Cuando viajas hacia las tierras del norte de Tanzania, hacia las planicies salvajes del Serengeti, parece que lo hicieras a lomos de tus sueños infantiles. Es uno de los rincones donde el mundo guarda aún su alma virginal, donde continúa siendo lo que fue durante miles de años. Pero temes decepcionarte ante la sospecha de que la leyenda que los libros han forjado en tu alma pueda darse de bruces con una realidad distinta. Viajar en dirección a un sueño es la más hermosa de las emociones, pero encierra el peligro de una inmensa decepción.
La mañana era fea, con el cielo colgando sobre los hombros sucios de Nairobi como un velo hecho jirones. La distancia entre Nairobi y Arusha, la ciudad del norte de Tanzania que es algo así como la capital de los safaris, no llega a los trescientos kilómetros, pero se tarda algo más de cinco horas en recorrerla. La lentitud se debe, sobre todo, a los interminables trámites que deben cumplirse para pasar de un lado a otro de la frontera de Namanga.
En la furgoneta viajaban conmigo otros cuatro pasajeros: un matrimonio americano que ocupaba los dos asientos junto al conductor y, en la segunda fila, un matrimonio de hindúes. Yo ocupaba la última fila, rodeado de bolsos y mochilas.
Atravesábamos los secos campos de las afueras de Nairobi, una rancia planicie donde crecen ásperos arbustos. Había cebras, ñúes y gacelas en los campos libres, mientras que en el cielo planeaban una decena de buitres.
La americana tenía ganas de conversar. Medio hablaba español y quería practicarlo. Me explicó que ella y su marido habían pedido a sus empresas un año sin sueldo y que estaban dando la vuelta al mundo. El marido era un mocetón de escaso pelo y poblada barba. Rodeaba a la muchacha con su brazo y sonreía mientras ella hablaba conmigo.
—Estamos recién casados y somos muy felices —dijo ella luego, mientras miraba melosa a su marido—. Pero no tenemos prisa en tener hijos. —Besó al mocetón en la mejilla—. Él es como un niño grande, no me hacen falta hijos.
—Comprendo —dije.
La sabana parecía crecer y el cielo ensancharse conforme nos alejábamos de la ciudad. A la izquierda de la carretera se alzaban las estribaciones de una cordillera en forma de serrucho. Luego, el campo se hizo más verde, con bosques de acacias que trepaban hacia los montes como un ejército de setas. Cruzábamos junto a pequeños poblados que eran apenas un puñado de miserables casas de latón. Entrábamos ya en el Masailand, el país de los masai. Ancianos de elevada estatura, apoyados en un bastón, con las piernas desnudas asomando bajo la falda de cuadros rojos, detenían el paso y contemplaban nuestro automóvil. En las puertas de las viviendas asomaban los cráneos calvos de las mujeres.
Luego, comenzaron a aparecer sobre la planicie las grandes montañas. El Lemilebeu, un rudo monte de más de dos mil metros, plantaba su cabeza cuadrada sobre la sabana. El campo olía a sementera, a tierra preparada para recibir a la próxima estación de las lluvias.
Ahora se mostraba deseoso de hablar el hindú de la fila delantera a la mía. Me dijo que él y su mujer habían nacido en Arusha, pero vivían en Londres. Venían de vacaciones para ver a la familia.
—Su país es muy hermoso —dije.
—¿Cuál, Tanzania? —respondió el hombre—. Es mejor Londres.
—Bueno, me refiero a la Naturaleza.
—¿La Naturaleza? Ah, sí, la Naturaleza es hermosa —bajó ahora la voz después de echar una ojeada al chófer—, pero la gente es muy poco inteligente. Es mejor Londres. ¿Conoce Londres?
—Sí, viví un tiempo allí, cuando era joven.
—¿Y no le parece fantástico Londres?
—Con los años he comenzado a amar menos las ciudades y más la Naturaleza.
—¡No me diga! —se volvió hacia su chófer—. ¿Le has oído? Dice que no le gustan las ciudades. Movió la cabeza hacia los lados otra vez:
—¿Y qué conoce de Tanzania?
—Estuve en Dar es Salaam y Zanzíbar hace unas semanas.
—¿Qué le pareció Dar?
—Una ciudad muy interesante.
Se volvió otra vez hacia su mujer.
—¿Le has oído? Dice que Dar es interesante.
De nuevo movió la cabeza.
—¿Y Zanzíbar?
—Una de las islas más bellas que he visitado nunca.
—¿Le has oído? —Alzó la voz—. ¡Dice que le gusta Zanzíbar! Y los dos me miraron a la par durante unos instantes antes de girar el cuerpo hacia el frente. El hindú dio por concluida la conversación.
De pronto, a la izquierda, entre las nubes, apareció en la lejanía el corpachón del Kilimanjaro. Visto desde aquel lado parecía un elefante vuelto de espaldas. Su imagen se correspondía con su leyenda: sólido, solitario, con las nubes abrazando su cuerpo, el Kilimanjaro era un majestuoso leviatán blanco, una «Moby Dick» que levantaba a su paso las nubes para abrirse camino sobre la superficie del océano azulado.
A las 10:30 estábamos en Namanga, haciendo cola junto a la caseta de la aduana para sellar los pasaportes y rodeados por una decena de ancianas masai que insistían en vendernos pulseras, pendientes, collares, mazos y cantimploras de calabaza. Las mujeres, de rostros surcados por mil arrugas y bocas desdentadas, se echaban encima, te tocaban, una y otra vez te mostraban sus productos y, si negabas, te pedían dinero.
Como muchas otras fronteras africanas, la de Namanga es puro artificio, el resultado de la caprichosa división que las antiguas colonias europeas hicieron de África oriental. A un lado y a otro de Namanga, todo el territorio forma parte del país masai y el poblado, partido en dos por la frontera, alberga gentes que, en su mayoría, son probablemente parientes. Los viejos masai puede que no alcancen a entender cómo es que su primo es keniano mientras él es tanzano, o viceversa, y por qué se detienen en el lugar los autobuses, descienden todos los pasajeros, forman una cola frente a una caseta para que los guardias de uniforme azul les estampen un sello en una especie de cuaderno y van luego a otra caseta donde los guardias de uniforme caqui les sellan otra vez el cuadernito; y luego se vuelven a subir en el autobús para seguir viaje hacia el sur. Me pregunto qué sucederá en aldeas africanas como Namanga cuando se entable la guerra entre dos Estados vecinos.
Rellenamos formularios con declaraciones sobre nuestro dinero y pertenencias, compramos moneda tanzana y, al fin, sellaron nuestros pasaportes en las dos aduanas. Salí detrás del hindú después de veinte largos minutos de trámites. Sonreía con gesto de superioridad:
—Ya le dije que la gente es muy poco inteligente aquí.
Las ancianas masai regresaban a vendernos sus baratijas. El hindú se apartó con gesto de malhumor. Subí tras él a nuestro vehículo. Las mujeres, al otro lado de la ventanilla, seguían mostrándonos sus dentaduras desconchadas, mientras alzaban las pulseras y los collares ante nuestros ojos.
—Son gente sucia —dijo el indio.
—Los masai son un gran pueblo —contesté.
—¿Un gran pueblo? —habló otra vez a su mujer—. ¿Has oído? ¡Llama gran pueblo a esos sucios hijos de perra!
Esos «sucios hijos de perra» son, sin embargo, uno de los pocos pueblos de la Tierra que intentan resistirse a la marea de la cultura del hombre blanco, a la llamada civilización occidental. Todavía se cuentan por unas pocas decenas los masai que tienen estudios universitarios y hasta el año 1952 no hubo en el país masai una sola escuela de grado medio. De los aproximadamente ciento cincuenta mil miembros de esta tribu, que ocupan una región de cuatro millones de hectáreas entre Tanzania y Kenia, la mayoría vive en pequeñas aldeas, en sus tradicionales manyattas, chozas cuyas paredes se construyen con barro y excrementos de vaca. Las aldeas, llamadas kraal, pasan en muy pocas ocasiones de una veintena de chozas, que se construyen en círculo y a las que se rodea con una barrera de espinos y de plantas de pita con el fin de impedir el paso a los depredadores. En el centro del kraal se instala un cercado para guardar el ganado.
Los masai carecen de historia y ni siquiera las leyendas orales transmiten mucha información sobre su pasado. Sólo una de esas leyendas, la de la Escarpadura, habla algo de sus orígenes, pero en forma de mito y sin fiabilidad histórica. Cuenta el éxodo del pueblo masai desde un volcán apagado donde en la Antigüedad habitaban, y del que tuvieron que emigrar por causa de la sequía y la falta de pastos para su ganado.
Son una tribu nilótica, emparentada con los kalenjin, que viven en el norte de Kenia, y los karamojoni, que habitan en el norte de Uganda. Se cree que, entre los siglos XVII y XVIII, empujados por la sequía, descendieron desde las orillas del lago Turkana para establecerse en la zona que habitan en la actualidad. A su paso fueron aniquilando o integrando a cuantas tribus encontraron, hasta que los detuvieron en Tanzania los belicosos guerreros de las tribus hehe y gogo. Los masai nunca hacían esclavos y los adversarios capturados en el combate eran adoptados por los clanes como miembros de pleno derecho, en tanto que a las mujeres las desposaban sus captores o los parientes de estos.
Hacia mediados del siglo XVIII ya estaban en el área que hoy ocupan y, tras una serie de guerras civiles en las que fueron exterminados clanes enteros, formaron una especie de federación, con el único interés común de llevar a cabo un justo reparto de los pastos y protegerse de enemigos exteriores.
Durante todo el siglo XIX, el mito sobre su bravura y ferocidad no cesó de crecer. En ocasiones, partidas de guerreros masai, los elmoranes, salían de sus territorios y robaban el ganado de otras tribus. Cuando asaltaban una aldea mataban a todos sus habitantes; a los hombres, porque podían tomar venganza posterior; a las mujeres, para que no pudieran contar a nadie quién había asaltado el poblado, y a los niños, porque no podían ser alimentados si no quedaban sus padres con vida.
Las caravanas árabes de esclavos evitaban atravesar el país masai cuando, desde la costa, viajaban hacia los grandes lagos. Se crearon rutas alternativas, las que más tarde usarían los primeros exploradores europeos. Ni siquiera Stanley se atrevió a cruzar la región. Hasta que Joseph Thomson lo hizo en 1883 nadie lo había logrado.
Entre 1880 y 1890 varios desastres naturales asolaron sus territorios y las epidemias diezmaron su población. Fueron atacados por los kikuyu y kalenjin y perdieron parte de su poderío.
Pero su fama de pueblo fiero y valiente se acrecentó todavía más en 1895. Una caravana árabe, en la que viajaban 150 swahilis de la costa, 50 hombres armados y 1200 porteadores kikuyu acampó junto a un poblado masai y los visitantes fueron recibidos con hospitalidad. Por la noche, sin embargo, uno de los jefes árabes exigió que le enviasen de la aldea dos muchachas hermosas. Los masai se negaron. Varios hombres armados de la caravana entraron en el poblado y se llevaron a dos mujeres. Esa misma noche un grupo de elmoranes masai entró en el campamento y rescató a las muchachas.
A la mañana siguiente los árabes atacaron la aldea para recuperar a las mujeres. Se entabló batalla. Dos horas después, 40 elmoranes habían muerto, por el lado masai, mientras que, al otro lado, de los 1400 hombres que componían la caravana 561 habían perdido la vida, entre ellos el árabe que pretendió tomar a las mujeres por la fuerza. Los supervivientes huyeron dejando detrás tiendas, animales, mercancías, provisiones y todo cuanto llevaban consigo.
Las noticias llegaron a los territorios del norte y un aventurero blanco, un tal Andrew Dick, decidió emprender una expedición de castigo. Al mando de una partida de hombres bien armados asaltó el poblado masai, mató un centenar de guerreros y robó doscientas cabezas de ganado. Los masai le persiguieron sin descanso hasta lograr darle alcance y le mataron junto con todos sus hombres.
Cuando estos acontecimientos se conocieron en Fort Smith, en el naciente Nairobi, el comisionado británico, en lugar de enviar soldados, convocó a los masai para escuchar su versión de los hechos. Después de oírlos resolvió en su favor y tan sólo les exigió devolver todas las pertenencias de la caravana árabe y las armas de fuego de la tropa de Dick.
Tal vez en aquel primer acuerdo se sentaron las bases de las buenas relaciones que los británicos mantuvieron siempre con los masai, al contrario de lo que sucedió con los kikuyu. En 1904 el hechicero, o laibon, más prestigioso de la tribu, Lenana, firmó un primer acuerdo con el poder colonial. Se cedían tierras a los colonos blancos con la promesa de que el resto de sus territorios no serían ocupados nunca por los pioneros que llegaban desde Europa y desde África del Sur. El tratado especificaba que los acuerdos se mantendrían «todo el tiempo que los masai existan como raza». No obstante, siete años después de la firma, en 1911, las Tierras Altas kenianas comenzaron a ser explotadas para el cultivo del café, del té, el maíz y el trigo. Y el laibon Lenana, convencido de que una guerra con los ingleses llevaría a los masai al desastre, aceptó modificar los tratados. Se abandonaron las Tierras Altas de Kenia a cambio de nuevos y más extensos territorios situados más al sur.
Desde entonces, el poder colonial los dejó en paz y sus derechos y su modo de vida no han cambiado sustancialmente. Después de la independencia de Kenia y Tanzania han sabido enseñar los dientes cuando lo consideraban necesario. Así, en 1970, el Gobierno de Nairobi prohibió que utilizaran el agua del lago del parque de Amboseli, uno de los parques naturales que más turismo atraen en Kenia y que forma parte de la reserva masai del sur desde 1911; las autoridades de Nairobi pretendían que el lago quedase como una parte de la reserva de caza y que el ganado masai no acudiera a abrevar allí. La respuesta de los elmoranes se produjo casi de inmediato: en unos pocos días mataron decenas de rinocerontes, no molestándose siquiera en cortarles sus valiosos cuernos. Nairobi hubo de dar marcha atrás y los rebaños masai siguieron yendo a beber al lago.
En cuanto a Tanzania, los masai han mantenido su derecho a permanecer en las regiones que se consideran parques naturales, salvo en el Serengeti, donde aceptaron un trueque de tierras.
Los masai tienen lengua propia, el maa, de raíz nilótica. Su organización social es muy sencilla, una simple división de clanes. Los jóvenes de ambos sexos son circuncidados, en grupos generacionales, cada siete años. Luego, los muchachos, una vez iniciados pasan a ser elmoranes, guerreros, y son el grupo más mimado de la sociedad masai. Su única obligación es defender la aldea y, en ocasiones, formar partidas para ir a robar ganado a otras aldeas, costumbre que, por supuesto, ha desaparecido en los últimos años. El resto del tiempo lo emplean en acicalarse, bailar, recibir a las muchachas que vienen a sus chozas para prepararles la comida y atender sus necesidades sexuales; en divertirse, beber una especie de «sopa narcótica» que les lleva a un estado próximo a la alucinación, y en cazar el león.
A pesar de la prohibición de cazar vigente en Kenia y el control cinegético que se ejerce en Tanzania, algunos grupos de masai siguen, de cuando en cuando, cazando leones a la manera tradicional. Un masai rebautizado Dickson, estudiante en la Universidad de Nairobi, ha contado cómo, todavía a finales de los años ochenta, se iba de la ciudad ocasionalmente, dejaba su chaqueta y su corbata en el kraal y salía a las llanuras con los elmoranes de su generación a la caza del león. En uno de sus relatos explica cómo él y sus compañeros hubieron de hacer autostop para que uno de los guerreros, al que había herido un león, el que se encontraba en más grave estado, pudiera ser llevado a un hospital, en tanto que los otros heridos fueron hasta el centro sanitario andando.
Cazar un león es el supremo orgullo para un elmorán. Los guerreros salen armados de largas lanzas, ataviados con plumas de avestruz y con campanillas atadas a los muslos. Por la noche, logran detectar a un león por sus rugidos y, al alba, se dividen en grupos para buscarlo. Cuando una partida localiza a la fiera, llama a gritos a las otras para que puedan participar en la caza.
Los guerreros rodean al felino y arrojan contra él sus lanzas. El león carga y lo normal es que varios muchachos resulten heridos, pero los otros siguen clavándole las lanzas hasta que muere. El honor de quedarse con la cabellera del animal corresponde al guerrero que haya conseguido clavarle el primero su lanza. El resto de las partes de la fiera son para aquel que logre hacerse con ellas, y las más apreciadas, tras la melena, son las garras y la cola.
Después los elmoranes cargan con los heridos y regresan a la aldea cantando, exhibiendo sus trofeos a las mujeres y los ancianos y mostrando con orgullo sus heridas.
La religión de los masai carece de normas. Su dios, Ngói, es poco más que una referencia de la Creación y no promete a los hombres otra cosa que la soledad. No hay Paraíso en la mitología masai y son muy escasos los ceremoniales; el único destino en el que esta tribu cree es que el hombre vive y muere en soledad.
Cuando un niño, un joven o una muchacha mueren se abandona el cadáver en la sabana y se entierra su nombre. Nadie vuelve a hablar de él, ni siquiera la familia, y cualquiera que en la aldea tenga su mismo nombre pasa a llamarse de otra forma. Si muere un viejo dejando hijos su nombre no se entierra, sino que sus hijos lo heredan. El día de la muerte de un anciano o anciana se mata un toro, la gente lo come y se dejan sus huesos y sus vísceras junto al muerto, en la llanura, para que el olor atraiga a las hienas y vengan a comerse el cadáver. Sólo existen las tumbas para los ricos y los laibones.
Los masai pueden casarse con mujeres de otras tribus, siempre que hayan sido circuncidadas, y lo han hecho en muchas ocasiones con mujeres kikuyu, que son más prolíficas que las masai. Cuando un hombre se casa, si resulta impotente o estéril la mujer puede dormir con el hombre que escoja entre los amigos de su esposo. Los hijos que ella tenga se considerarán siempre hijos del marido.
Son un pueblo que en ocasiones se hace nómada y emigra si escasea la lluvia. Se gobierna por un consejo de ancianos que, no obstante, tiene un poder más consultivo que ejecutivo. El año masai se divide en tres estaciones de cuatro meses: Nkokua, que corresponde a las grandes lluvias; Oloirurujuruj, tiempo de lloviznas, y Oltumuret, la época seca. Para los masai los días se diferencian en brillantes o claros, según las fases de la luna.
Forman una sociedad igualitaria y democrática, no tienen hazañas que contar ni un pasado preciso al que remitirse. Cada día tiene para ellos un significado que debe celebrarse, y siempre hay algo que celebrar. Cuando los encarcelan mueren de tristeza, por eso nunca fueron, tal vez, perseguidos por los esclavistas árabes. Son valientes y solitarios y guardan con celo su independencia. Su fama guerrera y su belleza hicieron que un explorador europeo los definiera así: «Un masai es un Apolo con la cara de un diablo».
Les gustan las adivinanzas y hay muchas en sus tradiciones. Por ejemplo: ¿Qué es lo que nunca te pueden robar? Tu sombra. ¿Qué es lo más rápido de la tierra? La vista. ¿Qué es la cosa más hambrienta de la tierra? El fuego. ¿Qué es lo más supremo en el hombre? El estómago. ¿Qué tipos de árboles hay en la tierra? Sólo dos: el seco y el verde. ¿Cuál es el hijo al que más quiere la madre? El obediente.
Su filosofía de la vida la expresan, sobre todo, sus refranes, que se cuentan por centenares. He aquí algunos ejemplos: «Las hazañas de un hombre importan más que su cuna»; «Nadie es tan inteligente como para ser generoso mientras es pobre»; «Nadie es tan inteligente como para que nunca le engañen»; «No me mates antes de aconsejarme»; «Siempre te informan de dónde vienes, nunca a dónde vas»; «A los amigos les gusta la distancia»; «No te amo, así que puedes odiarme»; «No hay nada tan malo que no pueda ser olvidado».
Este pueblo que carece de historia y de escritura, hundido todavía en el analfabetismo, comido por la miseria de las sequías, expuesto a las enfermedades y las plagas, es tan vitalista como escéptico y se niega a integrarse en la civilización en el alba del siglo XXI. Mejor que ninguna otra cosa lo retratan estos dos refranes que he rescatado entre las decenas de ellos que he leído: «Se puede morir por la propia locura», proclama uno; y el otro, el mejor de todos en mi opinión, señala que «Un corazón caído no puede ser salvado».
La carretera se estrechaba en territorio tanzano. El Kilimanjaro cerraba el horizonte como un gigante desdeñoso. El aire era húmedo. A lo lejos, la figura larga de un masai se dibujaba con exactitud en la llanura, el manto azul agitado por el viento.
Nos aproximábamos a Arusha. Asomaba el monte Meru sobre un oleaje de nubes. Su cumbre era como la rota dentadura de un ser monstruoso. Al bordear la montaña para acercarnos a Arusha, la tierra cobró un insolente ludismo. Los maizales exhibían un brillo dorado, al lado de los campos de verde dormido de los cultivos de sisal. Seguían campos rubios de girasoles, agobiadas plantaciones de bananos, bosques de cipreses, eucaliptos perfumados, cafetales con racimos de granos escarlatas. El paisaje transpiraba una lujuriosa fertilidad. Olía a manantiales y a frutas.
Entrábamos en Arusha, y Coca-Cola, desde un cartelón junto a la carretera, nos daba la bienvenida. Al fondo de una barrancada, un río formaba un remanso en el que las mujeres lavaban la ropa, los niños sus bicicletas y los hombres sus viejos automóviles. Arusha es un pueblo alargado, con un centro formado por una geometría de calles trazadas a cordel. Es una ciudad de paso, la capital de los safaris del norte de Tanzania. Hay unos cuantos hoteles anticuados, un cine especializado en películas de artes marciales y un restaurante chino. Todavía quedan librerías donde se venden libros de Mao Tsétung y Lenin, casi al peso, restos de la década de régimen de socialismo a la tanzana. Hay una tienda donde pueden comprarse uñas de león a quince dólares la pieza y una piel entera de leopardo por mil dólares. Arusha alberga ciento cincuenta empresas especializadas en organizar safaris, desde los más baratos en tienda de campaña a expediciones de caza para bolsillos millonarios. Matar un león sale por medio millón de pesetas; y un elefante, con derecho a llevarse los colmillos como trofeo, más de un millón de pesetas.
Le indiqué al chófer la dirección de mi hotel y me dejó en la puerta unos minutos después. Los melosos americanos me despidieron con sonrisas de felicidad matrimonial y el hindú me miró con gesto irónico.
—Espero que disfrute en este país de mierda —dijo.
—Le recuerdo que es el suyo —respondí.
—Es el mío —sentencio—, pero es una mierda.
La tarde la empleé en regatear precios en varias empresas. Llegué al fin a un buen acuerdo con una de ellas y contraté un safari de una semana al cráter del Ngorongoro y el parque de Serengeti, con un todo-terreno, chófer-guía, cocinero y tienda de campaña. Me acosté nervioso la víspera del safari. Y entre sueños, recordaba uno de los libros de mi infancia, el Beau Geste, de P. C. Wren. El personaje central de aquella bella novela hablaba a sus hermanos menores del mundo que espera a los hombres que mueren de forma heroica y lo llamaba el Paraíso de las Eternas Cacerías. Cuando era niño había jugado muchas veces con uno de mis primos y dos de mis hermanos a revivir las aventuras de Beau Geste. Y ahora, en las puertas del Paraíso de las Eternas Cacerías, aquellas lejanas sensaciones regresaban. Y se mezclaban con las aventuras de cazadores como Frederick Selous y John Hunter, las muertes trágicas de Fritz Schindelar y Billy Judd, las románticas figuras de Phil Percival y Denys Finch-Hatton, los desventurados personajes de Ernest Hemingway, los paisajes descritos por Karen Blixen, la chulería de Clark Gable en Mogambo y la dura musculatura de Stewart Granger en Las minas del rey Salomón. En mis sueños hubo también leones y leopardos.