La historia de la época colonial de África oriental aparece repleta de ignominias y de infamias. También de algunas gestas notables. Y desde luego, de un buen puñado de almas románticas, lo que viene a ser lo mismo que decir de almas un poco trastornadas. Entre la costa de Mombasa y las orillas del lado oriental del lago Victoria, viajando desde el nivel del mar hasta alturas que en ocasiones superan los dos mil metros, se tiende una línea férrea que se dibuja casi en paralelo a la frontera que separa Kenia de Tanzania. La línea, trazada entre 1896 y 1901, recorre 576 millas, atraviesa un desierto, luego uno de los parques naturales mayores del continente, más tarde avanza en las proximidades de las faldas septentrionales del gran Kilimanjaro y, al fin, antes de alcanzar el lago, se cuelga de los impresionantes barrancales del valle de la Quebrada, el valle del Rift. La concepción de esta línea fue demencial y arriesgada. Y las peripecias que rodearon su construcción son historias sobre hombres audaces, soñadores y un punto venáticos. Desde sus inicios, al ferrocarril lo llamaron «Lunatic Express», el «Tren Lunático». No pudo tener nombre más apropiado.
Mediaba marzo aquel día en que abandonaba Mombasa camino de Nairobi, a bordo del «Tren Lunático». Asomado a la ventanilla veía quedarse atrás el puerto, los muelles de carga sucios y solitarios, el mar opaco y entristecido. Cruzábamos sobre un puente de hierro desde la isla al continente, y su estructura gemía debajo de nosotros como un Polifemo lastimoso. Bajo la turbia luz del amanecer, negras humaredas surgían de los basureros donde ardían los desechos del día anterior. Olía a cuero quemado y a hollín bajo el cielo áspero de la costa africana.
Tenía hambre y salí en busca del coche-restaurante, un par de vagones más allá, en dirección a la cabecera del tren. Era un viejo departamento, tal vez un resto de los últimos días de la colonia, que conservaba el nostálgico sabor del pasado. Las paredes y el mobiliario del vagón eran de madera y pequeñas lámparas iluminaban los veladores. En el techo, varios ventiladores batían sus aspas para combatir el calor que comenzaba a entrar por las ventanas. Los asientos estaban tapizados en piel azul y las cortinillas de las ventanas eran de color crema. Sobre las mesas se ordenaba un guirigay de cubiertos fabricados en metal plateado de Sheffield y grabados con los diversos nombres con que, a lo largo de su historia, fue conocida la compañía ferroviaria: Uganda Railways, East Africa Railways and Harbours, Kenya Railways. De modo que uno podía pinchar un trozo de tostada con un tenedor donde se leía UR, usar para echar azúcar al café una cucharilla de EAR & H y servirse leche con una jarrita de KR. Todo un siglo de historia camino del estómago.
Los camareros vestían blancos uniformes de cuello cerrado y botones dorados. Su jefe, un maître orondo, de cara chata y cráneo sin un solo pelo, me acomodó en una mesa de dos plazas, frente a un hindú de cara lobuna y tez violácea. Nos dimos la mano por encima de los bollos y la jarra humeante de donde salía un delicioso aroma de café recién hecho.
Era comerciante, como casi todos los indios y paquistaníes que habitan en África oriental. Había nacido en Nairobi, nieto de uno de los miles de coolies miserables que los ingleses trajeron de la India, a finales de siglo, con salarios de hambre, para trabajar como peones en las obras del tren en el que ahora viajábamos.
—Fue muy duro aquello —me explicaba mientras paseaba la vista por el vagón, como si aquel espacio formara parte de su hogar—. Yo no conocí a mi abuelo. Murió joven, y nunca imaginó que su nieto viajaría en primera en este tren. ¿Cree que mereció la pena trabajar tanto para morir tan joven?
Se respondió a sí mismo antes de que yo pudiera dar una opinión:
—Pues creo que sí, creo que mereció la pena. Fue una obra que sirvió para civilizar África. De otro modo, África continuaría en la prehistoria, en manos de gente primitiva.
Añadió en voz baja mientras señalaba con la barbilla a uno de los camareros:
—Seguiría en manos de esos…
Luego cruzó las manos sobre el pecho, compuso un gesto compungido y agregó:
—Muchos indios murieron para hacer posible la civilización en África.
Tomé un sorbo de café.
—¿Se sabe cuántos murieron? —pregunté después.
—Nadie puede saber la cifra —continuó—, pero se afirma que más de dos mil. Muchos por la fatiga, otros por las enfermedades, bastantes devorados por los leones… Esto era una tierra salvaje cuando llegó mi abuelo, por aquí nunca había pasado la civilización. Mire, en 1900 habían venido aquí a trabajar más de quince mil hombres de la India. Les daban treinta rupias al mes, el equivalente a cuarenta chelines. En su contrato figuraba el derecho a instalarse en África si lo deseaban. Pero eso sí: perdían el derecho al billete de vuelta. Muchos se quedaron y abrieron un pequeño negocio, como mi abuelo. Los ingleses nos tenían consideración. Eran racistas, desde luego, y creían en la superioridad del hombre blanco, pero aceptaban también el hecho de que nosotros, los asiáticos, somos una raza superior a los negros.
—Eso también es racismo —interrumpí.
—No es racismo, es una evidencia. Cuando llegue usted a Nairobi verá las cosas como son. ¿Quiénes tienen el comercio, de quién son los negocios más prósperos? Nosotros, los asiáticos, somos los que llevamos el peso de la economía del país. Y no hay ninguna ley que prohíba a un negro abrir una tienda, sino todo lo contrario: somos nosotros los que encontramos dificultades burocráticas. ¿Sabe lo que sucedió en Uganda? Llegó Idi Amín envalentonado de nacionalismo, echó a los comerciantes asiáticos, dio sus negocios a los negros y el país se hundió. Ahora han tenido que pedir a los asiáticos que vuelvan a ocuparse de todo lo que les quitaron.
Se inclinó sobre la mesa y bajó un poco la voz.
—Mire, amigo, hay que ser realista. Los blancos que se quedaron en Kenia después de la independencia dominan la banca, son los dueños de las grandes plantaciones y tienen sobornados a los líderes políticos negros. Después de los blancos y los políticos negros venimos nosotros, con nuestros almacenes de alimentación, los talleres de joyería, el comercio de metales preciosos, las gemas…, todo de los asiáticos. ¿Y qué hacen los negros? Dormir, fornicar y fumar marihuana.
Se echó hacia atrás y concluyó:
—Son inferiores.
—No obstante, esta es su tierra —objeté.
Se movió como si le hubieran apretado un nervio sensible.
—¿Quién decide de quién es la tierra? ¿Es de quien primero llegó? ¿Y quién llegó primero? Todos los pueblos han ocupado el lugar de otro pueblo, todos han sido invasores. Aquí estuvieron los bantúes, luego los masai, después los kikuyus… y en la costa han estado los persas, los árabes, los portugueses… y nosotros los asiáticos. Todos somos invasores y todos somos amos de la tierra, todos tenemos el derecho de ocuparla y hacerla nuestra. Si hubiera que hacer un reparto por derechos de antigüedad, los amos de África tendrían que ser los monos.
No había quien detuviera su discurso.
—Mis antepasados llegaron en barcos —seguía— y sufrieron por civilizar esta tierra, y en ella se quedaron. Vinieron sin nada entre las manos. Mi abuelo abrió una tienda de repuestos en Nairobi, cuando era una pequeña aldea sin apenas habitantes y rodeada de fieras. Arriesgó y ganó. Mis hermanos, mis primos y yo tenemos seis tiendas en la ciudad y otras dos en Mombasa. ¿Quién tiene más derechos que nosotros? En Nairobi no había casi negros cuando se instaló allí mi abuelo.
Busqué un pretexto para irme. A través de la ventanilla veía un paisaje desértico y el aire llegaba empapado de olores desconocidos. Estaba hartándome aquel tipo.
Le tendí la mano sobre los restos de mi desayuno. Él apenas había tocado el suyo.
—Su discurso se parece al de los blancos sudafricanos partidarios del apartheid —le dije.
—¿Y cree que no tenían razón? —preguntó.
—Nunca me gustó el apartheid —respondí.
—No siempre tiene que gustarnos lo que es necesario —concluyó.
Volví a mi compartimento y de nuevo me asomé a la ventanilla. El tren renqueaba como un anciano de malas pulgas, entre ruido de ejes y silbidos malhumorados de la locomotora. Nos detuvimos casi media hora en la estación de Mazeras, donde salí a estirar las piernas. Luego seguimos viaje, dejando atrás el río, y el ferrocarril se internó en un océano de arbustos chaparros, matorrales de espinos que crecían enredándose los unos con los otros. Era el desierto de Taru, una extensión de territorio no demasiado grande y uno de los lugares más inhóspitos de la tierra. Ascendíamos un paraje elevado del terreno y el tren seguía un trazado de anchas curvas. Desde mi ventanilla veía a la locomotora dibujando medias lunas en las caderas de las colinas que iba subiendo.
El aire venía oloroso y dulce. Era una extraña brisa. Mientras la piel del rostro parecía recibir poderosas vaharadas de calor seco, en los labios y en la punta de la nariz el viento me dejaba un beso de humedad, una caricia almibarada.
Crecían los bosques de espinos y los matorrales retorcidos eran naturalezas muertas que componían escorzos de formas trágicas. Ahora se veían grupos de pitas y cactos candelabro, y también árboles desnudos de hojas. El desierto era una mancha parda y descarnada, un mar baldío.
El camino más corto para llegar a los grandes lagos del interior desde las costas del índico es el mismo que hoy cubren los raíles del «Tren Lunático». Lo abrieron, cómo no, las caravanas árabes de esclavistas. Ahorraba muchos días de marcha y no pocas penalidades. Pero tenía dos problemas, uno pequeño y otro grande. El pequeño problema era el desierto de Taru, donde abunda la mosca tse-tsé y escasea el agua. El segundo eran los masai, una de las tribus más belicosas de África. Y la consecuencia de estos dos problemas es que las caravanas de los negreros utilizaban esta ruta en muy contadas ocasiones, tan sólo cuando iban protegidas por un fuerte contingente de hombres armados. Preferían la seguridad de la ruta del sur, la que cruzaba por Tabora, aunque supusiera un rodeo de varios cientos de kilómetros.
Los primeros grandes exploradores de África utilizaron la ruta del sur en sus viajes al interior. Pero en 1883 un escocés, Joseph Thomson, logró llegar al territorio de los grandes lagos por el camino más corto y más peligroso. Después de él nuevas expediciones consiguieron pasar, como la del alemán Carl Peters, la de Emin Pasha y la del obispo Hannington, que murió asesinado en las orillas del lago Victoria por orden del rey Mwanga. Luego, la ruta comenzó a ser utilizada con mayor frecuencia, hasta que se decidió que su trazado marcaría el del ferrocarril de Uganda. En el alba del siglo, alrededor del tendido del tren y en las estaciones que fueron abriéndose, surgieron aldeas. Y entre todas ellas creció una, Nairobi, que acabaría siendo la capital de la colonia y, tras la independencia, la capital de la República de Kenia. Puede decirse que, en cierta manera, Kenia nació al arrimo del ferrocarril y que sin el «Lunático» no habría existido la ciudad de Nairobi. El territorio de los temibles masai se convirtió, en menos de un siglo, en uno de los paraísos del turismo en África. Pero tuvieron que pasar muchos años, desde el viaje de Thomson, para que eso sucediera.
No obstante, antes que Thomson y el ferrocarril, dos hombres blancos habían recorrido aquellas tierras y recogido los primeros datos sobre la región. Fueron los pioneros de la exploración en África oriental. No eran aventureros, ni militares, ni comerciantes, ni cazadores, ni negreros, ni exploradores. Su sueño era un sueño moral: querían cristianizar África y abrir misiones anglicanas en el interior del «continente oscuro». Nacieron en Alemania, pero servían como misioneros a la Iglesia de Inglaterra. Uno se llamaba Ludwig Krapf y el otro Johan Rebmann.
Krapf, que nació en 1810 en Tubinga, había querido ser marino, pero su familia carecía de medios para pagarle los estudios, así que cambió de idea e ingresó en la Sociedad Misionera de la Iglesia de Inglaterra. En 1837 se estableció en Abisinia, con el propósito de fundar una cadena de misiones en el interior de África. No le fueron muy bien las cosas y decidió cambiar de lugar, desembarcando en Mombasa en 1844. A las afueras de la ciudad, en Rubai, estableció su primera misión.
Su suerte empeoró. A poco de instalarse, su mujer y su hija recién nacida murieron de malaria y él mismo entró en coma y estuvo a punto de perecer. Su fe se impuso a su dolor y tomó aquello como una prueba de Dios. Enterró juntos a sus dos seres queridos y decidió seguir adelante con su obra. Durante años, hasta comienzos casi de este siglo, la tumba de su esposa podía verse en el cementerio de Mombasa. Era uno de los blancos favoritos de los marineros que llegaban a la ciudad y que, una vez borrachos, gustaban de entretenerse disparando contra las lápidas del camposanto. Los primeros años de su misión no fueron demasiado exitosos, pues los indígenas de Rubai no parecían tener un excesivo interés por la eternidad, como el mismo Krapf relata en su libro Travels, researches and missionary labours during the eighteen years residence in eastern Africa. De modo que el pastor anglicano empleó su tiempo en traducir al swahili la Biblia y en escribir, en 1850, los Elementos del lenguaje kiswahili. Krapf pensaba que, junto con la propagación de la fe, la tarea del misionero era enseñar. Y de esa forma, con su trabajo sobre el swahili, fue el primer europeo que rompió la barrera idiomática. A partir de su libro, todos los exploradores, los comerciantes y los nuevos misioneros tuvieron bajo el brazo un valioso instrumento con el que abrirse camino en los difíciles territorios de África oriental. Pese a su profunda vocación religiosa, Krapf estaba llamado a servir mucho más a los hombres que a Dios. En cierto sentido, queriendo trabajar para la eternidad, trabajó para la historia. Y pretendiendo abrir caminos para purificar las almas, acabó por abrirle paso a las ambiciones humanas.
Johan Rebmann, otro misionero alemán, nacido en Württenburg en 1820, se le unió en 1846. Juntos decidieron planear una serie de expediciones al interior, al «no manos land», la tierra de nadie. Se alternarían en su tarea: mientras uno se quedaba a cargo de la misión de Rubai, el otro exploraba; y viceversa.
Viajaban apenas sin medios, con muy pocos porteadores, sin armas, sin regalos para los jefes, los famosos «hongos» tan imprescindibles en cualquier expedición al interior. Pero lograban llegar a todas partes, quién sabe si protegidos por Dios. Una vez, doscientas millas al oeste de Mombasa, el guía indígena le dijo a Rebmann: «Para llegar aquí, las caravanas necesitan al menos cien hombres bien armados. Y usted ha llegado sólo con su sombrilla».
Los dos misioneros habían tenido noticia de ciertas leyendas árabes y swahilis sobre la existencia de dos grandes montes en el interior. Uno, el más cercano, decían que estaba adornado con una corona de plata y que lo habitaba un dios. El dios era celoso de su intimidad y castigaba a quienes se acercaban allí haciéndoles perder la movilidad de los pies y de las manos. Sin duda era una forma muy poética de describir la congelación. El dios del otro monte, más al norte, creaba mucho frío alrededor de su vivienda y arrojaba a veces una baba blanca que producía mucho ruido. Era también una bella forma de hablar de los aludes.
El 11 de mayo de 1848, Rebmann había llegado más lejos que otras veces. Describe así el momento: «Esa mañana distinguimos las montañas de Jagga más claramente que nunca. Hacia las diez me pareció ver la cumbre de una de ellas cubierta de una cegadora nube blanca. Mi guía nombró la blancura que yo veía simplemente como beredi, frío. Quedaba claro que no podía ser otra cosa que nieve». Era el monte Kilimanjaro, el techo de África.
Un año y medio después, el 3 de diciembre de 1849, su compañero Krapf, guiado por Kivoi, jefe de los wakamba, alcanzó los pies del monte Kenia, la segunda montaña más alta de África y a la que los kikuyus llaman «Kima ja Kegnia».
Cuando las noticias de los descubrimientos de las dos montañas llegaron a Europa, los geógrafos tomaron a los dos misioneros por dos fantasiosos. Hubo todo tipo de teorías, apelando a fenómenos de refracción, a tierras calcáreas y espejismos, para negar la posibilidad de que existiera nieve tan cerca de la línea del ecuador. Un tal Desborough Cooley, miembro de la Royal Geographical Society, acusó a los dos hombres de traicionar a la ciencia con sus fantasías. Les tomaron por charlatanes. Tuvieron que pasar unos cuantos años, hasta la expedición de Von Decken en 1862, para demostrarse que los misioneros tenían razón.
En los años siguientes al descubrimiento de las dos montañas, Krapf recorrió una buena parte de los territorios de la Kenia actual. Fue el primer europeo en cruzar el río Tsavo y explorar el río Tana, el más largo del país. También fue el primero en escalar la escarpadura de Yatta y en avistar el valle del Rift.
En 1885, Krapf estaba enfermo y decepcionado por no haber logrado despertar en los indígenas la fe en su Dios. Regresó a Europa, donde murió poco tiempo más tarde. En cuanto a Rebmann, continuó en África hasta 1875 y luego se instaló en Alemania, aunque volvió un par de veces para realizar nuevas expediciones. Murió un año después de instalarse definitivamente en Stuttgart.
Los sueños evangelizadores de los dos misioneros se cumplieron en muy corta medida. Pero abrieron el camino para soñadores de cosas concretas, ya que no de divinidades inmateriales. Fueron los dos más grandes ingenuos del gran sueño de África.
El tren seguía ascendiendo más allá del desierto de Taru y su trazado se curvaba para eludir las zonas más escarpadas. Ahora la tierra tenía un intenso rojo que parecía llamear en las sendas abiertas en la estepa amarilla. La luz temblaba plateada en el horizonte. A la izquierda, el macizo de las Taita Hills cerraba el espacio con los altos murallones azules de sus sierras. Volaban nubes ebúrneas y el aire cálido llegaba impregnado de un liviano y húmedo frescor.
Cruzábamos junto a apeaderos y pequeñas estaciones donde se repetía el mismo tipo de construcción: una casa cuadrada de paredes de ladrillo color pastel y techos de uralita roja. Siempre había un cuidado jardincillo rodeándolas con buganvillas rosas y moradas y frangipanis de carnosas flores que parecían pasteles de nata y fresa. Un gran cartel nos mostraba en cada estación el nombre del lugar y la altura sobre el nivel del mar a la que nos encontrábamos: MacKinon, 319 metros; Wangala, 440 metros; Maungu, 519 metros…
Entrábamos en los territorios de Tsavo y la tierra enrojecía todavía más en los senderos y reverberaba en el dorado de los matorrales. El cielo se cubría ahora de un intenso azul, de modo que el paisaje parecía imitar los colores vivos de una bandera africana.
Tsavo, el mayor parque natural de Kenia y uno de los más grandes del continente, se extendía a los dos lados del tren bajo las nubes esponjosas. Las vastas soledades se ondulaban en un océano de yerba móvil y la presencia de la vida animal comenzaba a dejarse ver. Bandadas de tórtolas, impalas, cebras y antílopes. Y luego, allí en la lejanía, una manada de elefantes de piel teñida en canela por el polvo rojo de Tsavo. junto a las vías podían verse en ocasiones enormes cráneos rotos de búfalos y paquidermos. Los árboles y los secos matorrales parecían agonizar, anhelando la época de lluvias tras los largos meses de sequía.
En la estación de Voi el tren se detuvo durante algo más de un cuarto de hora. Venían niños desde el poblado a vender frutas a los viajeros. Grupos de ancianos se sentaban a la sombra del cobertizo contemplando el tren, el gran acontecimiento del día. Luego se acercaban mujeres con refrescos y bocadillos y la estación se convertía en un improvisado mercadillo.
Voi fue, entre los años veinte y finales de los cincuenta, el destino de muchos millonarios sedientos de trofeos cinegéticos. Desde aquí se organizaban fantásticos safaris y se perpetraban carnicerías sin límite entre la fauna salvaje. Los cazadores profesionales amasaron sustanciosas fortunas sirviendo de guías a los millonarios de Europa y América que venían a conseguir pesados colmillos de elefantes, cuernos de grandes antílopes, la testuz de un búfalo o la piel de un león. Aquí, en Voi, murió uno de los más reputados cazadores profesionales, Denys Finch-Hatton, cuando la avioneta que pilotaba se estrelló a poca distancia del poblado. A Finch Hatton le haría famoso Karen Blixen, que fue su amante, en su libro Memorias de África. En el cine, Finch-Hatton tuvo el rostro de Robert Redford.
La caza fue prohibida en Kenia en 1976, pero el lugar de los cazadores blancos y los millonarios ansiosos de trofeos lo ocuparon los furtivos. Se extinguieron los rinocerontes de Tsavo y la población de elefantes se redujo a la mitad. Sólo la formación de patrullas de rangers, con la orden de disparar a matar contra cualquier furtivo sin preguntarle antes, pudo contener la espiral del exterminio.
Seguimos viaje. Olía dulce, como si alguien hubiera echado a lomos del aire una lluvia de azúcar mojado. Y mientras nos aproximábamos al río Tsavo, en el centro del enorme parque, a la izquierda asomó, sobre la calima del horizonte, el corpachón pétreo del Kilimanjaro. Me sentí turbado ante su majestad y ante su leyenda. Allí comenzaba el no man’s land que un siglo atrás muy pocos se atrevían a cruzar. Era el límite sudoriental del Masailand, la tierra de los masai, los más temidos guerreros del este de África.
Casi todos los hombres blancos que han pasado por África oriental y han formado parte de su historia han escrito un libro. Parece que los impulsara una incontenible necesidad de escribir. Tal vez África sea el más literario de los continentes en lo que tiene de paraíso perdido y en la sensación de aventura que despierta en quienes han vivido o la han recorrido en un viaje siempre inolvidable. Moravia decía que es el único lugar del mundo donde todavía la Naturaleza es imprevisible y Hemingway se planteaba como reto literario describir sus paisajes. Puede que África nos haga más niños, nos devuelva la sensación primigenia de nuestra debilidad. Y nos transporte de nuevo, aunque en muchas ocasiones sea tan sólo una sensación, a la aventura. Quien visita África una larga temporada ya no es el mismo a su regreso. Y se siente empujado a escribir, como si escribir fuera la única forma de descargar la intensidad de sus emociones.
Joseph Thomson, el primer europeo que cruzó el Masailand en un viaje que le llevó desde las costas del índico hasta el lago Victoria, fue un extraordinario explorador, un estupendo escritor y el tipo de aventurero que tiene la fortuna de llegar a serlo sin creer que cuenta con méritos suficientes para tan colosal empresa. No creía poseer cualidades singulares. «Estoy condenado a ser un vagabundo», dijo sobre sí mismo al final de sus días. Y fue eso, un vagabundo, durante los treinta y siete años que duró su vida. Albergaba un alma romántica y sentía una secreta y profunda admiración por sus modelos, entre ellos, cómo no, por Livingstone, de quien había leído todos sus libros cuando era un niño. Desde muy joven, Thomson sabía que debía viajar a África y explorar. Quería dibujar su propia vida sobre el ejemplo de sus modelos. Y en ciertos aspectos logró superarlos. Thomson es la quintaesencia del explorador, el hombre que entiende que su verdadera misión no es descubrir, sino viajar; que no se trata de llegar, sino de ir; que no es cuestión de encontrar, sino de buscar. Concibió la vida como un anhelo, una excitación, un vuelo sobre la nada. Este tipo de gentes suelen morir en plena juventud.
En 1878, cuando sólo tenía veinte años, viajaba en una expedición hacia el lago Tanganika, voluntario sin sueldo, en calidad de geólogo y naturalista, ciencias en las que se había graduado en la Universidad de Edimburgo (Escocia), su tierra natal. La malaria se abatió sobre la expedición como una peste y, antes de alcanzar el gran lago, Alexander Johnson, jefe de la caravana, murió atacado por las fiebres. El mando recayó en el joven Thomson y, así, por casualidad, afloraron en su carácter cualidades que, tal vez, él mismo ignoraba; la capacidad de organizador y un temperamento en el que alternaban, en perfecto equilibrio, la prudencia, la tenacidad y la audacia. Thomson alcanzó el Tanganika e incluso intentó ir más allá y adentrarse en el territorio del Congo, aventura de la que tuvo que desistir por falta de hombres y de medios. Pero descubrió el lago Rukwa y entró en la nómina de los exploradores. A su regreso publicó un libro, Los lagos de África central, y logró con ello prestigio y renombre, justo lo que necesitaba para volver a África y seguir explorando. En 1881, Bargash, sultán de Zanzíbar, financió una expedición al río Rovuma, en cuyas orillas se pensaba que había unos ricos yacimientos de carbón. Bargash ofreció la jefatura a Thomson y este, que apenas tenía veintitrés años, aceptó de inmediato. Cumplió su cometido y llegó al Rovuma, aunque tan sólo para descubrir que el carbón no existía.
En 1883 el joven escocés encontró su gran oportunidad y no la desaprovechó. Londres y la Royal Geographical Society querían encontrar el camino más corto para llegar a Uganda desde la costa. El proyecto de una línea de ferrocarril estaba muy avanzado y los intereses estratégicos sobre el territorio de Uganda habían aumentado. Si la cabecera del Nilo tenía que ser protegida militarmente era necesario construir un ferrocarril para enviar tropas con celeridad, y ese ferrocarril debía seguir el camino más recto. Alguien tenía que ir para comprobar el recorrido y elaborar un informe preciso sobre los riesgos y las posibilidades de la nueva ruta.
La Royal Geographical Society buscaba un hombre experimentado. El candidato ideal, desde luego, era Stanley, una verdadera leyenda viva en aquel tiempo. Pero Stanley resultaba muy caro. Una vez había escrito: «Si hay alguien deseoso de llegar a convertirse en un mártir, no hay duda de que la forma más rápida es que vaya al país de los masai». Para viajar hasta allí, el legendario explorador americano exigía una partida de hombres armados que, cuando menos, sumasen trescientos rifles. Pedía un ejército, en definitiva. Pero tales pretensiones quedaban muy lejos de los presupuestos y los intereses de la Royal Geographical Society.
Thomson salía más barato. Para muchos era un inconsciente que, además, no ponía condiciones. Simplemente quería ir, una razón en cierto punto insólita. Pocos podían entender que él sólo buscaba un sueño, y que el dinero y la fama le importaban un bledo. Cuando se lo propusieron aceptó de inmediato sin exigir nada. En Londres se quedaron atónitos cuando expresó su deseo de cambiar un determinado número de hombres armados por intérpretes de la lengua masai y de dialectos de otras tribus de la región. Thomson no quería conquistar, al contrario que Stanley, sino tan sólo pasar.
Para marzo la expedición estaba organizada. Llevaba 113 porteadores y un capataz maltés, llamado Antonio Martín, que mudó su nombre por el de James Martin. Entre sus materiales figuraba una cámara fotográfica. El sultán Bargash le envió como regalo dos burros. Y en su equipaje personal Thomson incluyó una falda escocesa con los colores de su clan, una gaita y un voluminoso paquete de libros de poesía.
No necesitaba mucho más para dirigirse al no man’s land, a la tierra de nadie. El 15 de marzo cruzaba desde Mombasa al continente y se internaba en el desierto de Taru, un lugar donde «todo es muerte y desolación», según describiría más tarde en su magnífico libro Through Masai Land («A través del país Masai»).
Thomson alcanzó las faldas del Kilimanjaro en el mes de abril y, poco después, se internó en el país masai. Su descripción es la de un hombre cautivado por la belleza del entorno: «Dejando atrás el bosque, asomamos a una gran llanura sin árboles, y a una altura de dos mil metros sobre el nivel del mar. Delante de nosotros el paisaje se extendía en suaves y onduladas planicies, donde aparecían ocasionales crestas redondas, pequeñas colinas puntiagudas y conos volcánicos […] El viento era frío y cortante, y el efecto del frescor recordaba al comienzo de la primavera en Escocia».
Los masai recibieron con curiosidad y muestras de paz al explorador. En su diario calificó a los guerreros, los elmoranes, como «espléndidos mozos», y destacó en el jefe del grupo «una actitud de dignidad más allá de cualquier elogio».
Pero el masai era un pueblo primitivo y cambiante, y cuando comenzó a mostrar sus regalos, las baratijas que los viajeros llevaban en sus expediciones, la opinión de Thomson se transformó de manera radical. Los guerreros se comportaban «como verdaderos perros hambrientos», arrojándose a conseguir los regalos, «cada uno a lograr lo que pudiera y al diablo el último».
Las relaciones empeoraron cuando los regalos comenzaron a escasear. Thomson reculó, regresó a Mombasa y contrató nuevos hombres. Y el 11 de agosto volvió a negociar su paso por la tierra masai. Empezó a emplear trucos de magia para hacer creer que hablaba con los dioses, alternándolos con pactos oportunos con los jefes de cada una de las aldeas. Y fue avanzando lentamente a través del Masailand, un territorio que, por entonces, tenía la misma extensión que Inglaterra. Pasó por las cercanías del actual Nairobi, entonces un pequeño poblado con un pozo de agua potable que los pastores masai utilizaban para que abrevase el ganado, y poco después llegó a las escarpaduras del valle del Rift. Lo describe así en su libro: «Estaba por completo fascinado y sentí un impulso casi irrefrenable por saltar a aquel pavoroso abismo. Era tan irresistible que hube de retirarme del borde».
La agresividad masai crecía y Thomson y su pequeña tropa dormían con las armas al lado. A veces, un porteador era secuestrado y aparecía muerto poco después. Los elmoranes no dejaban de exigir regalos. «Jugaban con nosotros», cuenta Thomson, «como el gato con el ratón».
En octubre la expedición llegó al lago Naivasha y, a fines de ese mismo mes, Thomson avistó el monte Kenia. En el río Narok bautizó las cataratas con su propio nombre y cruzó junto a unas imponentes sierras que nombró Aberdare, en honor del que entonces era el presidente de la Royal Geographical Society. Al fin, el 11 de diciembre llegaba a las orillas del lago Victoria, en un viaje mucho más corto que el que habían emprendido, por rutas más seguras, todos los colosos a los que admiraba: los Burton, Speke, Livingstone y Stanley. Para celebrarlo se vistió el tartan, la falda de su clan, y bailó junto a las aguas del lago una danza escocesa.
El regreso fue más duro que el viaje de ida. El día de fin de año disparó a un búfalo, para variar la dieta de sus hombres, y logró abatirlo. Pero cuando se acercó al animal, este se levantó y cargó contra él, le prendió con el cuerno por uno de sus muslos y lo volteó. El búfalo se disponía a rematarlo en tierra cuando uno de sus hombres disparó y logró matar a la fiera. Thomson había salvado la vida por escasos segundos, pero hubo de seguir viaje en camilla, con una enorme herida abierta en la pierna.
Después le atacó la disentería, y estuvo dos veces en coma, a punto de morir. Entretanto, los masai seguían acosándoles, y de cuando en cuando mataban un porteador.
Llegó a Mombasa en mayo de 1884, después de haber recorrido más de cuatro mil kilómetros en catorce meses. Fue recibido con toda suerte de parabienes y publicó su segundo libro meses después, ya en Inglaterra. Through Masai Land le dio dinero suficiente como para asegurarse un futuro estable en su patria.
Pero Thomson no quería dinero ni tampoco honores. Estaba envenenado por el mal de África. Siguió siendo un vagabundo. Durante los siguientes siete años recorrió Sudán, las montañas del Atlas y el río Zambeze. No buscaba nada, sencillamente iba. Luego, las secuelas de todas las enfermedades que contrajo en sus viajes le pasaron factura. A los treinta y siete años su salud se resquebrajó. Tuvo que quedarse en la cama, ya para no levantarse nunca. Casi moribundo, dijo a uno de sus amigos: «Si tuviera fuerzas para ponerme las botas y caminar cien metros, me iría otra vez a África». El día 2 de agosto de 1895, poco antes de morir, su hermano se acercó a consolarle. Joseph Thomson pronunció entonces sus últimas palabras: «He estado cara a cara con la muerte durante años, y no es cosa de alarmarme ahora».
No era vanidoso. Pertenecía a esa clase de hombres que hacen las cosas y a los que luego no les importa en exceso que les aplaudan. Fue el mejor de todos y también el más anónimo. La historia no ha colocado su nombre entre los grandes de la exploración. Pero bailó en homenaje a todos sus ancestros una danza escocesa, vestido con una falda a cuadros, en las orillas del lago Victoria; y murió sin miedo y joven, como los héroes antiguos. Cosas así no sucedían desde los tiempos de Homero.