No es tan sencillo, hoy todavía, tener la suerte de contemplar las montañas de la Luna. La mayor parte del año, la bruma esconde por entero la fisonomía de esta cadena montañosa cuyas cumbres marcan la línea fronteriza entre Zaire y Uganda. La foresta tropical cubre las faldas de sus cimas y de ellas descienden innumerables regatos, riachuelos, manantiales y al fin ríos. La proximidad de la línea del ecuador y el calor que ello genera crean una evaporación constante. Así es que, salvo los días de mucha lluvia o de fuerte viento, la larga cresta de la cordillera permanece oculta. Contemplar sus cumbres majestuosas es un raro privilegio.
Samuel Baker fue el primer europeo que pasó a su lado sin enterarse, cuando descubrió el lago Alberto y las cataratas Murchison, donde el Nilo que llega desde el lago Victoria se desploma en un salto poderoso. Lo mismo le sucedió a Stanley en el año 1876, en el curso del más épico de los viajes emprendido nunca en el continente africano. Pero Stanley repitió el viaje unos años después, en su expedición en busca de Emin Pasha, y en 1889 pudo distinguir desde la lejanía el imponente espinazo de la cordillera y bautizar luego algunas de sus cumbres.
La primera referencia a las montañas de la Luna se encuentra en el antiguo mapa de Tolomeo, el mismo mapa donde aparecen dibujados dos grandes lagos en el centro de África y en los que sitúa el nacimiento del Nilo. Aquel mapa dibujado por el geógrafo griego, en el siglo II de nuestra era, había sido recogido de los trabajos de otro geógrafo, Marinus de Tyro, quien a su vez había recibido la información de un comerciante griego llamado Diógenes. Este hombre, a mediados del siglo I, había desembarcado en un puerto de la costa del índico, quizás el actual Pangani, en la costa de Kenia, y desde allí emprendió viaje hacia el interior de África, llegando a las cercanías de los dos grandes lagos y de una cordillera de nevadas cumbres, de donde bajaban las aguas que formaban el nacimiento del Nilo. En su mapa, que durante siglos fue tenido por fantástico, Tolomeo nominó la cordillera con la expresión latina Lunae Montes, y en ese punto comenzó su leyenda.
La leyenda pasó a ser reto después de que Speke descubriera en 1857 el lago Victoria y en 1862 el nacimiento del Nilo, y de que Samuel Baker llegara en 1863 al lago Alberto. Cuando en 1876 Stanley demostró que ambos lagos suministraban el caudal de agua necesario para la formación del Nilo, todo el mundo estuvo de acuerdo en afirmar que el agua debía provenir de una cordillera de elevadas cumbres. La existencia de las montañas de la Luna se convirtió en una necesidad científica.
Cuando Stanley las divisó en 1889, en el curso de su último gran viaje a África, envió a una parte de sus hombres a explorarlas y nominó a algunos de sus picos más importantes. Después de localizarlos geográficamente y dar cuenta en sus crónicas periodísticas de su descubrimiento, siguió su camino. Hasta el año 1906 nadie se interesó en volver allí y organizar una exploración a fondo. Esta tarea corrió a cargo de Luis de Saboya, duque de los Abruzzos, que durante dos meses escaló y midió, casi una por una, las cimas de la gran cordillera. Después de él, y al finalizar la segunda de las dos grandes guerras mundiales, los deportistas norteamericanos establecieron varios campamentos desde la base a las cumbres, que sirven aún de refugio a los montañeros. El itinerario, siguiendo la senda principal, precisa de un mínimo de cinco días hasta alcanzar el punto más alto, la plataforma Stanley, sin necesidad de emplear medios de escalada. En descender se emplean tres días.
En los mapas, esta cadena montañosa aparece, indistintamente, con dos nombres: el que le dio Tolomeo cuando la llamó montes de la Luna y aquel con el que siempre fue conocida por las tribus que habitaban en los alrededores, el Ruwenzori. Al parecer, Tolomeo la llamó así por el aspecto que sus cumbres ofrecen cuando la luna golpea sobre las montañas y el cielo está despejado de neblinas, pues en ellas se refleja el satélite como en un espejo. En cuanto a Ruwenzori, la palabra quiere decir algo parecido a «el lugar donde se hace la lluvia», aunque hay quien asegura que el nombre es todavía más poético y que significa «la gran hoja donde hierven las nubes».
Toda la cadena montañosa mide cien kilómetros de longitud y cuarenta de anchura. Varios de sus picos sobrepasan los cinco mil metros y su cintura la envuelve una lujuriosa selva tropical, cálida y húmeda, en la que anidan más de un centenar de especies de pájaros. Las flores perfuman el aire de las selvas, en las que habitan varias familias de chimpancés. Los búfalos suben a pastar hasta sus valles más elevados y algunos elefantes han sido vistos en los bosques de bambú que cierran las faldas de la cordillera. Y dicen que los leopardos llegan a alcanzar las cumbres de mayor altura para cazar una especie única de mamífero, el Ruwenzori hyrax, al parecer un sabroso plato en la dieta de los grandes felinos.
Las montañas de la Luna fueron el más famoso descubrimiento de Henry Morton Stanley, tal vez el más audaz de todos los exploradores y el que de forma más práctica pudo hacer realidad su sueño de África.
Livingstone fue venerado en vida, Speke casi olvidado después de su muerte y Burton admirado por unos y detestado por otros. Henry Stanley, por su parte, fue un hombre odiado y temido por casi todos. Sus enormes logros en la expedición fueron reconocidos a regañadientes por la Royal Geographical Society, que a su pesar hubo de condecorarle y premiarle. Era un hombre implacable forjado en la dureza. Valiente, cruel, racista, ambicioso e inteligente, sus biógrafos no saben muy bien cómo definir su figura. Casi todos destacan la frialdad con que era capaz de actuar para cumplir siempre cuanto se había propuesto.
Sus sirvientes le bautizaron como Bula Matari, que en swahili quiere decir «rompedor de rocas»; y Alan Moorehead, que le define como «el más grande explorador de todos», explica así el carácter de sus expediciones en el interior de África: «rápido avance, implacabilidad con las tribus nativas que se le oponían, grandes pérdidas de vidas entre sus hombres y logro de los objetivos propuestos. Triunfar o morir era su lema». Su segundo viaje africano, entre los años 1874 y 1877, en el que visitó los grandes lagos del centro de África partiendo de Zanzíbar, para seguir luego el curso del río Congo y alcanzar el Atlántico, ha sido definido como la más épica de todas las exploraciones en África tan sólo comparable a las expediciones de los conquistadores españoles de América de los siglos XVI y XVII.
Su gran ambición no fue otra que la fama. Y para lograrla pasaba por encima de cuanto se opusiera a sus propósitos. Como hombre ávido de fama, escondía un corazón romántico, tal vez porque siempre estuvo necesitado de comprensión y amor. África le dio el reconocimiento que su alma exigía, África fue el marco donde sus ambiciones se hicieron carne y donde pudo volcar al completo la pasión que encerraba su espíritu. Y Stanley, a su vez, amó África con la misma vehemencia con que necesitaba amarse a sí mismo.
Stanley nació en el condado galés de Denbighshire en enero de 1841, hijo ilegítimo de John Rowlands y Elizabeth Parry, y recibió en el registro el nombre de John Rowlands. Su padre desapareció de su casa poco después de su nacimiento y su madre le abandonó al cuidado de su abuelo Moses Parry. El niño creció entre la severidad y el desdén, convencido de no deberle nada a la vida. Se educó despreciado por sus semejantes y aprendió por su parte a despreciar a casi todos. A los quince años se escapó del internado donde le había inscrito su abuelo y, tres años después, al cumplir los dieciocho, se embarcó en Liverpool en un carguero y desembarcó en Nueva Orleans (USA) en 1859.
En América encontró pronto lo que no había logrado tener en Gales: un padre amable. Fue un comerciante llamado Henry Morton Stanley quien adoptó a aquel muchacho solitario, y no sólo le dio techo y alimento sino también su nombre. Stanley nunca cambiaría aquel nombre por ningún otro; ni siquiera cuando, en el cenit de su fama, le fue concedida de nuevo la nacionalidad británica. Su padre adoptivo murió poco después de hacerse cargo del muchacho y este quedó otra vez solo.
Comenzó entonces una vida errabunda, en realidad la vida que llevó siempre desde entonces y que sólo interrumpiría al casarse, en 1880, con Dorothy Tennat, al regreso del viaje en el que descubrió las montañas de la Luna.
Luchó en la guerra de Secesión, en las filas del ejército nordista, curiosa paradoja en la vida de un racista convencido. Se embarcó en la flota mercante y más tarde en la Marina norteamericana, y viajó al oeste, ya como periodista, al comienzo de la expansión americana hacia las tierras habitadas entonces tan sólo por tribus de pieles rojas y millones de bisontes. Viajó también a Turquía y por dos veces a Gales, en donde su madre le recibió con indiferencia cuando se acercó a visitarla.
En el año 1867 comenzó a trabajar para el periódico The New York Herald. Viajó a Etiopía y más tarde a Madrid, para informar sobre la guerra civil de 1869. Fue en una pensión de la madrileña calle de la Cruz donde recibió el mensaje de su director, John Gordon Bennet, quien le conminaba a viajar a África y encontrar al famoso explorador David Livingstone, del que no se tenían noticias en Europa desde meses antes. Livingstone se había internado en África en 1866, en busca de las fuentes del Nilo, que él suponía se hallaban en un lugar distinto al fijado por Speke en 1862.
Ante Stanley se abría, con aquel encargo, la ocasión de lograr un gran scoop, una gran exclusiva, la oportunidad de encumbrarse como periodista y hacerse famoso. Y no dudó. Se embarcó sin pérdida de tiempo y llegó a Zanzíbar en enero de 1871, después de cumplir otras misiones periodísticas.
En marzo cruzaba de Zanzíbar a Bagamoyo y se internaba hacia el oeste. En diciembre alcanzaba las orillas del lago Tanganika, en Ujiji, y se reunía con Livingstone. Así describe el famoso encuentro: «Habría corrido hacia él, pero me sentía turbado en presencia de tanta cantidad de gente. Le habría abrazado, pero él era inglés y yo no podía saber cómo me recibiría. De modo que hice lo que el temor y el falso orgullo me sugirieron que era lo mejor. Caminé con determinación hacia él, me quité el sombrero y dije: "El doctor Livingstone, supongo"…».
Livingstone no era inglés, sino escocés, y los dos hombres se hicieron enseguida amigos. Durante una temporada, exploraron juntos las orillas del lago Tanganika. Después, Stanley emprendió el camino de regreso con su exclusiva en el bolsillo. Y publicó su libro En busca de Livingstone, un espléndido relato de aventuras reales contadas con una narrativa precisa y directa. El éxito de ventas chocó con la frialdad de los críticos. Una famosa crítica literaria de la época dijo que era «el peor libro posible sobre el mejor tema posible». Pocos años después, el nombre de la periodista que acuñó este juicio fue olvidado, mientras que el libro de Stanley ha seguido reeditándose durante generaciones.
Ya era famoso, había cazado al vuelo su gran ocasión. La reina Victoria le regaló una pitillera cuando le recibió personalmente en 1872, y la Royal Geographical Society, pese a las reticencias de algunos de sus miembros, le concedió la más importante de sus condecoraciones, la Patron’s Medal. Hubo críticas acerbas contra aquel «extranjero» que usurpaba honores a los muy nobles ingleses, pero a Stanley le traían al fresco las críticas de los demás. En ese momento sólo albergaba tres sentimientos: euforia ante su bien ganada fama, que pensaba ampliar hasta donde fuera posible; una enorme gratitud a Livingstone, uno de los pocos hombres a quienes respetaría a lo largo de toda su vida; y una gran pasión por África, el «oscuro continente», como lo llamó en uno de sus libros, la tierra a la que debía su gloria y de la que se había prendado sin remisión.
A partir de aquel primer viaje, el joven periodista nacido en Gales y nacionalizado en Estados Unidos ya era un hijo de África. Y tan sólo soñaba con regresar al «oscuro continente» para lograr más fama y mucha más gloria.
Nos habíamos detenido en el hotel Margherita, a las afueras de Kasese, desde donde dicen que puede contemplarse el mejor panorama de la cordillera del Ruwenzori. Sin embargo, aquella mañana tan sólo se alzaba ante nosotros un murallón de niebla, teñido de un opaco color siena, que reverberaba con una mustia luz. Almorzamos, pues, y seguimos viaje hacia el campamento base del que parten la mayoría de las expediciones turísticas y deportivas hacia las cimas.
La estrecha carretera contaba con buen piso, pero las numerosas curvas y repechos la hacían fatigosa e incómoda. Viajábamos en paralelo a las montañas de la Luna, o mejor dicho, a la aceitosa cortina de niebla color mostaza de Dijon. En los campos de algodón, los vaporosos frutos colgaban como pelotas de ping-pong de las frágiles ramas de los matorrales. Los campos, quemados por los campesinos para crear nuevas tierras de cultivo, brillaban agostados, heridos por las negras cicatrices de los fuegos devastadores.
Más adelante torcimos a la izquierda, para tomar una pista que trepaba hacia los pies del macizo montañoso. Los cultivos de maíz y de banano crecían jugosos sobre el suelo empapado por la sensualidad del trópico. La carreterucha concluía en Ibanda, un pequeño poblado que no es más que el campamento de donde parte la senda principal para ascender al Ruwenzori. Junto al cuartel general de los rangers, varias decenas de porteadores formaban una larga fila en espera de la llegada de los turistas y los montañeros y de un posible contrato. Bajo la quebrada que se abría detrás del largo galpón de techo metálico corría vigoroso el río Mubuku, llevando el agua de las cumbres hacia los llanos y los lejanos lagos. Un grupo de jóvenes europeos ultimaba sus preparativos antes de iniciar la ascensión a las cumbres. Olía dulce a yerba crecida en los ribazos.
Abu me señaló a los porteadores:
—Cobran un dólar y medio por día, además de su ración de comida y bebida. El tope de peso que puede cargar cada hombre no debe exceder los treinta kilos. La costumbre es que los montañeros les regalen una manta y un jersey para dormir en la montaña.
Teníamos poco tiempo, pues estaba previsto que hiciésemos noche en Fort Portal, desde donde partiríamos en un largo viaje hacia el lago Alberto, a la altura de las cataratas de Murchison. No obstante, Abu accedió a que ascendiésemos un par de kilómetros por las sendas de la cordillera. Llegar a las primeras cumbres supone un viaje de al menos cinco días, a buen paso, y el calendario corría en contra nuestra. Pero yo deseaba pisar las montañas de la Luna, aunque tan sólo fuese en una de las delicadas puntillas de sus faldas.
Subimos durante algo más de una hora por un estrecho paso en el que los juncos crecían más de un metro por encima de nuestras cabezas. La exuberancia vegetal producía un cierto agobio, como si nuestros pulmones no fuesen capaces de aspirar el aire alfilerado que llegaba de la altura. Hilachos de agua se movían entre nuestros pies como nerviosos gusanos de cristal. Alrededor crecía un aroma de matas de perejil y de menta. En ocasiones se arrojaba sobre la senda un matorral vigoroso de adelfas rojas o la rizada cabellera de una buganvilla silvestre.
Tomamos un refrigerio en un lugar donde el río Mubuku formaba un remanso de aguas claras, entre las ruinas herrumbrosas de un antiguo lavadero de mineral. El lugar exhibía la hermosura de un campo de batalla en el que la victoria ha correspondido al bando más lozano, en este caso a la Naturaleza desbordada del trópico. Las cumbres del Ruwenzori continuaban ocultas, invisibles detrás de la niebla de la altura, que era de un ceñudo color marmóreo.
La figura de un porteador asomó de pronto en la explanada, entre los altos juncos, viniendo del lado de las cimas. Era un hombre de cuerpo enteco, fibroso, rasgos somalíes, piel muy oscura y barba y cabellos rizados y blancos. Aparentaba tener alrededor de sesenta años. Unas gotas de sudor se prendían de sus hombros desnudos. Cargaba un pesado fardo, quizá los treinta kilos reglamentarios, y lo sujetaba con una correa de cuero que ceñía a su frente, de la misma manera que lo hacen los indios del altiplano guatemalteco.
Se detuvo un instante junto a nosotros. Miraba nuestra comida. Abu le tendió entonces una pequeña bolsa de patatas fritas. El porteador dejó su carga sobre el suelo, tomó la bolsa, se sentó sobre una piedra que surgía entre la yerba y dio cuenta con ansiedad de las patatas. Le di las que quedaban en mi bolsa y también las comió. Aceptó agua. Luego se levantó, colocó de nuevo su carga colgada de la frente y, sin decir palabra, se perdió entre los juncos que cerraban la senda en dirección al campamento base.
El hombre formaba la vanguardia de una expedición que regresaba a Ibanda. Diez minutos después, un nuevo porteador cruzó la explanada, y luego otros tres que marchaban en grupo. Al fin, asomaron dos mujeres de raza blanca, cincuentonas, con toda probabilidad norteamericanas, ya que una de ellas lucía un gorrito de lona con la bandera de las barras y las estrellas. Relumbraban sus mejillas encarnadas por el aire de las cumbres, sus muslos y pantorrillas mostraban una reciedumbre modelada por las caminatas de los veranos y las bicicletas de los gimnasios de invierno, anchas huellas de sudor oscurecían sus camisetas a la altura de los sobacos y sus tetas libres de vaca tejana bailaban al ritmo de su marcha jubilosa y enérgica.
Pasaron a nuestro lado sin detenerse, sonrientes, formando la uve de la victoria con los dedos dirigidos hacia nosotros y cantando a coro un tema de la película El libro de la selva, en la versión de Walt Disney, aquella marcha militar que entonaba un batallón de elefantes:
—One, two, three, keep it up; two, three, four, up; two, three, four, keep it up; two, three, four…
Ante aquella pincelada grotesca en la belleza agreste que nos rodeaba hube de hacer un esfuerzo de imaginación y recordar a Stanley para no renegar del Ruwenzori.
Henry Morton Stanley regresó a África en noviembre de 1874, dos años después de su primer viaje y cuando se había cumplido uno de la muerte de Livingstone. Su ambición era mucho mayor que en su primer periplo. Si entonces cumplía una misión periodística y viajaba en busca de una exclusiva mundial, ahora quería inscribir su nombre junto a los grandes exploradores del continente, alcanzar la altura de Livingstone y Speke, ser protagonista de su tiempo y no sólo un cronista destacado. El misterio del Nilo permanecía sin aclararse, con tres tesis que dividían a todos los geógrafos anglosajones: la de Speke, que situaba su nacimiento en el lago Victoria; la de Burton, que insistía en que estaba en las orillas del norte del lago Tanganika, y la de Livingstone, que sostenía que el Nilo podía ser el gran río Lualaba, y cuyo nacimiento situaba el explorador en el interior del Congo, el actual Zaire. Stanley unía otra ambición al propósito de aclarar definitivamente el asunto: establecer con exactitud la situación y la extensión de los grandes lagos del centro de África.
Stanley era un soñador, pero en modo alguno un fantasioso. Era el más pragmático de los utópicos. Burton, Speke y Livingstone habían elaborado sus teorías sobre unos pocos datos y muchas hipótesis. Stanley quería hechos. Y llevaba en su morral preguntas muy concretas: ¿cómo sabía Speke que el Victoria era un único lago si no lo había circunnavegado y ni siquiera recorrido sus orillas?; ¿por qué se empeñaba Burton en situar la fuente del Nilo en el Tanganika si no existía noticia de que saliese una corriente de agua del interior del lago?; ¿qué hacía suponer a Livingstone que el Lualaba era el Nilo si no había recorrido más que unos pocos kilómetros de su cauce?
Stanley consiguió que su periódico The New York Herald y el londinense The Daily Telegraph financiasen su expedición, a cambio de la exclusiva de sus crónicas, y en octubre de 1874 estaba en Zanzíbar. Al explorador le gustaba viajar a lo grande, al mando de un verdadero ejército, y en la isla puso en pie la más imponente expedición que nunca había salido hacia el interior. Le acompañaban, como asistentes, los hermanos Peacock, hijos de un pescador inglés, y un empleado del hotel Langham de Londres, Frederick Barker, que meses antes, reconociéndole cuando el periodista se alojó allí, se ofreció como voluntario. A Stanley le cayó en gracia y le contrató.
La tropa de nativos, entre porteadores y soldados, la componían trescientos cincuenta y seis individuos. Transportaban una canoa desmontable, de casi veinte metros de eslora, que Stanley bautizó como Lady Alice, y dos cañones ligeros. En las mochilas de varios de los porteadores viajaban ciento treinta libros, la más extensa bibliografía de la época sobre África central y los lagos. Al mando de aquel ejército cargado de alimentos, abalorios, literatura, pólvora y municiones cruzó el continente el 5 de noviembre y se dirigió hacia el interior. Siguiendo a los hombres viajaba un puñado de soldaderas.
En marzo de 1875 llegaba a Mwanza, en las orillas del sur del Victoria, el lugar donde Speke avistó por primera vez el gran lago en 1858. Montó el Lady Alice y navegó de sur a norte, por las orillas orientales, hasta alcanzar, tres semanas más tarde, las Ripon Falls, el nacimiento del Nilo. Después de pasar un mes como huésped de Mutesa I, kabaka de Buganda, regresó navegando a Mwanza por las orillas occidentales, en un viaje de 57 días. Quedaba demostrado sobre los hechos que el Victoria era un único lago y que una sola y gran corriente salía de sus orillas septentrionales, en tanto que por el oeste, cerca de Karagme, entraba otra corriente, la del río Kagera.
Stanley tomó parte, unos días después, en algunas batallas contra tribus rebeldes a Mutesa 1, y con sus cañones y fusilería perpetró la masacre de Bumbire, donde perecieron centenares de indígenas opuestos a la tiranía del kabaka de Buganda. La pólvora y el pistoletazo eran la forma más frecuente que tenía Stanley de relacionarse con los africanos, lo que le ha valido una justa fama de racista.
Los meses siguientes, Stanley siguió el curso del Nilo y exploró el lago Alberto. Comprobó que el río que iba hasta el lago era el mismo que nacía en Ripon Falls, y que al mismo tiempo, en el Alberto, desembocaban otras corrientes de agua. Por tanto, desde el Alberto, el río continuaba hacia el norte. Speke tenía razón y era el justo descubridor de las fuentes del Nilo.
Pero Stanley tenía que verlo todo. En 1876 estaba en Ujiji, en las orillas del Tanganika. De nuevo botó el Lady Alice y circunnavegó el lago. No había ninguna corriente de agua que saliera del Tanganika y sí una que entraba desde el norte. Burton estaba equivocado.
A principios de 1876, Stanley estaba preparado para emprender la que llamaba «la más grande empresa de todas», navegar el río Lualaba. Llegó al punto más alejado alcanzado por Livingstone, en Nyangwe, y siguió adelante sin saber adónde iba a llevarle la corriente, tal vez al Nilo o quizás al Atlántico. Novecientos noventa y nueve días después de haber salido de Zanzíbar, llegaba al Atlántico. Livingstone tampoco tenía razón.
Stanley sufrió un gran disgusto al enterarse de que, un año y medio antes, viniendo desde el índico, otro explorador, Vernon Cameron, había alcanzado el Atlántico, lo que le arrebataba la gloria de ser el primero en lograrlo. Pero había descubierto el río Congo y lo había navegado. Y sobre todo, como señala Moorehead, después de aquel gran viaje dejó de existir el «espacio en blanco» que llenaba el centro de los mapas de África. El explorador había rellenado todos los huecos vacíos con los datos necesarios.
Los tres blancos que le acompañaron en la expedición habían muerto en el camino. De los 356 nativos que iniciaron la marcha junto a él sólo habían sobrevivido 114, entre ellos varias soldaderas y algunos de los niños que habían nacido en el viaje hacia el Atlántico.
Soldados, porteadores, niños y soldaderas supervivientes fueron embarcados de regreso a Zanzíbar y pagados con generosidad. Y el explorador regresó a Europa para publicar, unos meses después, su libro Through the Dark Continent («A través del oscuro continente»), un relato terso y detallado de la legendaria expedición.
Stanley pertenecía ya a la historia africana del hombre blanco. Pero todavía tendría fuerza y ánimos para escribir algunas páginas más de la historia épica de este continente. Entre 1879 y 1884 viajó por el territorio del Congo, comisionado por el rey Leopoldo II de Bélgica, y lo convirtió en colonia de la corona belga, tras asegurarse de que Inglaterra no estaba interesada en extender su esfera de influencia más hacia el interior.
Su último gran viaje al continente, entre los años 1887 y 1889, le llevó de nuevo a la región de los grandes lagos, en una expedición organizada para rescatar a Emin Pasha. La expedición tuvo en su tiempo tanta fama y publicidad como la primera que organizó en busca de Livingstone. Pasha era un judío alemán, súbdito británico, que se empleó como mercenario del jedive egipcio Ismael y que fue nombrado gobernador de la provincia de Ecuatoria, al norte del lago Alberto. Cuando el Mahdi y sus hombres se rebelaron en Sudán contra Egipto y cortaron la cabeza de otro mercenario inglés, el general Gordon, Pasha quedó aislado en Ecuatoria con sus soldados sudaneses. Stanley, al recibir la oferta para comandar la expedición, se encontraba recorriendo Inglaterra pronunciando conferencias. Lo dejó todo y se embarcó para Zanzíbar. En 1889 regresaba del interior trayendo a Pasha, a pesar de que este no sentía muchos deseos de volver a Zanzíbar y sí de quedarse en Ecuatoria con los suyos. Como siempre, Stanley había cumplido lo que se había propuesto y, de paso, en el camino en busca de Pasha había avistado las montañas de la Luna y bautizado sus principales cumbres.
Este cruel e implacable «cumplidor de sueños» se casó en 1890, adoptó un hijo, tal vez para reconciliarse con su propia infancia, y fue nombrado caballero por la reina en 1899. Desde 1892 se acogió de nuevo a la ciudadanía británica, tras haber mantenido durante treinta años la nacionalidad americana, pero respetó el nombre con el que le habían vuelto a bautizar en América. Entre 1895 y 1900 fue miembro del Parlamento de Westminster, ocupando un escaño por el Partido Liberal. Murió en Londres en 1904, a los sesenta y tres años, comprendido por pocos, detestado por muchos y admirado por todos, aunque fuera a regañadientes. De las tres patrias en las que trascurrió su intensa vida, Gales, Estados Unidos y África, la que más amó fue la última. Aunque la amase como quien ama una finca que cree le pertenece.
La tarde comenzaba a enviar una luz mustia y aburrida mientras nuestro vehículo desandaba el camino en busca de la carretera principal, la que une Kasese con Fort Portal, nuestro siguiente destino. Al lado de la pista, el río Mubuku bajaba arisco por la quebrada y el camino se empinaba en bruscos repechos.
Ascendimos, ya en la carretera, una larga cuesta. Y de súbito, al coronar la loma, la cresta limpia del Ruwenzori se desveló a la izquierda, sobre el inmenso banco de niebla, como si se tratase de un largo trasatlántico que navegara a caballo de un océano espumeante. La cordillera corría ahora en paralelo a nuestro camino, dibujaba su masa azul, estirada, plana, trazada con perfiles agrestes.
El sol había bajado y quedaba justo encima de la línea de las montañas. Era una pelota naranja que parecía rodar sobre el perfil de las cumbres, subiendo y bajando de los picos, desapareciendo y asomando de nuevo cuando tropezaba en su camino con un brusco cerro. Era probable que Stanley viese por primera vez esas montañas desde algún lugar cercano adonde yo me encontraba, allí donde la altura de las cumbres tenía fuerza suficiente como para burlar el empeño de la niebla por ocultarlas. Pensé en lo que pudieron haber sentido aquellos exploradores del pasado siglo ante la oportunidad de bautizar una cordillera, un lago, un río o unas cataratas.
En uno de sus libros, y a propósito del bautismo del Ruwenzori, Stanley cuenta su entrevista con el líder del Partido Liberal británico, William Ewart Gladstone, por aquel entonces, en el año 189o, en la oposición al Gobierno conservador. Stanley buscaba apoyos para el proyectado ferrocarril entre el índico y Mombasa, proyecto que encontraba fuertes rechazos entre algunos foros políticos de Londres. Stanley llevaba, para entregarle a Gladstone, el último mapa publicado del interior de África, mapa que en buena parte se debía al explorador. Cuando le mostraba el Ruwenzori, Gladstone le interrumpió. Así lo cuenta Stanley.
—Perdone un minuto —dijo él—, ¿cómo se llaman esas dos montañas?
—Esos, señor —respondí—, son los picos Gordon Bennet y Mackinnon.
—¿Quién le puso esos absurdos nombres? —preguntó frunciendo el ceño.
—Yo lo hice, señor.
—¿Con qué derecho? —preguntó.
—Con el derecho de haberlos descubierto, y los dos nombres son los de los dos patrocinadores de mi expedición. —¡Cómo puede hacer eso cuando Herodoto escribió sobre ellos hace dos mil setecientos años y los llamó Crophi y Mophi! Es intolerable que nombres clásicos como esos sean reemplazados por nombres modernos.
—Le ruego que me perdone, señor Gladstone, pero Crophi y Mophi, si es que existieron alguna vez, estaban situados alrededor de mil millas hacia el norte y Herodoto simplemente escribía sobre rumores.
—No puedo aceptar eso.
—Bien, mister Gladstone, yo podría aceptar que volvieran a llamarse Crophi y Mophi si usted apoyara la construcción del ferrocarril de Uganda.
—Ah, eso no; eso es una gran bribonada y una gran corrupción —dijo Gladstone sonriendo.
De aquel mapa que Stanley presentara a Gladstone, algunos nombres han cambiado después. Luis de Saboya, el duque de los Abruzzos, intentó sustituir en 1yo6 los que puso Stanley por otros italianos, entre ellos el suyo propio. Pero la mayoría de los glaciares, picos y plataformas permanecen hoy en los mapas tal y como los nombró el explorador angloamericano. Y así, la zona más alta ha quedado para siempre como plataforma Stanley, mientras que los dos picos más elevados se llaman Speke y Baker, los exploradores a quienes Stanley quiso rendir homenaje sobre los montes que dominan los grandes lagos y que nutren con las aguas de sus nieves el curso del Nilo. Stanley, por otra parte, no perdonó a Burton su falta de escrúpulos con la verdad y no dio su nombre ni siquiera a un manantial.
Ahora, el sol se había escondido detrás de las montañas de la Luna y su luz azafranada alcanzaba un intenso fulgor a la espalda de la cordillera azul. El cielo era limpio y los perfumes del aire evocaban los aromas de la campiña madrileña en los meses de septiembre, cuando terminaban los veranos, cuando la vida libre se escapaba otra vez de nuestros dedos y el regreso a la ciudad y a los estudios se anunciaba inminente. África nos trae también, en ocasiones, el olor de la adolescencia, el aire de los últimos días estivales empañados por la melancolía de las lluvias, el perfume de la tierra mojada, la fragancia de los frutos de las higueras y el aroma de las muchachas en flor.
Era noche cerrada cuando llegamos a Fort Portal, la pequeña ciudad de la región de Toro, que aquel día se presentaba al final del largo vive en forma de un mal sueño, con la luz eléctrica cortada a causa de las tormentas y abriendo ante nuestros ojos cansados sus calles tenebrosas, en las que se movían sombras huidizas de hombres y mujeres.