Un caradura imponente y un melancólico adiós

El campamento de Paraa, en el parque de Murchison Falls, se eleva unos setecientos metros sobre el nivel del mar y no cuenta ni con luz eléctrica ni con agua corriente. El agua se transporta hasta allí en cisternas un par de veces al mes y la luz la proporcionan las lámparas de parafina y una fogata que todas las noches se enciende en el centro de la explanada que rodean las cabañas. El campamento no se protege con ninguna suerte de vallado, ni siquiera con una cerca de espinos. Detrás del círculo de cabañas se extiende un bosque de arbustos chaparros y, en su lado norte, un terraplén cubierto de altas yerbas y matorrales desciende hasta el Nilo, que se encuentra a unos doscientos metros de distancia. Hay dos letrinas en el límite del campo que no conviene usar de noche, a causa de los animales peligrosos. Las cabañas tienen forma cilíndrica, con suelo de tierra, dos camastros de madera, mosquitera y una puerta de metal que se traba con un pequeño pestillo. En su techo de paja y maderos se agradece la presencia de lagartijas de cuerpo negro y cabeza roja, que a los odiosos mosquitos africanos deben parecerles terribles monstruos del jurásico. En África hay que dar siempre la bienvenida a estos canijos descendientes del tiranosaurio, sobre todo en las proximidades de los lagos y los ríos, donde abundan los anofeles portadores de malaria. Dentro de las aguas de los ríos ya es otro cantar, porque los parientes de los antiguos dinosaurios se llaman aquí cocodrilos y los más grandes de todos se crían en el Nilo, con especial abundancia en el parque de Murchison Falls.

El campamento de Paraa resulta delicioso por su sencillez, tan alejado de las confortables y lujosas instalaciones de los parques de Kenia. Se integra en la Naturaleza de forma plena, sin pretenciosidad, envuelto por un aire dulce. Hay duchas construidas con cercados de caña en dos extremos de la explanada, con suelo de piedras lisas, y lavarse allí a la luz de la luna, con un balde y una palangana, bajo la tibia y húmeda temperatura, oyendo el grito agudo de los pájaros nocturnos, produce una intensa sensación de libertad, el sentimiento de recuperación de un primitivismo libre que el hombre ha perdido, quizá para siempre, hace tan sólo unas pocas décadas.

La ducha nos alivió del largo día de viaje por pistas donde el todo-terreno había trotado mejor que corrido, entre el polvo rojo que se rizaba en bucles vigorosos bajo los golpes del viento. Christine, la cocinera y chica-para-todo del campamento de Paraa, nos sirvió unos huevos duros, una cerveza caliente y un pedazo de pollo frío, el menú de urgencia que nunca falla en ningún establecimiento de Uganda. Christine era una mujer gorda, simpática, de sonrisa amable y comprensiva, el tipo de mujer que uno siempre escogería para tía solterona con la que convivir en tu casa. Cenamos a la luz de la gran hoguera, la cabeza inclinada sobre el plato para soportar, con respeto, el majestuoso peso de aquellos diez millones de estrellas que brillaban sin rubor sobre nosotros. Los plebeyos del reino animal debemos siempre acatar, dóciles y humildes, el orden y la belleza del mundo.

Luego, con los cafés, llegó Jim, el jefe de los rangers del parque de Murchison. Vestía de verde oliva y portaba al cinto una pistola. Tenía un rostro plano, barbado, con grandes ojos saltones y una sonrisa larga y blanca, en forma de media luna. Los dos rangers que le flanqueaban iban desarmados y mantenían una actitud de reverencia ante su jefe. Jim los despidió con un leve gesto de la mano y luego se acercó a nosotros y nos saludó con calor.

—Bienvenidos, bienvenidos. —Apretó con fuerza mi mano y se sentó a mi lado, sobre el tronco de un árbol—. Este es el mejor parque de África, no se arrepentirá de haber viajado desde tan lejos. Aquí todo está en orden, cuidamos de todo perfectamente, la Naturaleza es respetada y los furtivos se las tienen que ver con Jim —lanzó una sonora risotada—, y vérselas con Jim no es agradable si se está fuera de la ley.

Siguió luego con un largo monólogo sobre la inteligencia de Jim, el valor de Jim, la honradez de Jim, el respeto de Jim por la ley y toda cuanta posible virtud podía ser atribuible a Jim. Tardaba uno muy poco tiempo en darse cuenta de que Jim era un caradura mundial.

Me retiré pronto a dormir. Bajo la mosquitera de mi camastro me sentía protegido. No pensé en el frágil pestillo que me separaba del campo y de la pendiente que, al otro lado, bajaba hasta el Nilo. En un par de ocasiones me despertaron los hipopótamos que subían a nuestro campamento, desde el río, para devorar las yerbas altas: gruñían como cerdos enfadados mientras merodeaban por la parte trasera de mi choza. Luego, un león rugió dos veces en la lejanía, al otro lado del Nilo, y durante unos segundos, ante la voz imperiosa del rey, los hipopótamos dejaron de comer y todos los grillos guardaron silencio.

Había que salir temprano para visitar el extenso parque. Cuando me asomé a la explanada, Jim ya estaba allí. Me envió un saludo y una sonrisa y luego revistó la tropa de rangers, una veintena de hombres desarmados y en su mayoría ataviados con uniformes raídos. Luego, Jim se puso al frente de ellos, entonó una canción y la tropa se alejó por una vereda, camino del río, vociferando algo que pretendía ser un himno militar, marcando el paso de casi medio centenar de pies en total desacuerdo los unos con los otros. Abu y yo terminamos el café, junto a los restos del fuego de la noche, mientras James y el ranger que iba a servirnos de guía preparaban todo lo necesario para la jornada.

—¿No es raro que los rangers no vayan armados? —pregunté a Abu.

—Todos los rangers van armados en Uganda, pero aquí ha habido problemas hace unas semanas —respondió.

—¿Qué problemas?

—Hubo una especie de rebelión contra Jim. Los rangers lo tuvieron secuestrado varios días y tuvo que venir el ejército y poner orden.

—¿Y por qué lo secuestraron?

—Decían que Jim se quedaba con la paga de todos.

—¿Y qué decía Jim?

—Que se lo gastaban en ginebra en un pueblo de pescadores que hay cerca.

—¿Y quién tenía razón?

Abu encogió los hombros.

—No lo sé, puede que las dos partes. Pero el ejército estaba obligado a poner orden. Luego, Jim les ha retirado las armas. No se las devolverá hasta dentro de un mes. Ahora les obliga a desfilar y a realizar trabajos extras.

A mí no me cabían dudas sobre quién podía tener razón en la disputa, la sonrisa de Jim era la que corresponde a los triunfadores.

Bajamos hasta las orillas del Nilo y cruzamos el río en el ferry, un viejo pontón de madera armado de dos poderosos motores de gas-oil. El agua descendía verdosa y mansa entre los ribazos de yerbas altas y los bosques que cubrían los terraplenes. Medio kilómetro río arriba se distinguían los lomos oscuros de un grupo de hipopótamos. Una bandada de pelícanos cruzaba volando en formación sobre la barcaza, dibujando una uve cuyo pico apuntaba hacia occidente. Una mezcla de olores intensos llegaba en brazos de la brisa, un aroma impreciso de humedad, estiércol y flores silvestres.

En el embarcadero de la orilla norte asomaban entre los juncos, medio hundidos en el agua, los esqueletos oxidados de varias barcazas. Del viejo muelle de madera apenas quedaban unos cuantos troncos clavados en la playa. Arriba de la cuesta, los edificios desmoronados de un antiguo centro turístico flanqueaban la pista de tierra amarilla. Las planchas de metal que en otro tiempo sirvieron como techos se esparcían despedazadas entre la arboleda. Un par de casas aparecían cortadas a tajo, como si un gigantesco cuchillo las hubiera abierto en canal. Los matorrales y las altas yerbas habían devorado el espacio de los jardines. Las paredes de la piscina se resquebrajaban en anchas grietas que ahora servían de guarida a serpientes y escorpiones. Las yedras trepaban en los esquinazos de los edificios rotos y los espinos crecían entre los cascotes.

Nuestro coche ascendía por la pendiente junto a las ruinas del que fuera años atrás el lujoso centro turístico de Pakuba. Centenares de balazos agujereaban las fachadas de los hoteles destruidos. Más adelante, en una pequeña pista de aterrizaje, los restos de un aeroplano bimotor recordaban los despojos de algún gran mamífero devorado por una familia de leones. Todo el paisaje de nuestro alrededor componía el patético retrato de la historia más reciente de Uganda.

Miré a Abu, que contemplaba con ojos entristecidos las ruinas de Pakuba. Volvió la mirada hacia mí al sentirse observado. Esbozó una lánguida sonrisa y dijo con sequedad:

—Idi Amín.

En la brutal historia de las dictaduras africanas, pocos líderes habrán superado el despotismo y la vesania con que Idi Amín Dadá gobernó Uganda entre los años 1971 y 1979. Su herencia fue, además, devastadora, pues dejó detrás de sí un país en situación de ruina absoluta y desmembramiento total. En cierto sentido, había en Idi Amín algo de personaje literario, en la medida en que parece, visto desde la distancia, una criatura surgida del vientre de todos los horrores. Amín es el hijo salvaje de todo cuanto hay de inhumano en la historia de su país, la cara amarga de aquellas tierras bellas y feraces, el Hyde más tenebroso del África más hermosa. Shakespeare no habría encontrado otra fiera mejor como modelo si se hubiera propuesto escribir una tragedia en el marco del Tercer Mundo.

Amín era cruel como los reyes kabaka de Buganda, un digno heredero de Mwanga. Pero su bestialidad era aún más refinada y era capaz de planear sin pestañear operaciones de «limpieza étnica», de verdadero genocidio de etnias rivales, con la misma efectividad que Hitler. Amín era un híbrido del militarismo importado a sus tierras por los ingleses y el despotismo de los kabaka. Institucionalizó la barbarie, creando un ejército cuyo mundo de valores se basaba en la legalidad de la corrupción y en la exactitud para cumplir con sus tareas más frecuentes: quemar, matar, saquear, destruir y cortar las cabezas de todos los enemigos reales o probables. Era también un radical del extremismo negro y consideraba a los blancos fuente de todos los males africanos. Eso le atrajo, al principio, simpatías entre muchos pueblos del Tercer Mundo, recién salidos de la resaca de la independencia. Pero era un rebelde que, enfrentándose a los presuntos asesinos de su pueblo, acabó asesinando mucho más que ellos. Luchando por la emancipación de su raza vivió en el crimen, algo muy shakespeariano.

Recibió apoyos internacionales de conveniencia en los días más calientes de la guerra fría, en especial de Gran Bretaña e Israel. Y esos apoyos acabaron por rebelarse como nefastos para quienes se los proporcionaron. Patrocinó acciones de terrorismo internacional después de convertirse al islamismo, moviéndose en la onda del radicalismo libio. La propia Unión Soviética, que le consideró al principio como un buen aliado en su pugna contra los capitalismos de Occidente, acabó por repudiarle.

Amín planificó el genocidio de los habitantes del reino de Buganda, tradicionalmente protestantes y, por tanto, opuestos a la expansión de la fe musulmana que él preconizaba. Ordenó la masacre de los soldados fieles a Milton Obote, el presidente al que derrocó en un golpe de Estado en 1971. Expulsó a los setenta mil indios y paquistaníes que constituían la base de la vida comercial e intelectual del país. Asesinó a cuanto político se le opuso, como el católico Ben Kiwanika, líder del Partido Democrático. Y obsesionado con hacer de Uganda la gran potencia militar del centro de África, invadió Tanzania con un ejército de veinte mil hombres en octubre de 1978.

En 1979, las tropas tanzanas y los exiliados ugandeses rechazaron la invasión de Amín, entraron en Uganda y pusieron en fuga a las tropas del tirano. Milton Obote recuperó el poder que le había usurpado Amín y continuó la política de torturas, desapariciones, masacres, secuestros y planes de genocidio. Hasta 1985, año en que las guerrillas del NRA de Yoweri Museveni lograron conquistar Kampala, no terminaría la crónica de los horrores en la larga guerra civil ugandesa.

Pero el país había quedado desmembrado y en la ruina. Los ejércitos de Amín, primero, y más tarde los de Obote, destruyeron, saquearon y se comieron cuanto encontraban a su paso en su huida hacia el norte. Y perpetraron una verdadera carnicería entre la fauna salvaje de Uganda, que había sido una de las más ricas de África. Los elefantes y las manadas de herbívoros huyeron de sus parques, mientras que los felinos fueron casi por completo exterminados. Los hipopótamos y los cocodrilos estuvieron muy cerca de la extinción. Y no quedó un solo ejemplar de rinoceronte en todo el territorio nacional, ya que la venta de sus cuernos en la cercana Etiopía aseguraba pingües beneficios a aquellos ejércitos que sobrevivían con el pillaje. Además de eso, el país quedó lleno de armas, lo que aseguró a los furtivos un próspero negocio durante bastantes años. Aún hoy, una de las principales tareas del Ejército ugandés es combatir el furtivismo, en especial en el norte, donde continúan activas varias bandas de desesperados dedicadas al robo y el asesinato, apoyadas por Sudán.

En aquel paisaje patético de Pakuba se retrataban, entre las ruinas de las antiguas instalaciones hoteleras, más de veinte años de la historia trágica de Uganda. Comprendía la tristeza de la mirada de Abu mientras nos internábamos en la sabana mayestática del gran parque de Murchison Falls.

—Idi Amín fue muy popular al principio —me explicaba Abu—. Nos parecía que era el gran defensor del orgullo negro contra la opresión de los blancos. También le gustó a la gente que quitase sus propiedades a los comerciantes asiáticos y las entregase a los africanos. Tardamos en comprender quién era. Ahora somos muchos los ugandeses que creemos que, por encima del color de la piel, están la justicia y la libertad. ¿Qué importa el orgullo negro si quien lo defiende con las palabras tiraniza y asesina a su propio pueblo? El orgullo verdadero son la libertad y la justicia. Y ese orgullo no tiene color.

Me producía asombro el súbito parlamento de Abu.

—¿Tiene todavía partidarios Amín? —pregunté.

—Sólo entre los sectores más ignorantes. El problema de África es la ignorancia. Tenemos mucho que aprender, pero el esfuerzo por aprender debe salir de los propios africanos. Tiene que ser así porque, como usted sabe, el hombre nació en África, y si el hombre nació aquí, aquí nació también la inteligencia, ¿no le parece?

Me dirigió una sonrisa satisfecha, seguro de razonamiento.

—¿O. K., señor Reverte? —añadió.

—O. K., Abu —respondí abrumado ante la grandeza de su parlamento.

Subimos una loma y la llanura se abrió ante nosotros como un océano en un día luminoso. La yerba era escasa y rala a causa de la estación seca y apenas se divisaban árboles. El parque ofrecía un aspecto de tierra libre e inexplorada. Seguimos en dirección al norte. No vimos animales durante un largo trecho. Luego, sobre la línea de una loma, a un par de kilómetros de distancia, asomó la figura de una jirafa. Se movía lenta, el largo cuello inclinado hacia adelante, como el mástil de un velero que se dejase llevar a la deriva por las mareas del océano.

Luego, más lejos, nos internamos en una ancha extensión donde crecían, diseminadas, palmeras de cuerpo chaparro. El lugar parecía un jardín que alguien diseñó con esmero y luego abandonó a su suerte. El aire agitaba las hojas de las palmas, las hacía batir como si aplaudieran a nuestro paso. A la izquierda asomaba, calmo y dorado, como un plato de metal recién lavado, el gran lago Alberto. El horizonte se extendía, la vista no era capaz de cubrirlo en su inmensidad. Ningún otro ser humano había allí salvo nosotros. Y la sensación de vigor virginal, de territorio inconquistable, de belleza inhóspita, nacía de nuestra percepción de la soledad.

Un elefante apareció poco después, en la distancia. Lo vimos caminar cansino entre las palmeras y protegerse del calor arrimándose a una de ellas, la que ofrecía más sombra para su corpachón.

—Es un animal viejo —explicó el guía.

Tomé los prismáticos y pude verlo casi como si estuviera al lado. Su ojo se movía hacia nosotros sin curiosidad y sin miedo. Le faltaba un colmillo, tal vez perdido en una pelea antigua. El viejo animal proyectaba un aire de fatal decrepitud, de arrogancia perdida. Me recordó a los ancianos de mi familia, los hombres y las mujeres fatigados y resignados a no poder continuar una vida que todavía aman y cuyo peso apenas pueden ya soportar.

África te arroja también, en ocasiones, vaharadas de aire perfumado por la vejez y por la muerte. Pone delante de ti el retrato de todos los que eran grandes y fuertes cuando tú eras niño y que luego se han vuelto frágiles y pequeños cuando tú te has hecho grande. Vi el retrato de mis mayores y de mi propio futuro en aquel elefante noble y humillado.

Regresamos unas horas más tarde al embarcadero y almorzamos una frugal ración de huevos duros y pollo frío. Los juncos crecían altos sobre el pequeño muelle de madera en el que se balanceaba amarrado un vapor de unos diez metros de eslora. Subimos a bordo. La barcaza, sumergida en el agua verdosa y sombreada por la tupida vegetación, bien podría haber sido el African Queen de Bogart y la Hepburn, rescatado del celuloide para los ocasionales turistas que llegaban a Paraa.

Cuando el vapor salió de los juncos y se adentró en el lecho del río, el Nilo se abrió ante nosotros espectacular y poderoso. Desde las orillas, la vegetación se inclinaba sobre el agua rindiendo pleitesía al gran dios fluvial. Otra vez la atmósfera de Naturaleza ingenua, de paraíso terrenal dibujado por un niño o por un pintor chiflado, se apoderaba de aquel rincón de África. Los martín-pescadores y las golondrinas acuáticas cruzaban en vuelo raso sobre la superficie del río. En la orilla contraria, una familia de elefantes se acercaba a beber de las aguas del Nilo. Enormes cocodrilos, algunos de casi seis metros de longitud, sesteaban en las pequeñas playas de arena.

Nos adentramos en el ancho cauce. Un gran elefante macho barritó amenazador mientras alzaba la trompa en nuestra dirección. Un cocodrilo abrió su bocaza, mostró las hileras de aterradores dientes y, después de dar un poderoso coletazo que levantó una polvareda a sus espaldas, se arrojó al agua con estrépito. Sus ojos asomaron luego sobre la superficie, como los periscopios de un submarino, atento a nuestro paso.

En los ribazos donde el agua se remansaba, chapoteaban los hipopótamos, formando en el agua una masa pegajosa de cuerpos grises que se restregaban los unos contra los otros, como en una orgía. Olía a zahúrdas, a pocilgas castellanas. Algunos habían salido del agua y pastaban en la yerba. Las garzas blancas saltaban de lomo en lomo y picoteaban las duras pieles de los animales buscando parásitos. En una ancha playa dormitaba un búfalo entre familias de cormoranes, pelícanos, gaviotas, ánades y cigüeñas negras. El agua, en las orillas, bruñía en un intenso verdor, pero arriba de la corriente que descendía mansa y grave hacia nosotros brillaba con una luminosidad mercurial. El aire llegaba fresco y líquido a tocar mi piel.

Subíamos contra corriente y las orillas se escarpaban. Un águila pescadora, de cabeza blanca, pico amarillo y alas azabaches seguía nuestro rumbo, planeando sobre nuestras cabezas. Y entonces, al volver una curva del río, asomaron las cataratas de Murchison, uno de los más bellos saltos de agua que el hombre puede contemplar en el mundo.

Llegamos hasta un islote, en el extremo de la ancha piscina que se formaba bajo la caída bronca del agua y adonde el río bajaba a remansarse en remolinos, perdiendo poco a poco la fuerza de su salto. En los murallones de las orillas se agarraban a la tierra, en un difícil equilibrio, árboles color canela, arbustos de flores malvas. Y un aroma de jazmines empapados volvía embriagador el aire.

En lo alto de las cataratas, el Nilo abría dos anchas heridas en la falda de la montaña y roncaba con furor al despeñarse al vacío, como si el riesgo de la caída hubiese provocado en su alma una sed incontenible de venganza. El agua se retorcía entre las paredes de piedra negra, caía enloquecida por el angosto paso formando rizos atronadores. La voz colérica del Nilo apagaba todos los sonidos del mundo circundante. En Murchison sólo el dios-río poseía el privilegio del grito.

Allí, frente a aquel islote desde donde contemplaba las cataratas de Murchison, un hipopótamo enfurecido había hecho volcar el bote en el que viajaban Samuel Baker y su mujer cuando descubrieron el lugar. Los remolinos piadosos del agua los empujaron a las orillas antes de que llegasen hasta ellos los cocodrilos.

Allí, cerca de la cornisa desde donde se precipitaba el río, Stewart Granger y Deborah Kerr habían rodado las primeras escenas amorosas de Las minas del rey Salomón, el abrazo apasionado entre la delicada mujer metida por azar en la aventura y el rudo cazador acostumbrado a sortear mil peligros.

Cerca de allí, en 1954, se estrelló la avioneta que llevaba a bordo al premio Nobel Ernest Hemingway, que salvó la vida por milagro, sufriendo sin embargo graves heridas que, unos años más tarde, le provocarían la depresión que le arrastró al suicidio.

Allí, finalmente, en 1974, Idi Amín decidió cambiar el nombre de las cataratas llamándolas Kabarega Falls, en honor del rey de Bunyoro que combatió a los británicos con sus guerrillas. Era su manera de restablecer el orgullo negro contra la historia colonial del hombre blanco. Claro está que lo hacía mientras echaba a algún que otro de sus adversarios negros a los cocodrilos, un espectáculo que le complacía en particular.

Regresamos cuando el atardecer comenzaba. El vapor descendía sin esfuerzo corriente abajo. Los hipopótamos seguían su impúdico magreo comunal en los remansos, los cocodrilos abrían sus tenebrosas mandíbulas a nuestro paso y la familia de elefantes cenaba copiosas raciones de ramas de los árboles que crecían entre los cañaverales. Al fondo, el lago Alberto, con el sol escondiéndose a sus espaldas, era un tembloroso y vivo espadazo de luz, una plancha de acero modelándose en las aguas que ardían. Y el Nilo crepitaba sobre las llamas de la forja.

A la noche volvieron a subir los hipopótamos hasta el campamento, pero no rugió el rey león. El amanecer nos sorprendió desayunando junto a la fogata que agonizaba. Jim interrogaba aquella mañana a una partida de furtivos detenidos por los rangers el día anterior. Iban descalzos, esposados, sin otro ropaje que un pantalón corto o un calzoncillo, a bordo de la caja de una camioneta.

—No crea —dijo Jim con su sonrisa de pirata de la sabana—, no los voy a torturar o a fusilar. Harán trabajos para arreglar los caminos durante unas semanas. Luego, yo los educo, les doy charlas para desarrollar en ellos el amor a los animales. Y después los dejo libres.

—¿Y aprenden a amar a los animales verdaderamente? —pregunté con rostro ingenuo.

—Casi todos —dijo Jim.

—¿Y qué pasa con los que no aprenden y siguen cazando? —insistí.

—Pues se les detiene y los hago trabajar otra vez y les doy más charlas hasta que aprenden a amarlos. Toda Uganda aprendería a amar a los animales si lo dejaran en manos de Jim.

Me despedí de él con un apretón de manos. Noté que su rostro se ensombrecía y su sonrisa se borraba. Pero le di la espalda para despedirme de la dulce Christine. Luego, en el coche, Abu me hizo un guiño, con el aire de cómplice de una travesura infantil.

—Jim esperaba una buena propina —dijo.

—Ya imagino. ¿Usted se la habría dado, Abu?

—Yo nunca doy propinas a los bandidos.

El regreso a Kampala nos llevó dos días. Dormimos de camino en la ciudad de Masindi, la que fuera capital de Bunyoro durante el reinado del belicoso Kabarega. Kampala nos recibió bella y decrépita después de una ausencia de semanas que a mí se me antojaron años. En la terraza del hotel Speke se emborrachaban un par de europeos que no acertaban a explicar muy bien qué diablos hacían en África.

Mi intención era encontrar plaza en algún carguero para poder cruzar, desde Port Bell, el lago Victoria y alcanzar el puerto de Mwanza, en la orilla sur, ya en territorio tanzano. Me habían hablado de uno que iba a cubrir la travesía dentro de unos días. De modo que decidí esperar.

Pero los días transcurrían y Abu me informaba de que la travesía se retrasaba. «Tal vez mañana», me repetía a diario. Quizás el barco no existía en absoluto. El calendario corría. De modo que opté por comprar un billete de avión, en Air Tanzania, para volar desde Kampala a Arusha, en las proximidades del Kilimanjaro.

El día antes de dejar Kampala, Abu me invitó a una exhibición de música ugandesa, interpretada con instrumentos tradicionales de los antiguos reinos. Abu me fue nombrando cada uno de ellos: la amaninda, especie de xilófono fabricado con piezas de madera; la enanga, una cítara de brazo curvo y ocho cuerdas; el endongo, algo parecido a un banjo; el indingidi, un rústico violín; y por supuesto, una rica variedad de tambores. Los temas que interpretaba la orquesta ofrecían una amplia gama de ritmos y de notas, con un lejano parentesco con la música europea medieval.

Después, Abu me acompañó al hotel y aceptó tomar una cerveza en la terraza.

—Los musulmanes hacemos a veces una excepción —dijo mientras alzaba el vaso.

—¿Pero realmente es usted musulmán, Abu?

—Claro, pero ser musulmán africano es una manera más alegre de ser musulmán, por lo menos aquí en Uganda. Cheers —brindó en inglés.

—Salud —contesté en español.

El día después, mientras caminaba por la pista de aterrizaje hacia la escalerilla de mi avión, volví el rostro por última vez hacia el edificio del aeropuerto de Entebbe. Abu, desde la terraza más alta, levantó el brazo y me envió un saludo. Pensé en todos los grandes amigos a los que no vuelves a ver nunca después de haber vivido junto a ellos horas y días intensos. La vida, en tanto te llega el adiós definitivo, está jalonada por la melancolía de las despedidas y tu alma endurecida no acaba de acostumbrarse a ello.

Luego, el aeroplano se levantó con quejidos de goznes oxidados, sobre el verdor hiriente de los campos que rodean, con un abrazo lujurioso, el vientre celeste del lago Victoria. Las nubes nos engulleron enseguida, suspendiéndonos en la nada, y Uganda se borró de mi vista y se quedó para siempre prendida en mi corazón y en mi memoria.