En su libro El espejo del mar, Joseph Conrad escribe; «A nadie se le ha presentado nunca la aventura cuando la ha llamado. El que emprende en forma deliberada la búsqueda de la aventura sólo encuentra a su paso cáscaras vacías, salvo que se trate de un ser excepcional elegido por los dioses y grande entre los héroes, como lo fue el excelso caballero Don Quijote de la Mancha. Nosotros, los mediocres mortales, cuya alma mezquina desea convertir a los perversos gigantes en honestos molinos de viento, somos escogidos por la aventura, es ella quien nos visita como un ángel y nos atrapa cuando estamos desprevenidos. Pero muchas veces la recibimos como a los huéspedes inesperados, cuando sentimos que llegan en el momento menos oportuno. Y así la dejamos pasar con desenfado, sin dar gracias por el gran favor que nos concedía».
El sueño de África tal vez no sea más que un afán de aventura, la resistencia infantil del corazón a aceptar la vulgaridad y rutina del mundo. Sucede que, hasta hace un siglo e incluso un poco menos de tiempo, África era un continente casi virgen, en gran parte desconocido, insólito, grandioso, en el que lo inesperado asaltaba al hombre en cualquier momento, en el que la aventura podía «concedernos su gran favor», como decía Conrad. Hoy no sólo África, sino toda la esfera planetaria, ha entrado en un proceso, supongo que irreversible, de uniformidad. Encuentras Coca-Cola en el fondo de las selvas primitivas, hay mecheros de usar y tirar en las islas lejanas de los mares del Sur, cigarrillos americanos en las más remotas cordilleras y antenas parabólicas que te permiten ver en una pantalla de televisión, desde el más ignoto refugio de la Tierra, los últimos juegos Olímpicos en directo desde el estadio. En el mismo segundo en que un atleta bate un récord mundial habrá un esquimal del norte de Alaska que aplaudirá alborozado la hazaña ante una pantalla y, en ese instante, un pigmeo del bosque de Ituri brincará de gozo para celebrarlo. Cualquiera de los dos podrá encender un cigarrillo Winston o Marlboro mientras ve la televisión. La gran pregunta es si la aventura existe todavía en el escenario de la «aldea global» en que ha llegado a convertirse el mundo. Y en consecuencia, si el sueño es aún posible.
Uno quiere creerlo en esos lugares del trópico de calor sofocante, colores puros y mar espeso. Uno quiere creerlo en días como aquel domingo en Dar es Salaam en que iba a visitar la Biblioteca Nacional para buscar unos datos y me mezclaba con la marea de gente, impregnándome con los olores de aquella humanidad que deambulaba por la ciudad como un oleaje ruidoso y jovial, en el que se confundían los swahilis, los indios sijs y gujaratis, los paquistaníes, un blanco ocasional que cruzaba conmigo una mirada tímida; y grupos de hausas mahometanos con bonete y chilaba, pandillas de niños de ropas desgastadas que corrían entre los transeúntes a empellones, un alto masai que caminaba con el aire de un ser trasplantado de golpe a un planeta extraño. La catedral protestante, en el lado oriental de la bocana, y la catedral católica, más al oeste, rivalizaban en un duelo de campanarios, como si el número de fieles que pudieran atraer para sus respectivas ceremonias religiosas dependiese del mayor ruido que lograran provocar a fuerza de tañidos. Otra vez las mujeres, ataviadas con sus briosos kangas, alegraban el miserable rostro de la ciudad con el restallante colorido de sus vestidos. Otra vez surgían por doquier los mercadillos, cualquier rincón de la ciudad o cualquier sombra de un árbol lozano servían para extender una manta y ordenar encima unos pocos objetos o unos cuantos frutos. Todo era tal y como debieron de verlo Speke y Burton hace medio siglo. Pero la aventura se había esfumado para siempre.
Me preguntaba qué podrían lograr vender aquellos pobres hombres y mujeres que ofrecían siempre los mismos dos paquetes de cigarrillos o las mismas dos docenas de manzanas apiladas en difícil equilibrio. Me preguntaba qué buscaba aquella multitud que, a todas horas, llenaba las calles y las avenidas de la miserable Dar. Pensé que, después de todo, la aventura de sobrevivir no es, en la mayoría de las ciudades del Tercer Mundo, un gran favor o un alto don, como sugería mi querido gran soñador Joseph Conrad. La aventura de sobrevivir en lugares como Dar es una maldición de Dios o un regalo del diablo.
Hasta 1907, los alemanes habían considerado a esta misma humanidad de gente pobre con la que yo ahora me mezclaba poco menos que como ganado. Las rebeliones de los indígenas comenzaron a convencerles de que en los territorios africanos había hombres bravos e inteligentes, si no tanto como los alemanes al menos dignos de ganarse un rango en la jerarquía de la calidad humana. Las matanzas y genocidios que perpetraron para «pacificar» su colonia de Deutsch-Ostafrika levantaron además una oleada de indignación y de protesta en Alemania y el propio Parlamento comenzó a ponerle freno al Gobierno. En 1907, a la conclusión de la revuelta «maji-maji», se creó una oficina colonial, a cuyo frente fue nombrado Bernhard Dernburg. Como gobernador del territorio, un puesto tradicionalmente ocupado por militares, se colocó a Albrecht von Rechenburg. Ambos hombres eran dos idealistas imbuidos de humanitarismo y emprendieron cambios muy profundos en la administración de la colonia. Denberg fue cesado cuatro años después de ocupar su cargo por presiones de los colonos más radicales y Rechenburg regresó un par de años más tarde a Alemania, pero los hombres que les sucedieron continuaron sus ideas y su trabajo. La Deutsch-Ostafrika se convirtió no sólo en la más ejemplar de las colonias de África en el respeto a los derechos de los nativos, sino también en la más rentable desde un punto de vista comercial.
Los funcionarios sádicos e incompetentes fueron despedidos y se juzgaron en los tribunales los actos de crueldad contra los indígenas. Se promulgaron nuevas leyes sobre la propiedad de la tierra, quedando en manos de los nativos una buena parte del territorio de Tanganika. Se facilitó ayuda técnica, económica y apoyo oficial a la colonia para el mantenimiento de los precios del mercado. Aunque los esclavos que tenían propietario no fueron liberados —el tráfico ya había sido prohibido años antes— se establecieron leyes contra los malos tratos y se determinó por ley que todo hijo de esclavo nacido después de 1906 era ya libre. El trazado del ferrocarril del norte, que unía la costa, desde Tanga, con las ricas tierras del Kilimanjaro, en Moshi, quedó completado en 1911. El otro ferrocarril, el central, que partía de Dar es Salaam, llegó a Tabora en 1912y alcanzó el lago Tanganika en 1914.
La eficacia y la magnanimidad resultaban, al tiempo, más rentables. Mientras que, en 1907, el valor de las exportaciones de la colonia era de doce millones de marcos, la cifra se convirtió en 1912 en treinta y seis millones. Se duplicaron las producciones de sisal, caucho y algodón, mientras que el café de las faldas del Kilimanjaro, uno de los más sabrosos del mundo, sobrepasó la cifra de producción de mil toneladas anuales en 1914.
Dar es Salaam era ya, en ese año, una de las ciudades más modernas y prósperas de África. Seis mil europeos convivían con quince mil asiáticos y cuatro millones y medio de nativos en uno de los países más grandes del continente africano. Pero el orgullo de la Deutsch-Ostafrika eran sus escuelas: en 1911 había ya mil en todo el territorio, con cien mil niños escolarizados. La enseñanza primaria se impartía en swahili, y la secundaria y la profesional, sobre todo en la industria del artesanado, en alemán. Muchos nativos comenzaban a viajar a Alemania para ampliar sus estudios. Todavía hoy, los libros de historia de los autores tanzanos hablan con gratitud, orgullo y admiración del último período colonial alemán.
Pero la Primera Guerra Mundial estalló en 1914 y las colonias de África oriental no quedaron excluidas del campo de batalla. Al contrario: los actuales territorios de Kenia y Tanzania fueron el escenario de una de las más épicas contiendas de la «gran guerra», entre las tropas coloniales germanas y las británicas y sus aliados. Allí se libró una batalla un poco ignorada y sin duda legendaria, revestida de grandes características de heroísmo. Fue una guerra, casi, a la antigua usanza, una guerra de caballeros en la que los contendientes tuvieron la suerte de ahorrarse el horror de las trincheras. La guerra de África oriental encontró en un hombre, el coronel alemán Von Lettow, una de esas figuras que, de cuando en cuando, escriben en la historia militar un capítulo diferente, un capítulo a la vez genial y romántico en su caso. Pocos militares han sabido hacer la guerra con la sabiduría y la gentileza con que él la hizo. Nunca perdió una batalla. Cuando entregó sus armas, en 1918, al tener noticia de que Alemania se había rendido en Europa, era un general al que nadie había derrotado. Y las armas las recogió de sus manos, rindiéndole honores militares, un ejército que nunca había conseguido vencerle.
Paul von Lettow-Vorbeck nació en Prusia en 1870 y era hijo de un oficial. Estudió en la Academia Militar de Kassel y sirvió en China antes de ser destinado a los territorios alemanes de África del Sur, en la actual Namibia. Allí aprendió algunas de las tácticas de lucha en la selva contra las rebeliones nativas y desarrolló una enorme pasión por África, sin intuir tal vez entonces que acabaría por convertirse en uno de los mitos de la historia blanca del continente negro.
En 1913, cuando se olfateaba ya la guerra mundial, fue nombrado comandante supremo de las fuerzas armadas alemanas de Tanganika, la Schutztruppe. Dicho así suena en exceso solemne, pues la realidad es que aquella tropa la componían poco más de doscientos oficiales alemanes y algo menos de tres mil suboficiales y soldados nativos, los askaris. No obstante, pese a su escaso número, formaban una tropa de elite, curtida en las feroces luchas contra las tribus nativas rebeldes y, sobre todo, en la campaña de la guerra «maji-maji». Los futuros adversarios de Alemania en la «gran guerra» desconocían casi por completo la calidad de aquella pequeña fuerza militar e ignoraban también el talento de estratega del hombre encargado de mandarla.
Lettow llegó en un barco británico al puerto de Mombasa sólo unos meses antes del estallido de la contienda. En su barco viajaba también una mujer que, años más tarde, ocuparía un lugar de honor en la literatura: Karen Blixen, la celebrada autora del libro Memorias de África. Lettow y la Blixen simpatizaron y el coronel le regaló una fotografía suya dedicada. Cuando se despidieron en los muelles de Mombasa al finalizar la travesía, deseándose buena suerte en la aventura que cada uno de ellos iniciaba, no imaginaban que volverían a verse bastantes años después, mucho más viejos y ya famosos.
A Lettow le sorprendió la alta preparación de la Schutztruppe. Los oficiales, formados en el código militar prusiano de la Academia de Kassel, eran brillantes alumnos en las tácticas de Clausewitz y se les elegía para su nuevo destino después de sometérseles a una dura prueba en la que contaban la inteligencia, el carácter, la iniciativa y el sentido del liderazgo. El mínimo tiempo de servicio exigido para servir en África era de dos años y medio y cobraban el doble de sueldo que los oficiales de la metrópoli. La mayoría de ellos, cuando llegó Lettow, ya habían intervenido en las luchas contra los indígenas, habían dejado a un lado los libros de Clausewitz y aprendido de sus adversarios la forma de luchar en las selvas y las sabanas.
En cuanto a los askaris, palabra que significa soldado en swahili y que tanto alemanes como ingleses recogieron para nombrar a los números de sus tropas nativas, fueron en principio sudaneses contratados en el norte y, más tarde zulúes traídos de las colonias alemanas del sur. En los años siguientes, al final de las revueltas indígenas en Tanganika, se incorporaron guerreros wahehes y de otras tribus de tradición belicosa, como los wanyamwezi, los wagogo y los wasukuma. Todos estos askaris habían sido ya guerreros que sabían hacer la lucha de guerrillas de la misma forma que la habían hecho sus padres y los padres de sus padres.
Los oficiales alemanes enseñaron a los askaris a no separarse nunca de su fusil, al que llamaban bibi, que quiere decir esposa en swahili. Las órdenes precisas se daban en alemán, y para las que necesitaban más largas explicaciones se utilizaba el swahili. Los soldados de la Schutztruppe no hacían trabajos serviles y tenían derecho a mantener a su servicio un askari-boy. Vestían una guerrera caqui, polainas, cinturón de cuero, cartuchera y se tocaban con un quepis, con un pañuelo que colgaba detrás, al estilo de la Legión Extranjera francesa. Se les imbuyó un espíritu de elite y eran más temidos entre la población, cuando se sofocaba alguna rebelión, que los oficiales blancos. Por otra parte, un askari alemán cobraba el doble de paga que un askari británico.
Había una serie de reglas estrictas para esta tropa singular y única en África. Nunca debían dejarse las ametralladoras desmontadas ni la munición en manos de porteadores que marcharan lejos de los soldados. No debía acamparse en alta yerba y sin visibilidad. No había que perseguir al enemigo dispersándose. Si un porteador se asustaba y huía de la batalla, había que dispararle y matarlo antes de que lo capturase el enemigo.
Las tropas se organizaban en compañías de infantería que contaban, cada una, con siete u ocho oficiales, doscientos askaris y dos equipos de ametralladoras. A ellos se unían unos cientos de porteadores y, en ocasiones, tropas irregulares de nativos, los ruga-ruga, a los que solía acompañar un ejército de soldaderas. Los porteadores transportaban medicinas, alimentos, munición y dos lanchas desmontadas que se usaban para cruzar ríos y lagos. Cada una de estas compañías podía subsistir durante meses, actuando en la guerra sin necesidad de aprovisionamientos. Los alimentos se requisaban en aldeas o se lograban cazando, mientras que muchas medicinas se preparaban siguiendo las recetas tradicionales de médicos nativos.
El himno de la Schutztruppe era Haya Safari, cantado en swahili, y su estribillo decía: «Vamos en camino, vamos venciendo. Seguimos a nuestro coronel, la tropa en marcha. Vamos en camino, vamos venciendo».
A poco de estallar la guerra, hubo breves escaramuzas entre las tropas de Lettow y los británicos del territorio de Kenia y se contaron los primeros muertos. Poco después, Berlín intentó llegar a un acuerdo con Londres para establecer, como se había hecho en un principio en el Congo Belga, que los territorios de África oriental fuesen declarados neutrales. Londres se negó. Y Gran Bretaña preparó una fuerza expedicionaria que debía viajar desde la India y desembarcar en el puerto de Tanga, al norte de Dar es Salaam. El general Edward Aitken iba al mando de aquella fuerza que componían ocho mil hombres.
Se consideraba una operación sencilla. Para oponerse al Ejército británico, Lettow sólo contaba con 218 oficiales alemanes y 2542 askaris, que incluso debían dividirse para proteger, además de la costa, la frontera norte de la colonia, en especial la rica zona del Kilimanjaro. Además, pensaba Londres, el mando de aquella pequeña tropa alemana estaba en manos de un desconocido militar sin historial brillante.
Aitken planeaba desembarcar sin encontrar apenas resistencia y sentenciar la guerra de África oriental en unas pocas semanas. Tal vez soñaba, incluso, con lograr una medalla en Tanga.
El 2 de noviembre de 1914, a primeras horas de la mañana, dos compañías de soldados indios enrolados en las fuerzas británicas desembarcaron en las playas de Tanga. Una compañía de askaris alemanes, escondidos entre los maizales del camino a la ciudad, los recibió a balazos. Los primeros cadáveres de la fuerza británica quedaron allí y el avance fue detenido, pero Aitken no se inmutó. Estableció su cabeza de puente en la playa y continuó durante el resto de la tarde y todo el día siguiente desembarcando tropas y materiales.
Lettow llegó a toda prisa en tren desde el Kilimanjaro, con las pocas tropas de refresco que pudo distraer del posible frente del norte. Él mismo, disfrazado de civil, con el rostro tiznado y en bicicleta, recorrió las calles desiertas de Tanga y se acercó sin problemas hasta las líneas enemigas. Una vez que tuvo idea de la situación diseñó su estrategia y organizó sus tropas, que estaban en proporción de uno contra cuatro con respecto a los británicos.
El día 4, seis mil soldados británicos habían desembarcado y a las diez de la mañana comenzaron su avance sobre Tanga. Hacía muchísimo calor y una plaga de abejas salvajes comenzó a picar a los soldados de ambos bandos. Desde los maizales, los alemanes hicieron una verdadera carnicería entre las tropas indias, y luego se retiraron al interior de la ciudad. Los gurkas indo-británicos lograron conquistar el hotel Detscher Kaiser e izaron la bandera de la Union Jack en Tanga. Aitken ordenó que se preparasen las botellas de champán. Y en ese instante, mientras el grueso del contingente atacante entraba en las calles de Tanga, Lettow ordenó a sus hombres lanzarse sobre el flanco izquierdo del enemigo, primero disparando y de inmediato a la bayoneta. El coronel alemán comentó más tarde: «Para ganar, debíamos arriesgarlo todo». Era un ataque casi suicida contra una tropa muy superior. Los askaris gritaban a los soldados indios llamándolos «insectos», el peor insulto en swahili. En pocos minutos, los británicos se dispersaron y huyeron despavoridos hacia las playas. «Corrían como conejos y chillaban como monos», comentó un oficial alemán. Tanga estaba salvada y Gran Bretaña sufría una derrota humillante en suelo africano.
Aquel ataque a la bayoneta lo dirigió Tom Prince, el mismo oficial que, un cuarto de siglo antes, había conducido las tropas alemanas contra los wahehes y los sikis y al que sus soldados apodaron entonces «el señor salvaje». Prince era hijo de un inglés y de una alemana y optó, a la postre, por estudiar en la Academia de Kassel y pasar al servicio de Alemania. Fue compañero de promoción de Von Lettow, y después de sus primeros años combatiendo contra los indígenas se casó, se estableció como granjero en la colonia, dejó el Ejército y se convirtió en uno de los colonos más respetuosos del mundo nativo. Al estallar la guerra se puso a las órdenes de Von Lettow, a la cabeza de un puñado de voluntarios reclutados entre los colonos. Murió aquella mañana en Tanga, cargando a la bayoneta. Durante el resto de la campaña, los askaris afirmaban que su fantasma los acompañaba y que se tomaba venganza de los británicos, degollando enemigos durante las noches.
La mañana del día 1, un abatido Aitken ordenó la completa retirada de sus tropas y el reembarco se inició por la tarde. Detrás dejaba trescientos muertos, más de cuatrocientos prisioneros en poder alemán y numerosos heridos. Los alemanes perdieron dieciséis oficiales y cincuenta y cinco askaris. En las playas de Tanga quedaron abandonados modernos rifles ingleses para armar tres compañías, dieciséis ametralladoras, medio millón de cartuchos, todos los teléfonos de campaña de la expedición invasora y ropas militares para vestir al completo al ejército de la Deutsch-Ostafrika durante un año.
Aitken navegó hasta Mombasa. Allí recibió la noticia de que era degradado al empleo de coronel y que su sueldo se reducía a la mitad. Durante años, como contaba un oficial inglés, «entraba en un estado de angustia y depresión cada vez que oía el nombre de Lettow».
Pocos días después de la batalla de Tanga, Von Lettow derrotaba cerca de Moshi, en las faldas del Kilimanjaro, a otra tropa británica dirigida por el general Stewart. La colonia quedaba por el momento salvada y Lettow siguió organizando su ejército, preparándolo para días más difíciles.
Los días más difíciles llegaron a comienzos de 1916. Para esa época, el resto de las colonias alemanas de África habían caído en poder de los británicos y de sus aliados. El territorio sudafricano de Alemania, la actual Namibia, se había rendido en el primer mes de la guerra; Togoland, el actual Togo, cayó en julio de 1915, mientras que Camerún era ocupado por el enemigo en febrero de 1916. Para los británicos, conquistar Tanganika significaba no sólo terminar con el imperio del káiser en el continente, sino también poder enviar un número importante de tropas hacia los campos de batalla de Europa.
Antes de que la gran batalla se planteara, Von Lettow había aprendido una importante lección a comienzos de 1915. Poco después de la victoria de Tanga, una tropa británica compuesta por colonos y soldados indios había cruzado la frontera de Tanganika y conquistado una plantación, en las cercanías de la localidad de Jasin. Lettow, determinado entonces a no perder un solo palmo de territorio alemán, marchó con la flor y nata de su pequeño ejército a Jasin y se enfrentó a los británicos. Tras un par de días de combates los derrotó y expulsó, pero en la batalla no sólo fue herido en el brazo, sino que murieron veintisiete de sus oficiales alemanes. La de Jasin fue, en cierta forma, una victoria pírrica, pues aquellos profesionales curtidos durante años en las guerras africanas eran irreemplazables. Junto con ellos, Lettow gastó doscientos mil cartuchos de fusil. Consciente de que Berlín no podía enviarle más oficiales y municiones, Lettow decidió que su manera de combatir, a partir de Jasin, sería diferente. En sus memorias, años después escribió: «Comprendí en forma imperativa que, salvo en casos excepcionales, debía atenerme a la guerra de guerrillas».
En febrero de 1916, los aliados organizaron una gran operación conjunta para expulsar a los alemanes de los últimos territorios de África y se preparó un formidable ejército para acabar con Lettow. Por el norte, desde Kenia, debían atacar los británicos, reforzados por askaris, colonos e indios. Los belgas invadirían Tanganika desde el oeste, desde sus territorios del Congo. Otra tropa británica debía atacar desde el sur, desde Nyasaland. Y por si fuera poco, nuevos contingentes británicos enviados desde Uganda avanzaban para conquistar las orillas meridionales del lago Victoria, que formaban parte de la colonia alemana. Para dirigir sus tropas en África oriental, Londres escogió a un hombre singular, otro de los mitos de la historia blanca del continente: el general Smuts.
Jan Christian Smuts había nacido en Pretoria, en la colonia británica de África del Sur, el mismo año que Lettow: 1870. Era hijo de padres holandeses y estudió leyes en el reputado Christ’s College de Oxford. Ávido lector de poesía, ciencia y filosofía, escribió un libro sobre el poeta americano Walt Whitman. Después de pasar varios años en Inglaterra, regresó a Sudáfrica y combatió contra los británicos en la guerra de los bóers, convirtiéndose en un experto en la guerra de guerrillas. Jugó un papel protagonista, junto con Louis Botha, en la fundación del estado de Sudáfrica, en agio. Siempre se mostró partidario, no obstante, de que su recién nacido país permaneciese dentro del ámbito de la Commonwealth. Bajo su mando y el de Botha, las tropas sudafricanas conquistaron la colonia alemana de Sudáfrica, la actual Namibia, a poco de comenzar la guerra. Un año y unos meses después era escogido por Londres y El Cabo para comandar el contingente anglo-sudafricano que debía combatir a Lettow.
Los éxitos de Smuts no tardaron en llegar. Al mando de su potente fuerza expedicionaria y frente a un enemigo que de inmediato comenzó a rehuirle y a establecer una táctica de lucha guerrillera, el general sudafricano conquistó Moshi, capital de la región del Kilimanjaro, en marzo de 1916. En julio ocupaba Tanga, la ciudad de la vergüenza de Aitken. Ese mismo mes, por el norte, las tropas enviadas desde Uganda tomaban Mwanza, la principal ciudad de Tanganika a las orillas del lago Victoria. Los belgas, por su parte, viniendo desde el oeste, se hacían con el control de Tabora. Smuts seguía su avance y Bagamoyo se rendía en agosto. Sólo unos días después los británicos entraban en Dar es Salaam. Sobre el papel, la Deutsch-Ostafrika había sido conquistada.
Pero quedaba Lettow. El coronel y su ejército vagaban por los extensos territorios de África oriental burlando al enemigo, derrotándole en incursiones por sorpresa, infringiéndole numerosas pérdidas y apoderándose de sus armas y municiones. Para esa época, Lettow sabía que la guerra no podía ganarse en los territorios de África, sino en Europa. Y su principal objetivo militar era tener ocupados en Tanganika el mayor número posible de tropas aliadas durante todo el tiempo que pudiera. Sumando enemigos en África, los restaba en los frentes europeos. Y logró con creces su propósito: hasta el fin de la guerra en Europa, mantuvo mareando la perdiz en territorio africano a un poderoso ejército aliado. Sus tropas no excedieron nunca el número de once mil hombres, mientras que sus enemigos llegaron a mantener en Tanganika una fuerza de trescientos mil en los momentos más caldeados de la guerra.
Los números cantan mejor que nadie la leyenda de Lettow: ciento treinta generales lucharon contra él en cuatro años, hizo sesenta mil bajas a sus enemigos (entre ellas veinte mil soldados europeos e indios) y terminó la guerra con 155 oficiales alemanes vivos de los 218 que la habían comenzado con él. Cuando entregó sus armas tras recibir noticias de la rendición alemana en Europa, el noventa por ciento de ellas las había arrebatado al enemigo, así como los uniformes que vestían sus tropas y las municiones que empleaban en los combates. De su armamento original conservaba tan sólo siete ametralladoras y unos pocos fusiles. El resto lo componían treinta ametralladoras británicas, cuarenta obuses y una batería antiaérea portuguesa, más de mil fusiles belgas e ingleses y cerca de doscientos cincuenta mil cartuchos aliados. «Más que rendir sus armas», comenta el historiador Charles Miller, «lo que hizo fue devolver artículos prestados».
La estrategia de Lettow consistía en atacar siempre donde el enemigo no lo esperaba y así, en plena guerra, estuvo combatiendo en las puertas de Nairobi, capital de la colonia británica de África oriental. Aislado de Alemania, sin refuerzos ni aprovisionamientos, Lettow tomaba de la Naturaleza lo que no podía tomar de sus adversarios. De ese modo, para combatir la malaria logró preparar un potingue, con las indicaciones de curanderos nativos, hecho a base de corteza de árbol. Su sabor era espantoso y sus resultados relativos, pues el propio Lettow padeció ataques de malaria al menos en diez ocasiones. Al atravesar regiones desérticas, él y sus soldados bebían orina cuando el agua escaseaba. Comieron carne de hipopótamo, de serpiente y de mono. Se fabricaron botas de piel de búfalo, pues las largas marchas suponían un alto costo de calzado. La mayoría de sus oficiales resultaron heridos durante el conflicto, y el propio Lettow hizo una buena parte de la guerra medio ciego, después de ser herido en un ojo en una de las primeras escaramuzas de la guerra.
No perdió una sola batalla y ganó todas cuantas planteó en las condiciones que él mismo elegía. Ante el acoso aliado, en 1917 se internó en territorio de Mozambique con su ejército, para regresar a Tanganika en 1918. Atacó luego el norte de Rhodesia y conquistó la ciudad de Kasama el 9 de noviembre, dos días antes de que Berlín firmase el armisticio. Cuando le llegaron noticias de la rendición, pactó las condiciones de alto el fuego con el general sudafricano Van Deventer antes de entregar sus armas. «Técnicamente hablando», escribe el americano John Gunther, «no fue una rendición, sino que Lettow licenció a sus tropas y se puso a disposición del comandante enemigo». Y Charles Miller señala: «Hubo una ridícula ceremonia: la capitulación de un ejército que no había perdido ante un ejército que no había ganado».
La guerra que dirigió Lettow fue, además, una guerra gentil, una guerra de caballeros. Mientras que en Europa el gas y los bombardeos de las trincheras acababan con todos los nobles sentimientos de una generación de europeos, Lettow dejaba libres a los oficiales enemigos que capturaba a cambio de su promesa, bajo palabra de honor, de que no lucharían contra Alemania en todo el tiempo que durase el conflicto. Sus adversarios correspondieron con la misma caballerosidad a Lettow. En cierta ocasión, Smuts le hizo llegar la noticia, con su felicitación personal, de que el káiser le había concedido la más importante de las condecoraciones alemanas: la Cruz de Hierro con los más altos distintivos. Lettow le devolvió el mensaje a Smuts, agradeciéndole el detalle y añadiendo, con modestia, que no era merecedor de tan alto honor.
Después de entregar sus armas, Lettow regresó desde Rhodesia en tren hasta Dar es Salaam. En todas las estaciones del recorrido donde el tren se detenía los colonos alemanes acudían a vitorearle y entregarle flores. Desfiló luego en Berlín, al frente de sus 15 S oficiales, como un héroe victorioso, en la avenida Bajo los Tilos, y cruzó entre aclamaciones bajo la puerta de Brandeburgo.
Dos años después, en 1920, organizó la fuerza paramilitar que combatió en Hamburgo la insurrección comunista de los «espartakistas». Después dejó el Ejército. Pese a ser un convencido conservador, se enfrentó a Hitler y formó su propio partido para oponerse al dirigente nazi. Fue diputado en el Reichstag entre 1920 y 1930. Antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, Hitler le ofreció el cargo de embajador en Londres y Lettow le mandó, literalmente, «a tomar por culo». Permaneció bajo arresto domiciliario durante toda la guerra, aunque Hitler nunca se atrevió a liquidar a aquel héroe vivo de la campaña de África. Perdió dos hijos en el frente, y al término de la contienda, en Hamburgo, se encontró con muy serias dificultades para sobrevivir. Fue su viejo adversario Jan Smuts quien consiguió algo insólito en la historia de la guerra: una pensión militar aliada para un antiguo soldado alemán. Gracias a ella, Lettow pudo salvar los difíciles años de la posguerra.
Antes de morir, Lettow volvería a África en una ocasión. Y encontraría a los askaris supervivientes de la legendaria Schutztruppe de Tanganika, para los que, durante toda su vida, siguió exigiendo del Gobierno alemán la paga y la pensión que se les debían.
El puerto de Dar es Salaam ha cambiado poco desde los días de la Deutsch-Ostafrika. En sus destartalados muelles atracan buques de casco que comienza a devorar el óxido. Apenas hay tráfico comercial de envergadura en este puerto que fue uno de los más atareados de África durante los diez años anteriores al estallido de la «gran guerra». Cuando los aliados formaron su poderoso ejército para derrotar a Lettow, en los primeros meses de 1916, el coronel alemán hundió un navío en la bocana de la rada para impedir la entrada de los buques aliados, y el buque, que asomaba parte de su castillo sobre la superficie del agua, no fue retirado hasta finales de los años sesenta. En cierta forma, el largo tiempo que permaneció allí fue la imagen fiel del abandono en que entro la colonia de Tanganika a partir de 1918, ya bajo administración británica. Londres no tenía gran interés en aquellas tierras en las que sólo alcanzaba cierto valor el café del Kilimanjaro. Los alemanes, durante los días más esplendorosos de la colonia, habían cultivado enormes plantaciones de sisal, una pita originaria del Yucatán mexicano y de la que se extrae una fibra de gran calidad. Pero los ingleses no se interesaron por este producto y desdeñaron el territorio de Tanganika en beneficio de Kenia, donde el aflujo de colonos comenzaba a ser enorme.
Los flamboyanes, las palmas, los almendros indios y las casuarinas plantadas por los alemanes en Kivukoni Front, sobre la curva en forma de garfio que dibuja el puerto de Dar, han crecido durante casi cien años hasta convertirse en espléndidos y bellos ejemplares. Un poco más atrás del puerto, en el interior de la ciudad, Dar es Salaam conserva un jardín botánico también inaugurado en los días de la Deutsch-Ostafrika. Junto al jardín se alzan el Museo Nacional de Tanzania y la Biblioteca, apenas un pequeño despacho repleto de estupendos libros.
Dar es Salaam mantiene la misma estructura urbana que dejaron los alemanes al marcharse, aunque bastante más deteriorada. Tras la independencia, alcanzada en 1961, el primer presidente de la Tanzania libre, Julius Nyerere, puso en marcha una política influida por el sistema maoísta chino. La base de esa política era el ujamaa, que en swahili quiere decir algo así como «familiarismo» y que se basaba en la colectivización de la tierra y en la armonía racial y tribal. Nyerere ha sido, sin duda, uno de los grandes líderes del período de la independencia africana, pero más por su papel en la política global del continente, en especial en la lucha contra el apartheid sudafricano y en la creación de la OUA, que por sus aciertos en la dirección de los asuntos de su propio país.
Nyerere, nacido en 1922 en la tribu zanaki, estudió en la Universidad de Makerere, en Kampala, conocida como «el Oxford de África», y más tarde en Edimburgo, donde se licenció en historia. Convertido al catolicismo, regresó a Tanganika en 1953 para ejercer como maestro. Tradujo al swahili dos obras de Shakespeare: El mercader de Venecia y julio César, y entró de inmediato en política, abogando por la rápida independencia de su patria. En 1961 fue elegido presidente; en 1964 incorporó al joven Estado la isla de Zanzíbar y cambió para la nación el nombre de Tanganika por el de Tanzania. Sus repetidos fracasos en política económica, que dejaron al país al borde de la bancarrota, le llevaron a una profunda autocrítica. Y dimitió como presidente en 1985. Es el único caso en África de un dirigente político que dimite haciendo público el reconocimiento de su mala gestión.
El estancamiento tanzano, la pobreza de las gentes y su falta de perspectivas de futuro están a la vista en Dar es Salaam y en todas las ciudades tanzanas. Muy poco es lo que ha cambiado desde los días del gobierno colonial, salvo los nombres de los edificios, las calles y las plazas. De aquella guerra insólita que libró Von Lettow entre 1914 y 1918, tan sólo hay un monumento para el recuerdo: la estatua erigida en memoria de los askaris, alzada en una plaza, en la confluencia de la avenida Samora y la calle Maktaba. Pero es una estatua falsa, porque la alzaron los británicos para honrar la memoria de sus soldados nativos; y en Tanganika, los soldados nativos no lucharon por el rey de Inglaterra, sino por el káiser.
En 1953 Von Lettow tenía ochenta y tres años y conservaba una salud envidiable. Por ello no dudó en embarcarse en el Rhodesia Castle rumbo a Sudáfrica, donde la viuda de su viejo adversario Smuts le había invitado a pasar unas semanas. Tenía prevista, además, una parada en el camino: en el puerto de Dar es Salaam.
Cuando su barco dobló la bocana y esquivó la quilla del buque que él mismo había ordenado hundir para impedir la entrada de la flota aliada, pudo distinguir a la multitud congregada en el muelle. Allí esperaban, para recibir al héroe de la «gran guerra», las autoridades británicas, junto a una orquesta que le rendiría honores.
Pero el gobernador británico no había reparado en la presencia de un grupo de ancianos nativos entre la multitud que se agolpaba tras el cordón de seguridad. Apenas eran una docena y contemplaban atentos la maniobra del barco que enfilaba hacia tierra.
Cuando Lettow puso el pie en el muelle, la banda comenzó a tocar y el gobernador británico le estrechó la mano. En ese instante, los ancianos rompieron la barrera y se hincaron de rodillas ante Lettow. Eran askaris supervivientes de la Schutztruppe, soldados que habían dejado de luchar cuarenta años antes y que habían jurado seguirle hasta la muerte y permanecer junto al «invencible» para librar todas las guerras del futuro.
Lettow los abrazó uno a uno. Después, ellos le alzaron en hombros y, ante la mirada atónita de las autoridades británicas, lo pasearon por el muelle cantando en alemán Haya Safari, su viejo himno de combate.
Von Lettow murió en 1964, el mismo año en que el Parlamento alemán acordaba, al fin, pagar los sueldos y las pensiones que se debían a los askaris de la Schutztruppe. Y el epílogo de la historia se escribió de una forma curiosa: incapaz de organizar la forma de efectuar el pago, el Gobierno alemán tramitó el asunto a través del tanzano. El Gobierno de Dar, no sabiendo tampoco muy bien qué hacer, publicó en los periódicos un anuncio informando que, en la ciudad de Mwanza, al sur del lago Victoria, se efectuaría el pago de la deuda a los antiguos askaris que se presentaran allí, en una fecha señalada, y pudieran probar que sirvieron en el ejército germano entre 1914 y 1915. Un pagador alemán viajó con el dinero desde Bonn a Mwanza y la mañana de la cita encontró ante sí a un grupo de unos trescientos ancianos. Pero eran muy pocos los que conservaban el certificado que, en 1918, Von Lettow había extendido, uno por uno, a todos sus soldados.
El pagador tuvo entonces una feliz idea. Comenzó a ordenar, en alemán, movimientos de instrucción militar: firmes, presenten armas, descansen, marchen… Ni uno solo de aquellos ancianos dudó y todos ejecutaron a la perfección las órdenes del pagador. La deuda de Lettow quedó así saldada con los supervivientes de su particular guerra.
Y hasta hace una decena de años, según cuenta Charles Miller, todavía podía encontrarse, en alguna remota aldea de Tanzania, algún viejo que decía en swahili a los viajeros: Mimi ni askari Mdaichi, o lo que es lo mismo: «soy un soldado alemán».
El muchacho se llamaba Yanqui y era el encargado de la biblioteca del Museo Nacional. Era solícito y simpático, un swahili alegre y parlanchín. Estaba obsesionado con mis zapatos.
—¿Podría enviarme unos como esos desde su país?
—¿Cuál es tu número?
—Da lo mismo, cualquiera vale. Yo los arreglo después a mi medida.
—¿Por qué te llamas Yanqui? —pregunté.
—Cuando mi padre era muy joven fue una vez al cinematógrafo a ver una película. Había unos mzungus buenos que eran amigos de los negros y que los liberaban de otros mzungus que los tenían como esclavos. A los buenos mzungus los llamaban yanquis en la película y, por eso, mi padre me puso Yanqui. ¿Cree que podrá enviarme los zapatos?
Todos los volúmenes de la biblioteca del museo se contenían en los anaqueles de una sala de alrededor de treinta metros cuadrados. No había ningún lector en las dos mesas del centro de la habitación y Yanqui me seguía sonriente, sin dejar de mirar hacia mis pies, mientras yo escrutaba las estanterías.
Y de pronto, en una de las secciones, en descuidado orden alfabético, se alineaba una de las más hermosas colecciones que puede encontrar todo bibliófilo: una sucesión de primeras ediciones de los más importantes libros de la exploración en África. Allí estaba el de Burton sobre su primera expedición, junto a los dos tomos de Baker, al lado de dos volúmenes de Stanley, cerca de los trabajos de Cameron y las ediciones de las cartas de Livingstone. Había otros cuantos libros más y supongo que faltaban muy pocos trabajos esenciales de la historia de la exploración de África. Abrí varios de ellos. Las polillas ya habían dejado sus redondos agujeros en las páginas amarillentas de algunos. Miré las fechas de lectura: nadie, nunca, había pedido aquellos tomos para hojearlos en la biblioteca del museo. El libro de Speke sobre el descubrimiento del Nilo presentaba serios deterioros y muchas de sus acuarelas aparecían devoradas por la polilla. Sentía regresar en aquel rincón africano mi antigua vocación de ladrón de libros.
Pero Yanqui estaba allí al lado, embobado con la contemplación de mis pies. Pensé en ofrecerle mis zapatos a cambio de un libro. ¿Cuál habría escogido?
He sentido muchas veces, desde aquel día, no haber sido un mzungu depredador del patrimonio cultural tanzano. Yanqui podría haber tenido sus zapatos nuevos y yo un Burton genuino o un Speke que salvar de la polilla o un Baker que tal vez tocó el explorador con sus manos al salir de la imprenta. Estoy seguro de que a muy poca gente en Tanzania le habría importado el trueque. Tal vez sólo a Julius Nyerere, el traductor de Shakespeare.