El nombre de Serengeti viene del término masai siringet, que quiere decir lugar extenso o gran espacio abierto. El parque ocupa 15 000 kilómetros cuadrados, lo que lo hace mayor que Irlanda del Norte, y si se le añaden las áreas vecinas del Ngorongoro y otros parques más pequeños alcanza la extensión de Kuwait. Es el lugar del mundo donde hay una mayor concentración de fauna salvaje.
Serengeti es el escenario de la gran emigración, uno de los espectáculos más fascinantes que el hombre del siglo XX puede todavía contemplar. Cerca de un millón y medio de ñúes, doscientas mil cebras y trescientas mil gacelas, además de otras cuantas decenas de miles de antílopes de diversas especies, se desplazan durante todo el año entre el parque del Serengeti y el vecino Masai Mara, en busca de pastos y devorando cerca de cuatro mil toneladas de yerba diarias. La emigración camina detrás de las lluvias y a los herbívoros les siguen los leones y los guepardos. Las hienas, los chacales y los buitres completan la caravana migratoria.
Entre los meses de noviembre y diciembre, la emigración desciende del Masai Mara al Serengeti. Febrero y marzo es la época de los nacimientos, tiempo en el que las manadas permanecen en Serengeti, recorriéndolo de un lado a otro en busca de mejores pastos. En junio, la emigración regresa al Mara, donde permanece hasta el mes de octubre. El viaje anual completa un recorrido de unos tres mil kilómetros, un área que excede a la de Serengeti y el Mara, ya que las manadas entran también en los territorios de las orillas del lago Victoria y viajan luego hacia el sur, más allá de las lindes de los dos parques. En total, este gran movimiento migratorio cubre un territorio de unos treinta mil kilómetros cuadrados.
Serengeti y Masai Mara son dos partes de un mismo parque, aunque el Mara, a causa de la división colonial diseñada por los europeos, queda en el lado keniano, mientras que el Serengeti es territorio de Tanzania. Su división es mucho más artificial que la de los Pirineos o los Alpes. Y a ambos lados de la frontera sólo habita un mismo pueblo que habla la misma lengua: el masai.
Los masai llegaron a estas regiones hace dos siglos. Cuando los pioneros blancos las «descubrieron» a finales del siglo pasado, enseguida supieron que se trataba del mejor cazadero del mundo. Comenzaron las grandes carnicerías organizadas, los safaris donde los millonarios europeos y americanos pagaban verdaderas fortunas por lograr los mejores trofeos. Y la romántica figura del «cazador blanco» comenzó a cobrar caracteres de leyenda.
Por fortuna, Serengeti y su vecino Mara pudieron salvarse, gracias sobre todo a dos hombres: el doctor alemán Bernhard Grzimiek y su hijo Michel. Desde luego que eran dos soñadores, pero su sueño era de una especie insólita en África cuando ellos llegaron, en el año 1957. Los dos eran conservacionistas y se habían propuesto salvar aquellas regiones del exterminio a que las sometían los cazadores. En poco tiempo demostraron que la supervivencia de la emigración y, por tanto, de dos millones de animales dependía de una firme decisión que prohibiera la caza y la expansión de los granjeros blancos. Convencieron a las autoridades coloniales y toda la región fue declarada zona protegida. Filmaron el famoso documental Serengetí no morirá, un clásico del género, y salvaron para la posteridad estos maravillosos parajes. De paso, hicieron un inmenso favor a los futuros gobiernos independientes de Tanzania y Kenia, que ingresarían en los años siguientes riadas de divisas a causa del turismo que atraen Serengeti y el Masai Mara.
Michel se mató en el cráter del Ngorongoro, en un accidente de avioneta, cuando la hélice del aparato chocó con un buitre. Esto fue en 1959 y el joven fue enterrado en los bordes del volcán. Su padre regresó a Alemania, donde fundó la Sociedad Zoológica de Frankfurt, que nutre de fondos a Serengeti y Ngorongoro para su mantenimiento. Bernhard Grzimiek murió en marzo de 1987, a causa de un ataque cardíaco, mientras asistía a una función de circo. Su cadáver fue trasladado a Tanzania y enterrado al lado del de su hijo. Un monolito guarda la memoria de estos dos hombres que cumplieron su sueño para que todos los demás, sin necesidad de soñar, podamos ver lo que África fue durante miles de años, las inmensas llanuras que, como dijo Moravia, «son un espectáculo de libertad ilimitada y tranquila».
Las largas tierras lunares, cubiertas por un tímido verdor, tocadas en la lejanía por una dulce neblina azul, se extendían a los lados de la pista de tierra. El coche volaba en aquel camino recto que era como un espinazo, dejando a nuestras espaldas una tolvanera cegadora. Pero no eran campos vacíos.
Las avestruces se espantaban a nuestro paso y huían con la cola levantada y el cuello erguido. Parecían remilgadas señoritas, cursis damiselas huidizas. Nadie diría, viendo su temor, que pueden matar a un hombre de una patada.
La emigración de los ñúes llenaba la sabana. Largas filas cansinas marchaban aquí y allá, como secciones de un ejército que viaja en campaña. Algunos grupos descansaban sentados, para darse un respiro en su fatigoso viaje en busca de alimento y agua. En los remotos rincones de la estepa se alzaban polvaredas que revelaban la presencia de otros grupos. Eran incontables los animales que viajaban a paso lento en la misma dirección que nosotros. Y entre los ñúes se insertaban grupos de gacelas de Grandt, algunas partidas de cebras y familias de impalas.
Cruzamos la puerta de Naabi, un pequeño campamento situado en un altozano y en el que se controla la entrada de los visitantes de Serengeti. Mientras esperábamos para cumplimentar los documentos y pagar los costos de la visita, bandadas de estorninos saltaban alrededor nuestro, demandando comida. Eran pájaros de un tamaño algo más grande que el de un gorrión, con plumas azules en las alas, rojas y verdes en el pecho, blancas y amarillas en la cabeza. No se asustaban. En los santuarios naturales protegidos, los animales no temen a los hombres. Simplemente porque no conocen nuestra verdadera naturaleza.
Seguimos camino. La pradera acentuaba sus tonalidades verdes según avanzábamos hacia el interior de Serengeti. De súbito, a la derecha de la pista, en la lejanía, vimos un punto amarillo. John sacó el coche de la pista principal y corrimos sobre la yerba en aquella dirección. Parecíamos nadar en un oleaje verdoso.
Era un guepardo macho. Estaba sentado sobre sus cuartos traseros y oteaba el horizonte por donde viajaban las manadas de ñúes y gacelas. Cuando nos detuvimos a su lado nos miró con indiferencia. Luego, quizá molesto por nuestra mala educación al plantarnos sin avisar en sus dominios, se levantó y comenzó a alejarse dándonos la espalda. Era elegante como un caballero desgarbado, tenía una apostura informal. Pensé que si el león es el rey de las llanuras africanas, el guepardo debe de ser por fuerza el príncipe.
El calor apretaba. Vimos grupos de leones ocultándose en la altura de los kopjes, islotes de piedra en la sabana cuyo nombre viene del holandés —kopje quiere decir «cabecita»— y que son perfectas atalayas donde los leones se esconden para contemplar los rebaños de herbívoros sin que estos alcancen a verlos. Las manadas proseguían su fatigoso caminar por aquellas anchas extensiones. Y el tiempo no parecía correr.
África es literaria. Y si hay un lugar en la historia africana donde todo se funde para hacer que puedan convivir lo real y lo soñado, sin duda ese lugar es la caza. De ahí ha surgido una leyenda que todavía sobrevive: la del cazador blanco.
«La era más grande de la caza en la historia del mundo», como llamó John Hunter al período que podría extenderse, en las planicies africanas, entre la última mitad del pasado siglo y la primera mitad del presente, comenzó en Sudáfrica con la llegada de los primeros colonos. El primer gran cazador se llamaba Petrus Jacobs, un bóer, el hombre que más leones mató en el pasado siglo. Entre él y otros ávidos contemporáneos lograron extinguir estos felinos en la región de El Cabo.
Pero la conversión de la caza en un deporte, dejando de ser una simple tarea de matarifes, puede situarse en la figura de William Cornwallis Harris. Siendo un muchacho, aprendió en la India a montar como los jinetes afganos y a disparar a caballo no sólo con rifle, sino también con arco. A los veintinueve años, ya militar, fue destinado a Sudáfrica. Contrajo pronto fiebres palúdicas y fue dado de baja del ejército durante dos años. Decidió entonces emplear ese tiempo en una expedición de caza. Entre 1836 y 1838 recorrió las regiones del interior sin cesar de tomar notas y dibujar a la acuarela figuras de animales y escenas cinegéticas. A su regreso a Inglaterra publicó su libro Retratos de caza y animales salvajes en Sudáfrica. El libro tuvo un éxito enorme y muchos niños y jóvenes comenzaron a soñar la aventura africana. Cornwallis Harris murió a los cuarenta y un años, como consecuencia de una malaria contraída en Sudáfrica.
Tras él, otros cazadores ingleses alcanzaron una reputación que, a caballo de sus libros, se extendió igualmente hasta Inglaterra. Uno de ellos fue el escocés Gordon Cumming, que entre 1844 y 1849 hizo también un largo viaje cazando por los territorios sudafricanos y que escribió La vida de un cazador. Cumming, que comenzó siendo un carnicero implacable, acabó sintiendo escrúpulos y lástima hacia los animales, un hecho muy común entre los grandes cazadores. Refiriéndose a los afrikaners, los colonos de origen holandés que ocupaban Sudáfrica, escribió: «Disparan a cualquier cosa que ande, repte, sude, se escurra o escarbe». Murió a los cuarenta y siete años en su pueblo escocés de Inverness, aquejado también de malaria.
William Cotton Oswell fue otro caballero de la caza, al estilo de Cornwallis Harris. Nunca mataba animales hembras y fue admirado por Livingstone y Baker. Fue el primer hombre que cazó elefantes a pie y sin la ayuda de jaurías de perros. Entre 1844 y 1851 realizó numerosas expediciones a Sudáfrica y sus libros fueron devorados por la juventud británica. Otro gran escritor de caza de la época fue Charles Baldwin, que ayudó con sus relatos a encender los sueños de los jóvenes.
Livingstone fue también cazador, aunque sus expediciones tenían otros objetivos superiores a los cinegéticos. En 1845 fue herido en un brazo por un león, que le dejó once marcas de colmillos. Livingstone fue uno de los primeros hombres blancos que comenzaron a avisar sobre el peligro de extinción de la fauna africana. Calculó que, por aquellos años, los exploradores blancos y los esclavistas árabes mataban unos treinta mil elefantes al año.
Aquellos primeros cazadores-escritores abrieron el camino al que sería el mejor de todos ellos, el mítico caballero, el gran deportista, el romántico aventurero y viajero, el que daría cuerpo a la leyenda del cazador blanco: Frederick Selous.
Selous nació en Inglaterra en 1852 y a la edad de 15 años su sangre fría y valor le salvaron de perecer en un accidente ocurrido en el Regent’s Park de Londres. La pista de hielo en donde aquel día patinaba Selous, junto a varios cientos de patinadores, se resquebrajó y entre los grandes pedazos de hielo murieron ahogadas o congeladas cuarenta y ocho personas. El muchacho se quedó quieto sobre una de las placas, sin intentar salvarse nadando, como hicieron otros. Luego, sin prisas, fue saltando de placa en placa, escurriéndose sobre su cuerpo, hasta que ganó la orilla.
Había leído a Cotton Oswell y a Charles Baldwin y a los trece años le dijo a su maestro: «Voy a ser cazador en África y me estoy entrenando durmiendo en el suelo». Durante las noches se escapaba por la ventana de su casa y trepaba a los árboles, también para entrenarse. Cuando entró en el colegio para cursar estudios superiores le preguntaron qué quería ser de mayor y él respondió: «Seré como Livingstone». Su familia decidió quitárselo de la cabeza y le envió a Suiza para estudiar Medicina. Pero a los dos años regresó y comunicó a sus padres que no sería médico y sí cazador.
Se embarcó para Sudáfrica a la edad de 19 años, con un buen rifle y cuatrocientas libras esterlinas en el bolsillo. En el Transvaal ya no quedaban elefantes y siguió viaje a Kimberley. Allí le robaron el rifle y hubo de comprarse dos escopetas usadas. También adquirió un carro, caballos, bueyes y pólvora, lo que dejó prácticamente vacíos sus bolsillos. Y en 1872 inició su primera expedición, cruzando el río Vaal.
Cazó allí sus primeros elefantes, siempre a caballo. Pero los elefantes se retiraban hacia el norte, ante la presión de los cazadores, y entraban en los territorios de la mosca tse-tsé, cuyas picaduras hacían morir en pocos días a las caballerías. Selous decidió entonces seguir a pie, y se convirtió así en el primer hombre que inició los míticos safaris andando. En los tres años siguientes mató 78 elefantes. Un jefe local, que al conocerlo le desdeñó como cazador a causa de su juventud, dijo poco después de él: «Selous es un joven león». Años más tarde, el propio Selous escribiría sobre aquellas primeras cacerías de elefantes: «No hay nada como disparar a pie contra un elefante para tener tu sangre en buen estado». Le gustaba comer corazón de elefante asado.
Conforme se labraba una reputación de cazador, Selous iba desarrollando un profundo amor a la Naturaleza. Condenaba la caza de los rinocerontes y él mismo dejó de cazarlos. Tampoco disparaba sobre animales hembra y sólo lo hacía sobre grandes machos adultos. Fue derribado por búfalos y elefantes, resistió a pie cargas de leopardos y leones. Tuvo numerosos accidentes con rifles. Sufrió malaria, se le rompieron varios huesos y prácticamente no hubo parte de su cuerpo que no recibiera heridas. Sus buenos modales, sus condiciones de atleta, ampliaron su leyenda. Cuando Haggard le conoció en Sudáfrica, de inmediato intimaron, y el escritor, poco después, lo tomaría como modelo para su héroe Allan Quatermain, en Las minas del rey Salomón. Aquella novela, que tuvo ventas millonarias en Inglaterra y Estados Unidos, fue el espejo de varias generaciones, en la concepción del mundo como espacio de aventura y del héroe como un hombre romántico, caballeroso y valiente. Ese héroe de la aventura, ese beau ideal que pobló los sueños de millares de muchachos era, en la realidad, Frederick Selous.
En 1887 fue contratado como primer guía de un safari. Para entonces había publicado su libro Los viajes de un cazador en África y su éxito de ventas le garantizaba recursos suficientes para vivir. En Sgo Cecil Rhodes le contrató para conducir pioneros al río Zambeze y el actual Zimbabwe, abriendo el camino hacia Fort Salisbury (hoy Harare), en un recorrido que se bautizó como «la ruta Selous».
Detestaba el apartheid de los colonos sudafricanos y admiraba a los negros. Decía de aquellos: «Mentalmente son la más ignorante y estúpida de todas las razas humanas; no tienen ni una décima parte del coraje de los zulúes».
Publicó dos nuevos libros: Aventuras en el África del Sudeste y Amaneceres y tormentas en Rhodesia, y su éxito entre los lectores continuó asegurándole la financiación de sus viajes. No obstante, en 1894 se casó y se instaló en Surrey, aunque viajaba con frecuencia a cazar a Noruega, el Yukón, Islandia y Estados Unidos. En uno de sus viajes a América conoció y trabó amistad con Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos. Años después le serviría de guía en uno de los safaris más famosos de la historia de las cacerías en África.
En 1902 viajó por primera vez a África oriental, a los territorios de las Tierras Altas, y quedó fascinado por la riqueza venatoria de aquellos lugares. Siguió cazando y escribiendo. Pero su pasión cinegética perdía intensidad, al tiempo que crecía su amor a la Naturaleza. En 1908 publicó su libro Recuerdos y notas de la Naturaleza africana. Ya no era el trabajo de un gran cazador, sino el libro de un conservacionista. Sus notas sobre los animales eran precisas y exactas. Por ejemplo, del león escribió: «Posee dos requisitos esenciales para la felicidad terrenal: buen apetito y ningún escrúpulo». Durante su vida de cazador, Selous mató treinta y uno de estos felinos.
En 1909 organizó el safari de Roosevelt por territorios de Kenia, Uganda y Sudán, y regresó de nuevo a Surrey, decidido a retirarse de forma definitiva de la caza y dedicándose tan sólo a escribir. Pero la guerra mundial estalló, cuando tenía sesenta y tres años, y Selous decidió alistarse como voluntario en la campaña de África. Pasó con excelentes resultados las pruebas físicas y fue enviado a África oriental como oficial de Inteligencia. Llegó a Mombasa en mayo de 1915, integrado en la Legión de la Frontera. Era un cuerpo de 1116 hombres y los recibió a su llegada el coronel Meinertzhagen, un veterano de África y una leyenda por aquel entonces. Los dos hombres se hicieron amigos, a los dos los unía la misma pasión por el continente.
Los alemanes, bajo el mando de Von Lettow, imponían una dura campaña a los británicos. En diciembre de 1915, entre bajas en combate y por enfermedad, sólo 6o hombres de la Legión de la Frontera estaban en condiciones de seguir combatiendo, entre ellos Selous, quien ya había advertido antes: «Un regimiento de blancos acabará siendo un hospital andante».
Sus compañeros de armas le idolatraban y su forma física era superior, pese a su edad, a la de todos los otros. Y su valor era excepcional. En enero de 1917, las tropas británicas intentaban rodear a las de Von Lettow en la región del río Rufiji. Selous subió a un altozano a contemplar los movimientos del enemigo con sus prismáticos. Un francotirador alemán le alcanzó en la frente con un disparo y Selous murió de forma instantánea. La rabia fue tal entre sus hombres que se desató un ataque a la bayoneta, a campo abierto, contra la posición alemana. Los británicos la tomaron y pasaron a cuchillo a cuantos soldados se encontraban en el puesto, entre ellos al francotirador que había matado a Selous.
El día siguiente fue declarado de luto no sólo entre las tropas británicas, sino también por parte de Von Lettow, quien envió un mensaje de condolencia en recuerdo de su heroico enemigo. Muchos jóvenes británicos lloraron la noticia de la muerte de aquel hombre que había interpretado el sueño de tantos otros miles y que había subido los peldaños de la leyenda con la elegancia propia de un caballero. Había escrito una vez: «Si no puedo disfrutar de buenas cacerías en este mundo, las tendré en el otro». Fue enterrado al pie de un tamarindo, a la orilla del Rufiji, cerca del lugar donde cayó. Esa región es ahora el mayor parque natural de toda África y las autoridades tanzanas lo han llamado parque de Selous.
Un gran soñador como fue Selous sólo podía morir, tal vez, en el campo de batalla. Como los héroes de antaño y como los héroes de nuestras románticas novelas infantiles. Y es seguro que sigue cazando en el Paraíso de las Eternas Cacerías.
Acampamos en la región del río Seronera, en el corazón de Serengeti, cerca del atardecer. El campamento no era más que una explanada abierta entre un bosque de matorrales de espinos y acacias de copa achatada. No había agua corriente y ni siquiera un vallado que pudiera servir de protección ante las eventuales visitas de animales salvajes. El lugar era plácido y el clima caluroso y seco. Había tan sólo un par de tiendas de campaña instaladas en el camp-site cuando llegamos.
Mientras John y Beka lo organizaban todo me alejé unos metros del lugar, internándome en el bosquecillo. Encontré a mi derecha un pequeño roquedal y trepé a lo alto. Un búfalo sesteaba en la distancia. Y más lejos, un pequeño grupo de impalas pastaba en un calvero del bosque.
Miré hacia los cuatro puntos cardinales y de nuevo tuve la impresión de que la tierra no podía ser redonda, tal era la distancia que alcanzaba a ver. Al este el cielo era blanco, parecía una pared de yeso colgando sobre la estepa. Al sur todo era azul y los montes brillaban en un pálido verdor. Al norte el azul era más oscuro, más intenso, y las colinas asomaban teñidas de un color violáceo. Al oeste el atardecer comenzaba a prepararse, con el cielo malva sobre las colinas moradas y un aire anaranjado que empezaba a descender desde las nubes sobre el perfil del horizonte.
Esperé allí a que se cumpliera la hora del crepúsculo. La fuerza del sol se esforzaba en romper las últimas nubes. Dos rayos de luz cayeron sobre la tierra en forma de un compás abierto, plateados y precisos. El sol quería ahogar las nubes, desnudarse ante las criaturas del mundo y hacer arder la tierra.
Pero las nubes oponían su consistencia color turquesa y aquella pugna germinaba en un paisaje que era como las pinturas donde los artistas intentan representar la presencia de Dios en el mundo, con una luz que era como un fulgor mágico.
En el instante último el sol asomó, anaranjado y quemador. Y el horizonte pareció temblar con el pálpito de una belleza irreal, mostrándose así apenas un instante, como todo lo que tiene el aire de lo imposible. Fue como un estertor ardoroso, de hondo sabor sensual.
Volví al campamento. Beka había encendido la hoguera, que ardía cercana a la de los otros acampados, y pelaba patatas mientras el pollo se cocía en una olla, entre las brasas. John espantaba a un grupo de babuinos que se habían acercado al campamento. Luego, los monos volvieron a intentar hacerse con los restos de comida del basurero. Se peleaban entre ellos, se perseguían, gritaban y se lanzaban mordiscos. No hay nada más parecido a una familia española que una familia de babuinos: siempre peleándose y siempre juntos.
Cenamos después junto al fuego, ya en noche cerrada. Estuve enseñando a Beka palabras en español. Aprendía una tras otra con calor y tesón.
—Gracias por las palabras que me ha regalado —dijo al fin.
Luego, mientras tomábamos el té, el furioso rugido de un león llegó desde la oscuridad, desde el lado norte. Me pareció que podía estar a menos de cien metros de donde nos encontrábamos.
—No tema —dijo John—. Debe de andar a un par de millas de aquí.
Pero un nuevo rugido, unos minutos más tarde, me alteró el pulso.
—No se preocupe —insistió Beka—, aquí los leones no se comen a la gente. Eso sólo pasa en el sur. Pero es porque la gente hace magia contra sus enemigos y los leones cumplen el maleficio. Aquí nadie hace magia porque no vive gente; sólo vienen ustedes, los mzungus.
—¿No hay rangers armados en las cercanías? —pregunté, inquieto ante las razones de Beka.
—No —dijo John—, pero no hay que asustarse.
—Sin embargo, cualquier león puede entrar aquí: no hay vallas ni protección alguna —añadí.
—Bueno —siguió John—, pueden entrar en el campamento, pero nunca lo hacen en las tiendas.
—Lo que hay que hacer —añadió Beka— es quedarse muy quieto cuando los leones vienen. Así, ellos piensan que no hay nadie en las tiendas. Los que sí entran son los leopardos, pero en esta zona no hay muchos.
Se oyó de nuevo el rugido.
—Preferiría otro tipo de seguridades —agregué.
—Dejaremos una lámpara encendida delante de su tienda, eso les mantendrá alejados si vienen —dijo John.
Durante un rato cesaron los rugidos. Me acosté. A la luz de la linterna busqué entre mis papeles y encontré dos noticias de prensa que había recortado de los periódicos de Dar es Salaam. La primera decía: «Un grupo de leones hambrientos ha invadido ocho poblados de la región de Songea, en el sur del país, matando a tres personas e hiriendo a otras tres. Los leones, en número indeterminado, han forzado a numerosos pobladores del distrito rural de Songea a huir de sus aldeas». La otra noticia, fechada unos días más tarde, decía: «Desde que los leones han comenzado sus ataques en los distritos de Songea y Tunduru, el departamento de Reservas Naturales tiene problemas para encontrar fondos con los que pagar cazadores para que maten a los leones. Además de eso, faltan vehículos para ir en su busca. Un total de once personas fueron devoradas por los leones durante los últimos seis meses y nueve leones fueron muertos durante este período. Desde que en 1984 comenzaron los ataques, 55 personas han sido asesinadas y 56 leones abatidos».
No era la mejor literatura para conciliar el sueño en el interior de una tienda de campaña y escuchando rugir a los leones, aunque fuese a un par de millas de distancia. Apagué la linterna. La luz de la lámpara del exterior era la única arma con que contaba para defenderme del miedo. Pero la noche transcurría sin ruidos, los leones habían callado. Logré dormirme al fin.
A eso de las dos, sin embargo, el grito de una hiena me despertó. Oí sus pasos al otro lado de la lona. Corría por el interior del campamento y, de cuando en cuando, lanzaba una risa sonora y descompasada. Después, cuando se alejó, volví a oír al león. O mejor: los leones. Uno gruñía desde el este y el otro desde el oeste, como si se enviaran mensajes. No rugían, sino que producían un sonido parecido al de una tos prolongada, a un hondo jadeo.
Los gruñidos continuaron hasta que el cansancio me rindió. Los malos sueños me despertaban en ocasiones y seguía escuchando durante un rato a los leones antes de dormirme de nuevo. Al final perdí el miedo. Y me gustó el ruido de la noche africana a mi alrededor, el sonido de la vida libre y salvaje igual a como fue en los primeros días del mundo.
El presidente americano Theodore Roosevelt, que visitó África oriental en un espectacular safari en 1909 y en el curso del cual mató más de quinientos animales, era amigo de las frases pomposas, muy en el estilo grandilocuente del «sueño americano». Así, cuando habló de los cazadores blancos que le acompañaban en su safari dijo: «Son hombres con algo de hierro en la sangre».
Lo cierto es que, si no hierro, al menos sí debían de tener algo de hielo, ya que la caza se convirtió muy pronto para ellos en una especie de noble deporte en el que ciertas normas peligrosas debían cumplirse con escrúpulo. Cuando se creó en Nairobi la Asociación de Cazadores Profesionales se establecieron restricciones para la caza de algunas especies, se ajustaron precios para las licencias de caza de cada una de ellas y se determinó el número de piezas que podían ser abatidas en cada safari; se marcaron zonas de veda y, sobre todo, se prohibió en forma terminante la caza desde automóviles. Esta práctica, que había comenzado a extenderse con la llegada de los primeros vehículos de motor a Nairobi, se anunciaba devastadora para la fauna africana. Sólo en una semana, en 1920, dos americanos mataron en Serengeti, desde un automóvil, 323 leones, y el hecho levantó enormes protestas entre los profesionales de la caza, lo que provocó la prohibición. Se estableció que ningún deportista podría disparar sobre una pieza si no se encontraba a más de doscientas yardas de su vehículo, lo que por ejemplo doblaba las posibilidades de un león y reducía las del cazador. A los profesionales les gustaba disparar de pie, esperando la carga feroz del felino. Eso era lo que consideraban verdadero deporte y juego limpio.
El ingreso en la Asociación requería un año de prueba, tras el cual se efectuaba un voto secreto entre todos los miembros. La Asociación era casi un club en el que se mezclaban no pocos aspectos galantes de estilo belle époque, grandes cacerías junto a sonadas borracheras, lecturas de Shakespeare y lances amorosos, riesgos sin cuento ante los animales salvajes y un porte y comportamiento emanados del mejor estilo oxfordiano. La Asociación podía anular el permiso de caza de un profesional si no cumplía las normas. Los precios también eran establecidos por ella. En 1913 una licencia de cincuenta libras esterlinas permitía matar dos elefantes, un búfalo, dos rinocerontes, dos cebras y casi doscientos antílopes y gacelas. El número de leones y leopardos era ilimitado, pues se les consideraba, por entonces, alimañas.
Alrededor de 1920 había en el club cuarenta miembros, y más de la mitad de ellos tenían en su cuerpo heridas producidas por leones. John Hunter, en su libro Hunter, relata lo que suponía una cacería de grandes felinos. «Hay pocas cosas en la Naturaleza», escribía, «más terribles que la visión de un león cargando. Desde el mismo momento en que arranca avanza hacia ti a una velocidad de cuarenta millas por hora. Un hombre que permanece en pie, a sólo treinta yardas del león que carga no puede arriesgarse a fallar. Un león adulto pesa cuatrocientas cincuenta libras, y si te alcanza con toda la fuerza de su carga te arrojará al suelo con la misma facilidad con que un hombre arranca un champiñón con el pie […] Cuando la carga viene, hay que apoyar el rifle de inmediato sobre el hombro y disparar con rapidez sobre la forma parda que parece moverse con la velocidad de un torpedo. Si tu disparo acierta, a menudo el león da un salto en el aire y viene a caer a una docena de yardas frente a ti. Si un hombre falla, será afortunado si tiene tiempo para un segundo disparo antes de que el león esté ya sobre él, con las mandíbulas abiertas y los colmillos preparados».
El término «cazador blanco» se acuñó a comienzos de siglo y se le debe a lord Delamere. Cuando compró ganado para sus extensas plantaciones de las Tierras Altas, los leones y los leopardos se convirtieron en un grave problema ya que mataban y devoraban casi a diario un buen número de reses. Delamere contrató dos cazadores para mantener a raya a los felinos. Uno era inglés y se llamaba Allan Black. El otro era un negro etíope. Para distinguirlos cuando hablaba de ellos, y puesto que el apellido del primero podía inducir a errores, decidió llamar a Allan «el cazador blanco». El apelativo hizo fortuna y a partir de ahí se forjó, poco a poco, la leyenda. Allan Black adornaba su sombrero con catorce puntas de cola de otros tantos leones devoradores de hombres que él mismo había matado con su rifle.
La época de los grandes matarifes de elefantes estaba terminando En 1883 Alfred Newman había concluido una expedición de tres años, con cincuenta porteadores, por las tierras de Kenia y había abatido casi cuatrocientos de estos animales. Como era habitual escribió su libro, La caza de elefantes en África ecuatorial, poco antes de suicidarse en Londres en 1907. John Sutherland cazó en esas mismas fechas 447 elefantes en una expedición y escribió Las aventuras de un cazador de elefantes. Pero el más famoso de aquella época que se cerraba fue Karamojo Bell, apodado así por ser el primer cazador-explorador que había llegado a las tierras de los karamajoni, en el norte de la actual Uganda. Karamojo Bell era tan experto en la caza de elefantes que podía disparar con escopetas de menor calibre que otros, ya que acertaba, casi siempre al primer disparo, en el punto del cerebro del animal donde la muerte se produce de forma instantánea. Era un tipo hosco cuyas pasiones parecían reducirse a la caza y la lectura de novelas de Dickens, «el único contacto con la civilización», escribió, «que siempre he encontrado placentero».
Los primeros cazadores blancos eran colonos que mataban a los depredadores para proteger su ganado. Poco a poco, sin embargo, y conforme iban llegando los ricos ingleses y americanos atraídos por la fama cinegética de África oriental, iban convirtiéndose en cazadores profesionales, lo que les reportaba mayores beneficios. Ese fue el caso, por ejemplo, de los hermanos Hill. Habían instalado una granja para la cría de avestruces, cuyas plumas eran muy apreciadas entre los modistos europeos, y los ataques constantes de los leones contra sus aves les obligaron a aprender a cazar. Se hicieron unos verdaderos expertos, en especial en la caza a caballo y ayudados por perros. Pronto comenzaron a llevar amigos para divertirse. Y no mucho más tarde llegaron los clientes. En 1925 cobraban veinticinco libras a quienes acudían a cazar con ellos por cada león muerto, y sólo diez si no daban con ninguno. La mayoría de las veces lo lograban, con lo que su negocio se hacía más y más próspero. Pronto dejaron de criar avestruces y los cazadores americanos y europeos los contrataban, por medio de agencias, con varios meses de antelación.
Pero la leyenda del cazador blanco se forjó entre la segunda década del siglo y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En su mayoría, esta figura respondía a las siguientes cualidades: el cazador blanco debía tener la educación de un aristócrata, poseer el tacto de un diplomático, exhibir una buena cultura literaria y musical, ser valiente, conocer el terreno y hablar swahili. Eran, en definitiva, los hijos de Cornwallis Harris, de Selous y de Haggard; eran los hijos de la literatura. La mayoría de ellos, por otra parte, acabaron amando más a la Naturaleza que a los hombres, respetando en mayor medida a los animales que a los seres humanos. Y algunos de ellos, hartos de los hombres y de su negocio, dejaron de cazar para siempre. Sir Alfred Pease, que buscaba los leones a caballo, desmontaba luego, esperaba la carga y disparaba cuando la fiera se encontraba tan sólo a veinte metros, escribía: «Vinimos a África para ver salvajes y sólo los encontramos a nuestro regreso a Europa».
La comunión con la Naturaleza era el punto clave del alma del cazador blanco. Nietzsche escribió: «Si nos sentimos tan a gusto con la Naturaleza es porque esta no tiene opinión sobre nosotros». Y Ortega y Gasset abundaba sobre esta idea: «El hombre es un tránsfuga de la Naturaleza […] Al cazar, el hombre logra anular toda la evolución histórica, desprenderse de la actualidad y renovar la situación primigenia […] Cuando el hombre de hoy se pone a cazar, eso que hace no es una ficción, no es una farsa; es, esencialmente, lo mismo que hacía el paleolítico […] El cazador es, a la vez, el hombre de hoy y el de hace diez mil años […] Si queremos gozar de esa intensa y pura felicidad que es la “vuelta a la Naturaleza”, tenemos que buscar el trato de la bestia arisca, descender a su nivel, sentir emulación frente a ella, perseguirla. Este rito sutil es la caza».
Parece que Ortega y Gasset, al escribir así, estaba dibujando el perfil del alma del cazador blanco.
Phil Percival fue, según dicen, el mejor de todos los cazadores blancos matando leones a caballo. Llegó a Kenia en 1905, estuvo asociado con los hermanos Hill y luego con Bror Blixen, el marido de la escritora Karen Blixen, antes de instalarse por su cuenta. Puso de moda la estética de los safaris tal y como la ha reproducido Hollywood: la sahariana de grandes bolsillos, los sombreros con tiras de piel de leopardo, la pipa en la acampada y el champán a la luz de la hoguera en campo abierto. Percival cazó con Roosevelt en su famoso safari y fue guía de Hemingway en los dos que realizó: el primero en 1934 y el segundo en los años cincuenta. Según contaba Percival, Hemingway era un buen tirador, pero no tan bueno como él se creía. Y solía enfurecerse cuando otro cazador cobraba un mejor trofeo. Percival decía entonces a Pauline, la segunda mujer del escritor, que le acompañó en su primer safari: «Échele un trago a la bestia para que se calme». Percival y Bror Blixen serían los modelos que inspirarían la figura del cazador blanco del cuento La vida corta y feliz de Francis Macomber, un relato clásico de Hemingway en el que vuelve a plantear el tema del valor venciendo a la cobardía. Cuando Percival se jubiló y se retiró a Inglaterra para que sus hijos pudieran tener una educación mejor que en Kenia se instaló en Bristol, en una casa cercana al zoológico, desde donde podía escuchar por las noches los rugidos de los leones.
Fritz Schindelar fue otra curiosa figura. Era austríaco y había servido como oficial en el ejército imperial, de donde al parecer había sido despedido a causa de su desmedida afición al juego. Era un impenitente mujeriego, alto, rubio, bien vestido, siempre con un pulcro pantalón de montar y botas relucientes. En 1913, mientras servía de guía a un equipo americano de cine que rodaba un documental, fue atacado por un león, que le derribó del caballo y le agarró por el vientre con las mandíbulas. Murió pocos días después a consecuencia de las heridas.
Billy Judd era otro reputado cazador. Lo mató un elefante ensartándole con sus colmillos. Otros famosos fueron Leslie Tarlton, Cuninhame, Leslie Simpson, Quentin Gorgan, John Hunter y, por supuesto, Bror Blixen y Denys Finch-Hatton. Durante la Primera Guerra Mundial, ellos y otros cazadores blancos sirvieron como voluntarios en las tropas organizadas por Delamere. Karamojo Bell «cazaba» desde una avioneta soldados de Von Lettow. Lord Cranworth, otro noble británico que se quedó en Kenia como cazador hasta el fin de sus días, pintó dos caballos con listas negras, camuflándolos como cebras, para tareas de exploración. Al final todos los cazadores se ocupaban de conseguir carne para las tropas.
Bror Blixen llegó a África en la década de los años diez. Amaba más los rifles que los libros y, aunque no tenía dinero, logró que la familia de su prometida Karen financiase una granja en Kenia para el cultivo del café. Lo que en realidad pretendía Bror era cazar en África, y poco después de su boda con la futura gran escritora comenzó a desinteresarse de la granja y empezó su carrera de cazador y guía. En 1914 entró en el país masai y, poco después, llevó a Karen a un safari. Treinta años más tarde, ella escribiría: «Si quisiera que algo regresara en mi vida sería poder ir otra vez de safari con Bror Blixen».
Bror pasaba el día disparando. Y las noches entre alcohol y mujeres. Un cliente dijo de él: «Si se viaja en safari con Bror Blixen es mejor llevar una mujer extra. Así se conseguirá que esté toda la noche ocupado y no se acueste con la tuya».
Bror no era celoso. Cuando su mujer se hizo amante de Finch-Hatton los dos hombres no rompieron su amistad. Bror solía presentar a Hatton diciendo: «Mi amigo y amante de mi mujer». Ambos sirvieron de guías al príncipe de Gales en su safari de 1928, y los dos, pese al enfado de Karen Blixen, se sumaron a la lista de amantes de Beryl Markham, otro personaje singular de aquellos años de Kenia. Beryl fue la primera mujer en cruzar en avión y en solitario el Atlántico y era cazadora, escritora y buena devoradora de hombres, como correspondía a toda dama que se preciara en la alta sociedad blanca de Nairobi. De ella se dijo que podía usar la espada como un guerrero masai, montar como un jinete irlandés, volar como Charles Lindberg, seducir como una hurí y escribir mejor que Hemingway. Tuvo un gran éxito con su libro West with the wind, en el que narraba su vuelo trasatlántico. Entre sus muchos amantes hay que sumar al duque de Gloucester, hermano del príncipe de Gales, al que conoció en Nairobi en 1928 cuando estaba embarazada de su primer marido.
Pero entre todos los cazadores blancos que siguieron la estela de los sueños desplegados por Haggard, Cornwallis Harris y Selous, hubo una figura que representó mejor que todos los otros ese beau ideal del cazador blanco: Denys Finch-Hatton, el amante de Karen Blixen.
Había estudiado en Eton y en Oxford y era el segundo hijo del barón de Winchelsea. Las lecturas de los exploradores y cazadores le impulsaron a viajar al continente de sus sueños. Comentó a un amigo: «Inglaterra es muy pequeña, demasiado pequeña. Necesito espacio, iré a África». Y en 1911, a los veintitrés años, se embarcó rumbo a Mombasa. Pocas semanas después, ya instalado en Nairobi, decidió comprar una granja en Eldoret, en las Tierras Altas. Volvió a Inglaterra, organizó su herencia y regresó a África para quedarse.
Medía casi dos metros, era un excelente atleta y poseía un atractivo personal que quienes le conocían calificaban de «magnético». Lord Cranworth dijo de él: «La naturaleza le dotó de más regalos de los que dio a otro hombre». Amaba la música y la poesía. Y era reservado, solitario, poseedor de un humor extravagante, muy en la tradición inglesa. En cierta ocasión, mientras estaba en una expedición de caza, un amigo le envió un mensaje urgente por medio de una sucesión de mensajeros que fueron turnándose, como los viejos correos, hasta dar con él. El mensaje decía: «¿Sabes la dirección de George Robinson?». Denys escribió en el mismo papel: «Sí», y lo devolvió con el correo que se lo había entregado.
En 1919 invitó a Karen Blixen a un safari y se enamoraron. Él le enseñó un África nueva, la animó a escribir, despertó su talento narrativo, como la misma escritora reconocería años después en Memorias de África.
Denys fue uno de los animadores, junto con Phil Percival, de las normas restrictivas para la caza de la Asociación de Cazadores. Y cuando se produjo la matanza indiscriminada de leones por parte de dos americanos, desde su automóvil, en el parque de Serengeti, escribió encendidas cartas en The Times donde calificó los hechos como «orgía de asesinatos» y llamó a sus autores «carniceros sin licencia».
En 1928 acompañó de safari al príncipe de Gales, futuro Eduardo VIII, el monarca que abdicó más tarde para casarse con una americana divorciada. El príncipe, en cierta ocasión, se preparaba a fotografiar a un rinoceronte en plena carga y Hatton mató al animal de un disparo cuando ya estaba muy cerca. «¿Cómo se atreve a disparar sin que yo lo ordene?», preguntó irritado el heredero de la Corona británica. «Quería fotografiarlo más cerca». El cazador respondió: «Alteza, si usted, el heredero del trono, muere, ¿qué tendría yo que hacer? Sólo irme detrás de un árbol y saltarme la tapa de los sesos».
Finch-Hatton intimó con el príncipe y fue invitado varias veces a Londres, al palacio de Buckingham. En 1930 fue de nuevo guía de Eduardo en una expedición para cazar elefantes.
En mayo de 1931 Hatton invitó a Beryl Markham a que volase con él en avioneta desde Nairobi a Voi, en el parque de Tsavo. En el último instante, ella decidió no ir. Hatton llegó a Voi, cenó con su amigo John Hunter y regresó a la avioneta para emprender vuelo de regreso a Nairobi. Al despegar, el aparato se incendió y cayó envuelto en llamas. Denys murió carbonizado. Hunter llevó su cadáver a Karen y ella lo enterró en Ngong, escogiendo su epitafio.
A John Hunter le correspondió cerrar aquella gran época, ponerle el epílogo. Hunter había llegado a Kenia en 1905. Era hijo de un sacerdote de la Iglesia escocesa y, con sólo dieciocho años, se enredó con una mujer casada y mayor que él. Su padre le compró una escopeta, le dio unas pocas libras y le embarcó en un navío hacia Mombasa, con la dirección de un lejano pariente instalado en Kenia como única referencia.
Hunter decidió no vivir con su pariente, a quien consideró un bruto nada más conocerlo, y se empleó en el ferrocarril para despejar el recorrido del Lunatic Train de animales peligrosos, como los rinocerontes, que a veces cargaban contra las locomotoras produciéndoles serios daños. Comenzó a vender pieles de león y de leopardo, a una libra por pieza, y pronto se convirtió en cazador profesional y guía de safaris. Fue el primer cazador blanco en visitar el Ngorongoro y conocía Serengeti como la palma de su mano. Trabajó también para el Gobierno colonial matando animales en lugares donde se producía una superpoblación, o allí donde adquirían el hábito de comerse a la gente, o en territorios donde destrozaban las cosechas. Calculó después que, en su vida de cazador, había matado trescientos cincuenta búfalos, mil rinocerontes, mil cuatrocientos elefantes y centenares de leones. Consideraba al leopardo como el animal más peligroso para el hombre. Hunter fue uno de los cazadores blancos más apreciados entre los clientes europeos y americanos.
En su libro Hunter, escribió el que podía ser el epitafio de aquella época: «Yo he sido uno de los últimos cazadores de los viejos tiempos. Tanto la caza como las tribus nativas, tales como yo las conocí, ya no existen. Los acontecimientos que yo presencié no pueden ser revividos. Nadie verá otra vez las grandes manadas de elefantes conducidas por enormes machos de colmillos que pesaban ciento cincuenta libras cada uno. Nadie escuchará los gritos de guerra de los masai mientras sus lanceros avanzan en la espesura buscando a los leones que han devorado sus vacas. Muy pocos podrán decir que entraron en un territorio que ningún hombre blanco había visto antes que ellos. La vieja África se ha ido y yo la he visto irse».
Un siglo antes, el primer cazador blanco de la estirpe de los caballeros, Cornwallis Harris, había escrito: «Vagar a través de una tierra mágica de cacería, entre una nueva creación que parece surgida de la fábula, rodeado de escenarios no pisados nunca por un pie civilizado, es tan conmovedor y romántico que, a pesar de las fatigas, el embrujo de las tierras salvajes se hace irresistible».
Entre los dos, entre Cornwallis Harris y Hunter, transcurrió un tiempo irrepetible. Un tiempo en el que, no hay que olvidarlo, quedaron en el camino millones de animales africanos sacrificados a tiros por la codicia blanca. Y un tiempo en el que no faltaron juicios muy duros, como este de Richard Meinertzhagen, el soldado que más nativos mató en los territorios de Kenia en la represión de las tribus indígenas: «Es una pena que una criatura tan inteligente como el elefante sea asesinada para que criaturas no mucho más inteligentes que ella puedan jugar al billar con bolas fabricadas con sus colmillos».
Pero todos sabemos que los sueños humanos conducen, en muchas ocasiones, a la más inhumana de las barbaries, que es la barbarie de los hombres. El hombre es hombre para el lobo, pese a que Hobbes considerase peor al lobo.