La historia de Mombasa no dejó de ser turbulenta por el hecho de que se fueran los portugueses. El destino de la ciudad quedó ligado, poco después, al de una familia de la aristocracia omaní: los Mazrui, y a la ingenuidad de un marino británico algo chiflado, imbuido de sueños redentoristas: el capitán William Owen.
Los Mazrui llegaron a Mombasa a finales del siglo XVI. La familia era originaria de la capital omaní, Muscat, y pertenecía a la nobleza fiel a la monarquía reinante de los Yarubi. Al llegar a Mombasa establecieron vínculos estrechos con la aristocracia swahili, mediante una sabia política de matrimonios, y en poco tiempo se habían integrado plenamente en la isla, tanto por la adopción de sus costumbres como por el aprendizaje del lenguaje. No trataron de imponerse, sino que se impregnaron de Mombasa. En 1727 un Mazrui era ya el gobernador de Mombasa y la familia, cuyos miembros más jóvenes eran ya mestizos, acaparó el poder.
Pero en 1841 los Basaudi derrocaron a los Yarubi en Muscat y el gobernador Mazrui de Mombasa declaró de inmediato la independencia. Publicó un bando y anunció a los habitantes de la isla: «El nuevo sultán de Omán es un ciudadano corriente como yo y ha tomado el poder en Omán. Pues bien: yo lo tomo en Mombasa». No había pasado más de medio siglo desde su llegada a la ciudadela y los Mazrui se habían contagiado ya de su carácter irreductible.
Divididos en varias familias, los Mazrui establecieron un sistema de gobierno colectivo, con un jeque como autoridad suprema. Lograron además que los clanes principales de la isla, los Thalta Taifa y los Tisa Taifa, aceptasen su poder y comenzaron una política de cierta expansión. Conquistaron Pemba y se atrajeron Paté a su esfera de influencia. A mediados del siglo XVIII controlaban militar y comercialmente el litoral que va de Tanga, en el sur, al río Tana, en el norte.
Los omaníes intentaron conquistar la isla en dos ocasiones, en 1746 y en 1785, pero el ejército de los Mazrui logró impedirlo. A partir de 1800, no obstante, su poder comenzó a resquebrajarse a causa de las disputas entre las diversas familias que formaban el clan. En 1812 su fuerza militar sufrió un enorme descalabro, cuando la flor y nata de su ejército fue masacrada en la batalla de Shela, en un fallido intento por conquistar la isla de Lamu. En 1822 perdieron el control de Pemba y Paté y dejaron de ser los dueños y señores del tramo del litoral en el que habían impuesto su ley.
Por entonces el sultán de Omán, el Basaudi Sayyid Said, comenzaba a desplegar una ambiciosa política de expansión, con el objetivo de controlar todos los territorios costeros del Índico africano hasta Mozambique. Y Mombasa era su principal escollo.
En 1824 el poder de los Mazrui tenía los días contados, con una poderosa flota omaní dominando las aguas del índico, dispuesta a ocupar Mombasa en cualquier momento. Y entonces llegó el loco de Owen.
Un cronista de África oriental ha escrito: «En 1824 se estableció la primera colonia británica en África oriental sin que Londres tuviera noticia de ello». En los libros de Historia, aquella peripecia ha quedado señalada, con cierta chufla, como «el Protectorado Owen».
No se sabe mucho sobre el carácter de este oficial de la Royal Navy que ni siquiera tiene unas pocas líneas biográficas en la Enciclopedia Británica. Al parecer, era en extremo puritano y nacionalista, un entusiasta de la misión imperial de Inglaterra. Profesaba también, con convencimiento profundo, las ideas antiesclavistas y creía que la principal misión de Gran Bretaña en el mundo era abolir la esclavitud y erradicarla de todos los rincones del planeta. Se llamaba William Fitzwilliam Wenworth Owen, y sus superiores del Almirantazgo debían conocer un poco su tendencia a la exageración moral ya que en 1824 le habían encargado una misión cartográfica, apartándole de todo tipo de empresas militares. En diciembre de ese año navegaba en el índico al mando de dos buques, el Leven y el Barracuda.
El día 4 una de las naves, comandada por el oficial Vidal, fondeó en Mombasa para aprovisionarse. Por aquel entonces las relaciones de Londres y el sultán de Muscat, Sayyid Said, eran en extremo cordiales y se había firmado un tratado de amistad entre los dos países. Al Foreign Office le interesaba mantener una estrecha amistad con aquella potencia emergente del índico para garantizar mejor la ruta de la India. Y le traía al fresco la pequeña isla de Mombasa. En esos precisos momentos, mientras la Barracuda entraba en la bocana del puerto, una flota omaní, en las cercanías de la isla, esperaba órdenes de Muscat para atacarla.
Algunos miembros de la familia Mazrui acudieron con toda suerte de presentes al barco británico y pidieron subir a bordo. Una vez en cubierta le plantearon al capitán su deseo de hacer de Mombasa un territorio bajo protección británica y pidieron izar la bandera de la Union Jack en Fuerte Jesús. Vidal, con buen juicio, se negó a ello. Los Mazrui desembarcaron y, al tiempo que la Barracuda desaparecía al otro lado de la bocana, dieron órdenes a sus artesanos para que se bordara a toda prisa una bandera británica y la izaron pocas horas después en la fortaleza. Cuando la flota omaní divisó la enseña de su aliado europeo pensaron que Londres se había burlado del sultán y traicionado el tratado.
Owen andaba por esos días alterado y nervioso. Había sido testigo de cómo el tráfico de esclavos se organizaba impunemente en el litoral, sin que nadie le pusiera coto. Estaba deseoso de dar un escarmiento a los negreros omaníes. Cuando escuchó el informe de Vidal puso a su nave Leven rumbo a Mombasa y pidió a los Mazrui desembarcar.
Los Mazrui se arrodillaron ante Owen y suplicaron perdón por haber izado la bandera sin permiso, al tiempo que insistían en ser súbditos del imperio británico. Owen explicó que la protección de Londres tenía un precio: que Mombasa proclamase la abolición de la esclavitud. Sin mediar más palabras, los Mazrui aceptaron exultantes la condición. Y Owen inició su particular campaña contra la esclavitud: ordenó reemplazar el tosco trapo bordado que ondeaba en la fortaleza por una auténtica bandera de la Union Jack. Se presentaron armas y se celebró una breve y solemne ceremonia. Los Mazrui cedieron Mombasa al Imperio británico junto con una franja costera de cien millas, la cual no les pertenecía en absoluto.
Al embarcarse unos días después para dejar la isla, Owen dejó a su tercer oficial como gobernador de la plaza, el primer gobernador británico que tuvo África oriental. Era el joven teniente John James Reitz, nacido en Sudáfrica. Con él quedaron como guarnición en el fuerte un guardiamarina, un cabo y tres marineros. Owen envió su informe a Londres y un mensaje a Sayyid Said en el que le concedía un plazo de tres años para poner fin a la esclavitud en sus territorios y aguas jurisdiccionales.
Los Mazrui, por su parte, en cuanto Owen se hizo a la mar recomenzaron su comercio de esclavos. Reitz intentó detenerlo, pero con muy poco éxito. El joven gobernador, para acometer alguna tarea de utilidad política, decidió reconocer los territorios del interior recién cedidos a Gran Bretaña. Se internó en el continente el 4 de mayo de 1825 y veinticinco días después regresaba moribundo, aquejado de malaria, y fallecía en Mombasa. El gobierno del nuevo territorio británico pasó al siguiente militar en rango: el cadete Phillips, que acababa de cumplir los diecisiete años. Nunca en toda su historia ha tenido Gran Bretaña un representante diplomático tan imberbe.
A pesar de ello, Phillips logró capturar un barco cargado de esclavos, los liberó a todos y repartió entre ellos unas tierras de la costa que suponía británicas, formando en África oriental la primera colonia de esclavos libres.
Sayyid, por supuesto, no se había cruzado de brazos y Muscat y Londres pusieron al fin las cosas en claro. En 1826, dos años después del acuerdo de Owen con los Mazrui, un barco británico llegó a la isla, recogió a Phillips y a sus hombres, arrió la bandera de Fuerte Jesús y dio por zanjado el embarazoso asunto. El nombre de Owen se evaporó en la noche de los tiempos.
El destino de los Mazrui estaba sellado. En 1828 los omaníes ocuparon la plaza y los jefes locales aceptaron el vasallaje. Pero unos pocos meses después los Mazrui mataron a toda la guarnición omaní y proclamaron de nuevo la independencia. Los omaníes regresaron y otra vez los jeques se sometieron a Muscat. Pero de nuevo unos meses después, para no perder la costumbre y por respeto a las tradiciones de la isla, Mombasa volvió a rebelarse.
La paciencia de Sayyid estalló. Sus fuerzas entraron en la ciudadela, el jeque Mazrui fue detenido y, con él, cuarenta notables de su familia, con sus mujeres y sus hijos. Se decidió deportarles para que no volvieran a las andadas. Durante el viaje a Omán, algunos de ellos fueron arrojados a los tiburones. Los hombres supervivientes terminaron su vida decapitados o en las sórdidas prisiones del sultanato, en tanto que las mujeres y niñas se repartieron en los serrallos de los nobles omaníes y a los niños se les destinó al empleo de eunucos.
De aquellos altivos Mazrui sólo queda hoy un vago recuerdo en Mombasa, en el cementerio que hay frente a Fuerte Jesús. La yerba ha devorado las pequeñas sendas entre las tumbas, muchos sepulcros han sido profanados y la mayoría de las lápidas están caídas. También se derrumbó la techumbre que cubría el templo del camposanto. Queda, sin embargo, orgulloso y en pie, un recio flamboyán de flores rojas que da sombra a una buena parte del cementerio. Su savia se alimenta de las cenizas de hombres altaneros y rebeldes.
El último intento independentista lo protagonizó en 1875 otro gobernador local, Muhamad bin Abdullah, opuesto al sultán de Zanzíbar, Bargash, el hijo de Sayyid. Pero los aliados británicos del sultán bombardearon la isla y anularon la intentona. Tras el reparto de África oriental entre Alemania y Gran Bretaña, Mombasa pasó a ser la capital de los dominios británicos en 1895, título que perdería en beneficio de Nairobi en 1905.
Antes de dejar atrás la costa y viajar hacia las Tierras Altas de Kenia y Tanzania quería ir a Lamu. Todo el mundo se hace lenguas sobre su belleza, cualquier viajero habla de la isla empleando el tópico de «mágica». Yo no esperaba demasiado de una isla donde las agencias de viajes comienzan a abrir la puerta para que entre la plaga, esto es: el turismo. Pero me enamoré de Lamu de golpe, a primera vista. Amores así no me acometían desde la adolescencia.
La avioneta que cubre la línea Mombasa-Malindi-Lamu es un envejecido aeroplano de un solo motor, con plaza para seis pasajeros, que exhibe en su fuselaje el pretencioso nombre de la compañía: Eagle (águila). Parece más bien un decrépito moscardón que zumba con ruido mientras vuela a trompicones sobre un paisaje de ensueño. La avioneta sigue la línea de la costa del índico, sobre un mar verde esmeralda en el que, de súbito, entra la lengua libidinosa de un río color turquesa. La costa se tiende en dunas doradas junto al océano y a su lado crecen las plantaciones de cocoteros, cruzadas por ríos de orillas sombreadas por los manglares. Más adentro, los fantasmales bosques de baobabs anuncian la proximidad del desierto. Cerca ya de Lamu, la línea de la costa se ondula, formando curvas sensuales, como si aquella región del mundo se proclamara inequívocamente femenina.
Aterrizamos en el pequeño aeropuerto, en la vecina isla de Manda. El aeródromo lo componían una descascarillada pista, una caseta que hacía las veces de torre de control y una barraca para los servicios de aduana y cafetería. Allí, a la sombra de un grupo de almendros indios, una docena de nativos aguardaban a que la avioneta se detuviera.
Al descender, los hombres corrieron hacia nosotros para disputarse las maletas de los recién llegados. Tomó una bolsa con energía, casi de un tirón, un hombre de mediana edad y mediano tamaño, de rasgos europeos, piel oscura, turbante, camisola, falda de cuadros rojos, pantorrillas musculosas y chancletas de plástico. Era imposible rechazar su ayuda, así que le seguí con las manos en los bolsillos camino del embarcadero.
—Where do you come from, sir? —me preguntó.
—Spain —respondí.
—¡Oh! —exclamó, e inició de inmediato una letanía de expresiones en español aprendidas de algún visitante ibero—: Hola, Coca-Cola, buenos días, ¿cómo está?, ¿qué pasa aquí?, ¿hay mujeres?, ni poco ni mucho.
Detuvo un instante su discurso, tomó aire y concluyó con voz recia:
—Olé tus cojones.
La luz cálida de la tarde caía sesgada sobre la tierra y el viento limpiaba el espacio. Los colores eran puros y refulgentes. Mientras el largo falucho con pasajeros y mozos en cubierta cruzaba de Manda a Lamu veía rizarse el mar en pequeñas ondas verdosas y el aire templado me acariciaba la piel. Lamí asomaba al frente su línea de casas blancas, tendidas en hilera sobre el malecón, coronada por las esbeltas puntas de los minaretes y las terrazas de techado de paja de las viviendas de la colina. Los faluchos llegaban al muelle desde el este y el oeste, plegaban sus velas con ruido de pesados ropajes marineros y se deslizaban, impulsados aún por un último golpe de viento, hasta el amarre. Eran cerca de las cuatro y la marea comenzaba a bajar. La pared del muelle mostraba su torso desnudo, humedecida todavía por el agua que se retiraba dejando sobre la piedra salivazos verdosos de limo. La ciudad parecía desnudarse para recibir la bajamar. Crecía el olor de los desagües mientras nos acercábamos. Pero el viento traía también un aroma de flores.
Cuando puse el pie en la ciudad viva y pequeña, el flechazo de su belleza, envuelto en un perfume de jazmines y alcantarillas, me había traspasado sin remedio.
Lamu es la quintaesencia del mundo swahili. No hay en todo el litoral del este de África una población que conserve tan intactas las trazas arquitectónicas de esta cultura. Al mismo tiempo, las características raciales de sus habitantes son las más expresivas del mestizaje swahili: la piel tostada por la sangre bantú, el perfil recto de los persas shizaris, la pícara mirada de los árabes de Omán. El viajero Ibn Batuta, cuando navegó por estas aguas en el siglo XV, nombró como «tierra de swahilis» al archipiélago Bajun, cuya isla principal es Lamu. Y hoy todavía, los nativos del litoral llaman swahilini (también «tierra de swahilis») a la costa que se extiende al norte del río Tana. Por lo que a la lengua se refiere, y entre los muchos dialectos a los que da cobijo el swahili, en Lamu se habla el ki-amu, que si bien no es el más depurado es sin embargo el que sirve de base a casi toda la poesía escrita en Kenia y en Tanzania. Aunque las autoridades políticas de los dos países hayan intentado que la lengua literaria se establezca, en Kenia, sobre la base del swahili-standard y, en Tanzania, sobre el zanzibari-swahili, los poetas no han rendido sus armas. La gran poesía de esta lengua se recita y se lee en ki-amu, desde los días de mayor grandeza de su cultura en el siglo XVIII.
Las leyendas afirman que los primeros pobladores de Lamu llegaron de Siria y Yemen. Pero es muy probable que fueran emigrantes shizaris, huyendo de las matanzas desatadas en Persia a la muerte del profeta Mohamed, quienes fundaron la primera colonia en estas islas. Se cree que Lamu existía ya como población en el año 1200 de nuestra era, aunque en otro lugar más al oeste. El actual emplazamiento puede remontarse al 1350.
Los habitantes de Lamu fueron siempre tributarios del sultán de Paté, hasta la llegada de los portugueses en el siglo XVI. Era la suya una ciudad rica, pues contaba con un floreciente mercado de esclavos que exportaba, en especial, a Persia y Arabia. Lamu se rindió sin lucha a las naves portuguesas y aceptó pagar tributos anuales, por lo que no fue atacada en los primeros días del dominio luso.
No obstante, a finales del siglo XVI, tras aliarse con el turco Ali Bey, el rey de Lamu fue decapitado por los portugueses. Desde ese instante la ciudad dejó de ser una monarquía y se organizó como república, alrededor de un consejo de ancianos y comerciantes llamado Yumbe.
Entre los siglos XVII y XVIII, la urbe fue el foco, junto con la cercana isla de Paté, de un vigoroso movimiento cultural. La literatura swahili echó entonces sus raíces. Nacieron las leyendas que hoy se cuentan, los grandes relatos de viajes, la poesía, las danzas y los mejores cantos. Al mismo tiempo se desarrolló una bella artesanía en madera, tanto para el mobiliario de las casas como para las puertas de los hogares y los faluchos de los pescadores y comerciantes. Se trabajaban también en ese período la plata, el marfil y el oro, en un estilo artesano muy particular que hoy se ha perdido por completo.
Por aquellos días del «Siglo de Oro» de Lamu, las casas de los nobles tenían baños, de agua caliente y fría, e incluso un retrete en un lugar apartado de la casa. La cocina se situaba en el último piso de la vivienda, para evitar los robos e imposibilitar también que los niños pequeños pudieran subir y quemarse con el fuego o los pucheros. Las casas poseían amplios salones y hermosos dormitorios.
Mombasa dominaba estas islas a comienzos del siglo XIX, época en la que ya se vivía una profunda decadencia económica y cultural en el universo swahili. En 1813, para apagar una rebelión de la ciudad, un ejército formado por fuerzas de Mombasa y Paté desembarcó en Shela, una pequeña aldea de pescadores del lado meridional de la isla. Los invasores no esperaban resistencia, pero todo el pueblo de Lamu se dirigió a las playas a combatir al enemigo. Cogidas por sorpresa, las fuerzas de Paté y Mombasa fueron derrotadas con estrépito. Murieron cientos de soldados enemigos en la batalla más gloriosa de Lamu. Y la hegemonía de Mombasa quedó enterrada en sus playas.
Pero Lamu se sentía insegura y, de inmediato, sus jefes mandaron emisarios al sultán de Omán, Sayyid Said, solicitando su protección y ofreciéndose como súbditos leales. Sayyid no era hombre que dudara en casos como este y envió un contingente de soldados baluchis, que ocuparon la ciudad y concluyeron las obras de construcción del fuerte en el año 1821. Desde entonces los gobernadores nombrados por Omán, los lawalis, fueron los responsables de los asuntos públicos de la isla.
A finales del siglo XIX, cuando ya Inglaterra y Alemania se habían repartido África oriental en dos esferas de influencia, Lamí, y sus territorios próximos fueron causa de disputa durante unos años por parte de las dos potencias europeas. Un forajido se autoproclamó rey de Witu, las islas Bajun y «Swahililandia». Ahmed Simbad Nabhm, que tal era su nombre, firmó tratados de amistad con los alemanes Karl Peters y los hermanos Denhart. Pero los acuerdos entre Londres y Berlín acabaron por imponerse y Lamu entró a formar parte del imperio británico en 1895, hasta la independencia de Kenia de 1963.
Su capacidad para rendirse a tiempo o para combatir a muerte cuando intentaban destruirla ha dejado intactas en Lamu sus tradiciones y su espíritu swahilis. La ciudad es el centro religioso musulmán más importante del litoral, con sus veintidós mezquitas. Lamu conserva bailes tan antiguos y originales como la «Ngoma», el «Kirumbizi» y la «Chama». La artesanía en madera sigue siendo una industria próspera, sobre todo en la decoración de puertas labradas, arcones, raspadores de aceite de coco, instrumentos musicales y piezas decorativas para los faluchos. Al norte de la isla, en el poblado de Matandoni, están los principales astilleros, donde se construye el característico falucho de Lamu, no muy grande de tamaño, de borda baja rematada sobre el regala con una banda de estera fabricada con fibra de coco y adornos en el casco que llevan el nombre de «ojo de falucho». En las fiestas es común recitar poesías y es muy particular de Lamu el hecho de que floreciera aquí, en el siglo XVII, la poesía femenina. Entre las más populares poetisas se recuerda el nombre de Mwana Kupona, cuyos versos de amor son recitados aún por las mujeres de Lamu, en tanto que los hombres prefieren mostrar el libro Consejos sobre los deberes femeninos, escrito por la poetisa para una joven amiga que iba a casarse.
Lamu ofrece, viva y en la calle, su alma swahili en estado puro, en la realidad de una sociedad integrada y segura de sí. Su carácter tiene el aire de una Utopía rescatada del pasado o de una Arcadia ideal. En Lamu, el viajero siente al llegar que entra en el hogar de una familia numerosa y muy unida, frente a un mar que, cerrado por los manglares del canal de Manda, parece casi un lago privado.
Conforme atardecía, la ciudad se poblaba de ruidos, pasaban las mujeres con revoloteo de bui-buis, los niños salían como grillos de las guaridas ocultas, las mezquitas se llenaban de fieles, las tiendas se abrían, parloteaban los hombres en las tertulias y humeaban los guisos de cordero y de pescado en las parrillas de los pequeños tenderetes. Era tiempo de Ramadán y la calle se transformaba en una fiesta discreta y alegre a partir de las seis, al término del ayuno. Cualquier actividad se celebraba en la calle: la artesanía, la venta, las bromas, el galanteo, las canciones, la preparación de comidas, los juegos y la lectura del Corán.
Lamu tiene una fisonomía en cierta forma mediterránea junto al mar, en el malecón, se cumplen las faenas marineras: el desembarco y subasta de la pesca, el amarre, la preparación de los aparejos para la faena del día siguiente, el zurcido de algún velamen roto… La vida de la ciudad palpita en la calle principal, la Usita wa Mui, paralela al malecón, oculta a la vista del mar y al abrigo de las tormentas y los vientos, como en todos los puertos mediterráneos. La larga Usita traza la vértebra de la ciudad desde el lado norte hasta el extremo sur y dibuja también la honda vitalidad de Lamu. Allí están las principales mezquitas, los comercios, los cafetines y los pequeños talleres artesanos. La misma Usita se abre en una gran explanada a los pies del fuerte, formando una plaza rectangular donde hay bancos de piedra y dos enormes árboles que cubren con su sombra casi todo el espacio de la explanada. Es un hermoso lugar este corazón de la urbe donde los mayores juegan al dominó y los niños al kerame, una especie de billar americano en miniatura, en el que se usan fichas en lugar de bolas y donde se juega sobre un tablero algo más grande que el de un ajedrez. Los jóvenes se sientan a fumar en los bancos, bajo el fresco de la atardecida, y algunos mascan miraa, una yerba euforizante que hay que masticar con chicle para paliar su amargor. En swahili la llaman también marungi y, si se fuma, puede producir un efecto levemente parecido al de la marihuana.
Entre la multitud, aquella noche los burros andaban sueltos con la misma naturalidad que pasean los gatos bajo las piernas de los humanos. El burro es el único medio de transporte en Lamu, y sólo existe un automóvil, el del jefe de policía. La presencia de estos cuadrúpedos en la isla viene de muy antiguo y un cronista portugués del siglo XVI señalaba que los burros de Lamí tenían las orejas más largas que los asnos portugueses y que eran más trabajadores. En la ciudad, cuando no son usados para el transporte o la carga, andan siempre sueltos, libres de arreos, riendas y guarniciones. Se abren camino entre la gente, imponiendo su prioridad de paso, y orinan y defecan a su antojo allí donde les viene el apretón, lo que obliga a los transeúntes a frecuentes ejercicios de salto en las angostas calles de la ciudad para evitar ser salpicados. En Lamu está, por otra parte, la única clínica de asnos que hay en toda África, financiada por una sociedad protectora de animales de Sidmouth (Devon), en Gran Bretaña. Los burros de Lamu tienen mejores valedores que los vagabundos y los leprosos. Son seres felices.
Paseaba disfrutando de la holganza por Usita wa Mui cuando, de súbito, una niña se echó sobre mí y me prendió un jazmín con un imperdible en la camisa. Extendió la mano y yo le di un generoso puñado de monedas. Good for mosquitos, dijo, good for mosquitos.
Era hechizador el rostro de aquella niña de doce años. Tenía unos ojos muy negros y muy bellos, el cabello azabache y la piel del rostro blanca y luminosa, como el marfil. Una sonrisa que era como un relámpago de intensa luz le recorrió la cara cuando miró las monedas que yo le había dado. Me hechizó de nuevo al volver los ojos hacia mí. Era la suya una hermosura intocada, como rescatada del fin de los siglos. Habría creído sin dudarlo que se trataba de una pequeña hada misteriosa que me otorgaba el privilegio de asomarse ante mí. La habría seguido por toda la ciudad, como quien camina hipnotizado detrás de la belleza en su expresión más violenta e inocente. Quise creer que aquella niña, la más bella que he visto nunca, era el alma misma de la hermosa Lamu, su más hondo secreto. El recuerdo de su rostro asoma todavía, nítido, en mi memoria. A ella está ligado mi recuerdo de Lamu.
Se perdió enseguida al fondo de Usita wa Mui, entre las sombras, con su ramillete de flores en la mano, su vestido de seda amarilla brillando como un chispazo antes de diluirse en la oscuridad de la noche, el perfume leve y sutil de los jazmines prendido en su falda volátil. Tal vez corría hacia su casa para entregarle a su madre aquel inesperado y generoso donativo del extranjero. Yo le habría dado todo el dinero que llevaba encima con tal de ver otra vez su sonrisa. Y habría vendido mi alma al diablo, como hizo Fausto, por volver a tener doce años.
Supongo que el alma de los pueblos tiene su mejor espejo en la poesía, en sus canciones y en sus mitos. El alma mestiza y dispersa de los swahilis fue compilada entre el XVII y XVIII, su «Siglo de Oro», cuando los artistas, los literatos y los sabios de Lamu recogieron y agruparon la mitología, las leyendas, los poemas y el folklore de siglos anteriores, les dieron cuerpo escrito y lo transmitieron a las generaciones siguientes. Lamu se convirtió así en el corazón de la cultura swahili.
Jan Kanaperet ha recogido mejor que ningún otro estudioso occidental esa herencia, a través de varios estudios publicados en Kenia. Así define esta cultura: «El swahili vive en el cruce de dos mundos. Un desconocido número de gentes africanas se establecieron en la costa oriental de África llegando desde las montañas y las sabanas del interior. De la misma forma, un desconocido número de gentes orientales, marineros y comerciantes, con o sin sus familias, se establecieron en las mismas costas, llegando desde Arabia, Persia, India y Madagascar. El inesperado resultado fue un pueblo homogéneo que hablaba una lengua bantú, básicamente africana, con una cultura islámica básicamente oriental, y que vivía a lo largo de mil millas de costa y en las islas adyacentes entre Mogadiscio y Mozambique. Sus intereses principales eran la pesca, el comercio y la navegación del océano índico. Comían pollo al curry con arroz».
La mitología swahili viene determinada por la dependencia del hombre del destino, un destino marcado por Dios para cada uno de nosotros. Pero un territorio marinero, una costa abierta como el litoral swahili, tiene medios menos aburridos para encarar el destino que otros pueblos más fatalistas.
Por ejemplo, la solemnidad con que tratan al profeta Mohamed, a Mahoma, otras culturas orientales, no tiene rasgos parecidos aquí. El Profeta se inserta en viejas leyendas con un aire desenfadado y aventurero, y tal vez el mejor de todos los relatos es el que nos lo presenta viajando en un recorrido entre el Cielo y el Infierno.
Como es lógico, en una cultura labrada por marinos y comerciantes, el viaje tiene siempre un protagonismo especial en el universo swahili. Por eso no tiene nada de extraño que el gran viajero de la mitología oriental, Simbad el Marino, deba su nombre a la lengua swahili. El origen del nombre viene del término «Siendi baada», que literalmente quiere decir «Yo llego antes que cualquiera».
Abundan los proverbios —que, por cierto, aparecen escritos también en los kangas, el vestido de vivos colores de las mujeres swahilis— y las historias misteriosas. La fábula tiene siempre su moraleja. Y hay, tal vez como herencia de los bantúes, numerosos relatos sobre animales. La mujer, como sucede en todo el Oriente, es protagonista de multitud de historias y reproduce, con otros nombres, muchos de los personajes femeninos que aparecen en la Biblia: la desobediente Eva, la celosa Sara, la adúltera Zhuleika y la tentadora esposa de Putifar. Todas las mujeres son en estos relatos seres débiles y astutos. El objetivo fundamental de sus vidas es la satisfacción sexual, que logran siempre a base de trucos y malas artes. Casi todas son caprichosas y una buena mayoría engañan a sus maridos. En muchos relatos, por encima del fatalismo, hay a menudo un rasgo de humor, una cucharadita de azúcar para aliviar el amargor del pesimismo.
Entre las historias más misteriosas, y descargada de cualquier sentido religioso, se encuentra la de «La hiena». Relata la historia de un cazador que, mientras duerme una noche en la selva, es atacado por una de estas fieras. Logra huir de ella y encuentra refugio en una casa donde hay una mujer muy hermosa. La mujer le atiende, le da de comer y finalmente duermen juntos y hacen el amor. Al siguiente día, antes de irse, el hombre le pregunta cómo se llama. Y ella responde: «Yo soy la hiena». La historia recuerda un cuento escrito por el narrador norteamericano Ambrose Bierce, que a comienzos de este siglo escribió una historia muy parecida en la que la hiena es una pantera.
Un gracioso relato es el de «El señor Listo y el señor Tonto». Al parecer, el señor Tonto no tenía éxito con las mujeres y pidió consejo al señor Listo. Este aconsejó a aquel que comprase una caja con una mixtura masticable muy apreciada en la costa, probablemente miraa. El señor Tonto la compró, paseó por la ciudad y logró al fin seducir a una mujer: la esposa del señor Listo. El relato tiene una moraleja: «No hay que enseñar nada a un tonto».
La historia de Rugendo es triste. Rugendo era muy guapo y todas las mujeres del pueblo estaban locas por él. Celosos, los otros hombres le llevaron de caza. No le avisaron que había una trampa escondida en cierto lugar, Rugendo pisó sobre ella, cayó al agujero, se clavó la pica y murió. Los hombres volvieron al pueblo con el cadáver diciendo que le había corneado un rinoceronte. Las mujeres lloraron y guardaron luto varios días por Rugendo, mientras los hombres, en secreto, celebraban una gran fiesta. La moraleja dice así: «Es mejor no ser demasiado guapo».
Los cuentos sobre juicios son frecuentes. Uno de ellos relata la historia de un hombre que trabajaba como reparador de techos. Estando subido en uno se escurrió y cayó sobre un hombre muy rico que pasaba por la calle en ese momento. El hombre murió, mientras que el arreglador de techos resultó ileso. La familia del muerto recurrió al juez y pidió ser indemnizada con una fuerte cantidad de dinero. El juez, después de mucho cavilar, resolvió que un miembro de la familia del muerto podría subir a un tejado y caer sobre el reparador de techos, para castigarle así por su descuido. Termina la historia señalando que la familia del rico sigue discutiendo quién se tirará del tejado, mientras que el acusado continúa en su oficio, «por la gracia de Alá».
Triste, cargada de pesimismo y también de humor es, en fin, la historia de la serpiente, el león y el matrimonio humano. Un león, cuenta, perseguía a una serpiente para comérsela. La serpiente buscó refugio en casa de un hombre, el hombre la escondió en un armario y el león no la encontró. Una vez que la fiera se hubo marchado, la serpiente dijo al hombre: «¿Cómo crees que se recompensan las buenas acciones?». Y el hombre respondió que la serpiente podía cazar algún animal para él y recompensarle de esa forma. Pero la serpiente añadió: «¿No sabías que las serpientes premiamos la bondad con la crueldad?». Y anunció que iba a devorarle.
El hombre respondió que eso no era justo y que era necesario preguntar a otros seres. La serpiente estuvo de acuerdo y fueron a ver a la abeja. La abeja respondió que ella nunca recibía gratitud de los hombres, pues destruían sus colmenas y se comían su miel. Fueron a preguntar al árbol del mango, y el árbol respondió que los hombres se comían sus frutos y, cuando ya no quedaba ninguno, cortaban su tronco y lo echaban al fuego, sin recibir siquiera las gracias por parte de los hombres. Preguntaron al final cocotero y el cocotero respondió que los hombres premiaban su bondad con la maldad, pues se comían sus cocos y luego le arrancaban las hojas para hacerse techos para sus cabañas.
La serpiente se aprestó a devorar al hombre tras las desfavorables opiniones de los otros seres. Pero el hombre pidió tiempo para despedirse de su mujer y la serpiente accedió. Fueron a su casa y el hombre anunció a su esposa su próxima muerte. La esposa, entonces, preguntó a la serpiente si quería tomar unos huevos como entremeses y la serpiente aceptó la invitación. La mujer le presentó entonces una bolsa llena de huevos y la serpiente metió la cabeza dentro. Entonces la mujer cerró con fuerza la bolsa, atándola con una cuerda, fue por un cuchillo y la decapitó, salvando así la vida de su marido.
Concluye el relato diciendo que, poco tiempo después, el marido se divorció de la esposa. La moraleja es fácil de adivinar: «La bondad se premia con la crueldad».
Como se ve, la vida para los swahilis no cuenta con finales muy felices. Pero el camino hasta el final está repleto de peripecias, lo que tampoco es mala moraleja si pretendemos huir un poco del fatalismo.
«La sórdida vitalidad de Mombasa», como juzgó en cierta ocasión un escritor a la ciudad, me recogió otra vez, a mi regreso de Lamu, como quien cae de los cielos a los infiernos, al estilo de los cuentos swahilis. Hace unos años, alguien calculó que el censo de putas en esta urbe africana era en proporción el mayor del continente y el tercero del mundo, detrás de los de Río de Janeiro y Bangkok. La cifra se situó en setenta y cinco mil profesionales, número que ha experimentado después una sensible reducción tras los riesgos que el sida ha echado sobre este antiguo oficio.
No obstante, las últimas románticas de este arte milenario deambulaban aquella mi última noche de Mombasa por las aceras de la avenida de Mol, en la ciudad nueva. Junto al hotel Castle, un precioso edificio de los días de la colonia, los taxi-cab importados de Inglaterra formaban fila, relucientes e impecables, esperando algún cliente que cayera por allí como por milagro. Más abajo, el Istanbul Bar se anunciaba en neón rojo. La clientela abarrotaba las destartaladas sillas de metal que cubrían la terraza. Olía a guisote rancio y a sudor de alcoholes. Las putas ronroneaban zalameras junto a los mzungus, la mayor concentración de europeos fofos, grasientos y borrachos que podían concentrarse cualquier noche en cualquier bar de África. Sonaba una música de ritmo afro y vendedores de cigarrillos de contrabando y baratijas zumbaban alrededor de las mesas ofreciendo sus mercancías. De cuando en cuando, una prostituta lograba cliente y se alejaba, tirando del brazo del europeo borracho, camino del Splendid Hotel, un par de manzanas más abajo.
Siempre me ha atraído el lado canalla de la vida, de modo que entré en el Istanbul y me acodé en la barra. Pedí una cerveza y, al poco, una prostituta se arrimó a mi lado. Me tocó el hombro.
—¿Le gustaría hacer el amor? —dijo en inglés.
—No, gracias —respondí en el mismo idioma.
Me pidió que la invitara a beber y acepté pagarle una cerveza. Luego me bombardeó a preguntas: ¿de dónde viene, en qué trabaja, cómo es España, cuánto tiempo piensa quedarse en Mombasa, qué le parece Mombasa, es mejor que Madrid…? Y en fin, ¿cuál es la razón por la que está en un lugar como este si no quiere irse a la cama con una mujer?
Le expliqué que yo era una persona curiosa, que me interesaba por los lugares que no conocía. Y ella, mirándome con tristeza, me dijo:
—¿Y qué puede tener de interesante un lugar como este, mzungu?
Habiendo dormido muy poco, envuelto por el cálido viento de la costa, entré en la estación de ferrocarril la mañana siguiente, unos minutos antes de las siete. El día no se había encaramado aún a las espaldas del mar próximo y el andén se iluminaba todavía por las luces de las bombillas. La gente subía a los vagones del tren de Nairobi cargada de bultos y maletones. Un bando de palomas cruzaba raudo, una y otra vez, junto al hangar de techo metálico mientras en los altavoces sonaba música de salsa. Busqué mi compartimento y acomodé mis cosas. Un cartel, sobre el asiento, aconsejaba no dejar ninguna maleta sin cerrar si uno salía al servicio o al vagón-restaurante.
Me asomé a la ventanilla que daba al andén. Había nubes en el cielo que ya aclaraba, nubes pesadas y esponjosas, como de tormenta. Pero no olía a lluvia. La manilla del reloj del muelle se detuvo en las siete en punto al tiempo que sonó el silbato del jefe de estación. El tren comenzó a moverse, ganó velocidad, dejó atrás los andenes y cruzó junto a una selva de vías muertas, repletas de locomotoras abandonadas y de largas ristras de vagones de mercancías inutilizados. Había máquinas antiguas comidas por el óxido, destartalados carricoches de paredes corroídas, y todo aquel paisaje del pretérito tenía la apariencia de un cementerio de dinosaurios. ¿Era como en los cuentos del profeta Mohamed?, ¿salía de los infiernos camino del Paraíso?, ¿o tal vez sucedía lo contrario?
Mientras el tren corría y silbaba recordé que un colono de principios de siglo había dicho que las Tierras Altas de Kenia eran, por su belleza y clima, el genuino Hogar de Dios. Hacia allí marchaba en uno de los trenes con más extraña historia que pueden encontrarse en el mundo, un tren que sus constructores bautizaron como el «Tren Lunático. ¿Puede encontrarse un vehículo más atractivo para viajar desde la diabólica Mombasa hacia el Hogar de Dios?