El Kilimanjaro aparecía y desaparecía entre la lejana calima. En realidad permanecía la mayor parte del tiempo oculto y tan sólo en contadas ocasiones se dibujaba unos breves minutos tras la cortina de vaho. Entonces la nieve de la cumbre despedía una luminosidad marmórea que cegaba el perfil de su corpachón. Llegabas a dudar de si era cierto que estaba allí y no se trataba de un espejismo, de un juego de luces movientes en el aire.
Rebmann, cuando alcanzó el Kilimanjaro no llegó a escalarlo y Joseph Thomson apenas subió un par de kilómetros por sus faldas cuando cruzó por aquí en 1883. Antes de eso, en 1862, un noble alemán había intentado coronar sus cumbres, el barón Carl Claus von Decken. Ascendió hasta los catorce mil pies, pero no logró llegar a la cima, ni siquiera a las zonas nevadas. En todo caso, dejó dibujado el primer mapa importante de la región.
En 1871 el inglés Charles New pudo coronarlo por fin. Ascendió con unos pocos porteadores, que fueron abandonándole según subía. Llegó solo arriba y cuando regresó al encuentro de sus hombres les llevó un poco de nieve. New les anunció que muy pronto se convertiría en agua y ellos rieron y le respondieron: «¿Quién puede creer que las rocas se conviertan en agua?».
Ahora, al verlo aparecer y desaparecer bajo la calima, me preguntaba si podía creer que en realidad estaba allí el Kilimanjaro. Asomaba a más de cincuenta kilómetros al oeste, al otro lado de la frontera de Tanzania, y sin embargo me parecía situado a un tiro de piedra, tal era su colosal estatura. Recordé la historia que Hemingway contaba sobre el esqueleto de un leopardo hallado en su cima en el prólogo de su libro de historias cortas Las nieves del Kilimanjaro. Y sentí que el viajero nunca puede decir que ha estado en África hasta que no ha alcanzado a verlo. El poder soberbio del mito me estremecía desde aquella sombra pálida que se escondía entre las brumas.
Muto Andei marcaba la mitad de camino entre Mombasa y Nairobi, en una pequeña estación situada a 783 metros sobre el nivel del mar. El aire cambiaba y también el aspecto de la tierra. Estábamos en el centro del parque de Tsavo, en una de las regiones más salvajes y menos habitadas de África oriental. Aquí, en estos parajes, la construcción del «Tren Lunático» alcanzó uno de sus momentos más difíciles. Y la culpa la tuvieron dos enormes leones.
Cuando Londres se decidió al fin a convertir en Protectorado el territorio de Uganda, el tendido de una vía férrea entre la costa y los lagos se hizo imprescindible, ya que se podrían enviar tropas en sólo día y medio desde Mombasa, si había problemas bélicos, en lugar de emplear varios meses. En 1893 el plan estaba trazado y un presupuesto de tres millones doscientas cincuenta mil libras había sido aprobado por el Parlamento de Westminster tras duros debates. Dos años después, George Whitehouse, un experimentado técnico nombrado ingeniero jefe de la obra, llegaba a Mombasa, y en enero de 1896 los primeros 350 peones indios, coolies de las castas inferiores, desembarcaban en la ciudad. Se establecía el campamento base en Kilindini y en mayo se tendían los primeros raíles. Para junio ya había en el campamento diez locomotoras traídas de la India y varias decenas de vagones.
A finales de 1896, el número de coolies había subido a 4000. La cifra alcanzaría, en noviembre de 1898, los 13 000 peones indios.
Se avanzaba ya en 1897 en el interior del continente y se hacía a buen ritmo. Pero los problemas comenzaban a ser cada vez mayores. En abril de ese año el puerto de Karachi se cerró a causa de una epidemia de peste bubónica y no pudieron salir nuevas partidas de coolies hacia Mombasa. Las obras del ferrocarril se retrasaban, la mano de obra india escaseaba a causa de las enfermedades y de los problemas en Karachi. Los ingenieros ingleses no querían emplear a los nativos negros nada más que como porteadores, pues los consideraban muy holgazanes como peones. Y entretanto, muchos coolies hubieron de ser repatriados a la India, afectados por la malaria, el cólera, el escorbuto, úlceras, disentería y tifus. En marzo de 1898, de los 7131 que habían llegado hasta entonces, 340 habían muerto y 750 estaban en los hospitales o habían sido declarados inválidos.
Además, la mosca tse-tsé hacía estragos entre los animales: entre 1897 y 1898, de 350 mulas habían muerto 120; de 639 bueyes sólo quedaban 60; de 800 burros solamente 26, y de los 63 camellos traídos de Sudán no quedaba uno solo con vida. Todos estos datos se recogen con escrúpulo en The Permanent Way, la crónica minuciosa de la historia del «Lunático», escrita por M. H. Hill.
Ninguno de aquellos gravísimos problemas parecía, sin embargo, capaz de detener la construcción del ferrocarril. Tuvieron que aparecer dos grandes leones, que se acostumbraron a tomar como almuerzo diario la carne de coolie, para que el tendido de la línea del tren de Uganda estuviera a punto de colapsarse. Eso sucedió en las inmediaciones del río Tsavo, a finales de 1898. Por fortuna, entre los ingenieros del tren se encontraba un especialista en la construcción de puentes, el coronel Patterson, cuya pasión principal en la vida era la caza. Como era de esperar, Patterson narró aquella emotiva aventura en un libro: Los devoradores de hombres de Tsavo.
El coronel J. H. Patterson llegó a Mombasa en 1898 y a finales de marzo estaba en Tsavo dirigiendo la construcción de un puente sobre el río. Tan sólo unos días después de su llegada dos coolies desaparecieron de sus tiendas y sus cadáveres no fueron encontrados. Tres semanas después un peón llamado Ungan Singh fue atacado por un león en su propia tienda. El hombre peleó contra la fiera, pero no pudo evitar ser arrastrado fuera, donde el felino acabó con él partiéndole la yugular. Luego se lo llevó a la espesura para disfrutar de una cena tranquila.
Al día siguiente Patterson salió en su busca con una partida de hombres armados y encontraron sus restos esparcidos a unos centenares de metros del campamento. La cabeza estaba intacta, separada del cuerpo. Patterson escribe: «Nos miraba mientras enterrábamos sus huesos y los pedazos de su carne».
Hubo nuevos ataques y nuevas víctimas en las semanas siguientes en los diversos campamentos. Por las huellas, Patterson supo que se trataba de dos animales adultos de buen tamaño. Cazarlos a campo libre resultaba imposible, pues la zona que rodeaba el río Tsavo era una selva de altos espinos donde resultaba muy penoso caminar, por lo que una expedición cinegética entrañaba muchos riesgos. Patterson decidió que intentaría matarlos a la espera. Pero había muchos campamentos en la región, muy alejados los unos de los otros, y además, como él mismo cuenta, parecía que las fieras presintieran qué campamento elegía para apostarse cada noche, atacando siempre en un lugar distinto.
Al comienzo de sus cacerías de hombres los dos leones cometían muchos errores. En una ocasión se plantaron ante un comerciante indio que viajaba en burro y el hombre, asustado, cayó del asno. Al hacerlo cayeron con él unas latas vacías que llevaba entre sus mercancías. El ruido asustó a las fieras, que huyeron, y el hombre se pasó la noche subido a un árbol. En otra ocasión, en un campamento, uno de los leones entró en la tienda de un contratista griego y sólo se llevó el colchón donde descansaba. Varios días después, otro de los felinos se coló en un vivac donde dormían catorce coolies, sembró el terror entre ellos, hirió a uno de un zarpazo y con las prisas se llevó únicamente un saco de arroz.
Pero al paso del tiempo aprendieron y se fueron haciendo más precisos. Y se volvieron también más osados. No los detenían las empalizadas, las tiendas cerradas, los cercados de espinos, los gritos, las hogueras, los disparos al aire y las teas ardiendo que los peones lanzaban a la oscuridad cuando sentían su presencia. Los dos leones se acercaban a los campamentos rugiendo y provocaban el pánico entre los indios. Entonces los indios comenzaban a gritar: Khabar dar, bhaieon, shaitan ata («Cuidado, hermanos, el diablo llega»). Ya en las proximidades de las tiendas, las fieras guardaban silencio y atacaban por el lugar más inesperado. Casi siempre era uno de los animales el que abría hueco en la barrera de espinos y el otro seguía detrás. Seleccionaban la tienda donde se escondían los aterrados coolies y entraban de súbito. Luego escogían con pasmosa tranquilidad su víctima y se la llevaban al otro lado de la empalizada. A veces la devoraban a unas decenas de metros del campamento. En ocasiones, no obstante, salir con un hombre en las mandíbulas era complicado, y la víctima se quedaba clavada en los espinos mientras los leones huían. Y el infeliz moría en pocas horas como consecuencia de las heridas.
Patterson multiplicaba sus guardias nocturnas, yendo de campamento en campamento, pero no acertaba a encontrarse con las fieras. Las leyendas crecían en torno a los felinos. Muchos coolies comenzaron a creer que eran diablos disfrazados y que, por tanto, eran inmortales. También se decía que eran dos dioses nativos, encarnados en león, que protestaban así contra la construcción del ferrocarril.
Su audacia iba en aumento. En cierta ocasión entraron los dos juntos en una gran tienda que servía de hospital. La recorrieron parsimoniosos, entre los alaridos de los enfermos, y acabaron por llevarse al aguador del campamento, al parecer uno de los hombres más robustos de cuantos guardaban cama.
A comienzos de diciembre la mayoría de los campamentos fueron trasladados hacia el norte y en Tsavo quedaron apenas unos cuantos cientos de coolies para concluir el puente. Cada semana se producían, al menos, un par de ataques de las fieras. Y el pánico dominaba la vida de los peones. El día 2 de diciembre por la noche, el oficial del distrito, Muster Whitehead, fue atacado y herido en la espalda, mientras que su askari de escolta, un tal Abdullah, tuvo menos suerte: los leones se lo llevaron y lo devoraron. La noticia corrió como la pólvora fuera de Tsavo y una partida de cazadores llegó desde la costa y se apostaron en los árboles alrededor de un campamento. Cuando uno de los leones apareció todos dispararon enviando una lluvia de balas sobre el animal, pero eran tan malos tiradores, o estaban tan nerviosos, que no acertaron a alcanzarlo ni con un solo disparo. Al día siguiente se marcharon y Patterson volvió a quedarse solo.
Dos noches después los «diablos» atacaron de nuevo. Atraparon a un hombre, mientras que un grupo numeroso de peones se subió a las ramas de un árbol. Los leones comenzaron a devorar tranquilamente a su víctima debajo del árbol. Y en medio de la cena, una de las ramas se rompió y una lluvia de hombres cayó sobre las fieras. Estas, atareadas como estaban en su festín, no se ocuparon de aquel barullo de coolies que huían a cuatro patas, despavoridos y aullando. La escena debió de resultar tan cómica como trágica.
El pánico se apoderó entonces de los campamentos. Muchos coolies comenzaron a desertar, escapándose ocultos en los trenes que partían hacia la costa. Y al fin, todos los peones decidieron ir a la huelga. Mientras aquellas dos fieras no fuesen abatidas nadie clavaría un tablón en el puente de Tsavo. Era la primera vez, que se sepa, en la historia de la humanidad que dos animales carnívoros provocaban una huelga general.
La historia del tren de Uganda escribía uno de sus más insólitos capítulos. Su leyenda «lunática» estaba forjándose.
El día 9 de diciembre un sirviente swahili entró en la tienda de Patterson gritando: Simba, simba. Contó al coronel que dos leones, no muy lejos de allí, estaban devorando un burro. De inmediato, Patterson organizó una batida, con ojeadores que se internaron en la selva haciendo sonar latas y tam-tams. Patterson esperó a campo libre. Y al cabo de un rato un gran león apareció frente a él. Venía avanzando con lentitud y se detenía de cuando en cuando mirando a su alrededor. Patterson lo dejó acercarse mientras apuntaba. Cuando estaba a unos doce metros, el felino le vio. Patterson apretó el gatillo. Y el cartucho no explotó. Por un instante la fiera se quedó quieta contemplando la imagen de un hombre nervioso que no acertaba a cargar de nuevo su arma. Pero los ruidos de los ojeadores aturdieron al animal que, asustado, giró hacia la espesura. Patterson terminó de cargar y disparó. Hirió al león, que no obstante se perdió entre los altos matorrales de espinos.
Patterson organizó una espera y junto a los restos del burro hizo construir un andamiaje de unos cuatro metros de altura. Se quedó solo aguardando durante la noche. No había luna.
El león llegó unas horas después del atardecer. Patterson lo oyó y el león detectó la presencia del hombre. La fiera comenzó a dar vueltas alrededor del andamio. A cada rato se aproximaba más. Patterson estaba aterrado, pues sabía que si una de las patas de su refugio se quebraba por un zarpazo del león todo se vendría abajo y quedaría indefenso ante la fiera. Dos horas duró el paseo del felino. Luego comenzó a trepar por uno de los pilares en busca de Patterson.
Cuando estaba muy próximo a Patterson este disparó dos veces. «Le oí caer y saltar de un lado a otro», escribe. Al llegar el día, el coronel pudo ver que un gran león yacía muerto debajo del andamio.
Hubo fiesta y baile de celebración en el campamento principal. El felino, un león adulto, medía nueve pies y ocho pulgadas de la punta de la nariz al extremo del rabo. Su altura era de tres pies y nueve pulgadas. No tenía melena, algo que es muy característico en los leones machos de la región de Tsavo. Para trasladarlo al campamento hubieron de cargarlo entre ocho hombres.
La segunda fiera demostró ser casi un verdadero «diablo», como pensaban muchos coolies. Unas noches después de la muerte de su compañero atacó un campamento y se llevó dos cabras. Patterson instaló su espera en las proximidades, atando como señuelo bajo el andamio dos cabras vivas. El felino vino pocas horas después. Patterson disparó y mató una cabra, mientras la fiera se llevaba consigo la otra.
Al día siguiente Patterson siguió el rastro y la casualidad quiso que se topara con el león mientras este devoraba los restos de la cabra. El felino, quizá saciado, no hizo frente al grupo y huyó a la espesura antes de que Patterson pudiera disparar.
Montó, pues, su andamio en el lugar para esperar a la fiera durante la noche. Y el «diablo» vino a la cita. Patterson disparó dos veces, consiguiendo derribarlo. Pero el león se reincorporó y huyó.
Por la mañana siguió el rastro de la sangre hasta que lo perdió. Él y sus hombres convinieron en que, quizás, el felino había muerto.
Pero el 27 de diciembre el león atacó otro campamento. Durante casi dos horas, hambriento y furioso, estuvo dando vueltas alrededor de un árbol al que habían trepado unos cuantos coolies. Tal vez sus heridas le impidieron subir y se alejó con la llegada del alba.
Patterson se instaló la noche siguiente en ese mismo árbol. Y la fiera regresó. Se aproximaba, escondiéndose en los arbustos, como un guerrero que preparase el momento de lanzarse al ataque. Patterson esperó hasta tenerla a unos veinticinco metros. Y entonces disparó dos veces apuntando al pecho del animal. Luego tomó el rifle de repuesto y disparó tres veces más. El león logró huir.
Al amanecer, el coronel siguió el enorme rastro de sangre. Un cuarto de milla más allá de donde había disparado la noche antes encontró a la fiera, viva aún y rugiendo de furia. Disparó otra vez y el animal tuvo todavía fuerzas para cargar sobre él. Patterson pudo trepar a un árbol. Y desde allí disparó otras seis veces hasta acabar con la vida del segundo devorador de hombres.
La huelga cesó, los trabajos del puente se reanudaron y Patterson fue apodado por los peones «el matador de demonios». Las garras de los dos felinos fueron cortadas y disecadas como trofeo. Hoy se exponen en el Museo del Ferrocarril de Nairobi. El saldo final de muertos por las dos fieras fue de 28 coolies indios y un número indeterminado de porteadores nativos.
Patterson siguió dedicando sus ratos libres a cazar y mató un buen número de antílopes, hipopótamos, rinocerontes y leopardos. Por aquel entonces, las locomotoras del tren llevaban en su parte delantera un asiento de madera donde podían instalarse dos o tres cazadores y disparar desde allí sobre cuanta pieza se ponía a tiro. Cuando un animal era alcanzado el tren se detenía y se recogía el trofeo. Patterson era un consumado maestro en esta especialidad de «caza en locomotora» y consiguió una buena cantidad de espléndidas piezas desde aquellos bancos donde un cartel advertía que los cazadores viajaban allí «at their own risk», bajo su propia responsabilidad.
El coronel regresó a Gran Bretaña a finales de 1899. Pero volvió a África unos años después, como organizador y jefe de una partida de caza para millonarios, lo que le supuso muy cuantiosas ganancias. En 1907 publicó su libro Los devoradores de hombres de Tsavo, que obtuvo un gran éxito de ventas.
Patterson no era un soñador de África ni tampoco un gran escritor. Era un militar disciplinado que cumplía con escrúpulo su trabajo de ingeniero y de paso mataba cuanto animal se le ponía por delante. Su estilo literario era como su carácter: frío, distante y muy concreto. En sus páginas no hay emoción, sino datos. Cuando relata cómo las dos grandes fieras entraban en las tiendas de los peones para llevarse a sus víctimas, el lector siente que habla de cabras y ovejas en lugar de hombres.
Pese a la muerte de los dos «diablos» de Tsavo, los ataques de leones no cesaron en la historia del ferrocarril aquel día de 1898 en que Patterson mató a la segunda fiera.
La región que cruzaba ahora nuestro tren parece en estos días un lugar vacío de fieras. No es así. Quedan un gran número de leones, pero las aldeas han proliferado junto a las vías del ferrocarril y es raro que estos felinos se acerquen a ellas. Sí lo hacen los leopardos, que por las noches merodean cerca de los poblados para intentar llevarse una cabra o algún ave de corral. No obstante, cuando el tren pasaba a marcha lenta junto a las aldeas que ocasionalmente flanqueaban las vías podía observarse cómo todas las pequeñas granjas, sin excepción, tenían levantada a su alrededor una empalizada de espinos. En Tsavo, como en toda Kenia, la caza fue prohibida en 1976 y los villorrios cuentan raramente con uno o dos rifles para toda la comunidad. Cuando una fiera pierde sus buenas costumbres y se convierte en un man eater, un devorador de hombres, el Gobierno envía cazadores profesionales para matar al depredador. Mientras tanto, no queda otra alternativa, en lugares como Tsavo, que el cerco de espinos.
Antes, sin embargo, las fieras temían menos a los humanos, eran mucho más abundantes, mientras las aldeas eran muy escasas, los fusiles muy raros y los cazadores profesionales se dedicaban a negocios más lucrativos que matar devoradores de hombres. Era más rentable el marfil de los elefantes. De manera que no parecía un deporte muy recomendable salir a pasearse por los campos de África.
Ni tampoco lo era trabajar para el ferrocarril si no se tomaban las debidas precauciones o se tenía suerte. Un día de marzo de 1899 se estaba construyendo un ramal secundario en dirección a Moshi, desde Voi, y junto a la línea ferroviaria se construía también una carretera a cuyo cargo estaba el ingeniero O’Hara. Aquella noche el ingeniero dormía en su tienda plácidamente, acompañado de su mujer y sus dos hijos. Nadie sintió entrar al león. La señora O’Hara oyó un ruido, una especie de chasquido, y cuando se dio la vuelta en el colchón y trató de tocar a su marido notó que no estaba. Buscó a su alrededor y tampoco le encontró. Salió afuera. Bajo la luz de la luna vio el cuerpo de su esposo tendido en el suelo. Y a su lado, mirando hacia ella, un enorme león.
Gritando, la señora O’Hara se acercó al cadáver y la fiera reculó. Intentó arrastrar a su esposo hacia la tienda y el león hizo amago de cargar sobre ella. La llegada de varios peones, uno de los cuales disparó varias veces al felino sin acertarlo, logró mantener alejada a la fiera durante un rato.
Pero regresó después, y todos, la familia O’Hara y los peones, vivieron una noche de pesadilla. El león se acercaba una y otra vez y rugía alrededor del campo reclamando su bien ganada cena. Sólo conseguían mantenerlo a distancia disparando ocasionalmente hacia la oscuridad.
Según determinaron más tarde los médicos, O’Hara falleció de forma instantánea después de que el león cogiese la cabeza entera del hombre entre sus fauces y le clavara los colmillos en las sienes. O’Hara no tuvo ocasión siquiera de dejar escapar un quejido. Y el ruido que despertó a su esposa fue el del cráneo al romperse bajo las poderosas mandíbulas de la bestia.
Unos días después, un guerrero de la tribu wa taita mató a un león con una flecha envenenada. Todos los testigos de aquella noche de espanto en que murió el ingeniero creyeron reconocer en el animal al asesino de O’Hara.
Más publicidad tuvo en la época la historia del superintendente Ryall y un león al que llamaron «el asesino de Kima». Kima es una estación de poca importancia, en realidad un nudo ferroviario donde suelen hacerse los cruces de trenes que vienen en direcciones contrarias, usando vías muertas. Está a sesenta y nueve millas de Nairobi. En aquellos días de junio de 1900, en el lugar no existía otra cosa que el edificio de la estación y los tendidos de vías, rodeados por la sabana, los bosques de espino y, en definitiva, una enorme extensión de tierra salvaje llena de animales.
Tras las matanzas de coolies en Tsavo se habían producido ataques de leones en otros puntos de la línea del ferrocarril, en especial en Makindu y Simba. Pero en Kima las cosas estaban peor. Un devorador de hombres mató en mayo a un empleado indio encargado del cambio de agujas; luego, a un capataz negro; y a finales de mes (pareció que la fiera ya le había tomado gusto a la carne humana) realizó una decena de ataques matando a varios sirvientes africanos de la estación. Kima, con su pequeña dotación de hombres, vivía, pues, bajo el terror de un asesino particularmente mortífero.
Ryall era el superintendente de la Policía del tren de Uganda, una fuerza especial compuesta por cien hombres que se encargaba de acabar por la fuerza con las huelgas, de combatir los ataques de forajidos y ahogar los malos humores de las tribus hostiles del territorio por donde iba construyéndose el tendido del ferrocarril. El de Ryall era un trabajo sucio y aquel día de junio regresaba de Mombasa, donde había puesto fin, usando de métodos expeditivos y poco dialogantes, a una huelga de empleados blancos que protestaban contra la disminución de salarios y que lo hacían destrozando raíles y materiales de construcción. Con Ryall viajaban en el ferrocarril, desde la costa, el vicecónsul italiano en Mombasa, apellidado Parenti, y un comerciante alemán llamado Huebner. Ryall era cazador y, al escuchar la historia del león de Kima, decidió quedarse aquella noche e intentar matar a la fiera. Ordenó instalar su vagón de inspección en una vía muerta, a unos veinte metros del edificio de la estación, para esperar allí la llegada del devorador de hombres. Con él se apostaron sus dos acompañantes y Ryall dispuso tres turnos de guardia: el primero lo haría Parenti, desde las 10 a las 12 de la noche; el segundo le correspondería a él, entre las 12 y las 3; y el tercero a Huebner, desde las 3 al amanecer. El coche de inspección que usaba Ryall tenía tres compartimentos: el más grande, con literas, ventanillas a los dos lados y una puerta de entrada que daba a la plataforma exterior lo ocuparían los tres europeos para apostarse uno de ellos mientras descansaban los otros; al lado había un pequeño retrete, y el tercer compartimento era una estrecha cocina en cuyo suelo dormían dos sirvientes indios.
Durante la guardia de Parenti nada sucedió. Cuando despertó a Ryall, alrededor de las doce, le comentó que había visto en la oscuridad, delante del vagón, los ojos de una rata brillando como dos lámparas, pero ninguna otra cosa de interés. Al día siguiente se descubrirían las huellas de un enorme león en el lugar donde el italiano suponía que estaba la rata.
Parenti se tendió en una de las literas de la parte baja, mientras Huebner seguía durmiendo con placidez en la de arriba. Ryall ocupó su puesto junto a la ventanilla y dejó abierta la puerta de la plataforma. Tal vez pensaba que si la fiera entraba por allí el disparo sería más fácil.
Pero Ryall debió de quedarse dormido ante la tranquilidad que reinaba alrededor del coche. El león estaba cerca, sin embargo, y subió sin hacer ruido a la plataforma, entró en el vagón y fue derecho por el superintendente, pasando por encima de Parenti.
El vicecónsul contó luego cómo lo despertó el peso de una enorme pata sobre su pecho y el olor nauseabundo que esparcía a su alrededor la fiera. No podía moverse, con la garra apretando e hiriendo su tórax, mientras Ryall, sin apenas tiempo para reaccionar, moría en cuestión de segundos con el cuello partido por las mandíbulas del león. Las cosas se complicaron más cuando Huebner se despertó y, asustado, cayó desde su litera sobre el león. Así permanecieron unos cuantos segundos: el león con Ryall entre sus mandíbulas y sin soltarle, Parenti aterrado e inmóvil bajo la fiera, y Huebner aullando e intentando escapar por encima de los lomos del felino. La escena debió de ser una réplica trágica de aquel hilarante gag del camarote de los hermanos Marx. En la refriega, además, la puerta del vagón que daba a la plataforma se había cerrado, y la estrecha ventanilla era el único lugar por donde el león podía huir con su presa. En el compartimento de la cocina, los dos sirvientes indios gritaban aterrados pidiendo ayuda.
Huebner, por fin, pudo abrirse camino. Corrió al retrete y se encerró. Parenti, aliviado de peso, logró apartarse hacia un extremo del compartimento. Desde allí, durante más de un minuto, asistió inmóvil a un espectáculo poco frecuente: los denodados esfuerzos de un león por lograr salir a través de una estrecha ventanilla con el cadáver de un hombre en la boca. El pavor inmovilizó al italiano, que no fue capaz de tomar uno de los rifles y acabar allí mismo con la vida de una pieza tan fácil de abatir.
Al fin, el león pudo pasar. Cuando Parenti lo vio desaparecer salió también del tren y corrió a refugiarse al edificio de la estación. Huebner, por su parte, salió del retrete y se encerró en la cocina junto a los dos indios. Pasó allí todo lo que quedaba de noche.
A la mañana siguiente, cuando la noticia se difundió por el telégrafo, llegaron a Kima varios hombres armados. Se organizó la búsqueda del superintendente. Parenti y Huebner, histéricos, se negaron a acompañar a la partida.
Quince minutos más tarde el grupo encontró el cadáver de Ryall oculto bajo unos matorrales. El león le había destripado y apartado, con extrema pulcritud, el paquete intestinal de las proximidades del lugar del banquete. El felino había devorado ya uno de los muslos de la víctima, cuya garganta aparecía destrozada por los colmillos de la fiera.
Se llevaron a Nairobi los restos de Ryall en el mismo tren en el que viajaban Parenti y Huebner. Al día siguiente Ryall fue enterrado en el cementerio de Railway Hill, donde aún puede verse la lápida que cubre su tumba.
A partir de ese día se desató la caza del «asesino de Kima». La dirección del tren de Uganda ofreció una recompensa de quince libras por cada león que se cazase en un tramo de 199 millas junto a la línea del ferrocarril. Y la madre de Ryall, por su parte, ofreció cien libras a quien abatiese al león que había matado a su hijo.
Los premios eran altos para la época y un buen puñado de leones murieron en Tsavo los siguientes días. Un maquinista llamado Dennet mató doce leones, uno de ellos muy cerca de Kima. Varios cazadores reclamaron la recompensa a la madre de Ryall, pero esta rechazó sus argumentos. Mientras, el «asesino de Kima» seguía matando gente en la región y, por tanto, según la señora, nadie había logrado cazarlo.
Dos maquinistas de Makindu, un español llamado Rodríguez y un italiano llamado Costello, decidieron hacerse con la sustanciosa recompensa. Prepararon una trampa en las cercanías de la estación de Kima, excavando en el suelo un gran agujero y dejando en su interior un ternero vivo.
Los dos maquinistas iban casi a diario a visitar la trampa y dar de comer al ternero. Seguían produciéndose muertes de hombres en la región, pero el ternero seguía en su encierro disfrutando de su ración diaria de comida. El león parecía preferir la dieta de carne humana.
Al fin, cuando habían transcurrido tres meses desde la construcción de la trampa, el león cayó. Era un hermoso ejemplar, adornado con una larga y rubia melena. Costello lo retrató varias veces, desde todos los ángulos. Luego le disparó y lo mató. Sus fotografías y sus garras están en el Museo del Ferrocarril de Nairobi.
La historia concluyó con el reparto de recompensas. Rodríguez y Costello cobraron las quince libras que la dirección del tren daba por cada león. En cuanto a la señora Ryall, decidió dividir el dinero en tres partes: dio una al español, otra al italiano y la tercera a Dennet, el maquinista que había matado doce leones por aquellos días. La crónica sobre «el asesino de Kima» concluye señalando que Costello y Rodríguez no consideraron justa la decisión de la señora.
Tsavo quedaba atrás y el tren enfilaba el camino de las Tierras Altas. Atravesábamos campos sembrados de piñas, donde las matas formaban filas regulares, al estilo de los viñedos europeos. El azul del cielo se hacía muy intenso sobre la sabana donde crecían gramíneas silvestres. Los baobabs asomaban aquí y allá, con apariencia de guerreros de antaño. Y la tierra se tornaba más verde y el aire más dulce.
La luz intensa de las Tierras Altas caía desde un espacio que era el más inmenso que yo había visto nunca. El alma quería expandirse por aquellos campos rubios de espigas. Volaban vencejos sobre las mieses que ondeaban bajo el viento y semejaban ser golondrinas de mar que planeasen ágiles por encima de las olas. Había algo de marino en aquel paisaje, bajo el cielo más hondo que cubre la tierra.
En 1899 el tendido del tren llegó a un lugar que los masai llamaban Nyrobi y se decidió establecer allí una base desde donde acometer los trabajos del ferrocarril en el cercano valle del Rift. La bondad del clima hizo que pronto comenzara a establecerse gente en el lugar. A finales de 1899 ya se conocía aquella estación con el nombre de Nairobi.
El 20 de diciembre de 1901, después de salvar las cortadas del valle del Rift gracias a la contratación de la ingeniería norteamericana, el tendido llegaba a Port Florence, hoy Kisumu, en las orillas orientales del lago Victoria. Para esa fecha el coste del ferrocarril había sobrepasado los cinco millones de libras, mucho más de lo previsto. En el camino, a lo largo de 576 millas, había 43 estaciones y 1280 puentes. Durante los trabajos de la línea habían muerto 2400 hombres. A nadie le extrañaba, en aquellas fechas, que al tren de Uganda lo llamase todo el mundo el «Lunático».
Posteriormente se abrió un nuevo tramo entre Kisumu y Kampala. En 1889 el tren ofreció su primer servicio bélico, pese a no estar terminado, al transportar tropas desde Mombasa para ahogar en Uganda las rebeliones de los reyes Mwanga y Kabarega. En 1914, durante la guerra, fue utilizado como tren militar. Los alemanes de Von Lettow lo atacaron en cincuenta y seis ocasiones, causándole graves desperfectos en diecisiete de ellas. Tras la independencia de las naciones africanas en la década de los sesenta, el ferrocarril quedó dividido en dos secciones: la keniana, que llega de Mombasa a Kisumu, y la ugandesa, que va de la frontera de Kenia a Kampala.
En el ferrocarril de Uganda han viajado presidentes como Roosevelt, políticos como Churchill y aristócratas como el príncipe de Gales. Han viajado también legendarios cazadores blancos como John Hunter, Frederick Selous y Denys Finch Hatton. Y escritores que han escrito mucho y bien sobre África, como Karen Blixen y Ernest Hemingway. Cuantos quieran respirar un poco el perfume que ha dejado detrás de sí el sueño de África deben un día viajar en el «Tren Lunático».
Enrojecían los campos conforme el sol bajaba sobre la tierra. Las manadas de avestruces, jirafas, cebras y antílopes sombreaban los campos de cereal. Era un grandioso espectáculo. También lo había sentido así Churchill cuando viajó en este mismo tren en 1907: «Siempre me he sentido gratificado por no haber poseído un simple metro cuadrado de esa perversa mercancía llamada “tierra”. Pero debo confesar que, viajando por las Tierras Altas de África, por primera vez en mi vida he comprendido lo que significa el deseo de posesión de tierra». Anochecía y la luz anaranjada cubría la línea del horizonte y se difuminaba en tonos rosáceos más arriba del cielo. El viento soplaba frío y puro desde el otro lado de la ventanilla.
Poco más tarde, con lentitud, el tren comenzó a entrar en Nairobi. Atravesábamos a marcha muy lenta barrios miserables, donde las escasas luces daban a la ciudad un aspecto lúgubre y mezquino. Algunos empleados del tren, liberados de sus uniformes, iban dejándose caer de las plataformas, con su hato de ropa debajo del brazo, y se perdían en la oscuridad de aquel sombrío bosque urbano en busca de su vivienda. Olía a hollín y el aire traía restos de polvo de carbón. Silbaba la locomotora con brío. La presencia inhóspita de lo humano abrazaba los flancos del tren. En aquella hora sentía que penetraba en un mundo hostil, después de haber dejado atrás, muy poco tiempo antes, las limpias y amables estepas libres, los acogedores horizontes en estado puro.
Volví a recordar aquella confesión de impotencia que, en Las verdes colinas de África, anotó Ernest Hemingway: «Si alguna vez escribo algo sobre todo esto, sólo serán descripciones de paisajes hasta que sepa algo de verdad sobre el asunto». Yo entendía ahora por qué todos aquellos que han viajado hasta aquí guardan para siempre una nostalgia imprecisa y honda, una trémula e imperecedera ansiedad por volver a ver esas nubes que son como navíos perdidos en el mar, los cielos eternos y temblorosos, el aire liviano que prolonga el espacio y lo hace infinito, la transparencia de la luz, la fuerza de lo natural en su expresión más genuina y también más ingenua. Entendía la vocación colosal de África, el anhelo de un continente por sobreponerse a lo efímero, ese inaprensible y grandioso vigor que emana de las planicies y del cielo, la fragilidad de su grandeza, la brisa dulzona y húmeda que entra en tu sangre y te inyecta la droga que más puede amar un hombre: el deseo de vivir, el espejismo animal de eternidad.