En el barrio de Shangani de la Ciudad de Piedra tenían sus lujosas mansiones los ricos negreros, no muy lejos de donde se encontraban los grandes «almacenes» de esclavos, en realidad sórdidas prisiones donde se les guardaba en depósito, desde su llegada de los puertos de la costa, principalmente Bagamoyo, hasta su subasta en el mercado de la isla.
Todavía puede visitarse una de esas prisiones, cerca de la playa de poniente, en la costa que mira hacia el continente africano. El edificio, una sólida construcción de cemento de color ocre, se destina ahora a albergar una escuela primaria, la Temejuka School. Los sótanos se conservan tal y como eran hace más de un siglo. Son subterráneos húmedos e insanos, sin apenas ventilación, donde uno puede imaginar muy bien lo que significaba el sufrimiento de ser esclavizado. En el exterior de la que fuera un ejemplo de cuánto hay de mezquino en el corazón humano, el aire templado batía sobre la rubia arena de la playa y el espacio vibraba luminoso sobre una de las islas más bellas del planeta.
El portero del colegio Temejuka buscaba una propina. Me dijo que era tarde mientras yo miraba mi reloj, que marcaba las diez y media de la mañana. Le pregunté cuántos chelines consideraría razonables si me dejaba entrar a echar un vistazo. Rezongó antes de responder:
—Hummm…, diez dólares. Me reí.
—Está bien —añadió de inmediato—, dejémoslo en cinco.
—Medio dólar —respondí poniéndole en la mano el equivalente en chelines tanzanos.
—De acuerdo —respondió satisfecho mientras cerraba el puño y se metía en el bolsillo los billetes arrugados.
Me dejó solo una vez que franqueé la puerta y caminé a mi antojo por los interiores de la escuela. Era fácil hacerse una idea de cómo se organizaba el lugar. La parte superior del edificio se destinaba a los guardianes y a los mercaderes, allí se celebraban las negociaciones con los capitanes de los barcos que traían la mercancía y el pago de las tripulaciones. Hoy son las aulas donde se imparten las clases a los niños.
Afuera, varias escaleras adosadas al edificio descendían hacia los bajos, a las diversas celdas que ocupaban el subsuelo. Son cubículos de unos tres metros de ancho por cinco de largo, con una altura que no excede de los dos metros. Un par de pequeñas ventanas se abren enrejadas cerca del techo. En las paredes, a la altura de la cintura, pueden verse los agujeros donde se fijaban los ganchos que debían sujetar las cadenas en que quedaban amarrados, por ristras, los esclavos. El suelo es de tierra y no hay ni siquiera bancos de cemento donde poder sentarse a descansar. Hacinados en tan pequeño espacio, los hombres, los niños y las mujeres pasaban todas las horas del día atados y en su encierro, comiendo de un puchero de arroz hervido que, una vez cada veinticuatro horas, pasaba de mano en mano. En el interior de los sórdidos aposentos se cumplían, sin posibilidad ninguna de guardar higiene y pudor, todas las necesidades fisiológicas.
Las celdas tenían salida a un pasadizo que llevaba a la playa. Y junto a la playa se situaba aquellos días el embarcadero por el que los esclavos descendían de los barcos al llegar a la isla y por el que salían, después de la subasta, para ocupar su sitio en los que los llevaban hacia Arabia, Persia, la lejana India e incluso la América francesa y la portuguesa.
Unas pocas manzanas más arriba de la antigua prisión, sin abandonar el barrio de Shangani, aún puede verse la lujosa vivienda de Tippu Tib, el más famoso de todos los esclavistas de Zanzíbar. Su verdadero nombre era Hamed bin Mohamed y había nacido en la isla alrededor de 183 o, hijo de un comerciante árabe y de una mujer swahili. Tippu era muy creyente, de costumbres monásticas, aunque dos veces al día durante todos los años de su vida acudía sin falta, según cuentan, a disfrutar de sus concubinas en su harén particular. Buen negociador y dotado de grandes cualidades militares, instaló una estación para la captura de esclavos en la orilla oriental del lago Tanganika. Amasó una fortuna con el comercio de marfil y de esclavos y comprendió muy bien que su mejor baza, para seguir adelante con su próspero negocio, era llevarse bien con los hombres blancos que iban llegando cada vez en mayor número a Zanzíbar y al interior del continente.
Tippu acompañó durante algunos meses a Stanley en su expedición al Congo, fundó un estado en la región de Stanley Falls, al que llamó Mambeya, y poco después, cuando Bélgica proclamó su soberanía sobre los territorios del Congo, fue nombrado gobernador por el rey Leopoldo en Mambeya. Regresó a Zanzíbar cuando el comercio de la esclavitud entraba en decadencia, tras su prohibición en Zanzíbar en 1873, y murió en 1905, considerado por sus compatriotas como un gran hombre y rodeado de honores. Con él murieron las grandes caravanas que hacían el viaje de la costa a los lagos en busca de marfil y esclavos. Y con él murió también una de las épocas más vergonzosas de la historia humana.
Su casa la ocupan ahora varias familias humildes, repartidas en los diversos pisos, que se instalaron allí tras la revolución de 1964, un sangriento alzamiento popular que provocó la huida del último sultán y la muerte o el exilio de los descendientes de aquellos negreros que habían amasado sus fortunas sobre el sufrimiento y el martirio de millones de seres humanos. No obstante su deterioro, la mansión conserva el aire lujoso y elegante de que la dotó su dueño al construirla. Está muy próxima al mar, junto a una dorada playa donde crecen esbeltos cocoteros. Es un imponente edificio de tres pisos, con un amplio jardín y adornado con barandillas de madera y piedra de coral para los muros. En la planta baja hay grandes salas con arcos y bóvedas de medio punto, suelo de anchas baldosas de mármol blancas y negras y una gran portalada que se cierra con una de las puertas de madera labrada más hermosas de la isla. Los niños corretean descalzos por los patios, el jardín y los salones de paredes descascarilladas, y las escaleras huelen a orín de gato. Es probable que la mayoría de los habitantes de la antigua mansión sean descendientes de esclavos liberados. Un alto flamboyán mete sus ramas dentro de la terraza del piso superior. Sobre el tejado, una pareja de cuervos han fabricado un nido permanente.
Caminando hacia el lado oriental de la Ciudad de Piedra, atravesando las callejas del bazar, se llega en poco más de diez minutos a la explanada donde se situaba el antiguo mercado para la subasta de los esclavos. Todas las instalaciones que había en el lugar fueron destruidas poco después de su clausura en 1873. En el centro crece una acacia centenaria por cuyas ramas trepan los niños de un colegio cercano, durante la hora del recreo. La catedral protestante se eleva allí mismo, ocupando gran parte del antiguo espacio del mercado. Y dentro de la catedral puede verse una placa instalada en honor de Livingstone, uno de los dos hombres que más hizo en África oriental por acabar con la esclavitud. El otro fue John Kirk, cónsul británico en Zanzíbar durante el reinado del sultán Bargash.
África ha sido territorio libre para la caza del hombre desde hace al menos dos mil años. La explosión demográfica del continente es cosa de este siglo, pues durante los anteriores sufrió un vertiginoso proceso de despoblamiento, debido sobre todo al tráfico de esclavos. Tan sólo entre los siglos XV y XIX, la edad de los imperios coloniales, unos quince millones de esclavos salieron embarcados de sus costas hacia otros continentes. De ellos, millón y medio murieron en el camino. Pero no existen cifras concretas de aquellos que no llegaron nunca a ser embarcados, los que murieron en los asaltos de los negreros a las aldeas ignoradas y los que fallecieron en las penosas marchas de las caravanas que los transportaban encadenados hasta las costas. El corazón se nos congela cuando hacemos un cálculo aproximado.
Es cierto que las civilizaciones más primitivas, y también las culturas no cristianas, incluida la musulmana, aceptaron siempre la esclavitud como un hecho natural. Pero a mediados del siglo XVIII, en plena Ilustración y bajo la luminosidad del Siglo de las Luces, uno de los más reputados talentos europeos, Montesquieu, publicó un libro considerado un clásico en el pensamiento occidental: El espíritu de las leyes, del que sigue emanando en buena medida nuestra cultura política. En el tomo XV de ese libro, capítulo V, el venerado filósofo decía lo que sigue para justificar la esclavitud de los hombres negros: «Es difícil aceptar la idea de que Dios, que es un ser tan sabio, haya puesto un alma buena en un cuerpo todo negro […] Una prueba de que los negros carecen de sentido común es que hacen más caso de un collar de vidrio que de oro». Un par de siglos antes, en 1510, otro gran defensor europeo de los derechos humanos, el español fray Bartolomé de las Casas, recomendó que se importasen negros africanos como esclavos a América. Para el fraile, los indios tenían alma, en tanto que los negros carecían de ella.
El resultado de tanta sabia filosofía fue que en el siglo XVIII había ya más de trescientos mil esclavos que provenían de África en la Jamaica británica, medio millón en las colonias francesas, casi seiscientos cincuenta mil en Brasil y parecido número en la América hispana. Las cifras eran algo superiores en los territorios americanos del norte, que alcanzaron su independencia y fundaron los Estados Unidos de América a finales del Siglo de las Luces.
La mayor parte de esa ingente mercancía humana había sido capturada y embarcada desde África occidental. Al otro lado, en el África oriental, el comercio de esclavos era más limitado por aquel entonces. Había existido siempre, desde luego, e incluso en los días de prosperidad de la civilización Zenj se convirtió en una de las principales fuentes de riqueza. Pero su destino limitaba el número, ya que los esclavos eran enviados a los serrallos de Arabia o al servicio de los nobles, sultanes y grandes comerciantes de la India, Turquía, Persia y Egipto. En 1810 el mercado de Zanzíbar subastó y vendió diez mil esclavos, cifra ridícula si se compara con la de los mercados de la costa occidental.
Todo eso cambió con la llegada del sultán Sayyid Said a Zanzíbar, donde estableció la capital de su reino en 1832. Sayyid era un hábil estadista y un avispado hombre de negocios. Descubrió enseguida las enormes posibilidades económicas de la isla y de la región costera y puso en marcha todos los mecanismos necesarios para su explotación. Animó a familias de ricos omaníes a explotar la costa del continente y surgieron grandes plantaciones en todo el litoral. Él mismo hizo plantar millones de árboles de clavo en Zanzíbar, que en pocos años se convertiría en la principal exportadora mundial de esta especia. También invitó a venir a la isla a hombres de negocios indios, los cuales proveían de fondos, con grandes intereses a cambio, a plantadores, comerciantes y negreros. Estos mismos indios, conocidos como banyans, se encargaron también de surtir a los exploradores europeos de los alimentos, el material y los hombres necesarios para sus expediciones. En 1860 había ya unos sesenta mil banyans instalados en Zanzíbar.
Tal grado de desarrollo, tan espectacular crecimiento de la actividad económica, precisaba de un buen número de braceros. Muchos de los esclavos traídos del interior, que antes se enviaban en exclusiva a Arabia, Persia, Turquía y la India, comenzaron a venderse en las plantaciones de la costa que se extiende entre Mogadiscio y la frontera de Mozambique, y también para las explotaciones agrarias de Zanzíbar y los palacios de los grandes señores árabes. Entre 1832 y 1873, el año de la prohibición del tráfico de esclavos en todo el territorio del sultanato zanzibarí, cerca de un millón de esclavos fueron vendidos en el mercado de la Ciudad de Piedra.
Así creció la figura del esclavista, el mercader árabe que organizaba caravanas hacia el interior, en dirección a los grandes lagos, para capturar mercancía humana y regresar con ella a la costa para venderla. Esos hombres, del jaez de Tippu Tib, se convirtieron en la aristocracia zanzibarí. Algunos tenían ejércitos particulares, reclutados entre mercenarios del Sudán o entre los sectores más pobres de la población swahili de la costa. El mismo sultán Sayyid se hizo con un ejército de respetable capacidad militar, entrenado por oficiales ingleses y con soldados que reclutaba en la clase social más baja del reino de Omán, los baluchis. Estos soldados se integraban en las guarniciones de la costa y sofocaban, llegado el caso, las rebeliones nativas o de los poderosos terratenientes árabes. También eran enviados en apoyo de las caravanas cuando se producían revueltas entre las tribus del interior contra los esclavistas. Sayyid, por supuesto, cobraba cuantiosos impuestos a los negreros.
Los mercaderes de esclavos se apoyaban en tribus indígenas que, a cambio de dinero y abalorios, los nutrían de porteadores, guías, soldados de refresco en situaciones difíciles e incluso les ayudaban en las cacerías de esclavos de tribus rivales. Las tres principales tribus aliadas de los árabes en el comercio esclavista eran los yao, del sur de la actual Tanzania; los nyamwezi, que operaban en el centro y eran excelentes proveedores de marfil, y los kambas, buenos cazadores de esclavos que extendían sus dominios hacia el norte, en territorios de la actual Kenia.
El tráfico de esclavos organizado desde Zanzíbar tenía tres rutas principales: la del norte, que arrancaba de las costas de Mombasa o Tanga, viajaba hacia el Kilimanjaro, se desviaba luego hacia el norte para esquivar a los fieros masai y alcanzaba los montes Kenia y Elgon, y después las orillas orientales del lago Victoria. La ruta del centro salía de Bagamoyo y Pangani y era la más importante de todas. Seguía derecha hacia la actual Tabora y allí se dividía en tres rutas: una iba al noroeste, a la actual Uganda; otra al oeste, a Ujiji, en el norte del lago Tanganika, y la última al sudoeste, en el extremo meridional del mismo lago. La tercera gran ruta del negocio arrancaba en Kilwa y se dirigía hacia el sudoeste, hasta alcanzar las orillas del lago Malawi.
Es probable que algunas de estas rutas fueran utilizadas por comerciantes de esclavos y de marfil desde muchos siglos atrás. Seguramente, el mapa de las fuentes del Nilo de Tolomeo fue dibujado por alguien conocedor de estos recorridos, o que al menos oyó hablar de ellos. Los portugueses también tuvieron noticia, por medio de mercaderes árabes, de la existencia de los lagos del interior. Y Speke y Burton, cuando planearon su viaje hacia el Nilo en 1856, tenían un mapa que les entregó el misionero alemán Rebmann, el famoso «mapa babosa», en el que en el centro de África aparece un único y gigantesco lago en forma de babosa.
Casi todas las grandes expediciones que partieron de la costa oriental de África en la última mitad del siglo XIX siguieron las rutas de los negreros. Burton y Speke relataron, al regreso de su viaje, cómo en Tabora y en Ujiji, había ya establecimientos de los esclavistas árabes, con mansiones elegantes, casas de baños, concubinas y todo lo necesario para llevar una vida acomodada y placentera. Varios de los grandes mercaderes zanzibaríes tenían su segunda vivienda en Tabora o en Ujiji.
Hoy todavía, las principales carreteras y los tendidos de los ferrocarriles que parten de la costa hacia el interior realizan el mismo trayecto que trazaron los negreros quién sabe hace cuántos siglos. La mayoría de los turistas que viajan por ellas ignoran que transitan sobre caminos sembrados de millones de cadáveres invisibles.
Preparar un viaje hacia el interior en busca de esclavos requería una gran inversión de dinero, que podía ser individual o de un grupo de gentes ricas interesadas en el negocio. A continuación debía formarse la caravana, comprando a los indios banyans los materiales y alimentos no perecederos, así como una buena parte del equipo, todo ello pagado con dinero al contado o como un préstamo a medio plazo con enormes intereses o a veces con una participación en el negocio. Después se contrataban los guías, por lo general swahilis instalados en Zanzíbar o en la costa continental, y los porteadores, asunto en el que los guías tenían siempre mucho que decir.
Una vez formada la caravana, todo se ultimaba en un punto de la costa; bien en Bagamoyo si la ruta a seguir era la central; bien en Kilwa, si se iba hacia el sur, o bien en Mombasa y Pangani, si se viajaba hacia el norte. Ya en camino, se iban contratando nuevos porteadores entre tribus amigas para cubrir las bajas por deserción o las muertes por enfermedades, que eran muy numerosas.
Al fin, tras llegar a una región donde parecía que podía lograrse una buena cantidad de esclavos, la caravana se detenía y se instalaba el campamento. Si en la región había un jefe nativo se entraba en negociaciones con él y se le sobornaba con regalos, por lo general armas, abalorios y telas. Y se le compraban, pagando en mercancías, los esclavos que él mismo había hecho entre sus enemigos. Resultaba muy apreciado por los jefes locales un algodón de baja calidad fabricado en Estados Unidos y que en Zanzíbar se compraba muy barato. Los nativos del interior llamaban a este paño merikani. Según Stanley, cuando pasó por Ujiji en 1876, una mujer se compraba por doscientas piezas de merikani. Tal número de piezas, en Zanzíbar, valía cinco dólares, mientras que una mujer esclava se vendía al regreso por veinticinco dólares y, más tarde, en los mercados de Orán y Persia, a cien. Eso da una idea aproximada del buen negocio que suponía ser negrero.
Los mercaderes recogían información sobre las aldeas de la región donde podían capturarse más esclavos. Cuando tenían una idea muy precisa de cómo actuar, contrataban rugaruga (soldados mercenarios nativos) por muy poco dinero y los armaban y los proveían de aguardiente en grandes cantidades.
En el asalto al poblado se buscaba la sorpresa, puesto que los indígenas, cuando advertían la llegada de la tropa esclavista, huían durante días o semanas de sus viviendas. El ataque era implacable, a sangre y fuego. Se mataba a todos los viejos y a todos los guerreros. Y se capturaba a los jóvenes y a las muchachas, así como a los niños mayores de cuatro o cinco años. Los más pequeños eran sacrificados sin contemplaciones. Todo el que no valía para esclavo debía morir para que no quedase testimonio de la fechoría.
Luego, los prisioneros eran agrupados y revisados por un experto uno por uno. Todos aquellos que presentaban heridas de la batalla y los que mostraban malas dentaduras o una falta notable de visión eran ejecutados. Lo mismo les sucedía a los tullidos y los enfermos. Los que pasaban la selección eran encadenados y el poblado se incendiaba.
Cuando los mercaderes pensaban que ya tenían suficiente número de esclavos entre los capturados y los obtenidos por trueque volvían a formar la caravana para el regreso. Podían llegar a sumarse hasta mil esclavos en su viaje de vuelta, pero lo normal eran medio millar de hombres, mujeres y niños prisioneros. A los hombres, en grupos de cinco o seis, se les unía, con cadenas sujetas a las argollas de los cuellos, a un largo y pesado tronco de árbol que, puestos en fila, cargaban sobre los hombros. El otro brazo servía para que transportasen cuernos de rinoceronte o colmillos de elefante. Las mujeres iban libres de ataduras en las manos y cuello, pero se les ponían argollas y cadenas en los pies y cargaban su correspondiente carga de marfil. Si una mujer tenía un niño, la criatura debía seguir su paso. Si el niño se cansaba, la mujer podía tomarlo en brazos, a condición de que no dejara la carga de marfil. Si la mujer se cansaba, entonces se le quitaba el niño, que era degollado o abandonado a las fieras.
El menú de los esclavos de la caravana lo componían un cuenco de agua diario y una escudilla de arroz hervido dos veces al día. En ocasiones excepcionales, si había buena caza, tenían posibilidad de comer un pedazo de carne, pero sólo como un caprichoso regalo concedido por el jefe de la caravana.
Por las noches, los árabes que formaban el núcleo jerárquico podían disponer de las mujeres a su antojo, o de los muchachos si ese era su gusto. Todas las mujeres y los jóvenes eran sistemáticamente violados durante los meses que duraba el viaje de regreso a la costa.
Cualquiera que se rebelara, cualquiera que enfermase, o cualquiera que fuese vencido por la fatiga de la marcha, era degollado al instante. Los esclavistas marchaban con prisas y sin dejar testigos vivos de sus atrocidades a sus espaldas, por temor a represalias de las tribus enemigas.
Viajeros europeos de la época cuentan que se podía advertir el rastro de una caravana esclavista por los buitres que sobrevolaban el camino, las manadas de hienas que la seguían y el olor de los muertos. Los bordes de los senderos de aquellas rutas estaban marcados por toda suerte de restos humanos.
David Livingstone, el primer europeo que comenzó a denunciar con virulencia este bárbaro tráfico, calculaba que de cada cinco esclavos que viajaban a la costa tan sólo uno llegaba con vida. El cálculo es más patético si se añade otro; en los asaltos a las aldeas morían diez personas por cada esclavo capturado y considerado útil para la venta posterior. Teniendo en cuenta estos datos se piensa que en la época dorada del negocio esclavista en África oriental la despoblación suponía una cifra anual de doscientas cincuenta mil personas, la mayoría de ellas muertas.
Por supuesto que hubo una resistencia importante a los negreros árabes. Manwa Sera, un jefe local, se levantó contra ellos en la región de Tabora, entre 1861 y 1865, los años de la guerra de Secesión americana, consiguiendo liberar miles de esclavos y destruyendo numerosas caravanas. Fue, al fin, capturado y decapitado. Pero el más importante de todos los rebeldes se llamaba Mirambo, un auténtico «señor de la guerra», bautizado por muchos como «el Napoleón de África». Era un jefe guerrero uyamwezi que medía dos metros de altura y tenía costumbres muy puritanas. Los exploradores Cameron y Thomson le conocieron y manifestaron en sus escritos su admiración por él. En 1870 se alzó contra los traficantes árabes y Zanzíbar hubo de enviar dos mil soldados baluchis para proteger a Tabora de sus ataques. Aterrorizó a todos los esclavistas que hacían la ruta entre Bagamoyo y Ujiji, aliado con los británicos, que combatían la esclavitud allí donde podían hacerlo. Nadie venció a Mirambo, que murió en la cama como un gran rey en 1884.
La odisea de los esclavos no terminaba, sin embargo, en la costa. Después de ser almacenados en Bagamoyo, en Kilwa, en Mombasa o en Pangani, durante un breve tiempo, eran embarcados en faluchos de carga para ser trasladados a Zanzíbar. Los faluchos esclavistas, diseñados para navegar con rapidez y burlar a las cañoneras británicas, tenían poco espacio en sus bodegas, por lo que los esclavos, en número que a veces se aproximaba a los setecientos, viajaban como pescado en conserva. El viaje era corto y por ello el riesgo de muerte a causa del hambre, la enfermedad o la fatiga resultaba mínimo. El peligro para los esclavos venía ahora, paradójicamente, de sus liberadores: si el capitán del falucho distinguía en la lejanía el humo de una cañonera británica, arrojaba toda su carga humana al agua, encadenada, para que desapareciera cuanto antes bajo las olas.
Llegados a Zanzíbar, los esclavos iban a parar a las celdas de los almacenes de los mercaderes. Allí, muchos niños que no habían alcanzado aún la adolescencia eran escogidos para eunucos, ya que los eunucos se vendían mejor que los demás niños entre los clientes de Persia, Turquía y Arabia. Pero las técnicas de castración que usaban los mercaderes eran bastante burdas. Cuentan viajeros occidentales que, en Zanzíbar, durante los días del apogeo del tráfico de esclavos era frecuente encontrar por las calles niños desangrándose, con un agujero en el vientre por donde se escapaban los intestinos. Se piensa que solamente uno de cada veinte niños castrados en Zanzíbar lograba sobrevivir. Pero el precio de un eunuco, al parecer, compensaba el riesgo de perder mercancía.
El penúltimo capítulo de aquella sórdida peripecia se escribía en el mercado de subasta. Todas las tardes, a partir de las cuatro, cuando el sol comenzaba a descender y el calor remitía, se exponían grupos de esclavos para la puja. Llegaban los compradores, observaban los ojos, las dentaduras y los miembros de los esclavos; probaban su capacidad auditiva; palpaban los músculos de los hombres, las nalgas de los adolescentes y, detrás de una cortina, apreciaban las bondades del cuerpo de las niñas y las muchachas. Ninguna era virgen, y las había incluso de seis años de edad.
Desde allí, los destinos de los esclavos se dividían, ya no había más caminos comunes. Casi todas las mujeres terminaban en los serrallos, mientras que los eunucos iban a los palacios y los hombres a las plantaciones de la costa o a territorios lejanos de América. Muy pocos, incluso los que alguna vez lograron la libertad, podían regresar nunca a las tierras donde nacieron. Y tal vez era mejor para ellos, porque era muy probable que ninguno de los suyos quedara atrás con vida.
Zanzíbar, la bella y cautivadora, la de las playas de oro y un mar esmeralda, la de aire perfumado por las especias, era en realidad, en aquel tiempo, una cloaca moral. Las playas aparecían repletas de cadáveres y restos humanos: los desperdicios que habían dejado los buitres y los tiburones. La isla, al anochecer, se convertía en una ciudad sin ley, pues los dueños de los barcos llegados allí capturaban a los hombres por las calles y los echaban a sus bodegas para llevárselos y venderlos como esclavos en Omán o en Persia. Los que se resistían morían de un golpe de alfanje. En cuanto a la policía local, se limitaba a recoger por la mañana los cadáveres de los asesinados y arrojarlos a las playas de los alrededores. Zanzíbar vivía acostumbrada al olor de la muerte, al fétido aroma de la carne humana cuando se descompone. Pero los sultanes parecían indiferentes a tanta podredumbre moral. Alguno de ellos, aficionado a la poesía, podría haber dicho: Zanzíbar es hermosa, como una rosa perfumada que crece en los estercoleros.
David Livingstone, que se sepa, no tuvo tiempo en su vida para cultivar rosas, pero odiaba con todo su corazón el estercolero de la esclavitud. Su sueño de África era un sueño moral, el sueño más noble y más peligroso que puede alentar un hombre.
Es probable que, en toda la historia de la exploración de África, de la apertura del continente a la civilización europea, no haya una figura tan importante como la de Livingstone. No alcanzó a ser un «descubridor» de la estatura de Speke, ni dibujó hazañas de un carácter tan épico como las protagonizadas por Stanley, ni contó con el genio literario de Burton, pero su influencia fue decisiva sobre Inglaterra, en primer término, y sobre toda Europa a renglón seguido. Fue, por decirlo así, el padre de los exploradores, el espejo en el que todos quisieron contemplarse. La rectitud de su espíritu, sus recias convicciones y su tesón hicieron de él un hombre admirado y querido. Cada uno de los grandes exploradores de África podía presumir de poseer una cualidad por la que superaba a Livingstone. Pero ninguno reunía en su persona, como Livingstone, todas las cualidades juntas.
A los veinte años comenzó a estudiar griego, latín, teología y medicina. Aspiraba a embarcarse hacia China como misionero, pero la guerra del Opio de 1839-1842 1e cerró las fronteras chinas. Fue entonces cuando sus ojos se volvieron hacia África. Y llegó a la ciudad de El Cabo en marzo de 1841, tal vez sin presentir que su nombre quedaría indisolublemente ligado a la historia del continente.
En 1842 viajó al interior del desierto del Kalahari, hasta donde ningún blanco había llegado antes, y abrió varias misiones a su paso. En 1844 fue herido por un león en el brazo izquierdo. En 1849 descubrió el lago Ngami y recibió por ello la medalla de la Royal Geographical Society. En 1853, siendo ya tal vez un hombre consciente de su destino y convertido en un campeón de la causa antiesclavista, declaró: «Abriré una senda en el interior de África o moriré». Su misión la explicó en forma sencilla, con tres ces: cristianismo, civilización y comercio. Según Livingstone, abrir nuevas rutas comerciales para la importación y exportación de materias primas desde África y de productos manufacturados desde Europa era una carta vital contra el tráfico de esclavos, pues opondría el progreso a la barbarie. Suponía, además, que de la mano del comercio entrarían la civilización y el cristianismo en África. Tal vez le faltó añadir a su proyecto la ce del colonialismo, pero por entonces nadie cuestionaba en Europa el carácter moralmente superior de la civilización europea sobre todas las otras culturas y pueblos de la tierra, ni siquiera el moralista David Livingstone.
En 1854, poco después de emprender viaje desde Sudáfrica, alcanzó Luanda, abriendo la que se considera primera gran ruta antiesclavista de la historia. Siguió luego hacia el este, y en 1855 exploró el río Zambeze. En noviembre de ese año se topó con las cataratas más espectaculares de África, en la frontera actual entre Zambia y Zimbabwe, y las bautizó con el nombre de la reina Victoria. En 1856 alcanzó las costas de Mozambique y cumplió así su promesa de abrir una senda en el interior del continente. Cuando llegó a Inglaterra, después de tres años sin que se tuviesen noticias de él, era un héroe nacional. Publicó pocos meses después su libro Viajes misioneros y descubrimientos en África, que alcanzó una venta en su primera edición de setenta mil ejemplares. A partir de ahí pudo ya vivir de forma holgada y asegurar a su familia una posición confortable.
Su siguiente expedición la llevó a cabo entre 1858 y 1864. Le acompañaban su hermano Charles y un joven médico de Edimburgo, John Kirk. Su objetivo era combatir y erradicar la esclavitud en toda el área comprendida entre el río Zambeze y la costa de Mozambique, además de realizar nuevos descubrimientos y abrir nuevas misiones y estaciones comerciales. La mala suerte pareció caer sobre Livingstone y toda clase de penalidades dificultaron sus proyectos. La expedición fue un fracaso económico, pues no pudieron establecerse los puestos comerciales que pretendía. No logró tampoco navegar el río Zambeze. Su mujer, que acudió a acompañarle desde Inglaterra, enfermó y murió en abril de 1862. Entretanto, su hijo mayor, Robert, que en un principio había querido viajar con él, cambió sus planes y marchó a Estados Unidos a luchar en la guerra de Secesión contra los esclavistas del sur. Cayó en el campo de batalla en diciembre de 1864. Livingstone regresó abatido a Inglaterra, atacado además por unas agudas hemorroides de las que, los años siguientes, una y otra vez, se negó a ser operado.
Se repuso de su abatimiento, apelando a su profunda fe y a su tesón, y en 1866 organizó una nueva expedición. Junto a los objetivos de siempre llevaba uno nuevo: resolver el problema de las fuentes del Nilo. Livingstone había jugado un cierto papel de árbitro en la disputa entre Burton y Speke y se había inclinado por las tesis del primero, aunque mantenía que, tal vez, el Nilo podía nacer más al sur, confundiendo en algún punto su curso con el del río Lualaba.
Viajó por las zonas centrales y la leyenda sobre él creció cuando unos porteadores desertores de su expedición, al regresar a Zanzíbar y para evitar ser castigados por las autoridades del país, contaron que había muerto. Livingstone, entretanto, seguía viajando y en 1867 descubría el lago Mweru y, al año siguiente, el lago Bangwelu. En 1869 estaba en el Tanganika, desde donde descendió a navegar por el río Lualaba, para intuir que su sueño del Nilo se esfumaba. Este viaje le llevó a internarse más al oeste de lo que ningún otro europeo lo había hecho hasta entonces.
En 1871 los dolores producidos por las hemorroides se agudizaron y Livingstone apenas podía moverse. Pero Stanley llegó en ese momento con medicinas y alimentos, cuando la enfermedad alcanzaba su punto más crítico. Livingstone se repuso y acompañó a Stanley en nuevas exploraciones por el lago Tanganika.
Pese a la insistencia de Stanley, Livingstone se negó a regresar a Zanzíbar y planeó nuevas expediciones en busca del Nilo, ahora más al oeste. El 1 de mayo de 1873 sus sirvientes lo encontraron muerto, de rodillas ante su lecho, en el pueblo de Chitambo, en la actual Zambia, cerca del lago Bangwelu. Con toda probabilidad murió mientras rezaba, y la causa de su muerte no fue otra que las antiguas hemorroides de las que nunca quiso operarse.
Le fue extraído el corazón y enterrado allí mismo por sus servidores, tal vez cumpliendo un deseo expresado por el propio Livingstone. Sus dos sirvientes más cercanos emprendieron viaje de inmediato hacia la costa para trasladar su cuerpo a Inglaterra. El viaje duró meses. Pero su féretro recibió grandes honores en Bagamoyo y en Zanzíbar. Una vez llegado a Londres, el cadáver fue examinado por varios forenses para comprobar su identidad. La vieja herida del león proporcionó la prueba terminante que cerró los análisis. Y Livingstone fue enterrado, con la pompa correspondiente a tan alto personaje, en el lugar donde reposan los grandes de Inglaterra: la abadía de Westminster.
Su obra últimos diarios de Livingstone en el centro de África, que comenzó a publicarse de forma regular en Inglaterra a partir de 1865, despertó las conciencias de la puritana metrópoli contra la esclavitud. Sin duda, la fuerza moral con que Livingstone la combatió y los relatos que escribió sobre la barbarie que encerraba ese comercio fueron determinantes de su abolición definitiva.
Livingstone murió tan sólo un mes y siete días antes de que el sultán Bargash firmase el tratado que ponía fin al tráfico de esclavos en todos sus dominios, el 8 de junio de 1873. Guiando la pluma de Bargash mientras firmaba, casi echado encima de su hombro y con la escuadra británica en la bahía de Zanzíbar apuntando sus cañones hacia palacio, estaba un discípulo y antiguo ayudante de David Livingstone: John Kirk, desde unos meses antes cónsul británico en la isla y un ferviente luchador, como su maestro, de la causa antiesclavista.
Gran Bretaña, en 1772, había sido la primera gran potencia europea en comenzar el proceso abolicionista, al decretar ilegal la esclavitud en todo el territorio inglés. En 1807, las medidas se ampliaron y se prohibió a todos los ciudadanos británicos comerciar con esclavos. Una primera cañonera inglesa comenzó a vigilar las costas de África oriental en esas fechas. Al mismo tiempo, Londres presionó sobre otras cancillerías europeas, y en 1820 el tráfico había sido prohibido por Francia, Portugal, Dinamarca, Holanda y España. En 1833, una nueva normativa ponía fuera de la ley el tráfico y comercio de los esclavos en todo el Imperio británico. Había una salvedad, sin embargo: los esclavos que, en esos momentos, trabajaban en las plantaciones, no eran liberados y continuaban en poder de sus amos. Una cosa era prohibir el tráfico y la venta y otra muy distinta abolir por completo la esclavitud. Lo mismo sucedía con los trabajos forzados, que seguían en vigor en todas las colonias para las poblaciones nativas. Pragmatismo manda.
Desde que Sayyid Said instaló su capital en Zanzíbar en 1832 comenzaron a abrirse los consulados de las potencias occidentales en la isla. Los pioneros fueron los americanos, en 1837. Les siguieron ingleses, franceses, portugueses y alemanes.
En 1845, el cónsul británico Hamerton firmó un tratado con el sultán Sayyid por el que Zanzíbar se comprometía a no enviar esclavos a los territorios de sus dominios en la costa y en Omán. El tratado, por supuesto, nunca lo cumplió el sultán. En esa época, Londres tenía cuatro patrulleras en el índico que debían controlar un tráfico de más de dos mil barcos esclavistas por año.
El tráfico no sólo no descendió, sino que siguió creciendo. Entre 1867 y 1869, el almirante Heath tenía un flota de siete patrulleras para controlar las rutas esclavistas. Pudo detener 116 barcos y liberar 2645 prisioneros, lo que supuso únicamente el siete por ciento de todos los esclavos traficados en ese tiempo. En i 87o entraron en el mercado de Zanzíbar más esclavos que nunca y los cónsules sucesivos de Gran Bretaña se veían impotentes para poner coto a la situación. Rigby, Pelly, Playfair y Churchill sólo consiguieron promesas de los sultanes, promesas que se llevaba luego el viento.
John Kirk visitó la isla en 1866 y, a su regreso a Londres, moviendo influencias, entre ellas la de Livingstone, logró que se le nombrara vicecónsul, a las órdenes del cónsul Churchill (no confundir con el más famoso, este tan sólo era un pariente de una generación anterior). Se trasladó con su esposa a Zanzíbar en 1870. Sus cuatro hijos nacerían allí.
Kirk era un entusiasta de la expansión del imperio colonial y, aunque Londres no tenía gran interés por aquellas regiones, él estaba seguro de que estaba escrito en el destino que Albión reinara también sobre las olas de la costa zanzibarí. Y pensaba luchar por ello con el mismo empeño con que pretendía combatir la esclavitud.
En 1873 sucedió a Churchill en el cargo de cónsul y fue además nombrado agente político inglés en la isla. Su propósito particular era someter a la influencia inglesa la costa desde Mogadiscio a Mozambique; las islas del litoral, comprendidas las Comores y las Seychelles, y los territorios del interior que cubren las superficies actuales de Kenia y Tanzania. Londres, por su parte, no estaba por emprender tamaña empresa, ya que Zanzíbar sólo interesaba como punto de protección de la ruta de las especias que venían de la India, un valor estratégico que se limitó aún más cuando se abrió el Canal de Suez en 1869.
En 1866, Kirk había entablado amistad con el príncipe Bargash, entonces rival de su hermano Majid en la sucesión del trono que quedaba vacante a la muerte de Sayyid. Bargash perdió en la pugna sucesoria y hubo de exiliarse a Bombay. Pero regresó en 1870, a la muerte de Majid, para hacerse cargo del trono, que Inglaterra contempló con gran satisfacción. En 1873 el nombramiento de Kirk como cónsul fue una buena noticia para el nuevo sultán.
Unos meses antes, en 1872, un huracán azotó la isla provocando miles de muertos y arrancando la casi totalidad de los árboles de clavo, principal fuente de riqueza de Zanzíbar junto con el tráfico de esclavos. Londres, con Kirk de principal valedor, presionaba para poner fin al infame comercio de la esclavitud y Bargash se enfrentaba a un dilema: o rompía con los ingleses o, sin los ingresos del clavo, llevaba su país a la miseria. Intentó resistir. A primeros de mayo, Kirk telegrafió a Londres y quince buques de guerra británicos fondearon poco después en la bahía de Zanzíbar. Kirk acudió al palacio de Bargash y el sultán le invitó a sentarse y discutir. Las palabras de Kirk fueron terminantes: «No he venido a discutir, majestad, sino a dictar». Y agregó que si el sultán no firmaba un tratado poniendo fin al tráfico de esclavos, los ingleses bombardearían su palacio y el mercado de los negreros. El día 8 de junio Bargash firmó, y el día 9 las tropas baluchis del sultán clausuraban el mercado.
Bargash cumplió con escrúpulo el tratado y sofocó con sus tropas varias rebeliones de esclavistas árabes de la costa. En 1876 prohibió las caravanas que iban hacia el interior a la caza de los esclavos. Kirk, por su parte, nombró agentes en el interior para controlar las rutas de los negreros que operaban ilegalmente.
Durante los siguientes años, Kirk fue un buen aliado de Bargash en su intento de mantener la soberanía de sus territorios frente a potencias expansionistas adversarias de Inglaterra, en especial Alemania. Cuando Londres y Berlín impusieron en 1885 el reparto de los territorios del sultán en «dos esferas de influencia», Kirk pidió ser relevado de su cargo, dimisión que le fue aceptada en 1887.
Bargash murió en 1888, sin otras posesiones que la isla de Zanzíbar, que en 1890 era declarada Protectorado británico. En cuanto a la esclavitud, se declaró abolida por completo en 1897 en todos los territorios bajo influencia inglesa. Las caravanas de esclavos habían dejado ya de viajar en la década anterior. No obstante, hasta comienzos de los años veinte de este siglo sobrevivieron los trabajos forzados, que eran una forma simulada de esclavitud pero conveniente para los intereses ingleses en sus colonias. Después el fenómeno esclavista se hundió para siempre en la noche de los tiempos.
John Kirk gozaba de una robusta salud y el clima insano de Zanzíbar, así como enfermedades tan peligrosas como la malaria y el cólera, habían pasado a su lado sin afectarle nunca. Vivió hasta los noventa años, retirado como un distinguido funcionario en el condado de Kent y con el título de caballero concedido por la reina en 1887. Nunca regresó a Zanzíbar y siempre manifestó su disgusto por la entrega de medio pastel de África oriental a los alemanes. Pero le dio tiempo a leer, antes de su muerte, sucedida en 1922, que los territorios alemanes de Tanganika, bajo la tutela de Naciones Unidas tras la derrota del káiser en 1918, pasaban a ser administrados por Gran Bretaña. Su proyecto imperial se había cumplido: Albión reinaba sobre las costas africanas del índico. Y John Kirk, al realizarse su sueño africano, murió feliz.
Dos días antes de abandonar la isla viajé a la costa oriental a bordo de un desarbolado todo-terreno, el único vehículo de alquiler que podía lograrse en toda la isla. El marcador de kilómetros de vida del automóvil se había detenido en 99 999 y la aguja de la velocidad no se apartaba de los 66 kilómetros por hora, daba lo mismo si detenía la marcha como si creía volar por las agujereadas carreteras. La compañía que lo alquilaba tenía un pomposo título: Safari Tours, un absurdo nombre si se tiene en cuenta que, en swahili, safari es viaje, lo mismo que tours en francés. El dueño de «Viaje Viajes», que así se traduciría en buena ley, me dijo que no contaba con otro vehículo, que carecía de rueda de repuesto y que, si quería el coche, confiase en Dios y me las arreglase como pudiera. Pregunté por el gato.
—¿Y para qué va a necesitar un gato si no tiene rueda de repuesto? —argumentó con aplastante lógica.
—Desde luego, ¿pero qué puedo hacer si pincho?
Se encogió de hombros.
—Todo acaba por arreglarse siempre en esta vida —añadió.
Probé las varillas del limpiaparabrisas.
—No funcionan-dije.
—¿Y para qué van a hacerle falta si no es época de lluvias?
—Puede caer un chaparrón, la época de lluvias está cercana.
—Entonces detenga el coche y espere a que pase la nube. Tiré una imaginaria moneda al aire y salió cruz, mi lado de la buena suerte. Alquilé, pues, el coche y tras una hora de brincos, polvo, calor pegajoso, quejidos lastimeros del motor y cielo luminoso sobre los palmerales alcancé el poblado de Paje, en la costa oriental de la isla. Ahora, dejando atrás Paje, la pista corría en paralelo al mar, entre bosques de cocoteros de altos penachos de verde bruñido, atravesando pequeñas aldeas de muros de piedra de coral y techados de hojas secas de palma.
Me detuve en Bweju. La larga playa, cerrada por el arrecife medio kilómetro mar adentro, recogía lúbricos lengüetazos verdes de oleaje, sobre arenas tan blancas como harina. Varias mujeres regresaban hacia tierra, el agua hasta las rodillas, la falda remangada a medio muslo, con el capacho repleto de algas oscuras que, después de secas, serían enviadas a los laboratorios de medicamentos de Alemania y Holanda. Los pescadores preparaban sus artes sobre las barcazas varadas aún en la marea baja. El sol caía duro y cegador sobre los palmerales, hacía arder la tierra.
Encontré habitación en una casa de huéspedes junto a la playa. Después de comer una langosta y beber una cerveza a precio de saldo, eché una larga siesta en mi cuarto, protegido por el mosquitero y debajo de un gran ventilador. A eso de las cinco y media, poco antes del atardecer, salí de nuevo. La marea estaba en su punto más alto y lamía casi los bordes del cercado de la pensión. Al otro lado de la barra del arrecife, en la distancia, el mar rugía y el cielo tenía una apariencia turbia, como si presagiase un temible temporal.
Naila, la dueña del establecimiento, estaba en el cobertizo. Me hizo señas de que me sentara con ella, frente al mar, y destapó un par de cervezas. Tendría alrededor de cuarenta años y rasgos de inequívoca raza árabe. Hablaba un inglés perfecto.
—Soy árabe, mi familia procede de Omán, pero me siento zanzibarí y swahili. No me gustan las leyes coránicas, las mujeres somos más libres aquí.
Me habló de sus proyectos. Confiaba en el futuro turístico de la isla. Era dueña de la pensión, pero tenía también una casa en la Ciudad de Piedra y pensaba abrir allí un bar donde sólo se ofreciera vino.
—Buen vino español, y también francés e italiano.
Estaba divorciada. «Pero tengo un amigo», me dijo guiñando el ojo. Y añadió que eso sería imposible en otros países árabes y que en Zanzíbar muchas mujeres tenían amante.
—Las mujeres de aquí siempre hemos tenido mucho carácter, mucho más que las mujeres de otros países árabes. ¿Conoce la historia de las dos princesas, de Salme y de Khole? ¿No? Pues yo se la contaré. Es una hermosa historia.
»Las dos eran hijas del gran Sayyid Said —comenzó Naila—, el gran sultán. Nacieron en el palacio, hijas de dos concubinas, y se criaron con todos los otros hijos del sultán, que eran muchos, rodeados de criados y con toda suerte de lujos. Salme y Khole tenían sus propias habitaciones y sus propios esclavos. Y eran las hijas favoritas del sultán, en especial Khole, la más amada, que cuando creció fue encargada por su padre de llevar la administración del palacio en materia de alimentación y de servicios.
»Salme y Khole tenían casi la misma edad, se criaron juntas y se amaban con particular afecto. Y tuvieron un papel decisivo en la sucesión de su padre. Cuando Sayyid murió, el heredero del trono era Majid, un príncipe poco inteligente. Las dos hermanas apostaban por la candidatura de Bargash, mucho más inteligente que su hermano. Bargash intentó un complot para derribar a Majid, con el apoyo de sus hermanas, pero el complot falló y Majid ordenó detener y ejecutar a Bargash.
»Khole y Salme ocultaron al príncipe en uno de sus palacios y prepararon su fuga con la complicidad de los británicos. Lo vistieron de mujer, pese a la resistencia de Bargash, y lo embarcaron en un navío inglés. Así salvó la vida y viajó a Bombay bajo protección británica. Estuvo allí hasta 1870, año en que murió Majid. Y regresó a Zanzíbar para ocupar el trono.
»Salme ya no estaba aquí, pues en 1866 se había enamorado de un comerciante alemán llamado Ruete y quedó embarazada en uno de sus encuentros clandestinos. Un acto así significaba la decapitación según las leyes de palacio, pero Salme fue escondida por Khole y, ayudada por un oficial británico, pudo salir de la isla y embarcar en una nave inglesa. Su amante se reunió con ella y ambos viajaron a Alemania, donde el comerciante y la princesa se casaron. Majid decidió borrar su nombre de la historia de la familia, pues consideró que la conducta de la princesa había sido deshonrosa.
»No obstante, Salme regresaría otra vez a Zanzíbar, cuando ya era viuda, en 1884. Era súbdita alemana y venía con una misiva de Bismarck para convencer a su hermano Bargash de que los territorios del interior debían aceptar la protección alemana. El plan de Bismarck era muy hábil y muy mezquino: Si la princesa era ejecutada por su deshonra, Alemania podría atacar, con el pretexto de que una súbdita alemana había sido asesinada por el sultán. Pero Bargash, tal vez porque intuyó la trampa o puede que agradecido por los favores que debía a Salme, no picó el anzuelo. La princesa regresó a su país de adopción, Bismarck se quedó con medio reino de Bargash y el sultán intentó salvar el otro medio con la protección de los británicos. Años después, Salme escribió un libro muy hermoso: Memorias de una princesa árabe.
»En cuanto a Khole —siguió Naila—, debo decirle que era una mujer fantástica, una de las primeras feministas árabes. Era orgullosa y no quería casarse para no verse sometida a un marido musulmán. Su padre, el gran Sayyid, le regaló una plantación y un palacio cerca del bosque Jozani, en el centro de la isla. Khole pasaba allí la mayor parte del tiempo. Hizo abrir un largo sendero en sus tierras y lo flanqueó con cuatrocientos árboles de mango. Lo recorría galopando todos los días, entre la arboleda, con el largo cabello al viento, pues era una excelente amazona. Y durante todos esos años mantuvo correspondencia regular con su hermana Salme, aunque estaba repudiada por la familia. Incluso le pidió que le enviase uno de sus hijos para que ella lo adoptara, lo cual Salme no aceptó, alegando que sus hijos habían abrazado la religión cristiana. Bargash quiso casar a Khole con un noble omaní y ella se negó. Decía que no quería compartir el amor con concubinas y otras esposas. En 1871 murió envenenada. Nunca se supo quién la asesinó, tal vez el propio Bargash.
Naila dio un largo trago a su cerveza después de concluir la historia.
—¿Qué le ha parecido? —preguntó—. Así somos las mujeres de Zanzíbar: libres.
Un alto mozo de brillante piel azabache, ataviado con una túnica de impoluto color blanco, asomó en el cobertizo. Naila volvió a guiñarme el ojo.
—Es Mohamed, mi amigo… Usted me disculpará.
La siguiente mañana abandoné Bweju para regresar a la Ciudad de Piedra. El oleaje del índico, que llegaba adormecido después de romperse contra el arrecife, tenía una tersura transparente, lechosa, tocado por un leve resplandor verde manzana.
Al llegar a Paje detuve mi coche y lo arrimé a un lado del camino al distinguir un grupo de gente que, en una explanada entre las casas, bailaba y cantaba. Nadie me prestó atención cuando me acerqué. Daban palmas al unísono, bajo un cobertizo de palma, y seguían el ritmo de su canto con un leve movimiento del cuerpo y de los pies. El himno era monótono y las palabras no eran swahilis, sino una jerga bantú. La mayoría de los jóvenes y hombres del grupo eran de piel muy negra, pero se teñían el pelo con una tintura color calabaza. Había algunas ancianas de piel también negra, cubiertas con vistosos kangas de colores muy alegres. Todos, hombres, mujeres y unos pocos niños, formaban un círculo alrededor de una mujer que sujetaba a un niño enfermo en su regazo. Ante ella, dos hombres tocaban los bongos y otro seguía el ritmo golpeando dos palos. Y en el centro del grupo, danzando con saltos violentos, un brujo gritaba la letra de un sortilegio: gesticulaba, se contoneaba ante la mujer, agitaba un objeto misterioso frente al niño. La madre miraba triste hacia ninguna parte, tal vez sin mucha fe ante la eficacia del exorcismo.
Era un rito animista, desde luego, llevado hasta allí quién sabe cuántos siglos atrás por los esclavos que llegaron a la isla después de un angustioso viaje desde los lagos. Aquellos eran sus descendientes, los hombres libres de una Zanzíbar sin sultanes, la pobre y ruda Zanzíbar cuya flauta, si volvía a sonar alguna vez, no haría bailar a nadie en los lagos. No quedan flautas árabes para que dancen los negros al son de Zanzíbar, como hacían el siglo pasado. Los hijos de los esclavos se han librado de aquellos amos sanguinarios.
Me alejé hacia la playa y el sonido del canto se durmió a mis espaldas. Eran poco más de las cuatro de la tarde y la marea alta hacía saltar las olas espumosas sobre el lomo del arrecife. El agua era transparente en la orilla, sobre el fondo albino que tan sólo sombreaban, en ocasiones, las algas o el paso raudo de un gran pez que hubiera logrado saltar la barrera de coral. Sin embargo, más allá del arrecife, el índico parecía un gran manto de rojo rubí, oscuro como el vino tinto. Allá lejos, el océano ronroneaba igual que un felino satisfecho después de un buen almuerzo. A mis espaldas no se oía otro sonido que el del aire al golpear las hojas de las palmeras. Podía saborearse allí, mirando hacia Asia, la gratificante soledad del mundo.