El hijo del leopardo

Las guías turísticas publicadas sobre Nairobi están repletas de consejos y advertencias sobre las precauciones que deben tomar los visitantes para no ser asaltados y robados. Nairobi es una ciudad peligrosa. Ha crecido demasiado rápidamente y es demasiado pobre. Los ingleses dicen que las tres formas de morir en la ciudad se expresan con tres emes: matatu, dada la enloquecida conducción que los chóferes imprimen a los autobuses públicos y el gran número de accidentes que causan; malaria, la enfermedad causante de la mayor cantidad de muertes en Nairobi, y mugging, palabra inglesa que nombra los asaltos a mano armada. De modo que a los turistas se les recomienda no subirse a los matatus, tomar quinina y protegerse contra las picaduras de los mosquitos, y no andar solos por las calles a horas avanzadas ni cruzar ciertas zonas a ninguna hora del día.

Una de esas zonas es River Road, la calle más africana de Nairobi, y los barrios y mercados que se extienden desde esa vía hacia el sur. No hay nadie que diga que no debes ir a River Road si eres turista y blanco. Pero todos los folletos sobre la ciudad aconsejan que no lleves máquina fotográfica, ni joyas, ni el pasaporte, ni tarjetas de crédito, ni mucho dinero encima, si pese a todo insistes en darte un garbeo por River Road. Es una delicada manera de disuadirte.

No obstante, yo había leído una novela de Meja Mwangi, uno de los mejores narradores kenianos, con un sugestivo título: Going down the River Road. Es una novela que viaja entre miseria, prostíbulos y pequeños dramas, pero tocada de un perfume intenso de ternura. Me había gustado. Y los que amamos la literatura podemos resistirnos muy poco a esa particular llamada de la jungla que es la poderosa atracción por visitar un escenario real donde transcurre una buena obra de ficción. Además, River Road es el alma africana de Nairobi, el reverso del Muthaiga Country Club y del Norfolk Hotel. No se puede escribir sobre Nairobi si no se ha visto su alma negra, si no se ha bajado a River Road.

Con dejar a la espalda Mol Avenue, cruzar la calle Tom Mboya y seguir por Accra Road, en apenas unos minutos se llega a River Road y el mundo ha cambiado de pronto y parece que se está recorriendo una ciudad distinta. Las calles se poblaron de una vida densa y pegajosa, de una presencia humana próxima al agobio. Olía a incienso y luego al aroma del té que salía de los cafetines destartalados. Los comercios lucían desconchadas fachadas y anuncios despintados. La música atronaba desde los puestos de venta de casetes y, mientras caminaba, iba pasando por una sucesión de ritmos, después de dejar atrás el territorio de los altavoces de un comercio para entrar en otro donde dominaban nuevas melodías. Iba marchando sobre música, sobre las notas de varias escalas diferentes, y el cuerpo casi me pedía bailar. Y a mi alrededor, la calle repleta de gente, oliendo a sudor humano y a especias, parecía también bailar, siguiendo ritmos cadenciosos y alegres. Me vinieron a la memoria unos versos del poeta ugandés Taban Lo Liyong: «Mi piel es tan negra como el carbón que los mineros sacan de las entrañas de la tierra, repleto de energía atrapada». Allí, en River Road, yo podía percibir esa energía visceral del alma negra de Nairobi.

Hablar del alma negra de Nairobi es hablar de los kikuyu, la tribu más numerosa del país y la que llevó a cabo la tarea de librarse de aquel proyecto racista del «País del Hombre Blanco». Los kikuyu, a costa de no poca sangre y no pocos sufrimientos, fueron los responsables de la independencia de Kenia. Desde el principio plantaron una firme resistencia armada a los colonos que se apoderaban de la tierra, y fueron también los creadores del movimiento armado del Mau-Mau de comienzos de los años cincuenta. Les cabe el honor de ser los padres materiales y espirituales de la Kenia libre.

Al contrario que otros pueblos africanos, como zulúes y masai, los kikuyu no son una tribu belicosa. Se desplazaron entre los siglos XVI y XVII hacia los territorios que hoy ocupan, viniendo desde el norte, como otras razas de origen bantú. Pero no llegaron como un ejército conquistador, sino que absorbieron e integraron a los pueblos que encontraron a su paso, entre ellos los athis y los gunibas. Después, incluso se mezclaron con los masai, muchas de cuyas tradiciones y ritos comparten.

De la misma forma que les sucede a los masai y otras tribus del este africano, los kikuyu formaban en sus orígenes una sociedad con un igualitarismo básico, originado en un primitivismo democrático y un sistema de mercado libre. Nunca hubo en Kenia, antes de la llegada del hombre blanco al este de África, un estado autoritario, sanguinario y despótico como los que existieron en Uganda, en Etiopía y en muchas regiones del África occidental, de la misma manera que tampoco tuvieron sistemas tradicionales de economía centralizada.

La base social tradicional de los kikuyu es la familia (nyumba), que se convierte en una familia más extensa con los matrimonios hasta formar el grupo de familias (mbari). Luego, varias familias forman una granja (múcii) y varias granjas una aldea (itúura). De la federación de varias itúuras surge una especie de unidad administrativa, los mwaki, que gobierna un consejo de ancianos conocido como kiama, con poderes legislativo y judicial. Todas estas unidades las integran individuos pertenecientes a los llamados nueve clanes más uno de los kikuyu. En la tradición de la tribu, contar a las personas y a las vacas en su número exacto se considera que trae mala suerte, de tal forma que, para evitar el gafe, se dice de los clanes que son nueve más uno. Los nueve grupos son los Anjiru, Ambui, Aceera, Agaciku, Akiuru, Angeci, Angui, Angari y Airumu; el décimo clan, el más uno, es el Aicakamuyu. Todos estos clanes, divididos en diferentes mwaki o unidades administrativas, forman en su conjunto la nación kikuyu, que integran hoy más de tres millones de individuos, la etnia mayoritaria de Kenia.

La circuncisión se practica a los jóvenes de ambos sexos, quienes a partir de la ceremonia de la iniciación se organizan en generaciones, según la fecha de la ceremonia colectiva y no según la edad. El hechicero, el mundu mugu, dirige la brujería, adivina y predice y es también el médico. Su papel es muy destacado en la sociedad kikuyu. La poligamia está admitida y es un signo de relevancia social.

La mitología kikuyu entroniza como su Dios a Mwene Nyaga, quien dio al primer hombre, llamado Gikuyu, una esposa, Muumbi, y un gran país que se extiende a los pies del monte Kenia. Nyaga ordenó a Gikuyu que construyera una choza junto a una higuera en Mukurue wa Gathanga y que allí le ofreciera un sacrificio. Los kikuyu consideran Mukurue wa Gathanga como el lugar de nacimiento de su civilización y la higuera es el árbol sagrado.

Esa era, en líneas generales, la sociedad que los colonos blancos encontraron, junto a la de los masai, en las Tierras Altas del norte y el oeste de Nairobi. Como es lógico, tenían que arrojarla de allí para fundar los cimientos del «País del Hombre Blanco».

Imbuidos de un fanatismo racista y de un vanidoso sentido de la superioridad, los colonos blancos no se molestaron en aprender nada sobre aquellos nativos a los que consideraban individuos primitivos y salvajes. Es cierto que la lengua escrita no existía en la nación kikuyu, pero había una larga tradición de literatura oral. Uno de sus más antiguos refranes dice: «El hijo del leopardo araña como su padre». Es más que probable que lord Delamere y sus amigos ignorasen por completo ese dicho.

Los kikuyu comenzaron a ser desplazados de sus tierras cuando el ferrocarril alcanzó las tierras del norte y Nairobi fue fundado como ciudad. Los pioneros blancos, no obstante, ahorraron dos problemas a los kikuyu: tener que quitarse de encima a los pioneros indios y luchar contra una masiva emigración judía planeada por Inglaterra. Durante un tiempo, a principios de siglo, Londres pensó en repoblar los territorios de Kenia con castas inferiores de la India, pero los colonos blancos echaron abajo la idea en poco tiempo. Después, en 1903, Joseph Chamberlain, valedor en Gran Bretaña de la causa judía, ofreció al movimiento sionista unas tierras del norte de Kenia para que se instalaran allí en lugar de hacerlo en Palestina. Una delegación sionista visitó la colonia, entre las crecientes protestas de los colonos blancos. Uno de esos colonos, el encargado de hacer de guía en la visita de la delegación por los territorios ofrecidos, se ocupó de desanimarles: una noche acampó en un lugar de paso de elefantes, en una región infestada de leones y bajo el dominio de los masai Los delegados sionistas regresaron aterrados a Londres y declinaron la oferta inglesa. El Protectorado británico de África oriental, la actual Kenia, quedaba, pues, en manos de los colonos blancos, libres de la amenaza de repoblación india o judía. Ya sólo sobraban los kikuyu y los masai.

Con los masai se llegó a acuerdos en poco tiempo, tras algunas escaramuzas, y se les concedieron nuevas tierras para pastos a cambio de algunas de las que interesaban a los colonos, las más fértiles. Pero los kikuyu se negaron a ese tipo de tratos. Desde 1890 comenzaron las rebeliones de los kikuyu a los avances de los colonos y hubo algunos asaltos y enfrentamientos armados de poca importancia. Se creó una fuerza especial para proteger a los pioneros, el Tercer Batallón del King’s African Rifles, con soldados nativos y oficiales ingleses. En 1902 llegó a Kenia uno de esos oficiales, Richard Meinertzhagen, que a pesar de su apellido alemán era hijo de una noble familia británica. A él le serían encomendadas las primeras y más espectaculares acciones de la represión sobre la nación kikuyu.

En septiembre de 1902, en una aldea kikuyu un colono blanco fue atado al suelo y todos los habitantes de la aldea, incluidas mujeres y niños, orinaron en su boca hasta ahogarle. Luego, le cortaron los genitales, le destriparon y defecaron en sus vísceras.

La reacción británica no tardó más de un día. Al mando de Meinertzhagen los soldados rodearon la aldea, entraron al amanecer y mataron a todos los habitantes a excepción de los niños. El joven oficial inglés participó de forma directa en la masacre, y años más tarde, en sus memorias, señaló cuánto le había sorprendido comprobar la facilidad con que una bayoneta entra en el cuerpo humano.

La rebelión kikuyu se extendía y la respuesta británica se incrementaba. Pero las lanzas, las largas espadas, los cuchillos e incluso las flechas envenenadas no podían hacer nada contra los fusiles y las ametralladoras. En 1904 la columna de Meinertzhagen mató, en un enfrentamiento, a casi mil kikuyus. Para finales de ese año la resistencia había terminado. Por lo menos la resistencia del padre leopardo. Los hijos, entretanto, estaban aprendiendo a arañar.

El país conoció otras rebeliones. Los nandi se alzaron en el norte y Meinertzhagen partió con sus hombres a comienzos de 1905 hacia sus territorios, vecinos del lago Victoria. Los nandi, con ocho mil hombres armados, asaltaban el tren, arrancaban los raíles y se fabricaban con el hierro espadas y lanzas. Perpetraron algunas matanzas de colonos y en Nairobi se pensó enviar una mortífera expedición para arrasar las principales aldeas de los rebeldes. No obstante, Meinertzhagen, que ya era un experimentado soldado en la lucha en África, aconsejó una táctica más «barata»: citar al jefe nandi, el brujo o laibon Koitalel, para una reunión de paz. Y matarle en el encuentro. Así se hizo, y fue el propio oficial inglés quien disparó y mató al laibon. La paz quedó sellada a renglón seguido y Nairobi se quedó encantada con el precio.

Es necesario anotar que, al tiempo que iba matando en forma implacable cuanto enemigo de la causa imperial surgía en su camino, Meinertzhagen iba aprendiendo más y más sobre ellos, hasta el punto de que acabó por cobrar un enorme respeto hacia los nativos y por comenzar a considerarlos futuros amigos. Tras derrotar a los kikuyu, el oficial escribió algo profético, en 1905: «El día en que estos hombres sean dirigidos por agitadores políticos en lugar de hechiceros habrá un levantamiento general». Con medio siglo de adelanto anunciaba la rebelión del Mau-Mau.

Las revueltas tribales acabaron con la paz del cementerio y el oficial, propuesto para la Cruz Victoria regresó a Inglaterra. Pero su aventura africana no terminaría ahí. En 1914 fue enviado como oficial de Inteligencia para combatir a los alemanes en África oriental y fue el primero en advertir a Londres sobre la pericia del enemigo en la guerra que iba a comenzar y sobre las cualidades militares de Von Lettow. Tras el desastre de Tanga, batalla en la que participó Meinertzhagen, fue el encargado de negociar con los alemanes el intercambio de prisioneros y envió a Londres una crónica puntual de la torpeza de sus superiores en Tanga. Luego siguió luchando en África, a las órdenes de Smuts, hasta el fin de la guerra en 1918, y desde allí fue destinado al Oriente Medio para continuar su carrera en la Inteligencia militar.

En 1948 se convirtió al sionismo y regresó a Kenia, ya retirado, en 1949. Por entonces, aquel soldado que había matado más kikuyus y nandis que ningún otro británico, era un partidario ferviente de los independentistas negros. Se manifestó con energía contra la política de emplear a los nativos como mano de obra barata y predijo que exigirían su independencia si los colonos persistían en su política de ocupación de tierras. Llegó más lejos aún: advirtió que esta vez, si había lucha, ganarían los nativos. El oficial que tantas aldeas kikuyu había quemado en su juventud dijo también que eran un pueblo de gentes alegres, honestas y leales, pero que si se sentían engañados se volvían de inmediato gentes deshonestas, traicioneras y sin escrúpulos.

En una de sus visitas, en ese año 1949, a los poblados kikuyu, uno de los jefes le advirtió sobre una sociedad secreta que se estaba formando y cuyo objetivo era arrojar a los blancos fuera de Kenia. Era el Mau-Mau. Meinertzhagen escribió al gobernador británico indicándole que si no se tomaban pronto medidas contra la explotación de la población kikuyu habría una violenta rebelión dirigida por aquella sociedad clandestina. No recibió respuesta ni su información se tuvo en cuenta para nada. Cuatro años después el Mau-Mau hacía correr la sangre de los blancos en Kenia y los británicos recomenzaban la tarea de acallar la rebelión a fuerza de carnicerías.

Meinertzhagen no era un soñador de África, pero sí llegó a ser un adivino. Parecía haber heredado las cualidades de Koitalel, el laibon nandi a quien él mismo había matado en 1905.

Volvió a Kenia otra vez en 1956 y fue a visitar a los nandi, quizá pensando en expiar sus antiguas culpas. Allí, el jefe le presentó a un joven, al que dijo: «Este es el hombre que mató a tu abuelo». El joven y la concurrencia aplaudieron, ante su sorpresa, al visitante blanco. En las tradiciones nandi, un huésped que llega como amigo es siempre bienvenido, aunque se trate de un asesino.

Yo era un huésped amistoso aquella mañana en River Road y, pese a las advertencias de las guías turísticas, sentía que era bienvenido en aquella zona «prohibida» de la ciudad. No me aplaudía nadie, como hicieron los nandi con Meinertzhagen, pero es justo reconocer que yo tampoco había matado a nadie.

La música continuaba por todos lados, cual si fuera una necesidad, para la vida de aquella parte de la ciudad, tan imprescindible como el pan y el agua. Había cantinas, sastrerías al aire libre, y muchos vendedores instalaban sus mercancías sobre las aceras, mientras que los barberos y los limpiabotas montaban su tenderete bajo los soportales de los viejos edificios de aire colonial. Algunas casas servían como prostíbulos allá en River Road, pese a las advertencias sobre el sida en los afiches pegados en las paredes. Los comercios de carne o de grano alternaban con los de zapateros remendones y los de vestidos de boda. Cruzaban la calle vehículos renqueantes y atestados matatus pintados de vivos colores. En el cielo, cuervos y milanos sobrevolaban Nairobi.

De cuando en cuando, un niño me pedía un cigarrillo o un bolígrafo, sin mucha esperanza de lograrlo, o un leproso me mostraba desde el suelo los muñones de sus manos mientras demandaba limosna. Cualquier sensación de peligro que hubiera alentado al adentrarme down River Road iba desapareciendo de mi ánimo.

Bajaba ahora hacia el gran mercado de Machakos, hundido en la gran zanja del sur de la ciudad, junto a la estación central de autobuses. La gente comenzaba a observarme con más frecuencia. Pero yo no notaba agresividad, sino tan sólo miradas curiosas.

—¿Qué haces aquí, mzungu? —me espetó un vendedor de zapatos viejos, con una sonrisa burlona.

Dentro de la larga explanada del mercado de Machakos, una banda de música de la Salvation Army, con sus intérpretes vestidos con pulcros uniformes blancos, tocaba una pieza militar para recaudar dinero, ante la indiferencia de la mayoría de la gente. Más adentro, los ritmos afros, la música caliente de las casetes y los gritos de los vendedores apagaban la charanga de la Salvation Army. En una zona del mercado se vendían chapas con la efigie de Bob Marley y carteles con el rostro de Halle Selassie, el venerado tirano-emperador de Etiopía. Había venta de multicolores bufandas y gorros rastas y el ritmo del reggae atronaba en el aire. El cielo, repleto de nubes, parecía pesar sobre aquella gran explanada llena de gentes que vendían de todo, al aire libre, sin techos que los pudieran proteger de una súbita lluvia.

Estaba tomando notas y dos jóvenes se me acercaron.

—¿Qué escribe? —dijo uno de ellos.

—Me gusta escribir lo que veo, todo lo que veo en mis viajes.

—¿Y le gusta todo esto, mzungu?

—Me gusta —dije con seguridad.

Sonrió con gesto incrédulo.

—A mí no me gusta —dijo.

Luego añadió al tiempo que se alejaba con su compañero:

—Buena suerte.

Seguía hundiéndome en el alma negra de Nairobi y me sentía bien. Ahora, la ancha calle trepaba en una leve inclinación del terreno, dejando atrás la olla del mercado de Machakos. Pero la venta ambulante continuaba en las aceras, como si en aquel lado de Nairobi todo en la vida fuera un gran mercado. Vendían ropa usada, kangas de luminosos colores; y plásticos, y cuerdas, y tablones de madera…

Un mar de niños cruzaban a mi lado. Uno de ellos me tocó la ropa. Me sonreía cuando volví el rostro.

—Hello, mzungu.

La naturaleza guasona de los kikuyu hizo que surgieran bromas con que suavizar su trágica situación durante los primeros años de la colonia. Pronto hizo furor un chiste que luego ha sido utilizado por casi todos los movimientos independentistas africanos. Decía: «Cuando llegaron los blancos, ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos las tierras. Ahora, nosotros tenemos la Biblia y ellos las tierras». Con mayor amargura, un novelista keniano escribe: «El misionero trajo la Biblia; el soldado, la pistola; el colono, la moneda». Cristianismo, comercio, civilización; la Biblia, la moneda, la pistola: la «sagrada trinidad del hombre blanco».

Durante la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña movilizó miles de africanos como soldados y porteadores. Esa «guerra del hombre blanco» que costó tantas vidas negras enseñó a los kikuyu algo fundamental: que el blanco era también mortal, que caía en las batallas, que no era un dios indestructible. La «gran guerra» desmontó en África oriental el mito de la superioridad física y moral de los mzungus.

En 1921 se fundó en Nairobi la Asociación de Jóvenes Kikuyu, bajo el liderazgo de Harry Thuku. A Thuku lo detuvo un año después la policía y fue encerrado en la comisaría frente al hotel Norfolk. En pocas horas la noticia corrió por la ciudad y una espontánea manifestación de centenares de kikuyus se concentró en el lugar para reclamar su libertad. La manifestación la encabezaba un grupo de prostitutas de Nairobi. Una de ellas, que se llamaba Mary Nyanjira, se acercó hasta las líneas de protección policial, se alzó el vestido mostrándose desnuda ante los agentes y comenzó a poner en duda, a gritos, su capacidad viril, al tiempo que exhortaba a la gente para que rompiera la barrera de guardias, asaltase la cárcel y liberase a Thuku. Los policías abrieron fuego y muchos de los hombres blancos que estaban en la terraza del hotel Norfolk tomando el té sacaron sus armas y comenzaron a disparar contra la multitud negra. Murieron 21 personas, según la versión oficial, entre ellas Mary Nyanjira. Thuku fue deportado a Kismaiyu, donde permaneció encerrado hasta 1931.

Londres no aceptaba el establecimiento de un estado de apartheid en sus territorios, pero el sueño de una nueva Sudáfrica avanzaba en Kenia. Los africanos eran obligados a llamar besana al hombre blanco y mensahib a sus mujeres, debiendo quitarse ante ellos el sombrero en cualquier ocasión. Se les prohibía llevar zapatos y los colonos los denominaban con el apodo de «monos». Escritores como la rigurosa historiadora keniana Elspeth Huxley, de raza blanca, hablaban del cerebro más pequeño de los negros y era idea común entre los colonos que eran gente que sufría menos y que sentía en forma distinta el dolor que los europeos. Había prohibición de entrada a los nativos en todos los hoteles, restaurantes, bares y clubs considerados «con clase» en Nairobi. Los servicios, en los lugares públicos, marcaban reservados para european gentlemen, european ladies, asían gentlemen y asían ladies, en tanto que no existía ninguno para los africanos.

La miseria y la explotación iban haciendo crecer la delincuencia. Había tantos ladrones que el «Hotel Rey Jorge», como se conocía a la cárcel de la capital, estaba siempre lleno a rebosar. Los blancos solían hacer una broma al respecto: «Hay dos clases de africanos: los que están en la cárcel y los que querrían estar». Pero al mismo tiempo que crecía la delincuencia callejera se organizaban bandas dedicadas al contrabando de alcohol, al tráfico de cocaína y a la prostitución. Estas bandas comenzaron a desarrollar criterios independentistas y fueron, en cierta medida, el primer embrión sobre el que se organizó la rebelión.

En 1952 Kenia era, de hecho aunque no de derecho, el «País del Hombre Blanco», con una minoría blanca dueña de las tierras más feraces y cientos de miles de kikuyus y nativos de otras tribus trabajando con sueldos de hambre para las plantaciones de los amos blancos. Otros vivían hacinados en las reservas, con escasos metros de tierra donde poder plantar sus pequeños huertos. Los blancos concedían tierras y riquezas a unos cuantos jefes locales que les servían de tapadera de la injusticia y de muro de contención contra cualquier posible rebelión. Las Tierras Altas, donde estaban las mejores plantaciones, eran llamadas sin rubor White Highlands (Tierras Altas Blancas).

El escritor norteamericano Paul Bowles visitó en los años cincuenta la colonia. Antes de ir no sabía nada sobre Kenia, salvo que era un lugar «donde los ingleses acostumbran a pasarlo en grande». Después de su visita, Bowles escribió una Carta de Kenia, en realidad un largo artículo, en el que no habló de montañas, lagos, sabanas, animales salvajes y Naturaleza libre y bella. Bowles quedó espantado por la explotación que se ejercía sobre los africanos y tan sólo escribió sobre los hechos y las cifras de ese estado de explotación que los blancos imponían a los negros. El escritor visitó algunos de los llamados «recintos», donde se confinaba por miles a los kikuyus detenidos por sus actividades políticas sospechosas, tras las primeras acciones armadas del Mau-Mau. «Es imposible evitar», dice, «la sensiblera reflexión de que a los animales salvajes de Kenia les va mejor que a sus habitantes humanos».

Bowles concluía la carta haciéndose eco de una noticia según la cual una veintena de prisioneros Mau-Mau se habían fugado de un campo de concentración. Y añadía: «Antes de mi viaje a Nairobi, yo hubiera esperado vagamente que fueran capturados, como parte necesaria del proceso de restablecimiento del orden de la región. Ahora me es difícil desearles otra cosa que la mejor de las suertes».

Las palabras Mau-Mau me traen un recuerdo infantil algo turbador. Tal vez tendría yo nueve o diez años y estaba en la sala del cinematógrafo en una de aquellas inolvidables sesiones de dos películas. Siempre, antes de los filmes, se proyectaba un noticiario, el famoso NO-DO (Noticias y Documentales). Recuerdo las imágenes de unos soldados británicos, en pantalón corto, que contemplaban las ruinas incendiadas de una granja. El locutor hablaba de bandas armadas de salvajes nativos, a los que calificaba con ardorosos adjetivos que he olvidado. Pero recuerdo la dos sílabas terribles: Mau-Mau. Luego, ya en casa, pregunté sobre ello y alguno de los mayores —tal vez mi abuela— me explicó que eran unos asesinos africanos que practicaban el canibalismo, que degollaban pobres colonos blancos indefensos y les arrancaban el corazón para comérselo. La organización Mau-Mau, en los recuerdos de mi infancia, vive asociada al horror de los sueños terribles, a las pesadillas de la niñez, que son las que menos se olvidan.

Por aquellos años, los niños europeos no sabíamos que más de cien mil kikuyus vivían en condiciones infrahumanas, en lo que los «pobres e indefensos» colonos blancos llamaban african locations, especie de territorios acotados donde los kikuyu cultivaban extensiones de tierra en proporción de una milla cuadrada por cada mil habitantes. El resto de la población nativa se repartía entre trabajadores a sueldo —a sueldo de hambre, por supuesto— en las grandes plantaciones de los blancos, y gentes que vivían en las ciudades dedicados a la cotidiana tarea de sobrevivir a duras penas. El Mau-Mau fue una organización creada para combatir aquella situación, con el principal objetivo de rescatar la propiedad de la tierra para los kikuyu y expulsar a los colonos blancos de Kenia.

El movimiento Mau-Mau nació de una de aquellas bandas que bordeaban la legalidad y traficaban con alcohol y drogas. Una de las pandillas, llamada el «Forty Group», que dirigía Fred Kubai, comenzó a plantear reivindicaciones políticas. Los primeros apoyos los encontró entre las prostitutas. Cuando Fred Kubai, junto a otros siete hombres, entre ellos Bildad Kaggia, el otro gran padre del Mau-Mau, se juramentaron en Banana Hill y establecieron la necesidad de la lucha armada para lograr sus objetivos, las prostitutas de River Road y de los muelles de Mombasa comenzaron a cobrar sus servicios, no sólo en dinero, sino también en balas. Una masturbación costaba una bala en River Road, y por una noche de amor se cobraba un cargador entero de fusil.

Las adhesiones al Mau-Mau se extendieron con rapidez en las ciudades y en el campo. El juramento era un acto parecido a la circuncisión, en la tradición ceremonial de los kikuyu, e incluía el sacrificio de una cabra macho, cuya sangre se mezclaba con la de los juramentados. Aquella ceremonia, la única que el Mau-Mau recogía de la tradición religiosa kikuyu, contribuyó a dar fama al movimiento de ser una sociedad que mezclaba la magia con el terror.

La organización se dividió en dos grupos: el ala militar o combatiente, y la pasiva o de apoyo, encargada de recoger el dinero, las armas y la información para nutrir al ala militar. Se formaron secciones regionales, pero las más importantes eran tres: la de Nairobi, la de los montes Aberdares y la del monte Kenia.

Pronto, las guerrillas Mau-Mau comenzaron a atacar granjas de colonos blancos y se produjeron algunas muertes. En 1952, el Mau-Mau fue declarado fuera de la ley y las tropas británicas, con soldados indígenas integrados en las Home Guards, iniciaron una guerra sin cuartel. No obstante, y pese al empleo de toda suerte de armas de fuego, además de tanquetas y bombardeos selectivos desde el aire, los combatientes maus encontraban en las escondidas selvas de los Aberdares y del monte Kenia, y en las callejas de los suburbios de Nairobi, lugares donde la policía no podía dar con ellos. Los maus aprendieron, ocultos en las selvas, a saber por los cantos de los pájaros y los gritos de los monos cuándo el enemigo se acercaba a sus campamentos. Se construyeron sus propias armas de fuego de forma rudimentaria, y siguieron empleando las largas espadas, las pangas y las flechas envenenadas.

En 1954, el Gobierno no había hecho muchos progresos. En ese año nuevos colonos murieron, y Londres decidió cambiar de táctica. Se creó una nueva tropa, los pseudo gangs, en su mayoría desertores de los maus o colaboracionistas que vivían en las mismas regiones. Estos pseudos se infiltraron en la guerrilla y fueron también los guías en la selva de las tropas gubernamentales.

Otro elemento que jugó en favor de Londres fue la división del pueblo kikuyu entre los que apoyaban a los maus y los llamados loyalist. Este segundo grupo surgió alrededor de los kikuyu que profesaban la religión cristiana y también entre aquellos que seguían a sus jefes de aldea o distrito, por lo general comprados por los colonos y colaboracionistas de la policía. En favor de los loyalist tuvo un gran peso la masacre de Lari, una matanza perpetrada por el Mau-Mau en una aldea cuyo jefe era colaborador de los colonos y en la que murieron 93 personas, entre ellas varios niños.

En medio de las dos facciones se situaba Jomo Kenyatta. Luchaba por la independencia, pero preconizaba medios políticos no violentos y rechazaba al Mau-Mau. La idea de Kenyatta era llegar a un pacto con los colonos y construir una Kenia independiente en la que los blancos encontraran sitio. Londres no quería ni oír hablar de independencia y Kenyatta fue detenido en 1952, juzgado y confinado en la cárcel, de donde no saldría hasta 1961.

A finales de 1954 fue capturado el general «China», uno de los grandes líderes maus, y la resistencia remitió en la zona del monte Kenia. Pero el gran golpe contra el Mau-Mau no llegaría hasta 1956, cuando cayó prisionero el más carismático de todos los «mariscales de campo» de la organización, Dedan Kemathi, que dirigía el Mau-Mau de los Aberdares.

Kemathi había nacido en 1920. Apenas había podido estudiar, debido a la miserable condición de su familia, pero era un hombre inteligente, un estupendo orador y un apasionado lector de poesía inglesa. Medía dos metros de altura y era muy fuerte.

Se proclamó muy pronto «Caballero Comandante del Hemisferio Africano y Lord del Hemisferio Sur». Creía que sus sueños eran verdad y era capaz de matar a un compañero si había soñado que este le traicionaba. Sus ideas políticas eran muy precisas. «Rechazamos la colonización de Kenia porque nos ha convertido en esclavos y mendigos», dijo en cierta ocasión. Añadía: «Lucharemos hasta el final del mundo a menos que nos devuelvan nuestra libertad y nuestra tierra». Sus ambiciones iban muy lejos: «Me considero un gran patriota que lucha no sólo por la libertad de Kenia, sino por la de toda África oriental y el resto del continente». A sus tropas, en fin, las arengaba con el siguiente lenguaje: «Seguid mis pasos y bebed de las copas que yo he bebido, las copas de la tristeza, el dolor, las lágrimas, las dificultades y la perseverancia».

Kemathi formó su primer «Gobierno» en la selva, en el año 1955, al que llamó «Parlamento de Kenia». En ese año el general Njama, secretario jefe del «Parlamento», asaltó la granja del mayor británico Owen Jeoffrys, mientras este dirigía una operación de castigo contra los maus. Njama no destruyó nada en la granja ni mató a nadie. Tan sólo dejó una nota al mayor en la que decía: «No odiamos el color del hombre blanco, pero no podemos tolerar ver cómo los colonos extranjeros poseen fincas de más de cincuenta mil acres, la mayoría tan sólo ocupadas por fauna salvaje, mientras miles de africanos se mueren de hambre en su propio país. No podemos aceptar que el hombre blanco siga siendo el señor y el africano el sirviente. Pude quemar su granja, pero no lo he hecho para demostrarle que no somos tan destructivos como pueda usted pensar. Seis millones de africanos que tienen razón derrotarán al fin a sesenta mil europeos que están equivocados».

A finales de 1955, de los ciento veinte mil maus que comenzaron la lucha quedaban en libertad únicamente quince mil. En 1956 la casi totalidad de los miembros del «Parlamento» de Kemathi habían muerto o estaban en campos de concentración. Y había más de cien mil kikuyus encarcelados. Para octubre de ese año, Kemathi estaba en los bosques acompañado tan sólo por trece fieles. Era el hombre más buscado de África y el cerco británico se estrechaba a su alrededor. El 21 de ese mes, hambriento, Kemathi recorrió, solo y sin comer, más de ochenta millas en veintiocho horas, en el Nyandura Forest. Un guardia le sorprendió en una pequeña aldea, donde había entrado en busca de comida. Le disparó y le alcanzó en el muslo. Y Kemathi fue capturado.

Al día siguiente su foto apareció en toda la prensa, esposado y herido, con la rabiosa mirada de un felino capturado cuyo corazón no se ha rendido. Miles de copias de la fotografía fueron arrojadas por aviones británicos sobre los bosques de las Tierras Altas. Los kikuyu incorporaron una nueva leyenda a su mitología: la misma mañana en que Kemathi cayó en manos de sus enemigos, una hermosa higuera centenaria se derrumbó cerca del monte Kenia, el monte sagrado de los kikuyu, sin que el aire, un rayo o una enfermedad la hicieran desplomarse.

Kemathi fue juzgado y ejecutado a comienzos de 1957 Y la rebelión Mau se dio por concluida. En 1961, Kenyatta salía de la cárcel y se convertía en el adalid de la Kenia independiente. Este kikuyu sagaz, que había estudiado en Gran Bretaña, convenció a Londres de la necesidad de aceptar una Kenia independiente en la que los intereses de los colonos serían respetados.

Los colonos aceptaron a regañadientes la decisión de Londres. Y Kenia se proclamó independiente en diciembre de 1963, integrada en la Commonwealth. A los actos de celebración asistió el príncipe Felipe, marido de la reina de Inglaterra. Se cuenta como anécdota del acto que el príncipe, en un momento de la ceremonia, se volvió a Kenyatta y le dijo en voz baja: «¿Pero realmente desean ustedes ser independientes?». Un año después, Kenia se constituía en República y nombraba a Jomo Kenyatta su primer presidente.

Los últimos combatientes del Mau-Mau bajaron a Nairobi desde las selvas y montañas de las Tierras Altas aquel mes de diciembre de 1963, y en el estadio Ruringu, ante miles de kikuyus enfervorizados, entregaron sus armas, en un acto simbólico, a Kenyatta. Ante él acataron el nuevo poder los últimos generales maus, como Mwariana, Mugira y Baimungi, y entre ellos una mujer, la mariscala Muthoni.

Los años siguientes, muchas de las promesas hechas a los maus no se cumplieron. No recibieron tierras e incluso algunos de ellos, como Baimungi, fueron asesinados en extrañas circunstancias. Kenyatta había dicho a los colonos blancos poco después de la proclamación de la independencia: «Muchos de ustedes son tan buenos kenianos como yo. Soy un político, pero también un granjero como ustedes. Creo que la tierra nos une a todos y en ese punto tenemos una forma de mutuo entendimiento».

Esas promesas hechas a los blancos sí se cumplieron, y una minoría blanca, junto con la elite negra, controla hoy todas las riquezas de Kenia, entre ellas las mejores granjas de las Tierras Altas. El sucesor de Kenyatta, Daniel Arap Moi, es uno de los hombres más ricos de África y siempre incluye, en sus gobiernos, a algún representante de la comunidad blanca.

El pueblo kikuyu sigue pasando hambre. Y cuando uno de sus líderes alza la voz reclamando justicia y el cumplimiento de las antiguas promesas suele acabar con un tiro en la cabeza. A Delamere no le habría disgustado mucho este sistema, aunque tuviera que cenar algunas veces al año, en la misma mesa, con unos cuantos negros.

Allí, down River Road, el África miserable y viva, bullanguera y pobre, reidora y enferma de malaria, cachonda y acosada por el sida, fluía a mí alrededor como una marea incontenible. Veía y percibía ante mí el claroscuro de ese continente donde se dan los días más luminosos y las noches más tenebrosas, donde la fuerza del existir es noble y es mezquina al mismo tiempo, donde el dolor cabalga de la mano de la risa hacia un futuro incierto.

Ahora, bajo una arboleda de mangos, junto a la calle, quince o veinte peluqueros abrían su negocio al aire libre. Bajo carteles pintados a mano donde se exhibían cabezas humanas mostrando distintos tipos de corte de pelo y los precios que costaba cada uno, los clientes se sentaban en banquetas de madera y los peluqueros se esmeraban con sus tijeras o sus cuchillas en realizar un pulcro trabajo.

—¿Te afeito, mzungu? —me gritó uno.

Decliné su oferta con un gesto.

Más adelante, el gremio de los ebanistas cortaba, lijaba y ensamblaba muebles. Uno de ellos había colocado, delante del espacio que correspondía a su negocio, una cuna, una cama y un ataúd. Me detuve un instante, pensando que aquel trío de objetos eran la mejor metáfora de todo lo que es esencial en la vida de los hombres. El ebanista bromeó señalando el ataúd cuando pasaba a su lado:

—¿Necesitas uno, mzungu?

Seguí camino. Un canto poderoso y rítmico crecía conforme me acercaba al mercado de ropa usada. Era un lugar insólito: a ambos lados de una estrecha vereda se tendían largas plataformas de madera, como de un metro de altura, repletas de camisas, pantalones, blusas, ropa interior, chaquetas y toda suerte de ropas usadas. Sobre la ropa, descalzos, los vendedores, cuatro o cinco por cada plataforma, cantaban y bailaban, gritaban al ritmo de las canciones la calidad y los precios de sus productos, mientras los posibles compradores inspeccionaban las mercancías y acompañaban con sus palmas, de vez en cuando, los cantos de los vendedores. Era una canción alegre en idioma kikuyu. Y la singular escena cautivaba. Me sentía envuelto por la música, por la vitalidad y el jolgorio del momento. Una mujer que compraba cerca de mí se volvió, me tocó el hombro y dijo:

—¿Eres feliz, mzungu?

Me conquistaba aquel rincón de África lleno de vigor y de hambre de sobrevivir. Recordé otros versos de Taban Lo Liyong, aquellos que, en su poema El matrimonio del negro y el blanco, dicen así:

Cásate conmigo y tendremos hijos
que no necesitarán tomar el sol
porque habrán sido agraciados
con una piel de color intermedio,
verdaderos representantes de la raza del futuro,
de la conciencia de ser el acuerdo
entre las culturas y los colores de la piel,
gente que hablará una lengua universal,
surgida de diversos troncos,
producto del orgullo de las distintas razas.
Serán los reparadores de las mezquinas intolerancias,
la raza que heredera lo mejor de ambas.
Nuestros niños nacerán fuertes.

Los cánticos de los vendedores de ropa usada seguían, entre las palmas de los clientes. Y mis pies querían bailar aquel son, embriagado por la música y el olor de África.