Cualquier viajero puede afirmar, sin que nadie le lleve la contraria, que Tanzania es uno de los países más sorprendentes y hermosos de la tierra. Es cierto que gran parte de su territorio lo forman llanuras desérticas y yermas, donde el agua vale más que el oro. No cuenta con la lujuriosa vegetación tropical que hace de Uganda una tierra sensual, olorosa y dulce. Y sus costas son calientes y de un clima húmedo y abrumador. Pero Tanzania guarda un tesoro del que muy pocos países del mundo pueden alardear: posee grandeza.
Los paisajes de las tierras altas del norte tanzano parecen tocados por los dedos de una divinidad majestuosa, el aire corre sobre los campos tan libre como lo haría sobre las olas de los océanos, las líneas del horizonte juegan con móviles visiones de agua, con espejismos ondulantes; uno llega a percibir en esas tierras cómo pugnan por salir de tu interior sensaciones de eternidad, cual si la realidad irracional de los dioses quisiera imponerse a la realidad agnóstica de tu lógica, junto a las barrancadas abismales del valle del Rift, ante el soberbio trono del Kilimanjaro, en los bordes del cráter del Ngorongoro, en las sabanas salvajes del gran Serengeti y en las playas nacaradas de Zanzíbar, el alma acata con reverencia animal la grandeza del mundo. Y lo extraño es que esa humildad que tú ofreces en forma natural no genera un sentimiento de servidumbre. No te ves a ti mismo más pequeño ante tanta majestuosidad, sino que en todo caso tu corazón te pide integrarte en ella y hacerlo con orgullo. Si hubiera dioses, vivirían sin duda en Tanzania y nosotros querríamos ser parte de ellos, uno de sus dedos o tal vez la punta de su nariz. Supongo que la religión panteísta es algo parecido a todo lo que uno está dispuesto a creer en Tanzania acerca de los dioses.
Por otra parte, Tanzania es el país menos recomendable para un turista convencional, lo cual lo convierte en un país aún más apetecible. En Tanzania no sólo se cumplen en muy contadas ocasiones los programas que organizan las agencias de viajes, sino que suelen salir completamente al revés. Eso no quiere decir que el resultado sea peor de lo planeado, tan sólo es diferente a como se esperaba.
En Tanzania casi nada funciona en absoluto, aunque casi todo acaba por arreglarse siempre. Los procedimientos para que las cosas se arreglen llegan por caminos insólitos e insospechados. Si uno es ordenado y exigente, el resultado de una breve estancia en Tanzania no puede ser otro que la desesperación. Si, por el contrario, uno sabe disfrutar del lado amable del desorden y no es demasiado exigente con los otros, un viaje a Tanzania puede resultar encantador. Tanzania desespera a cualquiera que no posea los nervios bien templados, pero siempre regala al viajero ávido de lo imprevisto ocasiones suficientes para disfrutar ese perfume de aventura que todo buen viajero espera encontrar en su camino. Los viajes en Tanzania empiezan casi siempre como debería comenzar cualquiera de los grandes viajes de nuestra vida: saliendo todo al contrario de como estaba previsto.
Es fácil entender en consecuencia por qué los anglosajones bautizaron años atrás a la compañía aérea Air Tanzania como «Air May Be» esto es: «Air Puede Ser». A la compañía Air May Be la distinguen tres características: nunca cumple los horarios de salida, nunca cumple los de llegada y en muy pocas ocasiones tampoco los itinerarios anunciados. No obstante, «Air May Be» posee una cualidad especial: sus aviones casi nunca se caen, aunque parece que todos van a derrumbarse desde el momento en que despegan. Viajan dando tumbos, renquean, son viejos como un cocodrilo del Nilo, hacen tanto ruido que es imposible hablar en su interior, nadie sabe si quien manda en el avión es el piloto, la azafata o el sobrecargo, y vuelan entre tormentas que ni el mismísimo Spielberg podría reconstruir con efectos especiales…, pero no se caen.
Por eso y por el momento, a Tanzania no deben ir más que aquellos occidentales que desconfían del orden occidental y de los dioses de occidente. Los dioses tanzanos se ocupan siempre de los buenos viajeros. Y expiden, desde que el viajero pone el pie en el país, un certificado que garantiza la aventura.
Mi avión de «Air May Be» debía partir un miércoles de febrero del aeropuerto ugandés de Entebbe y aterrizar una hora más tarde en el aeropuerto tanzano de Kilimanjaro, en las proximidades de la ciudad de Arusha, la capital del norte de Tanzania y la base desde la que parten los safaris hacia el gran Serengeti. Yo pretendía visitar desde Arusha el cráter del Ngorongoro y el Serengeti, seguir luego hacia el monte Kilimanjaro, al sur, y dirigirme hasta la costa, hasta Dar es Salaam. Mi viaje seguiría en Zanzíbar, la costa swahili, Mombasa y, más tarde, en el «Tren Lunático», hasta Nairobi. Desde Nairobi, continuaría viaje al lago Victoria y, de nuevo, a Uganda, con lo que habría cumplido un recorrido más o menos circular, en realidad una elipse, una especie de circunvalación de África oriental. Era un excelente plan de viaje, en suma, para el que había previsto casi todo. Pero no contaba, por supuesto, con «Air May Be».
El avión de la compañía que tenía que recogerme en Entebbe aterrizó a las ocho menos veinte de la tarde, esto es: más de nueve horas después de la anunciada. A toda prisa, como si fuera nuestra responsabilidad recuperar el tiempo perdido, los nueve pasajeros que esperábamos en Entebbe subimos a bordo, urgidos por la tripulación, y el avión despegó de inmediato, enfiló hacia el oeste en lugar de hacerlo hacia oriente y, unos pocos minutos más tarde, la megafonía anunció que nos dirigíamos a Burundi, para recoger a unos cuantos pasajeros, y que de allí iríamos directos a Dar es Salaam en lugar de viajar a Arusha. Mi excelente plan se había esfumado de pronto. Y era por completo inútil pedirle explicaciones al sobrecargo. Su lógica de «Air May Be» resultaba aplastante frente a mi obtusa racionalidad occidental:
—Pero usted debe comprender —me decía con actitud educada, como quien intenta dialogar con un niño testarudo— que la compañía tiene que proteger sus intereses. Verá, señor: la mayoría de los pasajeros que se embarcaron en Arusha querían ir a Dar es Salaam; y en cuanto a ustedes, querían salir de Uganda. En fin, hay gente en Burundi que necesita volar a Dar es Salaam. Como comprenderá, no vamos a volar a Arusha si la mayor parte de los pasajeros no desean hacerlo, y ese es el caso, y además les hemos sacado a ustedes de Uganda. La compañía Air Tanzania está siempre al servicio del pasajero, señor.
Y punto. Volábamos guiados por la más aplastante lógica sobre las montañas de la Luna. Sus sombras azules se recortaban sobre el cielo naranja, ceñidas por los fogonazos demoníacos de los relámpagos, bajo las nubes que descargaban toda la artillería del fin del mundo. El avión brincaba como un potro salvaje a lomos de la tormenta y los pasajeros nos aferrábamos a nuestros asientos viajando a través del más bello espectáculo de la Creación: una tormenta en el anochecer africano.
Los dioses tanzanos protegieron nuestro camino. Después de la escala de Burundi regresamos hacia el sudeste, de nuevo a caballo de la tormenta interminable, y aterrizamos poco antes de la medianoche en el aeropuerto de Dar es Salaam, la capital de Tanzania. Una bofetada de humedad agobiadora, de calor empapado de mar y de sal, recibió a la tropa de jinetes espaciales que descendíamos del aeroplano, y nos subieron a bordo de una furgoneta que corría hacia el centro de la ciudad como un animal despavorido, ignorando frenos, curvas, baches y semáforos. En las cuestas abajo, el conductor apagaba el motor para ahorrar gasolina, y descendíamos hacia el vacío con los estómagos en la boca. La radio del vehículo bramaba en ritmos afros. Y los swahilis que se apretaban y sudaban junto a los cuatro europeos que viajábamos a bordo del matatu, batían palmas, acompañaban los coros, nos invitaban sonrientes a seguir con ellos el ritmo trepidante de la música. Yo no me hice de rogar mucho tiempo y uní mis palmas a las suyas.
Así entré en el caldero de Dar: muerto de calor, chorreando de sudor y dando palmas. Era casi la una de la mañana y estaba a unos quinientos kilómetros al este de donde había planeado estar. Me consolaba pensando que este tipo de cosas, aunque plantean ciertas incomodidades e innumerables problemas burocráticos, divierten más a los amigos cuando les cuentas el viaje a tu regreso.
El trazado de Dar es Salaam es caótico, sus edificios exhiben mugre de decenios, el servicio de basuras no es de los más esmerados del mundo y el calor y la humedad caen sobre la ciudad con una opresiva pesadez. Es polvorienta y desordenada, sudorosa y opaca.
Pero al viajero entusiasta, al que gusta de buscar algo diferente en el alma de una urbe, puede resultarle atractiva e inquietante. Aquella primera mañana en que me eché a sus calles para reconocerla, Dar se me ofreció como una ciudad canalla y vital, dotada de una íntima sensualidad perversa. Tanzania es un país pobre en el que nadie logra sobrevivir con su salario y puede imaginarse, a partir de ese dato, el tipo de orden social que reina en sus ciudades. Dar es Salaam, como capital, es el mejor espejo de su patria, un país que se balancea entre la miseria, la degradación, la corrupción y la esperanza. Pero más que tanzana, Dar es swahili, y los tanzanos de la costa, como buenos swahilis, son gentes vitales, cosmopolitas y desenfadadas. La pobreza y la alegría no parecen incompatibles en estas tierras azotadas por el hambre, las enfermedades y un clima digno del capricho de un Dios sensual.
En Dar, la suciedad cubre la grandeza de su pasado, cuando fue capital de la próspera colonia alemana del este de África, pero una cierta belleza sobrevive bajo la mugre, sobre todo en los palmerales de la bocana del puerto, o en los edificios que flanquean la avenida de Samoa, o en los alrededores del New África Hotel, o en los jardines que rodean el Museo Nacional, o en el largo paseo de Kivukoni, que se estira bajo los almendros de Indias hacia el bullicioso puerto pesquero, o en el nudo de calles que forman el barrio asiático, alrededor de India Street e Indira Gandhi Street. Los olores son profundos en Dar, se fijan en el olfato y luego en la memoria. En Dar juegan en tus narices el hedor intenso de la basura junto al mareante aroma de las campanillas amarillas, que en Dar llaman «peruvianas». El viento llega del mar espeso y cargado de sal, los rumores crecen de las ruidosas calles, y de las tiendas de los comerciantes indios surgen los olores de perfumes de fabricación casera. Las calles de Dar, desde el amanecer, rebosan de una multitud en la que se mezclan bantúes, swahilis, indios, árabes y, en ocasiones, algún europeo de aspecto extraviado. Te atrae ese aire cosmopolita, multirracial y multicultural del universo swahili. Oyes sonar las campanas de la catedral protestante convocando a los oficios religiosos casi al mismo tiempo que un almuédano llama a la oración desde su minarete de Mosquee Street. Entretanto, mujeres hindúes ataviadas con su tradicional sari entran descalzas en el templo hindú de Jamhuri Street y las monjas católicas hacen la compra semanal para su convento en la avenida de Samora.
La religión no logra, sin embargo, enterrar el aire pecaminoso de la ciudad. Dar es Salaam nació por el expreso deseo de un sultán lúdico y sensual, Said Majid, que reinó en la isla de Zanzíbar y en esta franja costera del África oriental entre 1856 y 1870. Majid era hijo del gran Sayyid Said, sultán de Omán, que trasladó la capital de su reino a Zanzíbar. Pero Majid, al contrario que su padre, carecía de talento de estadista y tan sólo estaba interesado por las mujeres. De modo que construyó una especie de ciudadela en un pequeño pueblo de pescadores, llamado Mzizima, y le dio por nombre Dar es Salaam, que quiere decir «Puerto de la Paz».
Dar, pues, nació como un burdel para un rey hedonista. Y en su ambiente flota ese aire turbio que puede que te incite a pecar, como si algo placentero y vil a un mismo tiempo se revolviera en tu interior. El calor agobiante, la brisa húmeda, el cielo espeso de los mediodías y una brisa fresca que llega por la noche desde el océano y limpia la atmósfera hacen que la ciudad parezca diseñada para perder el alma y dejarle al diablo que haga con ella lo que quiera. Majid, al construirla, la dotó de un destino maligno y, hoy, Dar tiene todavía un perfume de sensualidad corrompida. Dar ejerce la fuerte atracción de lo canalla.
Majid construyó su palacio en Dar en 1862. Después de su muerte fue abandonado y quedó en ruinas, y Dar volvió a ser un poblacho. No obstante, en 1885, con la llegada de la Compañía Comercial Alemana para el África Oriental, el puerto de Dar comenzó a tener cierta importancia. En 1889, Alemania se anexionó como colonia todo el territorio de Tanganika y su franja costera, y la primera capital de la Deutsch-Ostafrika fue Bagamoyo, al norte de Dar es Salaam, un importante centro de tráfico de esclavos durante centurias y, también, entre los años cincuenta y ochenta del pasado siglo, el punto de partida de las expediciones europeas hacia los grandes lagos. No obstante, la barrera de arrecifes y la escasa protección que ofrecen a los barcos las playas de Bagamoyo convencieron pronto a los alemanes de que el puerto de Dar es Salaam, unos ochenta kilómetros al sur, reunía mejores condiciones, pues contaba con una ancha dársena escondida en un recodo de la costa, lo que protegía al lugar de las tormentas, las mareas y los ataques navales. Y Dar quedó proclamada capital de la Deutsch-Ostafrika en 1891.
Dar, pues, es una urbe joven si se la compara con otras ciudades del litoral swahili, como Kilwa Kisiwani, Mombasa, Lamu y, desde luego, Zanzíbar, ejes de la civilización de más avanzada cultura y de más dilatada historia del África austral. Conocida en la Antigüedad como país de Azania, y más adelante como país de Zenj, esta costa, que se extiende en las orillas del índico entre Mogadiscio, en Somalia, y el litoral de Mozambique, formando una suave curva o un ancho golfo, podría ser llamada hoy con toda justicia la Costa Swahili, una cultura de más de diez siglos de existencia diseminada en varias patrias.
Las primeras referencias a la región se encuentran en un libro de autor anónimo, El periplo del mar de Eritrea, publicado en griego hacia el año 4o después de Cristo. Su autor debió de ser un experimentado marino o un gran comerciante, y el libro fue probablemente escrito y editado en Alejandría, en los días en que el Imperio romano dominaba el Mediterráneo, a caballo entre los últimos años del reino de Calígula y los primeros del gobierno de Claudio. El libro hace referencia a varias poblaciones de la costa, destacando entre todas ellas, como la más importante, a Rhapta; habla de pequeñas embarcaciones para cuyo velamen se utilizaba la técnica de la costura de telas; describe a los habitantes de la región como piratas y hombres de gran estatura; señala que los navegantes que llegan del norte traen hasta allí cerámicas, hachas, lanzas, arcos, pequeñas espadas e incluso vino, y añade que la región provee a los comerciantes europeos de marfil, caparazones de tortuga, cuernos de rinoceronte y aceite de palma.
La siguiente referencia se encuentra en el más famoso de todos los libros antiguos de geografía, el de Claudio Tolomeo, el griego alejandrino que publicó su texto a partir de relatos de marinos y comerciantes, alrededor del año 150 después de Cristo. El nombre de Azania y de la localidad de Rhapta permanecen también en este texto. Tolomeo habla de tribus caníbales, de ríos muy caudalosos y hace la famosa referencia a las montañas de la Luna, montañas «de las que el lago del Nilo recibe el agua de las nieves».
En el siglo IX un texto chino describe la costa de Azania, señalando que sus habitantes beben una mezcla de sangre y leche de vaca y que tienen la costumbre de secuestrarse unos a otros para venderse como esclavos a los extranjeros. Más o menos un siglo después, el persa Buzurg publica una recopilación de historias fantásticas de marinos y, por vez primera, aparece escrito el vocablo «Zenj» para nominar a este litoral, vocablo que significa «gente negra». Más adelante, en el siglo XII, se publican los relatos de los navegantes árabes Al-Massudi y Al-Idrisi, este último un famoso marino al servicio del rey de Sicilia. Las crónicas, desde entonces, van haciéndose más precisas y Zanzíbar aparece ya con su nombre en las geografías. A partir de Marco Polo y los textos de los navegantes portugueses, la costa del este de África cuenta ya con abundantes referencias históricas.
El período dorado de la costa Zenj, que algún historiador ha comparado con la época más esplendorosa de Venecia, se sitúa entre los años 975 y 1498. La población original que habitaba la región provenía de emigraciones bantúes llegadas del interior de África. Luego, los mercaderes persas establecieron factorías y muchos de ellos desposaron mujeres indígenas y se quedaron a vivir en Zenj. A raíz de la explosión del Islam, tras la revolución político-religiosa abanderada por el profeta Mohamed, Mahoma, muerto en Arabia en el año 632, una masiva emigración árabe descendió hacia las costas del índico. Eran gentes que huían de las guerras desatadas en el nombre de Alá por las sectas y los clanes islámicos. Con ellos viajó la religión y el litoral abrazó el credo musulmán. La lengua swahili nació sobre una base gramatical bantú, con la incorporación de numerosos vocablos árabes y persas. En los siglos siguientes continuaría siendo una lengua abierta a las influencias exteriores y el swahili adoptó modos y palabras del portugués y del inglés.
Los numerosos comerciantes árabes que emigraron a Zenj pusieron su experiencia al servicio de su nuevo hogar y la costa, cuyo poder compartían una serie de ciudades-estado, más o menos como la Italia del Renacimiento o los reinos de taifas de la España islámica, vivió una larga época de esplendor y progreso a partir de entonces. Desde Zenj se exportaban hermosas concubinas de rasgos somalíes para los harenes de Arabia; se enviaban esclavos bantúes que servían como bravos soldados o dóciles eunucos a los nobles árabes y persas; ricos cargamentos de oro, marfil y ámbar llenaban los palacios de los maharajás de la India; desde Zenj viajaban también perlas para los collares de todas las esposas de los sultanes y cuernos de rinoceronte suficientes para satisfacer todas las necesidades afrodisíacas de todos los príncipes de Asia.
Zenj era una especie de El Dorado y la leyenda situaba en su territorio las minas de oro y diamantes que habían nutrido el antiguo tesoro del rey Salomón. Su enorme capacidad de producción de riquezas en bruto la trucaban los acaudalados mercaderes y señores de Zenj por refinados productos y manufacturas que se hacían traer de Arabia, Persia, la India e incluso de la lejana China. En los palacios y mansiones de Zanzíbar, Pemba, Mombasa o Kilwa había alfombras persas, porcelanas de china y muebles de sándalo y bambú; las mujeres de los hombres ricos se adornaban con brazaletes y collares tallados en la India; los anchos corredores de los palacios olían a perfumes de jazmín y de rosa importados de Ceilán; se vestía con túnicas de seda; las cuberterías eran de plata; y el menú de un almuerzo servido en casa de un próspero comerciante tenía como primer plato arroz hervido con mantequilla, al que seguían pescados, aves, vegetales, carne vacuna, leche fresca y abundancia de frutas.
Según el viajero marroquí Ibn Batuta, los hombres de Zenj eran «muy gordos y corpulentos». Ibn Hawkal, otro conocido navegante árabe, escribió sobre Zanzíbar: «Las mujeres de esta isla son muy feas. Tienen grandes ojos, grandes labios y grandes narices. Y sus pechos son cuatro veces más grandes que los de la mujer de cualquier otra raza».
Abdullah no era gordo ni rico, pero sí un hombre de talento, un refinado swahili dotado de un agudo sentido del humor y una cierta arrogancia que no llegaba a ser petulante. Le conocí en la terraza que hay sobre el último piso del hotel Twiga, en la avenida de Samora de Dar es Salaam. La terraza, cubierta por un techado de metal, es uno de los lugares más agradables de la ciudad. El aire corre fresco y vivificador y hasta su altura llegan los rumores y los aromas de la urbe. Desde allí arriba se contempla, además, una buena parte de la rada del puerto. Durante los últimos instantes del día y las primeras horas de la noche la vista es muy hermosa, cuando la calima se ha esfumado y el aire se ha vuelto transparente.
Abdullah tendría alrededor de sesenta años. Su cuerpo era fibroso, sus ojos reidores y lucía una breve barba salpicada de canas. Se cubría la cabeza y los cabellos duros y rizados con un gorro de tela blanca adornado con bordados de hilo de plata que formaban sencillos dibujos geométricos. La piel del rostro de Abdullah era de un negro desvaído, mientras que sus rasgos se dibujaban finos y rectos, como los de un iraní. En sus mejillas punteaban las cicatrices de una viruela infantil.
El aspecto de Abdullah bien podría responder al de un individuo modelo de la civilización swahili: el gorro de los musulmanes, la piel de los bantúes, el perfil de un persa y la agudeza intelectual de un noble veneciano. Bebía té con parsimonia en una mesa próxima a la que yo ocupaba. Cuando me escuchó pedir al camarero en lengua inglesa una bebida pegó la hebra de inmediato. No hay mayor placer, cuando se es extranjero en una ciudad nueva, que conversar con un nativo inteligente. Abdullah era curioso, se interesaba por España, de la que sabía algunas cosas, como la presencia musulmana en gran parte del país durante ocho siglos. Me dijo que le gustaría visitar Granada. Luego hablamos de los swahilis.
—Somos mestizos, no sólo de sangre sino de cultura. Casi puede decirse que todo lo nuestro viene de fuera. Todo, desde nuestra lengua a la religión. Cuanto poseemos, lo hemos tomado prestado.
Y reía antes de seguir:
—Mire, señor: importamos la religión del Oriente, la lengua nos la trajeron desde los lagos del interior y nuestra sangre se parece a la de los perros callejeros.
—En España llamamos mil leches a los perros callejeros —dije.
—¿Y cómo se portan sus mil leches?
—Son más listos y más libres, por lo general, que los perros de raza.
Aplaudió:
—Así, señor, así somos los swahilis: listos, libres, pobres y hospitalarios. ¿Son cariñosos sus mil leches?
—Por lo general lo son.
—¿Lo ve? Como nosotros…, me gusta eso de mil leches. Mire, señor, le añadiré algo: los swahilis pensamos como los persas, tenemos el gusto por la conversación de los árabes, la belleza de rasgos de los somalíes y la alegría de los bantúes. No nos gusta pelear, pero si tenemos que hacerlo combatimos como los soldados baluchis, los que servían a los sultanes de Omán. Yo creo —y la sonrisa le inundaba ahora incluso la mirada— que nos hemos llevado lo mejor de cada casa.
Abdullah era un hombre culto y dotado de una inteligencia apasionada y poética. Seguimos hablando de la civilización y del universo swahili. Abdullah sostenía que el hecho de que la zona fuera un punto de importancia comercial, un lugar de tránsito y de intercambio, había modelado el carácter swahili.
—Somos hijos del océano y de los vientos —añadió—, pues no hay que olvidar que fueron los barcos, empujados por los monzones, los que nos trajeron todo: la cultura, la religión y muchos de los elementos que han tallado nuestra lengua.
Me gustaba escuchar a Abdullah y me gustaban las imágenes con que adornaba sus teorías: los hijos de los vientos y de los océanos…
Abdullah continuó explicándome que, durante milenios, toda la navegación del litoral se había organizado en función de los vientos monzones, tan regulares como las mareas y las fases de la luna.
Por lo general, en esta zona del índico los monzones soplan con suavidad, y casi nunca vienen acompañados de tormentas o huracanes. Bajan desde el nordeste entre noviembre y abril, y suben del sudoeste entre mayo y octubre. De modo que, en función de cada estación monzónica, se establecía el itinerario del comercio. El asunto, desde luego, no era tan sencillo como pudiera parecer a primera vista, ya que para organizar la exportación e importación de mercancías era necesario contar con los ciclos de las cosechas de grano, especias y frutos, así como con la especialización que cada región del litoral tenía en productos manufacturados y lo que podía venderse en cada una de ellas. Cuando un mercader planificaba un viaje debía especificar con mucha precisión al capitán de su barco y a sus agentes comerciales los puertos en que debían detenerse y en qué fechas, además de calcular las mercancías que tenían que cargarse en el punto de partida, dónde podían venderse mejor, cuáles deberían ser compradas en cada lugar y cuáles habría que traer de regreso cuando los monzones cambiasen de dirección. Los monzones del nordeste se llamaban, y aún se llaman en swahili, kakazi, en tanto que los que soplan del sudoeste se conocen como los kuzi.
—Todo ese viaje era y es todavía un viaje en círculo —añadió Abdullah— y nosotros somos también una civilización circular. Yo mismo soy un hombre circular —soltó una risotada—, nunca quiero ir a un punto en el horizonte, al contrario de lo que hacen ustedes los europeos, siempre obsesionados por el futuro, empeñados en llegar siempre a alguna parte. El alma swahili vuelve siempre sobre sí misma, galopando sobre los monzones. Salimos del pasado y volvemos al pasado después de darnos una vuelta por el futuro. Ustedes son distintos: gastan su vida destruyendo el pasado y cuando alcanzan el futuro ya están viejos y cansados. El hombre es sólo memoria y regreso, señor.
Abdullah apuraba su té. Me llegaba el olor de la menta desde su vaso.
—¿En qué trabaja usted, Abdullah?
—Soy profesor en una escuela, enseño historia y lengua. También he escrito algunos textos escolares.
—¿Nunca ha escrito poesía?
Sonrió:
—¿Cómo lo ha adivinado? Sí, escribo poesía, pero sólo para mí. Es usted perspicaz.
Cambió la conversación y siguió hablando del comercio del litoral Zenj:
—Aún puede seguirse una ruta como las que los comerciantes hacían hace diez siglos. Nada ha variado sustancialmente. Se bajan los dátiles de Aden cuando ya han madurado en sus palmerales y se transportan desde aquí hasta Arabia a los peregrinos que quieren ir a La Meca en el gran viaje de la vida de todo musulmán. Los faluchos compran madera de palma en Lamu, té y café en Mombasa, la especia de clavo en Zanzíbar y Pemba, salazones, frutos secos, sal de Berbera, jugo de lima que tanto gusta en Arabia… Es un viaje circular, casi sin fin, comprando a cada uno aquello que tiene y vendiendo a todos aquello que desean tener. ¿No es hermoso?
Luego se encogió de hombros y me miró melancólico:
—Le aconsejo que una de estas tardes se dé una vuelta por el puerto pesquero. Verá la imagen de nuestra cultura, nuestros barcos de vela latina, los jahazi: ellos son la verdadera alma del mundo swahili. Tal vez vayan a desaparecer pronto, pero han navegado bien durante siglos y, además, el gasóleo es caro y la nuestra es una civilización pobre. Vaya a darse una vuelta por el puerto pesquero, le gustará.
Se animó otra vez y rio de nuevo:
—Le diré un secreto: todavía salen del puerto pesquero pieles de leopardo y marfil para Europa, y algún que otro cuerno de rinoceronte para el Yemen. Y de cuando en cuando llegan cargamentos de opio desde la India. ¿Cómo podemos olvidar los swahilis que siempre hemos sido contrabandistas y piratas?
Dio un par de palmadas mientras se inclinaba sobre la mesa empujado por una gran carcajada.
Los faluchos, que en este litoral se nombran, indistintamente, con el término inglés dhow o el swahili jahazi, son una de las naves más hermosas y antiguas de la historia humana, un retrato vivo del pasado. Su edad es incalculable y puede que su diseño cuente con más de dos mil años. El falucho es el mejor de los emblemas del mundo swahili y, si esta civilización se unificara en una sola patria, cosa más que improbable, este navío tendría que ser su emblema nacional. No obstante, el falucho o jahazi no es un invento swahili, sino que proviene del mar Rojo y su origen es egipcio. Todavía navegan el Nilo faluchos de parecido porte a los del índico.
Es una embarcación de casco largo y, por lo general, de no excesiva envergadura. Tiene en principio una sola vela latina, que va doblada o atada en lazos sobre una pesada verga, compuesta casi siempre por tres perchas. La longitud de la verga viene a ser la misma que la eslora del barco. En ocasiones, sin embargo, cuando el jahazi tiene un mayor tonelaje del normal, puede incorporársele una vela de mesana, que es también latina. Es muy raro que se vean buques de este tipo con vela de foque. Otros tipos de vela son ya impensables.
Los jahazi no sólo se botan en los astilleros del litoral swahili, sino que se fabrican en muchos puertos de las costas del mar Rojo y del índico, incluso en Sri Lanka.
Los faluchos que navegan estas costas se pueden dividir en dos tipos principales: los más tradicionales y antiguos, en los que proa y popa tienen la misma forma y parecidas medidas, y los más modernos, en los que la influencia portuguesa ha dejado un diseño de popa chata y por lo general cuadrada.
A partir de ahí, al menos hay una docena de tipos distintos de jahazi. Los más grandes son los boom, de origen kuwaití, y los indios dhangi, que se utilizan para el transporte de mercancías pesadas y, también, de peregrinos que van a La Meca. Los más comunes son los shambuk, originarios de Aden, y los bahlas, que se construyen en Zanzíbar. Los ghanjah de Omán y los zarrok yemeníes, seguramente los más primitivos de todos, son rápidos y elegantes. En fin, los más bellos tal vez sean los botados en la isla keniana de Lamu, de línea grácil, pequeños y ligeros, adornados con bellos grabados en su proa y, en ocasiones, con una sobrecubierta tejida en fibra de coco que arropa toda la regla de la borda.
En swahili, el patrón de un falucho se llama nakhoda. Las tripulaciones de estas naves duermen siempre en cubierta, sobre esteras, y tienen canciones y danzas propias. Suelen cantar y bailar cuando ya han entregado sus mercancías o llevado su pasaje a puerto. Usan flautas y tambores. Y en sus letras relatan historias antiguas, la mayoría de ellas en torno a las figuras de piratas y contrabandistas de mérito, oficios tan prestigiosos y respetados en este litoral como una carrera universitaria en Occidente. El mundo swahili es el mejor aliado de nuestros pecados infantiles. Aquel que no soñó alguna vez con ser pirata que tire la primera piedra.
La atmósfera se había limpiado al atardecer en la bocana del puerto bajo el suave soplo del kakazi, el viento del nordeste. Olía a agua de mar, a salazón caliente. Las formas de los barcos se dibujaban nítidas sobre la superficie quieta y verdosa de aquel brazo de océano encerrado en la rada. La intensa luminosidad de la tarde confería a todos los objetos un perfil definido. Los edificios, la gente, los árboles, los destartalados vehículos que circulaban en la explanada que se abría junto a la bocana, todo cobraba una entidad rotunda bajo la luz azulada del atardecer. Es la luz lo que hace del oriente africano uno de los lugares más bellos del mundo, mientras que es el olor lo que se ocupa de fijar en tu memoria el sueño de África. Ahora, el recio perfume de los plátanos fritos en aceite de palma se mezclaba con el de una hoguera donde se quemaban restos de basura. Un olor acerbo y almibarado a un mismo tiempo impregnaba el aire de la tarde.
Desde la explanada, el empinado terraplén caía hasta la orilla del mar cubierto de altos cocoteros, algunos flamboyanes y almendros indios de anchas hojas. Un elegante falucho swahili entraba en la rada, grácil como una golondrina de mar, su vela en forma de alfanje hinchada por el soplo del monzón. El jahazi sorteaba con pericia y gracia a los cargueros fondeados en la bahía, sobre la tersura plateada del océano. La brisa llegaba libre por encima del agua, sin rozarla. Un grupo de niños chapoteaba en una pequeña playa, junto a los armazones corroídos de varios faluchos encallados.
Era la hora en que la gente regresaba a su casa tras la jornada de trabajo y los desvencijados autobuses atestaban las explanadas. La gente se afanaba en encontrar plaza en los matatus que partían hacia los barrios de las afueras. En algunos, que renqueaban cargados hasta los topes, nuevos viajeros se aupaban sobre los guardabarros traseros en acrobáticas posturas. Se oían cantos alegres en el interior de muchos vehículos, tal vez por la alegría que produce la conclusión de una jornada de dura brega.
Siguiendo el consejo que me había dado Abdullah caminaba por Kivukoni Front, bordeando la curva de la rada, en dirección al puerto pesquero del lado norte de la bocana. Los grandes almendros indios proyectaban su tupida sombra sobre el asfalto desconchado. Una nutrida humanidad iba y venía en ambas direcciones del paseo. Brillaban los kangas en vivos colores púrpuras, cárdenos y calabaza sobre las pieles azabaches de mujeres swahilis. Bajo los árboles, algunos comerciantes exponían sus mercancías en tenderetes de madera o, los más modestos, sobre una manta extendida en el suelo. Se vendían juguetes de plástico, bolígrafos, rasuradoras, mazorcas de maíz, chicle, refrescos, agua de coco, pedazos de turrón, cacahuetes, palos de caña de azúcar, monedas antiguas, un sinfín de chucherías. Un hombre servía tazas de té caliente de un lustroso jarro de metal dorado en forma de cucurucho. El vendedor de naranjas organizaba, sobre una manta, torres de fruta en difícil equilibrio. Ahora olía a jugo de piña y panoja de maíz asada al carbón, y se despertaba el apetito.
Llegando al extremo de Kivukoni, la gente formaba una larga cola para embarcarse en el ferry que cruza la bahía hasta el lado sur de la costa. Allí se multiplicaban en hilera los tenderetes de venta de dátiles, frutos secos, limoncitos verdes, racimos de uvas, mangos, aguacates y doradas bananas de pequeño tamaño. Bufaba el ferry al partir, mientras soltaba una vaharada de humo, y otra barcaza llegaba desde la península meridional para ocupar su lugar, abrir los portones y recibir una nueva multitud de pasajeros. En las cercanías del embarcadero, los terraplenes aparecían cubiertos de arbustos en los que brillaban las campanillas amarillas, cuyo aroma parece cobrar una consistencia de objeto vivo en los atardeceres, cual si fuera un polvo que se agarraba al aire y que podría llegar a verse si se forzaba la vista.
La playa se abría al doblar la punta de la bocana, en el lado norte, sobre el arenal color de tiza. El índico llegaba rizado y libre desde Oriente y refulgía en un violento verde jade, bajo el azul vehemente del cielo. Todos los colores lucían puros. Y en aquel escenario que, de pronto, se ofrecía a mis ojos a la vuelta de la bocana, nada parecía haber cambiado desde siglos atrás, como si el paso del tiempo no se hubiese producido en aquel rincón del océano, o como si alguna mano invisible me hubiera lanzado, sin yo sentirlo, unos cuantos cientos de años atrás, para dejarme ver una pintura viva del pasado.
Los faluchos llegaban a la playa arrastrados por el viento que empujaba las velas de arpillera. Eran barcos de corta eslora, construidos con los más rústicos materiales y técnicas: sogas, cordajes y maromas fabricados con corteza de palma; un tronco de árbol sin pulir haciendo las veces de trinquete para sujetar la vela latina; la borda cubierta con esteras de fibra de coco. Las tripulaciones de aquellos humildes pesqueros eran por lo general de no más de tres hombres. Pero los faluchos, pese a su fragilidad, saltaban con ligereza y garbo sobre las ondas del océano, se arrimaban con cuidado hasta la playa y, una vez encallados en la orilla, dos de los hombres bajaban con el agua hasta la cintura y comenzaban a descargar los cubos con su pesca. Se formaba una cadena que llegaba hasta la arena. Unos traían pargos, lubinas, meros y atunes de mediano tamaño; otros llegaban con nasas rebosantes de pequeñas langostas y cestos de langostinos; aquel descargaba un tiburón de un par de metros, el otro una raya; en fin, algunos traían pulpos que todavía movían sus tentáculos fuera del cubo, tratando de asir algún objeto que pudiera darles una idea de lo que sucedía en los territorios del hombre.
En la playa, las mujeres se sentaban en cuclillas y limpiaban las tripas de los pescados o troceaban los pulpos. Había un par de barbacoas donde asaban unos pequeños peces que llamaban chaá. Grupos de niños intentaban sustraer algún pez de los cubos de las tripulaciones. Más atrás, bajo un cobertizo de unos trescientos metros cuadrados, los comerciantes vendían sobre pilas de cemento los pescados ya limpios y lavados. A un lado, los pescadores iban llegando con su carga. Uno de ellos, el patrón probablemente, se levantaba sobre un banco de piedra en el centro del círculo que formaban los comerciantes, y desde allí procedía a organizar la subasta. Los compradores pagaban con grandes fajos de billetes en el momento mismo de producirse el acuerdo. Un aroma de sargazos y de fritanga de pez en aceite de palma flotaba en el aire de la primitiva lonja.
Era lo mismo que contemplar los grabados de los cuentos de nuestra infancia. Nada, ni la ropa de las gentes, ni los barcos, ni el mercado, nada parecía de este siglo. Un gran falucho mercante asomaba ahora en el horizonte próximo. Medía tal vez más de doce metros de eslora y su blanca vela latina se curvaba con elegancia, impulsada por el viento del nordeste. De la proa surgía hacia adelante, afilado como un florete, un delgado bauprés, lo que hacía pensar que se trataba de un falucho tipo ghanjah, quizás el más marinero entre todas las clases de faluchos que navegan el índico junto a la proa, un hombre con turbante azul, roja camisola y falda de rayas en colores pálidos miraba hacia adelante. Desde donde yo estaba veía su perfil alzado, la nariz ganchuda, la barba negra, la oscura piel, las musculosas pantorrillas que asomaban debajo de la falda. No apartaba su mirada de la bocana mientras el falucho se dirigía seguro y grácil hacia el embarcadero principal de Dar es Salaam. Aquel capitán no parecía sentir curiosidad alguna por los pescadores que voceaban su mercancía y los compradores que pujaban por los mejores peces. Las gentes del puerto, no obstante, detuvieron su actividad durante unos momentos para contemplar al orgulloso marino que dirigía con pericia su barco hacia la bocana. Todavía me gusta imaginar que aquel día, junto a la rada de Dar es Salaam, atravesé las paredes vaporosas del tiempo y vi pasar frente a mí a Simbad el Marino.