Los pigmeos, el héroe, la «chica» y los mercenarios

El desvencijado hotel de Fort Portal tenía el aire de un cuartel militar británico en la India. Supe después que, en efecto, había sido la residencia de oficiales ingleses durante los días en que Uganda fue Protectorado. Mientras tomaba un café a la luz de las velas, pues la luz eléctrica seguía cortada en la ciudad a causa de las tormentas, oía las contraventanas de madera golpear quejumbrosas, empujadas por el viento. Más allá de las ventanas, la luz tímida del amanecer iba iluminando la explanada y las centenarias palmeras que la rodeaban. En el sencillo mástil del centro ondeaba la bandera ugandesa. Pensé que aquel hotel podría muy bien haber servido de decorado a filmes como Tres lanceros bengalíes o Las cuatro plumas. Sólo faltaba que Franchot Tone apareciera, en el bar vacío de clientes que presidía la cabeza disecada de una impala, y me invitase a fumar con él su mezcla personal de tabaco de pipa.

Fort Portal, cuando la abandonamos media hora más tarde camino de la selva de Ituri, transmitía una apariencia de ciudad herida, de fortaleza cercada, de ciudadela a la que al fin han logrado domeñar sus sitiadores tras un largo asedio. Las calles trepaban en empinadas cuestas o se desmoronaban en bruscos terraplenes, entre el deterioro de las aceras, la ruina de los edificios, el óxido de los tejados de latón, la mugre agarrada en las fachadas y las cicatrices de la calzada. Por todas partes había automóviles abandonados, con sus carrocerías mordidas por la herrumbre. Parecía una urbe saqueada por sus conquistadores. Sobre la ciudad flotaba un pegajoso polvo rojo que se alzaba en tolvaneras a causa de los súbitos trompazos del viento.

Estábamos en las tierras del antiguo reino de Toro, donde un siglo atrás Frederick Lugard había hecho construir uno de sus fuertes militares para contener a las belicosas guerrillas del rey Kabarega de Bunyoro. Y Fort Portal, junto al primitivo nombre, conservaba el aire de establecimiento militar, de frontera de guerra. Pero ahora el viento corrosivo de la selva soplaba sobre la ciudad, implacable y tenaz, dispuesto a convertirla en hollín y ceniza, en polvo de hierro y piedras, en un desvaído recuerdo del paso del hombre blanco.

Abu estaba contento aquella mañana. Y no por el viaje a la selva, puesto que las selvas le gustaban bastante poco, sino porque íbamos a visitar un poblado de pigmeos. El camino era malo, una estrecha pista torturada por las riadas y las tormentas, donde el polvo se colaba por cualquier rendija al interior del coche.

—¿Y los pigmeos son famosos en su país? —me preguntaba.

—Sí, claro. La televisión ofrece con frecuencia documentales sobre ellos.

—Yo nunca los he visto en persona. —¿Qué lengua hablan, Abu?

—En esta región, el bulé-bulé, aunque muchos han aprendido ya el luganda y el swahili. Creo que en esta selva algunos conocen unas cuantas palabras en inglés. Llevan varios años establecidos cerca de la carretera y están acostumbrados a las visitas de los extranjeros.

—¿Se dejan fotografiar?

—Si les pagamos, desde luego.

La jungla de Ituri, que se extiende en una inmensa planicie entre los territorios de Zaire y Uganda, lamiendo los pies de las montañas de la Luna por el sudoeste y las riberas del lago Alberto por el nordeste, nos rodeaba estrechado el camino y los árboles parecían tender hacia nosotros sus brazos musculosos, como si intentaran cogernos, arrebatarnos de nuestros asientos y proceder sin reparos a devorarnos.

Cerca del valle donde discurre el río Semliki, la selva se abrió en un ancho calvero y el aire era azul en la lejanía. Cruzamos junto a Hot Springs, unos pequeños géiseres de donde el agua brota hirviendo desde el interior de la tierra y lo impregna todo con un fuerte olor a huevos podridos.

—Es un agujero del infierno católico —me dijo Abu sonriendo—; por ahí es por donde se irán de este mundo los católicos no creyentes como usted.

—Estoy convencido de ello —respondí.

—¿Y le gustaría entrar por ahí a los infiernos? —preguntó.

—Me temo que no va a quedarme más remedio, salvo que decida convertirme al islamismo y usted me indique cómo hacerlo.

—Comenzaremos con la primera lección esta noche. —Deme la primera ahora mismo, Abu.

—Alá es grande, repita. —Alá es grande.

—No está mal —dijo—, es tan grande que, por lo menos, no propone un infierno tan temible como el suyo.

—¿Cómo es su infierno, Abu?

—Nuestro infierno está en la tierra, ¿no ve cómo vivimos? Quedaron atrás el olor del azufre y las calderas de Satanás y otra vez el polvo rojo de la carretera se echó sobre nosotros. Desde la selva llegaban los silbos agudos de algunos pájaros. Abu señaló hacia el bosque.

—Ahí dentro viven chimpancés. —¿Los veremos?

—Es muy difícil, tan difícil como ver un leopardo. Se esconden de la gente, porque a la gente le gusta comer carne de chimpancé. Dicen que es muy sabrosa.

—No había oído nunca decir que la gente se comiera los chimpancés en África.

—Yo no los como, pero en África la mayoría de la gente se come todo lo que se mueve.

Llegamos al poblado pigmeo casi cinco horas después de emprender camino desde Fort Portal. Abu me informó que la tribu que íbamos a visitar la componían unos sesenta individuos, entre hombres, mujeres y niños, y que la tasa de mortalidad era muy alta, a causa de las enfermedades y a pesar de la ayuda humanitaria de las organizaciones internacionales.

—¿Qué enfermedades, Abu?

—Cólera, tifus… no sé muy bien. —¿Sida?

—Supongo que también. Y el alcohol, las drogas. Marihuana, ya sabe.

Aparcamos el coche a un lado de la pista. Al poco, salieron de la selva los primeros individuos de la tribu. El que parecía ser el jefe era un tipo de cuerpo magro, ojos avispados y pelo rojizo. Vestía unos sucios pantalones largos de franela, rotos en la culera, por donde asomaba un calzoncillo amarillo. Se cubría el torso con una camiseta de color café desvaído, adornada con manchas y agujeros de todos los tamaños. Caminaba a pasos cortos sobre unas viejas chanclas de plástico. Le flanqueaban dos hombres, uno vestido de harapos azules y otro que se cubría el vientre y el pecho con varios pedazos de piel de gato cosidas para formar una sola pieza. En conjunto, su aspecto era patético y no recordaba para nada ningún documental que yo hubiese visto sobre pigmeos.

Abu se aprestó a negociar. Lo hizo en lengua lingala, de la que yo no entendía una sola palabra. Me llamaba la atención el tratamiento que Abu daba al mugriento jefe, llamándole en inglés, constantemente, chairman.

—Bien —dijo al rato Abu dirigiéndose a mí, con el rostro iluminado por la satisfacción—. El trato está hecho: podremos visitar la aldea, hacer fotografías y al final ellos bailarán una danza para nosotros. Costará cinco mil chelines, unos cinco dólares. ¿Le parece bien?

—Me parece bien. ¿Y a usted, Abu, qué le parece?

—Es un precio justo. Y yo tampoco he tenido ocasión de ver antes a los pigmeos, mis hijos querrán que se lo cuente cuando regrese a Kampala.

Nos internamos en el bosque siguiendo breves caminos de tierra roja que terminaban en pequeñas explanadas, en cada una de las cuales había una choza de paredes construidas con troncos de árboles y techado de hojas de palma. Me rodeó una multitud de diminutas figuras indigentes. Los niños se apretaban contra mí en demanda de chicle y bolígrafos, mientras que los hombres pedían cigarrillos y dinero. Pen, money, cigarettes y chewing-gum parecían ser las únicas palabras del inglés que conocían. Avanzaba apretado por la gente. Entre los grupos, surgieron luego vendedores de flechas con puntas de hojalata, pipas de barro, pieles de mono a medio pudrir, pulseras de cuero y gargantillas de alambre. En las puertas de las chozas asomaban ancianos de mirada perpleja y mujeres de pechos vacíos. La mayoría de los niños ofrecían signos de raquitismo. Photo, photo, me pedía una mujer mostrando su dentadura hecha añicos. Y un individuo de ojos bailones y bigote adolescente tiraba una y otra vez de la manga de mi camisa, mientras me tendía una bolsa de plástico rellena de yerbas oscuras: Marihuana, mister, good marihuana, ten thousand shillings, ten thousand… how much you of fer, mister?

Abu compró arcos y flechas, una piel de mono rellena de trapos que simulaba ser un mono vivo y un escudo tejido con lianas de la selva. Yo me abría paso, incómodo entre aquella humanidad miserable y pervertida. A mi lado se había situado el hombre que vestía pieles de gato cosidas para formar un vestido de aire tarzanesco y cutre. My name is Apolo, dijo. Sonreía enseñando sus rotos dientes bajo una mirada tristísima.

Llegamos a la explanada más grande del poblado, junto a una choza de mayores proporciones que todas las demás. Reparé en la presencia de un grupo de europeos que, instalados bajo un gran árbol preparaban sus cámaras fotográficas y sus cámaras de vídeo. Apolo me condujo junto al grupo. Los europeos me sonrieron. Se les notaba emocionados, ávidos de aventura y de exotismo africano. Abu me invitó a sentarme.

Y entonces comenzó el más grotesco de los espectáculos, el más sórdido circo de la tierra. El chairman, Apolo, el vendedor de marihuana, los comerciantes de flechas y algunos otros hombres agregados al grupo, comenzaron a bailar en círculo, al son de un tambor que golpeaba un joven en el centro de la rueda. El joven no era pigmeo, aunque sí bajo de estatura, y vestía unos jeans desgastados y una camiseta con el rostro de Michael Jackson. Los hombres danzaban al son del tam-tam, entonando una letanía desafinada, un ritmo que recordaba más el aullido de un animal que un canto ritual. Apolo, cada vez que pasaba cerca de mí, alzaba los dedos componiendo una uve y gritaba preguntando: good mister?

Los europeos no cesaban de rodar película y tirar fotografías. Abu me miraba extrañado:

—No le veo utilizar su cámara _dijo.

—Me quedé sin carrete —respondí.

—Puede pedir uno a cualquiera de estos hombres blancos.

—Los hombres blancos nunca regalan nada, Abu, y menos a desconocidos.

—Cómpreles un carrete.

—No tengo ganas de hacer fotos… Por cierto, Abu, que en algún sitio he leído que los pigmeos no usan tambores en sus ceremonias, que el tam-tam no forma parte de su cultura.

—¿Lo dice en serio?

—En serio.

Estaba confundido, me miraba con perplejidad y sorpresa. Luego intentó una salida:

—Tal vez no lo usen los pigmeos del Zaire y sí los de Uganda.

—Tal vez.

La danza seguía, monótona, esperpéntica, tragicómica y mezquina. Una de las mujeres del grupo de europeos se había sentado a mi lado, dejando en el suelo su cámara fotográfica. Su mirada se cruzó con la mía.

—Es patético —dijo—, ¿no le parece?

—Eso creo.

—Estos pigmeos no son auténticos.

Respondí casi sin pensar:

—Lo patético es precisamente eso, que son los auténticos.

Luego, ya en el coche, después de haber repartido unos dólares entre el triste Apolo y un grupo de niños abrí la ventanilla mientras nos alejábamos del poblado y dejé entrar una vaharada de polvo rojo.

—¿Qué hace? —protestó Abu mientras intentaba proteger del polvo sus arcos, sus flechas y su muñeco de pieles de mono.

—Lo siento —dije al tiempo que cerraba.

—No parece que le haya gustado mucho la visita —añadió todavía molesto.

—No mucho, Abu.

—A mí me pareció interesante. Yo creo que los pigmeos de aquí deben de ser como los gitanos de su país. Ya sabe, gente distinta, música distinta.

—No me recuerdan a nadie. Nunca vi gente tan infeliz en ningún lugar del mundo, salvo en la guerra.

—¿Le parecieron infelices?

—Me parecieron los hombres más tristes de la tierra, Abu.

—No crea —concluyó zanjando la conversación—, unos dólares nunca le hacen infeliz a nadie y hoy ganaron unos cuantos.

Luego se encerró en un mutismo total, concentrado en su tarea de limpiar de polvo sus apreciados souvenirs.

Una vez más trataba de encontrar el lado amable de la vida, para compensar la violencia de su lado canalla. Busqué en mi bolsa un libro que leía durante aquellos días, Las verdes colinas de África, de Ernest Hemingway, una de cuyas frases se había quedado grabada en mi memoria la noche anterior. Tal vez venía bien ahora recordarla. Así es que abrí el libro sobre mis rodillas y recuperé las palabras del escritor, leyéndolas a duras penas entre los saltos que la carretera obligaba a dar al todo-terreno: «Si alguna vez escribo algo sobre todo esto, sólo serán descripciones de paisajes hasta que sepa algo de verdad sobre el asunto». Era una buena forma de eludir las realidades amargas.

El paisaje era otra vez el polvo rojo que levantaba a su paso el vehículo, el agobio de la selva repleta de palmas de aceite, el cielo sofocado bajo el furor de la calima, el calor húmedo y pesado, la vida convertida en un astroso fardo que arrastraban hombres tristes, pájaros que chillan, chimpancés que huyen a los últimos rincones de la noche, el alma humana agonizando en un sórdido tam-tam, y pieles de gatos y de monos comidas por la polilla en los parajes más fecundos de la tierra. Me balanceaba en la duermevela, la cabeza golpeando contra el borde duro del asiento, carente de energías para combatir contra las consecuencias del madrugón, hundido en ensoñaciones sin tino en las que la sonrisa melancólica de Apolo parecía ser el único rastro amable que la vida dejaba tras de sí.

Dormimos de nuevo en Fort Portal y, al amanecer, partimos hacia el norte, hacia el lago Alberto y las cataratas de Murchison. Asomaban las fértiles campiñas de té a los lados de la carretera mientras nos alejábamos de la decrépita ciudad. El sol saltó como un pelotazo de azufre vivo sobre el cielo pálido de la mañana. El aire frío de la noche fue dejando paso a una brisa tibia.

Cerca del mediodía llegamos a Hoima, un pueblo polvoriento repleto de gente: algarabía en el mercado y en la estación de autobuses, trajín de bicicletas chinas, sastres que cosían febrilmente bajo los soportales, matatus repletos a rebosar y lanzados a toda velocidad por los terraplenes cárdenos de las pistas de tierra.

La predilección de Abu por organizar las visitas histórico culturales en las horas más feroces de calor diurno se impuso de nuevo en Hoima, y a eso de la una, después de comer en un cafetucho bajo las aspas de un ventilador, nos acercamos al panteón del rey Kabarega, el que fuera el soberano del reino más belicoso del territorio de la actual Uganda, el reino de Bunyoro.

El lugar se parecía al panteón de los kabaka que había visitado en Buganda, aunque menos pretencioso. La tumba de Kabarega permanecía oculta en el subsuelo del interior de una gran cabaña, en la que se guardaban sus armas, sus vestidos, sus penachos reales y algunas fotografías. Kabarega había sido un rey tiránico y valiente, que llegó a mandar un ejército de veinte mil hombres a los que instruyó en un tipo de lucha guerrillera que le dio espléndidos resultados en el campo de batalla. En 1872 diezmó a una tropa egipcia que, al mando del explorador inglés Samuel Baker, contratado como mercenario por el jedive de El Cairo, pretendía establecer guarniciones militares en el Alto Nilo y controlar la zona. Más tarde, cuando los británicos se establecieron en Uganda tras la llegada de Lugard y decidieron unificar todos los territorios que se extendían entre los lagos Alberto y Victoria, Kabarega desplegó sus guerrillas y mantuvo en jaque a los soldados de Inglaterra durante siete años. Combatía al frente de sus hombres, en la primera línea, y era temido y adorado por todo su pueblo.

Sus fotos más antiguas mostraban un gesto determinado y fiero, y su mirada no carecía de inteligencia. La última de todas, tomada poco antes de su muerte, acaecida en 1923, resultaba algo grotesca. Kabarega, prisionero de los ingleses, posaba en pie, con un traje oscuro de corte europeo que le venía grande, camisa blanca y pajarita al cuello. Tal vez sus vencedores le habían disfrazado para la ocasión. Pero sus ojos transmitían, pese a todo, el orgullo del guerrero insumiso que había sido.

—Era un gran hombre, un rey valiente —decía el solemne Abu ante el túmulo de Kabarega—. ¿Quiere que le cuente una anécdota curiosa sobre él? En 1899 los británicos pudieron al fin derrotarle, pues tenían mejores armas, y Kabarega fue herido de gravedad en la última batalla. Lo llevaron a un hospital para curarle y el médico inglés comenzó por atender a otro africano de sangre plebeya que estaba más grave que el rey. Kabarega se incorporó y, poniendo todas sus fuerzas en el empeño, le propinó una patada en el trasero al médico y lo derribó. «Primero es el rey», parece que dijo.

—¿Y qué hizo el médico? —pregunté.

—Ah, el doctor no se ofendió. Según cuentan, más tarde declaró: «No me importó nada. No hay muchos que puedan presumir de haber recibido en el culo la patada de un rey».

Nos reímos.

—Hay que reconocer —añadió Abu— que los ingleses tienen a veces cierta gracia.

Habíamos dejado la carretera asfaltada y marchábamos por una pista de tierra solitaria y recta. El lago Alberto asomó a nuestra izquierda, bailando como una lustrosa aceituna verde. En la lejanía, su perfil se diluía devorado por la calima. Samuel Baker, su «descubridor», debió verlo por vez primera un día en que la luz le confería una apariencia muy distinta, pues la descripción que hizo entonces no tenía parecido alguno con lo que mis ojos contemplaban ahora. Baker escribía así sobre aquella fecha del 14 de marzo de 1864: «La gloria de nuestra recompensa estalló de pronto ante mí. Allí abajo, como un mar de viva plata, se tendía la gran extensión de agua, el horizonte marino e infinito que resplandecía bajo la luz del mediodía».

Es probable que Samuel Baker sea el más singular de todos los exploradores que viajaron a estas regiones africanas durante el siglo pasado. Nunca, antes de ir al continente, se había propuesto descubrir nada, sino que se trataba de una especie de bon vivant que contaba con una notable fortuna. África le volvió del revés, le despertó sueños que nunca había imaginado llegaría a tener y le dejó escribir una página de su historia.

De Baker dice Alan Moorehead que era «un tipo tan juicioso como el capitán de un barco», y las reseñas biográficas de las enciclopedias inglesas le definen como un sportsman. Ese término, en inglés, se refiere a un hombre que hace las cosas por el mero placer de hacerlas y no por el deseo de ganar fama o dinero. Ni era periodista como Stanley, ni un intelectual como Burton, ni un militar como Speke, ni un evangelizador como Livingstone. Cuando viajó a África por primera vez, en 1862, a Baker sólo le interesaba la caza y su único propósito era incluir entre sus trofeos cinegéticos cuantas especies africanas pudiera abatir con sus disparos. Baker había matado elefantes en Ceilán, osos en los Balcanes y tigres en la India. A su llegada a Jartum, en Sudán, se dedicó a fusilar todos los leones, leopardos, antílopes, elefantes y rinocerontes que se pusieron delante de la mira de su rifle.

El destino, sin embargo, le reservaba acciones menos espectaculares y desde luego mucho menos mortíferas. A finales de ese año de 1862 recibió en Jartum un telegrama de la Royal Geographical Society en el que se le pedía que intentara contactar con los exploradores Grandt y Speke, de los que no se sabía nada desde meses atrás y que, en teoría, deberían llegar a Gondokoro, en el Alto Nilo, viajando desde las tierras del interior.

Baker no era hombre de muchas dudas, de modo que en poco tiempo reunió una partida de 96 hombres y se hizo con tres barcos. Navegó rumbo al sur atravesando regiones infernales, entre otras la zona cenagosa del Sudán, donde en época de lluvias los pantanos pueden llegar a cubrir una extensión tan grande como Inglaterra. Alcanzó Gondokoro a finales de enero de 1863 y, mientras aguardaba la hipotética llegada de los exploradores, siguió a lo suyo, esto es: cazando.

Speke y Grandt aparecieron en Gondokoro quince días después de que Baker lo hiciera. Venían escuálidos, ávidos de noticias, hambrientos y traían con ellos la gloria de una de las hazañas más importantes del siglo: el descubrimiento de las fuentes del Nilo.

Mientras se reponían, Speke y Grandt relataron a Baker su expedición y le informaron de la posible existencia de un lago casi tan grande como el Victoria, que podía situarse hacia occidente y que podía ser una segunda fuente del Nilo. Baker decidió de inmediato que él descubriría ese lago y que, en consecuencia, pasaría a la historia de la exploración africana. Cedió a los dos hombres provisiones, hombres y sus tres canoas, para que pudieran navegar hasta El Cairo, y se internó hacia el corazón de África desde Gondokoro, donde el Nilo deja ya de ser navegable.

Su viaje fue uno de los más penosos de su tiempo. Iba Baker acompañado de una mujer, la que acabaría por ser su segunda esposa, Florence von Suss. Tardó un año en llegar a las cataratas Karuma, desde donde viajó al lago Kyoga. Huésped en el palacio del rey de Bunyoro, pudo allí recuperarse de fuertes ataques de malaria y reemprender viaje, alcanzando el lago Alberto el 14 de marzo de 1864, llamado así en honor del marido de la reina Victoria, muerto poco antes de que Baker abandonase Inglaterra. El explorador se bañó en las aguas del lago al llegar a sus orillas. Y escribió después: «Las olas rodaban sobre los chinarros blancos de la playa. Me metí en el agua. Y sediento por el calor y la fatiga, con el corazón lleno de gratitud, bebí profundamente de las fuentes del Nilo».

Tardó todavía un año y medio en regresar a las costas mediterráneas y tomar otro tipo de baño, esta vez con agua caliente y espuma de jabón en un lujoso hotel de El Cairo.

Eso ocurrió en octubre de 1865, casi cuatro años después de su viaje de ida. Ya entonces, el hombre que se había internado en Egipto y Sudán para ampliar su colección de trofeos cinegéticos se había transformado en uno de los grandes exploradores de África. Durante años siguió reclamando la gloria de haber sido el descubridor del nacimiento del Nilo, y fueron muchos los que le creyeron, hasta el punto de que llegó a ser conocido en Londres como «Baker del Nilo». Sólo después de la exploración de Stanley de 1875 quedaría claro que Speke era el genuino descubridor de las legendarias fuentes.

Junto a sus hazañas exploratorias, en la vida de Baker hay otros aspectos singulares. Fue el primer gran viajero que se llevó con él a la mujer que amaba. Quince años más joven que él, Florence von Suss había nacido en Hungría, donde fue capturada por los turcos y llevada a Constantinopla para ser vendida como esclava. Baker, que viajaba entonces por aquellas tierras, la vio en la subasta, quedó seducido por la belleza de la prisionera, pujó por ella y la compró por siete libras. Después de llevarla con él a África, la desposó a su regreso a Londres. Su historia escandalizó, no obstante, a la puritana sociedad londinense, hasta el punto de que la reina Victoria prohibió la asistencia de Florence a la ceremonia en que se otorgó al explorador el título de caballero. El matrimonio disfrutó de una vida feliz hasta el fin de sus días.

Otro aspecto interesante en la personalidad de Baker era su enorme talento de escritor de aventuras, hasta el punto de que casi puede decirse que él inventó el género en su vertiente africana, llenando las páginas de sus relatos de espeluznantes riesgos, ataques de feroces animales y tribus hostiles, con el héroe indestructible acompañado siempre de la delicada y valerosa heroína. Hollywood le debe a Baker el prototipo del recio aventurero en África.

Una tercera singularidad de Baker consistió en inaugurar una profesión que, muchas décadas después, siguió estando de moda: fue uno de los primeros mercenarios blancos en el continente africano. Eso sucedió en 1869, en su segundo viaje a África.

Si no fue el mayor de los exploradores, desde luego logró ser el más original de todos.

En realidad, el hecho de que a Samuel Baker le acompañara Florence von Suss en su expedición al lago Alberto fue la clave de su éxito literario. Así lo hace notar Alan Moorehead: en los dos libros de Baker relativos al viaje, The Albert Nyanza y Los tributarios del Nilo, Florence es tan protagonista como él, los dos forman una pareja indisoluble y romántica e interpretan las figuras, primero literarias y más adelante cinematográficas, de «el explorador y la chica». En tanto que él es galante y determinado, ella tiene coraje sin dejar de ser femenina. «El lector sufre y vive con ellos», escribe Moorehead, «en la terrible jungla africana de la misma manera que se viven los personajes de una novela». Y añade el escritor australiano a propósito de Baker: «Sus libros contienen todos los ingredientes de casi todas las historias de aventuras en África que han sido escritas desde entonces hasta hoy».

El explorador se enfrenta a los ataques de tribus salvajes que los asaltan lanzándoles flechas envenenadas, abate animales en plena carga contra él o su mujer, mata serpientes que se esconden entre las ramas de los árboles a su paso, domina una rebelión de porteadores emprendiéndola a puñetazos con el líder del motín y sabe cómo caminar sin ser visto, seguido por Florence y sus hombres en marcha sigilosa, junto a tribus que bailan danzas guerreras al son de los tambores preparando el ataque contra el hombre blanco y su expedición. Entretanto, ella tiene la determinación suficiente para vestir como un hombre cuando sus ropas victorianas se rompen en la jungla y sus encajes se desgarran en los espinos. Nunca se deja llevar por la histeria a causa de los peligros. «Ella no es una chillona», escribe Baker. Muy al contrario: cuando en la noche, al otro lado de la tienda, siente los pasos de una bestia salvaje o de un feroz indígena enemigo tiene la sangre fría suficiente como para tocar con delicadeza el brazo de Baker y despertarle sin ruido para que él pueda ocuparse de inmediato del problema, por lo general arreglándolo con su revólver.

El clímax del heroísmo y del romanticismo se alcanza durante su estancia en el reino de Bunyoro, donde la pareja logra recuperarse de un ataque de malaria que a poco les cuesta la vida. Cuando van a reemprender su viaje en busca del lago Alberto, el rey Kamurasi exige a Baker, para dejarle marchar, cambiarle a Florence por una muchacha virgen de su tribu, la que él escoja entre todas. ¿Qué hacer ante semejante problema?, ¿cómo escapar a los caprichos del rey tiránico y primitivo? La duda ofende: Baker pone su pistola en el pecho del monarca, y la expedición sigue viaje camino de la gloria del descubrimiento, empuñando Baker su pistola con una mano y con la otra sosteniendo la delicada mano de su amada.

Rider Haggard, autor del famoso best seller de fin de siglo Las minas del rey Salomón, le debe en buena parte el carácter de sus prototipos a Samuel Baker. Desde los libros de Baker, la «chica» no ha faltado en las novelas africanas, incluida en textos de gran literatura, como en los relatos cortos de Hemingway. Y el cine africano de Hollywood tiene reconocidas deudas con el explorador inglés, desde Hatari! a Mogambo.

Hollywood, tal vez para recompensarle, rindió un sutil homenaje a Baker. En la película Las minas del rey Salomón, de los directores Compton Bennett y Andrew Marton, que protagonizaron Stewart Granger y Deborah Kerr, la «chica» se lava la cabeza y deja brillar al sol su espléndido pelo rojo antes de cortárselo en el escenario real de las cataratas de Murchison, en Uganda. Esas cataratas las descubrió el propio Baker después del lago Alberto. Y hay más: en su viaje hacia el lago, a la altura de las cataratas Karuma, Baker cuenta cómo su mujer asombró a los nativos, que acudieron por decenas a verla desde las aldeas vecinas, cuando decidió lavarse allí la cabeza y dejó que sus grandes bucles de cabellos rubios cayeran libres hasta su cintura después de soltarse el moño: años después de Marton y Bennett, Sydney Pollack no resistió la tentación de filmar una escena semejante y puso a Robert Redford a lavar la cabeza de Meryl Streep en un bello río africano, en una de las secuencias de Memorias de África.

Por lo demás, Samuel Baker era un racista puro y duro, del porte de Stanley. Es cierto que combatía, por una cuestión de principios, el tráfico de esclavos, y que ayudó con todas sus fuerzas a erradicarlo de África. Pero no sentía rubor ninguno a la hora de escribir cosas como esta: «Por más que condenemos el horrible sistema de la esclavitud, los resultados de la emancipación han mostrado que el negro no aprecia la bendición de la libertad ni alberga el más mínimo sentimiento de gratitud hacia la mano que rompió los remaches de sus grilletes».

Esta visión de los indígenas de África tuvo no poco que ver con su segunda expedición al continente, en este caso una expedición militar, en la que se contrató como mercenario y cuyo objetivo era conquistar el territorio de los grandes lagos para que Egipto crease su imperio en el Alto Nilo, a costa por supuesto de las tribus que llevaban siglos viviendo allí. Su mujer, como siempre, viajaría con él.

Charles Miller señala que «mercenarios blancos ha habido en África desde mucho antes de las sublevaciones del Congo durante la década de los sesenta». Hay que añadir que la mayoría de los mercenarios blancos han sido ingleses.

Por lo menos, ingleses o súbditos ingleses eran todos los que el jedive Ismael, sátrapa del imperio turco en Egipto, utilizó para su campaña de conquista y dominio de los grandes lagos durante los años setenta y ochenta del pasado siglo. En realidad, Ismael era un buen aliado de Inglaterra y casi su perro guardián en el Canal de Suez. Este canal, inaugurado en 1869, era una vía vital para Londres en el tráfico de especias y otras materias primas traídas de su colonia de la India, la joya de la corona del Imperio. En cierta manera, pues, los mercenarios que alquilaba Ismael eran al mismo tiempo agentes del Gobierno británico, ya que los intereses del jedive coincidían de pleno con los del Foreign Office. El primero servía con eficacia a Inglaterra, mientras que Inglaterra le mantenía en un poder de escasa estabilidad. Turquía era la teórica soberana de los territorios de Egipto y el jedive un teórico servidor que Londres le apoyase resultaba vital para él.

En toda esta liada madeja de intereses, tanto Ismael como los británicos consideraban fundamental extender sus dominios hacia el sur del país, hacia los territorios del Sudán, los grandes lagos del centro de África y la cabecera del Nilo. Inglaterra consideraba que, con el flanco sur de Egipto bien cubierto, podía acallar las tentaciones de cualquier potencia europea, en especial Alemania y Francia, para acercarse al canal de Suez desde el interior.

Londres, pues, no sólo aceptaba las teorías expansionistas del jedive, sino que las impulsaba. Y el sátrapa encontró en los británicos la mejor cantera para sus expediciones de conquista, puesto que no se fiaba en exceso de los militares egipcios. Londres, por su parte, sólo ponía una condición para su colaboración con Ismael: que las expediciones militares se destinasen también a poner fin al tráfico de esclavos en la zona. El jedive tuvo que aceptar la condición como quien se traga un sapo, puesto que él mismo se lucraba de tan inhumano comercio.

En 1869, Samuel Baker aceptó sin dudarlo regresar a África cuando Ismael se lo propuso, con el cargo de gobernador general del Sudán y de los territorios de Ecuatoria, la región que se extendía al norte de los lagos y que Egipto pretendía apropiarse. Baker era ya muy famoso en Inglaterra a causa de sus expediciones y sus libros y ostentaba el título de caballero, concedido por la reina Victoria en 1866. Llevaba el «sir» delante de su nombre, pero a un imperialista y racista de su talante tal honor no le parecía incompatible con el empleo de mercenario, sobre todo si el empleo iba acompañado de un sueldo de 40 000 libras esterlinas, gastos aparte. Su única condición para organizar la expedición de conquista, condición innegociable, era que su esposa debía ir con él. El jedive no tuvo inconveniente alguno en aceptarla.

Baker llegó a El Cairo en 1869 y organizó una tropa de dos mil soldados nativos, bajo el mando de diez oficiales europeos que él mismo reclutó. Se proveyó de dos barcos de vapor, víveres para varios meses y cincuenta mil cartuchos de fusil. Y constituyó una especie de guardia personal, reclutada entre delincuentes de El Cairo y Jartum, a quienes bautizó cariñosamente como «los cuarenta ladrones».

Después de un largo viaje sembrado de problemas, llegó al fin, en abril de 1871, a la capital de su imperio: Gondokoro, una ciudad que conocía muy bien. Izó la bandera turca en su fortaleza, declaró el final de la esclavitud y decretó la incorporación a Egipto de los territorios del ecuador que se extendían entre Gondokoro y las orillas del norte del lago Victoria. Dentro de su naciente imperio quedaban, por supuesto, los reinos locales, a cuyos monarcas no se molestó en consultar.

Poco después inició la marcha hacia los lagos, recorriendo otra vez las tierras que le habían hecho famoso. En el reino de Ankole hizo construir un fuerte militar, sobre la colina de Ochecho, cuyas ruinas pueden verse hoy todavía en las proximidades de la ciudad de Gulu. Siguió luego hacia el sur, con la intención de pacificar los reinos de Bunyoro y Buganda.

A Baker le preocupaba, sobre todo, el poderío del kabaka de Buganda, el rey Mutesa I, de quien se decía que había levantado un ejército de veinte mil hombres. Su plan era aliarse con el rey de Bunyoro, rival de los kabaka, y destruir el ejército de Mutesa.

En Bunyoro ya no reinaba Kamurasi, el monarca que había querido cambiarle, años antes, a su mujer por una nativa, y que había muerto en 1869. El rey, ahora, era Kabarega, que había matado a su hermano Kabugumire en la disputa del trono. Baker contaba con hacerse aliado de Kabarega, pero el joven monarca no era hombre fácil de engañar. En la primavera de 1872, las tropas de Baker entraron en guerra contra el ejército de Kabarega. Baker ganó la batalla en Baligota Isansa, pero la suya fue una victoria pírrica. Con numerosas bajas, escaso de municiones, sin vías de aprovisionamiento ni esperanza de refuerzos, tuvo que recular hacia el fuerte de Ankole. Desde allí, acosado por las guerrillas de Kabarega, hubo de emprender una nueva retirada. En 1873, derrotado y exhausto, entraba en Gondokoro y enviaba su carta de dimisión al jedive. Pocos meses después regresaba a Inglaterra, donde una vez más era recibido como un héroe. Nunca más volvió a África. Murió en Londres, en el año 1893, sin haber cumplido sus sueños imperiales, pero aclamado por sus contemporáneos como uno de los grandes exploradores de África.

La aventura expansionista del jedive Ismael no terminó con el fracaso de Baker. En 1874 alquiló los servicios de otro británico, esta vez un militar. Era Charles George Gordon, apodado «el Chino», ya que antes había servido, también como mercenario, al emperador de China durante las guerras civiles. La táctica de Gordon fue más lenta que la de Baker: creó una línea de fortalezas y de vías de aprovisionamiento en el camino hacia el ecuador. Como gobernador de la lejana Ecuatoria, en las orillas del lago Victoria, colocó a otro mercenario, un judío alemán licenciado en Físicas llamado Edward Schnitzer, a quien en principio Gordon había contratado como médico militar en 1876. Schnitzer abrazó el islamismo y se cambió el nombre por el de Emin Effendi. En 1878 llegó a Ecuatoria al mando de una tropa de soldados sudaneses y volvió a cambiar su nombre por el que le haría famoso: Emin Pasha.

Los planes de Gordon, sin embargo, se truncaron de forma trágica: un caudillo fundamentalista, El Mahdi, que reivindicaba la fe del Islam y que representaba los intereses de los mercaderes esclavistas árabes, derrotó a las tropas de Gordon en Jartum en 1885. A Gordon le cortaron la cabeza.

Junto al cuello del mercenario fue también cortado el sueño expansionista del jedive. Arriba, al sur, en la región de los lagos, quedó también separado del mundo el extravagante Emin Pasha, quien decidió proclamar la independencia del estado de Ecuatoria y proclamarse presidente.

El resto de la historia ya lo conocemos: Stanley partió en busca de Emin desde las costas del índico, le «rescató» a pesar de sus protestas y lo llevó por la oreja a Zanzíbar en 1889; y Frederick Lugard, en 1890, cruzó también desde el índico, llegó a los lagos y, en 1891, puso a sus órdenes a los sudaneses de Emin, con cuya ayuda «pacificó» los reinos de la actual Uganda, a excepción del de Bunyoro, estableciendo en la región el Protectorado británico. Lo que no se había logrado viniendo desde el norte, con el apoyo del jedive de Egipto y el visto bueno de Turquía, se conseguía en apenas tres años viniendo desde el sudeste. Y así empezaba la historia de la colonización inglesa del África oriental. Era una buena ocasión para los aventureros y los soñadores.

Ahora viajábamos por las tierras recorridas por Baker, donde él afirmó que nacía el Nilo. En verdad, «su» Nilo nacía también allí, en el lago Alberto, adonde iban a morir las aguas del río Semliki descendiendo desde las montañas de la Luna. Comenzaba a anochecer cuando llegamos al campamento de Paraa, una explanada con una veintena de cabañas a medio camino entre el lago Alberto y las cataratas de Murchison, casi en las orillas del Nilo. De nuevo me encontraba con el curso del poderoso río, en las extensiones de uno de los parques más solitarios, majestuosos y patéticos de África.