Tiburones, piratas y caníbales

Había zureo de palomas aquel atardecer en Mombasa. Los muecines bramaban desde todos los minaretes de la ciudad, en pleno Ramadán, insistiendo en que es mejor rezar que dormir. Parece que la única cuestión importante para todos los sacerdotes islámicos de África oriental sea apartar las almas pecadoras del placer de la siesta, y en Mombasa se repetía la monserga. El calor comenzaba a retirarse y un vaho húmedo y pegajoso se evaporaba del suelo, cual si la tierra sudara. Venía el viento del Índico, vivificador como todos los atardeceres, y barría el agobio, despejaba la calima, se diría que incluso era capaz de despabilar las ideas.

En Mombasa se capta casi de inmediato el carácter duro y vigoroso de la ciudad. Mombasa tiene algo de irreductible, de territorio irredento. Hay una rebeldía en el aire que la hace diferente de todos los lugares de África. Tal vez aquí palpita más a sus anchas que en ningún otro lugar de la costa el alma mestiza y el orgulloso individualismo del mundo de Zenj. Mombasa se ha rendido en numerosas ocasiones a las flotas extranjeras. Pero cuando caminas por las estrechas calles de la Ciudad Vieja, en los alrededores del antiguo puerto, hay algo que te dice que Mombasa no se ha rendido nunca.

Mombasa es vital y hospitalaria, aunque carece de la sensualidad envolvente de Zanzíbar y del relajado trasiego de Dar es Salaam. Mombasa es intensa, afirma su identidad con pasión. Es una ciudad de corazón arrogante. Como es lógico, no está hecha para turistas.

Aquella noche, los vestíbulos de las mezquitas estaban iluminados y repletos de fieles que esperaban su turno para la oración. Otros, en el interior, rezaban en largas filas ante el sacerdote oficiante, de rodillas, inclinando las frentes hacia el norte, hacia la tierra sagrada de Arabia, implorando la comprensión de Alá y convocando el recuerdo del profeta Mohamed. Sus rezos se alzaban en un murmullo acompasado y monótono, y el eco de sus letanías volaba en las calles.

La vida bullía en cada rincón de la Ciudad Vieja. El Ramadán no es una festividad triste, al contrario de lo que sucede con la católica Semana Santa. Tiene el aire de una fiesta popular, algo parecido a las celebraciones de la vendimia en el universo mediterráneo. Y la gallarda Mombasa convocaba aquella noche al placer de los sentidos. Pasada la hora del ayuno, surgían tenderetes en todas las esquinas, con empanadillas, pasteles de carne, kebabs de cordero, dulces de miel y zumos de mango y de agua de coco. Olía a plantas aromáticas y a tabaco fuerte. Y más adelante, a incienso y a sándalo.

Todo el mundo parecía conocer a todo el mundo en la Ciudad Vieja. Y todos los seres se integraban con naturalidad en la fiesta, incluidos los gatos callejeros, que se cuentan por centenares en Mombasa. El rico saludaba al pobre con afecto mientras le daba unas cuantas monedas, las mujeres charlaban en corro en las proximidades de las mezquitas y los niños celebraban su particular festejo en algarabía de carreras, en la universal y ancestral persecución de policías y ladrones.

The Recode es el restaurante más popular del barrio antiguo. Dentro, la gente se arremolina en amplias mesas alrededor de los platos humeantes. Se come allí sin tenedores ni cucharas, sólo se sirven bebidas no alcohólicas y no hay libre elección, sino que se ofrece cada día lo que se ha guisado en la cocina. Afuera, al aire libre, largas mesas colectivas acogen nuevos clientes, en su mayoría familias enteras que, en tiempo de Ramadán, parecen disfrutar pasando buena parte de la noche en la calle.

Me senté en el extremo de una de las mesas, embriagado de sensualidad. Con extrema cortesía un camarero me colocó delante una botella de zumo de naranja, una taza de caldo, un plato de albóndigas y otro con un pescado flotando en salsa. Por la calle desfilaban altivos señores de rasgos árabes, ataviados con túnicas de fina seda blanca, seguidos por sus mujeres, nunca más de tres, que se ocultaban bajo los bui-buis negros desde los tobillos al cráneo, dejando tan sólo una pequeña mirilla para los ojos. Detrás saltaba la tropa aulladora de los niños. Algún leproso se acercaba a los altaneros señores solicitando limosna, que ellos entregaban magnánimos en tan señalada fiesta.

Más tarde vi pasar un tonto. La gente le trataba con cariño y le regalaba golosinas o le hacía una carantoña. Todo se integraba en la calle: la miseria y la virtud, la prosperidad y la pobreza. Y Mombasa me mostraba gentil su corazón tolerante.

Pagué la cuenta al camarero. Un mendigo se acercó y, por señas, me preguntó si había terminado de comer y si en ese caso podía quedarse con las sobras. El camarero sonreía mientras el hombre rebañaba el pescado. Luego, el indigente echó la espina al suelo y un gato rubio saltó con ligereza de alguna parte y se llevó la raspa. Las cucarachas corrían raudas bajo las mesas en busca de las migajas abandonadas por los gatos.

El ir y venir de la gente sin prisas ni descanso, las pláticas que llegaban desde las mezquitas, el alborozo de los niños, las charlas a voz en grito en los cafetines, aquel escenario me hacía sentirme trasladado a un universo nuevo. Nada podía recordarme mi cultura cristiana porque nada es cristiano en la Ciudad Vieja de Mombasa. Yo era un extraño en aquellos festejos del Ramadán swahili, tan alegres, no obstante, como los sanfermines de Pamplona. Era un extraño que participaba feliz y embobado en unas fiestas sin toros, sin orquestas, sin vino y sin mujeres vistosas…, sin todas esas cosas que uno ama tanto. Pero también sin turistas, sin todos esos seres de los que uno intenta huir siempre que puede.

Mombasa es una isla hundida entre dos brazos de un pedazo de costa y las aguas de sus orillas tienen la profundidad suficiente como para albergar un puerto natural de primera calidad. Es la mejor dársena que puede encontrarse en la costa swahili, en el litoral que se extiende entre Mogadiscio, capital de Somalia, y el cabo Delgado, en Mozambique. Mombasa es la segunda ciudad de Kenia, con medio millón de habitantes, un setenta por ciento de ellos de raza africana y el resto asiáticos, que provienen de la India y Pakistán, además de un puñado de europeos. Es una sociedad multirracial y multirreligiosa, aunque la mayoría de su población practica el islamismo. Se hablan el swahili, el inglés, el hindi y un par de dialectos hindúes.

La entrada al puerto antiguo, que todavía acoge los faluchos de cargas que llegan en las estaciones monzónicas, tiene un aspecto grandioso. Al fondo, el índico refulge con un brillo cegador y viene en oleadas verdosas a dormir su fuerza en las rubias arenas de la entrada de la rada. La bocana se abre para formar una especie de gran lago de aguas tranquilas, donde los barcos pueden reposar al abrigo de las tormentas. La boca es, sin embargo, un paso estrecho, vigilado por la imponente estructura de Fuerte Jesús, construido en piedra dura y gris por los portugueses en los días en que estas costas pertenecían a la corona lusitana. Fuerte Jesús es el recio testimonio de dos siglos que alteraron con hondura el carácter y la historia de este litoral. La presencia portuguesa en la costa Zenj no dejó huellas culturales ni religiosas. Los portugueses no vinieron aquí a dar nada, sino a tomarlo todo. Y dejaron tras ellos tan sólo rastros de destrucción, aroma de batallas, sitios y saqueos. El sueño portugués en esta parte de África tiene rasgos de pesadilla.

En las crónicas Y mapas anteriores a la llegada de los lusos, la ciudad aparece nombrada como Manfisa o como Maabese. Los lingüistas señalan que la raíz del término está en el vocablo árabe Mvita. Aunque sus orígenes como ciudad son desconocidos, se sabe que fueron los shizaris de Persia quienes la colonizaron, en el tiempo de las grandes emigraciones provocadas por las luchas entre los sucesores del profeta Mohamed en los territorios de Arabia y Persia.

En 1487 el portugués Bartolomé Díaz había doblado el extremo sur del continente africano, bautizándolo cabo de las Tormentas. Al rey Juan II no le gustó el nombre y prefirió cambiarlo por cabo de Buena Esperanza. El rey pretendía conquistar, a partir del cabo, los territorios costeros del índico para establecer el control de la ruta de las especias hasta la India.

La primera gran expedición, en realidad una exploración, se organizó bajo el gobierno del rey Manuel el Afortunado, sucesor de Juan II. La formaban dos navíos, el San Gabriel y el San Rafael, además de una carabela y un barco de apoyo. Para comandarla se nombró almirante a Vasco de Gama, y se dotó a la expedición de armas, municiones y alimentos para tres años, así como de mercancías para comerciar en los puertos que fueran tocándose en el viaje. La tripulación de las cuatro naves la componían 148 hombres, y 12 reclusos condenados a muerte. En aquellos tiempos era costumbre embarcar delincuentes para encargarles las misiones más peligrosas, tales como adentrarse los primeros en territorios desconocidos o desembarcar por delante en las costas ignoradas. La flota zarpó de la desembocadura del Tajo el 8 de julio de 1497.

El 19 de noviembre doblaban el cabo de Buena Esperanza y el 2 de marzo entraban en la bahía de Mozambique. Para su sorpresa, encontraron allí gentes que hablaban árabe, vestían túnicas confeccionadas con algodón y tenían en el poblado una mezquita y un palacete para el jefe, construidos en piedra. Pero el asombro de Vasco de Gama y los suyos no terminó ahí. Les maravillaron sobre todo los faluchos, pues, a pesar de estar construidos con técnicas bastante primitivas, contaban con cartas de navegación, compás y cuadrante. La población practicaba la religión musulmana y era en su mayoría mestiza de raza árabe y bantú. El jefe de la ciudad era vasallo y tributario de Kilwa Kisawani, una isla situada más al norte.

El 15 de marzo la flota siguió su viaje, después de que Vasco de Gama traicionara al jefe local y largase algunas andanadas sobre Mozambique, secuestrando a un piloto nativo para que le guiase en la ruta hacia la India. El 4 de abril pasó de largo frente a Kilwa, pues los vientos eran muy fuertes y la maniobra de atraque muy complicada. Por la noche cruzó ante la isla de Mafia. Al amanecer del día 7 avistó la isla de Pemba, y al atardecer del mismo día divisaba las escarpaduras del puerto de Mombasa.

A la ciudad habían llegado mensajeros desde Mozambique relatando el bombardeo y el secuestro del piloto. El rey se mostró amable con los extranjeros cuando desembarcaron, pero preparó el asalto de las naves lusas. No obstante, Vasco de Gama pudo enterarse a tiempo de los planes del monarca de Mombasa, después de torturar a unos rehenes con aceite hirviendo. Y logró escapar durante la noche del ataque de los habitantes de la ciudad. Los asaltantes llegaron a cortar la soga de amarre de la carabela Berrio e intentaron apoderarse de la capitana San Rafael, cuando gente armada trepó por la maroma del ancla y estuvo a punto de alcanzar la cubierta por sorpresa. Vasco de Gama abandonó Mombasa sin presentar batalla, pero el orgullo portugués quedó humillado y herido. Aquel día de 1498 comenzaba la larga historia de las ásperas y sangrientas relaciones entre la rebelde ciudad de Mombasa y el imperio luso.

La expedición de Vasco de Gama terminó con un éxito inusitado. El almirante pudo detenerse en Malindi, más al norte, y estableció una estrecha amistad con el rey, rival del monarca de Mombasa. Desde entonces, las gentes y los reyes y jefes de Malindi serían los más fieles aliados de Lisboa en toda la costa Zenj, una alianza que duraría dos siglos. Un piloto de Malindi acompañó a los europeos hasta la India, donde se comerció y se procedió al trueque de mercancías y productos: manufacturas portuguesas a cambio, sobre todo, de especias orientales.

Cuando la flota regresó a Lisboa el 20 de agosto de 1499, sólo le quedaban dos barcos: la carabela Berrio y el San Gabriel. De los 148 tripulantes y 12 convictos que embarcaron al inicio de la expedición regresaban vivos 55. Pero las ganancias del viaje multiplicaron por sesenta la inversión original. Las arcas reales estaban a rebosar. Una parte de los beneficios se destinó a construir la gran abadía de Belém, en los muelles de la desembocadura del Tajo. Y el rey don Manuel, que ya había incorporado a su escudo un globo terráqueo, decidió que Portugal se establecería en la India y se haría con el monopolio comercial de las costas del índico. Eso significaba, entre otras cosas, que era necesaria la ocupación militar de las ciudades de la civilización Zenj que no aceptasen someterse a Lisboa. La suerte de Mombasa estaba echada.

Vasco de Gama fue nombrado «Almirante de los Océanos Arábico, Persa e índico del Oriente» y partió con otra expedición, al mando de 20 navíos, hacia las costas de África oriental y la India a comienzos de 1502. En julio la flota entró en el puerto de Kilwa disparando sus cañones. El palacio del rey fue conquistado y no le quedó otro remedio que aceptar ser vasallo de Portugal y comprometerse a pagar un tributo anual de oro. Antes de zarpar para seguir viaje, Vasco de Gama hizo desembarcar a más de doscientas mujeres que sus hombres habían secuestrado en Kilwa. La bandera lusa ondeaba en el palacio del rey cuando los portugueses se alejaron. El almirante siguió ruta, sin detenerse en Mombasa, y a su regreso a Lisboa, un año después, volvió a ser recibido con todos los honores que se dispensan a los héroes. El oro del tributo de Kilwa se destinó a labrar la custodia de Belém, obra que ejecutó Gil Vicente y que se considera su mejor trabajo artesano.

Portugal controlaba el índico y había abierto estaciones en Cananor, Cochin y Goa. En la primavera de 1505, una nueva flota partía hacia la India al mando de Francisco de Almeida, nombrado virrey de la India, con 22 barcos y 1500 hombres.

En julio la flota asaltaba Kilwa, que no había pagado su tributo desde dos años atrás. Almeida depuso al rey y coronó a otro en su lugar. Dio órdenes para que se comenzase a construir el fuerte de San Jaime y dejó una tropa de 150 hombres, al mando de un comandante militar y un gobernador.

Partió poco después y el 13 de agosto llegó a Mombasa. Sus barcos, al entrar en la dársena, fueron bombardeados desde las fortificaciones. Los cañones portugueses respondieron al fuego y volaron el polvorín y las torres de defensa. Almeida envió entonces emisarios para exigir la rendición de la ciudad. Fueron recibidos a flechazos y pedradas. El rey de Mombasa estaba dispuesto a resistir a los arcabuceros portugueses con mil quinientos hombres armados de lanzas, arcos y flechas.

Los portugueses desembarcaron en dos puntos de la isla. Fueron abriéndose camino, a sangre y fuego, entre una lluvia de flechas envenenadas y piedras que les arrojaban desde las azoteas. El centro de la ciudad hubo que conquistarlo casa por casa, ante la resistencia que oponían sus habitantes. Dos horas después del desembarco, los dos contingentes portugueses se encontraban en la explanada del palacio del rey. Mombasa estaba ganada.

La ciudad se dividió entonces por distritos entre los diversos capitanes y comenzó el saqueo. Se rompieron a hachazos las puertas de todas las casas, o simplemente se arrancaron, y se asesinó a cuantos intentaron oponerse al pillaje.

El saqueo continuó todo el día siguiente y la plaza frente al palacio del rey se convirtió en un improvisado almacén para el botín de los invasores. Oro, ámbar, plata, marfil, pieles, muebles y puertas de madera labrada se amontonaban en la explanada como el tesoro de una leyenda. Cuando se procedió a embarcar toda aquella riqueza se comprobó que su peso era excesivo y que podía hacer que los barcos naufragaran, así que se abandonó una buena parte de la rapiña. De los diez mil habitantes de Mombasa murieron mil quinientos. Almeida ordenó quemar la ciudad antes de zarpar hacia el norte.

Días después, el rey de Mombasa escribía al de Malindi dándole cuenta de lo sucedido: «El olor de los cadáveres es tan fuerte», decía su carta, «que no se puede entrar en la ciudad. No sólo las gentes, sino los pájaros del cielo fueron disparados y quemados».

Mombasa había caído, pero no se había rendido. En 1528, otra expedición portuguesa, al mando de Nuno de Cunha, fue recibida de nuevo a cañonazos. Cunha respondió al fuego y sus hombres desembarcaron después, conquistando la plaza en pocas horas. Pero los habitantes de la ciudad se retiraron a los alrededores y siguieron desde allí hostigando a los invasores. La irreductible Mombasa no se rendía y, aunque Cunha ordenó incendiarla, tres meses después de su conquista habían muerto doscientos portugueses, entre ellos toda la tripulación de un barco, cuarenta hombres, degollados en un asalto sorpresa durante la noche.

Cunha abandonó Mombasa en mayo de 1529, aprovechando los monzones para seguir viaje a la India. Prendió fuego a la ciudad de nuevo, como venganza por la muerte de 340 de sus hombres durante los cuatro meses que duró la ocupación. El cronista Joáo Barros escribía: «El rugido de las llamas, las enormes humaredas y el crujido de los muros de piedra al desplomarse recordaban un escenario del infierno».

En 1541, otra flota portuguesa intentó la conquista de la ciudad, pero el ataque fue rechazado. Por entonces los lusos dominaban ya el tráfico comercial del índico, con una cadena de fortalezas y guarniciones militares instaladas en Goa, Ormuz, Malindi y Mozambique. Mombasa era un islote inconquistado, no sometido a la Corona de Lisboa. En 15 8o murió el rey don Henrique y Portugal y su imperio quedaron integrados a la soberanía española, bajo el reinado de Felipe II. Durante sesenta años las posesiones lusas en Oriente formarían parte del enorme imperio español. No obstante, continuaron siendo portugueses los comerciantes, armadores, soldados, aventureros, nobles y todos cuantos continuaban navegando, bajo el pabellón de la Casa de Austria, sobre las aguas del índico. Y fue en los últimos años de esa época cuando Mombasa vivió los días más dramáticos de su historia. Todo ello es, a su vez, una historia de caníbales y piratas.

Mombasa es hoy la ciudad más próspera de la costa Zenj, el puerto más atareado y el mercado que ofrece mayor variedad y cantidad de mercancías. Pero la modernidad ha penetrado muy poco en su alma. Al día siguiente de mi llegada el periódico hablaba de un tiburón que había logrado entrar en las aguas del puerto nuevo, dos semanas atrás, y ya había devorado a diez personas. Los que le habían visto decían que se trataba de un gran tiburón blanco. A los turistas se les prohibía bañarse en las lujosas playas del lado norte de la ciudad, mientras que no se especificaba qué debían hacer los nativos.

Dingo Road es la larga avenida que marca la frontera entre la vieja Mombasa y la urbe nueva, la que se extendió hacia el oeste a finales de siglo una vez que los británicos convirtieron la ciudad en capital de su recién nacida colonia de East Africa y comenzaron la construcción del ferrocarril hacia el interior, hacia el Protectorado de Uganda. Para que no haya dudas, las autoridades han colocado un gran cartel en Dingo Road, escrito en inglés por un lado y en swahili por otro, donde se lee: «Lea el Corán, la última revelación de Dios a la Humanidad». Mombasa sigue fiel a sí misma, orgullosa de su irredentismo.

Dingo Road registra una actividad intensa desde que amanece. Para los swahilis, la cuestión del horario es muy peculiar. Próximas como están sus tierras al ecuador, el amanecer y el atardecer se producen cada día a la misma hora, a las siete de la mañana y a las siete de la tarde. Y los swahilis, sin asomo de dudas, cuentan las horas en el orden de la lógica más aplastante: las siete, cuando amanece, son la una; las ocho son las dos, las nueve son las tres… y así hasta las siete de la tarde, que son las trece swahilis.

La prensa se vendía desde antes de «la una» en los soportales del edificio de Correos. En el suelo, y con un pedrusco encima de cada fajo de periódicos para evitar que se los llevara un golpe de viento, abundaban las revistas en inglés, entre ellas números atrasados de Time y The Economist. Un semanario local, The Steps, presentaba en su portada a dos hombres abrazados y proponía en sus titulares un estudio a fondo de la homosexualidad en Kenia. Abrí la revista para ojearla. Los encabezamientos del estudio revelaban la objetividad periodística en el tratamiento del tema: «Causas del comportamiento perverso», «Un camino hacia el pecado», «La homosexualidad va contra Dios y es una complicidad con Satán».

La tenebrosa negrura de los bui-buis de las mujeres musulmanas cruzaba ante los escaparates de ropa interior femenina donde brillaban el carmesí de las bragas y el dorado de los sujetadores. Imaginé lo fantástico que podía resultar desnudar a alguna de aquellas enlutadas mujeres que se tapaban todo el cuerpo y casi todo el rostro con sus largas túnicas. Los leprosos se arrastraban por las aceras mostrando los muñones de sus tobillos, las llagas purulentas, las heridas con sangre fresca, suplicando limosna a los transeúntes delante de las tiendas de electrodomésticos. Cerca, los matatu llegaban bufando a la parada central y los revisores voceaban sus destinos. Indios con el rojo turbante de los sijs pasaban altivos ante la mezquita. Indias con saris de vaporosa seda azul se encaminaban hacia el templo de Swaninyayan, en la cercana avenida de Haile Selassie. Me acerqué al templo y me asomé unos instantes al interior, al otro lado de las vistosas puertas de madera, decoradas con múltiples figuras policromadas. Dos niños jugaban debajo de la imagen del dios Shikshapatri, cuyo severo rostro apuntaba la mirada hacia sus mandamientos, escritos en dos tablas abiertas. Un mandamiento preconizaba la tolerancia: «Respetad las religiones». Otro condenaba a las viudas al aburrimiento: «No desead a las viudas ni tocarlas».

Dingo Road arriba, los musulmanes exhibían su secular pasión por la calle: un grupo de viejos se sentaban bajo un árbol, jugaban con el rosario entre los dedos, conversaban con voces que se quebraban entre los dientes rotos y dirigidas a oídos fatigados por la sordera de la vejez.

La calle Biashara estallaba en colores, con la exposición, en las puertas de las tiendas, de los kangas, los kikoes y los kitenges, los tres tipos de tejidos tradicionales de Mombasa para la ropa femenina. Luego, en las anchas explanadas de los alrededores de Haile Selassie, el mercado ofrecía en sus quioscos todo lo que el ingenio del hombre ha ideado para vender: ropa, espejos, neumáticos, juguetes, zapatos, pañuelos… y allí se arremolinaban los swahilis, los bantúes, los árabes, la altura de un masai, el perfil de un persa, la exuberancia del pecho de una india, un rubio cabello europeo… y el aroma de la canela, y el olor fuerte de los cuerpos, y los gritos de los vendedores, y el atronador eco de los claxons al fondo de la avenida, y el kikirikí de un gallo de plumas escarlatas y el viento marino, húmedo y cálido, impregnado de un sabor a sargazos moribundos.

Torcí de nuevo en dirección al antiguo puerto y la Ciudad Vieja. Olía a letrinas y orín de gato en Langoni Street. Y junto a una perfumería, a jazmines recién arrancados. El escaparate de una librería lo llenaban al completo novelas de James Hadley Chase: A coffin from Hong Kong, One bright summer morning, You’re dead without money. Todos los libros de la colección repetían en la portada el mismo motivo: una rubia mujer blanca en ropa interior.

Me detuve a tomar un refresco en Kericho Street. El dueño tenía ganas de platicar. Era un árabe de nariz ganchuda.

—Me llamo Karim Karimjee. Soy nacido en Mombasa. ¿De dónde viene usted?

—Soy español.

—Ah, España…, eso está cerca de Portugal.

—Al lado.

—Sí, sí… pero ustedes no son cristianos como ellos, ustedes son musulmanes como nosotros. ¿Me equivoco?

—Hace mucho tiempo de eso.

—¿Y a qué se dedica usted?

—Soy periodista y también escribo libros.

—¡Qué casualidad! Yo también soy periodista. Me estrechó la mano con ardor.

—No me diga —respondí.

—Sí, sí, escribo muchas cartas a los periódicos. Casi todos los días escribo una carta. Mucha gente conoce mi nombre aquí en el barrio. Protesto por todo: por la suciedad de las calles, por los malos servicios del Ayuntamiento, por los ruidos, por el exceso de gatos…

Me enseñó luego un manojo de recortes de periódicos en swahili. Y comenzó a traducirme algunos.

Al fin, logré despedirme pretextando una cita. Intenté pagar.

—No me debe nada, amigo. Un periodista siempre está invitado en casa de otro periodista. Pase otra vez esta tarde y tome otro refresco. Charlaremos más despacio.

Continué mi camino hacia el puerto. Había pintadas a favor del presidente iraquí Saddam Hussein y un tosco retrato suyo, en un cartel en el que aparecía ataviado como Rambo. En la esquina, junto a la cabina de un viejo fotomatón, un hombre vestido de impecable uniforme azul celeste se sentaba en un taburete con unas tijeras en la mano. Era, sin duda, el encargado de cortar en tiras las fotografías de los clientes del fotomatón. ¿Por qué a nadie se le ocurren en Europa tan solidarios e imaginativos sistemas de reparto del trabajo?

Abajo, junto a los muelles, un gran grupo formado por hombres y niños se arremolinaba cerca de una destartalada lancha de motor. Me acerqué y la gente me hizo hueco con gentileza. Sobre la arena, abiertos en canal, reposaban los cuerpos de dos grandes tiburones. Un sonriente niño swahili me golpeó el brazo y señaló hacia el más grande de los escualos. Al lado de la gran abertura del estómago, entre los intestinos y las tripas que le habían sacado a golpe de cuchillo, había un pedazo de carne que la gente se acercaba a mirar y tocar. El pedazo parecía tener dedos. Tal vez era cosa de la imaginación, pero me di la vuelta y me alejé del lugar, incapaz de seguir contemplando el corazón salvaje de Mombasa.

El más espeluznante episodio de la historia de la ciudad sucedió a finales de la década de los ochenta del siglo XVI. En el otoño de 1585, dos galeras de pabellón turco cruzaron el mar Rojo y el estrecho de Ormuz, bajo el mando de un audaz bucanero conocido con el nombre de Ali Bey. Explotando el odio existente hacia Portugal logró en poco tiempo el vasallaje, en favor del gran sultán de Turquía, de Mogadiscio, Lamu, Paté y, en especial, Faza. Amplió su flota con faluchos de la costa, secuestró un buque portugués, hizo numerosos prisioneros y, para finales de año, tenía una flota de veinte naves. El rey de Mombasa le dispensó una cálida bienvenida, viendo en los turcos a los posibles liberadores de la amenaza portuguesa, y aceptó izar la bandera otomana en el castillo de la bocana del puerto.

Ali Bey regresó al mar Rojo en 1586, con la llegada del monzón del sudeste, llevando un fabuloso botín de guerra en oro, joyas y marfil, además de cincuenta prisioneros portugueses y doscientos esclavos. Fue recibido con todos los honores en Constantinopla.

Aquello puso de malas pulgas a Lisboa, que a principios de 1587 envió una expedición de castigo desde Goa con 18 naves y 650 hombres. Después de recuperar el vasallaje de Mogadiscio, la flota se dirigió a Faza. Los portugueses quemaron la ciudad y mataron a dos mil personas, entre ellos al rey. Vaciaron Faza de cuanto había de valor, quemaron todos los faluchos del puerto y emplearon diez días en destruir las cosechas y en talar los diez mil árboles de palma que constituían el principal medio de subsistencia de la ciudad.

De allí, tras detenerse brevemente en la ciudad aliada de Malindi, se dirigieron a Mombasa. Y Mombasa, de nuevo, decidió resistir.

Fue un empeño inútil. La urbe fue cañoneada, el palacio real demolido, casi todas las casas fueron quemadas, se incendiaron las cosechas y se talaron los árboles.

Cuando la flota regresó a Goa, la costa Zenj olía a carne quemada bajo los efectos de la Pax portuguesa. La cabeza del rey de Faza viajaba en un tonel, conservada en sal. Y se la paseó por las calles de Goa clavada en una pica y precedida de una orquesta con tambores y trompetas.

El año 1588 abriría el período más negro de la historia de Mombasa. Ali Bey regresó a comienzos de enero con cinco buques. El rey de Mombasa le recibió como un aliado y volvió a izar la bandera del sultán de Constantinopla, proclamando su desobediencia a Lisboa.

Una nueva expedición de castigo partió de Goa en 1589, al mando de Tomé de Sousa Coutinho, con veinte naves y novecientos hombres. Llegaron el 5 de marzo a Mombasa y, como de costumbre, el rey los recibió a cañonazos.

Mombasa se encontraba en esos momentos en una delicada situación. La tribu de los zimba sitiaba el lado occidental de la isla, el que da al continente. Los zimba, parientes de los zulúes, habían llegado desde el sudoeste y eran una tribu originaria de Zambeze, la actual Zimbabwe. Los zimba venían desplazándose desde años atrás hacia el norte, robando y arrasando cuantas poblaciones encontraban a su paso. Eran, además, caníbales, y siempre que conquistaban una ciudad permanecían allí todo el tiempo que duraban sus alimentos, esto es: los prisioneros. Unos meses antes de su llegada a Mombasa habían sitiado Kilwa. El asedio duró meses, hasta que una noche lograron penetrar en la isla mientras la población dormía. Mataron a un buen número de sus habitantes y a los demás los hicieron prisioneros. Luego fueron sacrificándolos día tras día y comiéndoselos. Se calcula que murieron más de tres mil habitantes de Kilwa. Cuando se acabaron los cautivos siguieron hacia el norte y se instalaron frente a Mombasa. En el momento de la llegada de los portugueses había más de quince mil zimbas al otro lado de la isla, dispuestos a atacar la plaza al menor descuido de sus habitantes y tan sólo detenidos por los cañones de Ali Bey que defendían la ciudad.

Sousa Coutinho exigió la rendición de Mombasa. Como siempre su rey se negó. El 7 de marzo los portugueses desembarcaron, destrozaron las defensas de artillería, mataron a más de cien turcos, pusieron en fuga al propio Ali Bey y, después del saqueo protocolario, procedieron a demoler los muros de las casas, a quemar las viviendas y todos los faluchos que fondeaban en el puerto. Por la noche volvieron a los barcos.

Los zimba habían asistido como espectadores sorprendidos al espectáculo. De inmediato enviaron emisarios a los portugueses para hacerles saber que los consideraban sus aliados y que se ocuparían de poner fin al trabajo emprendido por las tropas portuguesas. Sousa Coutinho no opuso objeción ninguna.

El 15 de marzo los zimba cruzaban a la isla. Y los habitantes de Mombasa huyeron aterrados hacia el mar, saltando a cuanto bote o canoa no habían quemado los lusos. Los portugueses parecieron apiadarse ante la carnicería que presenciaban y dispararon sus cañones contra los zimba para dar la oportunidad de escapar a la gente que huía. Sólo doscientas personas lograron alcanzar las naves portuguesas, entre ellos el propio Ali Bey y treinta de sus hombres.

El rey de Mombasa y la mayor parte de sus súbditos fueron capturados por los zimba. Y devorados en las semanas y meses siguientes. El resultado de aquella última revuelta de la ciudad rebelde contra Lisboa supuso un verdadero genocidio, pues en la práctica apenas un puñado de personas originarias de Mombasa quedaron con vida después del ataque portugués y el banquete zimba.

Sousa Coutinho siguió navegando la costa y «pacificándola». Cortó en público la cabeza del rey de Lamu y lo hizo descuartizar. Lo mismo hizo en Kilifi y Paté. Los restos de todos los jefes locales y pequeños reyes fueron troceados y expuestos en los muros de Malindi, hasta que se los comieron las aves carroñeras. Arrasó también la isla de Manda, frente a Lamu, ante la negativa de sus habitantes a ofrecer su puerto como protección para las naves portuguesas. El lema de la ciudad era: «Sólo el sol tiene entrada libre en Manda». Los portugueses rompieron el cerrojo y Manda quedó en ruinas y nunca pudo recuperarse.

Ali Bey fue llevado a Goa, desde donde se le envió a Lisboa. Fue juzgado y decapitado, aunque antes de morir se convirtió al catolicismo, quizás en un vano intento de salvar la vida. Un cronista portugués escribió: «Ganó para su alma cuanto perdió para el mundo».

Los zimba siguieron viaje hacia el norte. Sitiaron Malindi, donde un puñado de portugueses lograron resistir junto al rey y sus soldados. Cuando los zimba estaban a punto de conquistar la ciudad, tres mil guerreros mosseguejos, una tribu al parecer emparentada con los masai, acudió en ayuda de Malindi y los zimba fueron derrotados y perecieron por miles. Desde ese momento iniciaron su regreso hacia el Zambeze, adonde llegaron tan sólo con vida cien de ellos, incluido el jefe. Eso sí: después de muchos años de inolvidables banquetes.

Lisboa decidió entonces trasladar su cuartel general desde Malindi a Mombasa, que contaba con un mejor puerto y con condiciones bastante más favorables para su defensa. El rey de Malindi fue nombrado en 1592 soberano de Mombasa y se trasladó con su corte y la mayoría de los habitantes de su ciudad al nuevo reino. Ese mismo año los portugueses iniciaron las obras de Fuerte Jesús, dejando a un capitán luso y cincuenta soldados como guarnición. Mombasa se constituía como centro de gobierno de toda la costa entre Barawa y cabo Delgado.

A los portugueses les había costado un siglo rendir la isla. Y sólo lo lograron cuando no quedó vivo prácticamente ninguno de sus moradores originales, los hijos de las Doce Tribus que, llegados desde las lejanas tierras de Persia, habían gobernado y habitado generación tras generación la irreductible Mombasa.

La historia muestra, sin embargo, con mucha frecuencia que nada dura demasiado y que donde las dan las toman. En 1622 los portugueses perdieron el estrecho de Ormuz y su monopolio de la ruta de las especias comenzó a ser compartido por ingleses y holandeses. En 1631 hubo una rebelión en Mombasa y todos los soldados portugueses y los cristianos de la ciudad fueron pasados a cuchillo. El carácter de la ciudad parecía haber contagiado a sus nuevos habitantes. Los lusos recuperaron la plaza un año después, pero en 165o perdieron el dominio de Muscat, que quedó en manos de un poder emergente en el litoral, el sultanato de Omán gobernado por la dinastía Yarubi.

Mombasa fue cercada por los omaníes varias veces entre 1660 y 1665, mientras toda la costa iba cayendo, plaza a plaza, bajo su dominio. Mombasa, no obstante, resistía otra vez.

En 1696 los omaníes decidieron sitiarla hasta su caída definitiva. Y la conquistaron el 13 de diciembre de 1698, después de 33 meses de asedio, cuando en Fuerte Jesús sólo quedaban para defenderlo ocho portugueses, tres indios y dos mujeres nativas.

Una flota portuguesa pudo reconquistarla en 1728, pero apenas un año más tarde los habitantes de la ciudad, aliados de los omaníes, se alzaron y mataron a todos los portugueses que encontraron en las calles, poniendo sitio a Fuerte Jesús. Pocos días después los árabes dejaban embarcarse en un pequeño falucho a los supervivientes del asedio: el gobernador, el administrador, tres capitanes, cinco suboficiales y veinte soldados, que emprendieron un largo y penoso viaje hasta alcanzar las costas de Mozambique. Era el 26 de noviembre de 1729.

Ese día se cerró la historia del dominio portugués en África oriental. De su gran imperio del índico sólo quedaban las plazas de Goa, Macao y Timor. Detrás dejaban algunas fortificaciones y poco más: ninguna huella cultural seria, ni escuelas ni iglesias, ni canciones ni lenguaje, únicamente algunas palabras integradas al swahili y una fiesta de toros en la isla de Pemba. Su sueño de África se esfumó como una pesadilla envuelta en sangre, fuego, pólvora, matanzas y saqueos. Y con un aullido de caníbales como música de fondo.

Visité Fuerte Jesús, restaurado con primor en los años cincuenta y convertido hoy en museo. Es una fortaleza sobria y sólida, demasiado militar para una ciudad tan humana. No hay en ella atisbos de arte, sólo el aire ascético del alma cristiana y del espíritu castrense. Es un edificio de guerra, una fortaleza de frontera, con el enemigo suelto al otro lado de la calle.

En el gran patio que se abre entre los torreones de defensa se han plantado árboles y huele dulce y sensual bajo el aire cálido del índico. Hace algunos años, durante los trabajos de restauración, en uno de los cuartos de soldados apareció una pared repleta de dibujos y pintadas. Es un antiguo hábito cuartelero decorar las paredes de los dormitorios, y en Fuerte Jesús pueden verse trazos que representan grandes animales mitológicos, bestias marinas, el nombre de un soldado desconocido y las siluetas de un buen número de barcos.

Pero entre las pintadas de la vieja pared hay una tan eterna y universal como el alma del hombre. Nadie firmó en Fuerte Jesús de Mombasa el dibujo de un corazón atravesado por una flecha, tal vez el corazón anónimo de un joven soldado que añoraba a su novia en aquellos días de batallas y asedios. Las trazas del amor han perdurado en Mombasa muchos más siglos que el imperio lusitano.