El Jardín del Edén

Viajábamos por la estepa despoblada y polvorienta, con la sensación de no avanzar en aquel espacio ilimitado. Yo iba sentado junto a John, el chófer-guía, en el asiento delantero del land-rover, mientras que Beka, el cocinero, se acomodaba detrás, entre los paquetes de comida, las cacerolas, los bultos de mi equipaje y la tienda de campaña. Olía dulce bajo el espléndido cielo de la mañana. Y las perpetuas nubes viajeras africanas marchaban lentas sobre nosotros, incapaces, pese a su tamaño, de cegar la luminosidad del ancho espacio.

John era un joven sólido, silencioso e inteligente, amable y discreto. Beka era jovial, reidor, cantarín y comunicativo. Componían la mejor pareja de acompañantes que uno puede desear para un safari por las sabanas de África.

La vigorosa monotonía del paisaje se quebraba con la ocasional aparición de los kraal masai, pequeñas aldeas cercadas de espino, o de exiguas charcas de agua donde abrevaba el ganado. Al fondo asomaban colinas redondas y azuladas, cerrando el verdor mustio de los campos. Mi vista se había convertido en un poderoso sentido, llegando más allá de donde nunca lo había hecho. ¿Quién puede creer en las grandes llanuras africanas que la Tierra es redonda?

Dos horas después de haber abandonado Arusha, al pie de la lejana cortada del valle del Rif t, asomó como un grito de luz la ebúrnea superficie del lago Manyara. Brillaba blanco y cegador, como un espejo sobre el que se derrumba el sol.

Beka me tocó el hombro desde atrás y señaló con el dedo hacia el lago:

—Es el lago más bonito de África, nuestro Manyara —dijo orgulloso.

A mi lado, John asentía sonriente.

Llegamos a Mto Wa Mbu, un poblado cercano a las orillas del Manyara que ha crecido en los últimos años como consecuencia del tráfico de viajeros hacia el cráter del Ngorongoro y las llanuras del gran Serengeti. Mto Wa Mbu tiene la apariencia de un poblado del Oeste americano en los días de los pioneros, con una larga calle a cuyos lados se alinean tiendas de alimentos y bebidas, algunos bares, un cutre restaurante de sombrío interior y decenas de tenderetes dedicados a la venta de artesanías masai. Todo el comercio y la actividad de Mto Wa Mbu se organiza para obtener cuanto dinero sea posible de los viajeros.

En la gasolinera, la única en muchos kilómetros a la redonda, John vigilaba con escrúpulo las medidas del contador con que se iban llenando nuestros bidones de reserva.

—La gente no es buena aquí —me dijo—, los contadores están amañados y hay que vigilar para no pagar de más. Compramos cervezas, botellas de agua mineral al precio más alto del mundo, carbón, fruta, algunas latas de carne en conserva y pilas de repuesto para las lámparas. Por fortuna, el cambio negro que había hecho en Arusha rebajaba sensiblemente los costos del aprovisionamiento.

Nos alejamos del pueblo y Mto Wa Mbu se disolvió entre las tolvaneras de polvo rojo que se levantaban a nuestra espalda. El vehículo comenzó a trepar con fatiga por la estrecha y empinada pista que ascendía la muralla del Rift.

La palabra Rift quiere decir algo así como cuchillada o tajo. El valle de la Cortada, o de la Tajada, como podría llamarse en español, es una gran falla de la tierra producida por una sucesión de explosiones volcánicas hace millones de años. El valle del Rift corre a lo largo de 5600 kilómetros por el territorio africano, entre el mar Rojo y Mozambique. Atraviesa doce países y forma espectaculares paisajes. Aloja volcanes apagados, como el Kilimanjaro y el Ngorongoro, valles de una fertilidad pasmosa, lagos de agua dulce como el Tanganika y lagos de aguas sódicas como el Nakuru, el Turkana y el Manyara. Las capas de sedimento de ceniza han servido como manto protector para los fósiles de los homínidos más antiguos encontrados en el mundo, en la garganta de Olduvai (Tanzania), en el lago Turkana (Kenia) y en las orillas de los ríos Awash y Omo (Etiopía). La feracidad de su suelo y la saludable climatología han formado un marco único para la proliferación de la vida animal.

En el este de África hay dos ramas del Rift: la oriental, que cruza Tanzania y Kenia, cerrándose en la región del Kilimanjaro, y la occidental, que rematan las cumbres volcánicas de las montañas Virunga en el Zaire, y de las montañas de la Luna, en Uganda. Desde el río Jordán, en el norte, hasta el lago Malawi, en el sur, el valle del Rift se dibuja como un regalo único para los hombres que aman la Naturaleza y la vida libre.

Ahora, mientras el land-rover ascendía, se iba abriendo debajo de nosotros el espectáculo de la gran cortadura, de la inmensa cicatriz provocada por el antiguo cataclismo. Las aguas sódicas del Manyara refulgían hasta el punto de casi herir la vista. Y alrededor del lago la selva se apretaba como un verde velo que adornase el rostro pulido de una joven virgen. En la lejanía, serranías azules y solitarias montañas de una apariencia ciclópea rompían la soledad de la sabana. Parecía una pintura del Paraíso tal y como lo concibieron los viejos artistas: baobabs que, con su apariencia de fantasmas vegetales, se agarraban en las quebradas; la espesura del bosque rodeando el lago; la llanura, moteada más allá por la mancha de un grupo de árboles, cruzada algo más lejos por un riachuelo, herida en otro lugar por la blanca línea recta de la pista de tierra; la humareda de un fuego en la distancia, la insolente presencia de un montañón, la dentadura afilada de una cordillera en la lejanía. Sentía vértigo de mirar más allá por temor a los abismos que propone el infinito del paisaje africano.

Yo había pedido a John que nos detuviésemos en una aldea masai. Después de coronar la altura, la llanura se extendía de nuevo en un ondulado paisaje de tierras rojas. John salió de la pista por una estrecha vereda y nos aproximamos hasta un kraal, rodeado como casi todos por una muralla de espinos. Entre los recios matorrales de la valla se alternaban plantas de sisal, donde crecían las pitas formando una especie de círculo de lanzas alrededor de las chozas. El kraal lo componían una docena de cabañas que, a su vez, rodeaban un cercado para el ganado, en aquel momento vacío. Olía fuertemente a establo.

Grupos de muchachos y muchachas, además de algunas ancianas, se acercaron hasta nuestro vehículo. John bajó del coche y me indicó que permaneciera en el interior. Junto a la ventanilla, todos los ojos me contemplaban. Algunos niños me pedían el bolígrafo que asomaba de mi bolsillo y otros demandaban dinero: Money, pen, money, pen, era la letanía. Las moscas paseaban su cuerpo azulado por los labios y los ojos de aquella gente, sin que ninguno hiciera el mínimo gesto para espantarlas. Un guapo muchacho que hablaba inglés me tendió la mano para presentarse.

—Me llamo Daniel, ¿y tú? —dijo.

—Javier.

—Soy cristiano protestante, ¿y tú?

—No soy religioso.

—¿Cómo se puede vivir sin ser religioso?

—Bueno, mi educación es católica.

Sonrió aliviado.

Veía a John, alejado unos metros del coche, discutir con un hombre que había salido de una de las cabañas. Parecía irritado. Una y otra vez negaba con la cabeza y el tono de su voz iba creciendo. El joven Daniel le señaló con el dedo:

—Está borracho, siempre está borracho.

John regresó al automóvil, mientras el hombre continuaba gritándole.

—Tenemos que irnos —dijo al subir al vehículo—. El jefe quiere dos botellas de whisky a cambio de dejarnos visitar el poblado.

—¿Me das tu bolígrafo? —pidió Daniel desde el otro lado de la ventanilla.

Se lo tendí. John arrancó el automóvil y nos alejamos del kraal.

Unos kilómetros más adelante, de nuevo nos desviamos de la pista y enfilamos hacia otro poblado.

—Conozco a uno de aquí —dijo John con seguridad—. No habrá problema.

El nuevo kraal parecía más descuidado, sin cercado, sin muchachos, sin ganado. Los únicos habitantes de la aldea en aquella hora parecían ser un grupo de hombres ancianos, vestidos con desastradas ropas de corte europeo, casi harapos, en lugar de las tradicionales faldas y túnicas masai.

Descendimos del coche. Uno de los hombres se acercó a mí y me tendió la mano. Vestía un desgastado pantalón de pana y una raída chaqueta gris sobre la camisa de cuello deshilachado y mugriento. Sonrió mientras me apretaba la mano y mostraba las ruinas de su dentadura. Me preguntó en inglés de qué país venía.

—Sí, España —dijo—, eso es muy lejos, ¿no? Debe contar cuando regrese a su país que Tanzania necesita ayuda porque no hay agua y que la gente se muere de hambre, muchos masai se están muriendo de hambre. Necesitamos comida, medicinas y que venga gente para ayudarnos a buscar agua. Ustedes saben cómo encontrarla, nosotros no sabemos. Sólo queremos ayuda, no dinero; nada más que ayuda.

Se llamaba Jacob, me dijo luego, y era católico. Después me preguntó cuántos idiomas sabía:

—Inglés, francés y, claro, español —contesté.

—Ah, yo también hablo tres idiomas: swahili, inglés y masai —agregó satisfecho.

Luego, mientras me tendía de nuevo la mano, dijo:

—Hay muchos idiomas en la tierra. Es bueno que los hombres puedan entenderse. Los idiomas los hizo Dios y son más necesarios que el agua.

Cuando nos alejamos, la figura desdichada del viejo Jacob permaneció un largo rato con la mano alzada por encima de la cabeza, despidiéndonos. Pensé que el orgullo masai seguía vivo en Jacob, un anciano que no pedía limosnas, sino tan sólo solidaridad humana.

Llegamos a Karatu Junction, un destartalado poblado en el camino hacia el cráter del Ngorongoro, a media tarde. La tierra era de un furioso color carmesí, sobre el que centelleaba el intenso verde del maíz. Parecía como si la vida vegetal creciera sobre un extenso charco de sangre.

Nos instalamos en el camping, en una elevación del terreno, y John y yo montamos la tienda mientras Beka sacaba los pucheros y los alimentos para preparar la cena. Me senté a escribir algunas notas en el cuaderno de viaje mientras la tarde caía alrededor. El camping era una explanada de forma cuadrada, rodeada de alambrada, con cuatro cobertizos en su lado oriental que servían de rústicas cocinas. Los cocineros de las diversas expediciones preparaban allí sus guisos mientras los mzungus esperábamos el momento de hincarles el diente. Aquel día apenas acampaban media docena de expediciones en Karatu.

La noche se desplomaba envuelta en una violenta belleza. Cantaban cientos de grillos alrededor del campamento, bajo una luna que se dibujaba pálida en el cielo, camino del plenilunio. Caía el sol a espaldas del Ngorongoro, allá al oeste, pero el cráter del gran coloso aparecía cubierto por una enorme nube oscura que era como la tapadera del inmenso puchero.

Cené el guiso de pollo al arrimo de la lumbre que ardía bajo uno de los cobertizos. Charlé un rato con un matrimonio de policías australianos que estaban recorriendo África después de haber pedido varios meses de vacaciones sin sueldo. Luego, se nos unió un grupo de suizos: una pareja de estudiantes y un matrimonio de edad madura. Beka, después de la cena, imitó las voces de diferentes animales. Y luego se empeñó en que cantásemos La Bamba.

Dormí arrullado por los grillos, sobresaltado en un par de ocasiones por el lamento lejano de las hienas. Al amanecer hacía frío, el rocío cubría la tierra y las nubes flotaban oscuras y repletas de lluvia sobre nosotros. Pese a ello, el espacio se tendía ancho e interminable hacia el horizonte. Al este, el cono del monte Meru asomaba entre nubes marmóreas, como una uña azul. Sobre su cima se abría una franja de luz centelleante y más arriba los nubarrones cerraban el cielo como un gran sombrero negro.

Miré al otro lado, hacia el Ngorongoro, quieto allí desde los lejanos días de la Creación, el único tesoro que nos resta de lo que pudo ser el jardín del Edén.

El Ngorongoro se formó como hoy lo vemos hace cosa de dos millones de años. Se sitúa a 2600 metros sobre el nivel del mar en sus bordes, mientras que dentro del cráter la altitud es de 1800 metros. El interior del caldero es una enorme llanura, en forma casi circular, que alcanza un diámetro de veinte kilómetros. Hay manantiales y arroyos en su suelo, un par de lagunas de aguas dulces y un gran lago de aguas sódicas en el centro. También crece un bosque de acacias amarillas, el Lerai, en el lado norte del cráter.

Desde hace al menos diez mil años los hombres han bajado hasta allí con su ganado en busca de pastos. A sus primeros habitantes se les conoce con el nombre de los útiles que fabricaban y de los que se han encontrado algunos restos: «vasijas de piedra». Hacían también collares y armas de piedra y construían con piedra los corrales para guardar el ganado.

Hace unos trescientos años llegaron aquí los datoga, pueblo nilótico y guerrero, que expulsaron a los habitantes de la región. Ciento cincuenta años después de ellos llegaron los masai. Al parecer, a mediados del siglo XIX, hubo una feroz batalla de la que todavía hablan las leyendas masai, y los datoga tuvieron que retirarse al sudoeste, donde queda un grupo en los alrededores del lago Erai. Los masai conocen todavía hoy a los datoga como mangati, que quiere decir «enemigo fuerte», por el valor que demostraron en aquella épica batalla. Entre las teorías que existen sobre el origen de la palabra Ngorongoro, una de ellas sostiene que era el nombre de un grupo de guerreros datoga que luchó en la famosa batalla. Otra, sin embargo, afirma que era el apelativo de un clan masai, mientras que una tercera señala que era el nombre de un herrero masai que fabricaba esquilas y cencerros para los pastores. En fin, una última teoría sostiene que era el nombre con que antes se conocía entre los masai a la piedra donde se muele el grano, que tiene igual forma que el cráter.

El primer blanco que vio el Ngorongoro fue un científico alemán, el profesor Kattwindel, que viajó en 1911 hasta aquí desde Dar es Salaam y encontró los primeros fósiles de homínidos en las cercanías, en el Olduvai Gorge. Luego, dos colonos alemanes, los hermanos Siedentopt, dividieron en dos partes el cráter para cultivar sisal y trigo, además de criar ganado. Levantaron dos granjas en el interior del caldero, una junto al arroyo Munge y la otra en el bosque Lerai. Sólo quedan unos pocos restos de ambas construcciones.

Otro científico, Hans Beck, viajó después de Kattwindel a Olduvai en busca de más fósiles. El fin de la Primera Guerra Mundial, que obligó a Alemania a ceder los territorios de Tanganika, forzó al científico y a los dos colonos a irse del Ngorongoro.

Luego llegó un colono inglés llamado Hurst. Construyó una cabaña en la que vivía con un sirviente negro y dos perros especializados en la caza del león. Cultivaba una pequeña huerta, tenía varias avestruces que le proporcionaban huevos y dedicaba la mayor parte de su tiempo a cazar. Le mató un elefante herido ensartándole con uno de sus colmillos por el pecho y golpeándole contra un árbol.

El primer cazador profesional que alcanzó el Ngorongoro fue el escocés John Hunter, quien años más tarde, recordando aquel viaje, escribió: «Era como las llanuras africanas debieron ser antes de la llegada del hombre blanco». Hunter viajó desde Nairobi con dos clientes norteamericanos y la abundancia de caza era tal que, cada poco tiempo, los tres hombres debían dejar de disparar para que las armas pudieran enfriarse. Hunter quedó asqueado de la avaricia cinegética de sus dos clientes y criticó con dureza lo que llamaba «el hambre americana de gatillo». También observó algo que muchos otros cazadores profesionales aprenderían en su carrera: «El problema no son los animales, son los clientes».

Después de Hunter vinieron muchos otros cazadores, hasta que en los años cincuenta la actividad venatoria en la región quedó prohibida y el Ngorongoro fue declarado zona protegida. Desde entonces, los únicos visitantes blancos son los científicos y los turistas, mientras que la población residente sigue siendo masai, que conserva sus derechos al pastoreo en el cráter y a cultivar toda la zona que lo rodea.

Junto a la belleza del paisaje del Ngorongoro lo que más impresiona a los visitantes es la riqueza y la concentración de vida animal. En el Ngorongoro llueve casi todo el año y sus pastos atraen millares de herbívoros. Tras los herbívoros vienen los carnívoros y después los carroñeros. Una colonia de flamencos rosas anida en el centro del cráter. La presencia de las lagunas de agua dulce da hogar a varias familias de hipopótamos. Y los mosquitos de las charcas constituyen una abundante dieta para millares de aves.

Aunque las paredes del volcán son escarpadas y por ello da la impresión de que los animales viven allí de forma permanente, sucede lo contrario: que la mayoría entran y salen de manera constante. Los únicos que no bajan al cráter son las jirafas, ni tampoco los elefantes hembra, por temor a que sus crías puedan caer y herirse en las difíciles veredas que hay que seguir para llegar a las llanuras del interior del extinto volcán. La abundancia de fauna es tal que Alberto Moravia, al visitar el lugar, escribió. «En el Ngorongoro se verifica la paradoja de que la Naturaleza feroz e inútil destinada a Paraíso Terrenal parece artificiosa, mientras que los cultivos y los pastos para bovinos y ovinos parecen naturales».

Alan Moorehead, cuando realizó su largo viaje a los parques naturales africanos para escribir su libro No hay espacio en el Arca, decía del Ngorongoro que es «la esencia de África». Y Moravia, fascinado ante el espectáculo de vida libre del gran cráter, decía: «Es el mito del. Paraíso Terrenal donde el hombre y los animales vivían en concordia antes de la expulsión del Edén».

Bernhard Grzimiek, un científico alemán, autor del famoso documental Serengeti no morirá y uno de los héroes en la lucha por la conservación de la Naturaleza africana, escribía: «Es imposible dar una exacta descripción del tamaño y la belleza del cráter, porque no hay nada con lo que pueda ser comparado. Es una de las maravillas del mundo».

Para mí, la mejor descripción del lugar la hizo John Hunter, autor de Hunter, uno de esos hermosos libros de la niñez y un clásico en la literatura cinegética: «El clima del Ngorongoro es casi perfecto», escribía. «Aunque la montaña está a no demasiadas millas del ecuador, la altura conserva el cráter fresco y agradable. En este bello lugar es siempre primavera. El frío del invierno y el calor del verano nunca llegan aquí. Con caza abundante alrededor, un arroyo de agua fresca en la puerta y bosques llenos de frutos, un hombre podría vivir aquí tan feliz como pudo vivir en el jardín del Edén. Mirando a mi alrededor, pensé que me alegraría pasar el resto de mis días en el Ngorongoro».

Tras la primera claridad del día, el sol asomó rotundo y bronco entre la tierra y el manto de las nubes, que formaban una especie de turbio paraguas en el espacio. Todo enrojeció a nuestro alrededor poco después, mientras el vehículo cabalgaba la pista de tierra carmesí dejando una violenta polvareda a su paso. La cegadora luminosidad duró apenas unos cuantos minutos, el tiempo que el sol tardó en recorrer la estrecha franja de cielo abierto entre la tierra y las nubes. Luego, trepó a esconderse entre los nubarrones, que formaron una oscura campana sobre la tierra. Pero la luminosidad crecía. Los niños bajaban corriendo a saludarnos con sus gritos a las afueras de Karatu. El maíz húmedo brillaba con un vehemente verde sobre los campos escarlatas.

Media hora después entrábamos en el recinto del parque del Ngorongoro y el coche subía por una estrecha senda, ya en las faldas del cráter, entre la niebla que iba espesándose. Olía a lluvia, a humedad agobiadora y a yerba. A la izquierda se abría una gran barrancada, donde la vegetación formaba una densa e impenetrable selva. Los árboles se alzaban por encima de nuestras cabezas, apretando sus copas las unas contra las otras. Casi podíamos tocar las nubes, echadas encima de la vegetación como si fueran los celosos protectores de aquel bosque virginal. Los gritos de los monos y los silbos de los pájaros levantaban un hondo eco en el cerrado marco de la jungla. A nuestra espalda, el pardo lomo de la sabana cobraba el aspecto de un animal moribundo.

Y entonces, al cumplir los últimos tramos de la ascensión, la niebla se abrió, quedó bajo nuestros pies, y entre el vehículo y los nubarrones el espacio se ensanchó y se iluminó.

John detuvo el coche. Bajé tras él mientras Beka permanecía enterrado en el asiento trasero, entre los bultos, las cacerolas y las botellas. Caminamos unos pocos metros y alcanzamos el borde del volcán. Abajo se mostraba el más bello y emocionante paisaje que yo había contemplado nunca y que, tal vez, nunca contemplaré.

El bosque descendía por las empinadas paredes del cráter formando una capa sedosa. La vegetación que cubría los bordes del Ngorongoro hacía que nada pareciera arisco en el paisaje, ni siquiera los picachos escarpados de la lejanía. El regazo del volcán se ensanchaba en una llanura con la forma de un círculo casi perfecto. La base del cráter, unos ochocientos metros más abajo de donde nos encontrábamos, verdeaba en todos los tonos posibles: era hosco en una planicie próxima a la ciénaga de Mandusi, en el lado sur; casi rubio en el bosque de acacias de Lerai, al norte; vibrante y gritador en los juncos que rodeaban las fuentes y los estanques de Ngoitokitot, hacia el oeste; glauco en las cascadas de vegetación que cubrían las paredes del cráter. El estanque de Gorigor, también en la parte del oeste, lucía azul pálido, mientras que las aguas del Ngoitokitot, al lado suyo, mostraban un intenso azul marino; el escuálido río Munge, al sur, dejaba sobre el suelo un rastro turmalino, y en el corazón del cráter, como un ombligo de plata, brillaba con una luz turbadora el gran lago Makat, nacarado en sus orillas, tocado en su centro por un brochazo de luz rosada.

Pensé que había algo de artificioso en aquella pintura de la Naturaleza más viva. Estaba profundamente emocionado. John se había quedado un poco alejado de mí. Me rodeaban el silencio y la soledad. El aire traía un cálido aroma de hojas y de ríos.

Viendo aquel inmenso agujero del interior del volcán podía imaginar la altura que, hace dos millones de años, antes de derrumbarse bajo una terrible erupción, alcanzó el Ngorongoro. Los vulcanólogos afirman que, tal vez, fue más alto que el Kilimanjaro. Han analizado su formación y han estudiado su falla. Pero es probable que nunca logren explicar por qué ha llegado a ser tan bello.

La grandeza insólita del cráter transmitía una honda sensación de eternidad. El Ngorongoro es un lugar de una hermosura tal que no puede definírsele más que de una forma: es una extravagancia de la Naturaleza.

Bordeamos el cráter por el lado oeste y nos detuvimos en el Simba Campsite, un lugar de acampada en los bordes del Ngorongoro, en cuyo centro señorea una gallarda higuera silvestre. Beka se quedó allí, preparando la tienda de campaña y la cena, mientras que John y yo, con unos bocadillos y cervezas, emprendimos el viaje hacia el interior del cráter, el corazón del jardín del Edén.

La niebla se esfumaba en las laderas exteriores del volcán mientras nos dirigíamos hacia el norte. Poco después alcanzamos la estrecha senda por donde se desciende hacia el fondo del cráter, un pedregoso y difícil camino por el que tan sólo cabe un automóvil. El cielo se abría sobre nuestras cabezas, la luminosidad crecía, y allá abajo, el gran lago del centro parecía un escupitajo cósmico.

A poco de comenzar el descenso, un grupo de masai, muchachos y muchachas en su mayoría, esperaban a un lado de la senda, ataviados con sus ropas tradicionales. Nos hacían señas.

—¿Quiere que nos detengamos? —preguntó John.

—¿Para qué?

—Por si quiere fotografiarse con ellos. Cuesta veinte centavos de dólar cada foto con un masai. A muchos turistas les gusta.

—Mejor seguimos.

Pensé en el orgullo del harapiento Jacob mientras dejaba atrás a aquellas criaturas despojadas de arrogancia por el turismo y la pobreza.

—No crea —decía John—, tienen su orgullo, pese a todo. Si alguien los engaña y hace más fotos de las acordadas, apedrean el coche y, si pueden, rompen la cámara fotográfica. El Gobierno no puede intervenir. Son sus tierras y es su derecho poner el precio de cada foto.

Llegábamos al fondo del cráter y la llanura se tendía delante, hermosa y colosal, alfombrada por la suavidad de la yerba. Mientras avanzábamos, a marcha lenta, notaba el aire cambiar: primero era frío, al poco cálido, y siempre húmedo. Era como las corrientes marinas que rodean tu cuerpo mientras nadas desnudo, en las que se alternan los tramos tibios y los más frescos. El aire entraba vivo y evocador en los pulmones, como si quisiera transmitirme un mensaje de los tiempos pretéritos. Era parecido al aire de las sierras, pero más cálido y menos seco, envuelto en una humedad dulzona.

Una veintena de buitres aleteaban y picoteaban los restos del cadáver de un herbívoro. John sonrió:

—Es lo que queda del desayuno del león.

Más adelante, dos muchachos masai, casi unos niños, vigilaban un rebaño de vacas. Iban sin armas, únicamente provistos de los palos para arrear el ganado.

—Son muy valientes —dijo John—. No temen a los leones y estos les respetan porque saben que son valientes. Dejábamos a nuestra derecha el bosque de Lerai y nos adentrábamos en el cráter. Ahora, un rebaño de varios cientos de ñúes rodeaba nuestro automóvil. Nos miraban sin miedo, todo lo más alejándose con un breve trote de nuestro paso. Reparé, viéndolos de cerca, que el ñu es uno de los animales más extraños de la tierra, una especie de bestia mitológica. Su cara y su barba recuerdan a una cabra; los cuernos son de un toro; el cuello, el de los asnos; las patas, semejantes en gracilidad a las de una jaca, y la cola igual a la de los caballos. Berrea con un grito que mezcla el rebuzno, el mugido y el balido. No es impensable que cualquier día se cambie la cabeza por la de un hombre y tengamos en África un centauro.

Seguíamos y los grupos de cebras se mezclaban con los ñúes. Son viejos compañeros en las largas migraciones de la sabana en busca de pastos frescos. También las gacelas de Grandt y de Thomson comenzaban a aparecer, saltando ágiles delante del vehículo, alejándose tan sólo unos metros y deteniéndose luego para contemplarnos con sus bellos ojos asombrados.

John detenía el coche una y otra vez para que yo pudiera hacer fotografías. Los animales no se asustaban, pero todos parecían haber aprendido una misma forma de expresar su desprecio al turista invasor: cada vez que enfocaba mi cámara, el ñu, la cebra o la gacela de turno se daba la vuelta y me mostraba el trasero. Si uno no es rápido con la cámara, puede quedarse nada más que con una estupenda colección de culos de fauna salvaje africana.

Era embriagador. Conforme avanzábamos más hacia el interior del cráter, mayor era el número de animales. De pronto, entre la alta yerba, un grupo de búfalos cafre se alzó para contemplarnos. Eran machos viejos y parecían esculpidos en un bronce sucio, tal era el carácter de su poderosa estructura. Su sólida testuz recordaba el tricornio de la Guardia Civil española. Nos miraban moviendo las orejas y la cola.

Nuevas manadas de cebras, gacelas y ñúes con nosotros. John percibía mi asombro:

—Muchos mzungus preguntan si el Gobierno ha traído aquí estos animales para ponerlos juntos. Y no es así, siempre estuvieron aquí. Los que no estábamos éramos los hombres.

Llegábamos a la llanura central del Ngorongoro. Olía a azufre caliente. Miles de flamencos caminaban con el largo cuello inclinado y el pico rozando la superficie del agua. El color rosáceo de su plumaje se agudizaba cuando los golpes de luz caían desde el cielo y su reflejo en el agua volvía también rosa la laguna. Comían mínimos insectos metiendo su curvo pico en el agua como quien mete una cuchara en una sopa para recoger tropezones.

El sabor marino del aire se acrecentaba. Se veían polvaredas lejanas, como humaredas. Hacia lo alto trepaban los elevados murallones de la boca del volcán, formando un círculo alrededor de la pradera, tejiendo una ancha corona de verde sobre nuestras cabezas. Todo era grandioso y libre en aquella hora en que no había en el cráter otra presencia humana que la nuestra.

Nos alejamos de la laguna. Un grupo de facóqueros, los jabalíes africanos, pastaban en un espacio de yerba rala. Lo hacían arrodillándose sobre sus patas delanteras, el largo y feo morro hundido entre los tallos delgados y cortos. Moorehead llamaba a los facóqueros «los payasos de la sabana», por su aspecto ridículo, que se acentúa cuando corren, con la cola estirada hacia lo alto, como una antena, y sus pequeñas patas moviendo a paso rápido su figura regordeta.

John miró a su izquierda. Luego volvió el rostro sonriente hacia mí y dijo:

—Rino.

Era una rinoceronte negra con su cría. Cuando nos acercamos, permanecieron tendidos el uno junto al otro. Pero al percibir nuestra presencia, la cría se levantó, mientras que la madre alzó la cabeza. El gran cuerno surgió hacia lo alto como una pétrea arma prehistórica. Pensé que, pese a su aspecto indestructible, aquel animal temible sólo podía infundir lástima. Apenas quedan unos cuantos miles de ejemplares en todo África y el riesgo de extinción de la especie es enorme. La causa no es otra que su poderoso cuerno, al que se atribuyen propiedades afrodisíacas y curativas en varios países africanos y asiáticos, entre ellos China, desde siglos atrás. De modo que los cazadores furtivos arriesgan su vida para matarlos y lograr sus cuernos, que luego venderán en el mercado negro a precios que oscilan alrededor de las cien mil pesetas kilo. En el Ngorongoro apenas quedan veinte ejemplares.

Una hiena asomaba detrás de un pequeño montículo.

—Es un animal malo —dijo John.

Su cuerpo desgarbado pasó entre nosotros y el rinoceronte. Tenía una mirada turbia y el aspecto de un ser apestado. La hiena que, según Moorehead, «probablemente odia a todos los seres vivos», es parecida a un perro que hubiera cometido un gran pecado y hubiera sido condenado a buscar carroña para alimentarse, humillado siempre, mendigando comida de los grandes felinos. Algunos ejemplares han sido vistos, cuando están heridos, devorando sus propias vísceras. Tal vez se odia también a sí misma.

Cruzábamos entre nuevos rebaños de herbívoros. El tiempo parecía volar. Los estómagos reclamaban la hora del almuerzo y John dirigió el coche hacia los estanques de Ngoitokitot. La mayoría de las nubes se habían retirado y el espacio se ensanchaba encima de nosotros. Brillaban bajo la luz del sol los bordes del cráter.

Junto a la laguna todos los colores eran puros, casi irreales, semejantes a los de las malas pinturas. Al lado del agua crecía una higuera silvestre, de fuertes ramas y raíces torturadas que asomaban de la tierra con vigor. Los juncos del otro lado refulgían en verde profundo. Las aguas eran casi añiles, pero el aire las hacía ondularse y extraía de ellas reflejos de jade, láminas verdosas que se movían con un ritmo cadencioso hacia las orillas. Había un grupo de hipopótamos en un extremo del estanque y sus lomos asomaban como las cubiertas de los submarinos. Entre los juncos más lejanos, el corpachón de un elefante se abría camino rompiendo y devorando las varas más jugosas.

Absorto en la contemplación del cuadro no vi venir al gran pájaro. John me había dado una ración de pollo frío y yo la sostenía en una mano mientras bebía mi bote de cerveza, en pie frente a la laguna. Sentí el roce del ala en mi mejilla y la sombra del veloz animal cruzando frente a mis narices. Cuando el milano se elevó llevaba entre sus garras el pedazo de pollo.

John reía a carcajadas. Y me indicó que nos metiésemos en el coche.

Comimos dentro del vehículo, mientras la pareja de milanos negros planeaba alrededor de nosotros.

—A veces no aciertan con su objetivo —decía John— y pueden rasgar la mano de una persona, o cortarle el labio si uno está con la comida en la boca.

Reemprendimos nuestro paseo poco después. Lejos, en la extensa llanura despoblada de árboles, la mole de un rinoceronte macho caminaba solitaria, como un vehículo acorazado en descubierta. Me pregunté si aquella no sería una de sus últimas caminatas.

Poco después, el rey hizo su aparición. Era un soberbio león adulto de melena negra. Estaba sentado, con la cabeza erguida, dejando que el aire moviera sus crines oscuras. Tres hembras sesteaban alrededor mientras él vigilaba la manada de cebras y ñúes que pastaba medio kilómetro más allá. Detuvimos el coche a su lado y el rey movió levemente la cabeza, nos miró unos instantes con sus ojos de iris dorado y luego giró otra vez la cabeza a la posición anterior. Exhibía el desdén de los grandes monarcas, mientras contemplaba la manada de herbívoros como un soberano que observa sus rebaños. Tal vez escogía el animal que le serviría de cena a él y sus mujeres. Entretanto, el gran señor de las sabanas dejaba que nosotros, los seres inferiores, admirásemos su porte, su cabeza noble, sus musculosos hombros, sus antebrazos poderosos. La más perfecta de las máquinas de matar de la Naturaleza semejaba ser, allí sentado, un pacífico aristócrata.

—Es uno de los animales más peligrosos —dijo John.

—¿Cuáles son los otros?

—El leopardo, el búfalo, el elefante y el rinoceronte.

—¿Y cuál es el peor de todos ellos?

—Unos dicen que el búfalo, otros que el leopardo, otros que el león… Hay opiniones diferentes.

—Y tú, John, ¿cuál crees que es más peligroso?

Se encogió de hombros. Luego sonrió y me dijo:

—El que te mata.

Enfilábamos hacia el bosque de Lerai. Al fondo brillaban las acacias amarillas, formando una espesa mancha dorada. Pero de súbito, antes de llegar, John distinguió a la izquierda tres móviles montañas oscuras.

—Mire allá —casi gritó, al tiempo que giraba el volante del vehículo y aceleraba tomando aquella dirección.

Eran tres enormes elefantes machos, animales ya viejos. Marchaban con pesadumbre, arrastrando su corpachón con aire cansino. John metió el coche entre aquellos gigantes. Supuse que sabía bien lo que estaba haciendo.

—Aquí, en el Ngorongoro no atacan —me tranquilizó—. Sólo atacan a los hombres en lugares donde hay cazadores furtivos. Son animales muy inteligentes y saben distinguir.

Nos acercamos más a uno de ellos. Tenía un colmillo roto. Su ojillo nos miró desconfiado. Luego, cuando John se acercó todavía más, el elefante se detuvo, dio unos pasos hacia atrás, alzó la trompa y barritó con estrépito. Su grito levantó ecos en los rincones lejanos del cráter. Avisaba cuál era la distancia hasta donde podíamos acercarnos. John detuvo el coche y retrocedió unos metros.

—¿Lo ve? —sonrió—. Es como si nos hubiera hablado, es muy inteligente.

Viajamos junto a ellos durante un largo rato. Luego John paró el vehículo y los contemplamos mientras se alejaban en la llanura. Nada parecía capaz de destruir aquellas magníficas criaturas. Sentí ternura al pensar en su fragilidad ante las escopetas de los hombres ávidos de marfil.

Descendimos a pasear en un calvero del bosque de Lerai. Había cebras y monos de cara negra que trotaban cerca de nosotros esperando comida. Las acacias se erguían con sus ramas repletas de espinos y sus troncos color amarillo, bajo un cielo azul pálido que recorrían algunas nubes como naves desorientadas.

—Estos árboles son sagrados —me explicó John—. Los masai y los datoga tienen muertos enterrados junto a sus troncos. Fueron los muertos de una gran batalla, hace muchos años. Y los árboles no pueden ser cortados, ni tampoco sus ramas. Sería lo mismo que profanar una tumba. Los masai se enfadarían mucho.

Otra vez soplaba el aire cálido y húmedo, como si viniera del mar. Recordaba la descripción de John Hunter sobre aquel jardín del Edén. Y pensé en aquellas palabras de la Biblia, en el Génesis: «Plantó luego Yahvé Dios un jardín en Edén y allí puso al hombre a quien formara. Hizo Yahvé Dios brotar toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar. Salía del Edén un río que regaba el jardín. Y Yahvé Dios trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y aves del cielo formó la tierra, para que el hombre viese cómo los llamaría y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera». Imaginé que el autor de aquel texto podría haber añadido algo parecido a esto: «Y el hombre bautizó también aquel jardín y lo llamó Ngorongoro».

Me había alejado del coche. Cuando volví la vista, John me hacía señas. El sol comenzaba a retirarse del Paraíso Terrenal y aquel templo de la Naturaleza virgen nos exigía a nosotros, a los hombres intrusos, que nos retirásemos de sus altares.

La mañana trajo vaharadas de neblina fría. El cráter, abajo de la explanada, amaneció rodeado de nubes esponjosas, apretadas y blancas como el penacho de un incendio pavoroso. Detrás, la fuerza del sol traspasaba el caparazón de las nubes. Era contradictoria e ilógica aquella intensa claridad de un amanecer de sol oculto.

Luego, dejamos atrás el Ngorongoro y comenzamos a descender hacia las llanuras del Serengeti. El aire era azulado, exacto a aquella descripción de Alan Moorehead: «Se dice que cada país tiene una cosa tan común en toda su geografía que nadie habla de ello. Para mí, en África, esa cosa es la niebla azul. Aparece al amanecer y al atardecer, y crea un inmenso sentimiento de liberación, unas desmedidas distancias a través de las cuales te gustaría moverte para siempre, sin objeto, simplemente dejándote ir».

Así se sentía mi alma: libre y primitiva, deseosa de vagar y vagar sin rumbo por las estepas de África.

Hacía frío en el campamento. Cenamos al arrimo de la fogata unos excelentes espaguetis preparados por Beka. Otras fogatas, cuatro o cinco, acogían otros tantos grupos de visitantes mzungus que habían llegado durante la tarde. Beka y John, mientras tomábamos el café, rivalizaron en imitar los rugidos de los leones. Nos reímos bajo un inmenso cielo estrellado.

Luego, en la soledad de mi tienda, escuché los ruidos de la noche al otro lado de la frágil lona. Oí los gritos histéricos de una hiena y, más tarde, ya entre sueños, las pisadas de las cebras y los búfalos, que se acercaron a pastar a nuestro lugar de acampada.

La mañana trajo vaharadas de neblina fría. El cráter, abajo de la explanada, amaneció rodeado de nubes esponjosas, apretadas y blancas como el penacho de un incendio pavoroso. Detrás, la fuerza del sol traspasaba el caparazón de las nubes. Era contradictoria e ilógica aquella intensa claridad de un amanecer de sol oculto.

Luego, dejamos atrás el Ngorongoro y comenzamos a descender hacia las llanuras del Serengeti. El aire era azulado, exacto a aquella descripción de Alan Moorehead: «Se dice que cada país tiene una cosa tan común en toda su geografía que nadie habla de ello. Para mí, en África, esa cosa es la niebla azul. Aparece al amanecer y al atardecer, y crea un inmenso sentimiento de liberación, unas desmedidas distancias a través de las cuales te gustaría moverte para siempre, sin objeto, simplemente dejándote ir».

Así de sentía mi alma: libre y primitiva, deseosa de vagar y vagar sin rumbo por las estepas de África.