquilo, en el que todo halla eco.
Se alejó de la ventana. Tenía deseos de ir a ver a alguien o simplemente de caminar por la calle, sin propósito. Pero recordó a tiempo que esperaba la visita del tolstoiano Vyvolochnov, que debía hacerle una pregunta y, por lo tanto, no podía ausentarse. Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, con el pensamiento fijo en su sobrino.
Cuando de la ciudad perdida junto al Volga, Nikolái Nikoláevich se trasladó a San Petersburgo, dejó a Yura en Moscú, en el círculo de sus parientes, los Vedeniapin, los Ostromyslenski, los Seliavin, los Mijaelis, los Svientitski y los Gromeko. De momento se quedó junto al viejo Ostromyslenski, un charlatán embustero a quien los parientes llamaban Fiedka. Tenía este relaciones con la pupila Motia, y esto le hacía sentirse un subversor de la moral tradicional y un combatiente del ideal. Sin embargo, defraudó la confianza que se había depositado en él, pues se gastó el dinero destinado a Yura y el muchacho fue confiado entonces a la familia del profesor Gromeko, con la cual se encontraba ahora rodeado por una atmósfera de cálido afecto.
«Han formado un triunvirato —pensaba Nikolái Nikoláievich—: Yura, Gordón, su compañero de clase, y Tonia, la hija de Gromeko. Una triple alianza, nutrida con la lectura del Sentido del amor y la Sonata a Kreutzer, y fundada en la apología de la pureza.»
La adolescencia tiene que pasar a través de todos los excesos de la castidad. Pero ellos exageraban, iban más allá de todo buen sentido.
Eran exageraciones extravagantes y pueriles. Llamaban «vulgaridad» a todo lo que se refería a la sensualidad, la cual, no obstante, les obsesionaba, y aplicaban esta palabra viniera o no a cuento. La elección era realmente desdichada. «Vulgaridades» eran para ellos tanto la voz del instinto como la literatura pornográfica, el goce de la mujer y, además, casi todo el mundo físico. Pronunciaban la palabra palideciendo o ruborizándose.
«Si hubiese estado en Moscú —pensaba Nikolái Nikoláevich—, no hubiese permitido que las cosas llegaran tan lejos. El pudor es necesario dentro de ciertos límites… Pero aquí tenemos a Nil Feoktístovich.»
—Entre, por favor —exclamó, dirigiéndose a su visitante.
El que había entrado era un hombre grueso con una camisa gris ceñida a la cintura por un ancho cinturón. Calzaba botas de fieltro y los pantalones se le hinchaban sobre las rodillas. Daba la impresión de un buen hombre con la cabeza flotando entre las nubes. Sobre su nariz se estremecía malignamente un pequeño pince-nez atado a una larga cinta negra.
En la antesala se había despojado del abrigo, pero se dejó puesta la bufanda, uno de cuyos extremos arrastraba por el suelo, y llevaba en la mano el redondo sombrero de fieltro. Estos objetos lo embarazaban en sus movimientos; no sólo le impedían estrechar la mano de Nikolái Nikoláevich, sino también devolver con voz clara su saludo.
—Hum…mmm —rezongó incómodo, mirando a su alrededor.
—Póngase cómodo —dijo Nikolái Nikoláevich, restituyendo a Vyvolochnov el uso de la palabra y el dominio de sí mismo.
Era uno de esos tolstoianos en cuya mente las geniales ideas que en el maestro no habían hallado reposo, se habían como repantigado y, entregadas a un largo e imperturbable descanso, acabaron inevitablemente por degenerar.
Vyvolochnov había ido a rogarle que hablara en una escuela, a favor de los exilados políticos.
—Ya hablé allí una vez.
—¿A favor de los políticos?
—Sí.
—Debería hacerlo otra vez.
Nikolái Nikoláevich trató de resistirse, pero acabó cediendo.
Se había agotado el motivo de la visita. Nikolái Nikoláevich no hacía nada por retener a Nil Feoktístovich, que habría podido levantare y marcharse, pero le parecía descortés irse tan pronto. Antes debía encontrar algo interesante y animado que decirle. Inicióse una conversación penosa y desagradable.
—¿Está usted en decadencia? ¿Se ha dado al misticismo?
—¿Por qué?
—Hay algo de usted que está acabado. ¿Recuerda la asamblea provincial?
—¡Cómo no! Trabajamos juntos en las elecciones.
—Usted iba por las escuelas rurales y los seminarios didácticos. ¿Recuerda?
—¡Cómo no! Fueron luchas encarnizadas. Además, me parece que usted se ocupaba de higiene popular y asistencia social. ¿No es cierto?
—Fue durante algún tiempo.
—Ya. Y ahora ahí tiene usted a todos esos faunos y esos nenúfares, esos efebos y todos esos «seremos como el sol»[12]. Aunque me matara no podría creerlo. Que una persona inteligente, que tiene sentido del humor y tal conocimiento del pueblo… ¡No, por favor, permítame…! Acaso estoy metiéndome donde no debo… Es algo personal ¿verdad?
—¿Por qué decir palabras sin ton ni son, sin reflexionar? ¿De qué discutíamos? Usted no sabe lo que pienso.
—Rusia necesita escuelas y hospitales, y no faunos ni nenúfares.
—Nadie lo niega.
—El mujik carece de todo y se muere de hambre.
La conversación avanzaba a saltos. Advirtiendo que tales tentativas no conducían a nada, Nikolái Nikoláevich comenzó a hablar sobre lo que lo acercaba a ciertos escritores de la escuela simbolista y luego pasó a Tolstoi.
—Hasta cierto punto estoy de acuerdo con usted. Pero Tolstoi afirma que cuanto más perseguimos la belleza más nos alejamos del bien.
—¿Y cree usted lo contrario? ¿Que el mundo será salvado por la belleza, los misterios de la Edad Media y cosas parecidas, como por Rozánov[13] y Dostoievski?
—Espere y le diré lo que pienso. Creo que si la fiera que duerme en el hombre se pudiese contener con la amenaza de un castigo, no importa cuál, o con la recompensa de ultratumba, el emblema supremo de la humanidad sería un domador de circo con la fusta en la mano, y no un profeta que se ha sacrificado a sí mismo. Pero la cuestión reside en que durante siglos, no el palo, sino la música, ha colocado al hombre por encima de la bestia y lo ha elevado: una música, la irresistible fuerza de la verdad desarmada, el poder de atracción del ejemplo. Hasta ahora se consideraba que lo esencial del Evangelio eran las máximas reglas morales contenidas en los mandamientos, mientras que para mí lo principal es que Cristo habla con parábolas extraídas de la vida diaria, explicando la verdad a la luz de la existencia cotidiana. La base de esto es el concepto de que la comunión entre los mortales no acabará nunca y la vida es simbólica porque tiene un significado.
—No he comprendido nada. Sería mejor que escribiera un libro sobre estas cosas.
Cuando Vyvolochnov se hubo marchado, una terrible irritación se apoderó de Nikolái Nikoláevich. Estaba indignado consigo mismo por haber pregonado a un estúpido como Vyvolochnov sus pensamientos más íntimos sin haber causado en él la más mínima impresión. Y como sucede con frecuencia, su indignación cambió de rumbo repentinamente. Vyvolochnov desapareció de su mente como si nunca hubiese existido, y se puso a pensar en otras cosas.
No llevaba diario, pero dos o tres veces al año anotaba en un grueso cuaderno los pensamientos que más lo impresionaban. Tomó el cuaderno y comenzó a escribir con su caligrafía grande y clara.
«Todo el día fuera de mí por esa estúpida de Schlésinger. Vino temprano y se marchó a la hora de almorzar. Durante dos horas me ha abrumado con la lectura de esas majaderías. Texto poético del simbolista A para la sinfonía cosmogónica del compositor B con los espíritus de los planetas, las voces de los cuatro elementos, y así sucesivamente. Tragué quina hasta que no pude más y entonces le supliqué que me dejase en paz.
»De pronto lo he comprendido todo. He comprendido por qué hasta en Fausto hay siempre algo mortalmente insoportable y artificioso. Es un interés preconcebido, falso. El hombre de hoy no siente estas exigencias. Cuando se ve asaltado por los interrogantes del universo, se sumerge en la física y no en los hexámetros de Hesíodo.
»Pero no se trata sólo del hecho de que tales formas hayan envejecido y sean anacrónicas y que esos espíritus del fuego y del agua lleven de nuevo a confundir lo que la ciencia aclaró para siempre. Este género contradice el espíritu del arte contemporáneo, su esencia, los temas que lo solicitan.
»Estas cosmogonías eran legítimas antiguamente, cuando sobre la tierra los hombres eran todavía tan raros que la humanidad no podía ignorar la naturaleza. Había mamuts y era reciente el recuerdo de los dinosaurios y los dragones. La naturaleza ofrecíase descubierta totalmente ante el hombre y lo superaba tan plenamente y con tal evidencia que tal vez todo estuvo realmente lleno de dioses. Eran las primerísimas páginas, el comienzo de la crónica humana.
»El mundo antiguo acabó en Roma por exceso de población.
»Roma fue un mercado de dioses tomados en préstamo y de pueblos conquistados, una doble aglomeración, en la tierra y en el cielo, una náusea, un triple nudo apretado sobre sí mismo, como un retortijón. Dacios, hérulos, escitas, sármatas, hiperbóreos, pesadas ruedas sin rayos, ojos nadando en grasa, bestialidad, mentes con doblez, peces alimentados con carne de esclavos cultivados, emperadores analfabetos. En el mundo había más hombres que hubo nunca más tarde y estaban oprimidos y atormentados en los sótanos del Coliseo.
»Y he aquí que en aquella orgía de mal gusto, en oro y mármol, llegó Él, ligero y vestido de luz, fundamentalmente humano, voluntariamente provinciano, el galileo, y desde ese instante los pueblos y los dioses dejaron de existir y comenzó el hombre, el hombre carpintero, el hombre agricultor, el hombre cuyo nombre no sonaba solemne ni feroz, el hombre generosamente ofrecido a todas las canciones de cuna de las madres y a todos los museos de pintura del mundo.»
Las galerías de la Petróvskaia recordaban un rincón de San Petersburgo trasplantado a Moscú. El mismo estilo armónico de los edificios a ambos lados de la calle, los portales de las casas sobriamente decorados, la librería, la sala de lectura, el Instituto Cartográfico, una tabaquería bien puesta y un restaurante no menos bien puesto, iluminado por grandes faroles de gas con globos esmerilados.
En invierno el lugar adquiría una tétrica inaccesibilidad. Vivían allí personas serias, decentes, gentes de profesiones liberales con buenos ingresos.
Allí, en el segundo piso, al que se llegaba por una amplia escalera de macizas barandillas de roble, tenía alquilado un lujoso departamento de soltero Víktor Ippolítovich Komarovski. Emma Ernéstovna, su ama de llaves, o mejor dicho la celosa vigilante de su plácida soledad, llevaba la casa, silenciosa e invisible, preocupándose amorosamente de todo y no inmiscuyéndose jamás en nada, y él le correspondía con una caballerosa gratitud, natural en un gentleman como él, excluyendo de la casa la presencia de huéspedes y visitantes incompatibles con su tranquilo mundo de vieja solterona. Reinaba en la casa la quietud de un convento: las persianas echadas, ni una mota de polvo, ni la más pequeña mancha, como en un quirófano.
Los domingos, antes de almorzar, Víktor Ippolítovich tenía la costumbre de pasear con su bulldog por la calle de Petrovka y la de Kuznietski, y de una de las esquinas solía surgir y lo acompañaba en su paseo Konstantín Illariónovich Satanidi, actor y empedernido jugador de cartas.
Juntos paseaban de un lado a otro por las aceras y cambiaban breves anécdotas y observaciones, pero eran diálogos tan raros, insignificantes y llenos de desprecio hacia todo lo del mundo que, si en lugar de palabras, hubiesen sido rugidos, habrían logrado el mismo efecto y las dos aceras de Kuznietski habrían resonado igualmente con tonos graves y bajos, con sonidos anárquicos y excitados, con vibraciones que chocaban y se superponían.
El tiempo luchaba por no empeorar. Las gotas de lluvia dejaban oír su tictac sobre el hierro de los canalones y de las cornisas, y cada tejado transmitía sus rumores al tejado vecino. Era la época del deshielo.
En un estado de inconsciencia Lara recorrió toda la calle, y sólo al llegar a casa se dio cuenta de lo que había ocurrido.
En casa todos dormían. Cayó de nuevo en su torpor y, aturdida, se sentó en el tocador de la madre, con su traje de color lila claro, casi blanco, guarnecido de encaje, y el largo velo, que por una noche había cogido del taller, como si hubiese ido a un baile de máscaras. Estaba sentada ante su propia imagen reflejada en el espejo y no veía nada. Cruzó luego las manos sobre la mesita y apoyó la cabeza en ellas.
Si su madre lo supiera la mataría. La mataría y luego se mataría ella.
¿Cómo había sucedido? ¿Cómo pudo ocurrir? Ahora era ya demasiado tarde. Debió de haberlo pensado antes.
Ahora era una mujer —¿se decía así?— perdida. Una mujer de novela francesa. Al día siguiente, en clase, se sentaría en el mismo banco que las demás, chiquillas inocentes comparadas con ella. ¡Señor, Señor, cómo pudo suceder!
Un día, dentro de muchos años, cuando sea posible, Lara le contará todo esto a Olia Diómina. Olia le tomará la cabeza entre las manos y se echará a llorar.
Afuera, en la ventana, susurraban las gotas de lluvia, y hablaba sin descanso el deshielo. Alguien, en la calle, llamaba con fuerza a la puerta de al lado. Lara no levantó la cabeza. Sus hombros se estremecían por los sollozos.
—¡Ah, Emma Ernéstovna, no importa, querida! Estoy cansado.
Echaba sobre el tapete y el diván varios objetos, peines, gemelos. Abría y cerraba los cajones de la cómoda, sin saber lo que buscaba.
Sentía una gran necesidad de ella, pero no había modo de verla aquel domingo, y agitábase como una fiera enjaulada, sin hallar paz.
Una criatura extraordinaria, con su gracia enteramente espiritual. Sus manos eran sorprendentes y despertaban la misma admiración que un pensamiento elevado. Sobre la tapicería de aquella habitación de hotel la sombra de ella parecía la imagen de su pureza. La camisa le ceñía el pecho con la naturalidad de un trozo de tela en torno a los dedos.
Komarovski tamborileaba en el cristal de la ventana al ritmo de los cascos de los caballos, que resonaban cadenciosos sobre el asfalto de la calle.
—Lara —murmuró, y cerrando los ojos volvió a ver entre sus brazos la cabeza de ella dormida, con las pestañas cerradas en el sueño, ignorante de que la estaban mirando desde hacía horas. Esparcida en desorden su cabellera sobre la almohada, el halo de su belleza le atenazaba la mirad y penetraba en su alma.
Ni siquiera lo había calmado el paseo dominical. Había dado con «Jack» algunos pasos por la acera y luego se habían parado. Imaginó la calle de Kuznietski, las bromas de Satanidi, la multitud de amigos con quienes se habría encontrado. No, era demasiado para sus fuerzas. ¡Qué odioso se le hacía todo! Volvió sobre sus pasos, con gran sorpresa del perro, que le dirigió una mirada de desaprobación y lo siguió de mala gana.
«¡Qué obsesión! —pensaba—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué es? ¿El despertar de la conciencia, un sentimiento de celos o de remordimiento? ¿O inquietud?»
No, sabía que ella estaba en su casa, segura. Entonces ¿por qué no lograba alejarse de ella con el pensamiento?
Entró en el portal de su casa y, pasado el zaguán, comenzó a subir. Sobre la escalera, una ventana de estilo veneciano con frisos ornamentales en los ángulos del cristal derramaba sobre el pavimento y el alféizar reflejos multicolores. Se detuvo a la mitad del segundo tramo.
«No debo ceder a esta angustia que me atormenta y me consume.»
Ya no era un niño. Tenía que comprender lo que podría sucederle si esa muchacha, hija de un amigo suyo muerto, si esa muchacha se convertía de instrumento de diversión en motivo de sufrimiento. Tenía que reaccionar. Ser fiel a sí mismo, a la propia vida, o de otra forma sería el final de todo.
Apretó, hasta sentir dolor, la ancha barandilla, cerró por un momento los ojos y con un brusco movimiento reanudó la ascensión. En el vestíbulo inundado de reflejos recogió la mirada de adoración del bulldog, que lo miraba desde abajo, con la cabeza levantada, como un viejo enano baboso de fláccidas mejillas.
El perro no quería a la muchacha, le rompía las medias, y le gruñía mostrándole los dientes. Estaba celoso: como si temiera que con ella su amo se contaminase de algo humano.
—¡Ah! ¡Vaya! Quieres que todo sea como antes: Satanidi, las abyecciones y las anécdotas. ¡Toma, pues! ¡Toma, toma y toma!
Comenzó a golpear al perro con el bastón de paseo y a darle puntapiés. «Jack» escapó ladrando y aullando. Tembloroso, se deslizó por la escalera y fue a arañar la puerta de Emma Ernéstovna para quejarse a ella.
Pasaron días y semanas.
¡Qué mágico círculo era aquel! Si la intrusión de Komarovski en su vida le hubiese producido al menos repulsión, Lara habría reaccionado y estaría salvada. Pero no era tan sencillo.
Le halagaba que aquel hombre de cabellos grises, que podía ser su padre, tan aplaudido en todas partes y de quien se ocupaban los periódicos, gastase tiempo y dinero en ella, la contemplara como a una diosa, la llevara al teatro y los conciertos y, como se decía, «la desarrollase intelectualmente». Sin embargo, continuaba siendo la colegiala adolescente embutida en un uniforme oscuro, partícipe secreta de inocentes conjuras y travesuras escolares. Las libertades que Komarovski se tomaba en el coche ante las narices del cochero, o en un palco, a los ojos de todo el teatro, la seducían por su audacia provocativa y excitaban en ella el diablillo de la imitación.
Pero ese entusiasmo infantil, de pequeña colegiala, pasó pronto. Una fatiga dolorosa, un íntimo terror se apoderaron de ella. Siempre tenía ganas de dormir: por las noches de insomnio, por el llanto y el continuo dolor de cabeza, por el estudio y por un vago cansancio.
Era su maldición, lo odiaba. Cada día rumiaba de distinto modo los mismos pensamientos.
Se había convertido en su esclava para toda la vida. ¿Con qué la había sojuzgado? ¿En nombre de qué la obliga a ceder, y ella se rinde, secunda sus deseos, lo deleita con el estremecimiento de su descubierto abandono? ¿En nombre de su edad, de la dependencia económica de la madre de él, o intimidándola hábilmente? No, no y no. Todo es absurdo.
No es ella quien está sujeta, sino él. ¿Acaso no se da cuenta de cómo sufre por ella? Ella no tiene nada que temer, su conciencia está bien limpia. Si ella lo desenmascara, es él quien debe sentir vergüenza y miedo. Pero ella no hará nunca eso. Para hacerlo le falta la abyección, la fuerza que Komarovski ejerce frente a los que dependen de él y frente a los débiles.
Esta es la diferencia que existe entre ellos. Y esto es lo que hace espantosa la vida. ¿Con qué hiere la vida? ¿Con truenos y rayos? No, con las miradas oblicuas y las murmuraciones de la calumnia. Todo en ella es perfidia y doblez. Le basta tender un hilo sutil como el de una telaraña, y se acabó todo. ¡Intenta luego salirte de la red! Cada vez te enredas más en ella.
Y la mejor parte sobre los fuertes se la llevan el débil y el abyecto.
Decía para sí:
«¿Y si se casara conmigo? ¿Cambiarían las cosas?» Entregábase de este modo a los sofismas. Pero a veces se apoderaba de ella una angustia sin evasión.
¿Cómo podría no sentirse avergonzado de postrarse a sus pies y suplicarle: «Así no podemos continuar? Piensa en lo que he hecho contigo. Te deslizas por una pendiente. ¿Debemos decírselo a tu madre? Me casaré contigo».
Lloraba e insistía, como si ella le pusiera inconvenientes y no estuviese de acuerdo. Eran sólo bellas palabras y, no obstante, ella prestaba atención a estas vacías frases de tragedia.
Mientras tanto continuaba llevándola, cubierta con un largo velo, al reservado de aquel horrible restaurante, donde los camareros y los clientes la miraban de tal manera que parecían desnudarla. Y ella se preguntaba: «¿El amor es, pues, humillación?».
Una vez tuvo un sueño. Estaba enterrada. Sólamente habían quedado fuera el lado izquierdo con el hombro y el pie derecho. En el pezón izquierdo brotaba la hierba y sobre la tierra cantaban: Ojos negros, blancos senos y No permiten que Masha vaya al otro lado del río.[14]
Lara no era religiosa. No creía en los ritos del culto. Pero algunas veces, para soportar la vida, es menester acompañarse de una especie de música interior, que no siempre se puede componer a solas. Esta música eran para ella las palabras divinas sobre la vida y por ellas iba a llorar a la iglesia. Una vez, a principios de diciembre, con el alma oprimida como la de Katerina de La tormenta[15], fue a rezar convencida de que la tierra iba a abrirse bajo sus pies y a derrumbarse la bóveda de la iglesia.
«Me lo merezco. Así se acabará todo. ¡A quién se le ocurre haberse llevado a esta charlatana de Olia Diómina!»
—Prov Afanásievich —le susurró Olia al oído.
—¡Chis! Calla, te lo ruego. ¿Qué Prov Afanásievich?
—Prov Afanásievich Sokolov. Mi tío segundo. Ese que está leyendo.
«¡Ah, el subdiácono! Pariente de los Tivierzin», y dijo:
—¡Chis! Calla. No me distraigas, por favor.
Habían llegado al principio de la función. Cantaban el salmo: Ángel divino, mi santo custodio…
La iglesia, semivacía, estaba llena de ecos. Sólo en torno al altar se apiñaba una pequeña multitud de fieles. Era una iglesia de reciente construcción, y la vidriera, desnuda e incolora, no lograba dar vida y alegría a la callejuela gris contigua al edificio, llena de nieve y recorrida por mudos transeúntes y silenciosos vehículos. Junto a la vidriera, el deán de la iglesia, sin preocuparse de la función y con tono tan alto como para ser oído desde los cuatro ángulos del templo trataba de hacer comprender algo a una devota andrajosa dura de oído. También su voz era inexpresiva e incolora como el ventanal y el callejón.
Mientras Lara, dando lentamente la vuelta en torno al grupo de fieles, se dirigía, apretando el dinero en la mano, a comprar las velas para ella y Olia, y luego, también con cuidado de no tropezar con nadie, retrocedía, Prov Afanásievich logró soltar de un tirón nueve bienaventuranzas, con la indiferencia de quien repite cosas bien conocidas de todos.
Lara continuaba avanzando, pero de pronto se estremeció y detuvo. La última se refería a ella. Prov Afanásievich recitaba:
—Envidiable es la suerte de los humillados; ellos tienen algo que contar de sí mismos. Todo lo tienen ante sí. De este modo pensaba Cristo.
Eran los días de la Priesnia[16]. Su casa se encontraba en la zona de la insurrección. Pocos pasos más allá, en la Tverskaia, estaban construyendo una barricada: velase todo desde la ventana del hotel. Desde el patio llevaban grandes cubos de agua que vertían sobre la barricada para cimentar con una coraza de hielo las piedras y detritos que la constituían.
El patio era el punto de reunión de los insurrectos, una especie de centro sanitario o de aprovisionamiento.
Pasaron dos muchachos. Lara los conocía: uno era Nika Dúdorov, amigo de Nadia, en cuya casa lo había visto. Era de su grupo en el colegio: honrado, orgulloso y taciturno. No era distinto de ella y no le interesaba.
El otro era el alumno de la escuela real Antípov: vivía con la vieja Tivierzin, la abuela de Olia Diómina. En sus visitas a Marfa Gavrílovna, Lara había comenzado a advertir la impresión que producía en el muchacho. Pasha Antípov era todavía infantilmente sencillo, tanto como para no ocultar la felicidad que le producían aquellos encuentros, como si Lara fuese un bosquecillo de abedules durante la canícula, con la hierba limpia y las nubes, y él un becerrillo que pudiera expresar impunemente su entusiasmo, sin temor a caer en el ridículo.
Apenas hubo notado la influencia que ejercía sobre él, Lara, inconscientemente, comenzó a aprovecharse de ella. Pero hasta muchos años más tarde no se ocupó seriamente de moldear aquel carácter dulce y maleable, en una época muy posterior a la de su amistad, cuando Patulia sabía ya que la amaba perdidamente y que ya la vida no le permitía esperanza alguna.
Los muchachos jugaban al más terrible y viril de los juegos, a la guerra, a una guerra que, sólo por haber participado en ella, traía consigo ejecuciones capitales o confinamientos.
Pero la forma en que estaban anudadas las puntas de sus gorros, al estilo cosaco, revelaba que tratábase de muchachos que tenían todavía vivos a papá y mamá. Lara lo miraba como un adulto mira a los niños. Sobre sus peligrosas diversiones alentaba un aire de inocencia que se comunicaba a todo lo demás: a la noche de hielo que se había cubierto de una escarcha aterciopelada, tan espesa que parecía negra; al patio velado de azules sombras; a la casa de enfrente, donde estaban encerrados los muchachos; y sobre todo a los disparos de revólver que se oían continuamente por aquel lado.
«Los chicos disparan —pensaba Lara. Y no se refería solamente a Nika y a Patulia, sino a toda la ciudad que disparaba—. Buenos y honrados muchachos —pensó—. Son buenos y por eso disparan.»
Supieron que contra la barricada podía abrirse fuego de artillería y que la casa estaba en peligro. Pero su barrio estaba rodeado y ya era demasiado tarde para pensar en trasladarse a casa de algún conocido en otra parte de la ciudad. Había que buscar refugio en la vecindad, dentro de la zona cercada. Recordaron el «Chernogorie».
Pero la pensión estaba totalmente ocupada, porque muchos otros que se encontraron en la misma situación tuvieron análoga idea. Como eran viejos clientes, les prometieron sitio en la guardarropía.
En tres fardos, para no llamar la atención con las maletas, recogieron lo indispensable. Luego, en días sucesivos, comenzaron a enviar los bártulos a la pensión.
A causa de las costumbres patriarcales que reinaban en el obrador, el trabajo continuó hasta el último momento, a pesar de la huelga. Y una tarde fría y oscura llamaron a la puerta de entrada: entró un hombre protestando y amenazando. En la entrada preguntó por la dueña. Faína Silántievna se dirigió a la antesala para intentar calmar los ánimos.
—¡Venid aquí, chicas!
Llamó a las oficialas y comenzó a presentarlas al hombre que había entrado. Él, de un modo torpe y cordial, estrechó la mano de cada una, después de haber llegado con Fetísova a un acuerdo sobre algo.
De vuelta a la sala, las oficialas comenzaron a envolverse en los chales y a ponerse las estrechas pellizas, levantando los brazos sobre la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Amalia Kárlovna, que acababa de llegar.
—Nos vamos, madame. Estamos en huelga.
—Pero… ¿qué daño os he hecho yo?
Y madame Guichard se echó a llorar.
—No se lo tome así. Amalia Kárlovna. No le tenemos ningún rencor; es más, le estamos muy agradecidas. Pero no se trata de usted o de nosotras. Ahora es así para todos en todo el mundo. ¡Qué le vamos a hacer!
Se fueron todas hasta la última, incluso Olia Diómina y Faína Silántievna, que, al despedirse, dijo a la dueña que ella tomaba parte en la huelga por el bien de la propietaria y de la casa. Pero la Guichard no lograba tranquilizarse.
—¡Qué negra ingratitud! ¡Cómo se engaña una con la gente! ¡Y pensar en lo que me he desvivido por esa chiquilla! Pase con ella, porque es una niña. Pero esa vieja bruja…
—Compréndelo, madrecita, no se puede hacer una excepción contigo —la consolaba Lara—. Nadie tiene nada contra ti. Al contrario. Todo lo que está sucediendo ahora se hace en nombre de la humanidad, en defensa de los débiles, por el bien de las mujeres y los niños. Sí, sí, no muevas la cabeza con desconfianza. Gracias a esto algún día la vida será mejor para ti y para mí.
Pero su madre no comprendía.
—Siempre lo mismo —censuró—, en los momentos de confusión dices unas cosas tan gordas como para hacerse cruces. Me dan la patada y, según tú, esto se hace por mi interés. No, es para volverse loca.
Rodia estaba en la Academia de Cadetes. Lara y su madre vagaban solas por la casa vacía. La oscura calle miraba con ojos vacíos en el interior de las habitaciones, y estas respondían con una mirada igual.
—Vamos al hotel antes de que oscurezca. ¿Oyes, mamita? No nos demoremos más, enseguida.
—Filat, Filat —llamaron al portero—, Filat, palomita, acompáñanos al «Chernogorie».
—Sí, señora.
—Toma los paquetes y, por favor, cuida luego de todo lo que dejamos aquí, hasta que las cosas se tranquilicen. Y no te olvides de dar agua y alpiste a «Kirill Modéstovich». Y ciérralo todo con llave. Y, por favor, date prisa.
—Sí, señora.
—Gracias, Filat. Cristo te ampare. Bueno, calmémonos antes de marcharnos, y que Dios nos ayude.
Salieron a la calle y les pareció que el aire era distinto, como si hubiesen pasado una larga enfermedad. La atmósfera helada, que podía cascarse en dos como una nuez, difundía levemente en todas direcciones sonidos claros y limpios, como trabajados a torno. Oíanse las descargas y las balas chasqueaban y caían con un rumor sordo.
A pesar de que Filat tratase de convencerlas de lo contrario, Lara y Amalia Kárlovna se creían que se trataba de salvas.
—Eres un bobalías, Filat. Juzga tú mismo: ¿cómo es posible que no sean salvas, cuando ni siquiera se ve quién dispara? ¿Crees acaso que dispara el Espíritu Santo? Naturalmente que son salvas.
En un cruce los detuvo una patrulla de ronda. Fueron cacheadas por los cosacos, que, bromeando, las sobaron con insolencia de pies a cabeza. Llevaban los gorros, sin visera y con barboquejo, ladeados jactanciosamente sobre una oreja. Parecía que tuviesen un solo ojo.
«¡Qué suerte —pensó Lara—, no veré a Komarovski mientras estemos aislados del resto de la ciudad!»
Si no podía librarse de él era a causa de su madre, a quien no podría decirle: mamá, no lo recibas más. Se descubriría todo. ¿Y qué? ¿Por qué tener miedo? ¡Ah, que fuera lo que Dios quisiera, pero que acabase de una vez! ¡Señor, Señor, Señor! Estuvo a punto de caer desmayada de vergüenza en medio de la calle. ¿De qué se acordaba? ¿Del título de aquel cuadro terrible con un romano gordo, que había en el reservado donde comenzó todo? Mujer o jarro. ¿Cómo no? Ciertamente era un cuadro famoso. Mujer o jarro. Y ella no era todavía mujer, para que la pudiesen comparar con aquel precioso objeto. Eso vino después. La mesa estaba puesta con mucho lujo.
—¿Adónde corres como una loca? No puedo seguirte —lloriqueaba tras ella Amalia Kárlovna, respirando fatigosamente y no logrando darle alcance.
Lara iba cada vez más deprisa. La impulsaba una fuerza, y era como si volase, una fuerza poderosa que le daba ánimos.
«¡Qué alegremente suenan esos disparos!» —pensaba—. Bienaventurados los perseguidos, bienaventurados los humillados. ¡Dios os ayude, disparos! ¡Disparos, disparos, vosotros queréis lo que yo quiero!
La casa de los hermanos Gromeko levantábase en la esquina de Sívtsev Vrázhek con otra calle. Alexandr y Nikolái Alexándrovich Gromeko eran profesores de química; el primero en la Academia Petróvskaia, y el segundo en la universidad. Nikolái Alexándrovich era soltero y Alexandr Alexándrovich estaba casado con Anna Ivánovna, nacida Krueger, hija de un industrial siderúrgico, propietario de minas abandonadas por escaso rendimiento en los terrenos de la inmensa finca forestal que poseía cerca de Yuriatin en los Urales.
La casa era de dos pisos. El superior, con los dormitorios, la sala para las clases, el estudio de Alexandr Alexándrovich y la biblioteca, el boudoir de Anna Ivánovna y las habitaciones de Tonia y Yura, estaba destinado a vivienda, y el piso bajo a las recepciones. Las cortinas de color de alfóncigo, los brillantes reflejos sobre la tapa del piano, el acuario, los muebles de color aceituna y las plantas de adorno parecidas a las algas daban a la parte inferior de la casa el aspecto de un verde fondo marino, soñolientamente ondeante.
Los Gromeko eran personas cultas, hospitalarias, grandes conocedores de la música y apasionados por ella. Habían reunido a su alrededor a un círculo de amigos y organizaban veladas de música de cámara, durante las cuales se ejecutaban tríos al piano, sonatas de violín y cuartetos de cuerda.
En enero de 1906, inmediatamente después de la partida de Nikolái Nikoláevich al extranjero, debía tener efecto en la casa de Sívtsev el acostumbrado concierto de cámara. En el programa figuraba una nueva sonata para violín compuesta por un discípulo de la escuela de Taniéev y un trío de Chaikovski.
La víspera comenzaron los preparativos. Habíanse apartado algunos muebles para hacer más espaciosa la sala, y por centésima vez el afinador hacía vibrar la misma nota o ejecutaba caprichosos arpegios semejantes a una lluvia de perlas. En la cocina se desplumaban pollos, se limpiaba la verdura y se trituraba la mostaza en aceite para las salsas y ensaladas.
Por la mañana, para aumentar la confusión, se había presentado Shura Schlésinger, íntima amiga y confidente de Anna Ivánovna.
Era una mujer alta y flaca con líneas regulares en un rostro más bien varonil, que a veces hacía pensar en el zar, especialmente con su gorro gris de astracán, que llevaba ladeado, y que no se quitaba ni cuando estaba de visita, limitándose entonces a levantar un poco el velo que colgaba de él.
En los momentos de pena o de preocupación las dos amigas encontraban en la conversación un alivio recíproco que consistía en dedicarse mutuamente ásperas palabras con tono más venenoso cada vez. Producíanse borrascosas escenas que terminaban pronto en lágrimas y reconciliación. Estos altercados regulares ejercían sobre ambas una acción sedante, como las sanguijuelas en las congestiones.
Shura Schlésinger se había casado varias veces, pero inmediatamente después del divorcio olvidaba a sus maridos y les concedía tan poca importancia que en todas sus maneras conservaba la fría desenvoltura de la mujer solitaria.
Aunque era teósofa, conocía tan perfectamente el desarrollo del rito ortodoxo, que a veces, toute transporté, en un estado de éxtasis completo, no podía contenerse y sugería a los oficiantes lo que debían decir o cantar: «Escúchame, Señor», «en todo momento», «querubín purísimo»… Constantemente se oía su ronca y quebrada voz apresurada.
Conocía además las matemáticas, las artes mágicas de la India, las señas de los más famosos profesores del Conservatorio de Moscú y las personas que vivían con cada uno de ellos, y sólo Dios sabe lo que aquella mujer ignoraba. Por eso la llamaban para que actuase como juez y organizador en toda circunstancia difícil.
A la hora establecida comenzaron a llegar los invitados: Adelaida Filíppovna, Hinz, los Fufkov, el señor y la señora Basurmán, los Verzhitski, el coronel Kavkáztsev. Estaba nevando y cuando se abrió el portalón de entrada, penetró una ráfaga de aire en la que se vieron danzar pequeños y grandes copos de nieve. Los hombres entraban calzando altas botas de agua que les cubrían las pantorrillas y todos sin excepción parecían angelotes distraídos y acoquinados, mientras que sus mujeres, refrescadas por la helada, desabrochado el cuello de las pellizas y con los chales de piel sobre los cabellos cubiertos de escarcha, ofrecían el aspecto de bribonas redomadas, todas astucia y perfidia.
—El sobrino de Kiui[17] —se oyó murmurar cuando entró el nuevo pianista, invitado por primera vez en casa de los Gromeko.
Desde la sala, a través de las puertas laterales abiertas de par en par, descubríase en el comedor la mesa puesta, larga como una ruta de invierno. Hería los ojos el juego de luces de las botellas de cristal tallado, llenas de aguardiente de ciruelas. La imaginación se embelesaba en los platos de carne, las jarritas de vinagre puestas en bandejas de plata y la pintoresca variedad de caza y entremeses, y también con las servilletas plegadas en forma de pirámide junto a cada cubierto, mientras las cinerarias moradas y azules, oliendo a almendra, colocadas en canastillos, parecían excitar el apetito. Para no demorar el deseado instante en que se podrían saborear aquellos manjares regios, todos se apresuraron a despachar lo antes posible los espirituales. Distribuyéronse en fila en la sala. De nuevo se murmuró la frase «El sobrino de Kiui», cuando el pianista se hubo colocado ante su instrumento. El concierto comenzó.
Se preveía que la sonata sería aburridamente alambicada y cerebral. Además de confirmarse las previsiones, resultó también terriblemente prolija.
Durante el intervalo discutieron de esto el crítico Kerimbiékov y Alexandr Alexándrovich. El primero menospreciaba la sonata, y Alexandr Alexándrovich la defendía. La gente fumaba y se movía ruidosamente en las sillas.
De nuevo las miradas cayeron sobre los planchados manteles que blanqueaban en la estancia vecina y todos propusieron que el concierto continuara sin más dilación.
El pianista miró al público y con la cabeza dio a sus acompañantes la señal de empezar. El violinista y Tyszkiewicz blandieron los arcos y el trío comenzó a sollozar.
Yura, Tonia y Misha Gordón, que ahora pasaba la mitad de su tiempo con los Gromeko, estaban sentados en la tercera fila.
—Yegórovna le hace señas —susurró Yura a Alexandr Alexándrovich, que se sentaba precisamente delante de él.
En la entrada de la sala, Agrafiona Yegórovna, la vieja y canosa camarera de los Gromeko, con miradas desesperadas en dirección a Yura y otros tantos movimientos de cabeza indicando a Alexandr Alexándrovich, trataba de hacer comprender al muchacho que tenía urgente necesidad de hablar con el dueño de la casa.
Alexandr Alexándrovich se volvió, lanzó una mirada llena de reproche a Yegórovna y se arrellanó en su asiento. Pero Yegórovna no cejaba. A poco, de un extremo a otro de la sala, se estableció entre ellos un diálogo como si fueran dos sordomudos. Los presentes comenzaron a mirarlos, y Anna lvánovna lanzó feroces miradas a su marido.
Alexandr Alexándrovich se levantó. Había que hacer algo. Enrojeciendo, dio silenciosamente la vuelta a la sala y se acercó a Yegórovna.
—¿No te da vergüenza, Yegórovna? ¿Qué te pasa? Vamos, pronto, ¿qué hay?
Yegórovna dijo en voz baja.
—¿Qué Chernogorie?
—La pensión.
—Bueno ¿y qué?
—Lo reclaman con urgencia. Hay alguien que se está muriendo.
—¡Morirse ahora! ¡Vaya una idea! Eso es imposible, Yegórovna. En cuanto haya terminado de tocar se lo diré. Antes no es posible.
—El de la pensión está esperando. Y también el cochero. Le digo que se está muriendo una persona, ¿comprende? Una dama, de la nobleza.
—Bueno, bueno. Es cosa de cinco minutos.
Con el mismo paso silencioso, a lo largo de la pared, Alexandr Alexándrovich volvió a su puesto y se sentó ceñudo, frotándose la nariz.
Terminada la primera parte se acercó a los músicos y, mientras escuchaban los aplausos, dijo a Fadiéi Kazimírovich que habían ido a buscarlo. Tratábase de un accidente desagradable, y habría que suspender el concierto. Luego, con un ademán hacia la sala, hizo cesar los aplausos y habló en voz alta:
—Señores, hay que interrumpir el terceto. Expresemos nuestro sentimiento a Fadiéi Kazimírovich, que ha tenido un contratiempo. Se ve obligado a dejarnos. Pero no quiero que esté solo en un momento como este: podría tener necesidad de mí. Iré con él. Yúrochka, ve a decir a Semión que espere en el portal. Ya tiene enganchados los caballos. Señores, no me despido. Les ruego a todos que se queden. Regresaré enseguida.
Los muchachos pidieron permiso para acompañar a Alexandr Alexándrovich en aquella carrera nocturna sobre el hielo.
A pesar de que el curso normal de la vida se había encarrilado de nuevo, transcurrido el mes de diciembre seguía el tiroteo en diversos lugares, y los incendios que se producían de continuo parecían ser los incendios precedentes a punto de apagarse.
Nunca habían ido tan lejos y durante tanto tiempo en trineo como aquella noche. En realidad estaban muy cerca: las avenidas de Smolensk, Novinsk y la mitad de la calle Sadóvaia. Pero la oscura niebla y el hielo parecían fragmentar de tal modo el espacio que uno perdía el sentido de la distancia, como si el espacio no fuese el mismo en todas partes. El humo denso y desflecado de las hogueras, el crujido de los pasos y el chirriar de los patines aumentaban la impresión de que estaban viajando desde Dios sabe cuando y de que se encontraban en una lejanía sin fin.
Ante la pensión hallábase detenido un esbelto trineo de moda, cuyo caballo estaba cubierto con una gualdrapa y tenía los cascos vendados. El lugar de los pasajeros lo ocupaba el cochero que, para calentarse, se apretaba entre sus enguantadas manos la encapuchada cabeza.
En el zaguán no hacía frío y, detrás de la barandilla que separaba el perchero de la entrada, dormía el portero roncando tan ruidosamente que de vez en cuando le despertaban sus propios ronquidos, para reanudar luego su sueño acunado por el zumbido del ventilador, el jadeo de la estufa y el silbido del hirviente samovar.
A la izquierda del vestíbulo, ante un espejo, había una señora muy acicalada, carirredonda y excesivamente empolvada, que vestía una chaqueta de piel demasiado ligera para el frío de aquellos días. Esperaba a alguien que había salido y, vuelta de espaldas al espejo, miraba, ora por encima del hombro derecho, ora del izquierdo, el efecto de su figura vista por detrás.
El aterido cochero se asomó por la puerta de la calle. Por la forma de su caftán recordaba una rosquilla, y las volutas de vapor que exhalaba su cuerpo hacían todavía más viva la semejanza.
—Debería darse prisa, mamzell —dijo a la señora que se miraba en el espejo—. Trabajando con usted no se consigue nada más que el caballo se quede tieso de frío.
Lo que ocurría en la habitación número veinticuatro era una pequeñez en comparación con el habitual desorden en medio del cual vivía diariamente el personal de la casa. A cada momento sonaban timbres y, en el cuadro de la pared, aparecían los números que indicaban en qué habitación alguien estaba perdiendo la cabeza y, sin saber siquiera lo que deseaba, atormentaba a los camareros de servicio.
Ahora se trataba de aquella vieja loca de madame Guichard, en el veinticuatro: le administraban un vomitivo y le limpiaban las tripas y el estómago. Glasha, la camarera, tenía los pies molidos de tanto fregar el suelo de la habitación y de traer y llevar baldes de agua limpia y sucia. Pero la tormenta en el office había empezado mucho antes, cuando todavía no podía preverse nada por el estilo ni se había enviado a Terioshka con un coche de punto en busca de un médico y de aquel pobre rascatripas, cuando no había llegado aún el señor Komarovski y en el corredor, ante la puerta, no se agolpaba tanta gente inútil, obstaculizando el paso.
El barullo había comenzado en el office porque alguien había irrumpido torpemente en el estrecho corredor de la cafetería y tropezado involuntariamente con el camarero Sysói precisamente en el momento en que este, inclinándose hacia adelante, tomaba carrerilla desde la puerta en dirección al corredor, con la bandeja llena en la mano derecha levantada. Sysói dejó caer la bandeja, se derramó la sopa y se rompió la vajilla: tres platos soperos y uno de postre.
El camarero sostuvo que había sido la fregona y que ella debía responder de los daños. Eran ya las once de la noche. La mitad del personal debería dejar el trabajo dentro de poco y ellos continuaban la pelotera.
—Le tiemblan los brazos y las piernas. Día y noche está abrazado a la cacerola, como si fuera su mujer. De tanto pimplar tiene la nariz roja como la de un pato, y luego dice que le han empujado, que le han roto los platos, que se ha derramado la sopa de pescado… ¿Quién te ha empujado, feo del demonio, sabandija podrida? ¿Quién te ha empujado, potra de Astracán, cara de cemento?
—Te tengo dicho que midas tus palabras, Matriona Stepánovna.
—¡No valía la pena armar tanto cisco y romper los platos! Todo por semejante tipeja, una picajosa cualquiera, una mirame y no me toques, una maturranga que se atiza un veneno por todos esos bonitos cuentos de inocencia perdida.
Misha y Yura paseaban por el corredor ante la puerta de la habitación. Aquello no era lo que Alexandr Alexándrovich había imaginado: un violonchelista, una tragedia, algo decoroso y limpio. Al contrario, quién sabe de qué diablos se trataba. Porquerías, algo escandaloso, absolutamente inadecuado para niños.
Los muchachos continuaban paseando de un extremo a otro del corredor.
—Vamos, entren a ver a la señora, señoritos —por segunda vez trataba de convencerlos con voz lenta y sumisa un camarero que se había acercado a ellos—. Entren, entren, no tengan miedo. No tiene nada, tranquilícense. Ahora todo está como antes. Pero aquí no se puede estar. Aquí ha ocurrido una desgracia: han roto platos que valen mucho dinero. Vamos, comprendan que tenemos que trabajar, ir de prisa, y que esto es muy estrecho. Vamos, entren.
Los muchachos obedecieron.
En la habitación, la lámpara de petróleo que colgaba sobre la mesa del comedor había sido trasladada al otro lado del tabique de madera, apestoso de chinches, que partía en dos la estancia.
La cama estaba en el lado de acá, separada del resto de la habitación y protegida de las miradas extrañas por una polvorienta cortina de pliegues. Con la confusión olvidaron correrla y uno de sus extremos descansaba sobre el borde superior del tabique. La lámpara de petróleo estaba colocada sobre una banqueta y el rincón quedaba bruscamente iluminado desde abajo como por una luz de candilejas.
El veneno utilizado había sido yodo y no arsénico, como erróneamente había maliciado la fregona. En la habitación reinaba un olor acre y viscoso de nuez fresca con la cáscara verde todavía blanda, pero ennegrecida por el manoseo.
Al otro lado del tabique una joven estaba aljofifando el suelo y en la cama una mujer semidesnuda, inundada de agua, lágrimas y sudor, lloraba ruidosamente, dejando colgar sobre el bacín la cabeza con mechones de cabellos pegados. Los muchachos, turbados, apartaron enseguida la mirada de aquel espectáculo inconveniente. Pero Yura tuvo tiempo de observar con asombro que la mujer, en ciertas actitudes incómodas y descompuestas, a causa de una emoción o de un esfuerzo, deja de ser la que las esculturas representan, para parecerse a un luchador desnudo, con los músculos en tensión y los pantalones cortos, dispuesto para la competición.
Por último, al otro lado del tabique, tuvieron la buena idea de correr la cortina.
—Fadiéi Kazimírovich, querido, ¿dónde está su mano? Déme la mano —decía la mujer con voz sofocada por las lágrimas y la náusea—. ¡He sentido un horror tan grande! ¡Tenía tantas sospechas! Fadiéi Kazimírovich… Me había imaginado… Pero por suerte he comprendido que todo eran tonterías, cosas de mi imaginación desequilibrada. Fadiéi Kazimírovich, ¡qué alivio! Y el resultado… aquí está: estoy viva.
—Cálmese, Amalia Kárlovna, se lo suplico. Qué desagradable es todo esto, palabra de honor, qué molesto, la verdad…
—Ahora nos iremos a casa —rezongó Alexandr Alexándrovich, dirigiéndose a los muchachos.
Turbados por lo embarazoso de la situación, se habían retirado a la penumbra del vestíbulo, junto al umbral, al otro lado del tabique, y no sabiendo dónde poner los ojos, miraban hacia la parte más oscura, allí de donde había sido retirada la lámpara. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, había una étagère con las partituras, una mesa escritorio llena de papeles y álbumes, mientras en la parte opuesta a la mesa de comedor cubierta con un mantel de punto de ganchillo, una muchacha dormía en una butaca, abrazada al respaldo en el que apoyaba la mejilla. Debía de estar muy cansada porque ni el ruido ni el movimiento le impedían dormir.
Ir allí había sido una idea absurda, y encontrarse en aquella situación resultaba una inconveniencia.
—Ahora nos vamos —repitió Alexandr Alexándrovich—. En cuanto salga Fadiéi Kazimírovich. Quiero despedirme de él.
Pero, en lugar de Fadiéi Kazimírovich, salió de detrás del tabique otra persona: un hombre fornido, bien afeitado, elegante y seguro de sí mismo. Sostenía la lámpara en alto, sobre la cabeza: se acercó a la mesa tras la cual dormía la muchacha y dejó la lámpara en su sitio. La luz despertó a la joven, que le sonrió y se desperezó entornando los ojos.
Al ver al desconocido. Misha tuvo un sobresalto y lo miró como si quisiera atravesarlo con los ojos, después tiró de la manga a Yura, intentando decirle algo.
—¿No te da vergüenza hablarme al oído en una casa ajena? ¿Qué pensarán de ti? —le reconvino Yura sin querer escucharlo.
Mientras tanto, entre el hombre y la muchacha se desarrollaba un diálogo silencioso. No se decían nada, limitábanse a cambiar algunas miradas. Pero entre ellos existía una inteligencia tan portentosa que casi daba miedo, como si él fuese el titiritero y ella el títere dócil a los movimientos de su mano.
La sonrisa de cansancio que se dibujaba en el rostro de la joven le hacía fruncir los párpados y entreabrir apenas la boca. Respondía a las miradas irónicas del hombre con unos guiños llenos de maliciosa complicidad. Los dos estaban contentos de que todo hubiese terminado tan felizmente, que su secreto no hubiera trascendido y que la mujer que había intentado envenenarse se hubiera salvado.
Yura los devoraba con la vista. Desde la penumbra donde nadie podía descubrirlo contemplaba fijamente la escena iluminada por la lámpara. Aquella muchacha tan dominada era un espectáculo lleno de misterio e impúdicamente real. Sentimientos contradictorios agolpábanse en su alma mientras una fuerza desconocida le oprimía el corazón.
Eso era precisamente lo que con tanto acaloramiento habían discutido él, Misha y Tonia. A eso le habían dado el nombre de «vulgaridad», nombre vacío, sin significado. Pero era algo que asustaba y al mismo tiempo atraía, algo de lo que se habían desembarazado con suma facilidad, relegándolo a una distancia que anulaba cualquier peligro. Y ahora, sin embargo, estaba allí, ante sus ojos, a dos pasos, al alcance de la mano y, no obstante, extrañamente confuso, como en un sueño, algo implacablemente destructivo y que, al mismo tiempo, gemía e imploraba ayuda. ¿Adónde había ido a parar su infantil filosofía y qué podía hacer ahora él, Yura?
—¿Sabes quién es ese hombre? —preguntó Misha cuando salieron a la calle.
Yura, sumido en sus pensamientos, no respondió.
—Es el mismo que hizo de tu padre un alcoholizado y lo arruinó. ¿Recuerdas? En el tren. Ya te lo conté.
Yura pensaba en la muchacha y en el porvenir, no en su padre y en el pasado. Pero, sin embargo, comprendió desde el primer momento lo que Misha le había dicho. Con el hielo era difícil hablar.
—¿Estás helado, Semión? —preguntó Alexandr Alexándrovich.
Y partieron.