Dios bendiga las generosas ideas

El monzón de febrero, el kakazi, soplaba con cierto vigor aquel mediodía y la luz brillaba espléndida sobre el puerto de Dar es Salaam. El calor del trópico se derramaba sobre los viajeros que nos apretábamos junto a las pasarelas de acceso al muelle del vapor de Zanzíbar. Según el horario de la compañía naviera el buque debía llegar a las doce, viniendo de la isla, y zarpar de regreso a la una. Pero pocos horarios se cumplen en Tanzania. A las doce y cuarto vimos asomar por la bocana el viejo navío y diez minutos después una humanidad diversa, apresurada y sudorosa, saltaba con urgencia a través de cuantas salidas ofrecía el barco, descolgándose de la cubierta superior, surgiendo de las compuertas inferiores, incluso gateando desde el interior de los ojos de buey. Parecía que los pasajeros huían de un incendio o del anuncio de un inminente naufragio, cargados con cestos, baúles, fardos, maletas, colchones y bicicletas. Escapaban del ferry como insectos que abandonaran una fruta podrida. Y corrían por la pasarela de salida, empujándose los unos a los otros, a hundirse en los intestinos de la ciudad que hervía bajo el calor.

Un policía soltó la cadena que cerraba el paso de los que esperábamos y todos corrimos hacia el barco. Bufaba la sirena del destartalado buque mientras los nuevos insectos asaltábamos las cubiertas. A mi lado la gente cargaba toda suerte de equipajes, desde cestos de frutas a grandes cajas de cartón atadas con cuerdas, desde muebles a pesados sacos de patatas. Olía a gasóleo quemado, a hollín y sobaco viejo.

Y yo sentía al mismo tiempo crecer en mi interior esa intensa alegría que producen los puertos marítimos en los instantes de la partida, la sensación de la aventura que comienza. Un viaje hacia un lugar desconocido te hace sentir en forma vaga que nadas en las aguas de la eternidad o que caminas sobre los sueños. Pero en los puertos del trópico, bajo la llama del calor y junto a una multitud desaforada, agobiada y diversa, esa sensación se multiplica, se vuelve embriagadora. Me sentía feliz empujando y siendo empujado, oliendo los cuerpos que chocaban con el mío. Y corrí hacia la popa de aquel buque, en busca de un asiento junto a la borda, abriéndome camino entre una humanidad ávida y urgente.

Por fortuna para mí, la mayoría de los viajeros no parecían tener interés especial en viajar al aire libre de la cubierta, sino que preferían los asientos del interior, las filas de bancos bajo los ventiladores y próximos a una especie de bar donde servían refrescos y té caliente. Allí se arracimaban fumando, conversando, dejando salir libre y ruidosa la música de sus transistores. Yo encontré espacio en un banco corrido de la reducida cubierta de popa, en la que no cabrían más de una veintena de personas, donde la única protección contra la fuerza del sol era un techado de uralita de color azul pálido.

La brisa llegaba mojada y cálida mientras la nave cruzaba la ensenada y se dirigía hacia la bocana del puerto. A mi lado, ocupando la larga bancada que se extendía junto a la borda, una numerosa familia swahili organizaba sus tarteras y sus termos para iniciar el almuerzo. En pie, dando la espalda a la sala repleta de gente, un joven masai y su mujer permanecían inmóviles, sus ojos detenidos sobre mí y la familia swahili, mirándonos sin mirarnos, como si algo les fascinara más allá de nuestros cuerpos y más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver. Tal vez no veían otra cosa que su propio miedo, el temor que puede sentir un habitante de las llanuras cuando pone los pies en un barco y navega sobre la moviente superficie del océano. El hombre vestía una falda a cuadros y una camisa oscura, llevaba adornos en el cuello y en las orejas, y el pelo teñido de rojo caía en trenzas sobre su espalda. Ella se cubría con una túnica azul, tenía el cráneo afeitado y de sus orejas colgaban dos grandes aros de plata. En aquella pareja había un signo de irreductible primitivismo, de bárbaro desafío al mundo de los hombres domeñados.

El jefe de la familia swahili, un hombre de mediana edad que se sentaba a mi derecha, me tendía un plato de plástico con pedazos de aguacate.

—¿Quiere? —dijo.

—No, gracias, ya he comido.

Insistió sin retirar el plato:

—El viaje es largo.

—De veras, no tengo hambre —respondí sonriendo.

Señaló hacia el masai.

—Es masai —dijo—, gente de campo, gente de ganado.

—Buena gente, ¿no? —añadí.

—¿Buena gente? —dudó—. No sé. Gente extraña, distinta.

Doblábamos la punta de la rada, a la altura del puerto pesquero. Los altos cocoteros se balanceaban en un ritmo sensual y el agua era verde y bruñida. Varios faluchos faenaban en las cercanías de la costa, deslizándose veloces sobre la superficie del océano. Pasamos la línea de balizas que cerraban la bahía y entramos en mar abierto. El índico se rizaba bajo un aire más fuerte y más libre. A babor, la costa resplandecía en un vibrante fulgor dorado, cegada por el ardor del día. Sobre el mar, la luz se estrellaba y levantaba chispazos de luz argentina. El viento, húmedo y salado, traía un cálido olor a carne de mujer.

El hombre me dijo que se llamaba Khamis y era policía en Zanzíbar. Venía de pasar unos días en Dar con la familia de su esposa y ahora regresaba a su trabajo acompañado de su numerosa familia. Me ofreció la hospitalidad de su casa. Nada, dijo, era más hermoso en el mundo que su isla. Su trabajo no resultaba muy complicado, pues no había muchos ladrones en Zanzíbar, al contrario que en otras ciudades como Bagamoyo y la misma Dar es Salaam. El trabajo de un policía era bonito: hacer respetar las leyes y que todos los ciudadanos se sientan protegidos. ¿No me parecía a mí así? «El pollo está bueno, ¿no quiere comer un poco? ¿Y por qué no unos dátiles? Los dátiles de Dar son muy dulces y muy apreciados», dijo.

Luego inició uno de los juegos favoritos de los swahilis: intentar enseñarme palabras en su idioma. ¿Cómo se dice mar? Bahari. ¿Y barco? Chombo. ¿Y ese gigantesco pez que sigue al barco y que, de vez en cuando, asoma su aleta dorsal sobre la superficie? Papa, un tiburón que parecía esperar el momento en que alguno de nosotros cayera al agua para tener el almuerzo asegurado.

Es difícil que haya en el mundo gente más orgullosa de su idioma que los swahilis. Es una lengua sencilla formada a base de prefijos. Su facilidad ha hecho que se extienda con rapidez, y hoy la hablan cerca de sesenta millones de africanos. En el swahili se distinguen varios dialectos, pero el más puro es el swahili de Zanzíbar, el kiunguja, y los zanzibareños presumen de ello.

Así que Khamis continuaba su retahíla. ¿Cómo se dice ciudad? Mji. ¿Y mujer? Mwanamke. ¿Y señor? Bwana. ¿Y señora? Bibi. ¿Y león? Simba.

Eran casi las cuatro cuando avistamos las costas de Zanzíbar por la borda de estribor. El viento levantaba rizos blancos en la superficie del índico. En el pasillo de la sala principal un hombre había extendido la manta sobre cubierta y, de rodillas, rezaba y hacía inclinaciones hacia Oriente, hacia La Meca. Nos acercábamos despacio a la costa. Las rubias arenas de la isla lucían una airosa cabellera de palmerales despeinados por el monzón. Asomaban los palacios, los murallones de piedra gris de coral, las espigadas agujas de los minaretes. El sol se tendía hacia el oeste, enviaba su luz sesgada como un fogonazo que quemaba el agua y hacía crepitar el océano.

A la vista ya del puerto y la Ciudad de Piedra, Zanzíbar parecía un brochazo de pintura dorada sobre el mar color fucsia, un cuadro digno de Vermeer. Hay pocas luces comparables a la del atardecer en Zanzíbar, cuando el viento ha barrido la calima y los objetos y los seres quedan singularizados en trazos precisos, rodeados por un aura palpitante. Y la luz, al chocar con la piedra de coral de los edificios, rebota en tonos rosas contra el océano de duro azul, mientras del cielo parece descender una luminosidad de polvo de oro.

Tardamos más de una hora en desembarcar. En los muelles vociferaban los mozos de equipaje y los taxistas, agolpándose contra la baranda con riesgo de empujarse al agua los unos a los otros. Caminé hasta la oficina aduanera entre la multitud y rellené a duras penas el formulario de inmigración. «Karibu, señor, bienvenido. Jambo, bwana. Le gustará nuestra isla. ¿Cuántos días espera quedarse?».

Me despedí de Khamis. Otra vez me ofreció la hospitalidad de su hogar.

—¿Cómo se dice amigo en swahili? —preguntó sonriente mientras estrechaba con fuerza mi mano—. Rafiki, se dice rafiki. Good bye, rafiki. No nos olvide, rafiki; y venga a visitarnos a casa.

Zanzíbar es una isla de forma alargada que mide 87 kilómetros de largo y 37 en su parte más ancha. Su superficie total cubre unos mil kilómetros cuadrados. Está separada de la costa continental 27 millas y media, a la altura de Bagamoyo, y se dice que no hay barco que, al cruzar desde el continente, no pueda ser visto desde la isla, tal es la claridad de su cielo. Su nombre le viene del vocablo «zenjibar», que quiere decir «tierra de gentes negras». Fueron los portugueses quienes finalmente le dieron su nombre actual.

Sus primeros visitantes fueron asirios y sumerios y, más tarde, comerciantes egipcios, griegos de Alejandría y fenicios. El viajero Ibn Hawkal hace referencia a la isla en una crónica del siglo X y dice que allí se encuentra «gente de raza blanca que trae de otros lugares productos de alimentación y vestidos». Marco Polo la nombra en sus escritos, aunque no la visitó sino que recibió noticia de ella de segunda mano, dado el carácter de sus afirmaciones: «Todos los habitantes de allí son muy fuertes y tienen apariencia de gigantes. Uno de ellos puede llevar el peso que normalmente llevarían cuatro hombres. Son negros y van desnudos, sin otra vestimenta que una pequeña pieza de tela para cubrirse sus partes privadas. Cualquiera que los viera en otro país los tomaría por demonios».

En los relatos de Las mil y una noches hay una referencia al lugar que no aparece, sin embargo, en las historias de Simbad el Marino. Sí que está en Os Lustadas, el poema épico del portugués Camóens, y también en El paraíso perdido, de Milton, donde se dice que es «un reducto secreto, lleno de flores y yerbas olorosas».

Vasco de Gama, después de doblar el cabo de Buena Esperanza, en 1498, visitó la costa Zenj y la isla de Zanzíbar. En 1505 una flota portuguesa la sometió, junto con otras ciudades-estado de la costa continental, bajo su soberanía. En 1698, Seif bin Sultan, señor de Omán, envió una fuerza naval que acabó con el dominio portugués. Zanzíbar y el continente pasaron a formar parte del reino omaní, que controlaba la costa que va desde Mogadiscio, en Somalia, hasta el cabo Delgado, en Mozambique, y todas las islas próximas.

En 1832, Sayyid Said, sultán de Omán, llegó a la isla en el curso de una expedición dirigida a someter a los reyes de Mombasa, que se habían rebelado contra su gobierno. La llegada de Sayyid cambió el curso de la historia de Zanzíbar. El sultán quedó entusiasmado ante las enormes perspectivas de enriquecimiento que le ofrecían el tráfico de oro y de marfil, y sobre todo el comercio de esclavos. Desde finales del siglo XVIII 1os franceses acudían a la isla para comprar a buen precio esclavos para sus plantaciones americanas, y lo mismo hacían los portugueses, que necesitaban numerosa mano de obra en su colonia de Brasil. El dinero entraba a raudales en la isla, donde tenían su residencia los principales traficantes de esclavos. De modo que Sayyid, tras pacificar Mombasa, decidió establecer su capital en Zanzíbar y hacerse rico con rapidez, trasladando hasta allí su corte desde la lejana Muscat, en el territorio de Omán.

Los historiadores ingleses definen a Sayyid como un estadista cultivado, inteligente y pragmático. Lo cierto es que fue un buen aliado suyo, sin dejar de ser, al mismo tiempo, un autoritario y despótico sultán. A la muerte de su padre, el sultán Bin Ahmed, acaecida en 1804, Sayyid era muy joven y su primo Bedr quedó como regente para llevar los asuntos del Estado omaní en tanto el heredero cumplía la mayoría de edad. Cuando el heredero cumplió los quince años, en 1806, asesinó a su primo por si acaso tenía intenciones de continuar en el trono.

Al trasladar su capital a Zanzíbar, Sayyid Said dejó el reino de Muscat al cuidado de su hijo Sayyid Thuwani, primer heredero en línea sucesoria, y muy pronto convirtió la isla en la mayor potencia económica del litoral. Se abrieron consulados de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y Portugal. Sayyid, además de ocuparse de hacer más productivo el tráfico de esclavos, hizo plantar en todos los territorios cultivables de la isla árboles de clavo y, en menor número, otras especias como la pimienta y la canela. En pocos años, Zanzíbar llegó a ser la primera productora de clavo del mundo.

El sultán optó por estrechar lazos con los británicos, desdeñando aproximaciones de franceses y alemanes. Pero a cambio del apoyo de Londres tuvo que ir recortando el negocio del tráfico de esclavos. En 1845 firmó un acuerdo con el cónsul inglés Hamerton por el que se comprometía a suprimir, desde el 1 de enero de 1847, la exportación de esclavos desde sus dominios. Pero una y otra vez Sayyid burló el acuerdo, enredando a los ingleses con toda suerte de artimañas, hasta el punto de que mejoró notablemente sus ingresos en los años siguientes con tan siniestro comercio.

Sayyid murió de disentería en 1856 a bordo de un navío de guerra inglés, en el que viajaba hacia Muscat para ayudar a su hijo Thuwani a controlar los intentos expansionistas de los persas. Tenía sesenta y tres años y dejaba a su muerte tres viudas, setenta concubinas y treinta y seis hijos vivos de los ciento doce que, según se dice, tuvo a lo largo de su existencia. Quince de sus treinta y seis vástagos eran hijos de madre legal y, por tanto, partícipes de derecho en la línea sucesoria.

Los problemas comenzaron de inmediato entre sus descendientes. En Omán, su hijo Thuwani se consideró heredero de todos los territorios que gobernó su padre. Pero en Zanzíbar, su hermano Sayyid Majid, apoyado por los traficantes de esclavos y los ingleses, reivindicó el derecho al sultanato de la isla y de la franja costera del continente. Thuwani envió una flota de guerra, pero los ingleses le convencieron con la suya de que emprendiera la retirada a Muscat. Se llegó a un acuerdo entre los dos hermanos y el reino se partió: para uno Omán y para el otro Zanzíbar. Majid accedió a pagar a su hermano una gratificación anual de cuarenta mil coronas.

Majid comenzó a reinar en 1856. Se ocupaba muy poco de los asuntos públicos y mucho de la comida, la música y las concubinas. Y engañaba a los ingleses cuando el cónsul de turno le planteaba terminar de una vez con el tráfico de esclavos. A poco de acceder al trono, otro de sus hermanos, Sayyid Bargash, apoyado por el sector femenino de la familia intentó arrebatarle el poder. El complot fracasó, pero los ingleses salvaron la cabeza de Bargash, en quien veían un futuro buen aliado, y lo embarcaron a un exilio dorado en Bombay. Incluso consiguieron que Majid le pasase una pensión, para no correr ellos con todos los gastos.

En 1870 Majid murió y Bargash regresó a Zanzíbar. Algunos sectores de la nobleza apoyaban a un tercer hermano, Sayyid Khelifa. Pero este no quiso presentar batalla. Se cuenta que, incluso, cuando Bargash visitó la cámara donde se encontraba el cadáver de Majid, su cuchillo cayó del tahalí al inclinarse ante el muerto, y Khelifa lo recogió del suelo y se lo entregó. Los nobles decidieron que Khelifa no era un hombre adecuado para reinar, ya que había desaprovechado una ocasión inmejorable para asesinar a su hermano. Así se las gastaban en aquel tiempo en Zanzíbar.

Durante el reinado de Bargash, que murió en 1888, la presión de los ingleses acabó con el tráfico de esclavos en la isla, se procedió al reparto colonial de los territorios continentales entre Alemania y Gran Bretaña, y Zanzíbar se convirtió, de derecho y no sólo de hecho, en Protectorado británico. Nueve sultanes más continuaron la línea sucesoria de Sayyid Said. En diciembre de 1963 la isla accedió a la independencia, acogida a la Commonwealth. Pero en enero de 1964 estalló una violenta rebelión que, en pocos días, causó miles de muertos entre los árabes. Otros miles hubieron de huir en escasas semanas, mientras se instalaba un poder revolucionario en la isla. Los hijos de los esclavos liberados y los swahilis que habían vivido como siervos de los crueles sultanes durante decenios se cobraban cumplida venganza de la nobleza árabe, de los nietos de los esclavistas y de los cortesanos de los reyes. La rebelión estaba apoyada por Dar es Salaam y por el presidente Julius Nyerere. En poco tiempo, Zanzíbar y Tanganika se unían en una sola nación que recibía el nombre de Tanzania.

El último sultán, Jamshid bin Abdullah, se exilió en Londres, donde sus descendientes disfrutan de las rentas de sus enormes riquezas y de la nacionalidad británica, sin duda un justo pago a los servicios prestados por varias generaciones de sultanes a los intereses del imperio británico.

Hay algunos datos que añadir: a Thuwani, el hermano de Majid y Bargash, que heredó el trono de Omán, lo mató su hijo Selim mientras dormía, a cuchilladas por supuesto, en febrero de 1866. Majid aprovechó el momento para suspender el pago de las cuarenta mil coronas anuales que debía a su hermano y consideró a Selim, nuevo sultán de Omán, un usurpador.

Aquella dinastía omaní y zanzibareña debería haber tenido un Shakespeare para que cantase sus atrocidades, parecidas a las de los monarcas europeos del Medievo. Los reyes han cambiado mucho desde entonces, sobre todo en Europa. Son más civilizados. Pero hay que reconocer que también son más aburridos. Han olvidado viejas tradiciones reales, como lo es acuchillarse por el trono.

Poco antes del amanecer comenzaron a cantar los gallos. Con la primera claridad del día, dos gatos en celo «berreaban» como niños de pecho en la callejuela trasera. Alguien tiró una piedra que fue a chocar contra un cobertizo de metal y los gatos huyeron aullando para continuar con sus quejidos en otro sitio. Después, se alzó el griterío de un tropel de chavales que entraban en un colegio cercano. Al fin, sobre los tejados de la ciudad viajó como una serpiente silbadora la oración del muecín, recordando a los hombres que Alá es grande, justo y poderoso, mientras que los humanos somos estúpidos, pecadores y mortales. Otros almuédanos, desde los minaretes de mezquitas más alejadas, se unieron a los rezos del primero. Pensé en la cantidad de monserga sobre la futilidad de la vida que puede derramarse sobre uno en los amaneceres islámicos. No es, desde luego, el mejor recurso para empezar el día con optimismo. Agradecí no entender el árabe y poder ahorrarme un disgusto temprano y abrí la ventana de par en par: la Ciudad de Piedra despertaba en la mañana neblinosa, con nubes oscuras en el oeste que presagiaban lluvia. El aire venía cargado de salitre y olor a especias, al clavo que tostaban en la destilería de los muelles próximos y a canela molida. Unos cuervos graznaban en la terraza de mi derecha mientras una bandada de palomas grises, a las que dirigía una capitana de plumaje albo, volaban entre los minaretes y las torres de la iglesia católica y la catedral protestante, para detenerse luego y zurear acomodadas en las cornisas del gran palacio del sultán Bargash, frente a la bahía de Zanzíbar.

Subí a desayunar a la terraza del piso superior del pequeño hotel. Delante, en la rada, algunos cargueros dormían sobre un mar tranquilo de color cobalto. Más lejos, los pequeños islotes parecían pasteles flotantes de crema, con su base de arena dorada brillando sobre el agua. Atrás, bajo las altas torres de los templos cristianos, bajo las cúpulas palaciegas y los delgados minaretes, se descubrían las intimidades de la ciudad: dormitorios, patios interiores, cocinas y retretes, terrazas y tendederos. Desde donde estaba, bien podría jugar al Diablo Cojuelo fisgando en las viviendas de los zanzibareños. En una de las cocinas a una mujer se le cayó una perola de metal y el ruido resonó, rebotó y se extendió de terraza en terraza en la sinuosa Ciudad de Piedra. Pensaba que, tal vez, cualquier ruido que se produjera en la ciudad podía escucharse en cada hogar de este barrio que forma el antiguo corazón de la isla. Y quizá los habitantes de las casas más próximas adivinaron de inmediato, sin necesidad de preguntárselo a nadie, de quién era la cacerola que había caído al suelo; seguro que de Zuleila, la mujer de Ali bin Said, que tiene manos torpes, la hija del anciano Mohamed, el viejo pescador, y hermana de Ahmed, el que arrastra una cojera de nacimiento y trabaja como portero en la Casa del Gobierno.

Salí a la calle. El barrio, pese a la hora temprana, era ya un espacio bullicioso y atareado. En las estrechas callejuelas, las bicicletas y las pequeñas motos pasaban a mi lado casi rozándome, haciendo sonar el timbre atenuado por la sordina para advertir a los transeúntes. Algunos borricos caminaban entre las gentes cargados de mercancía o con un jinete a la grupa.

Los olores crecían conforme el día avanzaba y el sol trepaba arriba del cielo deshaciendo la calima. Eran especialmente fuertes en las calles del bazar, quizá debido a la proximidad del mercado de frutas, verduras, carne y pescado. Los ingleses del pasado llamaban a la ciudad sunkibar, juego de palabras que podría traducirse como lugar público maloliente. Y Livingstone escribía a propósito de ello: «El hedor durante la noche es tan fuerte que se podría cortar una rebanada y abonar con ella todo un jardín».

Ahora, sin embargo, los olores sensualizaban el aire de la Ciudad de Piedra. Cruzaba junto a mujeres que dejaban detrás de sí un rastro de jazmines; luego vibraba cerca de mis narices el aroma a clavo que salía del interior de una tienda de especias; después eran la canela, el cardamomo y el perfume del jengibre; y más allá, la fragancia del té de yerbabuena y los potentes efluvios de un café arábigo. Oler se convertía en Zanzíbar en un acto de hedonismo supremo, aunque a veces acometiera una tufarada fétida surgida de una esquina que la gente utilizaba como urinario de urgencia. Pero esos son los riesgos que uno debe aceptar en Zanzíbar para aprender a amarla.

La zona del bazar vibraba de bulla antes del mediodía: timbrazos de bicicleta, griterío de vendedores, risas desde los corros de mujeres, alborozo de muchachos formando un círculo en cuclillas alrededor de dos jugadores de dominó y charlas de ventana a ventana entre vecinos de dos casas que se daban frente. Zanzíbar vivía en esa hora en la calle o asomada a los balcones. Y reparé entonces en que la Ciudad de Piedra es como un único hogar, como una gran vivienda en la que todos sus habitantes cumplen el papel de una inmensa familia. Puede que eso suceda en muchas de las ciudades árabes, pero en Zanzíbar el hecho es más acusado. Las calles estrechas; la convivencia entre hombres, mujeres y niños; la presencia de los animales domésticos; las voces y los olores de la vida en el bazar, las plazuelas convertidas en salas y los cafetines en cocinas comunes. Todo parece ser al fin un interior, una única vivienda bullanguera, con las largas callejas que son como pasillos y los rincones que parecen íntimas alcobas. Tal vez haya pocas maneras tan cálidas de vivir como la que ofrece el viejo casco de la ciudad de Zanzíbar.

Y si el extranjero camina por ella sin prisas, una y otra vez verá sonrisas en los rostros de los zanzibareños, que se volverán para decirle karibu, bienvenido. Y le ofrecerán entrar en su casa y tomar el té si se detiene a contemplar una de sus hermosas puertas de madera labrada. Es difícil encontrar en el mundo un lugar que merezca mejor que la Ciudad de Piedra aquel verso de Kipling: «Dios bendiga las islas hospitalarias adonde no llegan nunca las órdenes de captura. Dios bendiga las justas repúblicas que dan cobijo al hombre».

El calor del mediodía de febrero recluye en sus casas a los habitantes de la isla, en las habitaciones de ventanas estrechas y los patios sombreados. Después del atardecer, cuando el viento del nordeste sopla más fuerte y limpia el cielo de calima y polvo, se preparan para volver a la calle. Desde el puerto llega el limpio sonido de la sirena del barco de Dar es Salaam. El humo sale de su chimenea como grandes pelotas blancas de consistencia sólida. Gira en la dársena, enfila hacia el oeste y su larga proa sugiere la boca de una barracuda. Cuando el barco se aleja y desaparece de la bahía es como si Zanzíbar se quedara sola, apartada por su propia voluntad del mundo, vuelta de espaldas al continente y deseosa de gozar de su intimidad.

Va cayendo el sol con fatiga, como arrepentido de haber arrojado tanto calor sobre el mundo, y la ciudad revive, las gentes salen de las oscuras viviendas. La explanada que se abre frente al antiguo palacio del sultán Bargash se ha poblado de tenderetes donde se fríen kebabs de cordero, pulpo picante y pescados con salsa india de masala. Hay venta de pasteles y un delicioso zumo frío de caña de azúcar. La tarde va cobrando la tersura del acero y la luz más poderosa de la tierra vuelve exactos los objetos y precisos los perfiles de los hombres.

El sol llega ya a rozar la línea del mar, dejando su estela ardiente sobre el aire. Un falucho se ha cruzado en su camino y, por un instante, su velamen parece alcanzado por un voraz incendio surgido del sol. Y de pronto todo parece quedarse quieto en Zanzíbar, como si la vida detuviese sus relojes inexorables. Tiembla el aire, la piedra de los palacios palpita trémula, un aliento de eternidad amenazada posee a la isla. El sol entonces, como una pesada pelota roja, se desploma a las espaldas del océano.

Pero no es el fin del mundo, aunque podría parecer un fin suave, deseable y sensual. Al contrario: la vida renace con mayor vigor. La noche avanza y a cada momento hay más gente en la calle. En la explanada, los tenderetes encienden velas para alumbrarse. Y en las callejas de la Ciudad de Piedra los muchachos salen a jugar a policías y ladrones, las mujeres sacan sillas y forman pequeñas tertulias, los hombres abren las portaladas de sus casas y organizan partidas de dominó y de dao. Todo el mundo saluda al extranjero. De nuevo karibu, otra vez la isla tolerante y hospitalaria, luminosa y perfumada, se mete en tu corazón con la fuerza de los amores adolescentes y de los recuerdos infantiles.