Hacia las montañas de la Luna

Temprano en la mañana emprendimos viaje hacia los bosques de Buindi, donde habitan los grandes gorilas de montaña, en dirección ya hacia las legendarias cordilleras que Tolomeo señaló en su mapa, las abruptas montañas de la Luna, al noroeste del país. Abu dormitaba a mi lado, vencido por el madrugón, tal vez ya harto de viajar por territorios menos agradables que su despacho de funcionario en el Ministerio de Cultura. Dejábamos atrás Kampala, adonde habíamos regresado el día anterior desde las fuentes del Nilo, y la mañana se abría sobre nosotros pesada y cenicienta, con un cielo cargado de nubes que amenazaba con romperse en una súbita diarrea y arrojar sobre la tierra un imponente diluvio de agua sucia. James conducía impasible enfundado en un traje ligero de algodón. El todo-terreno corría a buena velocidad sobre la carretera bien asfaltada. Desde los bordes del camino, grupos de muchachos ofrecían a los automovilistas grandes percas y tilapias, dos de las más sabrosas especies de peces de agua dulce que pueden encontrarse en el mundo. El Victoria se agitaba bajo los rizados envites de un oleaje oscuro. En la lejanía se dibujaban los perfiles de unos pocos faluchos de pesca.

Cerca de Masaka, abandonamos la vecindad del gran lago y nos internamos hacia el oeste. En Lyantone, el sol comenzaba a asomar temeroso entre las nubes polvorientas, la vegetación se hacía menos profusa y las pequeñas y suaves colinas se ofrecían desnudas a la vista, tímidas y redondas como los pechos de las adolescentes.

Cerca del lago Mburu, el más pequeño de los parques protegidos del país, desaparecían los últimos cultivos. Dejamos la carretera principal y tomamos una pista de tierra. Un cartel avisaba: «No cazar, no disparar, no acampar».

El paisaje se estiraba en praderas verdes, manchadas por pedazos de intensa arboleda, con cactos candelabros que crecían como una suerte de esculturas surrealistas aquí y allá de la sabana. Todo el entorno parecía desierto, sin vida animal ni humana a la vista. Pero poco a poco comenzó a poblarse. Primero fue una familia de cebras, que alzaban sus orejas puntiagudas como radares dispuestos a captar cualquier señal de peligro. Cruzaban a lo lejos raudos grupitos de gacelas Thomson y de Grandt, acercándose hacia nuestro vehículo y luego saltando al unísono hacia la izquierda, mostrando sus rabos alzados, alejándose de nosotros con la sincronía de un ballet que ha ensayado su número con pericia.

Hacía rato que Abu se había despertado. Con su corbata, sus pantalones oscuros, su chaqueta anticuada y sus zapatos de diseño italiano parecía un marciano recién aterrizado en la tierra. Miraba aburrido los animales y el paisaje, y era evidente que la Naturaleza no constituía una de sus aficiones principales. Con toda probabilidad sus gustos estaban más cercanos al olor de los tinteros.

En las orillas del lago Mburu, barcas cargadas de tilapias llegaban a una pequeña aldea de pescadores. En realidad, más que una aldea, era una rústica factoría de ahumado de pescado, industria que prospera en estas zonas ugandesas cercanas al Zaire. Uganda exporta al país vecino, casi siempre de contrabando, grandes cantidades de tilapias ahumadas, a través de fronteras muy poco definidas y vigiladas. El tratamiento por medio de humo no es allí una delicatessen, como sucede con el salmón y la anguila en Europa, sino una necesidad que impone el corrosivo clima tropical.

Ardían, pues, los ahumaderos, grandes fuegos cercados por una pared de adobe sobre la que se disponían ristras de peces en planchas de hierro, a suficiente distancia de las llamas como para que no se asasen. Varios marabúes merodeaban en el pequeño muelle, intentando hacerse con alguna tilapia caída por descuido de los cestos de los pescadores. En los árboles de la explanada donde se asentaba el ahumadero, estorninos tejedores, de cuerpo amarillo y cabeza negra, piaban con ruido empeñados en la tarea de construir, por decenas, nidos de barro seco que colgaban de las ramas como frutos marchitos.

Dejamos atrás la factoría y las orillas del lago y nos internamos de nuevo en el parque. Una familia de facópteros, el jabalí africano, huyó espantada de un bosquecillo. La urgencia y torpeza con que corrían, con los rabos levantados hacia arriba y un vertiginoso movimiento de sus cortas patas, les daba un aire grotesco, parecían escapados de un film de dibujos animados.

Luego, James detuvo un momento el coche junto a una impala hembra que permanecía tranquila al lado del camino. Contempló sin miedo mi cámara de fotos, con sus ojazos mirando al objetivo. Posaba con coquetería, alargaba una oreja, ofrecía de pronto su bello perfil con un gesto desdeñoso, miraba otra vez, parpadeaba con un nervioso aleteo de sus bellas pestañas. Estiraba el cuello, movía la cola. Al fin, despectiva, se dio la vuelta y se alejó contoneándose, mostrándonos su voluptuoso y blanco trasero. A muchos niños europeos podría haberles parecido la mismísima madre de Bambi. Pero era más bien una hembra de armas tomar, y si yo hubiese sido un impala macho, y no un hombre, con toda seguridad habría corrido anhelante detrás de sus nalgas y presto a proponerle un revolcón.

La impresión de blanda naturaleza domeñada se acentuó conforme la noche se acercaba. Sólo los pájaros rompían el silencio de la tarde moribunda. Pero James detuvo de pronto el coche frente a una colina y me pasó los prismáticos. Tardé en verlos con su piel confundiéndose con las pardas laderas de la colina. Allí en la lejanía, tal vez a un par de kilómetros, dos magníficos antílopes Eland avanzaban con lentitud y en ocasiones se detenían para dirigir la cabeza hacia nosotros: vigilantes, dispuestos a escapar al menor signo de peligro. Vistos así, a través de los prismáticos, transmitían una viva sensación de imponente libertad.

De súbito, el paisaje pareció cobrar un aire de grandeza. El corazón de África latía ahora con potencia, despertando bajo la Naturaleza dormida. Al mismo tiempo, todo aquel vigor de vida libre que los dos animales emanaban parecía frágil, un delicado cristal que podía romperse ante la menor turbación. En esa hora, el entorno cobraba el perfil de la exactitud, el aliento de una débil y orgullosa exactitud. África me mostraba, por unos momentos, el más celoso de sus secretos: la fragilidad de su inmensa libertad.

Hicimos noche en Mbarara. Al amanecer, sobre la marisma que se extendía al pie del hotel, una densa niebla componía la apariencia de un mar grisáceo que hubiera inundado la larga hondonada, dejando asomar tan sólo en su superficie las copas de algunos árboles. Luego, carretera adelante, en dirección al sudoeste, se abrió la niebla, lució el sol en el cielo estirado y las colinas crecían redondas y verdosas. Todo el paisaje era curvo, ondulado, sin ángulos ni aristas, sin líneas rectas ni quebradas, nada podía alterar la voluptuosidad de la tierra.

En el mercado de Ntungamo vendían camisetas con la efigie musculosa del actor Arnold Schwarzenegger y cerillas fabricadas en la República Popular China. Al fondo de la explanada, al pie de los cerros, los pareos de chillones colores, los kangas que constituyen el fundamento del vestuario femenino de frica oriental, formaban un excitante decorado de malvas, naranjas, rojos, negros y azules.

Abu compró un pollo de plumas encarnadas y lo echó en la parte trasera del vehículo, entre los equipajes, con las patas trabadas por una cuerda. De cuando en cuando escuchábamos su cacareo quejumbroso. Nos aprovisionamos de refrescos y cervezas en un pequeño colmado, un tenderete oscuro hundido entre un grupo de cabañas. Allí descubrimos, al reorganizar el equipaje, que el pollo no era tal, sino gallina, pues había deudo un lustroso huevo arrimado a una de las bolsas. Aún pondría otro en el camino hacia la selva de Buindi, poco antes de que Abu la degollase para preparar la cena.

Más adelante, la pista de tierra dura ascendía broncamente y el paisaje cobraba un aspecto nórdico. Menudeaban los cultivos y las pequeñas aldeas, pero la gente parecía esconderse a nuestro paso. Tan sólo, en ocasiones, grupos de niños asomaban de improviso en la carretera y corrían alborozados detrás del vehículo. Gritaban sin cesar la misma palabra: «¡mzungu, mzungu!».

—¿Qué quiere decir mzungu? —pregunté a Abu.

—Es una palabra swahili. Significa europeo. O para ser más exactos, hombre blanco. Se lo dicen a usted.

Abu me explicó después que, en la Uganda cerrada al mundo durante veinte años por causa de la guerra civil, muchos niños no habían visto en su vida a un hombre de raza blanca.

—Todos los mzungus les parecen iguales, al principio no alcanzan a distinguir unos de otros.

Me acordé entonces de la primera vez en mi vida, cuando era un niño de acaso nueve o diez años, que vi a un hombre de raza negra. Yo iba paseando con mi padre por el barrio donde había nacido, cerca de la plaza de Chamberí. «Ese es Ben Barek», me dijo mi padre con admiración. Yo estaba fascinado por el color de su piel, ignoraba que se trataba de un famoso futbolista del club Atlético de Madrid. Y pregunté a mi padre: «¿Y cómo se puede distinguir a un negro de otro?». Él me contestó lapidario: «No hay nadie igual a Ben Barek, ni negro ni blanco».

Tal vez los niños que corrían tras el vehículo gritando «mzungu, mzungu» eran incapaces de distinguir a un hombre blanco de otro hombre blanco. Y en cuanto a mi técnica futbolística, nunca fue destacable. Estaba seguro de que ninguno de los padres de aquellas criaturas podría decirle a su hijo: «Como ese mzungu no hay otro igual, ni blanco ni negro».

El Bosque Impenetrable de Buindi, el pretencioso nombre con que se conoce a esta reserva del oeste de Uganda, casi en la frontera con Ruanda, Burundi y el Zaire, es una mancha verde de vegetación tropical que cubre unos quinientos sesenta kilómetros cuadrados. En otro tiempo, toda la cintura del continente africano estuvo cubierta de bosques como este, pero la acción del hombre ha ido reduciéndola a un limitado espacio que, año tras año, es cada vez menor. Su altura sobrepasa los dos mil metros del nivel del mar, el aire es allí fresco y las noches son frías bajo el cielo limpio y poblado de estrellas. Son las selvas imaginarias de Tarzán y el hábitat de un animal extraordinario: el gorila de alta montaña.

Dormimos aquella primera noche en Buindi en un refugio de piedra, a la luz de las lámparas de parafina y acunados por el arrullo de los grillos. Abu sacrificó la gallina y la guisó con cebollas y patatas en la lumbre de la chimenea. Su carne tenía la consistencia de la goma, podía pertenecer a esa especie de aves que, en Costa de Marfil, llaman «pollo en bicicleta» a causa de la dureza de sus muslos. De modo que hubo que echar mano de la fruta para llenar el estómago.

Por la mañana desayuné los dos huevos que la infeliz gallina nos había regalado durante el viaje hasta Buindi. Y salimos muy temprano, con la primera luz, en busca de los gorilas. Antes de internarnos en los senderos de la selva, el jefe de los rangers nos dio las oportunas instrucciones para el caso de que lográsemos encontrarnos con la familia de grandes monos que supuestamente merodeaba por aquellos pagos. En realidad, las instrucciones se resumían en una suerte de ejercicio de sumisión. Si encontrábamos a la familia, lo normal era que el gran macho «espalda plateada», el jefe de la tribu, asomara ante los intrusos para intimidarnos con toda clase de rugidos, puñetazos contra su pecho y exhibición de sus poderosos colmillos. Lo oportuno, llegado el caso, era agacharse ante él, inclinarse como un siervo, tomar unas hojas y hacer como si las comiésemos, no mirarle nunca a los ojos y no levantarse en ningún caso delante del animal. Al gorila, según parece, le basta con eso, con hacer sentir su poder y advertir que el extraño se ha rendido. En el fondo es un tremendo ingenuo y nadie le ha enseñado que debería matar a los hombres nada más verlos, para bien de su especie.

Pero aquel día no fue necesario someterse. Los grandes monos, los «gorilas en la niebla» de Dianne Fossey, eran aquella mañana gorilas invisibles. Durante casi seis horas deambulamos por el interior de Buindi siguiendo huellas y excrementos, sudando detrás de los dos ágiles y veloces rastreadores, que fisgaban entre los matorrales, buscaban ramas rotas, olisqueaban en la espesura, pedían silencio para escuchar los sonidos de la selva.

A pesar de nuestro infortunio de aquel día, el bosque tropical no decepciona ni siquiera cuando uno no logra encontrar lo que busca. El canto de los pájaros, el olor de la tierra moribunda, el aire espeso, las fragancias vegetales, los árboles que forman un apretado cobertizo que detiene el paso de la luz, los altos helechos, todos los centenares de especies de plantas que cubren el suelo acolchado y negro que forman millones de hojas podridas, dan a la selva el aspecto de un jardín desordenado. El bosque tropical parece un alma única que cuenta con una entidad propia y singular, como si las plantas que lo cubren y la fauna que lo habita fuesen partes de un animal grande y sensual, un animal que no es amenazante ni dañino, sino delicado y voluptuoso. En Buindi, uno no siente miedo a la Naturaleza, tal vez porque ya no existe el miedo a la Naturaleza y es ella ahora quien tiene miedo de los hombres. Es un sentimiento pavoroso el que se descubre en los bosques tropicales acorralados por el hombre.

Olía a primavera entrando en Kabale aquella tarde de un domingo de febrero. La ciudad, a unos mil novecientos metros de altura, ocupa el centro de una de las regiones más frescas y luminosas de África. La propaganda turística ugandesa la define como «la Suiza de África». Pero no parece muy exacta la comparación. La Naturaleza que rodea Kabale es mucho más hermosa que la de Suiza y sus gentes algo más amigas del ocio y de la vida desorganizada que los helvéticos.

Decidí conocer la ciudad usando el más popular de los medios de transporte: el taxi-bicicleta. De modo que, por una pequeña cantidad de dinero, un fibroso muchacho me llevó a toda la velocidad que daban sus piernas, calle principal arriba y luego calle principal abajo, sobre el transportín de terciopelo rojo de su bicicleta china. Good bye, mzungu, me gritó un transeúnte tronchado de risa. Supongo que debía resultarle algo ridículo aquel hombre blanco y casi cincuentón que se balanceaba sobre la rueda trasera de la bicicleta, amenazando con reventarla.

Luego, continué mi paseo a pie. Kabale se tiende rectilínea bajo una colina alargada. No es una ciudad grande, pero sí bulliciosa. La forman, en su mayoría, edificios de una sola planta, y los de la calle principal, bajo el porche que cierran cuatro columnas, se dedican casi en su totalidad al comercio. Los sastres trabajan al aire libre, abrigados en los soportales, con máquinas de coser de patente china, casi todas marca Butterfly, un instrumento anticuado que funciona a pedal y con rueda de mano. Los sastres constituyen una profesión estable y respetada en todo el oriente de África. En Kabale podían encargarse dos tipos de trajes: los de fabricación normal, que tardaban unos seis días en entregarse y por un precio aproximado a las mil pesetas, y los express, que en tres días estaban listos y cuyo precio ascendía en un cincuenta por ciento. En otros soportales trabajaban zapateros remendones y planchadores de ropa.

Por la calle, en esa hora de la tarde, paseaban robustas mujeres ataviadas con espléndidos vestidos de raso de colores vivos, anchas hombreras, faldas largas y abultadas. Los niños lucían también pulcros atuendos y olían fuertemente a colonia.

En el Kabale Paradise Hotel había una sala pública de vídeo y una larga cola de gente joven esperaba su turno para entrar. El programa era doble y proyectaban aquel día Mission Terminant y American Ninja. La sala se llamaba Dinamic Video y el sistema de entrada se regulaba a cuentagotas: cuando salía un espectador del interior, entraba el primero de la cola. Al abrirse la puerta, la calle se inundaba con el ruido infernal de los disparos y los gritos. El rumor de carnicerías sin cuento y luchas interminables inundaba los alrededores de la sala. La entrada costaba alrededor de cinco pesetas, una ganga para la presumible orgía de sangre que le esperaba a uno dentro.

Seguí adelante y me topé con la única librería de la calle principal. En las estanterías más escondidas podían encontrarse títulos en inglés de Poe, Shakespeare y Orwell, además de algunos diccionarios editados en Oxford. Había abundantes novelas de escritores kenianos, en swahili e inglés, y también tomos de poesía africana.

Rebuscando entre los libros, me llamó la atención uno del que era autor un tal Godfrey Bulenzi y cuyo título rezaba: El libro de usuarios de carretera en Uganda. En sus páginas se explicaban el significado de las señales de tráfico, las obligaciones de los conductores, las normas para que los niños crucen las calles, lo que deben hacer en la carretera los pastores, los deberes de los peatones y también los de los ciclistas. Para quienes viajaban en los matatus (los autobuses públicos) el autor recomendaba que «deben olvidarse de discutir con el conductor el camino que debe seguir el matatu, pues eso es criterio del conductor y no de los viajeros». Aconsejaba a los taxistas no beber alcohol en horas de trabajo y «no intercambiar palabras groseras con los clientes, no seguir el ritmo de la música mientras conduce si lleva aparato de radiocasete y no avisar a los otros taxistas de la presencia de policías en áreas de control de velocidad». Como epílogo de su libro, el autor relataba dos historias con tono ejemplarizador: la del conductor sabio y la del conductor menos sabio. Mister Makusa, el sabio, iba con su familia dos días de vacaciones al campo y, como solía cuidar de su automóvil y cumplía con escrúpulo todas las normas de tráfico, disfrutaba de un buen fin de semana, regresando a su casa feliz de que nada le hubiera sucedido. Mister Kaloli, el menos sabio, no cuidaba su coche y viajaba sin luces y con los neumáticos gastados. Se detenía a beber cerveza en todos los bares del camino mientras la familia le esperaba en el automóvil. Al final, mister Kaloli se estrellaba, y su mujer, sus tres hijos y él mismo morían dentro del vehículo ardiendo, en medio de grandes sufrimientos y aullando de dolor. Como colofón, el libro explicaba que su autor, el señor Bulenzi, era un hombre de negocios que había decidido hacer su libro después de un accidente de tráfico y que prometía, a partir de ese momento, escribir otros libros sobre «diferentes aspectos de la vida cotidiana». Por mi parte, me prometí hacer todo lo posible para conseguir cuantos trabajos publicase a partir de entonces mi admirado Godfrey Bulenzi y, al mismo tiempo, me juré no tomar ni un solo taxi en Uganda si no era por completo imprescindible.

Al salir a la calle, sonaban las campanas del templo católico convocando a la misa vespertina y grupos de fieles se dirigían hacia la iglesia: las mujeres con sus imponentes vestidos naranjas, fucsias, carmesíes; los niños con camisa y corbata y pantalones bien planchados; las niñas con vestidos blancos, encajes y cancán. Todo cobraba para mí, de pronto, un aroma familiar. Un viento de nostalgia pareció llegarme desde el pasado, envolverme en una leve melancolía. Era como un domingo de aquellos años cincuenta en la España de la posguerra: mamá y papá con sus ropas mejores; los niños recién lavados, con «el traje de los domingos» y colonia en el pelo; la iglesia que recogía a todas las familias; el encuentro por la tarde en casa de unos tíos y juegos al escondite con los primos mientras los mayores charlaban y tomaban café; o el cine de sesión continua y programa doble que, si no había prisa, podía ser triple: películas de vaqueros y de exploradores, de carnicerías implacables de pieles rojas o de negros caníbales… la vida en la calle, los libros de acción y de aventuras, los mercadillos al aire libre, los primeros automóviles dirigidos por malos conductores, las familias numerosas y los innumerables parientes, las misas y las campanas… África te empuja muchas veces a regresar a la infancia. Las ciudades de África te traen el perfume de la niñez perdida.

Abu pareció animarse algo más la mañana que, dejando atrás Kabale, reemprendimos viaje al norte, por una sinuosa carretera que ascendía sin tregua. El aire era muy fresco, con aroma de pinos y eucaliptos. Los abetos gigantes pintaban un paisaje navideño en el febrero africano y el rumor del viento colgaba un sonido de campanillas en las hojas de los cedros azules. En los rincones más espesos del bosque de Kitzosho vibraba el canto vigoroso de los pájaros.

—¿Ha estado usted en Suiza? —Abu me sonreía con una actitud ilusionada y casi infantil.

—Sí, algunas veces —respondí.

—¿Y es cierto que este lugar se parece a Suiza?

—Yo creo que no —dije.

Pareció decepcionado.

—Nosotros lo llamamos la Suiza de África —agregó—. Mucha gente que ha visitado estos bosques dice que son iguales que los de Suiza.

—Son mejores —añadí. Volvió a animarse.

—¿Y por qué?

Se me ocurrían varias razones. Respondí:

—No han sido conquistados por el hombre, o eso parece. Y no han puesto papeleras en los árboles, ni mesas para merendar, ni bancos de madera, ni cubos de basura.

—¿Todo eso hay allí? —preguntó Abu.

Se rascó la cabeza. Luego me miró como quien mira a un loco.

—¿Cree que deberíamos poner todo eso? —calculaba mentalmente—. Hum, sería muy caro…

Guardó silencio unos instantes, meditando. Concluyó después:

—¿Y para qué harían falta papeleras si aquí la gente no tiene papel?

Ningún vehículo se cruzaba con el nuestro, el bosque virginal se escondía debajo de la niebla, que se enredaba en las ramas y las copas de las coníferas. Olía a humaredas y a ceniza. Me dormí.

Al despertar, tal vez un par de horas más tarde, atravesábamos ya la reserva de Ishasa y el paisaje había cambiado como si hubiésemos saltado de un planeta a otro. La ancha llanura calcinada se extendía bajo el cielo gris. Apretaba el calor y al interior del coche llegaba un aroma irreconocible de flores. Algunas parejas de tórtolas cruzaban raudas delante de nuestro automóvil, sorteando con limpieza los árboles escuálidos.

—Aquí hay leones —dijo Abu.

Me animé:

—¿Los veremos?

—Es difícil. Los leones de Ishasa trepan a los árboles. No es que sean distintos a otros, pero aquí hay mosca tse-tsé y han aprendido a trepar para protegerse de ellas.

No encontramos ninguno. La Naturaleza parecía huir de nosotros, esconderse a nuestro paso, a pesar del empeño de James por mostrarme algún animal.

Hubo suerte al fin. Abu señaló hacia un bosque de matorrales ralos:

—Búfalo —dijo.

Tardé en verlo. Luego, alcancé a distinguir un bulto azulado, una especie de peñasco volcánico escondido entre los arbustos, tumbado al pie de un árbol, sobre la parda yerba.

—Es un búfalo solitario —añadió Abu—, son muy peligrosos cuando están solos.

Me hubiera gustado verlo más cerca, pero James prefirió no acercarse.

—A veces han volcado vehículos, son muy fuertes —dijo Abu— y siempre atacan cuando están solos.

Pensé que los búfalos, desde ese punto de vista, eran los animales más diferentes del hombre, que se une para atacar y es pacífico cuando está solo. Habría que unir siempre a los búfalos y lograr que todos los hombres viviésemos separados.

Atravesamos el río Ishasa sobre un destartalado puente y seguimos la pista polvorienta del norte. Había vuelo raseado de golondrinas. Cruzamos junto a una laguna donde los tallos jugosos de alta yerba, que crecían junto al agua azul, te animaban a volver a nacer reencarnado en herbívoro para poder comerlos. Sobre la superficie quieta flotaban centenares de nenúfares, como en una pintura japonesa. En un extremo de la charca asomaban sobre el agua los ojos y las narices de dos hipopótamos. En el cráneo de uno de ellos habían quedado prendidos algunos nenúfares, como si un extravagante director de cine hubiera disfrazado al hipopótamo para un programa infantil sobre animales.

La vida se animaba con la proximidad del atardecer. Nos acercábamos al Queen Elizabeth Park, la más famosa de las reservas ugandesas. La luz sesgada impregnaba el paisaje de una tersa luminosidad dorada y volvía amarilla la yerba y rubia la cabellera de los árboles. Delante del vehículo saltaban bandos de perdices y grupos de patos volaban en la altura.

El lago Eduardo apareció a nuestra izquierda, con sus aguas aceradas que se volvían albinas en el horizonte. Olía a fango y a yerba empapada. La sabana se tendía en una sucesión de planos de luz, como una superposición de cristales de diversas transparencias que, en su límite más hondo, se difuminaba en una tolvanera grisácea sobre la que caía el polvo de oro de la desganada luz del sol.

Luego, el aire pareció adoptar, casi de súbito, un tono ceniza y el lago brillaba grisáceo como el escudo de un guerrero medieval desgastado en cien batallas. Cerca ya del pequeño hotel de Mweya, un sencillo lodge para turistas levantado a las orillas del lago, la luz reverberó en púrpura, en un último estertor previo al final del día.

África volvió a exhibir la belleza majestuosa y triste de sus atardeceres. Tal vez la tristeza que nos producen se debe tan sólo a que sabemos que presenciamos los últimos días de un mundo libre y salvaje a punto de ser domeñado por el hombre.

Mis sensaciones de aquella hora me recordaron las que sentí a la vista del Partenón de Atenas en mi primera visita. Al ver sus ruinas, percibí la nostalgia de un tiempo quizá más noble y sereno. Pero el latido de la hermosura original permanecía bajo la destrucción, como si la mano del hombre fuera incapaz de ahogar por completo la intensa vitalidad de la belleza. Era parecido allí en el Queen Elizabeth Park: nadie había logrado borrar el indeleble rastro de la eternidad.

Claro está que al hombre le queda el recurso de la bomba atómica. No hay que desanimarse, la barbarie humana es infinita.

El Queen Elizabeth Park pasa por ser el parque más bonito del país. Su fauna estuvo a punto de ser exterminada, no sólo por la acción de los furtivos, sino también por las bandas guerrilleras que operaron sin control en todo el territorio durante los años de luchas civiles. Ahora tiene otro peligro: el crecimiento de los asentamientos humanos, sobre todo de pescadores que instalan sus aldeas a las orillas del lago Eduardo. Como en muchos sitios de África, aquí sigue sin resolverse la gran contradicción que enfrenta dos sentimientos: nuestro deseo de conservar todos los rincones de vida libre que aún quedan en el planeta y la congoja ante la visión de los hombres miserables, que son legión en este continente. Nos gustaría salvar para el futuro estos hermosos espacios de la tierra, pero no podemos negar el derecho de los hombres pobres a sobrevivir allí donde puedan hacerlo, en especial en los lugares donde todavía la Naturaleza es generosa. Nadie sensible puede obviar las dos caras de esta realidad abrumadora. Y nadie ha encontrado aún la solución.

La Naturaleza, no obstante, intenta defenderse: de la mano de los animales más peligrosos, y quién sabe si con el sida. Aunque en el Queen Elizabeth Park está prohibido recorrer, si no es a bordo de un vehículo todo-terreno, las pistas del interior del parque, la gente de las aldeas del lago suele hacerlo. Un mes antes de nuestra llegada, un búfalo había matado a un campesino, cerca de su poblado, y quince días más tarde un león se había zampado a un ciclista que circulaba por la pista principal de la reserva. En el lodge de Mweya, un pasquín advertía a los turistas que tomasen precauciones si salían por la noche de sus bungalows, en especial a causa de los leopardos que se acercaban en busca de comida a los cubos de basura.

La Naturaleza parece casi siempre en África pacífica y relajada, tan idílica como las pinturas antiguas que representan el Paraíso Terrenal, donde los animales conviven en armonía con nuestros ancestros Adán y Eva. Y parecía, la mañana que abandonamos Mweya, que ella quisiera ofrecernos su cara más amable. El agua del lago era de color malva cuando el sol no había despuntado. Las sombras de los hipopótamos descendían de los empinados ribazos, después de pastar durante la noche en la yerba de las colinas, en busca del frescor del agua. En un bosque cercano a las orillas, una familia de elefantes comía las hojas de los árboles. Volaban innumerables bandadas de pájaros, como enjambres de abejas. Las criaturas del mundo tenían prisa por desayunar y hacían oír su bullicio, el malhumor de los estómagos vacíos. Conforme la luz crecía, el lago Eduardo se cubría con una gasa rosada, como la ligera tela que se desliza sobre el vientre azul de las mujeres del joven Picasso.

Dejamos atrás el lago, siempre en viaje hacia el norte. Una bruma sucia cubría el horizonte sobre las sombras patéticas de los árboles. Entre la calima gris aparecieron luego las sombras móviles de una manada de búfalos, unos cuarenta o cincuenta ejemplares. James detuvo el vehículo. La manada se quedó quieta y los búfalos volvieron la mirada hacia nosotros. Olía a estiércol y a la ceniza de la neblina. Los animales más próximos alzaban la cola, alertaban las orejas, erguían la cabeza sobre el poderoso cuello. Algunos de ellos dejaron escapar un bufido, tal vez una forma de advertencia. Eran animales jóvenes en su mayoría, temibles musculaturas en tensión que nos observaban sin miedo. Miré al más cercano de todos ellos, un poderoso macho que se situaba a catorce o quince metros de nosotros. Su mirada era intensa, brava, parecía dotada de una inteligencia devastadora e implacable. No eludía mis ojos, al contrario de lo que hacen leones y leopardos, que desvían siempre su mirada a otra parte, como si sintieran un profundo aburrimiento ante la contemplación de un ser tan absurdo como es el hombre. No había en los ojos del búfalo el brillo primitivo, casi mineral, de los rinocerontes. La mirada de aquel búfalo guardaba algo de humano, escondía la conciencia de un ser que sabe matar y que se siente satisfecho de poder hacerlo.

Reanudamos nuestro viaje. James continuaba su impecable conducción, sin muestra alguna de fatiga, mientras Abu echaba una cabezada. Yo intentaba percibir, en la lejanía, la sombra de la cordillera del Ruwenzori, de las montañas de la Luna. La niebla, sin embargo, aumentaba y borraba los perfiles de la tierra. Cuando llegamos a Kasese, a los pies de las altas cimas, no podía distinguirse ni una sola de las cumbres, ni un solo pico de los que forman la cadena montañosa más legendaria e imponente de África.