Reyes, mártires y leopardos

A cualquiera que afirmase que Kampala es una ciudad bonita lo tomarían por loco. Yo la encontré hermosa. A primera vista, es fea y desgarbada. Pero es necesario aprender a comprenderla. A Kampala debe mirársela desde sus colinas, pero hay que vivirla en sus hondonadas. La relación con esta urbe extraña se parece mucho al amor: uno se aproxima con los ojos, juzga sin demasiada seguridad, luego busca en el tacto y los olores un eco receptivo y, si lo encuentra, uno se queda y ama. En caso contrario, si el regusto es acerbo, te largas por más belleza que te pongan delante. Desde luego, Kampala no crea un amor a primera vista. Pero su humanidad acaba por enamorarte. Nunca viviría una larga temporada en Viena, y sí en Kampala.

Te atrae, por supuesto, a su pesar. Te atrae pese al abandono y el destrozo causado por veinte años de guerra civil. Más todavía, pese a la tarea de «modernización» urbana que han emprendido las nuevas autoridades del país, una política que tantas veces se ha puesto en marcha en África y que tanto bodrio ha parido en África. Ignoro la razón por la que un buen número de dirigentes africanos han decidido que el modelo urbanístico a imitar es Nueva York. Y lo han decidido sin contar con todos los billones de dólares que serían necesarios para levantar una ciudad algo parecida a la Gran Manzana. Tal vez el rencor a los antiguos señores coloniales ha creado un profundo desdén hacia los trazados urbanos que nacieron en los días del omnímodo poder del hombre blanco. Lo cierto es que visitar Abidján, Nairobi y otras tantas capitales del continente le pueden quitar a uno las ganas de seguir viajando por África. La sencilla herencia de la arquitectura colonial, un estilo ingenuo, funcional, armonioso y simple, está siendo cumplida y exquisitamente demolida en todos los rincones de África.

En Kampala queda tiempo para remediar lo que ya es irremediable en otros lugares. Muchos de los antiguos edificios de la época en que fue capital del Protectorado británico de Uganda amenazan ruina, pero las excavadoras no han mordido todavía sus cimientos y las apisonadoras no han pasado sobre ellos para triturarlos. La ciudad es bastante joven, ya que la fundó hace poco más de un siglo un singular coronel inglés, Frederick Lugard, cuando ordenó construir un fuerte militar en una elevación del terreno que los nativos llamaban en lengua luganda «Kasovi Kampala», que se traduce como «Colina de la Impala», y que era el lugar donde se guardaban los grandes rebaños de impalas domesticadas pertenecientes a uno de los reyes de Buganda. La ciudad se extendió en todas direcciones, ocupó las colinas vecinas y en especial creció hacia el sur. Hoy, su centro se sitúa en la falda meridional de Gun Hill, en cuya cima se levanta un hotel de construcción a la neoyorquina. Desde ese punto, hacia el noroeste, Kampala está perdida sin remedio y no guarda apenas trazas del pasado.

Por eso, es necesario bajar hacia el núcleo de calles y avenidas que tejen la zona comercial y administrativa de la capital, en las calles Jinja, Kampala y Buganda, en los alrededores del mercado de Nakesero y, más hacia el oeste, en la Universidad de Makerere, conocida en los años cincuenta como la «Atenas de África». Allí, si te olvidas de los agujeros del asfalto, las huellas de las balas en las fachadas, el barro rojo en los días de lluvia, la escasez de pintura en los edificios, el óxido de los tejados de chapa, el descuido de los jardines y el desorden del tráfico, descubrirás que Kampala todavía puede salvarse y convertirse en una de las ciudades más armónicas de África, más bella que la hortera Abidján, que la pretenciosa Libreville, la cursi Yaundé, la caótica Dakar, la arruinada Malabo y la sórdida Nairobi.

A sus fachadas con restos de pintura ocre, las columnatas, los anchos porches, los tejados de chapa coloreada o de teja roja, y a su gusto por los espacios abiertos y las grandes avenidas, Kampala suma la violencia de su luz y, sobre todo, el calor humano a toda hora, las multitudes ruidosas de los mercados, la populosa estación de matatus, el olor de las especias, de las flores, del estiércol y de la tierra húmeda y caliente.

Pero la suerte de Kampala puede ser adversa en los próximos años si, en lugar de restaurar su primitiva belleza, se opta por «modernizarla». Transformarán entonces su centro en un adefesio de pretenciosos edificios y dejarán el extrarradio convertido en un campo en ruinas para la legión de los miserables. Dejaremos de amarla, como a esas mujeres sensuales que los talentos de la moda y la cosmética convierten en muñecas tontas.

Frederick Dealtry Lugard, el fundador de Kampala, pertenece a esa especie de hombres que podríamos calificar como románticos duros, un soñador de imperios, un soñador de acero. Nació en 1858, estudió la carrera militar y combatió en la India y en la frontera afgana, donde ganó distinciones por su valor. Las caricaturas del Vanity Fair lo dibujan menudo de cuerpo y adornado por un imponente cabezón. Se comprometió con una cursi señorita londinense y, cuando regresó a Londres en 1885 para casarse con ella, descubrió que andaba en amoríos con, al menos, otro par de hombres. Y durante un tiempo anduvo manoseando la pistola pensando en pegarse un tiro. Optó al fin por guardarse el arma y, en lugar de saltarse la tapa de los sesos, irse en busca de un nuevo campo de batalla donde encontrar una muerte heroica. A pesar suyo, no murió, y unos años más tarde, ya famoso, se casó con la más reputada crítica literaria de su tiempo, la periodista de The Times Flora Shaw. Entre los dos amores de su vida: la tonta que no lo amó porque tal vez le consideraba un oficial sin futuro, y la lista que se prendó de él, no por sus aptitudes literarias sino porque era un hombre de acción, Lugard sentó las bases para que Gran Bretaña se anexionase casi una sexta parte del continente africano. Era un mitómano hipocondríaco destinado al manicomio y ganó un imperio.

En 1888, después de sus fracasados intentos de suicidio, firmó un contrato con la compañía MacKinnon’s, interesada en la colonización y explotación de recursos de los territorios al norte del lago Victoria, los que constituyen la actual Uganda. Por entonces, aquellas regiones las ocupaban una serie de reinos, casi siempre en guerra entre ellos, como Buganda, Bunyoro, Toro y Ankole. Su sistema de gobierno era parecido al de las monarquías absolutas y algunos de ellos, en especial el de Buganda, que era el más importante, habían sido ya visitados por los primeros exploradores e incluso se habían establecido misiones evangelizadoras católicas y protestantes. En Buganda, las conversiones al catolicismo y al protestantismo se extendieron de forma importante, hasta el punto de existir un declarado antagonismo, casi una situación de guerra civil, entre los fransa, católicos evangelizados por Padres Blancos franceses, y los ingleza, anglicanos convertidos por misioneros británicos de la Church Missionary Society. Sobre ellos reinaba un monarca tiránico, caprichoso y cruel, Mwanga II, que profesaba el animismo. Había también un importante núcleo de población musulmana, en realidad súbditos de los traficantes árabes de esclavos de Zanzíbar, que encontraban en aquellas latitudes el mejor cazadero de su siniestra mercancía.

En 1890 Alemania era una potencia con aspiraciones coloniales en África y se había interesado por poner bajo su dominio los territorios ugandeses. Lugard partió hacia allí ese año, intentando ganar la carrera para Inglaterra y la compañía MacKinnon’s, al mando de una tropa de setenta askaris y unos pocos soldados somalíes.

Alcanzó las fuentes del Nilo a final de año y unos días después entraba en la capital del kabaka, rey de Buganda. De inmediato conminó a Mwanga II a firmar un pacto por el que el kabaka aceptaba poner su reinado bajo protección británica y un acuerdo para establecer el libre comercio en la zona, al tiempo que se prohibía el tráfico de esclavos. Obligado por la fuerza de las armas, Mwanga se lamentaba así: «Los ingleses me han hecho firmar un tratado por el que se comen mi país sin que yo reciba nada a cambio».

Lugard se convenció enseguida de que necesitaba buscar refuerzos, pues tan sólo contaba con una tropa mal armada y equipada. Este militar inglés poseía la mejor cualidad de su pueblo: la tenacidad. Y no dudó en buscar nuevas fuerzas. Al norte del lago Alberto, en lo que había sido territorio de la provincia egipcia de Ecuatoria, ochocientos soldados sudaneses mantenían una guarnición que resistía el empuje de los ejércitos de El Mahdi. Eran las antiguas tropas de Emin Pasha, un aventurero judío de origen alemán que, con el visto bueno de Inglaterra, había sido contratado por el gobernador de Egipto para administrar la provincia de Ecuatoria, en la cabecera del Nilo. Cuando los fundamentalistas islámicos de El Mahdi se levantaron contra Egipto, tomaron Jartum y cortaron la cabeza del general británico Gordon, Ecuatoria quedó aislada del recién nacido Sudán y Emin Pasha y sus ochocientos soldados sudaneses decidieron permanecer allí bajo el pabellón de la Union Jack. Pero una expedición comandada por Stanley «rescató» casi a la fuerza a Emin y lo llevó a Zanzíbar, mientras que sus ochocientos sudaneses siguieron en la guarnición de Ecuatoria.

Lugard decidió partir en su busca y en abril de 1891 se puso en marcha. De camino combatió a las guerrillas musulmanas de Kabarega, rey de Bunyoro. Alcanzó luego el reino de Ankole y lo sometió a la «protección británica». Cruzó el reino de Toro, al pie de las montañas de la Luna, y reinstauró en su trono a Kasamaga, al que había depuesto Kabarega, extendiendo también la protección de Londres a este reino.

En septiembre se encontraba con los sudaneses en Kavalli, cerca de las orillas del lago Alberto, y convenció a su jefe, Selim Bey, para que se le unieran. De regreso, fue dejando pequeñas guarniciones en cuatro puntos de la frontera entre Bunyoro y Toro, donde se construirían fuertes militares. Estas guarniciones de cien hombres cada una impedirían al belicoso Kabarega invadir el reino vecino, al tiempo que podían ser utilizadas como tropas de refresco si había problemas serios en Buganda. Y entró en Kampala con los otros cuatrocientos sudaneses.

No pudo llegar más a tiempo. A comienzos de 1893 estalló la guerra civil entre los fransa y los ingleza. Obligado a tomar partido, apoyó a estos últimos y, en una sola batalla, la de la colina de Mnego, derrotó a los fransa, aliados del rey Mwanga II. El kabaka se exilió a la isla Bulingugwe, en el lago Victoria, y Lugard inició una intensa campaña diplomática para restablecer la normalidad en el reino de Buganda. Era partidario de no imponer una administración británica, sino de controlar la administración local. Convenció a Mwanga para que regresara, devolvió a los fransa sus derechos y sus propiedades, estableció acuerdos con los musulmanes y unificó el actual territorio de Uganda con la excepción del reino de Bunyoro, donde Kabarega y sus guerrillas resistieron a los británicos todavía unos cuantos años. Cuando el acuerdo entre todas las partes fue firmado, el propio Mwanga pidió a Lugard que izase la bandera de la Union Jack en Kampala, lo cual no dudó en hacer el orgulloso soldado británico.

Pero Londres no estaba muy convencido de que el nuevo territorio tuviese demasiado interés. Lugard emprendió entonces el regreso a su país e inició en Londres su particular campaña en favor de la anexión. No se detuvo ante ninguna dificultad. Escribió un voluminoso libro al que tituló sin rubor La construcción de nuestro Imperio en África oriental, un texto muy parco en adjetivos, preciso en los hechos, lacónico y directo. Se plantó en la redacción de The Times y le pidió a la crítica Flora Shaw que apoyase la obra con una buena reseña. La periodista se enamoró de aquel hombre decidido y calificó al libro como una obra escrita «con la grandeza de la épica moderna». Luego se casó con él.

El libro se convirtió en un éxito de ventas y la campaña de Lugard logró su objetivo: el Gobierno accedió a enviar una misión para que juzgase si la aventura ugandesa tenía interés. Los hermanos Gerald y Raymond Portal, diplomático el primero y militar el segundo, fueron los encargados de organizarla. Durante el viaje, ambos murieron de malaria. Pero su informe ya estaba hecho y era favorable a Lugard. Más aún: apoyaban su idea de construir un ferrocarril para unir la costa con el lago Victoria, desde Mombasa a Entebbe. La construcción comenzaría el último año del siglo y se concluiría en 1905. Aquella línea habría de conocerse después como «el Tren Lunático».

Lugard fue sin duda uno de los mejores agentes del imperialismo británico. A los treinta y seis años había ganado un imperio para su país, ya que, a partir del ferrocarril, Kenia fue incorporada como colonia a la Corona y, al término de la Primera Guerra Mundial, se incluyeron también en el paquete las posesiones alemanas de Tanganika, la actual Tanzania. Famoso y enriquecido, Lugard no regresó más a Uganda. Fue nombrado caballero y aceptó el puesto de gobernador general de Nigeria. Murió en 1945, a los ochenta y siete años, y el imperio cuyas bases había sentado medio siglo antes le sobrevivió todavía una década y media.

Tal vez sus excepcionales dotes de estratega y diplomático fueron sus cualidades esenciales. Charles Miller, en su memorable libro The Lunatic Express, lo define así: «El deber, el honor, el juego limpio y entender como justicia casi divina la misión de la civilización inglesa, esos valores fueron sus reflejos condicionados». Pero era algo más: un tipo que a los veintiocho años decide suicidarse por amor o, al menos, buscar una muerte heroica, es sobre todo un romántico. Lugard era un tipo que ni pintado para el sueño de África.

Abu era un funcionario del Gobierno ugandés de buen porte, exquisito dominio del inglés, una cultura nada desdeñable y cierta encantadora ingenuidad para interpretar el mundo. Practicaba la religión musulmana, pero la suavizaba con pequeñas dosis de ludismo tropical. Siempre iba con corbata, chaqueta y zapatos relucientes. Tenía una tendencia fatal a organizar nuestras citas justo después de la comida, en esa hora africana de sol demoledor. Pero no carecía de un fino sentido del humor que hacía más llevaderas sus manías horarias. El día en que lo conocí, poco después de las presentaciones y los apretones de mano, señaló mi estómago y dijo:

—Debería adelgazar.

—Bueno… no es para tanto —acerté a decir ante tan inesperado comentario.

—No es una cuestión estética —añadió.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué entonces? —pregunté.

—Es que le van a tomar por un hombre rico. Aquí en Uganda todos los hombres ricos están gordos. Los demás somos delgados.

—¿Y qué inconveniente hay en que me tomen por rico?

—Nada muy grave, pero todo le costará más caro.

—Puedo regatear.

—En Uganda, los ricos no regatean, se considera de mal gusto.

—En Europa todos los ricos lo hacen.

Íbamos aquel mediodía tórrido a visitar las tumbas de Kasovi, el mausoleo de los últimos reyes de Buganda, los kabaka, situado a unos cuantos kilómetros al norte de Kampala. Llegando al lugar, la carretera se empinaba y había cultivos de maíz y árboles en flor, un olor mezclado de cuadra y de lilas, un aire caliente que parecía surgir de las entrañas de la tierra. En un recodo de la estrecha carretera, a los pies de la colina, nos detuvimos a tomar un refresco en un pequeño mercado. El market’s master, algo así como el director del mercado, se acercó a darnos la bienvenida. Usaba un inglés más que correcto aprendido en la Universidad de Makerere, donde estudió agricultura, y sabía cuatro o cinco cosas de España, entre ellas, por supuesto, la alineación histórica del Real Madrid de la época de Alfredo di Stéfano. Insistió en mostrarnos el mercado y, bajo el sol abrasador, recorrimos los puestos, entre el olor de las yerbas aromáticas y el de los pescados ahumados, que despedían un fuerte tufo bajo las nubes de moscas insaciables. Los gallos y las gallinas corrían entre nuestras piernas, mientras los niños nos pedían dinero y caramelos, y los vendedores de zumo de caña nos ofrecían un refresco.

Después del recorrido, ya en el coche, ascendiendo la última cuesta hacia el mausoleo, el amable Abu me miraba sonriente, complacido por la visita al mercado, y esperaba sin duda un comentario mío.

—Un hombre muy simpático ese master —dije—. Habla un excelente inglés.

Se alargó la sonrisa feliz de Abu:

—En Uganda, casi todo el mundo habla muy bien el inglés. Uganda es uno de los pueblos más cultos de África. Aquí teníamos ya una gran cultura antes de que llegara el hombre blanco.

Abu no exageraba en sus orgullosas afirmaciones. Los primeros viajeros blancos que visitaron el interior de África no se planteaban por aquellos días en forma muy escrupulosa los problemas raciales. Para ellos, el hombre negro era sencillamente un ser inferior que vivía en un estado próximo al de los homínidos, con un sistema de organización política y social muy poco evolucionado con respecto al hombre de las cavernas. Sin embargo, dentro de esa visión general, todos cuantos habían visitado las regiones de las orillas septentrionales del lago Victoria destacaban una excepción; el reino de los kabaka de Buganda.

Buganda tenía censada una cronología de reyes que alcanzaba el número de treinta y seis hasta llegar a Mwanga II, el monarca que gobernaba el país, cuando fue declarado Protectorado británico por Frederick Lugard. Esta lista, que se remontaba hasta el rey Kintu varios siglos atrás, se completaría, tras la muerte de Mwanga II, con otros dos reyes, y después de los años de guerra civil y las dictaduras de Obote y Amín, con un último rey, que desde 1993 ostenta el título simbólico de kabaka bugandés, dentro de un estado, el de Uganda, de régimen presidencialista. De modo que la dinastía de los kabaka ha alcanzado la cifra de treinta y nueve soberanos, un número muy superior al de muchas casas reales europeas, entre ellas la de los Borbones españoles.

La organización política y social del país era compleja y evolucionada. Existía un estado centralizado, con poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Había títulos nobiliarios y la sociedad se dividía en clases, en un sistema de castas. En la cúpula del Estado se situaba el kabaka, un monarca a medio camino entre el señor absoluto y el rey constitucional. Su puesto no era hereditario, sino que existía un consejo de jefes de tribu, llamado el Lukiiko, que elegía, a la muerte del rey, aquel de entre sus hijos que consideraban mejor dotado. El Lukiiko actuaba como una especie de Parlamento, con poderes legislativos de cierta magnitud, y los grandes jefes que lo integraban podían actuar, al mismo tiempo, como gobernadores de las principales provincias de Buganda, en las que también ejercían poderes judiciales. Presidía el Lukiiko una especie de primer ministro conocido como el Katikiro, elegido por el rey. Los otros miembros del Consejo, parlamentarios y ministros a un mismo tiempo, ostentaban cargos cortesanos, como el de panadero y mayordomo real. Otro cargo singular era el de Namasole, la hermana del rey, escogida también por el Lukiiko y que no tenía que ser obligatoriamente pariente del kabaka. Su papel era representativo, pues el rey no la desposaba, y figuraba en los actos oficiales en primer rango al lado del kabaka, por encima de cualquiera de las concubinas. Los kabaka, que no tenían esposa, disponían de un imponente harén, por lo general renovable, en el que las mujeres se contaban por centenares, de tal modo que muchas de ellas, a lo largo de la vida del monarca, ni siquiera tenían la ocasión de poder brindarle sus favores sexuales. A Mwanga II se le calculaban seiscientas concubinas en su serrallo y, dada su fama de insaciabilidad carnal, parece ser que él sí llegó a usar de todas ellas. Los poderes del rey eran muy grandes, pero el Lukiiko tenía la capacidad de deponerlo si llevaba sus desmanes absolutistas demasiado lejos.

En Buganda, a la llegada de Lugard, había caminos bien alisados entre las principales poblaciones, ropas tejidas con textura parecida a la de la seda y viviendas para las clases privilegiadas dotadas con una suerte de primitivo retrete. El ejército contaba con infantería, que mandaba una especie de mariscal de campo llamado Mujasi, y una marina, que operaba con una respetable cifra de canoas de guerra en las aguas del lago Victoria, dirigida por un almirante al que se conocía como Gabunga. En cuanto a la religión, el sistema de creencias era politeísta, con numerosas pequeñas deidades sobre las que reinaba la suprema divinidad de Lubare, una especie de Júpiter romano. La música del país era interpretada por orquestinas que usaban diversos instrumentos de cuerda y de viento, además de trompetas, xilófono y una gran variedad de tambores.

A todo ello habría que añadir la facilidad que parecían tener los bugandas para el aprendizaje de las lenguas. Más que facilidad, se trataba de una virtud cultural, pues se consideraba de mala educación y vergonzoso no hablar las lenguas de los extranjeros que visitaban el país. El rey Mutesa I, al que conocieron John Speke en su expedición a las fuentes del Nilo y, años más tarde, Henry Stanley, alcanzó a hablar y escribir inglés con bastante soltura. Y según contaban los primeros misioneros anglicanos llegados a aquel reino, un niño de Buganda podía arrancar hablando un inglés bastante correcto en el plazo de tres o cuatro semanas.

Abu tenía, pues, razones de peso para afirmar ufano que el suyo era uno de los países más cultos de África y para no sentirse acomplejado ante la civilización del Hombre Blanco. Debo confesar que, camino de las tumbas de los kabaka, me sentía abrumado ante su exquisito inglés, un inglés que parecía mamado en las aulas de un college de Oxford y que, sin embargo, brotaba de los labios de un modesto funcionario del Gobierno de Kampala que nunca había pisado el suelo de Inglaterra.

Las tumbas de Kasovi se encuentran en la colina donde se alzaba el palacio de Mutesa I, que reinó en Buganda entre 1856 y 1884, y que fue anfitrión de Speke y de Stanley. La costumbre de los kabaka era hacerse enterrar en el lugar donde estuvo su palacio y, en consecuencia, cada uno de ellos se construía el suyo propio, por lo general en una elevación del terreno. No obstante, en Kasovi se rompió en cierta forma la costumbre, cuando Daudi Chwa II, nieto de Mutesa I, decidió reconstruir el mausoleo-palacio de su abuelo, irse a vivir allí y enterrar también en el lugar a su padre, Mwanga II. Daudi Chwa II dio órdenes para ser enterrado también en Kasovi junto a sus ancestros. Y en fin, el penúltimo kabaka de Buganda, Edward Mutesa II, que estudió en Cambridge, teniendo que exiliarse a Gran Bretaña expulsado por el Gobierno de Milton Obote y que murió en Londres en extrañas circunstancias en 1966, reposa también en el mismo lugar por deseo propio. De suerte que Kasovi es una especie de panteón de la dinastía de Buganda. No obstante, se conocen en el país una veintena de emplazamientos donde permanecen enterrados los restos de antiguos monarcas. El último rey del país, Ronald Mutebi, educado también en Cambridge y repuesto en su trono en el verano de 1993, reside en el palacio de Bamunakina, a cincuenta kilómetros de Kampala, asistido por un consejo de jefes de tribu, el último Lukiiko, pero desprovisto de todo tipo de poderes políticos.

El complejo del mausoleo de Kasovi lo forman varias cabañas que rodean una ancha explanada cercada por un alto vallado. Las cabañas de los extremos albergan al personal que cuida del lugar y también a las «viudas», cinco mujeres ancianas que representan de forma simbólica a los miles de mujeres que fueron concubinas de los kabaka enterrados allí.

Estas cinco viudas ocupan su puesto tan sólo un mes y son sustituidas después por otras cinco. El cargo es muy codiciado en la región de Buganda, hoy una de las cuatro provincias ugandesas, entre otras cosas porque su única actividad consiste en tejer esteras y quedarse con los generosos donativos de los visitantes que se acercan a Kasovi.

La choza principal es la mayor construcción de este estilo en todo el continente africano y es la réplica casi exacta del último palacio de Mutesa I. El visitante puede hacerse una idea muy precisa de cómo vivían los kabaka. La choza se divide en dos grandes espacios, uno abierto al público y el otro, el trasero, donde se conservan los sepulcros de los reyes, prohibido a los visitantes. En el primer espacio se exhiben las fotografías de los kabaka o los dibujos que representan al más antiguo, a Mutesa I. Hay muchos objetos que pertenecieron a los reyes, como dos sillas que la reina Victoria regaló a Mutesa, lanzas y escudos, varios tambores y otros instrumentos musicales, así como un leopardo disecado cuya piel muestra los agujeros dejados por la voracidad de las polillas. El felino perteneció a Mutesa I y era al parecer tan pacífico como un gato. Su amo lo paseaba sujeto por una correa. Pero cuando el rey murió, se volvió salvaje y mató a varias personas en unos pocos días. Aunque se le consideraba sagrado, hubo que sacrificarle por el bien general, reservándosele, eso sí, un puesto de honor en el mausoleo. Fuera de la cabaña se exhibe también un pequeño cañón de hierro forjado que el explorador Stanley regaló al rey Mutesa. En la explanada, frente a la choza real, se rodaron las imágenes con que concluye el famoso film de los años cincuenta Las minas del rey Salomón: las escenas del combate a muerte entre los dos reyes que luchan por el trono del imaginario reino de Ophir, delante del intrépido Stewart Granger y la temblorosa Deborah Kerr.

Mirando las fotografías y dibujos de los kabaka, me llamaba la atención el gesto de Mwanga II, una mirada blanda y melosa, dotada de un aire infantil y caprichoso. Yo conocía su historia, pero preferí preguntarle a Abu:

—¿Fue Mwanga un buen rey?

Abu encogió los hombros con la actitud de un escolar que no se atreve a dar su opinión por miedo a equivocarse.

—Era un rey, usted ya sabe… —dijo al fin.

—¿Y qué se piensa aquí de los reyes?

—Bueno, son el símbolo de nuestra historia.

—¿Están orgullosos de ellos?

—Son el pasado, claro.

—¿Pero qué opina usted del pasado, Abu?

—Todos somos el pasado, usted también.

Decidí no forzarlo más y no preguntar a Abu sobre aquel «pasado», sobre la otra cara de la «civilizada» Buganda, sobre el lado aterrador de aquellos kabaka de mirada blanda e infantil.

Buganda era un reino excepcional en África por su alto grado de organización política y de cultura, pero también era un caso especial en el capítulo de los horrores. Bajo el poder de los kabaka cualquier acto que pudiera ser considerado como ofensa al rey era penado con la muerte. Las ejecuciones se aplicaban con cierta lentitud: primero se le cortaban los miembros al condenado y se iban tostando uno a uno en el fuego, con poca llama, para seguir luego con el cuerpo y la cabeza. Ofender a un rey era muy fácil: desde robar una vaca o una impala de sus rebaños hasta algo tan banal como vestir una prenda en la que hubiese adornos de piel de leopardo, pues a este felino se le consideraba animal real y tan sólo los kabaka podían utilizar su piel para sus vestiduras. De alguna manera, esta costumbre ha perdurado en África, ya que en Zaire sólo puede usar las pieles de leopardo el dictador Mobutu Sese Seko, castigándose a cualquier otro zaireño que lo haga. No sabemos si el castigo es parecido a los que se aplicaban en Buganda.

Otros delitos menores eran penados con la amputación de las orejas o los labios, o las narices, y cuando el delito de robo suponía una gran cuantía, al condenado se le cortaban todas las protuberancias del rostro salvo los ojos.

Cuando moría el kabaka y uno de sus hijos era elegido para sucederle, el heredero solía eliminar sin contemplaciones a todos sus hermanos, una forma sabia de cortar de raíz futuros intentos de usurpación del trono. Cuando Mutesa I fue proclamado rey en 18 S 6, celebró el acontecimiento enviando a la hoguera a todos sus hermanos y ordenando al tiempo que varios cientos de esclavos fueran degollados. Este mismo rey decidió en cierta ocasión que todos los hombres de Buganda debían llevar una pulsera con cuentas de colores y que las mujeres estaban obligadas a ceñirse el cuerpo con un cinturón de parecidos abalorios. A los hombres que no cumplían la orden se les decapitaba y a las mujeres se las cortaba en dos.

Estos y otros usos reales de parecido jaez alcanzaron en Buganda su punto culminante durante el reinado de Mwanga II, hijo de Mutesa I, que subió al trono en 1884, celebrándolo con la nutrida pira de hermanos que correspondía a tan fausta ocasión. Mwanga II fue el autor de la mayor matanza de cristianos en la historia de África oriental. Incluso se llevó por delante a un obispo.

Los primeros misioneros que llegaron a Buganda, durante el reinado de Mutesa I, eran anglicanos de la Church Missionary Society. Desembarcaron en las orillas del lago Victoria en 1877 y los dirigía un joven escocés llamado Alexander MacKay. Un par de años más tarde se les unieron los Padres Blancos franceses, a las órdenes del padre Lourdel, y las dos Iglesias comenzaron a desarrollar una viva rivalidad en sus tareas evangelizadoras.

Tuvieron relativa libertad de movimientos bajo el reinado de Mutesa, aunque en 1882, por orden del kabaka, los Padres Blancos fueron conminados a abandonar el país. Cuando Mwanga II llegó al trono en 1884, los Padres Blancos pudieron regresar. Las conversiones aumentaban entre la población nativa y las dos Iglesias rivales iban cobrando cada vez mayor fuerza. Surgieron dos bandos, los fransa y los ingleza, que acabaron enfrentándose en una sangrienta y breve guerra civil en 1893, ganada por los ingleza con el apoyo de Lugard.

Mwanga era un extraño personaje: voluble, caprichoso, promiscuo, cruel de carácter y de opinión mudable, era además un adicto a la marihuana, que fumaba sin freno durante todo el día. Desde que inició su reinado, comenzó a obsesionarse con la idea de que los cristianos ponían en peligro su poder político y que eran la avanzadilla de los intereses europeos en Buganda. En cierto sentido, no le faltaba razón.

En enero de 1885 quemó vivos a tres jóvenes pupilos de la misión anglicana y en noviembre de ese mismo año hizo asesinar a uno de sus consejeros, Joseph Mukasa, que, convertido al catolicismo, había intentado convencer al kabaka de que abrazase la fe en Cristo. Mwanga cerró el año por todo lo alto, ordenando la muerte del obispo anglicano Hannington, asesinado en las orillas del lago Victoria, adonde había llegado después de un largo viaje desde la costa del índico. Mwanga temía que, detrás del obispo, vinieran las tropas británicas a conquistar el país, y aunque los ingleses echaron tierra sobre el asunto por el momento, acabaron por enviar cinco años más tarde a Frederick Lugard.

El año 1886 fue particularmente sangriento. Mwanga comenzó asesinando a su asistente personal, al descubrir que había sido bautizado como católico. A partir de mayo, las muertes se convirtieron en una auténtica carnicería y se calcula que el total de cristianos asesinados, hasta el momento en que la persecución terminó, sobrepasó la cifra de doscientos. La mayor parte de ellos fueron quemados vivos, a fuego lento, como era habitual en Buganda, o descuartizados por animales que tiraban de cada uno de los miembros de la víctima en las cuatro direcciones que marcan los puntos cardinales.

Londres prefirió olvidar estos crímenes, en aras de lograr pacificar el que pronto sería su Protectorado. Para los británicos, el gran crimen de Mwanga fue otro: aliarse con el rey Kabarega de Bunyoro y combatir a los soldados del Imperio. Ese crimen, a la postre, le valió el exilio en las islas Seychelles junto a su aliado Kabarega. Allí murió, harto de marihuana, sobre las blancas playas del índico, en el año 1897.

La suerte de los kabaka se torció después. El nieto de Mwanga, Mutesa II, logró permanecer en el país cuando Uganda se independizó en 1962, integrando los antiguos reinos de Buganda, Ankole, Toro y Bunyoro. Mutesa formó un partido regional y consiguió un breve período de respeto por parte de Milton Obote, ganador de las primeras elecciones del nuevo país. Pero en 1966 el Lukiiko cometió el error de plantear la secesión de Buganda del resto de Uganda, y Obote envió una expedición de castigo. La dirigía un militar casi desconocido que acababa de ser nombrado jefe supremo del Ejército y que se llamaba II Amín Dadá.

La operación militar se convirtió en una masacre de la población civil. Mutesa, aprovechando una tormenta tropical, logró huir antes de que lo apresaran y se exilió en Inglaterra, donde murió en 1969. Así se cerró la historia del poder de una antigua dinastía. Cuando el actual kabaka fue repuesto en el trono de Buganda en 1993 juró compromiso de lealtad al poder civil, con la promesa de no formar ningún partido político a su sombra. Nunca más un kabaka será protagonista de la historia de Buganda si no quiere ver peligrar su cabeza.

Al atardecer, desde la colina de Muyarga, veía adormecerse Kampala mientras se aproximaba, con lentitud y discreción, la noche desde Oriente. Las otras seis colinas de la ciudad punteaban un cielo terso por donde corrían nubes apresuradas. En dos de las colinas veía levantarse, como un eterno símbolo de competencia y guerra, la catedral católica de Rubaga y la protestante de Namirembe. Abajo, terrenal y lúdico, hundido en la barriga sucia de la urbe, brillaba en color pastel la torre del templo hindú, rodeado de mercadillos, de humaredas y de los olores de la vida. Las casas colgaban como racimos de uvas oscuras de las caderas de las colinas y desde allá abajo subía, casi desfallecido, el monótono fragor del tráfico. Un centenar de buitres planeaban en la lejanía del ocaso rojo. Parecían mínimos puntos negros contra el fulgor del cielo, como pavesas escapadas de un incendio.

Pensaba en el antiguo reino de Buganda, en la hermosura de la leyenda y en las atrocidades de la historia. A mi lado, un periódico se agitó por un golpe de viento y quedó abierto en la sección de obituarios. La lista de los muertos del día anterior ocupaba una decena de páginas: muertos en accidentes, muertos de malaria y muertos de sida. Otra vez África me ofrecía el mezquino rostro de su dolor y su miseria, de su naturalidad trágica, al lado de aquel inmenso espacio donde mi mirada se perdía y donde se me permitía alcanzar a ver, al sur, la lengua del lago Victoria entrando en la tierra y varios islotes que parecían flotar, como navíos al pairo, sobre la superficie en calma del agua color ceniza. La serenidad crecía en el cielo donde la luz moría sin alharacas, resignada, mientras los olores más dulces del mundo trepaban hasta mí desde las flores, en brazos del aire impregnado por la humedad y un aroma de esperma vegetal.

Más tarde, ya noche cerrada, paseando por Namu Onage, una rotonda al sur de la ciudad, entré en un curioso mercado al que la gente acudía en buen número en busca de comida a precio mucho más bajo que el normal. En Namu no había otra luz que la de centenares de pequeñas candelas que ardían sobre los tenderetes, como nerviosas luciérnagas que guiñaban su breve luminosidad cuando las sombras humanas cruzaban ante ellas.

Luego, en la terraza del hotel Speke, tomando una copa después de la cena, un ingeniero australiano me contó que, en el norte, las guerrillas de soldados rebeldes, los restos de las últimas tropas de Amín, mantenían la costumbre de cortar mejillas, narices y orejas a quienes consideraban sus enemigos. Añadían al parecer un detalle de modernidad a la vieja tradición: atravesaban un candado entre la parte superior e inferior de los labios, echando luego la llave a un río.

Abu vino a unirse a la copa unos minutos después. Hablamos de la guerra civil, de los reyes kabaka, de Amín y de Obote, de la religión en Uganda, de los enfrentamientos entre católicos y protestantes. El australiano se fue borracho a la cama mientras Abu bebía un té detrás de otro y yo cervezas. Cuando le pregunté sobre su fe me dijo que era musulmán.

—¿Y cuál es su religión? —me preguntó a su vez.

—No soy creyente —respondí.

Dudó un momento y luego insistió:

—¿Pero cuál es su Dios?

—Ninguno —dije.

—¿Y se puede vivir sin Dios? —preguntó espantado.

—A mí no me hace demasiada falta —respondí.

—¡Dios existe! —exclamó excitado y con los ojos muy abiertos.

—No para mí, Abu —contesté.

Pareció abatido. Caviló unos instantes. Luego dijo:

—Qué extraño es… En Inglaterra, en Francia, en su país… hay mucha gente que no tiene Dios. Aquí creemos todos. Qué extraño. Fueron ustedes quienes trajeron la religión a estas tierras. Hubo guerras y mártires. Y ahora son ustedes quienes no creen en sus dioses. Dígame, ¿para qué los trajeron?

Aquella noche dejé abierta mi ventana. Tal vez era el momento de recibir la visita de Dios, pero en la duermevela sólo oí el canto de los grillos y el grito de alguna lechuza. Luego, perros que ladraban, quién sabe desde dónde. Entre sueños, creía percibir cómo los leopardos salían de las jaulas de los palacios de los kabaka, se convertían en los amos de la noche y cazaban gatos, ratas y palomas dormidas. A veces, creía oír los lamentos de un animal que agonizaba entre las fauces de una pantera. Crecían los gritos de gentes quemadas a fuego lento. Vi morir a un hombre desmembrado. Y no sentía miedo, sino fascinación al verme tan cercano a aquellos acontecimientos terribles y dolorosos.

Cerca de la madrugada me sobresaltó el silbido del tren que salía hacia Oriente. Es probable que el maquinista despertase a media Kampala, al tiempo que me despertaba a mí. Tuve sensaciones físicas agradables mientras intentaba regresar al sueño. Sentía llegar la primavera en pleno febrero africano, como si la tierra buscase mi cuerpo entre las sábanas para poder palparlo. Luego se escucharon los silbos de los pájaros cuando todavía no había amanecido. Me envolvía una sensación vivificadora en el despertar de Kampala. Más tarde, al abrir la ventana y asomarme sobre la ciudad, vi que la tierra era de un intenso color carmesí y que las garzas grises buscaban gusanos en el suelo humedecido por el rocío.