Un colono que llegó a Kenia a principios de siglo decía que en las extensas sabanas de aquellos territorios un hombre podía sentirse como si fuera una isla en un océano de elefantes. Medio siglo después, el mismo colono afirmaba que un elefante, en Kenia, era como una isla en un mar de hombres.
Nadie puede calcular el número de animales que han muerto en África oriental, bajo los disparos del hombre blanco, desde que los primeros europeos cruzaron estos territorios viajando de la costa hacia los grandes lagos. Pero es probable que hayan sido millones. Varias especies se han extinguido antes de que la caza fuese prohibida por completo en Kenia y en Uganda, y controlada con cierto rigor en Tanzania. Los furtivos, no obstante, siguen limando, gota a gota, el vigor de la Naturaleza africana. Hoy, paradójicamente, sólo es el turismo del hombre blanco lo que puede salvarla.
Cuando Joseph Thomson cruzó las sabanas camino del lago Victoria, a través del territorio del país masai, quedó impresionado ante lo que vio. Así lo describía en su libro sobre el viaje: «Allí, hacia la base del Kilimanjaro, hay tres grandes manadas de búfalos, subiendo despacio y con tranquilidad desde las praderas bajas en busca del abrigo de los bosques, para su siesta y su rumiar cotidianos. Más lejos, en las llanuras, grandes números de inofensivos núes de fiero rostro continúan pastando, mientras algunos miembros erráticos de la manada galopan y dan saltos de un lado a otro, con extraños movimientos de la cola. Mezclados con ellos se pueden ver grupos del más encantador de todos los animales, la cebra, tan llamativa con su bella piel dibujada a tiras. Pero eso no es todo. ¡Mire! Abajo de la llanura hay algunos individuos de la especie del grande e imprevisible rinoceronte, con los cuernos colocados sobre sus narices en la forma más ofensiva y amenazadora. Sobre una cresta, corre una tropa de avestruces, huyendo de algún peligro. Vean cuan numerosas son las manadas de topis; y fíjese en los graciosos impalas, brincando en el aire con largos saltos, simplemente por el gusto de gozar de la Naturaleza. Puede ver también, entre los altos juncos que rodean la marisma, el altivo antílope acuático, en grupos de dos o tres, comiendo con tranquilidad la hierba mojada. Los facópteros, interrumpidos en su desayuno matinal, corren en fila de a uno, con la cola erecta, su trote militar verdaderamente cómico. Eso no termina la lista, pues hay muchas otras especies de animales allí. En cualquier dirección que mire los verá en número impresionante. Se caza tan raramente aquí que los animales te miran despreocupados, dentro del campo de tiro».
Un siglo después una imagen así es sencillamente imposible de contemplar. Los traficantes árabes de esclavos y marfil, los matarifes como Alfred Newman, los cazadores blancos y los colonos blancos fueron los responsables primeros del genocidio. Y después de ellos, los clientes millonarios de los grandes safaris.
El primero de esos grandes safaris fue el de Theodore Roosevelt, un presidente americano que tiene un puesto de honor en la historia de su país y que es un punto negro en la historia de África. Su expedición, bajo una cobertura científica, fue una verdadera carnicería. Mató 512 animales de 80 especies diferentes, entre ellos 17 leones, 11 elefantes, 20 rinocerontes y 10 búfalos. Pero hizo cosas peores: hirió a centenares de animales por disparar mal o demasiado lejos y no los persiguió, como señalan las normas de la caza deportiva, porque estaba demasiado gordo. De los 20 rinocerontes que mató, nueve eran rinocerontes blancos, ya en peligro de extinción por aquellos años, entre ellos cuatro hembras y dos crías. Y sentó el ejemplo de lo que, según él, debía ser un safari: una expedición mortífera dirigida por un ansia sin límite de cazar y cazar. Después de todo, Roosevelt era un veterano de las masacres: años antes, en Estados Unidos, había participado con entusiasmo en las matanzas de las últimas grandes manadas de bisontes de las praderas.
Tras él, y durante casi medio siglo, los safaris no cesaron de vapulear a la fauna africana. El lado romántico de la caza dejó paso al lado macabro del exterminio. Por fortuna, la pujanza del conservacionismo en nuestros días ha detenido, en buena medida, la hecatombe. Y otro fenómeno, en cierta manera sorprendente, ha intervenido en favor de la fauna africana: el turismo. Los grandes ingresos en divisas que los países del este de África logran de los turistas ansiosos por ver animales en libertad han impulsado una política de recuperación de la fauna africana que, tal vez, en varias decenas de años, podrá dotar a los parques africanos de un paisaje algo parecido al que contemplaron los ojos de Thomson hace un siglo.
El día anterior a que finalizase mi visita al Serengeti tuve ocasión, sin embargo, de contemplar una parecida visión. John y yo habíamos viajado, desde nuestro campamento de Seronera, hacia el sudoeste, a la zona que se conoce como Moru Kopjes. El sol lucía espléndido y extraía llamaradas de verdor de las llanuras. Al entrar en la región de Moru, los colores se exageraban, como surgidos de la paleta de Van Gogh, y la alta yerba se inclinaba grácil, levemente combada, elegante bajo la brisa húmeda y cargada de olor a polen. Otra vez la sabana cobraba el aspecto de un océano y habría resultado más natural ver surgir a una ballena entre la yerba que a un elefante. Al fondo, una dura serranía cerraba la pradera y el mar de espigas silvestres chocaba contra el rostro pétreo de la montaña, que era como un farallón opuesto al vigor del océano.
Había avestruces, jirafas y grupos de cebras en la llanura, y más adelante, en una zona boscosa, una numerosa tropa de elefantes marchaba entre los árboles fornidos y los juncos que ocultaban el curso del riachuelo. Luego, en las orillas del lago Magadi, de nuevo cebras y un pájaro secretario que corría con prisas sobre las estilizadas patas. Después, de nuevo la pradera sembrada de kopjes, los roquedales de formas redondas que son como pequeños oteros plantados en la llanura interminable.
Y de pronto, como si hubiera surgido de la nada, la gran emigración nos rodeaba en el corazón de Serengeti. John detuvo el coche y apagó el motor. Oíamos los mugidos hoscos de los ñúes, los rebuznos sonoros de las cebras y el eco de los galopes lejanos de las manadas. Eran miles de animales por todos lados, y no sólo ñúes y cebras sino también antílopes y gacelas de diversas especies. Cubrían el horizonte mareas de animales en marcha, en largas filas desordenadas. Y más allá, en la neblina azul que creaba visiones acuosas, más y más animales que seguían su eterno peregrinar. Entre las manadas punteaban los bosquecillos de acacias y los kopjes brillaban metálicos bajo el sol. Las nubes iban cambiando los colores de la tierra, del verde al pardo, del pardo al amarillo. Más lejos aún, bajo una breve y calva serranía, se alzaban altas polvaredas, el signo de otros ejércitos marchando.
El bravo corazón de África latía con fuerza allá en Serengeti, la Naturaleza me mostraba su insumisa tenacidad en Serengeti. John y yo, en el interior del coche, permanecimos durante largos minutos en silencio, conmovidos, felices, reverentes ante aquel último rito del mundo libre.
La última noche en Seronera, al arrimo del fuego, tenía el aroma de la tristeza. Largos días de viaje habían despertado la amistad entre los tres. Y la hora de la despedida se aproximaba inexorable. Beka intentó levantar los ánimos recurriendo el juego de la imitación de voces animales. Pero la melancolía regresaba. La despedida es siempre el lado más amargo de los más bellos viajes.
De nuevo intercambié con el cocinero palabras en español y swahili. A Beka le gustaba mucho hacerlo. Me dio una curiosa explicación sobre la expresión «mzungu»:
—En realidad, no significa hombre blanco ni tampoco europeo. Un europeo o un hombre blanco que vive de forma permanente en un lugar de África no es un mzungu. La palabra tiene otros significados: es también un extranjero, no importa su color, y sirve para nombrar a alguien extraordinario. Pero, sobre todo, tiene un sentido último que es algo así como el que viaja siempre, el que va de un lado a otro en solitario. Un mzungu es eso: un extranjero, una persona que viene de fuera, pero que sigue el viaje y no se detiene, que no se está quieta en ningún lugar.
—Un vagabundo dije.
—Sí, más o menos, un vagabundo extranjero.
—Gracias por la palabra, Beka.
Aquella noche en mi tienda, rodeado otra vez por los sonidos de las tierras salvajes, pensé sobre ello. Me gustaba la idea de ser un mzungu, me gustaba pensar que la vida puede reducirse a eso: a viajar sin rumbo fijo, sin el propósito de llegar a ninguna parte. Recordé otra vez las palabras que Joseph Thomson dijo poco antes de morir: «Estoy condenado a ser un vagabundo. No soy un constructor de imperios, no soy un misionero, en realidad ni siquiera soy un científico. Lo que verdaderamente quiero es volver a África y seguir vagando de un lado a otro».
Ahora me daba cuenta de lo hermoso que es vagar sin un destino concreto. Había ido a África en busca de mis sueños infantiles y había encontrado un sueño nuevo: vagar. Determiné que debía cumplirlo y volver algún día a África para viajar dando tumbos de un lado a otro.
Al poco, los rugidos del león volvieron a oírse en la profundidad de la noche africana. No sentía ningún miedo.
Me despedí de John y de Beka en Arusha. Beka dejó escapar un par de lágrimas mientras estrechaba con sus dos manos la mía. John sonrió con timidez:
—Sé que volverá —dijo.
—Viajaremos juntos los tres por cualquier parte cuando regrese —respondí.
Llegué a Nairobi a la mañana siguiente. Luego, en automóvil, continué hacia el noroeste, por las Tierras Altas donde los cultivos de té y café cubren las montañas; junto a las cortadas del valle del Rift; sobre barrancadas que dejaban ver praderas inmensas y lejanas cordilleras. Me asomé al lago Nakuru y me detuve un par de días en Kisumu, en la orilla keniana del lago Victoria.
Crucé luego la frontera de Uganda y paré en Mbale, al pie del monte Elgon, una ciudad donde el aire de las noches se vuelve embriagador bajo el poderoso aroma de las flores, una bella ciudad para vivir despacio y morir sin prisas.
Luego crucé Jinja sobre el puente que atraviesa el Nilo. Y a la tarde llegaba a Kampala y cumplía mi itinerario casi circular por el este de África. De nuevo estaba donde empecé, casi tres meses después de haber comenzado el viaje. La ciudad me recibió como un viejo amigo y, en cierta forma, aquello era como regresar al hogar. Pero me sentía muy diferente a como era cuando salí de Kampala. Al menos, me parecía verlo todo de otra manera, incluso el aspecto de la ciudad. Un viaje que logra cambiarte es un buen viaje.
Mis sentimientos mezclaban la melancolía y la felicidad. Pero al bajar al barrio del mercado, la miseria africana se echó de nuevo sobre mi corazón. El horror de África borraba de mi memoria, de golpe, la belleza de sus paisajes. Ahora era el turno de los tullidos, los mendigos, los leprosos, la malaria, el sida, la desnutrición y el cólera, todos los parias de la tierra hacinándose en uno de los más hermosos rincones del mundo.
África, la mortalidad infantil once veces más alta que en Europa. África, una esperanza media de vida que no pasa de los cincuenta años. África, la superpoblación, la pobreza, el hambre, la incultura, la corrupción política, las epidemias, la explotación incontrolada, las drogas, los refugiados, la bancarrota, la sequía y la guerra. África, sin otra esperanza que el humanitarismo. África, las dictaduras asesinas y las democracias pervertidas. África, sin universo moral propio, destruido sistemáticamente por los europeos desde hace cuatrocientos años. África, el Tercer Mundo del Tercer Mundo. África, la barbarie en Ruanda, la hambruna en Somalia, la tiranía asesina de Nigeria, los «señores de la guerra», los mercenarios, el rigor islámico, el perfume de las corrupciones, los odios tribales y la vida cotidiana al lado de la muerte. África, el horror del alma humana en el espejo.
La vida está organizada para la tristeza. Aquella realidad miserable con que me topaba ahora en las hondonadas de Kampala ahogaba incluso mi melancolía. Ante tanta tristeza sólo cabía avivar las brasas de la impotente rabia humana.
La última noche en Kampala me senté en la terraza del hotel Speke y bebí una cerveza tras otra bajo la mustia luz de las bombillas. Se escuchaba cantar a los grillos y olía a una mezcla de lirios y alcantarillas.
Mi avión salía al día siguiente rumbo a Europa y se me antojaba irreal dejar atrás el suelo de África. Recordaba una frase escrita por Richard Burton: «El momento más alegre de la vida de un hombre es el de la partida de un largo viaje hacia tierras desconocidas». Y me preguntaba cuándo volvería a disfrutar de un instante parecido.
Envidiaba las expediciones de los antiguos trotamundos. El planeta ya no guarda rincones vírgenes y no hay ningún territorio desconocido para el hombre. Ya no se puede viajar para explorar.
Se viaja ahora, en todo caso, para perseguir una idea que alentaste, o para sentirte a ti mismo pisando el lugar que has soñado ver.
Pero el viaje puede seguir siendo aventura porque aventura es el recorrido de los sueños. Y el sueño es la naturaleza que conforma el corazón del hombre. Su destino es cumplirlos.
Creo que hay que viajar siempre, ponernos a prueba ante lo inesperado, ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado, sobre todo lo que hemos imaginado. Y luego escribirlo, para que otros sueñen, para mantener viva la ficción del existir y el anhelo de eternidad.
Creo que el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres; tocar con sus manos las manos de hombres de otras razas, pisar con sus propios pies las tierras más lejanas. El alma del hombre tiene que recuperar la pasión de la aventura y no esperar a que se la sirvan en la pantalla de un televisor o en las salas del cinematógrafo. Y la gran aventura es siempre el viaje.
Deberíamos viajar sin tregua y alentar en nuestro pecho un corazón de mzungu.
África oriental-Madrid
1992-1995