Pax alemana

Carl Peters, el hombre que plantó los cimientos del imperio colonial germano en África oriental, era un romántico imponente, un soñador de altura. El problema consistía en que sonaba de la misma forma que lo haría Hitler cincuenta años después: Peters creía en las razas superiores y, sobre todas las otras, en la raza blanca, especialmente la alemana. Su audacia, su ambición y su ingenio se correspondían con la de todos los grandes personajes históricos; pero su crueldad con quienes consideraba inferiores no conocía límites, lo cual entrañaba un enorme problema pues consideraba inferiores a casi todos los hombres, tribus y razas que le rodeaban.

Veinte años después de su muerte, Hitler dijo de él que era «un modelo de administrador colonial», y eso nos deja aproximarnos con mucha justeza al carácter de un hombre como Peters, conociendo el tipo de administradores que le gustaban a Hitler.

Por su parte, el historiador británico Charles Miller señala: «Si en la película del reparto colonial de África oriental hay un villano, ese papel corresponde a Carl Peters, al menos si Gran Bretaña es la encargada de producir la obra».

Lo más exacto, en última instancia, sería quedarse con el nombre que, en swahili, le dieron las tribus próximas al Kilimanjaro, regiones «administradas» por Peters durante la colonización alemana. Le llamaron Mikono wa Damu, que quiere decir «el hombre que tiene las manos manchadas de sangre».

Peters nació en Hannover en 1856. Vivió en su juventud en Londres, donde se fascinó con los relatos de los exploradores de África, y en 1884, cuando tenía veintiocho años, fundó la Sociedad para la Colonización Alemana. Sin ningún apoyo oficial de Berlín viajó a Aden y, desde allí, llegó a Zanzíbar, en los días en que Sayyid Bargash era el sultán de la minúscula y poderosa isla, pequeña en extensión pero capital política de todos los territorios de África que cubrían lo que hoy son Tanzania, Kenia, Burundi y Ruanda. Peters llevaba en su equipaje toda suerte de regalos para los jefes locales que encontrara en su camino hacia el interior, abalorios y chucherías por lo general de poco valor en Europa que, en aquel tiempo, se conocían con el nombre de hongos y que eran algo así como el pago obligatorio a los jefes indígenas para que estos permitieran el paso de las caravanas europeas y las de los esclavistas árabes por los territorios bajo su dominio. Peters no sólo quería pasar, sino que en su mente llevaba una idea más ambiciosa: levantar bajo la bandera del káiser el más grande imperio colonial de todo África. Y a fe que en buena parte lo logró.

En noviembre se internó en el continente, desde Dar es Salaam, siguiendo el curso de río Wami. Y en unas cuantas semanas había ya firmado una docena de tratados de «eterna amistad» con otros tantos jefes locales, tratados en los que se incluía una cláusula por la que los territorios de los citados jefes eran cedidos «en exclusiva y universal utilización para la colonización alemana». En febrero de 1885 Peters regresó a Berlín con el mismo sigilo con que se había internado en África unos meses antes, y poco después el canciller Bismarck proclamaba la anexión de los territorios de Usagara, en la actual Tanzania. Era el primer paso para la construcción de un inmenso imperio.

El sultán Bargash protestó ante sus aliados británicos. Pero Londres se encogió de hombros. Gran Bretaña no deseaba un imperio en ese lado de África, sino tan sólo alianzas y algunas bases estratégicas para proteger la ruta comercial del Índico. El primer ministro británico de la época, el liberal Gladstone, al ser informado de que Alemania había fondeado un buque de guerra en Zanzíbar con los cañones apuntando hacia el palacio de Bargash se contentó con declarar: «Si Berlín quiere un poder colonial, sólo puedo decir que se dé prisa y que Dios le ayude».

A finales del 85, una comisión diplomática formada por representantes de Alemania, Francia y Gran Bretaña estudió el reparto de aquellas regiones. Se acordó que las islas de Zanzíbar, Pemba, Mafia y Lamu quedaban en poder del sultán Bargash, mientras sus dominios en el continente se reducían a una franja costera de setecientas millas de longitud y diez de profundidad, de la que se excluían el puerto de Dar es Salaam y la localidad de Witu. Al año siguiente se retocó el acuerdo y se estableció que los territorios del interior quedarían divididos en «dos esferas de influencia», una británica y otra germana, y se trazó una línea recta entre el índico y el lago Victoria que es la misma que marca hoy la frontera entre Kenia y Tanzania. Dos años más tarde, otro retoque de los acuerdos supuso la cesión por parte del sultán de sus territorios de la costa. Alemania pagó doscientas mil libras a Bargash por el tramo que le correspondía, al tiempo que Londres lograba el protectorado sobre Zanzíbar y sobre los territorios al norte del río Tana, en la actual Kenia. Ante las protestas de París, se cedió a los franceses Madagascar. Y así quedaron fijadas, desde 1888 hasta nuestros días, las principales fronteras del África oriental.

No obstante, en el lejano noroeste quedaba por determinar quién se hacía con el dominio de los reinos de Uganda y los territorios que hoy ocupan Burundi y Ruanda. Carl Peters decidió que, si lograba ponerlos bajo soberanía alemana, podría formar casi un cinturón alrededor del África británica y algún día estrangularlo y conquistarlo para el káiser. Hizo de nuevo las maletas, desembarcó en Bagamoyo y se internó en África.

Fue un viaje rápido e implacable. Machacó a cañonazos las bandas de masais que se le opusieron, como relata sin pudor en su libro Nuevas luces en el continente oscuro. En la Navidad de 1889 masacró un pequeño ejército masai. Cuando una anciana le llevó un manojo de yerba a su tienda, signo de rendición, Peters le devolvió otro manojo con una flor dentro. «Nunca he sido tan galante» escribió «como ante aquella repulsiva vieja».

Peters burló a los británicos, alcanzó Buganda y firmó con Mwanga II un tratado de eterna amistad. Volvió feliz a la costa, con un imperio a las espaldas. Pero al llegar a Bagamoyo, en julio de 1890, recibió las peores noticias de su vida: Bismarck había aceptado un nuevo reparto de África y entregaba a Gran Bretaña los territorios de Uganda y el puerto de Witu. Los tratados firmados por Peters eran papel mojado. Como compensación, Berlín recibía la soberanía de la isla de Heligoland, en el mar del Norte. Peters escribió: «Dos reinos han sido sacrificados a cambio de una bañera en el mar del Norte».

En 1891, Berlín tomaba el poder directo de sus territorios africanos, sustituyendo a la Compañía Alemana para África Oriental, que los había administrado hasta entonces. Nacía la Deutsch-Ostafrika. A Carl Peters se le ofreció el cargo de gobernador de la región del Kilimanjaro. Y allí nació su nombre de Mikono wa Damu. Entre otras hazañas, «el hombre con las manos manchadas de sangre» ahorcó a un sirviente por robarle y mató a latigazos a su amante nativa, una esclava con la que convivía.

En 1897 fue juzgado por un tribunal de Potsdam y cesado en sus funciones, aunque se optó por una fórmula suave y se le condenó sólo por «mal administrador». El juez declaró: «Usted y los hombres de su calaña han hecho posible que aquellas tierras hermosas sean hoy un verdadero campo de batalla». Hitler, seguramente, le habría condecorado.

Peters se autoexilió en Londres después de dirigir algunas expediciones más siguiendo el curso del río Zambeze. Unos años después de dejar África se le erigió una estatua en Dar es Salaam, aunque no se le permitió viajar a verla. En 1918 murió en Bad Harzburg, a tiempo para saber que el imperio que había levantado quedaba bajo administración de los británicos al término de la Primera Guerra Mundial. Murió en las mismas fechas en que se esfumaba de la historia la Deutsch-Ostafrika. Su estatua fue removida de Dar es Salaam… y enviada a la isla de Heligoland que él había calificado de «bañera».

Tragicómico destino para un hombre cuyos sueños habían cabalgado tan lejos. Puede que los dioses tanzanos le hicieran pagar con el olvido su desmesurada pasión por mancharse las manos de sangre, la sangre de los tanzanos de entonces, hombres que para un ario de pura cepa carecían de valor y que no transportaban sobre sus hombros el orgulloso peso de la historia.

Nadie viaja a Bagamoyo en estos días y los setenta y cinco kilómetros que la separan de Dar es Salaam son una verdadera tortura. Pero la lógica tanzana se impone: ¿para qué arreglar una carretera por la que no viaja casi nadie si hay necesidades más urgentes? Tanzania es tan fiel a sí misma como el deseo de aventura, de modo que el viaje a Bagamoyo lleva varias horas, entre polvo, agujeros y baches sin cuento.

Ir a Bagamoyo en matatu es poco recomendable, porque las horas pueden convertirse en día y medio, con los riesgos añadidos que ofrece un país donde el salario no le llega a nadie para terminar el mes. Lo más práctico es negociar un taxi en Dar. Y no hay taxi en Dar que no baje los costos ante la absurda ocurrencia de un mzungu que ha perdido un tornillo y quiere ir a un lugar tan mezquino, peligroso, sin hoteles de lujo, sin ruleta, sin aire acondicionado, sin whisky ni putas como es Bagamoyo. Así que ir en taxi es lo mejor, lo más prudente, lo más cómodo y lo más barato. Y Bagamoyo, al llegar con el cuerpo molido por mil baches y la ropa impregnada de polvo, ofrece siempre al viajero lo que en Tanzania es marca de la casa: la belleza de lo que uno no espera encontrar.

Se llamaba Paul y era gordo, negro como un bantú de los días más antiguos del mundo, sonriente, pacífico, regateador y orgulloso de su vetusto automóvil. Cuando discutíamos el precio del viaje, Paul me enseñaba los asientos desgastados de su coche y me decía que eran los mejor cuidados de Dar es Salaam. Cuando yo miraba hacia otro lado, él conectaba la radio. Cuando le insistía en que no quería escuchar música encendía el aire acondicionado, que sonaba como un griterío de cigarras. Cuando le decía que me gustaba sentir el calor tropical, bajaba las ventanillas con la rapidez del rayo. Accedí al fin a pagar algo más de lo que había calculado y Paul logró un poco menos de lo que esperaba recibir de un turista chiflado. Es seguro que la cifra sirvió para que Paul y toda su familia cubrieran sus necesidades alimentarias durante al menos un mes. No hay mejor consuelo, en África, cuando uno piensa que paga más de la cuenta, que imaginar la alegría de una familia africana a la que llega el dinero de un mzungu engañado en un regateo. La imaginación en estos casos se aproxima, casi siempre, mucho a la verdad.

Cruzábamos, en las afueras de Dar, junto a barrios donde nada podía esconder la pobreza: chabolas de paredes de madera y techo de uralita, casetas construidas con cartones y una cobertura de paja, pequeñas chozas de latón. A veces, una manzana de edificios de cuatro o cinco pisos recordaba los días del proyecto de «socialismo a la tanzana», cuando el primer presidente tras la independencia, Julius Nyerere, decidió imitar el sistema comunista chino. Pero el aspecto de aquellas «barriadas modelo» difería muy poco del paisaje de las chabolas. Las basuras se pudrían en las esquinas, mientras los cuervos encaramados en los postes de luz y los buitres que planeaban en el cielo aguardaban el momento oportuno para devorarlas antes de que fuesen quemadas por los vecinos. La mayoría de las ventanas carecían de cristales. En los mercadillos, las moscas mordían por millares los pedazos de carne y los pescados. Decenas de niños jugaban al balón en las calles sin asfaltar mientras las mujeres swahilis lucían sus kangas de atrevidos colores en aquellos rincones de la miseria.

Luego, el desolado paisaje de la pobreza quedó atrás y los campos asomaron sensuales a la izquierda de la carretera mientras, al otro lado, la línea jade del mar se dibujaba nítida sobre la playa de arenas ebúrneas. Centenares de cocoteros, los más altos que yo nunca había visto, bailaban mecidos por el aire como gigantes grotescos, moviendo su rebelde y rizada cabellera sobre su delgado y largo tronco.

Los árboles en flor flanqueaban luego la estrecha carretera: frangipanis, especie de magnolios de flores blancas y rosáceas, muy olorosas; mimosas de flores rojas; palmeras; y flamboyanes, que los alemanes trajeron de la isla de Madagascar y que en Tanzania se conoce como «el árbol de Europa», ya que cuando florecía, en los tiempos de la Deutsch-Ostafrika, los africanos sabían que era el momento de ir a pagar los impuestos a los blancos.

Cruzamos junto a un viejo cementerio de colonos alemanes y luego al lado de un cementerio militar británico, que recogía los restos de soldados muertos durante la Primera Guerra Mundial. En un mercado artesano vendían esculturas makonde, un estilo nacido en la costa del sur de Tanzania y el norte de Mozambique que crea formas humanas monstruosas, seres que parecen ideados en la paleta de El Bosco y que es el arte más profundamente africano de todo el continente.

El índico se acercaba más a nuestra derecha y era del color de la carne de los aguacates. Olía a flores y a sargazos y el aire soplaba cálido y húmedo entre los cocoteros.

Nos detuvimos en Kaole, ante la puerta hermosamente labrada de una sencilla mezquita de paredes encaladas. Un hombre se acercó hasta nosotros. Habló en swahili con Paul al llegar con el cuerpo molido por mil baches y la ropa impregnada de polvo, ofrece siempre al viajero lo que en Tanzania es marca de la casa: la belleza de lo que uno no espera encontrar.

Se llamaba Paul y era gordo, negro como un bantú de los días más antiguos del mundo, sonriente, pacífico, regateador y orgulloso de su vetusto automóvil. Cuando discutíamos el precio del viaje, Paul me enseñaba los asientos desgastados de su coche y me decía que eran los mejor cuidados de Dar es Salaam. Cuando yo miraba hacia otro lado, él conectaba la radio. Cuando le insistía en que no quería escuchar música encendía el aire acondicionado, que sonaba como un griterío de cigarras. Cuando le decía que me gustaba sentir el calor tropical, bajaba las ventanillas con la rapidez del rayo. Accedí al fin a pagar algo más de lo que había calculado y Paul logró un poco menos de lo que esperaba recibir de un turista chiflado. Es seguro que la cifra sirvió para que Paul y toda su familia cubrieran sus necesidades alimentarias durante al menos un mes. No hay mejor consuelo, en África, cuando uno piensa que paga más de la cuenta, que imaginar la alegría de una familia africana a la que llega el dinero de un mzungu engañado en un regateo. La imaginación en estos casos se aproxima, casi siempre, mucho a la verdad.

Cruzábamos, en las afueras de Dar, junto a barrios donde nada podía esconder la pobreza: chabolas de paredes de madera y techo de uralita, casetas construidas con cartones y una cobertura de paja, pequeñas chozas de latón. A veces, una manzana de edificios de cuatro o cinco pisos recordaba los días del proyecto de «socialismo a la tanzana», cuando el primer presidente tras la independencia, Julius Nyerere, decidió imitar el sistema comunista chino. Pero el aspecto de aquellas «barriadas modelo» difería muy poco del paisaje de las chabolas. Las basuras se pudrían en las esquinas, mientras los cuervos encaramados en los postes de luz y los buitres que planeaban en el cielo aguardaban el momento oportuno para devorarlas antes de que fuesen quemadas por los vecinos. La mayoría de las ventanas carecían de cristales. En los mercadillos, las moscas mordían por millares los pedazos de carne y los pescados. Decenas de niños jugaban al balón en las calles sin asfaltar mientras las mujeres swahilis lucían sus kangas de atrevidos colores en aquellos rincones de la miseria.

Luego, el desolado paisaje de la pobreza quedó atrás y los campos asomaron sensuales a la izquierda de la carretera mientras, al otro lado, la línea jade del mar se dibujaba nítida sobre la playa de arenas ebúrneas. Centenares de cocoteros, los más altos que yo nunca había visto, bailaban mecidos por el aire como gigantes grotescos, moviendo su rebelde y rizada cabellera sobre su delgado y largo tronco.

Los árboles en flor flanqueaban luego la estrecha carretera: frangipanis, especie de magnolios de flores blancas y rosáceas, muy olorosas; mimosas de flores rojas; palmeras; y flamboyanes, que los alemanes trajeron de la isla de Madagascar y que en Tanzania se conoce como «el árbol de Europa», ya que cuando florecía, en los tiempos de la Deutsch-Ostafrika, los africanos sabían que era el momento de ir a pagar los impuestos a los blancos.

Cruzamos junto a un viejo cementerio de colonos alemanes y luego al lado de un cementerio militar británico, que recogía los restos de soldados muertos durante la Primera Guerra Mundial. En un mercado artesano vendían esculturas makonde, un estilo nacido en la costa del sur de Tanzania y el norte de Mozambique que crea formas humanas monstruosas, seres que parecen ideados en la paleta de El Bosco y que es el arte más profundamente africano de todo el continente.

El índico se acercaba más a nuestra derecha y era del color de la carne de los aguacates. Olía a flores y a sargazos y el aire soplaba cálido y húmedo entre los cocoteros.

Nos detuvimos en Kaole, ante la puerta hermosamente labrada de una sencilla mezquita de paredes encaladas. Un hombre se acercó hasta nosotros. Habló en swahili con Paul y este me tradujo al inglés. Su nombre era Hamza Bachu y dijo ser el encargado de la custodia del templo. Se cubría la cabeza con un bonete blanco, vestía una camiseta agujereada por las brasas de los cigarrillos y una falda de cuadros azules y blancos que le llegaba a las rodillas. Tendría alrededor de setenta años. Su rostro simpático, de tez oscura y rasgos árabes, exhibía una fácil sonrisa que dejaba al aire, sin pudor, una notable escasez de dientes. Los ojos brillaban alegres en aquel rostro cubierto de mustia barba blanca.

Miré mi reloj, con disimulo, unos minutos después. Pero Hamza era un hombre perspicaz. «No hay que tener tanta prisa», se hizo traducir por Paul. «Cuando los hombres se encuentran por primera vez hay que presentarse, sentarse juntos, charlar, preguntarse cosas, fumarse un cigarro y contarse noticias». Acepté su filosofía y me senté a su lado. Hamza tomó un puñado de arena del suelo, una arena de un blanco parecido a la harina. «¿Hay arena como esta en su país?». Negué y él rio. Luego quiso saber cuántas horas se tardaba en viajar desde España en avión. Le dije que, normalmente, era necesario tomar dos o tres aviones para llegar y que el viaje podría ocupar un día y medio o, quizás, incluso dos días. Compuso un gesto de asombro. «¿Y la gente de España», siguió, «es alta o baja, es gruesa y fuerte como yo o es más débil?». Se reía con mis respuestas. Le dije que los españoles y los árabes éramos muy parecidos y él negó con la cabeza mientras ponía su brazo negro al lado del mío.

Paul y yo seguimos después camino junto al mar esmeralda. En la lejanía del índico, un falucho recortaba su vela en forma de cuchillo y parecía volar en el aire plateado.

Entramos en Bagamoyo, junto a las ruinas de la vieja fortaleza militar alemana, una broma levantada sobre bloques fabricados con piedra de coral. Otras construcciones de parecido tipo se extendían siguiendo la línea de la playa. El color gris mortecino de la piedra de coral sofocaba el verdor intenso de los palmerales que brotaban entre las edificaciones. Sobre los arenales blancos, el océano arrojaba paladas de sargazos traídos por las olas espumeantes. Sentí la nostalgia de algo que se desconoce en presencia de aquel paisaje en ruinas de un tiempo pretérito.

Charles Miller distingue en su libro The Battle for the Bundu tres épocas en la historia de la colonización alemana en África oriental: la primera cubre el período desde la llegada de Carl Peters hasta que Berlín toma el relevo de la compañía comercial y establece la colonia de la Deutsch-Ostafrika; la segunda época se extiende desde ese momento, en 1881, hasta 1907, y es un período de luchas crueles e implacables contra los rebeldes nativos, de durísima represión alemana para «pacificar» la colonia; la tercera es de enorme prosperidad, dominada por una política de comprensión de Berlín hacia los nativos, de desarrollo educativo, leyes humanitarias inconcebibles por otras potencias coloniales; una época de progreso, en suma, que se interrumpe con la Primera Guerra Mundial, al final de la cual Alemania pierde la colonia que pasa a ser, en ese momento, territorio de Gran Bretaña.

No obstante, antes de la llegada de los exploradores británicos y, luego, de los colonos alemanes, los territorios costeros de esta región habían registrado una gran actividad comercial, sobre todo la ciudad de Bagamoyo. Había sido un pequeño poblado sin importancia durante los días de la civilización Zenj, pero con la ascensión al trono de Omán del sultán Sayyid Said, apodado el León, comenzó su prosperidad. Sayyid trasladó la capital de su reino desde Muscat a Zanzíbar en 183 s, y lo hizo con un objetivo específicamente comercial: Zanzíbar era el principal mercado de subasta de esclavos de la costa africana del índico, un gran negocio que dejaba cuantiosos beneficios. Durante siglos, las caravanas esclavistas de los árabes se habían internado en busca de esclavos en el continente, partiendo de Zanzíbar, y a Zanzíbar llegaban con su carga para venderla a los traficantes de Arabia, Persia y la India. Sayyid se propuso organizar mejor el negocio y hacerlo más rentable, y además de establecer su capital en la isla buscó un puerto en la costa como apoyo para las caravanas que viajaban al interior y regresaban luego con su cargamento humano. Eligió Bagamoyo y envió allí tropas, representantes y funcionarios de la corte, al tiempo que establecía una aduana. De inmediato, los comerciantes, los tratantes y los jefes de caravanas abrieron oficinas o se establecieron en el puerto, y la ciudad creció con enorme rapidez.

Ya en la década de los cincuenta del pasado siglo, Bagamoyo era una de las ciudades más importantes de la costa, mucho más que la decadente Kilwa Kisiwani y tan rica, por lo menos, como Mombasa. Su nombre se lo dieron los infelices esclavos que llegaban hasta allí encadenados para ser embarcados hasta Zanzíbar, donde se les subastaba. En un dialecto bantú, Bagamoyo significa «aquí yace mi corazón».

Los primeros europeos llegaron en esas fechas. En su mayoría eran comerciantes y exploradores, y casi todos murieron al adentrarse hacia el oeste. Esta franja costera del índico, que los nativos llamaban Mrima, era relativamente segura gracias a la presencia de los soldados del sultán, pero en el interior se encontraban todos los enemigos naturales del europeo: tribus hostiles, algunas de ellas caníbales; animales salvajes; un duro desierto, no muy grande, pero sin apenas agua, y por supuesto los esclavistas árabes, que no deseaban por lo general testigos de sus actividades. Richard Burton, que llegó a estas costas en 1857 junto con John Speke para iniciar la expedición hacia el Nilo, relata la historia del primer europeo que penetró hacia el interior desde Bagamoyo: un explorador francés de veintiséis años llamado Maizán. Un jefe local, Mazungera, le recibió amistosamente, pero más tarde, celoso de los regalos que Maizán había hecho a otros jefes, lo hizo atar a un palo y comenzó por cortarle los tendones de los brazos y los pies; luego, la lengua; al fin, intentó decapitarle, pero el machete estaba mal afilado y tuvo que emplear un buen rato hasta que consiguió desprender la cabeza del cuello. Burton dijo de Maizán: «Su único defecto era la temeridad, que es como a menudo se llama al espíritu de iniciativa cuando la buena suerte no acompaña al coraje».

Burton y Speke fueron los primeros europeos en cruzar al interior desde Zanzíbar, organizar su expedición en Bagamoyo, llegar a los grandes lagos y regresar con vida. Siguieron las rutas de los esclavistas árabes, que recogían su mercancía humana después de sangrientas expediciones a las regiones ribereñas de los grandes lagos. Todos estos esclavistas trabajaban para los grandes señores de Zanzíbar, el primero de los cuales era el sultán Sayyid. De aquella época era el famoso dicho: «Cuando suena la flauta en Zanzíbar, se baila en los lagos».

Después de Speke y Burton la ruta quedó abierta. Speke volvió en i86o, y desde Bagamoyo partió hasta las fuentes del Nilo, que descubrió en 1863. Tras él viajó Stanley, que inició desde allí tres expediciones y, por supuesto, Livingstone, a quien Sayyid cedió una casa en Zanzíbar como residencia permanente. También Cameron, el primer hombre que cruzó el continente africano del océano índico al océano Atlántico, ganando en la carrera a Stanley por unos pocos meses. Y más tarde Carl Peters y Emin Pasha. Bagamoyo era el centro de aprovisionamiento de las caravanas de los exploradores, el mercado de contratación de guías y porteadores y de compra de burros y otros animales de tiro. Los buenos guías eran muy cotizados, y el más famoso de todos ellos fue el swahili Sidi Bombay, que condujo cinco de las más grandes expediciones de aquellos años, entre ellas la que llevó a Speke a descubrir el Nilo y dos de Henry Stanley. Sidi Bombay, sin embargo, no tiene una estatua en ninguna parte y nadie sabe dónde está su tumba.

A Bagamoyo, en fin, regresaban por lo general todos aquellos que viajaban a los grandes lagos. Y a Bagamoyo llegó el cadáver de Livingstone, muerto en Zambia en 1873, para ser embarcado a Zanzíbar y, desde allí, a Inglaterra, donde fue enterrado con los honores debidos a un gran personaje en la abadía de Westminster.

La decadencia le llegó pocos años después. Con el fin de las grandes expediciones de exploración y la prohibición del tráfico de esclavos por las potencias europeas, Bagamoyo casi se esfumó de los mapas. Muy pronto, además, dejó de ser capital de la Deutsch-Ostafrika, cuando Berlín decidió en 1891 trasladar su administración colonial a Dar es Salaam. Hoy, a un siglo de distancia, Bagamoyo es un poblado de unos pocos cientos de habitantes dedicados a la pesca y a una pobre agricultura de subsistencia. Sólo merece la pena acercarse hasta allí cuando el viajero busca la emoción de ver los lugares sobre los que ha leído mucho. En ese caso, nunca decepcionan, pues quien ha leído mucho pone siempre el sueño de la historia por encima de la miseria de la realidad.

Junto a la larga playa asomaba el patético escenario de los restos del antiguo puerto: muelles derrumbados, ruinas de viejas construcciones, la aduana conquistada por los envites del mar, barcos de cascos agujereados por donde entraban y salían las lenguas de la marea, maderos comidos por el salitre, arboladuras derrumbadas. Grupos de cabras olisqueaban entre las algas que había traído hasta la arena el leve oleaje de la marea alta. De cuando en cuando, algún hombre de miserable aspecto se acercaba a intentar venderme monedas de los días de la Deutsch-Ostafrika a precios exorbitados.

Caminé junto a Paul hacia el interior de la ciudad, un poblado harapiento con caserones de paredes desconchadas, los ventanales de madera rotos por los golpes del viento y su barniz devorado por el salitre del mar. No obstante el deterioro, en todas las plazuelas crecían espléndidos árboles centenarios: flamboyanes, ceibas, acacias y copales. Las gallinas y las cabras merodeaban a su antojo por las callejas donde apenas circulaban vehículos de motor. Los niños se acercaban curiosos y sonrientes: How are you? What time is it? Y luego se alejaban tímidos, simulando asustarse, cuando recibían respuesta.

La miseria de la ciudad encontraba un luminoso contraste en la belleza de las puertas labradas de los swahilis. La delicadeza de su diseño dibujaba un insólito toque de hermosura en aquel entorno de desolación.

Comimos en un cafetucho del centro de la ciudad, junto al mercado. En los soportales de los edificios próximos los sastres fabricaban trajes, vestidos y camisas a toda velocidad, con sus inevitables máquinas chinas de coser marca Butterfly. Nos sirvieron un plato de arroz con judías negras y un pescado de pequeño tamaño que bailaba en salsa. El establecimiento era musulmán y el alcohol estaba prohibido, por lo que nos contentamos con una Coca-Cola. Paul comía con las manos y eructaba con deleite el gas de su Coca-Cola. En la pared, una acuarela mostraba a un hombre con gesto de terror encaramado a un árbol. Un león intentaba trepar para atraparle, mientras desde las ramas más altas descendía en su busca una enorme serpiente. Abajo, en la laguna que se extendía al pie del árbol, un cocodrilo esperaba con la boca abierta. Pensé que, tal vez, aquella pintura estaba destinada a despertar el apetito de la clientela.

Cuando salimos, le dije a Paul que deseaba visitar el antiguo cementerio alemán. Me miró con ironía.

—¿No sabe el camino? —insistí.

—Sí, desde luego —respondió.

—¿Hay algún problema, Paul?

—No, no, usted manda. Sólo me preguntaba para qué quiere usted venir a esta ciudad. No hay nada, ni bares, ni buena comida para los turistas… Y ahora el cementerio.

—Yo no soy turista, Paul.

—Todos los mzungus son turistas. ¿Qué otra cosa pueden ser?

Bagamoyo pasó a ser parte del territorio de soberanía alemana en 1888, cuando la franja costera perteneciente al sultán de Zanzíbar se repartió entre los ingleses y germanos. Como consecuencia de que la Compañía Comercial Alemana asumiera los derechos aduaneros, los intereses de los caciques árabes sufrieron un duro revés económico. Y la rebelión comenzó. Uno de los caciques, Bushuri, organizó en la cercana Pangani un ejército de tres mil hombres y juró sobre el Corán, junto a otros jeques, que la revuelta no cesaría hasta echar al mar al último europeo. Bagamoyo fue atacado en diciembre de 1888 y los alemanes hubieron de retirarse. Otras localidades costeras cayeron ante los rebeldes de Bushuri y sus tropas llegaron a las proximidades de Dar es Salaam. Murieron varios comerciantes germanos y algunos misioneros, y muchas plantaciones fueron arrasadas. En Berlín, Bismarck llamó a su despacho al mayor Von Wissman y le dio una orden terminante: «Vaya allí y aplástelos».

Wissman desembarcó unos meses después en Bagamoyo con sesenta oficiales germanos y dos mil soldados nativos, la mayoría sudaneses, que tenían fama de ser los mejores guerreros africanos junto con los zulúes de Sudáfrica. La resistencia de Bushuri duró dieciocho meses. En 1889, el jeque rebelde era detenido en Pangani y ahorcado. La costa quedó pacificada.

Pero el poder de la Deutsch-Ostafrika se extendió al interior desde 1891, y el inmenso territorio de Tanganika no era tan fácil de pacificar. En las llanuras centrales, los wahehe formaban una altiva y belicosa tribu cuyo jefe era el orgulloso príncipe Mkwawa. La tribu recibía su nombre a causa de su grito de guerra, he-he, y sus guerreros eran muy altos y bravos. Los wahehe se negaron a aceptar el dominio alemán y, en 1891, las autoridades germanas enviaron para pacificarlos desde Dar es Salaam una tropa de trescientos soldados nativos, los askaris, comandados por varios oficiales alemanes y a cuyo frente marchaba el capitán Emil von Zelewsky. Su confianza en la victoria era tal que llegaron a las cercanías de Iringa, la capital wahehe, sin siquiera abrir las cajas de munición y con las ametralladoras descargadas. Mkwawa había preparado una emboscada y Von Zelewsky cayó de cabeza en ella. El capitán alemán murió, después de haber descargado su revólver, con la garganta atravesada por una lanza, en circunstancias muy parecidas a las que el cine ha mostrado tantas veces sobre la muerte de Custer y su Séptimo de Caballería en Little Big Horn, tan sólo quince años antes. Apenas un puñado de hombres de la tropa alemana logró escapar con vida de Iringa.

Otro oficial fue nombrado para combatir a los wahehe. Era el capitán Tom Prince, a quien los askaris apodaban Bwana Sakarani, que en swahili quiere decir «el señor salvaje». Después de numerosos enfrentamientos y escaramuzas, Prince logró tomar Iringa en 1894. Pero Mkwawa consiguió escapar y aún permaneció escondido durante varios años, a pesar de que se ofrecía una recompensa por su captura de mil marcos, una fortuna en aquella época. En 1898, cuando iba a ser detenido por una patrulla alemana que le había localizado después de una delación, Mkwawa se suicidó. Su cabeza fue cortada y enviada a Berlín. Durante años, la cabeza del orgulloso príncipe viajó de museo en museo por Alemania. Hasta los años cincuenta de nuestro siglo no fue devuelta a los wahehe, que no habían cesado de reclamarla desde que Mkwawa murió: lord Twining, que era gobernador británico de la colonia de Tanganika en esos años, viajó a Alemania, localizó el cráneo y se lo llevó consigo de regreso para que su tribu pudiera enterrarlo con los honores correspondientes a su histórico jefe.

Hubo otras rebeliones indígenas en los grandes territorios de la nueva colonia. El jefe de los sikis de Tabora, antes de dejarse capturar, se encerró con toda su familia en su choza y la hizo volar con un barril de pólvora. En Moshi, en las faldas del Kilimanjaro, el rey Meli de los chaggas se alzó contra la brutalidad del alto comisionado Carl Peters, derrotó en 1892 a una tropa alemana y mató a su comandante. Unos meses más tarde llegaron nuevas tropas de Dar es Salaam, reconquistaron Moshi y ahorcaron a Meli de un árbol en la puerta de su cabaña. El árbol aún da flores y los chaggas lo veneran.

Entre 1889 y 1904 se contabilizan setenta y cinco expediciones punitivas de las tropas alemanas en los territorios de Tanganika. Pero la más imprevisible y sangrienta de todas las rebeliones estalló en 1905. Se la conoció como la revuelta «maji-maji».

Fue primero una tribu, en las cercanías de Kilwa, la que se alzó contra las autoridades germanas en protesta por los altos impuestos, los trabajos forzados y la crueldad de los capataces y los militares blancos. Los guerreros rebeldes habían tomado una bebida supuestamente milagrosa, mezcla de aceite de ricino, agua y semillas de maíz molido que, según el brujo Kinjikitile, de Ngarambe, hacía disolverse las balas de los alemanes cuando entraban en el cuerpo de los combatientes. Agua, en swahili, es maji, y de ahí el nombre de la rebelión. Al alzamiento de Kilwa se unieron otras tribus y, en pocas semanas, todo el sur de la colonia estaba en pie de guerra. Numerosos misioneros, granjeros, soldados y oficiales fueron pasados a cuchillo, incluido el obispo de Dar es Salaam, Speiss, muerto en Songea. Se incendiaron plantaciones, misiones y departamentos gubernamentales. En comparación con la rebelión «maji-maji», la guerra que el Mau-Mau desató en los años cincuenta en Kenia contra la administración colonial británica fue una simple escaramuza.

Los alemanes reclutaron askaris zulúes, sudaneses y trajeron soldados desde Papúa y Melanesia. Sus tropas fueron internándose lentamente hacia el sur y el oeste, ejecutando a los jefes locales y diezmando a sus tropas con fusilamientos masivos. Para lograr que los rebeldes se quedaran sin comida y ofrecieran menos resistencia, quemaron aldeas y plantaciones. En 1907, cuando la revuelta pudo darse por concluida, unas doscientas cincuenta mil personas habían muerto en el sur y el oeste de la Deutsch-Ostafrika, la mayoría de hambre y, entre ellas, numerosas mujeres y niños. Toda la economía del tercio sur de Tanganika quedó arrasada y tardó una veintena de años en comenzar a recuperarse. Aún hoy, el sur tanzano es la región menos habitada del país.

Ya no hubo más rebeliones. Pero el alzamiento «maji-maji» sirvió de lección a Berlín. Muchas voces se alzaron en la metrópoli para criticar con dureza la sangrienta represión. Y a partir de 1907, el trato hacia los súbditos indígenas de la colonia alemana de Tanganika cambió de signo. De ser la administración colonial más brutal y sangrienta, la alemana se convirtió en una administración ejemplar. Y hasta que Alemania perdió aquellos territorios tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, la Deutsch-Ostafrika fue un modelo de comportamiento hacia la población nativa. Un modelo en comparación con las actitudes de otras potencias coloniales europeas, por supuesto, ya que los derechos humanos de los nativos, en aquellos días, eran inimaginables para el hombre blanco.

El cementerio alemán, al sur de la ciudad, es el lugar más limpio y cuidado de Bagamoyo. Si se tiene en cuenta que las pocas tumbas que cobija, no más de treinta, son de hombres muertos a finales del pasado siglo, el asunto resulta algo extraño. Pero una placa lo explica todo: en 1989 el camposanto fue rehabilitado con cargo a la Embajada de la República Federal Alemana en Tanzania, y desde entonces el Gobierno alemán corre con los gastos de mantenimiento.

Cerca de la playa y bajo la sombra de los palmerales, el jardinero recortaba con esmero los setos y regaba los macizos de flores cuando llegamos Paul y yo. Apenas nos prestó atención y nos despachó con una mirada. Paseé entre las tumbas, seguido del taxista. Era un lugar bonito, un espacio de paz en la patética Bagamoyo. Todos los hombres enterrados allí habían muerto entre 1889 y 1894 y eran soldados, sin duda caídos en los enfrentamientos contra los rebeldes indígenas de la costa. Tomé nota de algunos nombres: sargento Heinrich Yanner, 1864-1890; teniente Carl Koetzle, 1857-1894; teniente Otto Albrecht, 1863-1891; bauinspektor Emil Hochstetter, nacido en Stuttgart en 1852 y muerto en Bagamoyo en 1891… Es probable que sus descendientes, si es que alguno de aquellos hombres tuvo descendencia, no los recuerden en su tierra natal.

Paul me miraba escéptico mientras yo tomaba nota de los nombres escritos en las lápidas. Luego dijo:

—¿Y a quién le interesan muertos tan antiguos?

—Es un recuerdo nacional, algo que Alemania valora, supongo… —respondí.

—¿Pero a quién puede interesarle un muerto al que no conoció?

Pensé en los cientos de miles de muertos africanos que costó la Pax alemana en Tanganika. A excepción de sus reyes, sin duda todos los nombres habrán sido olvidados. Y nadie pagaría una moneda por el arreglo de sus tumbas, si es que tienen tumbas en algún lugar perdido de Tanzania.