Nairobi me recibió con su rostro de urbe agria y desangelada. Bajé del tren y me hundí en la ciudad, en la hora nocturna, como si tirase de mí aquella humanidad que se escurría entre las sombras, aquella multitud de seres que se reunían en tumultuosa e invisible vigilia. La ciudad palpitaba bajo la penumbra y podía imaginar una realidad amenazadora a mí alrededor. Tal vez era a causa de su fama de urbe insegura, fama que ha provocado que los ingleses la llamen «Nairrobery». En cualquier caso, nunca resulta muy acogedor llegar a un lugar de mala reputación durante la noche.
El aire era puro y alfilerado. Y la humanidad de sombras que cruzaba a mi lado me hacía sentirme envuelto por una carnosa perversidad. Como muchas capitales africanas, Nairobi ha crecido muy de prisa, ha saltado de forma bronca de la infancia a la madurez, y sus habitantes parecen vivir entre el asombro y el temor. Es una ciudad brutal sin haber dejado de ser todavía inocente. Y su forma abrupta de crecer la ha convertido en una urbe absurda, tierna y hostil al mismo tiempo. No es un buen lugar para vivir sin inquietudes, aunque su densa agresividad pueda llegar a conmoverte.
Hubo apagones de luz y cené en el comedor del hotel junto a las velas. El cenador era una alargada estancia donde sólo tres o cuatro mesas estaban ocupadas. Dos enormes máscaras, de ojos y bocas vacíos, adornaban las paredes, y el juego de luces vacilantes de las velas creaba una atmósfera sombría en aquella primera noche de Nairobi.
Cuando amaneció, poco después de las siete, la luz del sol era tan poderosa que atravesaba los resquicios de los postigos de mi habitación con la fuerza de una llamarada. Desde la calle, un rumor incansable de voces y bocinazos se alzaba como una marea. Abrí la ventana. El aire era duro y limpio, bajo el cielo inmenso teñido de difuso azul.
La multitud poseía al fin rostro. Eran gentes apresuradas y agobiadas por el ritmo frenético de la ciudad. Alrededor de la plaza que se abría delante del hotel se agolpaban decenas de matatus, en un ir y venir incesante, y los hombres y mujeres pugnaban a empellones por lograr sitio en los abarrotados vehículos. Luego, apretados en el interior como moluscos en conserva, miraban hacia fuera con la nariz pegada al cristal.
Bajo los rascacielos de pretencioso estilo occidental, en las anchas avenidas y en los breves espacios ajardinados, los policías vigilaban entre el tumulto, se acercaban a las colas que esperaban la llegada de nuevos matatus, fisgaban en los corrillos donde la gente se detenía a escuchar a un predicador del fin del mundo y paraban de vez en cuando a algún transeúnte para exigirle que se identificara. Había leprosos y niños mendigos en las esquinas de la avenida Moi y en el callejón de City Hall. Luego, un Rolls-Royce color crema cruzó con las cortinas cerradas por la avenida y enfiló hacia el edificio del Ayuntamiento, un sólido caserón de estilo británico construido en ladrillo rojo.
Pensé entonces en el doble rostro de la ciudad, en su corazón formado por una voluntad blanca de dominio y un vigor negro por resistir. La historia de Kenia no es otra cosa: la lucha entre la voracidad arrogante del hombre blanco y la tenacidad telúrica del hombre negro. Nairobi es la ciudad de las dos almas.
Nairobi le debe su nombre a un riachuelo donde los pastores masai llevaban su ganado a abrevar y que llamaban Engoye Niarobe, que significa sitio de agua fría. La ciudad como tal es más joven que su siglo. Se encuentra en el punto donde convergen los territorios tradicionales de los kikuyu y los de los masai. Hasta que los blancos, en los primeros años del siglo, obligaron a retirarse a los kikuyu a reservas más alejadas y firmaron tratados con los masai para dejar también libres aquellos territorios, las planicies que se extienden al oeste de Nairobi eran parajes libres donde pastoreaban los masai y, hacia el norte, una tierra rica y muy fértil que trepa junto al valle del Rift, donde los kikuyu tenían sus aldeas y sus cultivos. Todas estas planicies y bosques se conocen como las Tierras Altas, ya que se elevan a más de mil metros sobre el nivel del mar. La belleza del paisaje, la bondad del clima, la abundancia de vida animal salvaje, confieren a aquellas regiones un carácter único. No hay otro lugar comparable en todo el planeta.
En 1896 los ingleses construyeron Fort Smith, un emplazamiento militar para la protección del ferrocarril. Nairobi se convirtió en seguida en un almacén ferroviario. Pero la existencia de agua y las feraces tierras de la región comenzaron a atraer gente desde los establecimientos más al sur. Los alrededores de la estación y de los almacenes se poblaron de tiendas de campaña y se construyeron las primeras viviendas. En 1900 hubo una carrera de mulas. Y al año siguiente, un tal Tommy Wood abrió un pequeño hotel. En 1902 llegó el primer automóvil y se creó una fuerza nativa de protección, el Tercer Batallón del King’s African Rifles, dirigido por oficiales británicos. En 1903 hubo una nueva competición hípica, esta vez con caballos, además de mulas. Pero cuando iba a comenzar la segunda carrera, un rinoceronte apareció en la pista y cargó contra todos los cuadrúpedos que encontró en su camino. Hubo que esperar media hora, hasta que el animal decidió marcharse, para continuar las carreras.
Seguían llegando colonos atraídos por la extraordinaria calidad de la tierra. La mayoría venían de Gran Bretaña, pero también de Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Canadá. Lo que distinguía a los pioneros británicos es que una buena parte de ellos eran hijos de la nobleza y del ejército, gentes educadas en Eton, Harrow, Oxford, Cambridge y la Academia Militar de Sandhurst. Venían impregnados de un espíritu romántico, además de pensar en enriquecerse, y traían con ellos el anhelo de servir al Imperio en los nuevos territorios. Constituirán la aristocracia de la nueva colonia y sus nietos, en la Kenia independiente, siguen siendo la casta dominante, aunque hayan cambiado el pasaporte.
Aquellos pioneros de nobles apellidos buscaban una vida emocionante y distinta. La escritora danesa Karen Blixen, que se instaló como granjera en las proximidades de Nairobi en 1914, lo explicó así: «Prefieren su vida africana a la vida en su país, prefieren montar a caballo a conducir un coche, prefieren hacer una hoguera en el campo a encender una calefacción central. Lo mismo que yo, ellos quieren dejar sus huesos en el suelo de África». Su amante, Denys Finch-Hatton, que era de sangre aristocrática y había estudiado en Eton y Oxford, lo dijo de otra manera: «Inglaterra es demasiado pequeña. Además, aquí en África, soy alguien. En Inglaterra sólo sería un número en una puerta».
La mezcla de romanticismo, sed de aventura, deseos de enriquecerse pronto y de contacto directo con la Naturaleza libre provocó que naciera un mito imposible, el mito del llamado «País del Hombre Blanco». Era a la postre un mito racista. Pero produjo tipos tan opuestos como lord Delamere, el campeón de una Kenia blanca, y Karen Blixen, de quien dijo un contemporáneo suyo: «Fue la mejor escritora y la peor granjera que ha pasado por África».
La mañana de aquel sábado olía a magnolios en Nairobi. En el Muthaiga Country Club, el club de la Kenia blanca, de «el todo Nairobi», jugaban varios hoyos unos cuantos blancos servidos por caddies negros. La bandera keniana ondeaba sobre el edificio principal del club. La bandera era el único signo de los tiempos modernos. Todo lo demás, en Muthaiga, en las afueras residenciales de Nairobi, era un retrato del tiempo de la colonia.
Me asomé al bar, un soleado salón de forma rectangular, decorado con elegancia y sin excesos. Cuatro hombres blancos tomaban unas copas de sherry acodados en el mostrador. Levantaron los ojos y me miraron. Decidí dar una vuelta a la sala, contemplando los cuadros y los trofeos que se exhibían en una vitrina. Apenas unos instantes después, se me acercó un sirviente negro y, con gentileza, me indicó el camino de la puerta de salida. Los blancos habían dejado de mirarme.
—¿Lleva usted muchos años en el club? —pregunté al sirviente, ya en la puerta.
Sonrió ufano:
—Veintidós, sir, y mi padre trabajó aquí antes y también trabaja aquí mi hermano.
Al salir, en un green cercano, me detuve a contemplar unos instantes cómo un viejo algo decrépito intentaba enviar bolas a un hoyo sin demasiado éxito. Un boy negro colocaba para el anciano blanco hileras de pelotas, con mirada irónica y sonrisa sumisa. Me alejé del Muthaiga Country Club, gané la salida y pedí al portero negro que llamase un taxi para el turista blanco. El portero, enfundado en un frac de porte elegante, me dirigió ese tipo de mirada que suelen destinar a los vagabundos blancos los fieles sirvientes negros.
Pedí al taxista que me llevase al hotel Norfolk, al norte de la ciudad. El hotel, fundado en los primeros años del siglo, fue uno de los más importantes centros de la Kenia colonial, como el Muthaiga Club. Destruido por un incendio en los años veinte, se reconstruyó en un estilo parecido al original, y aún hoy conserva el aire elegante de antaño.
Frente a la entrada aguardaban a prudente distancia los taxis Morris, iguales a los tradicionales cabs londinenses, alineados bajo las frondosas sombras de las acacias. El portero negro gastaba frac y una pomposa chistera de color gris. Las mesas de la terraza rebosaban de parroquianos y la mayoría eran blancos, hombres de aire deportivo acompañados de espléndidas señoras de trajes vaporosos y pechos libres.
Me acomodé en una mesa. Pedí un steak and kidney pie y una pinta de draught bitter. Me sirvieron dos camareros negros ataviados con camisas blancas, corbata oscura y chaleco de manga corta.
En la terraza corría el aire fresco y libre, embriagado de olor a flores. Pensé que pocas cosas había tan placenteras para un viajero como una buena comida a mil seiscientos ochenta metros sobre el nivel del mar, con cuatro o cinco mujeres hermosas alrededor, la luz intensa del ecuador limpiando la atmósfera, servido por eficaces y discretos camareros y con el aire impregnado de aromas de flores.
Los colonos que decidieron hacer de Kenia el «País del Hombre Blanco» eran egoístas, racistas y gente desdeñosa. Pero supieron disfrutar a fondo de sus defectos y sus vanidades.
En la terraza del Norfolk se puede percibir muy bien su espíritu, en la atmósfera de ese Nairobi que pertenece al pasado. Aún permanece allí su alma, en el Norfolk y el Muthaiga, como el fantasma de antiguos sueños truncados.
Cuando pedí la segunda pinta de cerveza y seguí con la vista al camarero que se dirigía hacia el bar reparé que el local, situado en un extremo de la terraza, tenía un nombre evocador: lord Delamere.
La historia de Kenia y el mito del «País del Hombre Blanco» no podrían explicarse sin la personalidad de lord Delamere. Fue un personaje singular y, en cierto sentido, extraordinario. Para sus adversarios fue un racista; para sus partidarios, casi un superhombre. Tenía un sueño absurdo y trasnochado. Quizá vino al mundo cincuenta años después del que debió haber sido su tiempo. Eso es lo que opina su biógrafa y gran historiadora de Kenia, Elspeth Huxley.
Se llamaba Hugh Choldmondley, había nacido en Cheshire en 1870 y ostentaba el título de tercer barón de Delamere, familia propietaria de Vale Royal, un próspero estate inglés, una hacienda con tierras de cultivo, ganado y castillo incluido.
A Delamere le gustaba montar a caballo y los libros le importaban un pimiento. Las caídas practicando su deporte favorito le quebraron varios huesos y pasó dos temporadas de su vida, una en Inglaterra y otra ya en Kenia, enyesado hasta el cuello. Tenía otra pasión: la caza, un deporte muy propio de los señoritos ingleses de su tiempo. Elspeth Huxley dice que «el sistema feudal estaba en sus huesos y en su sangre».
En 1891, para celebrar su cumpleaños, se embarcó con otros jóvenes ingleses rumbo a Somalia, con la intención de hartarse de cazar leones. Mató unos cuantos, pero una fiera estuvo a punto de matarle a él. Sólo el valor de uno de sus sirvientes somalíes, que se lanzó a cuerpo limpio contra el felino para apartarle del joven señorito inglés, permitió a Delamere ese segundo de respiro gracias al cual pudo tomar otra vez el fusil y acabar con el león. Aquel sirviente le acompañaría durante toda su vida y Delamere nunca olvidó lo que había hecho por él. En cierta ocasión, años después, yendo a bordo de una barcaza, un blanco amigo suyo dio una patada en el trasero al sirviente somalí. Delamere lo tiró por la borda.
En los años siguientes a su viaje cinegético, y pese a las cicatrices de las garras del león, volvió en busca de más trofeos de caza. En sus descansos en Inglaterra montaba a caballo. Y en una galopada se cayó, se partió medio esqueleto y tuvo que quedarse en la cama doce meses. Para entretenerse decidió hacer lo que nunca había hecho: leer. Y leyó libros de historia. Se enteró entonces de que África era algo más que un gran cazadero. Y se convirtió en un gran admirador de Cecil Rhodes, el explorador que había abierto el camino para la explotación de las riquezas naturales de un gran territorio al que bautizó, cómo no, Rhodesia, y para el comercio europeo en la región. Tuvo también noticias por medio de los libros de que en el centro de África, cerca de los grandes lagos, había unas tierras que eran como una inmensa granja sin explotar. Y comenzó a urdir su sueño particular.
En 1896 organizó su quinto viaje al continente africano. Desde el golfo de Aden atravesó el Somaliland con una tropa de doscientos hombres armados y alcanzó África oriental. En 1897, después de once meses de viaje, llegaba al lago Baringo. Vio las Tierras Altas y decidió que se quedaría a vivir allí. En 1898 regresó a Inglaterra y se casó en Cheshire. Los siete meses de su viaje de novios los empleó en recorrer Kenia. En 1903, después de organizar sus negocios en Inglaterra y hacer las maletas, volvió a Nairobi para quedarse a vivir en África.
Ese mismo año compró su primera propiedad, a la que llamó Rancho del Ecuador, a 20 millas de Nakuru, al noroeste de Nairobi. Se instaló y comenzó sus experimentos agrícolas y ganaderos. Las cosas no le fueron muy bien al principio, aunque siguió comprando más terrenos. Gastaba en las Tierras Altas todas las rentas que le producía su propiedad de Cheshire.
Diez años después de iniciar su nueva vida comenzó a obtener los primeros beneficios y a pagar las enormes deudas que había acumulado. Para entonces tenía plantados campos de maíz, té y café y poseía grandes rebaños de vacas y de ovejas. Pero, sobre todo, era el indiscutible «patrón» de la comunidad blanca de Kenia, de los tres mil europeos que trabajaban las granjas de las Tierras Altas. El mito del «País del Hombre Blanco» había nacido y Delamere era su campeón. Preconizaba el monopolio de los blancos en el cultivo de aquellas ricas tierras y en la comercialización de sus productos. Soñaba convertir Kenia en un lugar como Nueva Zelanda. Era presidente de la Asociación de Colonos desde 1904 y fue miembro del primer Consejo legislativo establecido en África oriental británica, en 1907, en el que había dos asientos para los colonos.
Aquel año de 1907 una joven promesa de la política inglesa, Winston Churchill, que ostentaba el cargo de secretario de Estado para las Colonias, visitó Kenia y escribió luego: «En todas las ocasiones, oigo decir a la Asociación de Colonos de Nairobi: "Haremos de África oriental un país para el hombre blanco". Yo me pregunto: ¿Pueden las Tierras Altas de África llegar a ser el "País del Hombre Blanco"? […] Hasta que no se demuestre que los europeos pueden criar a sus hijos bajo el sol ecuatorial de África y a una altura de dos mil metros, el "País del Hombre Blanco" seguirá siendo sólo el "sueño del hombre blanco"».
Churchill, pese a ser un convencido imperialista, era también un político pragmático. Y añadía esta otra opinión a la anterior: «Es escasamente digno de crédito imaginar que las Tierras Altas del este de África puedan vaciarse de nativos para ser ocupadas sólo por europeos. Es un grave defecto para una comunidad pensar que el trabajo manual es únicamente para razas inferiores, y muchas son las complicaciones y peligros que pueden venir de ese criterio».
En 1905 el territorio había ganado el estatuto de Colonia y Londres nombró un gobernador. El Foreign Office quería instrumentar una fórmula de gobierno indirecto, como sucedía en Uganda con los reyes kabaka por sugerencia de Lugard. Esa política entró en conflicto con los intereses de los colonos, de los que Delamere era el portavoz. Los granjeros blancos, entretanto, se iban extendiendo por zonas de las que se forzaba a desplazarse a poblaciones indígenas. El gobernador británico daba una de cal y otra de arena a los colonos. Garantizaba la seguridad mediante una policía que reprimía sin contemplaciones los intentos de rebelión indígena y ponía coto a la voracidad de Delamere y su gente.
Aquellos años de Nairobi eran inhumanos, libres, salvajes y crueles. Crecía la riqueza y la ciudad intentaba ser una urbe «digna» del sueño del hombre blanco. En 1911 se abrieron seis campos de golf en las inmediaciones de la ciudad. La yerba y los greens eran excelentes, pero existían algunos problemas, como los leones, que se apostaban en las zonas boscosas esperando a los cándidos golfistas. Había que llevar el palo en la mano y el rifle en el hombro.
Se echaron truchas traídas de Nueva Zelanda en los ríos de las Tierras Altas. Se practicaba la caza del zorro al estilo inglés, aunque había que hacerlo con hiena o con chacal. Un portugués logró domesticar cebras y paseaba montado en una de ellas todos los atardeceres por las calles del centro de la ciudad. En esas calles, sin embargo, convenía no andar descuidado durante la noche, o al menos llevar una escopeta, pues no era extraño encontrarse con un león en la avenida principal.
El ambiente de los fines de semana podía recordar el de los poblados de los westerns. Los cazadores y granjeros acudían a Nairobi a divertirse, y se emborrachaban en locales que no cerraban hasta que caía al suelo, como una cuba, el último cliente. Uno de los deportes favoritos de los borrachos era disparar contra las farolas del alumbrado público. Había numerosas prostitutas japonesas en la calle de la Reina Victoria, uno de los lugares favoritos de Delamere y sus amigos. Un científico que visitó Nairobi en la primera década del siglo definió así a la ciudad: «No es africana ni europea. Combina las incomodidades de las dos civilizaciones sin la ventaja de ninguna». En los clubs elegantes, bajo la apariencia de los buenos modales, valía todo, y los intercambios sexuales de parejas estaban a la orden del día. Un hombre podía dormir con las mujeres de casi todos sus mejores amigos y la mayoría de las mujeres podían alardear de conocer la potencia sexual de casi todos los hombres de Nairobi. Por aquel tiempo, una broma estaba muy de moda en Inglaterra: «¿Es usted casado o es de Kenia?». Bartle Bull describe en su libro Safari el carácter de aquella urbe: «La ciudad conjuntaba el salvajismo de Dodge City, el entusiasmo comercial de Shanghai y el abandono de Bruselas la noche antes de Waterloo. Mercaderes de Goa y guerreros masai se mezclaban con pioneros hambrientos de tierra llegados de Transvaal y de la Cámara de los Lores de Londres, junto a carros-taxi tirados por muchachos, que aparcaban al lado de tiros de camellos y de bueyes, unos llenos de polvo rojo y otros cubiertos de barro».
Con los ambiciosos colonos europeos convivía una población india que formaba ya un núcleo de siete mil personas en todo el país. Los indios habían llegado como peones mal pagados del «Tren Lunático», reclutados entre las castas inferiores de la India. Muchos se habían quedado y abierto pequeños negocios. Los blancos los consideraban inferiores, y ellos a su vez consideraban a los nativos una raza primitiva e inculta. Su gran líder, Javanjee, llegaría después a ser el primer indio que tuviera asiento en el Consejo legislativo de la colonia.
Aquellos ruidosos y alegres hombres blancos que querían diseñar un país a la medida de sus ambiciones y sus sueños tenían muchos placeres. Y el mayor de todos, la caza. Pese a que las leyes restringían mucho su práctica y, por ejemplo, reducían a cuatro el número de gacelas que cada granjero podía matar al mes, nadie se sustraía a la tentación de disparar hasta la saciedad en el mejor cazadero del planeta y el peor vigilado por las autoridades. Las partidas de caza, los safaris, eran parte de aquel mito que representaban Delamere y sus partidarios. Y las casas de los granjeros rebosaban de colmillos, pieles y cornamentas que constituían verdaderos «récords» en la historia cinegética del mundo.
Aquel universo colonial encontró su cenit y entró en crisis con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Muchos historiadores afirman que el siglo XIX murió en Europa entre 1914 y 1918. En África comenzó su agonía en esas fechas, aunque su final se retrasaría casi otro medio siglo.
Cuando la guerra estalló en Europa las grandes potencias tenían colonias en África, colonias que eran vecinas las unas de las otras. Inglaterra y Alemania se repartían África oriental y el sur del continente, mientras que los belgas dominaban los extensos territorios del Congo y los franceses las regiones occidentales. Para Italia quedaba apenas una presencia simbólica en Abisinia.
Las noticias de la guerra despertaron un inmenso fervor patriótico en Nairobi. Aquel año 1914 tan sólo había en el África oriental británica tres compañías del Tercer Regimiento del King’s African Rifles, regimiento formado en 1902 con soldados askaris nativos y oficiales ingleses. Entretanto, en Tanganika, los alemanes contaban con un contingente, si no muy numeroso sí bien entrenado y armado, al mando del cual había un excelente estratega, el coronel Von Lettow.
Los colonos llegaron en riadas a Nairobi, se concentraron frente al hotel Norfolk y formaron sus propios batallones, en los que incluían a sus peones y a sus sirvientes nativos. Daban a sus improvisados regimientos sus nombres, como los señores medievales hacían con sus tropas. Y llegaban pertrechados con sus rifles de caza y cualquier viejo revólver o escopeta para sus hombres.
Delamere organizó a los granjeros en un heterogéneo ejército que llamó los East African Mounted Rifles. Fueron destinados a la vigilancia fronteriza y a la protección de algunos tramos del tendido del ferrocarril, vital para el envío de tropas. Intervinieron en algunas escaramuzas y perdieron algunos hombres frente a los alemanes. Bror Blixen, el marido de Karen Blixen, era el oficial encargado del aprovisionamiento, mientras que Denys Finch-Hatton, el amante de Karen, hacía la guerra con su amigo Berkeley Cole, que había puesto en pie una tropa de ochocientos jinetes somalíes. Por las noches, en los bosques de Tsavo, en las cercanías del Kilimanjaro y a lo largo del tendido ferroviario, aquellas tropas irregulares debían protegerse de los leones y olvidarse de los alemanes.
Tras el desastre de Tanga de 1914 y otros reveses del principio de la guerra, las fuerzas del general Smuts comenzaron la ofensiva y los East African Mounted Rifles quedaron bajo su mando. La actividad de Delamere y sus granjeros se redujo a acciones muy limitadas. No obstante, les gustaba mucho desfilar por Nairobi. Lo hacían entonando viejas canciones de la guerra de Secesión americana, pero con letras nuevas. Así hicieron cuando se preparaba la conquista de Tabora, marchando con sus caballos y sus fusiles por las calles de Nairobi al son del himno When we were marching to Tabora, canción que habían copiado de la nordista When we were marching through Georgia. Su letra decía: «Hurra, hurra, vamos al África alemana. Hurra, hurra, mataremos a los cabezas cuadradas. Y así vamos cantando esta feliz canción, en este día feliz, mientras marchamos hacia Tabora». Los hombres de Delamere no llegaron a disparar un solo tiro en Tabora y la ciudad la conquistaron las fuerzas regulares del ejército belga del Congo.
La tropa de Delamere fue integrada plenamente en el ejército de Smuts el año 1917. Pero aquella guerra de aire heroico y un punto grotesco tuvo su lado amargo. Cuando los animales que se utilizaban para el transporte comenzaron a ser atacados por la mosca tse-tsé, la mortandad fue enorme. Se calcula que quedaron para pasto de carroñeros unos sesenta mil caballos y más de ciento veinte mil bueyes. Hubo que sustituirlos por carrier-corps, porteadores a sueldo reclutados entre los nativos. De los ciento ochenta mil porteadores que sirvieron en la guerra, más de cuarenta mil perecieron, sobre todo a causa de la disentería, la malaria, la desnutrición, la neumonía y la fatiga. También cayeron diez mil soldados askaris y británicos.
El mito del «País del Hombre Blanco» tardaría algo más en desaparecer que los himnos heroicos. Delamere siguió defendiéndolo e incluso organizó en 1925 una conferencia en Nairobi, pagando los costos de su propio bolsillo, con asistencia de delegados de Kenia, Tanganika, Rhodesia del Norte y Nyasaland, para establecer las bases de la supremacía blanca en África sobre el modelo sudafricano del apartheid. Murió en 1931 sin cumplir su sueño racista. Pero, al menos, tuvo la fortuna de no llegar a presenciar cómo las Tierras Altas del «País del Hombre Blanco» se convertían en parte de un estado independiente en manos de los africanos. Es una burla del destino que la calle de Nairobi que llevó el nombre de lord Delamere, en honor del campeón blanco, se llame hoy Jomo Kenyatta Street, en honor del primer presidente negro de la Kenia libre.
Su recuerdo, sin embargo, nombra el bar del Norfolk Hotel, donde toman el té por las tardes y whisky por las noches los blancos que se quedaron en Kenia después de la independencia y que hoy controlan una buena parte de su economía. Son los discretos amos de una buena parte de las riquezas del «País del Hombre Negro».
Mientras me dirigía al barrio de Karen, llamado así en honor de Karen Blixen, podía entender por qué los hombres que llegaron aquí a principios de siglo decidieron quedarse. Karen es una zona residencial, tal vez la más hermosa de Nairobi, con soberbias mansiones rodeadas de magníficos jardines, enormes arboledas frondosas, anchas praderas repletas de flores y un aire plácido que llega hasta aquí repleto de oxígeno desde las cercanas colinas de Ngong. La escritora, que había nacido en la gélida Dinamarca, supongo que tenía más poderosas razones que un meridional para entusiasmarse con este lugar del mundo. Pero es cierto que resulta en alto grado hermoso, como si hubiera sido diseñado a la medida del hombre. Ella lo definió muy bien en las primeras páginas de su Memorias de África, tal vez uno de los mejores libros que se han escrito sobre el continente: «La principal característica del paisaje y de tu vida allí era el aire. Al recordar tu estancia en las Tierras Altas africanas te impresiona el hecho de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre distintas, encumbradas y flotantes; pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía, el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las Tierras Altas te despertabas por la mañana y pensabas: "Estoy donde debo estar"».
La línea de las colinas se divisa poco después de dejar atrás el núcleo central de Nairobi. Cierran el sur de la ciudad y se dibujan en el horizonte como los nudillos de una mano. Los masai tienen una leyenda para el origen de estas montañas: un gigante subió al Kilimanjaro y, cuando estaba llegando a lo más alto, perdió el equilibrio; para intentar sostenerse se agarró a la tierra, pero de todos modos cayó; y en el lugar donde quedó su mano, con el enorme cuerpo tendido sobre la planicie, cayó un puñado de tierra y formó las colinas de Ngong.
Karen Blixen mantuvo toda su vida una encendida nostalgia de sus días africanos y eso puede entenderse muy bien cuando se visita la que fuera su casa, convertida hoy en museo por las autoridades de Kenia, tras el éxito del film Memorias de África, en el que Meryl Streep interpreta a la escritora y Robert Redford a su amante Finch-Hatton. Es una mansión elegante y no ostentosa, con paredes de piedra y el interior revestido con maderas nobles. Árboles centenarios y enormes plantas de flores rodean el inmenso jardín. Se distingue la suave cresta de Ngong y los dos mil metros de altura traen un viento vivificador. Hay cantos de pájaros, aroma de lirios y el lugar transmite una pasmosa sensación de paz. La película de Sydney Pollack se rodó en este mismo lugar y parte del mobiliario que se conserva en la casa perteneció a Karen Blixen. Es un hermoso homenaje a quien supo explicar cómo fue el corazón de un África blanca que hoy ha desaparecido para siempre.
Los escritores son una especie diferente de los exploradores, los aventureros, los políticos, los conquistadores y los misioneros. Tal vez tengan un poco de todos los otros, pero hay algo que les diferencia: buscan cosas menos tangibles, como las emociones, y han emprendido la más inútil de todas las batallas: retener el tiempo. Contar bien una historia, transmitir una sensación que el lector pueda percibir, hacer el retrato del alma de un hombre, definir con precisión un sentimiento e incluso tan sólo pintar con palabras un paisaje son tareas que tienen tanto de absurdo como de noble. Mientras haya hombres nobles siempre habrá ingenuos escritores que dedicarán su empeño a tareas tan absurdas como perseguir el tiempo.
A esta parte de África vinieron escritores blancos que traían con ellos propósitos absurdos. El primero de todos fue H. Rider Haggard. Muy joven viajó a Sudáfrica y participó en la campaña del Transvaal. Poco después estuvo en Lamu, en casa de su hermano D. C. Haggard, que servía como vicecónsul en la isla durante los días en que John Kirk era cónsul en Zanzíbar. Allí encontró parte de los materiales que le servirían, en 1885, para escribir su obra Las minas del rey Salomón, inspirada en los relatos míticos de la Biblia sobre el reino de Ophir y en las leyendas sobre unas antiguas ruinas en el interior de Zimbabwe. Para crear a su personaje de Allan Quatermain, Haggard tomó como modelo a Frederick Selous, uno de los exploradores y cazadores más famosos de fin de siglo. Su libro tuvo un enorme éxito en su tiempo y comenzó a cimentar el mito literario de África. Haggard era un convencido escritor imperial, en la estela dejada por el gran Kipling, y en el prólogo de su obra expresó sus intenciones: «Dedico este libro de aventuras a mi hijo, con la esperanza de que pueda encontrar, en los actos y pensamientos de Allan Quatermain, algo que le ayude a conseguir lo que yo tengo por el más alto honor que se puede lograr: la dignidad y la grandeza de un caballero inglés».
Después, y dejando de lado un puñado de escritores de aventuras selváticas, vinieron otros de más altura, como Evelyn Waugh, que hizo un viaje de dos meses por el continente y construyó una especie de diario, casi periodístico, relatando su periplo: Un turista en África.
Hemingway fue sin duda uno de los grandes enamorados de estas regiones, y tal vez escribía sobre ellas para justificar su desmedida pasión por la caza, como puede pensarse al leer su Las verdes colinas de África, un relato cinegético trufado de hondas reflexiones sobre la literatura, que sin embargo no es un gran libro. No obstante, en un volumen de historias cortas dejó escritas un par de narraciones que se cuentan entre las mejores que ha producido la literatura americana de este siglo. Tanto en Las nieves del Kilimanjaro como en La vida corta y feliz de Francis Macomber, Hemingway concede a África un papel simbólico, de marco trágico para la desdicha humana. Su famosa imagen sobre el esqueleto del leopardo en el Kilimanjaro es un sencillo y portentoso símbolo sobre la fatalidad de la ambición y el sueño humanos: «El Kilimanjaro», escribe, «es una montaña cubierta de nieve, de 19 710 pies de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, “Ngáje Ngái”, “la Casa de Dios”. Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas».
Alberto Moravia fue también un gran enamorado de África, adonde viajó en varias ocasiones. Publicó dos libros sobre sus viajes, en realidad relatos personales sobre su experiencia. Tú, ¿de qué tribu eres?, y Paseos africanos contienen bellas descripciones de gentes y paisajes del gran continente.
Sobre todos ellos, y sobre muchos otros, Karen Blixen ocupa un lugar especial. Era una buena devoradora de hombres y de libros. Pero, antes que nada, una excelente escritora. Su Memorias de África y varios de sus cuentos ocupan la primera línea de la literatura producida por blancos sobre África. Hemingway, cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1954, señaló que Karen Blixen era más merecedora que él del galardón. Debía de ser un cumplido frecuente en su boca, pues lo mismo dijo de Baroja poco después. Pero es probable que, en ambos casos, tuviera razón.
A diferencia de otros narradores, Karen Blixen, que firmó su libro Memorias de África con el seudónimo Isak Dinesen, vivió largo tiempo en el continente, se empapó de África y llevó, durante años, el recuerdo de su granja y de las colinas de Ngong clavado en el alma. Karen publicó su libro pocos años después de abandonar Kenia. Y el resultado fue un relato evocador, pleno de poesía, dotado de una singular y precisa calidad narrativa. En Memorias de África late el alma de una imponente escritora, su afección a los espacios libres, a la sensualidad y al amor. Y late también el espíritu de una época perdida. En cierta forma, Karen Blixen fue el reverso de lord Delamere, pues mientras este reproduce con exactitud la imagen del colonialismo, ella representa el lado poético de un tiempo pasado. Delamere quiso apropiarse un país, y ella tan sólo retener el tiempo. Delamere quería conquistar las tierras de África, y ella sencillamente las amaba y anhelaba ser enterrada allí. Él pretendía reinar, y ella sólo buscaba cómo describir el aire que bajaba de las colinas.
Ahora, más de medio siglo después de que desaparecieran de África los dos personajes, la Kenia independiente ha olvidado a Delamere, mientras que Karen Blixen tiene un museo y ha dado su nombre a un barrio de Nairobi.
Karen Blixen llegó a Kenia en enero de 1914. Viajó en barco desde Europa, el mejor medio de transporte en aquellos días de un mundo sin aviones. En el buque conoció a Von Lettow, que se dirigía a Tanganika para hacerse cargo de las tropas de la colonia alemana de la Deutsch-Ostafrika, cuando ya los aires de guerra soplaban en Europa. Quedaban muy pocos meses para el estallido de la contienda y Berlín presentía, con mejor olfato que Londres, lo que se avecinaba. Karen y Von Lettow simpatizaron en el largo viaje, se intercambiaron direcciones y el coronel le dedicó una fotografía a la futura escritora, mientras ella se comprometió a buscar caballos en Nairobi, de los que andaba escasa la pequeña tropa de la colonia alemana.
Pocos meses después, cuando la guerra se declaró y el patriotismo prendió como una llamarada en los territorios británicos de África, Karen Blixen y su marido, ambos daneses y supuestos pro germanos, despertaron suspicacias entre los exaltados colonos que dirigía Delamere. Su marido, Bror Blixen, disipó enseguida las dudas alistándose como voluntario en los East African Mounted Rifles, mientras que Karen, ya en plena contienda, atravesó con unos pocos criados una buena extensión de territorio dominado por los alemanes para llevar provisiones a las tropas de lord Delamere que vigilaban la línea del tendido ferroviario. No obstante, no olvidó llevar con ella la fotografía de Von Lettow, una especie de inusual salvoconducto que pensaba utilizar si se topaba en su arriesgado viaje con patrullas alemanas.
Al día siguiente de llegar a Kenia, Karen se casó con Bror Blixen, de quien tomaría el apellido. Bror Blixen era un barón sueco con el que Karen tenía un lejano parentesco y se habían prometido por un acuerdo entre ambas familias, sin apenas conocerse. Con el dinero de sus parientes, poco después de la boda los Blixen compraron una primera hacienda en Mbagathi y comenzaron a cultivar café. En 1917 el matrimonio cambió su domicilio y compró la propiedad de Mbogani, la mansión bajo las colinas del Ngong que inmortalizaría Karen veinte años después. La casa había sido construida en 1912 por un colono sueco.
Su marido comenzó muy pronto a desinteresarse de los negocios, en tanto que crecía su pasión por la caza y por organizar safaris para millonarios europeos, un negocio mucho más rentable y en el que llegó a ser un reputado experto. Era también un afamado mujeriego, mientras que Karen no le hacía tampoco demasiados ascos a los hombres, comenzando por los amigos de Bror. El matrimonio hacía aguas y Karen, dedicada a sacar adelante la granja, inició un amor apasionado con un amigo de su marido, Denys Finch-Hatton, un afamado donjuán a quien había conocido en el Club Muthaiga en 1918. Lo mismo que los Blixen y otros colonos de sangre azul, Finch-Hatton había llegado a Kenia para hacer negocios y comprado varias propiedades. Pero, al igual que muchos otros aristócratas, no buscaba sólo eso, sino que era un hombre deseoso de aventuras, aburrido de Inglaterra, lector apasionado de poesía y melómano incurable. Se había empapado de lecturas románticas sobre África, desde la novela de Haggard hasta los relatos de caza de exploradores como Frederick Selous. Buscaba en África no sólo fortuna, sino una vida libre. Y poco a poco, como Bror Blixen, perdió el interés por los negocios y se convirtió en un apasionado de la caza y los safaris. En i92o, cuando Bror abandonó la casa de Ngong, Finch-Hatton mudó su residencia, se fue a vivir con Karen y se llevó con él su gramófono, sus discos y sus libros de poemas.
Los negocios no le iban bien a Karen. Empleaba la mayor parte de sus energías en intentar salir de una situación financiera ruinosa. Los desastres naturales, las inundaciones y los incendios parecían perseguirla como una maldición. Pero había dos cosas que la mantenían en pie: su amor por África y su amor por Finch-Hatton, dos pasiones que ella identificaba como una sola y que en su libro Memorias de África llegan a ser la misma cosa. El mundo de Karen, como el de muchos otros granjeros de África, se hundió a finales de los años veinte, cuando la Gran Depresión. Su granja entró en bancarrota y la familia decidió no enviar más dinero desde Dinamarca. En 1931 estaba arruinada. Y ese mismo año, Denys Finch-Hatton se mataba en Voi en un accidente de avioneta. Habían roto su relación tan sólo unas semanas antes, pero Karen no había renunciado a recuperarle. En su libro, años después, Karen le describió así: «Había absorbido África, en sus ojos y en su mente. África le había cambiado, marcado su personalidad, convirtiéndole en parte suya. Ahora esta tierra le recibía, le tomaba a su cargo y se unía a él».
Karen se ocupó de enterrar a Denys. Lo hizo cerca de la cumbre de una de las colinas de Ngong. El hermano mayor de Denys, heredero del título de conde de Winchilsea, pagó los gastos de instalación de un enorme y feo monolito.
La escritora regresó arruinada a Dinamarca, a su casa natal de Rungstedlund, junto a su madre, y allí siguió viviendo hasta su muerte, acaecida en 1962. En 1937, seis años después de haber abandonado Kenia, publicó su libro Memorias de África, cuando tenía cincuenta y dos años. Su éxito fue enorme. Hoy, y gracias también a la película que Sydney Pollack filmó sobre su obra, Kenia tiene que agradecer a Karen Blixen una buena parte del boom turístico que ha vivido el país en las décadas de los ochenta y noventa. Muchos de los turistas que, vestidos con uniforme de cazador y con un sombrero de lona, cruzan en jeep las sabanas del Amboseli, del Masai Mara y Tsavo; que se sienten Robert Redford y Meryl Streep mientras ruedan imágenes con cámara de vídeo en las que aparecen delante de maravillosos paisajes, y que al regresar a su casa europea suelen hacer un montaje con el fondo musical de Memorias de África, le deben a Karen Blixen y a Sydney Pollack la gran aventura de su vida y su sueño de África. ¿Hay mejor pago para un artista que el hecho de que la gente necesitada de emociones resucite sus mitos?
Pero Karen Blixen hizo más por Kenia. Fundó una escuela para los kikuyus que habitaban en sus propiedades y logró que las autoridades coloniales buscasen acomodo para esas familias de kikuyus cuando ella abandonó el país. Todos los años siguientes a su partida, y hasta pocos días antes de su muerte, continuó enviando dinero a quienes habían sido sus sirvientes durante sus años de estancia en África. El Gobierno danés, en su memoria, compró la casa de Karen en 1963 y la regaló al recién nacido Estado keniano, que la convirtió en museo en 1985.
Karen Blixen rescató para nosotros el perfume de aquellos días de África, logró detener el tiempo en sus páginas, apostó por lo intangible. Murió soñando con regresar, pero tal vez no se atrevió a hacerlo cuando ya tenía dinero suficiente para permitírselo. Supongo que prefirió quedarse a solas con el tiempo que su pluma había logrado detener. Mientras vivía en África, un día escribió a su madre: «La mayor parte de mi corazón está en este país. Tengo el sentimiento de que, allá donde yo viva en el futuro, siempre estaré preguntándome si hay lluvia en Ngong». Pudo volver a comprobarlo. Pero debe de ser muy duro regresar al paisaje de tus sueños cuando has envejecido y han muerto aquellos a quienes amaste.
Para llegar a la tumba de Finch-Hatton no hay otro medio que encontrar un taxista despabilado de Nairobi, uno de esos tipos que conocen el alma sensible de los turistas cultos o el alma culta de los turistas sensibleros. Hay unos cuantos de esos taxistas con buen sentido de la supervivencia en Nairobi y el mío era joven, delgado, risueño, y se llamaba Tom. Tenía un auto viejo y destartalado, pero sabía negociar hasta llegar a un precio razonable. Mientras a mí me interesaba la tumba de Finch-Hatton, a él sólo le preocupaba saber los precios de los zapatos en España. Quería que le enviase unos a su mujer, pagando lo que fuera necesario. «¿Finch-Hatton? Ah, sí, ese actor inglés por el que preguntan los turistas. No hay problema, amigo».
Una vez que dejamos atrás el barrio de Karen, la carretera se hizo estrecha, sinuosa, y el firme se llenó de tierra rojiza.
Detrás de nosotros crecía una alta polvareda que cegaba el camino. Tom se detenía en ocasiones y preguntaba a la gente por la tumba de Finch-Hatton. Nairobi se quedaba atrás mientras entrábamos, a pocos kilómetros de la ciudad, en el África polvorienta e imprevisible.
Cruzamos el pueblo de Ngong, una pequeña aldea afanada en aquel día de mercado. Los pastores masai llegaban con sus hatos de ganado, su altanera apostura destacando por encima de los chepudos animales. Luego, el camino siguió empinándose hacia las colinas, mientras el polvo rojo se elevaba en violentas tolvaneras a nuestras espaldas. Crecían cedros y eucaliptos en los escarpados terraplenes. El aire era delicado y traía un difuso aroma de menta. Abajo, las inmensas barrancadas se tendían hacia oriente y las faldas de Ngong parecían impregnadas de una sensualidad carnosa, con aromas que no era capaz de reconocer.
Tom iba despacio, mirando hacia los dos lados del camino que se estrechaba conforme avanzábamos. Frenó de pronto, en una curva de la carretera, y dio marcha atrás. El polvo que habíamos dejado a nuestra espalda nos envolvió, se metió insolente dentro del coche. Tom me señalaba un tosco cartel en el que, escrito a brocha con pintura negra, podía leerse: «Stop. Finch-Hatton». El cartel apuntaba hacia una senda que trepaba a nuestra derecha. Tom sonreía ufano:
—Buen guía, ¿no le parece?
El taxi ascendió renqueante por la estrecha vereda. Treinta metros más arriba, el camino terminaba frente a una casa de paredes construidas con tablones y techo de uralita. Ante ella se alzaba un cercado de madera que escondía un pequeño jardín. Un alto monolito de piedra oscura surgía detrás de la valla, apuntando airoso hacia el cielo, como una columna faraónica.
Tom detuvo el coche. Bajamos, abrí la puerta del cercado y entré en el recinto. Había flores sobre la plataforma que rodeaba la tumba. Leí el nombre: Denys Finch-Hatton (1887-1931). Y luego, bajo la inscripción, el verso de Coleridge del libro El viejo marinero, que la propia Karen eligió como epitafio: He prayeth well who loveth well both man and bird and beast («Bien rezó quien amó al hombre, al pájaro y la bestia»). Era uno de los versos favoritos de Denys que muchas veces le había recitado a Karen, durante las noches, al arrimo de la lumbre.
Abajo se tendía la inmensa llanura y la luz crepitaba bajo el aire dulce de Ngong. Todo convocaba a la nostalgia de un tiempo pretérito. Pero África no está para las evocaciones en estos años de sida y de hambruna. Arriba, frente a la modesta casa que dominaba sobre el cercado y el pretencioso túmulo, dos cuerdas sujetaban ristras de ropa puesta a secar: bragas rojas, calzoncillos verdes, calcetines con agujeros y pantalones deshilachados. Había también un depósito de latón para recoger el agua de la lluvia.
Una mujer descendía apresurada la pequeña cuesta. Se detuvo ante nosotros y alzó la voz, gritando algo en swahili que yo no entendía. Tom intervino y comenzó a negociar. Tradujo al fin: la mujer pedía diez dólares por mi visita. Tom siguió discutiendo y rebajó el precio a dos dólares. Acepté y le di el dinero. La mujer me hizo firmar un papel donde figuraba la lista de visitantes, y me pidió que escribiera con mi letra la cifra de dólares que le había pagado. Escribí 2. Ella sonrió, tomó el bolígrafo y añadió un cero al dos. Luego, dobló el papel con primor, se dio la vuelta y ascendió con agilidad el repecho camino de su casa.
—Ella cuida las flores y las plantas de la tumba —dijo Tom—. El muerto no dejó hijos aquí y sólo los hijos cuidan de tu tumba. Es justo pagarle, a los turistas les agrada que el lugar esté limpio y bonito. Si estuviera sucio y descuidado, nadie pagaría por verlo. ¿Era un gran actor el muerto?
Pensé que a Karen Blixen le habría gustado saber que una humilde familia africana puede sobrevivir gracias a la fama de un noble europeo inmortalizado por el cine.