Las bocas del cielo

África no podría comprenderse sin el Nilo, de la misma manera que el Danubio es sustancial en la historia europea. Y a Uganda le cabe la gloria de albergar en su territorio el vientre que bombea ese enorme caudal de agua que es el Nilo. El gran río nace en las orillas septentrionales del lago Victoria, a menos de cien kilómetros de Kampala, en un desnivel de los bordes del lago por donde se escapan miles de litros de agua por minuto para abrir un ancho y hondo surco que viaja más de seis mil kilómetros hasta el mar Mediterráneo. Todavía los expertos no acaban de decidir si es este río, o es el Amazonas, o el Mississippi y el Missouri unidos, el más largo del planeta.

El Nilo es legendario y ha ocupado, durante siglos, un lugar de honor en los sueños de los hombres. Casi desde los inicios de la civilización, encontrar sus fuentes fue una obsesión para geógrafos, militares y exploradores. Los egipcios lo consideraban sagrado, le concedían un rango de dios, y su mitología afirmaba que nacía de las bocas del cielo, cayendo en cataratas sobre la tierra y creando vida a su paso en el camino hacia el mar. Su leyenda empezó en los albores de la civilización occidental. Herodoto navegó su corriente, desde su desembocadura hasta la isla Elefantina, en Assuan. El geógrafo griego Tolomeo lo llamó el Padre de los Ríos y, mil setecientos años antes de que Speke descubriera su nacimiento, trazó un mapa según el cual el Nilo nacía de dos grandes lagos, en los que se vertía el agua del deshielo de las nieves de una cordillera de elevadas alturas, a la que bautizó como montañas de la Luna. Durante siglos se tuvo por fantástico ese mapa, hasta que los exploradores comprobaron que aquellos dos grandes lagos existían y los nominaron Alberto y Victoria. La cordillera de donde recibía su caudal tampoco era un invento del geógrafo. Y ha permanecido con el nombre con que la bautizó: montañas de la Luna, aunque en muchos mapas se la llama cordillera del Ruwenzori. Sus cumbres marcan la frontera entre el Zaire y Uganda, y la más alta, el pico Margarita, supera la altura de cinco mil metros.

Hubo expediciones en la Antigüedad, siguiendo su curso desde la costa, en busca de sus fuentes, entre ellas una ordenada por el emperador Nerón; pero todas fracasaron. Más allá de Jartum, la capital del Sudán, el río se divide en múltiples brazos y llegan hasta su cauce aguas venidas de las montañas de Etiopía, lo que hoy se conoce como el Nilo Azul. Las ciénagas no navegables y los territorios de jungla pantanosa impedían el paso a los audaces que se arriesgaban a llegar hasta allí.

El misterio de sus fuentes permaneció vivo, creciendo en su categoría de mito y como el reto más importante de la geografía, hasta un día de julio de 1862, cuando el capitán británico John H. Speke alcanzó la orilla norte del lago Victoria, en el territorio de Buganda, durante el reinado del kabaka Mutesa I, y se proclamó descubridor del nacimiento del Nilo. Sus tesis, recibidas al principio con entusiasmo en la Royal Geographical Society de Londres, que había financiado la expedición, fueron al poco puestas en tela de juicio, en especial por parte de su gran adversario y antiguo compañero de expediciones, el también británico Richard Burton. Hubieron de pasar todavía otros trece años antes de que Henry Stanley alcanzara el lugar y diese la razón a las afirmaciones de Speke. Pero este ya había muerto, sin poder saborear en toda su magnitud la fama que su extraordinario descubrimiento merecía. John H. Speke tiene, no obstante, su nombre escrito en un monolito alzado en su memoria en las orillas del lago Victoria, frente al lugar donde nace el gran río.

El cielo jugaba aquella mañana con nubarrones oscuros y súbitos claros de sol. El aire era cálido y venía impregnado de aromas intensos. La carretera que va de Kampala a Jinja y que recorre un tramo de unos ochenta kilómetros apenas registraba tráfico: ocasionales matatus repletos de pasajeros y lanzados a toda velocidad, algún pesado camión de transporte y rebaños de bueyes que la cruzaban de un lado a otro, premiosos y despectivos hacia nuestro vehículo cuando James hacía sonar el claxon para que se apartaran. No hay peatón más desdeñoso en el mundo que un buey africano mientras atraviesa una carretera y obliga a detenerse a un automóvil en el que viajan hombres blancos. Pasan lentos, como si contaran cada una de sus pisadas, deteniéndose tal vez para dejar caer sobre el asfalto una de sus inmensas defecaciones, y dedicándote una mirada, en la que se mezclan la indiferencia y el desprecio, si tocas la bocina intentando meterle prisa para que se aparte. Los pastores de estos rebaños nunca asoman en momentos así, tal vez dejando que la res cumpla con bobalicona pachorra el papel de humillador del antiguo colono. Y la humillación es mucho más vejatoria si el europeo que viaja en el coche pierde los nervios e insiste con el claxon o la emprende a gritos con el animal. Entonces los bueyes parece que cruzan aún más despacio, dejando en la carretera mayor número de excrementos e, incluso, alguno de los animales se abrirá de patas, mugirá, moverá la cornamenta mirando al vehículo y empleará unos cuantos minutos en soltar una sonora meada sobre el asfalto. Los bueyes africanos son los rencorosos vengadores de las humillaciones que sienten los pueblos africanos hacia el hombre blanco y le enseñan a uno que la calma, la humildad y la paciencia son los mejores aliados del viajero en África.

El camino a Jinja, la ciudad que crece a orillas del Victoria, al este de Kampala, y en cuyos arrabales surge el Nilo como una poderosa lengua desde las aguas del lago, cruza junto a pequeñas aldeas y mercados de frutas donde se venden racimos de enormes plátanos verdes y en los que se ofrecen fritangas de pollo de carne correosa. En Namawojjolo puede disfrutarse de una especialidad que hace hervir la sangre y dispone a cualquier aventura: brochetas humeantes de carne de vaca mojadas en una salsa roja que pica como un chile mexicano.

Más adelante, la carretera trepa entre cafetales y sembrados de caña de azúcar, y luego, en Luala, se hunde en las inmensas extensiones de los campos de té. Los campos forman un horizonte de plantas mullidas, un largo colchón verde cortado por caminos de tierra roja y en donde surgen, como mástiles de un navío hundido en la yerba, altos árboles solitarios de flores bermejas. Aquí y allá, como en el juego del escondite, ves asomarse y después ocultarse las figuras de los recolectores, que cortan a mano las hojas del té y las guardan en un cesto que llevan a la espalda a modo de mochila. La mayoría son hombres viejos y no es raro ver mujeres con niños de pecho que cuelgan a la altura de sus riñones, bajo la banasta del té. En las horas de descanso, estas gentes empobrecidas se refugian en cobertizos fabricados con ramas y hojas de palma, donde consumen palos de caña de azúcar y algo de fruta para matar el hambre. Su aire miserable, sus miradas tristes, se arrastran sobre el verde llameante de las colinas, donde el sol hace brillar los campos de té como un tembloroso mar de verde oleaje.

Abu parecía compungido cuando le expresaba mi curiosidad por los salarios de aquellos peones. Eludía respuestas concretas y desviaba sus opiniones:

—Aquí, en Uganda, de todas formas, nunca se ha pasado hambre verdadera. La tierra da frutos para todos, sobra la comida.

—Abu, esta gente tiene mal aspecto, están famélicos.

—No crea. Le reconozco que hay sida y otras enfermedades y también que hubo una guerra muy sangrienta y cruel. Pero nunca tuvimos hambre en Uganda. Vera, Uganda tiene agua y buena tierra, hay fruta por todas partes, mangos y papayas, melones, cualquier cosa que le guste. Hay pollos, hay ganado. Todo el mundo puede encontrar siempre un bocado que comer y un arroyo donde quitarse la sed. Este es el manantial de África. Y si hay agua, hay yerba y hay fruta, y hay animales que comen la yerba, y claro, carne, y pescados… no hay hambre. El agua es la fuente de la vida.

Pasábamos junto a pequeñas aldeas. Pedí a James que nos detuviésemos en una de ellas. Se trataba en realidad de un asentamiento quizá provisional para los recolectores y sus familias. No contaba con agua corriente ni por supuesto con luz eléctrica y las casas eran de adobe con techos de paja o de uralita. En el centro del poblado permanecía encendido un haz de brasas donde las mujeres acudían para prender un pequeño ramillete de hojas secas, que llevaban luego a su vivienda para encender el fuego de su propio hogar. Aquella hoguera humeante tenía algo de fuego sagrado. En las casas se cocinaba la pasta de plátano, el matoke, la comida tradicional ugandesa. El agua, como el fuego, parecía también común, y se almacenaba en cuencos de barro que se protegían del calor enterrados en agujeros excavados en la tierra. Los hombres me pedían cigarrillos y los niños el bolígrafo.

—Bueno —dijo Abu, de regreso al coche—, le reconozco que hay pobreza en mi país. Pero no hay hambre, no puede decirme que haya hambre.

Luego se rascó la cabeza con vigor y se entretuvo un rato en limpiarse las uñas.

Richard Francis Burton y John Haning Speke eran dos oficiales británicos que habían servido en la India y que se conocieron en Aden en el año 1854. Eran dos personalidades por completo opuestas, pero a ambos les unía una ambición y compartían el mismo sueño: encontrar las fuentes del Nilo, el gran reto de la exploración de su tiempo. El río marcaría sus biografías y sería la causa de una de las más agrias disputas en la historia de los descubrimientos. A Burton le cupo la gloria de diseñar la ruta que habría de conducir hasta su nacimiento, mientras que Speke logró otra mayor: ser el primer hombre blanco que alcanzó el lugar, ser su «demiurgo». Ninguno de los dos, sin embargo, pudo disfrutar de su éxito, pues Burton no consiguió el alto grado de fama que esperaba ganar como protagonista absoluto de la hazaña, mientras que Speke murió apenas dos años después de contemplar el nacimiento del río, en un extraño accidente de caza, y sin que sus contemporáneos aceptaran plenamente que la cuna del Nilo se hallaba donde él decía. Parece que el Nilo hubiera querido vengarse de aquellos dos hombres que desvelaron su misterio, un misterio de miles de años. Y en verdad que fue una cruel venganza.

Atractivo, culto, de fuerte complexión y apasionado por la aventura, la exploración y la etnografía, Burton era además un magnífico y prolífico escritor. Parecía dotado por la Naturaleza de las más excepcionales cualidades. Estudió en Italia, Francia y Oxford, emprendió la carrera militar y participó en su juventud en varias acciones bélicas, entre ellas la guerra de Crimea. Armonizaba sin esfuerzo su calidad de intelectual con la del hombre de acción. Al término de su vida, hablaba y escribía veintinueve lenguas y había publicado un centenar de libros, además de haber traducido al inglés por vez primera Las mil y una noches y el libro erótico El jardín perfumado, traducciones que no han sido mejoradas por ninguna de las posteriores. Era lúdico y promiscuo, y algunos de sus numerosos biógrafos aseguran que también bisexual.

La mayor parte de sus obras se referían a temas orientales, de los que era un apasionado, y por supuesto a sus exploraciones, como el estupendo La región de los lagos de África central, un clásico entre los libros de la exploración. Pero se interesaba por muchas otras cuestiones, como por ejemplo la esgrima, arte en el que era un consumado especialista y al que dedicó dos ensayos. También escribió sobre serpientes y llegó a editar un breve diccionario de frases de monos, para lo que decidió vivir, durante varios meses, con treinta de estos animales. Cuando murió, dejó iniciados cerca de cuarenta trabajos, la mayor parte de los cuales fueron quemados por su esposa, Isabel Arundell, junto con todos sus diarios y cuadernos de viajes.

Pero la pasión intelectual de Burton no le bastaba para llenar su sed de vivir y conocer. Cada cierto tiempo debía abandonar su mesa de trabajo y salir al aire libre, volver al Oriente. Su esposa, que le veneraba como a un dios, cuenta en la biografía que escribió sobre él que, cuando creía oír «el tintineo de la campanilla de su camello» sabía que debía formar la caravana y emprender un nuevo viaje. Era su momento más feliz. En uno de sus viajes de juventud se disfrazó de peregrino afgano y logró entrar en La Meca. Era el primer europeo no musulmán que lo conseguía. Y naturalmente, escribió un libro sobre su aventura.

Burton era bello, con una mirada que uno de sus conocidos describió como «ojos de fiera salvaje, de pantera inquisitiva». Su mujer le dibuja como dotado de una expresión de «fiera orgullosa y melancólica», en tanto que el poeta Swinburne, que fue amigo suyo, decía que «tenía la frente de un dios y la mandíbula de un diablo». Algunos de sus biógrafos recogieron esa definición y le apodaron «el Diablo».

Alan Moorehead, el autor del espléndido The White Nile, dice de él: «Sobre todo, era un arabista y un romántico […] Pertenecía a esa clase de hombres a los que algo les falta en la vida: un hambre, una nostalgia que sólo puede calmarse en los desiertos de Oriente […] Eran demasiadas cosas para contenerse en un solo hombre y eso hacía que viviera en permanente conflicto consigo mismo».

John Haning Speke, seis años más joven que Burton, era el reverso de la medalla. Tenía una apariencia escandinava, pelo rubio y los ojos azules y dulces. No era culto, no hablaba lenguas y hay quien lo ha definido como el prototipo de buen chico según los moldes de la estricta sociedad victoriana. Mientras Burton era tenido por un intelectual libertino, Speke se presentaba como un oficial juicioso, discreto y respetable, tal y como correspondía a una acomodada familia del sur de Inglaterra. Era abstemio, apenas fumaba, sus dotes de escritor eran muy pobres y sus cualidades retóricas no podían compararse a las de Burton. Este, escribiendo sobre Speke, lo presenta como un hombre que apenas podía arreglárselas sin su ayuda, debido a su escaso conocimiento de otras lenguas, y como un tipo tan inculto que ni siquiera había leído a Shakespeare. Cuenta Burton que, durante el viaje hacia los grandes lagos, donde ambos suponían que iban a encontrar las fuentes del Nilo, Speke le traía sus notas de viaje para que le corrigiera el estilo. Sin embargo, era un buen dibujante, cualidad que no poseía Burton, y sus pocas dotes de escritor las compensó, en su libro sobre el viaje, con excelentes acuarelas y apuntes de la aventura.

No obstante, había otros rasgos en el carácter de Speke. Le gustaba cazar, y en el Tíbet había realizado largas expediciones cinegéticas en las que había explorado zonas nunca visitadas antes por un hombre blanco. Su impulso aventurero iba moldeándose en un espíritu de explorador, tal vez porque su alma también alentaba un hondo romanticismo. Moorehead dice de él: «Quizá tenía una forzosa y secreta necesidad de ser un héroe». Burton escribió que, en su primer encuentro en Aden, en 1854, Speke le dijo que había viajado a África para buscar la muerte.

Antes de Burton y Speke, todos los intentos por encontrar las fuentes del Nilo se habían planeado con expediciones que partían de la desembocadura del río en el Mediterráneo. Burton investigó a fondo y pensó en otro camino: salir desde las costas del índico y marchar hacia occidente, siguiendo las rutas de las caravanas de los mercaderes esclavistas árabes, algunos de los cuales aseguraban haber visto los grandes lagos y la elevada cordillera que Tolomeo fijó en su mapa.

La ruta, nunca recorrida por ningún europeo, había sido abierta en 1825 por el esclavista Sayd Bib Said Muameri. Las caravanas partían desde la isla de Zanzíbar a Bagamoyo, en la costa continental, y se internaban en dirección oeste con mercancías de ropa, pólvora y abalorios para los jefes de las tribus del interior, que eran quienes concedían los derechos de paso y de comercio. Luego, una vez llegados a la región de los supuestos lagos, organizaban sus partidas de caza de elefantes, rinocerontes y esclavos y regresaban con su carga a Zanzíbar para venderla en la subasta del mercado de la capital.

Pese a las numerosas caravanas que viajaban cada año hacia aquellas regiones, para los geógrafos europeos el centro de África continuaba siendo un espacio en blanco. Tan sólo dos misioneros alemanes, Rebmann y Krapf, cuya misión estaba en Mombasa, se habían internado en los territorios hacia el oeste, en la década de los cuarenta, y habían descubierto los montes Kilimanjaro y Kenia, los dos techos de África. Pero no habían ido más lejos. Tenían en su poder, sin embargo, un viejo mapa, llamado el «mapa babosa», pues en el centro de África aparecía dibujado un gran lago con la forma de ese molusco. Rebmann entregó una copia del mapa a Burton cuando este le visitó en Mombasa.

Burton logró que la Royal Geographical Society financiase la expedición con una suma de mil libras esterlinas. Speke aceptó encantado la invitación de Burton para unirse a él. Los dos habían participado unos años antes en una desastrosa aventura por los territorios de Somalia, donde resultaron heridos y en la que Speke había salvado la vida de Burton. Y aquellos dos hombres tan diferentes y, por entonces, tan amigos, iniciaron el 17 de junio de 1857 uno de los viajes más ambiciosos de la Historia, una de las expediciones más románticas que ha emprendido el hombre. No buscaban riquezas ni tampoco conquistar, sino tan sólo la épica de la exploración y la justa fama que correspondía a tal mérito. Burton y Speke viajaban hacia los grandes lagos para cumplir el sueño de muchas generaciones. Y ese mismo día comenzaron a pertenecer al sueño de África.

Al cruzar el puente sobre el Nilo, en los aledaños de la ciudad de Jinja y muy cerca del nacimiento del río, las aguas tienen un color turmalina y, a la izquierda, se remansan en una presa que se construyó en los años cincuenta, siguiendo las sugerencias que había hecho Winston Churchill cuando visitó el Protectorado en 1908. Sin duda se trata de una obra útil, pues nutre de energía eléctrica a una amplia región, pero le roba al río una buena parte de su encanto, envilece su leyenda. La presa se encuentra en el lugar donde se hallaba una pequeña cascada conocida con el nombre de Owen Falls.

Más arriba, justo donde el Nilo sale del lago Victoria, había otro salto que Speke bautizó como Ripon Falls, una catarata en cuya parte superior emergían algunos islotes, según los dibujos de Speke, y que semejaba ser el borde roto de un gran vaso del que el agua se escapaba como un vómito incontenible para parir el Nilo. Ahora, los murallones de la presa de Owen Falls retienen las aguas, que se han remansado y han subido hasta dejar la línea de Ripon Falls apenas visible. De modo que una obra de ingeniería del siglo XX ha cambiado la faz de uno de los lugares que la Naturaleza convirtió en mito. Es como si hubieran colocado un cucurucho de plástico en la punta del Everest o abierto un parque de atracciones en la selva amazónica.

Abu se empeñó en ir primero al hotel, pese a mi insistencia en visitar de inmediato el nacimiento del Nilo. Parecía querer retardar el gran momento, como quien saborea el aspecto de una suculenta comida antes de meterle el tenedor. Nos adentramos, pues, en la ciudad, al otro lado del puente que cruzaba el Nilo a la altura de Owen Falls. Entramos en un barrio, con toda probabilidad una zona residencial en los días de mayor gloria de Jinja. Crecían a nuestro alrededor matas espesas de buganvillas y el aire venía cargado de polen y de olor a magnolios tropicales, los frangipam, que dan flores blancas y rosadas. El hotel se extendía en paralelo al curso del río.

Era un establecimiento largo, pulcro y desangelado. Contaba con las comodidades mínimas que puede exigir un viajero: luz, ducha y bar. La estación correspondía a la época seca y no había mosquitos. Pero prometía una noche tumultuosa: en las escalinatas, en las puertas de las habitaciones que daban a un largo y ancho pasillo, en el vestíbulo, en el bar, en la terraza y en los jardines había nutridos grupos de soldados que parecían descansar allí después de unas maniobras. Y alrededor de ellos zumbaba una tropa de mujeres de reconocible desparpajo y blusas con ojales sin cerrar. Aquel ejército de aspecto carnavalesco al que acompañaba un puñado de soldaderas aseguraba una noche más épica que mítica en las proximidades de las fuentes del Nilo.

Antes de internarse hacia el oeste, Burton visitó a los misioneros alemanes en Mombasa, y charló largo y tendido con Rebmann, que había descubierto el monte Kilimanjaro nueve años antes. Rebmann y su compañero Krapf eran considerados los mayores expertos en la exploración de las regiones del interior, aunque no habían alcanzado los lagos. La idea de Burton era convencer a Rebmann para que los acompañara a él y a Speke. Pero los dos hombres no congeniaron. Rebmann vio en Burton a un hombre ambicioso y poco interesado en las tareas evangelizadoras, en tanto que el explorador escribió sobre el misionero: «Es un hombre honesto y consciente, tiene todas las cualidades que garantizan el fracaso».

No obstante, Rebmann entregó a Burton el «mapa babosa» y le recomendó que atravesase el Masailand, el país de los masai, para ir directo hasta los lagos, ahorrándose los varios centenares de kilómetros que suponía seguir la ruta más al sur, la ruta de las caravanas. Burton desechó la idea, pues los masai tenían fama de ser tribu muy belicosa. Años más tarde, el geógrafo alemán Augustus Petermann tachó de cobarde a Burton por no aceptar seguir el consejo de Rebmann y cruzar el Masailand, lo que le habría llevado recto como una flecha al lago Victoria y ahorrado muchas semanas de camino. Petermann comparó el miedo de Burton con el valor de los misioneros, que habían viajado ya en varias ocasiones por las tierras masai armados tan sólo de sombrillas para protegerse del sol.

Los dos exploradores británicos cruzaron, pues, de la isla de Zanzíbar a la ciudad costera de Bagamoyo, el 17 de junio de 1857. Permanecieron diez días allí, ultimando preparativos, y se internaron luego en el continente, en dirección al oeste, acompañados por ciento treinta y dos hombres, entre soldados baluchis, porteadores y esclavos. Llevaban también cinco asnos.

El 5 de julio los dos estaban enfermos y se habían producido las primeras deserciones de porteadores y varios robos de material y alimentos, un hecho que no cesaría de repetirse durante todo el viaje. El 4 de septiembre sólo quedaba vivo un borrico. Y el 10 de ese mismo mes, Speke entraba en coma y estaba a punto de morir.

En Ugogo, a medio camino de Tabora, descansaron, se repusieron de sus enfermedades, compraron más alimentos y algunos esclavos a los mercaderes para sustituir a los desertores. El camino siguió desde allí a través de territorios donde era necesario pagar «hongos» a los jefes de tribu, especie de impuesto en telas y abalorios con los que se obtenía el derecho de paso. A Tabora llegaron el 7 de noviembre. La ciudad era algo así como la capital de la industria de la esclavitud y del tráfico de marfil en el centro de África. Desde allí partían las expediciones en busca de esclavos, llegando al lago Tanganika, hacia el oeste, y al lago Victoria, hacia el norte. Una tercera ruta conducía hacia el sur, al lago Malawi.

Tabora era una peculiar metrópoli, próspera y mundana, en el corazón de África. Por aquella época, millones de esclavos y centenares de miles de porteadores pasaban cada año por la urbe y muchos de los mercaderes zanzibareños, esclavistas en su mayoría, se habían hecho construir allí una segunda vivienda. Burton, como era de esperar, se sintió a sus anchas, estableciendo amistad con los árabes, practicando su lengua y recabando todo tipo de información para su insaciable curiosidad. Tuvo en Tabora noticia de la existencia de un gran lago al oeste, pero no se apuró mucho en reemprender el viaje. En cuanto a Speke, que no sentía ningún interés por Tabora, mató su tiempo dedicándolo a cazar por los alrededores.

El 14 de diciembre siguieron camino. Un mes después, Burton, con las piernas y los brazos casi paralizados, se vio obligado a viajar en camilla, convencido de que iba a morir. Speke, cegado por una infección que le había atacado los ojos, apenas podía ver y marchaba en burro. Pero ninguno de los dos se planteaba el regreso.

El 14 de febrero de 1848, la partida expedicionaria ascendió una colina. Al fondo se dibujaba una raya luminosa. «¿Qué puede ser aquello?», preguntó Burton a uno de sus asistentes. «Yo creo que es agua», respondió el otro. Por primera vez un hombre blanco contemplaba el lago Tanganika. Y ese hombre, que se sentía en el cenit de su gloria, era Richard Burton. El infortunado Speke, cegado por la infección, no alcanzó a ver nada.

Los deseos de ser reconocido cuanto antes como el descubridor de las fuentes del Nilo convencieron de inmediato a Burton de que aquel gran lago era el vientre de donde nacía el mítico río. Fue en ese momento cuando comenzó a fraguarse lo que Byron Farewell, uno de los mejores biógrafos de Burton, llama «el gran error». Durante años, Burton había hablado de que todo hombre tiene en su vida «la principal ocasión», el día en que reconoce que se presenta ante él la oportunidad precisa de ganar la fama y la gloria deseadas. Ese día de febrero de 18 5 8 Burton vio delante su «principal ocasión», pero comenzó a cometer «el gran error» de su vida.

Los dos hombres siguieron hasta Ujiji, otro centro del tráfico de esclavos, en las orillas del lago Tanganika, y donde años más tarde se produciría el famoso encuentro entre Livingstone y Stanley. Los árabes no contaban en la ciudad con tanto peso e influencia como en Tabora, y Burton y Speke debieron pagar un costoso impuesto al jefe indígena Kannena para que este permitiese su estancia en Ujiji. Burton se informó sobre el lago y averiguó que, al norte, había una corriente de agua. Podía ser la fuente del Nilo. No obstante, sus informadores insistieron en que la corriente de agua entraba en el lago, no salía de él.

Por aquellas fechas, los dos exploradores apenas se soportaban. Speke logró una canoa y fue a explorar el lago, pero un escarabajo le entró en una oreja, le produjo una gran infección y luego enormes dolores y fiebres. Perdió la canoa y no llegó a encontrar ningún río. Regresó a Ujiji con las manos vacías, lo que provocó un ataque de furia de su compañero.

Burton negoció con Kannena y compró dos canoas. Los exploradores se embarcaron el 10 de abril y navegaron hasta Urira, tan sólo a veinte millas de donde se encontraba el río que buscaban, el Rizizi. No pudieron seguir, pues sus tripulaciones se negaron a continuar viaje por temor a las belicosas tribus de la zona, en guerra contra cualquier extranjero a causa de las expediciones de esclavistas que arrasaban sus aldeas. Todos sus informantes dijeron a Burton que el Rizizi moría en el lago, en lugar de nacer allí, pero Burton se mantuvo incrédulo y en sus trece. Habrían de pasar veintidós años antes de que Livingstone y Stanley llegaran juntos al lugar y comprobaran que el Rizizi venía a morir en el lago.

No tenían otra alternativa que el regreso. Volvieron a Ujiji, donde se recuperaron durante unas semanas de nuevas enfermedades, y el 20 de junio llegaban a Tabora, otra vez enfermos. Estaban obligados a descansar y esperar provisiones, pero nuevos informantes les hablaron de la existencia de otro lago, mayor que el Tanganika, al norte de Tabora. Speke insistió en ir, en tanto que Burton no le dio importancia al hecho. Discutieron la cuestión y se decidió que Speke haría una corta expedición, mientras Burton le esperaba en Tabora.

Así se labró el «gran error» del Diablo Burton. El 3 de agosto Speke alcanzaba las orillas meridionales del lago al que llamaban Nyanza, sin saber que, en lengua bantú, el nombre quiere decir tan sólo lago. Lo bautizó Victoria en honor de su reina, y desde el primer instante intuyó que allí nacía el Nilo, sobre todo cuando un viajero árabe le contó que, de las orillas del norte del lago, surgía un gran caudal de agua, «tan inmensurable que, con toda probabilidad, podría extenderse, aunque nadie lo hubiera comprobado, hasta los confines del mundo».

La fama de Speke comenzaba a labrarse en ese instante, al tiempo que Burton acababa de poner la firma debajo de su gran fracaso. Farewell dice que «Burton no poseía, al contrario que Speke, el todopoderoso deseo de ver lo que hay al otro lado de la montaña, ese deseo que ha conducido a todos los grandes exploradores a los grandes descubrimientos», mientras que Speke «pasó de ser un gran aventurero a ser un gran explorador».

A su regreso a Tabora, el enfrentamiento entre los dos hombres alcanzó su punto más alto. Decidieron volver a Zanzíbar y lo hicieron, según Farewell, «como un matrimonio mal avenido que debe seguir unido por causa de los hijos». Acordaron no pronunciar la palabra Nilo en todo el viaje de regreso.

Llegaron a la costa el 2 de febrero de 1859 y desembarcaron en Zanzíbar el 4 de marzo, cerca de dos años después de su partida. Casi de inmediato, Speke se embarcaba hacia Londres, comprometiéndose con Burton a no presentarse en la Royal Geographical Society hasta el regreso de este. Llegó a la capital británica el 8 de mayo y al día siguiente visitaba a sir Roderick Murchison, presidente de la Sociedad. Cuando Burton pisó Inglaterra el día 21, Speke ya era famoso, proclamado descubridor del Nilo, y la narración de su viaje aparecía en diversos periódicos. A Burton no le esperaba nadie, salvo su prometida, Isabel Arundell.

Dos años más tarde, el 27 de abril de 1860, Speke salía en una segunda expedición, acompañado del sumiso capitán Grandt como segundo, hacia el norte del lago Victoria. Burton terminaba por entonces el manuscrito de La región de los lagos de África central, insistiendo en que el nacimiento del río estaba en el lago Tanganika. Poco después, el Diablo derrotado se ponía en marcha, en un nuevo viaje hacia América del Norte.

Mi visita a las fuentes debía retrasarse todavía una hora, porque en el programa de Abu se indicaba que, antes, debíamos almorzar. Es casi tan difícil desviar a un funcionario africano de un programa oficial diseñado por un superior como sacar a un español de un error. Y Abu, pese a su inteligencia, no era una excepción.

Así es que debíamos comer en la terraza del hotel Sunset y el Nilo tenía que esperar. Nos sentábamos frente a un tramo del río, entre la presa de Owen Falls y su nacimiento, delante de los huesos de dos pollos y las botellas vacías de cerveza y agua mineral. Al otro lado del cauce se alzaban colinas redondas y verdosas, sobre un ancho caudal de agua cegada por el golpe del sol del trópico. Bajo la terraza cruzaba un puente del tendido ferroviario de la línea entre Mombasa y el lago Victoria.

Un par de familias ugandesas almorzaban en las mesas cercanas, bajo la sombra amable de las acacias. Al fondo, un solitario hombre blanco comía su ración de pollo. Vestía de color caqui, con gran cantidad de bolsillos en la larga sahariana, botas de media caña y pantalones que exhibían grandes bolsillos exteriores a la altura del muslo. Sobre la mesa reposaba su sombrero de lona adornado con una franja de tela que simulaba el moteado de la piel de un leopardo. Parecía sacado de una película de Hollywood sobre cazadores en África, y tan sólo le faltaban, para completar el disfraz, un rifle sobre las piernas y una pipa humeante en la boca.

Yo miraba distraído el río, bajo el perezoso mediodía, cuando de súbito una sombra cruzó, tan rápida como un golpe de viento, sobre la mesa, entre Abu y yo. Sentí un ruido en mi plato y la sombra se alejó unos metros en el aire, se convirtió en un pájaro de presa, un gran milano de color pardo que sujetaba entre las patas el hueso del muslo de un pollo.

—¡Coño! —grité sobresaltado.

Otros dos milanos planeaban sobre nosotros, amenazando con echarse sobre los restos de pollo. Abu se puso en pie y comenzó a gritar y agitar los brazos para espantar a las aves. Al fin, un camarero acudió, retiró los platos con las sobras de la comida y los milanos se perdieron en el cielo.

El extraño tipo de indumentaria de cazador blanco se había acercado a nuestra mesa.

—Es usted español, ¿no? Un coño siempre es inconfundible.

Luego señaló al cielo:

—Esos pájaros vienen siempre a merendar aquí, buscan los restos de comida. Uno se expone a que le arranquen un dedo.

Se presentó. Venía de Barcelona, en un largo viaje de vacaciones por Kenia, y había aprovechado para dar un salto desde Nairobi y visitar las fuentes del Nilo. Le ofrecí sentarse y aceptó un café.

—Pero ya ve —concluyó su relato sobre su viaje—, no pensé que iba a encontrarme una cosa así en el Nilo. Esperaba algo más salvaje, más natural, no sé. Nunca imaginé ver hoteles con ciertas comodidades, una presa hidroeléctrica a pocos kilómetros de las fuentes… Ya me dirá luego: han ajardinado los alrededores de las fuentes. El mundo ha cambiado mucho, nada es como fue ni como lo imaginábamos.

Me despedí de mi compatriota después del café. Y lo dejé allí, meditabundo, con su disfraz de aventurero, melancólico ante la evidencia de que África no se parece a las películas de Hollywood y ante la dura realidad de que habían transcurrido más de ciento treinta años desde que Speke llegó a la boca del Nilo.

Después, mientras viajábamos en el todo-terreno para dirigirnos a las fuentes, Abu me preguntó qué habíamos hablado y le expliqué la decepción del otro viajero. Abu movió la cabeza y luego dijo:

—Y si África no cambiara, ¿de qué creen los europeos que íbamos a vivir los africanos?

Pensé que era una buena idea hacer presas en los ríos de África. A pesar de que proviniera del colonialista Winston Churchill y el río fuese el Nilo.

Para organizar la segunda expedición en busca de las fuentes del Nilo, la que ya era «su» expedición, Speke logró una financiación de dos mil quinientas libras de la Royal Geographical Society, con el aval del Foreign Office. En aquellos días, Inglaterra sabía aunar muy bien los intereses de carácter científico con los políticos y comerciales. Las expediciones africanas, en pleno auge del expansionismo colonial británico, cumplían a la perfección un triple objetivo: abrir rutas al conocimiento, establecer puntos de poder político y militar y crear establecimientos y vías para el comercio y el suministro de materias primas a bajo precio. Descubrir el Nilo no era sólo un objetivo científico. Conocer la cabecera del gran río era un dato de enorme importancia para la protección estratégica, en su retaguardia lejana, de Egipto, país vital para la seguridad del tráfico del Canal de Suez que en breve iba a ser abierto, y por el que habrían de transitar los barcos que traían a Inglaterra, desde la India, especias y otros productos de enorme valor. Speke cumplía no sólo una tarea de explorador, sino también una misión política y comercial.

Acompañado del capitán James Augustus Grandt, siguió la misma ruta del viaje anterior. Pero en Tabora dobló hacia el norte, en dirección al lago Victoria. Lo bordeó por sus orillas occidentales y, a finales de 1861, estaba en el reino de Karagwe, donde los dos exploradores fueron recibidos con toda suerte de atenciones por el rey Rumanika. Allí esperó la invitación del rey Mutesa I para poder visitar el reino de Buganda, y en febrero de 1862 era recibido por el poderoso kabaka. El monarca recibió un fusil como regalo de Speke y, para probarlo, mató a un hombre de un tiro y quedó encantado con su nuevo juguete.

En la corte de Mutesa fue informado de que un gran río salía del lago no muy lejos de allí, en dirección al este, y se internaba en las tierras hacia el norte.

Acompañados por guías, Speke y Grandt partieron de Buganda el 7 de julio. Antes de llegar a su destino, Speke decidió dividir la expedición, ir solo hasta las fuentes y enviar a Grandt como avanzadilla rumbo al norte, para estudiar el camino de regreso hacia el Mediterráneo. Quería guardar para él solo la gloria de descubrir el Nilo. Y Grandt, que le admiraba y respetaba, no objetó nada.

En Urondogani, Speke encontró la corriente del enorme río y la siguió en dirección sur. Así describe sus primeras impresiones en su primera visión del río, el 21 de julio de 1862: «¡Al fin me encontraba en los bordes del Nilo! Nada había más bello que el espectáculo que se ofrecía a mis ojos. Veía reunidos por la Naturaleza todos los efectos de perspectiva que ambiciona el propietario del jardín mejor cuidado: una magnífica corriente de seiscientos o setecientos metros de longitud, esmaltada aquí y allá por arrecifes e islas, ocupadas estas por las chozas de pescadores y aquellos por las golondrinas de mar. Algunos cocodrilos se calentaban al sol mientras otros corrían en los altos ribazos cubiertos de una espesa grama. Detrás, entre los hermosos árboles, podíamos ver trotar numerosos grupos de antílopes, en tanto que los hipopótamos chapoteaban en el agua, y ante nuestros pies, a cada momento, salían y echaban a volar codornices y pintadas».

Siete días más tarde, el 28 de julio de 1862, Speke alcanzaba el Victoria y a su vista se ofrecía el espectáculo del enorme río desbordándose desde el lago en un pequeño y bello salto de agua. Speke hizo un bonito dibujo del lugar y bautizó la breve catarata como Ripon Falls, en memoria de uno de los dirigentes de la Royal Geographical Society que con más calor habían apoyado su viaje.

A pesar de la cercana presa hidroeléctrica, a pesar de los cuidados jardines que lo rodean y de las transformaciones que desde aquel día de 1862 ha sufrido el paisaje, el lugar posee toda la prestancia y solemnidad que corresponden a los mitos. Al bajar la pendiente que lleva hasta la orilla oriental del río comienza a escucharse el poderoso ronquido de la corriente, un gruñido eterno como la formación del mundo. Pensé que nada podrá nunca cambiar el vigor de ese inmenso oleaje que sale manso del lago y abre una enorme herida en la tierra, para viajar durante seis mil trescientos kilómetros, como una bombeante arteria azul, hasta llegar al Mediterráneo. A pesar de que la antigua catarata ha desaparecido, al ascender el nivel del río por causa de la presa de Owen Falls, el lugar es muy fácil de reconocer, casi podría trazarse una línea imaginaria de orilla a orilla que marcase dónde termina el lago y dónde comienza el río. Los dos ribazos presentan un leve estrechamiento en el nacimiento y hay en medio del curso del agua un islote rocoso sobre el que crece, sosteniéndose por milagro sobre la piedra, un árbol desgarbado. La anchura del río es aquí de unos trescientos metros y enfrente hay colinas de formas suaves, curvadas, verdosas, cubiertas de cultivos de banano entre los que sobresale el monolito que recuerda la hazaña de Speke. Los tres o cuatro kilómetros que, desde el nacimiento hasta la presa de Owen Falls, cubre el agua del río, tienen el aire de una plácida laguna, como si el Nilo no viajase y careciera de fuerzas para salir del lago. Sólo su rugido hondo, metálico cuando se arrastra sobre los restos de antiguas esclusas hundidas bajo la superficie, da idea de su vigor.

A partir de Owen Falls, la fuerza del río se hace incontenible, nada lo detiene ya en su camino hacia las tierras bajas, saltando en cataratas violentas en las Murchison Falls o remansándose cansino en lagos como el Alberto. Desde Owen Falls, el río se revuelca entre la grama y la roca, parece enfurecido, como si sintiera rabia de haber sido expulsado por la fuerza del regazo maternal del lago Victoria.

A poco más de una decena de kilómetros de Owen Falls están las primeras grandes cataratas, los vehementes saltos de Bujagali, donde el río se parte en dos y forma islotes de duras orillas talladas por la brutalidad del agua. El Nilo es allí un nervio en tensión, el músculo verde de África, y la tierra de las orillas parece esponjarse a su paso, inseminada por el curso mítico e insaciable. Es difícil encontrar un lugar parecido a Bujagali para percibir lo que es la fuerza de un río, para verle desnudar las rocas y dejar al aire las raíces nudosas de los árboles. El clamor del agua espanta una y otra vez bandadas de decenas de murciélagos que, pese a la luz del día, salen una y otra vez de sus refugios y vuelan en desorden y asustados. El río forma, al llegar a las cataratas, bolsas hinchadas, como pechos repletos de alimento. El lugar parece el santuario de un dios terrible y benigno a un mismo tiempo, una deidad ciega y brutal a la que debemos el milagro absurdo de la vida. En Bujagali cobra sentido el antiguo texto egipcio referido al Nilo: «Tú nutres, tú alimentas, das tus prebendas a todo Egipto. La abundancia está a tu paso, los alimentos llegan de tus manos. Tu llegada significa alegría para todos. Eres único, tú sales de la cueva de todos los deseos».

Sentado en Ripon Falls, frente al borde roto del lago donde nacía el Nilo, todo parecía dulce. Había allí una atmósfera de melancolía y sentía flotar en mi corazón un aire vago de nostalgia, pues las historias sobre las que hemos leído nos producen a veces sensaciones de vaporoso desamparo. El sol viajaba hacia su ocaso, la brisa llegaba húmeda y templada, el viento tenía una tibieza líquida y las nubes afiladas dibujaban garabatos infantiles sobre el cielo terso. Empezaba el canto de los grillos mientras se escuchaban los silbos de los últimos pájaros. Algún martín pescador se empeñaba todavía en buscar peces en el agua y su sombra plateada golpeaba como un puñal en el río, para salir al instante revoloteando, con su presa prendida en el pico. El sol enrojecía detrás de las colinas redondas, encendiendo las luminarias de su propio funeral. Y el Nilo se ensombrecía en un cerrado azul metálico, iba desapareciendo delante de mis ojos.

Al fin, la noche lo cubrió todo en Ripon Falls. Abu y yo permanecimos allí un rato escuchando los ronquidos del dios durmiente mientras las primeras estrellas comenzaban a puntear el cielo ennegrecido.

La historia del descubrimiento del Nilo no terminó, sin embargo, aquel día de julio de 1862 en que Speke avistó el lugar. Un tenaz adversario le esperaba en Londres para disputarle hasta el final el éxito y vengarse de la humillación. Era el Diablo Richard Burton.

Speke y Grandt se unieron río abajo e iniciaron el regreso hacia Egipto. Se internaron en las selvas de Buganda, encontraron de nuevo el curso del río en Karuma Falls y el 3 de diciembre avistaron Faloro, un puesto militar egipcio destacado en el Alto Nilo. Diez días después entraban en Gondokoro, el último punto navegable del Nilo subiendo desde el Mediterráneo. Allí encontraron a Samuel Baker, otro explorador británico que había salido desde El Cairo en busca también de las fuentes del río. Les recibió como a dos héroes. Luego escribió sobre ellos: «Ambos hombres tenían fuego en los ojos».

Baker les cedió su barco mientras ellos le informaron sobre la posible existencia de otro gran lago —más tarde nominado por Baker el Alberto—, al noroeste del Victoria.

Descendieron en barco hasta El Cairo, desde donde Speke envió un telegrama a la Royal Geographical Society (R.G.S.): The Nilo is settled («El Nilo está fijado»), decía su parco mensaje. En Londres hubo gritos de júbilo y hurras para saludar la hazaña. Los dibujos de la época nos muestran una asamblea de geógrafos, reunidos en los salones de la R.G.S., arrojando los sombreros al aire y agitando los brazos. Pero Burton esperaba su turno.

Y la ocasión le llegó después de que Speke volviera a pisar suelo inglés. Burton acusó de fantasioso a su antiguo camarada y arrojó todas las dudas posibles sobre la mesa de los geógrafos: ¿cómo podía saber Speke que el Victoria era un único lago si no lo había circunnavegado?; ¿cómo sabía que el río que nacía del lago Victoria era el Nilo si no había seguido su curso hasta Gondokoro, puesto que había viajado en línea recta a través de las selvas?; ¿no podía haber varios lagos y varios ríos en lugar de uno solo?; ¿por qué se empeñaba Speke en sostener que todos los lagos y los ríos que encontraba no eran más que el Victoria y el Nilo? Las dudas de Burton eran muy sólidas y las tesis de Speke ofrecían demasiados puntos débiles.

Otros geógrafos de la R.G.S. tomaron partido por Burton y el prestigioso Livingstone apoyó sus teorías. No obstante, mientras Burton insistía en que el Tanganika era la fuente del Nilo, Livingstone opinaba que esta tenía que encontrarse más al sur, en territorios que a él le eran más familiares. Todos querían apropiarse la paternidad del río.

Así las cosas, después de casi un año de agrias polémicas, la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia decidió organizar un debate en Bath. Muchos prestigiosos sabios y geógrafos, además de Livingstone, prometieron asistir. El asalto final estaba preparado, con todas las apuestas a favor de Burton, mucho más culto que Speke, dotado de mejor retórica y también más experimentado polemista. Los periódicos se hicieron eco del debate y lo bautizaron como «el duelo del Nilo». Se fijó para el acontecimiento la fecha del 16 de septiembre de 1864.

Pero el duelo no se celebró. El día 15, mientras cazaba perdices en sus propiedades del sur, a Speke se le disparó en el pecho una pistola que no llevaba seguro mientras intentaba saltar una valla para cobrar una pieza. Murió a los quince minutos, después de pedir tan sólo que no le movieran. Algunos pensaron que se trató de un suicidio, pues opinaban que Speke no se sentía con fuerzas ni argumentos suficientes para rebatir a Burton.

Su funeral se celebró un día después, con la asistencia de Livingstone y Grandt y la ausencia de Burton. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Dowlish Wake y su tío le dedicó una vidriera en la misma iglesia. Años después se erigió un obelisco a su memoria en Londres, en Kensington Gardens, cuando ya era reconocido como indiscutible descubridor de las fuentes del Nilo. La reina Victoria permitió a su familia que incorporase a su escudo las figuras de un cocodrilo y un hipopótamo.

Trece años más tarde, en 1875, Henry Morton Stanley sería el encargado de certificar que las tesis de Speke eran las correctas y que Burton no tenía razón. Ese año, el explorador galés nacionalizado norteamericano visitó Ripon Falls y circunnavegó el Victoria, comprobando que no había ninguna otra corriente de salida que la del Nilo y estableciendo también que el Victoria era un único lago. Al año siguiente, circunnavegó el Tanganika y no encontró ninguna corriente que lo uniera con el Victoria, testificando que el río Rizizi entraba en el lago y no salía de él, lo que destrozaba las teorías de Burton. Navegó también, en fin, el río Lualaba, que Livingstone identificaba como el Nilo, y estableció que su curso seguía hacia el Atlántico. En su ardua tarea de notario fue hasta el lago Alberto —que había sido descubierto por Baker siguiendo las indicaciones que le dieron Speke y Grandt a su regreso de las fuentes del Nilo— y comprobó que sus aguas iban a parar también al Nilo, uniéndose a la corriente que venía desde el lago Victoria.

Años después se comprobaron más cosas: que los lagos Victoria y Alberto, principales tributarios del Nilo, nacían de las corrientes que bajaban de las montañas de la Luna, la cordillera del Ruwenzori; y que esas corrientes de agua, a su vez, eran la consecuencia del deshielo de las nieves de las cumbres del Ruwenzori; y que esas nieves, como es lógico, venían del cielo, o sea: del lugar donde los antiguos egipcios situaban el nacimiento del río sagrado, de «las bocas del cielo». De modo que la milenaria creencia mitológica resultaba ser una obviedad irrebatible.

Speke ganó la batalla del Nilo después de muerto y su éxito fue reconocido por todos. A Burton le cupo una gloria distinta. La define muy bien Alan Moorehead: «Burton, como Livingstone, tiene un biógrafo casi en cada generación, mientras que ningún libro importante ha sido escrito nunca sobre Speke». Cuando Burton murió, a su esposa se le negó el privilegio de que fuera enterrado en la abadía de Westminster, algo así como el mausoleo de los héroes británicos. Inglaterra no fue justa con el Diablo, tal vez porque por sus venas corría sangre irlandesa.

Speke ganó otra batalla singular: su nombre figura en los mapas para identificar una de las cumbres más altas de las montañas de la Luna y también el golfo del lago Victoria junto al que hoy se halla la ciudad de Mwanza, en el punto casi exacto donde él mismo vio por primera vez, mientras Burton le esperaba en Tabora, el inmenso lago. Además, apadrinó a un antílope, el Tragelaphus spikei, cuyo nombre común es sitatunga. Su compañero Grandt, como él, unió su apellido a un mamífero, la gacela Grandt. Burton, sin embargo, no logró eternizarse en los mapas para localizar una montaña, un valle, un río o un salto de agua. África sólo le recuerda por un molusco autóctono del lago Tanganika, el Grandidera burtoni. Mala pata: ir en busca de un río legendario y acabar encarnado en una almeja de agua dulce.

Pero aquella noche en el hotel había otro gran derrotado. Mi compatriota barcelonés se sentaba solo en una mesa del comedor cuando yo entré, vestido aún con su traje de safari y rumiando una imponente borrachera pillada a base de ginebras con tónica. Me saludó como un náufrago desde el fondo de aquella sala iluminada por un par de mustias bombillas. Decidí ir con él y Abu se excusó:

—Ya sabe, los musulmanes no bebemos. Si acaso, una cerveza al final del viaje. Será pecado, desde luego; pero Alá es magnánimo. Los musulmanes nunca pecamos mortalmente.

Arrimé una silla a la mesa del barcelonés, que me recibió como si yo fuera el primer hombre blanco que encontraba Robinson Crusoe después de veinte años de soledad. Estaba ebrio, pero lograba mantener el tipo. Empujó hacia mí la ginebra inglesa y una botella mediada de agua tónica.

—No te preocupes —la lengua le patinó levemente—, la ginebra es buena, compré la botella en el tax free de Londres de camino a Nairobi. Bebe todo lo que quieras, hay barra libre. Ponle mucha tónica, leí que es buena contra la malaria.

El tipo tenía un vino amargo. Después de unos tragos, ya me estaba contando su vida. Me dijo que su mujer le había dejado unos meses antes.

—Pretextó que se aburría conmigo. Tú ves, la aburría… Es curioso, ni siquiera había otro hombre en su vida. Sólo aburrimiento…, collons.

Trabajaba como empleado en un banco y aquel era su primer viaje al Tercer Mundo.

—Yo creí que iba a encontrar en África algo diferente. Y ya ves, una presa hidroeléctrica y buganvillas en la fuente del Nilo. ¿Esto era todo? África ha muerto para la aventura, te lo digo yo. La única aventura en África es que nada funciona y tienes siempre encima el riesgo de la malaria y del sida. Ni siquiera funciona el Nilo.

Pude escapar una hora más tarde camino de mi habitación. Y la noche épica del hotel comenzó poco después. Los pasillos se convirtieron en un gallinero donde corrían hombres y mujeres. Sonaban las risotadas en las habitaciones vecinas, las puertas se cerraban con ruidosos golpes, atronaba la música de un radiocasete con ritmos de reggae. De cuando en cuando, una botella se rompía con ruido. Una mujer chillaba en un cuarto del fondo, tal vez de placer o quién sabe si por el puro gusto de armar la escandalera.

Cuando por la mañana nos despedíamos en recepción, con el cansancio a cuestas de una noche en duermevela, un amable empleado se acercó a solicitar mi opinión sobre el establecimiento.

—Un ruido insoportable —respondí—, apenas pude dormir, toda la noche hubo jaleo en el pasillo. Lo siento, pero no tengo una buena opinión de su hotel.

El hombre me miraba con asombro. Y cuando al fin pareció recuperarse de la contrariedad que le había producido mi juicio, abrió los brazos y dijo con el gesto de quien está cargado de razón:

—Pero, señor, esto es un hotel.

Comprendí de inmediato que muchos hoteles se destinan en África a la diversión antes que al descanso. Quizá sea una buena idea.